por Kim Petit
¿Qué hacer cuando el temor por expresar nuestra voz interior nos invade?, ¿qué hacer cuando creemos que nuestros pensamientos no merecen ser escuchados? Esta es invitación a acudir a Aquel que anhela escuchar nuestros pensamientos…
Ocurrió de nuevo. Había escrito un artículo pero mi editor me dijo que no necesitaba empezarlo con la cita de alguien más. «Deja que tus propios pensamientos fluyan», me dijo. «Usa tu propia voz».
¿Qué?, ¿usar esa vocecita chillona y temblorosa que responde cuando se solicita mi opinión? ¿Acaso depender de la voz teatral, aquella que retumba con sarcasmo y me recuerda que, incluso después de diez años de creer en la igualdad bíblica, todavía se me hace difícil presentar mis pensamientos con seguridad? Tal vez debería prestar atención a la voz analítica e independiente que me sugiere que estas metáforas denotan un desorden de identidad disociador. O quizá a la que grita que la reflexión interior es una pérdida de tiempo.
¡Suficiente! Mis oídos están llenos de sonidos y mi cabeza repleta de personajes imaginarios, todos ellos críticos. ¿Dónde puedo encontrar una porrista, alguien que crea en mí, que me anime como lo ha hecho mi editor, que hable fuerte, que le dé voz a mis sentimientos, que divulgue mis opiniones y exprese mis pensamientos? ¿Quién se preocupa por escuchar mis comentarios redundantes? Ni siquiera estoy segura de que quiera escucharme a mí misma. Si no puedo soportar lo que escucho, entonces ¿quién lo hará?
La verdad es que a veces sueno delirante, incoherente, o sencillamente lo opuesto. Recuerdo una vez en que todo lo que podía hacer era repetir las mismas palabras una y otra vez, «Ay Dios, ay Dios, ay Dios». Esto no es un contenido específico, difícilmente es elocuente, y aun así Dios me escuchó. Después de esto creí que nunca olvidaría la forma como su presencia me rodeaba, pero la realidad es que lo paso por alto todos los días.
El salmista dijo: «Venid, oíd todos los que teméis a Dios, y contaré lo que ha hecho a mi alma. A él clamé con mi boca me escuchó Dios; atendió a la voz de mi súplica. Bendito sea Dios, que no echó de sí mi oración, ni de mí su misericordia» (Sal 66.1620).
Hay alguien que quiere escuchar tu voz, que anhela que le des a conocer tus pensamientos. No importa si están desordenados, si son incoherentes o poco originales. No es necesaria la elocuencia o la respuesta deslumbrante. Tampoco hay necesidad de estar calmada. No importa si en el pasado hubo un millar de críticas descomunales, con gimoteos, burlonas o temblorosas. Dios quiere escucharnos. Está tan interesado en hacerlo que incluso, cuando no sabemos qué decir o qué orar, él «intercede por nosotros» y «escudriña nuestros corazones» (Ro 8.2627).
Con tal audiencia, ¿por qué tener miedo de hablar? Regresaré ahora a mis escritos y los revisaré una vez más. Quizá esta vez el editor escuche mi voz. Tal vez en esta ocasión suene fuerte, clara y segura.
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