Por: Chiara Santomiero
Las “ruinas más bellas de Francia”: así el escritor Víctor Hugo las definición en el siglo XVI los restos de una famosa abadía de la Normandía, Jumieges. Y no hay duda de que, aunque desde hace siglos tiene como techo el cielo, esta y otras abadías que marcan el mapa de Europa cristiana, no han perdido ni su antigua belleza ni la carga de espiritualidad que deriva de haber sido grandes centros religiosos y culturales. Aleteia te recomienda las tres más sugestivas.
Jumieges: la furia de la Revolución
No hay necesidad de pedir indicaciones: desde las dos orillas del Sena, a poca distancia de Rouen, basta levantar la mirada para distinguir entre los árboles las torres de la fachada de Notre Dame, la Iglesia de la abadía. Detrás de la fachada, un refinado ejemplo de arte románico normando, la imponente nave se ofrece al sol y al aire, el complejo no se recuperó tras el saqueo producido durante la Revolución Francesa.
Fundada por san Filiberto en el 654 que agrandó la iglesia ya fundada por san Columbano, la abadía fue un centro famoso por el número de monjes y por la producción de su scriptorium. Destruida una primera vez después de las incursiones normandas en el 851, fue parcialmente reconstruida en el 934, pero completamente reconstruida en la primera mitad del año 1000, bajo la guía del abad Champarti que adoptó la regla benedictina. En 1067 fue consagrada la gran iglesia abacial, de 88 metros de largo y 25 de alto. La abadía no pudo huir de las tempestades de la historia, saqueada innumerables veces junto a la ciudad que nació alrededor suyo, decayó en el siglo XVII al ser devastada en los excesos de la Revolución.
La tradición dice que aquí nació la “secuencia”, es decir la composición litúrgica que se cantaba en la celebración eucarística solemne antes de la proclamación del Evangelio. La tradición cultural de la abadía prosigue hoy, al ser dedicado como un lugar dedicado a las artes visuales y, en especial, a la fotografía. Mientras que el gran parque circundante, además de ofrecer la clama belleza de los cerezos para extasiar la vista de los visitantes, alberga una bienal de arte experimental contemporáneo.
San Galgano, la espada en la roca
Si el rey Arturo, de la mitología de la Mesa redonda, extrajo una espada de la roca, Galgano, el caballero que se convirtió en ermitaño, clavó su espada en una roca el día de Navidad del año 1180. Una forma definitiva, transformando la empuñadura en una especia de cruz, de decir “basta” a su vida anterior, tan alegre como penitente habría sido esa vida solitaria que pretendía abrazar refugiándose en las colinas de Montesiepi, a unos treinta km de Siena. La espada está todavía allí: bajo una cubierta de plexiglás es posible ver destacar de la roca una empuñadura y un trozo de una espada corroída por los años y el óxido. Han pasado casi mil años.
En el lugar de la muerte del santo ermitaño, fue edificada una capilla y después un monasterio confiado a los cistercienses. Durante la mitad del siglo XIII, gracias a generosas donaciones y a la protección de los emperadores que garantizaron muchos privilegios, inclusive el derecho de moneda, la abadía de San Galgano era la fundación cisterciense más potente de la Toscana, con vínculos estrechos con la República de Siena. Los monjes dieron luz verde a numerosos trabajos de recuperación de las tierras de los pantanos circundantes, aprovechando el curso del río Merse para disfrutar de la energía hidráulica con molinos, un telar para la elaboración de los paños y herrerías.
Los siglos sucesivos no fueron tan generosos con la abadía: la peste, los saqueos de los mercenarios, los asuntos políticos, la lucha entre la República de Siena y el papado, contribuyeron a una progresiva decadencia acelerada por el gobierno de abades infames que hicieron quitar la cubierta de plomo del techo de la abadía para venderlo. Desde este punto en adelante el complejo llegó a tal degradación, por obra de los hombres y de la intemperie, hasta el siglo XIX cuando se recuperó un interés por el monumento.