por José Belaunde M.
El ardor de la polémica en torno a la justificación por la fe durante los años en que surgió la Reforma produjo algunos escritos y puntos de vista extremos cuyo eco ha persistido hasta nuestros días. La comprensión de los creyentes sobre lo que Dios piensa de las buenas obras se vio enturbiada por dichas posiciones extremas. ¿Qué es lo que realmente la Palabra revela?
El Nuevo Testamento claramente señala una inseparable relación entre las obras y la salvación, la cual no puede ser ignorada por aquellos que desean caminar en comunión con el Maestro de Galilea.
El legado de Lutero
El ardor de la polémica en torno a la justificación por la fe durante los años en que surgió la Reforma produjo algunos escritos y puntos de vista extremos cuyo eco ha persistido hasta nuestros días. Esto ha enturbiado la comprensión correcta que los creyentes deben tener acerca de lo que Dios piensa sobre las buenas obras, tal como lo refleja su palabra.
Algunas opiniones negativas respecto a las buenas obras, que se escuchan con frecuencia entre cristianos, rayan, con el debido respeto, en lo irracional. A riesgo de simplificar las cosas podemos decir que existen dos clases de buenas obras: unas, las que se hacen para justificarse a uno mismo, para gloriarse o acumular méritos que obtengan la salvación como justo premio; otras, las que Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas (Ef 2.10), las cuales se hacen por amor a él y al prójimo; estas son la marca del cristiano. La frase «creados en Cristo Jesús para » en este versículo se refiere al nuevo nacimiento. Hemos sido regenerados con un fin: para que vivamos de determinada manera, en obediencia, haciendo las obras que Dios nos encargó que hiciéramos.
Si examinamos todos los pasajes que Pablo escribió acerca de la inutilidad de las obras de la ley como medio para obtener la justificación, veremos que fueron escritos contra la primera clase de buenas obras, no contra la segunda. No obstante, en algunos casos se han interpretado en forma equivocada o tendenciosa, como si hicieran referencia a toda buena obra, de la clase que fuera. De ahí viene lo áspero de la polémica, que también ha dado origen a frases exageradas, tal como la afirmación de Lutero de que todas las buenas obras son malas. El legado de estas declaraciones es la confusión en la mente de muchos cristianos.
Esta posición desequilibrada explica que en muchas exposiciones doctrinales sobre la salvación, especialmente a nivel popular, se haga hincapié en dos versículos claves de Efesios 2, el 8 y el 9 («Porque por gracia sois salvos por medio de la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios; tampoco es por obras, para que nadie se jacte») y se ignore el siguiente que es su corolario, como si hubiera sido borrado mágicamente de la Escritura: «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas.»
Desearía, entonces, presentar lo que considero una posición más equilibrada sobre el tema de las buenas obras.
Un regalo que siempre será regalo
En primer lugar, Dios no demanda nuestras buenas obras para salvarnos porque ya Cristo hizo lo necesario para reconciliarnos con el Padre, pero sí las requiere para premiarnos. De hecho, él quiere hacerlo.
Los obreros de la primera hora de la parábola de la viña (Mt 20.116) no ganaron su jornal por haber soportado el calor y la fatiga de trabajar todo el día bajo el sol, sino por la generosidad del dueño del campo que los llamó a trabajar. Los obreros de la hora undécima, que apenas trabajaron sesenta minutos, recibieron el mismo salario que los de la hora primera, esto es, la salvación, porque el dueño del campo así lo quiso. Lo que Jesús nos está diciendo en esta parábola es que la gracia de la salvación se recibe no por mérito a nuestros esfuerzos, sino porque él quiere dárnosla, por pura misericordia. Por lo que a la gracia de la salvación se refiere, da lo mismo que uno haya sido cristiano toda la vida, o que se convierta en el lecho de muerte. Para todos, el regalo gratuito es el mismo. Al igual que a los obreros de la primera hora, a muchos tanta generosidad les parece injusta y reclaman. A ellos, y a nosotros, el dueño del campo les dice: «¿qué te importa a ti si yo quiero ser generoso con todos?»
Un camino trabajoso
Pero esta salvación que recibimos, cuando fuimos justificados, regenerados, y sellados con el Espíritu Santo que es la garantía de nuestra herencia futura (Ef 1.13, 14) constituye lo único inmerecido que recibe el hombre. Todo lo demás sí será merecido, tanto el castigo que, Dios no quiera, pudiéramos recibir, o la corona, el premio que anhelamos en el día del juicio. No creo que exista en la Biblia una idea más repetida que esta: Dios paga (es decir, retribuye) a cada cual según sus obras, no solo a los que se condenan, sino también a los que se salvan (Jb 34.11; Sal 62.12; Jr 32.19; Mt 16.27; Ro 2.6; Co 3.24,25 y1Pe 1.17; Ap 22.12).
La recompensa, la corona, tendremos que ganárnosla sudando, sufriendo penalidades «como buenos soldados de Cristo» (2Tm 2.3) y venciendo. En cada una de las cartas que el Señor dirige a las siete iglesias aparece el mismo mensaje: «Al que venciere…», esto es, al que persevere hasta el fin y triunfe, superando los obstáculos que el enemigo ponga en su camino, «yo le daré » el árbol de la vida, el maná escondido, autoridad sobre las naciones, vestiduras blancas, etcétera, elementos que simbolizan la salvación final (Ap 2.7, 11, 17,26; 3.5, 12, 21). ¿Por qué insiste en repetir esta frase «al que venciere»? Porque vivimos en un campo de batalla, en una lucha constante e implacable contra el enemigo que quiere apartarnos del camino y llevarnos a la perdición.
Por su lado, Pablo escribió: «Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios» (Hch 14.22). Si fuera de otra manera la mayoría de los hombres no rechazaría el mensaje de salvación, pero no lo reciben porque saben que tiene un precio. El príncipe de las tinieblas tiene éxito en propagar su mensaje precisamente porque lo que él ofrece es fácil: «Aprovecha, goza de la vida, no te quedes…» Su camino es seductor en apariencia, pero al final el despertar será terrible.
En cierto sentido, la salvación no la que recibimos al ser regenerados, sino la que tendremos al final de nuestra vida, esa misma que Pablo dice que somos salvos en esperanza (Ro 8.24) debe ser ganada venciendo las tentaciones y superando las pruebas (Ap 21.7). Sabemos bien que no hay victoria sin esfuerzo. Claro está que podemos ganarla porque Cristo la ganó por nosotros venciendo al príncipe de este mundo, mas seguirá siendo, también, gratuita, porque no podríamos alcanzarla si Jesús no hubiera muerto por nosotros. Pero es ganada, sin embargo, venciendo también nosotros al enemigo por medio de la sangre del Cordero y de nuestro testimonio, menospreciando incluso la vida si fuera necesario (Ap 12.11). Nuestro testimonio entonces, consiste no solamente en nuestra confesión de fe, sino también en la vida que llevamos.
La necesidad de las obras
En segundo lugar, nosotros probamos que creemos en Dios cuando lo obedecemos, esto es, haciendo lo que él nos manda. ¿Y qué nos manda a hacer él? Evitar el pecado y hacer buenas obras. Si no hacemos buenas obras, lo que probamos ante el mundo no es que la salvación sea por fe y no por obras, sino que no tenemos fe, pues las buenas obras ponen de manifiesto nuestra fe, la cual sin obras no existe. El apóstol Santiago afirma que esta clase de fe está muerta (2.17 y26).
Por ese motivo las buenas obras son necesarias para la salvación, aunque no seamos salvos por ellas. Son necesarias porque constituyen la prueba de que tenemos la fe por medio de la cual recibimos la gracia de la salvación, ya que la fe, si es verdadera, nos empujará a obrar y no estará ociosa. Constituyen además la prueba de que Cristo es el Señor de nuestras vidas, tal como confesamos con nuestra boca (Ro 10.9). En resumen, podemos decir que no somos salvos por obras, pero tampoco somos salvos sin ellas, como bien afirma Calvino.
Una justa retribución
En tercer lugar, la Escritura atestigua que vamos a ser juzgados por nuestras obras (Ap 20.12), no por nuestra fe. Al llegar al cielo no se nos preguntará «¿tienes fe para entrar?» más bien se nos pedirá: «pruébame tu fe con tus obras» (Stg 2.18). Si carecemos en ese día de buenas obras como evidencia de nuestra creencia, ¿cómo probaremos que hemos tenido fe para ser salvos?
Con ese fin, y porque quiere recompensarnos abundantemente, Jesús nos exhorta a acumular tesoros en el cielo (Mt 6.1921), los únicos que duran. A su vez, Pablo exhorta «a los ricos de este mundo … que sean ricos en buenas obras» (1Ti 6.18), porque ellas constituyen la verdadera riqueza. Entendamos bien: si nuestras buenas obras son nuestra verdadera riqueza, la que permanece, la que cuenta en el cielo ¿cómo podríamos descuidarlas, o despreciarlas?, ¿cómo podríamos dejar de hacerlas? No sería esto más que una burla a Dios.
En la parábola sobre el juicio final que algunos llaman «el juicio de las naciones» (Mt 25.3146) Jesús explica cuál será la base de la sentencia que recibiremos ese día y que decidirá nuestro destino eterno: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber…». En ese pasaje podemos ver claramente que no se nos juzgará por nuestra fe sino por cómo nuestra fe se transformó en obras de amor; es decir, por cómo nuestra fe obró por amor en favor del prójimo, según dice Pablo en Gálatas (5, 6b).
Debemos notar con cuidado que la fe, el amor y las obras son inseparables. Así como no puede haber fe sin amor (1Co 13.2), tampoco puede haber amor sin fe. ¿Cómo se podría amar a un ser en quien no se cree? Del mismo modo no puede haber amor sin obras, pues sin ellas no habría más que hipocresía, ni podría existir una fe viva que no se traduzca en las obras que Dios preparó de antemano para que las hiciéramos (Ef 2.10).
La manifestación del amor
Por último, Dios nos dio un primer y gran mandamiento, seguido de un segundo que está inseparablemente unido al primero (1Jn 4.20): «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente… y a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22.3739). Nadie ama si no traduce su amor en obediencia. Jesús dijo: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Jn 14.15). El amor a Dios y el amor al prójimo se prueban con las obras, y los hechos que lo manifiesten (1Jn 3.17, y 18).
En respuesta a la pregunta que le hizo un escriba acerca de la salvación, Jesús narró la parábola del buen samaritano, para hacernos comprender quién es nuestro prójimo y cómo debemos amarlo en cumplimiento del segundo mandamiento (Mt 22.37). En ella él habla de un viajero asaltado por unos ladrones quienes lo dejaron mal herido al borde del camino. Pasó por allí un sacerdote, que siguió de largo; pasó luego un levita, pero tampoco quiso atender al herido. Por fin llegó un samaritano, perteneciente a un pueblo despreciado para los judíos, que se compadeció del viajero herido. Su compasión lo llevó a curarlo y trasladarlo a una posada, encargando al mesonero que lo cuidara. Al concluir la parábola Jesús le dijo al escriba: «Ve tú y haz lo mismo.» No le dijo: «cree lo mismo», ni «piensa lo mismo», ni «confiesa lo mismo». Lo que dijo fue: «haz tú lo mismo», es decir: «¡obra tú del mismo modo!» ¿Cómo puede alguien pensar que podrá salvarse, por mucha fe que tenga, si no obedece al primer y segundo grande mandamiento? ¿Cómo puede alguien pensar que entrará en el reino de los cielos si no hace la voluntad del Padre que está en los cielos? (Mt 7.21). ¿Y cómo la hará si no actúa?
Notas del autor:
1. Buena parte de la controversia en torno a estos versículos, relacionados con la fe y las obras, proviene de una interpretación que no contempla su contexto. El marco de la carta es el nuevo nacimiento del creyente, particularmente desde el comienzo del capítulo segundo hasta el vers. 10.
2. El gran reformador sentía una gran antipatía por las epístolas de Santiago (que llamó «epístola de paja»), Hebreos y Judas, por la preeminencia que otorgan a las obras. Por un tiempo consideró la posibilidad de eliminarlas del canon del Nuevo Testamento. Aunque desistió de ese propósito, las «castigó» colocándolas, en su famosa traducción al alemán de 1522, casi al final del libro, en compañía del libro de Apocalipsis, obra que, por la misma razón, «tampoco gozaba de sus simpatías.»
3. Nótese que al ángel de la iglesia de Tiatira Jesús le dice: «Al que venciere y guardare mis obras hasta el fin» (Ap 3:26). No cabe duda de que la salvación y las obras están estrechamente unidas.
4. Los derrotados, en contraste con los que vencen (vers 8), no son solo los cobardes e incrédulos, sino los que sucumben al pecado y a las seducciones de Satanás. Por esto, una de las obras más necesarias es la de vencer las tentaciones, y Pablo afirma que hemos de «trabajar en nuestra salvación «con temor y temblor» (Fi 2.12)5. Nótese que ni la fe ni las obras son «obra nuestra;» es decir, no se originan en nosotros (Fi 2.13): ambas son consecuencia de la acción del Espíritu Santo en nosotros, que nos infunde la primera y nos inspira y nos da las fuerzas para hacer las segundas. ¿Dónde está, pues, nuestra jactancia? Solo en que no fuimos rebeldes a la acción de la gracia.6.Aunque algunos lo nieguen este pasaje contiene todos los elementos de una parábola, según la mayoría de los intérpretes
7 Sería ilógico que se nos juzgara por algo que hemos recibido, el don de la fe. El juicio evalúa que es lo que hicimos con ella. Así lo indica la parábola de los siervos, a quienes se les demanda por lo que hicieron con los talentos, no por cuántos recibieron. Es interesante notar que esa parábola figura inmediatamente antes de la exposición del juicio de las naciones e inmediatamente después de la parábola de las diez vírgenes. Esos tres episodios forman una exposición gradual, progresiva del modus de la salvación final y se detecta una clara intención didáctica en el orden de su presentación. El primero subraya la necesidad de perseverar en la fe; el segundo, la necesidad de obtener fruto con los dones recibidos, y el tercero, explica las obras en las que consiste el fruto que hemos de rendir.
8. Sería en verdad una inconsecuencia grave de parte de Jesús que Él insista en la importancia de esos dos mandamientos fundamentales si su cumplimiento no fuera necesario para ser salvo. Se me dirá: «usted está enseñando salvación por obras.» ¡De ninguna manera! Como ya se ha dicho, nadie puede vivir en obediencia y santidad a menos que tenga fe, pues esta se presupone cuando se menciona la necesidad de las obras. Jesús no enseña una u otra cosa, como si fueran opuestas y mutuamente excluyentes, sino ambas, como complementarias. Pero la fe es primero y de ella se deriva el resto.
El autor es Peruano. Ha trabajado por muchos años en producir material escrito para la edificación de la iglesia. © Apuntes Pastorales Volumen XXII Número 1 Octubre a diciembre de 2004 Todos los derechos reservados