por José Belaunde M.
El siguiente es una análisis de la reprensión a Jacobo y a Juan encontrada en Lucas 9.5156. El artículo se centra en la posición de Jesús ante la actitud de dos de sus discípulos. El autor analiza el relato versículo a versículo para ayudarnos a descubrir las valiosas enseñanzas encerradas en este pasaje.
La confesión de Pedro que declara bajo inspiración divina, que Jesús es el Cristo, declaración osada que contrasta fuertemente con el primer anuncio de su pasión. La Transfiguración, en la que tres de sus más íntimos discípulos vislumbran lo que es la gloria celestial de su Maestro. La demostrada inmadurez de sus más cercanos colaboradores, puesta de manifiesto en pequeñas viñetas sucesivas. Después de todos estos acontecimientos, Jesús inicia su viaje definitivo a Jerusalén para enfrentar su destino. Lo empieza atravesando la región de Samaria, cuyos habitantes mantienen una antigua enemistad con los judíos que se remonta a la invasión asiria, ocho siglos atrás.
51. «Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén».
Se acercaba el tiempo en que la misión para la cual había venido Jesús a la tierra debía alcanzar su culminación. Esto es, la hora en que debía cumplirse su sacrificio, el bautismo de fuego con que debía ser bautizado. Jesús dijo en otra ocasión que él ardía de deseos para que se cumpliera (Lc.12.50). Él había venido para eso, no para otra misión. Lo demás era secundario: enseñanzas, milagros, no tenían la importancia de lo que ahora debía realizar, la inmolación de sí mismo. (1) Se pensaría que Jesús más bien debería evitar la aproximación de esa hora, que debería tratar de postergarla, como hacemos todos cuando tenemos que enfrentar una experiencia desagradable, alargar el tiempo de espera. Pero no él. Él tiene un propósito en mente, una meta y quiere cumplirla cuanto antes.
Sin embargo, era algo muy costoso en términos humanos; como hombre Jesús tenía que armarse de valor para ir al matadero. Por eso dice el texto que «afirmó su rostro»; es decir, se reafirmó en su decisión sobreponiéndose a su resistencia, a su repugnancia humana frente al sacrificio. (Compárese con Is 50.7).
El texto dice «se cumplió el tiempo en que había de ser recibido arriba». No todo era, en verdad, trágico y difícil en lo que tenía por delante. Detrás de la prueba venía la liberación, la recompensa. Cumplido el sacrificio él sería recibido arriba, esto es, retornaría a su Padre. ¡Qué mayor gozo que ese! ¡Qué mayor alegría! La frase nos hace pensar en la impaciencia que mostró Jesús frente a la incredulidad de las multitudes: «¿Hasta cuando he de estar con vosotros, hasta cuándo he de soportaros?» (Lc 9.41). Como si dijera: «¿Hasta cuándo durará mi destierro?» Porque para él estar en la tierra, por mucho que amara a sus discípulos, era un verdadero exilio. Él ansiaba verse libre de las cadenas de la carne que lo limitaban. Su espíritu gemía al verse rodeado de gente tan mezquina y malévola. Pese a toda su compasión, la maldad humana le asqueaba.
Venir a la tierra había significado para Jesús un terrible sacrificio. Era un sacrificio no sólo a causa de las torturas y del suplicio final, sino por el hecho de haber tenido que convivir durante todo el tiempo de su permanencia entre nosotros. Él tuvo que convivir con nuestra miseria, y con nuestro mundo de maldad, como si fuera uno más. Imaginémonos estar encerrados durante años en un penal, en el pabellón de los peores malhechores y tener que compartir celda, alimentos, suciedad y ocio con ellos. Comparados con la santidad y pureza de Jesús nosotros somos aun más malos que los más avezados criminales.
Esto era también necesario, como dice la epístola a los Hebreos: «Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos para expiar los pecados del pueblo. Pues en cuanto Él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados» (He 2.14, 17, 18; véase también 4.15). Pero era muy penoso para él asemejarse en todo a nosotros para salvarnos, y asumir nuestro pecado como si fuera propio.
Porque ¿quién de nosotros, por mucho que ame a los perros, en su afán de salvarlos querría asumir la naturaleza de perro, despojándose de su naturaleza humana, para ser despedazado por los mismos perros que vendría a salvar? (Fil. 2.68) ¿Podemos imaginar lo que significó para Jesús hacerse hombre y morir a manos de hombre?
He aquí el verdadero significado de la «kenosis»: dejar de ser lo que era, la suma perfección y santidad y el gozar de la dicha plena al lado del Padre y de los ángeles. Todo esto para asumir un estado, una naturaleza torcida muy inferior. ¡Qué bien lo captó Pablo cuando escribió ese bello himno en Filipenses, pero cuánto nos cuesta entenderlo! ¡Oh, cómo no hemos de estar agradecidos a Jesús por lo que hizo por nosotros! ¡Su vida entera fue una pasión, no sólo las últimas horas!
¡Gracias, Jesús, por hacerme entender cuánto te costó hacerte mi hermano, descender a mi miseria y abrazarla! ¡Oh, qué sublime sacrificio! Yo sería incapaz de abrazar a uno de esos vagabundos asquerosos cubiertos de suciedad y de negrura que rondan por los mercados. Pero tú al hacerte hombre no sólo abrazaste a uno de esos inmundos sino que te hiciste su compañero, te cubriste de su suciedad y de su negrura, te hiciste uno con él. ¡Oh Jesús! ¿Cómo pudiste hacerlo? ¡Yo soy ese vagabundo nauseabundo del que todos huyen, que todos evitan con muecas de asco! ¡Cómo pudiste vencer tu repugnancia! ¡Me amaste y me besaste y te pusiste mis harapos para limpiarme! ¡Oh, Jesús! ¿Cómo podría pagarte? ¿Cómo devolverte el bien que me hiciste?
«Sí puedes hacerlo; puedes pagarme, amándome. Como dicen los hombres: amor con amor se paga. Yo lo hice por amor a ti, para que tú me ames. Tú me ignoras muchas veces, me vuelves la espalda y no sabes lo que siento, pero yo tengo sed de tu amor. Y porque yo te amo he venido para quitarte tus harapos y darte mi gloria y hacerte como soy yo. Porque para eso vine, para salvarte y elevarte hasta mí».
52. «Y envió mensajeros delante de Él, los cuales fueron y entraron en una aldea de los samaritanos para hacerle preparativos».
El Señor envía mensajeros que le preparen su llegada. ¿Qué quiere decir que se hagan preparativos? ¿Qué él deseara que se le diera un tratamiento, una recepción especial? Evidentemente él era un personaje. Viajaba rodeado de una comitiva y por eso era necesario que se previera dónde podían acomodarse para pasar la noche. No podían quedarse a la intemperie. Pero seguramente el hospedaje en las casas de uno o dos ambientes de los campesinos sería muy simple. Quizá únicamente un lugar en el suelo dónde extender la alfombrilla de estera para dormir que llevaban siempre consigo, como algunos de nuestros campesinos. Pero también debía haber comida para el grupo que incluía a algunas mujeres junto con los hombres. ¿Cuántos serían en total? Por lo menos una veintena, quizá más.
El Señor envía mensajeros. No es el único lugar en la Biblia donde Dios envía mensajeros que le precedan. El más conocido es el caso de Juan Bautista predicho por Malaquías: «He aquí yo envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti» (Mr 1.2; Mal 3.1). Su misión había sido preparar los corazones para la venida del Señor.
¿Predicaría Jesús a los samaritanos en esa ocasión? Ya lo había hecho en Sicar al comienzo de su vida pública (Jn 4), y de seguro no descuidaría esta nueva oportunidad de hacerlo. Él parecía tener un afecto especial por los samaritanos. Así lo muestra no sólo el episodio de la samaritana y la conocida parábola (Lc10.2537), sino también el hecho que él destaque que fuera un samaritano el único leproso sanado que vino a darle gracias en el episodio que narra Lucas más adelante (Lc17.18).
¿Por qué tendría Jesús especial interés en los samaritanos? Porque eran despreciados, odiados por los judíos. A los que la mayoría odia, Dios los ama con un amor particular. Ser odiado, estigmatizado, marginado, es un signo de distinción delante de Jesús. ¿Eres tú un marginado? ¿La vida te ha empujado fuera del camino? Dios tiene un cariño especial por ti. Él te distingue y quiere honrarte.
Con su preferencia por los samaritanos Jesús confirma su rechazo a las exclusiones soberbias y sectarias. Jesús no le dijo a la samaritana que era el templo de Jerusalén el escogido por Dios y no el de Samaria. Más bien dijo que en ninguno de los dos montes se le adoraría en adelante, sino en el templo del corazón humano en que habita el Espíritu Santo. (2) Esto es, que cada hombre es un templo de su gloria. ¡Mírate a ti mismo, hombre miserable!, si la sangre de Cristo te ha limpiado, ¡tú eres un templo glorioso!.
53. «Mas no le recibieron, porque su aspecto era como de ir a Jerusalén».
De nada le sirvió a Jesús tener esa actitud de acercamiento con los rivales de su pueblo, esa simpatía especial por ellos. Los samaritanos de la aldea se dan cuenta de que la comitiva se dirige a la odiada Jerusalén y no quieren saber nada con ellos. «¡Que se vayan a otra parte! ¡No los queremos aquí!» Si se encaminaran a otro lugar serían bienvenidos. El sentido de rivalidad era más fuerte que la obligación de brindar hospitalidad, tan habitual entonces.
¡Cuántas veces nosotros nos portamos de manera semejante! Incluso entre cristianos. La forma cómo protestantes y católicos se excluyen mutuamente es un caso típico. ¡Quién sabe si el Espíritu Santo inspiró a Lucas a escribir estas palabras teniendo en mente esa antipatía mutua! Son hermanos, pero niegan serlo. Es la clásica rivalidad entre hermanos, tan fuerte «como cerrojos de alcázar» (Pr18.19). ¿Aplaude Dios esos sentimientos? A veces la antipatía se da entre las mismas denominaciones protestantes. Diferencias supuestamente irreconciliables de doctrina los separa, y por ellas olvidan lo que los une. A nadie solemos odiar más que al hermano separado. «Si te vas de nuestra congregación estás condenado». Hemos sustituido el reino de Dios por el principado mezquino de nuestra pequeña iglesia o denominación. ¿Quién manda ahí? ¿Cristo o Satanás? ¿Quién pronuncia o inspira esas palabras?
54. «Viendo esto sus discípulos Jacobo y Juan, dijeron: Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?»
¿Qué es lo que mueve a Jacobo y Juan a reaccionar de esa manera? ¿Amor a su Maestro? ¿O más bien su orgullo ofendido? Recordemos que Jesús los llamó a ambos «Boanerges», esto es, «hijos del trueno». (Mr 3.17). Tenían un carácter fuerte; se creían tan importantes que no soportaban agravios. Recordemos también que Juan estaba emparentado con Anás (Jn18.15), lo que quiere decir que su familia estaba bien relacionada, no eran unos cualquiera y no se dejarían tratar como si lo fueran.
Jacobo y Juan reaccionan pues con cólera. Quieren castigar a los pobladores de esa aldea por el rechazo sufrido. ¡Cuántas veces nosotros reaccionamos así! Solemos pensar que el discípulo amado era manso y puro. Quizá era aun inocente siendo joven por haber crecido en un ambiente piadoso. Pero no era manso. Después lo sería.
Nosotros nos parecemos a los dos hermanos. Ese versículo está colocado ahí para que miremos nuestro retrato. Porque, ricos o pobres, el orgullo nos distingue a todos.
55.«Entonces volviéndose Él, los reprendió, diciendo: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois;»
Por eso Jesús los reprende: «Es un espíritu de venganza y no de mansedumbre, el que habla a través de vosotros». No está diciendo que hubiera un «espíritu» inmundo «en» ambos que hablara por su boca como si estuvieran endemoniados. Si hubiera sido ese el caso, ese espíritu no habría soportado la cercanía de Jesús, y este lo habría reprendido y expulsado. Pero Jesús no expulsa a ningún espíritu en esta ocasión sino que los reprende a ellos. Ellos son responsables de sus palabras, no ningún espíritu que los habite o que los oprima.
«Espíritu» en ese pasaje, como en muchos otros, quiere decir «mentalidad», forma de pensar y sentir. Conviene que distingamos lo que la Biblia distingue y no echemos todo en un mismo saco. Las palabras tienen varios sentidos en la Biblia y si no se tiene eso en cuenta los lectores pueden confundirse. Jesús reprende sus sentimientos, no ninguna influencia espiritual exterior a ellos.
Recordemos la frase de Jesús: «De la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12.34). Las palabras de Jacobo y Juan brotaron de la abundancia de soberbia e impaciencia que había en su corazón y que suelen ir juntas. Nuestras palabras altaneras, nuestras palabras de condena, nuestras críticas impacientes, nuestro deseo de mandar, tienen su origen en nuestro corazón, no vienen de afuera. Pero no sólo nuestras palabras, también nuestros actos (Mt 15.19).
Con frecuencia tratamos de justificarnos a nosotros mismos o de justificar a otros echándole la culpa a un tercero. Decimos: «Hay un espíritu de divorcio o de infidelidad que se está moviendo entre la gente», y queremos reprenderlo como si ese supuesto espíritu fuera el culpable. Pero ese «espíritu» no viene de fuera de uno, no es la influencia de un ente ajeno a los que cayeron en pecado. No es ningún espíritu o influjo externo lo que me mueve a hablar o a actuar así. Es mi carácter. Mi carácter es el «espíritu» a quien obedezco.
Recuérdese: Jesús no reprendió al espíritu de quien dijo que eran sus dos discípulos. Los reprendió a ellos. No tratemos de echar la culpa al maligno de todos nuestros actos y lavarnos las manos. Pablo escribió: «Cada cual dará cuenta a Dios de sí» (Ro 14.12). No será el diablo quien dé cuenta de mí. Aunque él me haya tentado, él no es culpable de mi pecado, sino yo. Fue mi voluntad la que cedió.
Es cierto que los pecadores «siguen la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia » Pero ¿qué dice enseguida? Que esos entre los cuales una vez nos contamos nosotros viven en los deseos de su carne «haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos…» No una voluntad ajena (Ef 2.2,3). En otras palabras, se trata de una influencia general que opera en todos los que están alejados de Dios, pero sin obligar a nadie. Y también nosotros, aunque no queramos admitirlo, estamos en cierta medida bajo esa influencia, aunque tengamos el Espíritu. Frente a ese pasaje de Efesios las palabras de Jesús sugieren que la mentalidad de un individuo, o de un grupo de personas, de una ciudad y hasta de una nación, puede estar sutilmente influenciada por potestades del aire.
Sería interesante saber si los dos discípulos realmente pensaban que podían ordenar que cayera fuego del cielo, como hizo Elías (1 Re 18.37,38). ¿Serían ellos tan presuntuosos como para creer que tenían ese poder? Jesús les había dado autoridad sobre los demonios (Lc 9.1) y pronto se les sujetarían (10.17). Así mismo les diría que si creían sin dudar podían ordenar a una montaña echarse al mar (Mr 11.23), ¿por qué no podían ellos pensar que podían hacer lo mismo que Elías? Pero no creo que fueran tan necios. Simplemente esas palabras daban expresión a su cólera. Es como si dijeran: «Merecen que les caiga fuego del cielo». Es lo que nosotros sentimos cuando alguien nos hace algo que nos ofende. Quisiéramos fulminarlo, aunque sabemos que no podemos hacerlo. Pero exclamamos: «¡Que lo parta un rayo!»
Sin embargo, hay quienes creen que si tienen suficiente fe, pueden hacer todo lo que está escrito, e ignorar que ciertos poderes son un don particular. Aparte de Elías y Eliseo, que yo recuerde, no hubo otros profetas que hicieran milagros en el Antiguo Testamento ni ellos los hacían todo el tiempo, si bien no podemos excluir «a priori» que hayan hecho otros milagros que no están registrados.
Los dones del Espíritu Santo, llamados de poder (1 Co12.810) son eso: dones. No pertenecen al que los ejerce sino al Espíritu Santo que los da, a fin de que el que ha recibido el don de sanidades no se enorgullezca. Dios permite que unas veces ore y se sanen, y otras veces ore e imponga manos y nada suceda. El Espíritu Santo reparte sus dones cómo y cuándo quiere, y es su poder no el nuestro el que actúa. Por eso el resultado está en sus manos y no le agrada que usemos su poder para nuestra gloria.
56. «porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron a otra aldea».
Para terminar Jesús les da a sus discípulos y a todos nosotros con ellos una lección: «Yo no he venido para destruir la vida de los hombres sino para salvar sus almas» (3). «No he venido para condenar sino para salvar (Jn 3.17) aunque el juicio está en mis manos». Si hay algunos a los que Jesús condenará en el día del juicio (a los que estén a su izquierda, Mt 25.33) será a pesar suyo, porque él vino para impedir que se condenen. Pero el que lo rechaza y persiste en rechazarlo ya está condenado (Jn 3.18). En cierto sentido, él mismo se condena. (4)
Al final se fueron a otra aldea, donde está sobrentendido que sí los recibieron, y el asunto quedó terminado. Me encanta esa frase: «y se fueron a otra aldea». Total, ¿no había acaso otras aldeas por ahí? ¿Por qué se indignaron tanto? (5) Sin embargo el rechazo de esta aldea sirvió de ocasión para que Jesús nos enseñara algo y por eso entre otras razones está el incidente escrito. A veces nos preguntamos ¿Por qué está eso ahí? ¿Qué sentido tiene? Si para mí no tiene ningún sentido es porque aún no ha alumbrado el Espíritu ese pasaje para mí. Pero si está ahí es por algo y bueno sería que me esfuerce en descubrirlo.
Terminaré con una reflexión que se desprende de lo leído. Nosotros desechamos a los que no son de nuestro grupo, de nuestra iglesia, de nuestra corriente, los condenamos al infierno, o cuando menos, los consideramos inservibles. «No, esos son unos idólatras marianos, o esos se han desviado, o siguen una teología equivocada, o son unos fanáticos fundamentalistas» (ahora que está de moda criticarlos), etcétera.
Pero ¿qué sabemos nosotros de lo que tienen en su alma? Sólo Dios ve sus corazones y a él está remitido el juicio. Nosotros no daremos cuenta de los que criticamos ni ellos darán cuenta de nosotros. ¿Por qué los juzgamos tan severamente? Jesús dijo: «No juzguéis y no seáis juzgados, no condenéis y no seáis condenados porque con la misma medida con que midáis seréis medidos» (Lc 7.37,38). Algún día seremos juzgados con el mismo juicio con que nosotros juzgamos, condenados con la misma condenación con que condenamos, y medidos con la misma vara con que medimos. ¿Y a qué juez acudiremos si el Juez Supremo nos condena por hipócritas?
Notas
Acerca del autor:José Belaunde nació en los Estados Unidos pero creció y se educó en el Perú donde ha vivido prácticamente toda su vida. Participa activamente en programas evangelísticos radiales, es maestro de cursos bíblicos es su iglesia en Perú y escribe en un semanario local abordando temas societarios desde un punto de vista cristiano. Desde 1999 publica el boletín semanal «La Vida y la Palabra», el cual es distribuido a miles de personas de forma gratuita en las iglesias de su país. Para más información puede escribir al hno. José a jbelaun@terra.com.pe