por Cristian Salgado
Cuando buscamos la forma más cómoda de vivir resulta inevitable que cosechemos pobreza espiritual
Un popular movimiento en América Latina(1) ha crecido notablemente en la última década. En cada uno de sus salones un gran letrero porta su eslogan que seduce con la siguiente invitación: «Pare de sufrir». Para una población cansada de la indiferencia de sus gobernantes, la interminable sucesión de crisis económicas y la alarmante espiral de violencia que los azota, la promesa de encontrar una vida libre de sufrimiento parece demasiado buena para creerla.
Esta organización religiosa no posee el monopolio sobre esta particular convicción. Muchas iglesias evangélicas también se aferran con obstinación a la idea de que Cristo nos ofrece una vida libre de contratiempos. Solamente necesitarían escuchar el testimonio de la mayoría de los miembros de su congregación para darse cuenta de que esta promesa no es más que una utopía. Muchos de ellos sufren intensamente cada día. Resulta más fácil, sin embargo, culpar a estas personas de falta de fe. A su frustración se le suma ahora, la culpa porque no se comprometió lo suficiente para asegurarse una vida «sin sobresaltos».
Una mirada a las Escrituras, sin embargo, no recoge evidencia convincente para sostener semejante postura. Más bien, el peso de la Palabra pareciera indicar que el sufrimiento es una de las constantes que acompaña la existencia del ser humano. Encontramos al menos seis razones por las cuales Dios permite y usa el sufrimiento en la vida de sus hijos:
Vivimos en un mundo caído
La decisión de Adán y Eva de desobedecer al Señor trajo consecuencias insospechadas para sus vidas. No solo perdieron la comunión íntima que habían disfrutado con el Creador, sino que el mundo en el que se movían quedó contaminado por su caída. La mujer sufriría dolores en el parto. Su relación con su marido se guiaría por la competencia en lugar de la colaboración. El hombre lidiaría con la tierra que se resistiría a sus esfuerzos por cultivarla. Comería el pan de su esfuerzo, con lágrimas y sudor.
El estado de imperfección que alcanzó la creación permanece hasta el día de hoy. Gran parte de nuestro sufrimiento es fruto de vivir en un mundo caído. No existe quien consiga escaparse de esta condición, ni siquiera los más ricos del planeta. Job nos ayuda a entender que «la aflicción no viene del polvo, ni brota el infortunio de la tierra; Pues el hombre nace para la aflicción, como las chispas vuelan hacia arriba» (5.6–7). Esto es parte del precio que debemos pagar por heredar, de nuestros padres, la condición de pecadores.
A pesar de que una versión popular del evangelio intenta convencer al creyente de que, si se entrega a Jesús, «se le terminarán los problemas», la misma es una contradicción del camino recorrido por Cristo. La más radical manifestación del amor de Dios se encuentra precisamente en su disposición a venir para construir entre nosotros su morada, participando de las mismas aflicciones que nosotros padecemos. Compartir con otros seres humanos el sufrimiento constituye uno de los elementos que nos da confianza para acercarnos a ellos. Podemos ofrecerles una esperanza genuina porque somos peregrinos en un mismo camino. Nosotros, del mismo modo, nos acercarnos con confianza a Cristo «porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino Uno que ha sido tentado en todo como nosotros» (He 4.15).
El sufrimiento trae luz
El sufrimiento es también una poderosa herramienta en las manos de Dios. Por medio de él podemos arribar a un conocimiento más completo de nuestra verdadera condición como seres humanos. En Deuteronomio Moisés exhorta: «te acordarás de todo el camino por donde el Señor tu Dios te ha traído por el desierto durante estos cuarenta años, para humillarte, probándote, a fin de saber lo que había en tu corazón, si guardarías o no Sus mandamientos» (8.2).
El término «saber lo que había en tu corazón» puede traducirse como «sacar a la luz» o «revelar» lo que había en el corazón. Las pruebas eran para beneficiarlos a ellos, no al Señor mismo. Es decir, no era necesario que Dios las utilizara para descubrir algo porque él conoce la intimidad de nuestros pensamientos mejor que nosotros. Tal como afirma el salmista: «Tú conoces mi sentarme y mi levantarme; Desde lejos comprendes mis pensamientos. Tú escudriñas mi senda y mi descanso, Y conoces bien todos mis caminos. Aun antes de que haya palabra en mi boca, Oh Señor, Tú ya la sabes toda» (139.1–4).
Cuando el Señor permite que atravesemos por pruebas, nosotros descubrimos en nuestro corazón actitudes que desconocíamos: una tendencia a quejarse, un enojo hacia Dios, una actitud de desprecio hacia un hermano, o una raíz de amargura que envenena nuestra perspectiva. Todo esto necesita de la obra transformadora del Señor, pero él no trabajará en nosotros si no estamos dispuestos a acompañarlo en ese proceso. Tal como el hijo pródigo, necesitamos llegar al chiquero para recuperar una perspectiva acertada de quienes somos. Ese es el lugar donde finalmente entendemos que nuestra necedad nos ha llevado al fracaso. Solamente en ese momento, conscientes de nuestra inmundicia, conseguiremos emprender el camino que nos lleva de vuelta a los brazos de nuestro Padre.
El sufrimiento instruye
Una de las consecuencias del pecado es que la ceguera que ha introducido en nuestra vida nos conduce a la obstinación. Insistimos en transitar por sendas que no nos convienen. Somos lerdos para percibir el error de nuestros pasos. Por medio de la disciplina, sin embargo, el Señor logra corregirnos. Tal como señala el autor de Hebreos: «el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Es para su corrección que sufren. Dios los trata como a hijos; porque ¿qué hijo hay a quien su padre no discipline?» (He 12.5–7)
La convicción de que Dios, en su amor, nos trata con severidad, es la que lleva al salmista a exclamar: «Bueno es para mí ser afligido, para que aprenda Tus estatutos» (119.71). Cuando progresamos en la vida cristiana podemos comenzar a valorar estos momentos duros, porque entendemos que fueron una de las más claras expresiones del compromiso que Dios contrajo para nuestra formación. Por eso, nos atrevemos a afirmar: «Yo sé, Señor, que Tus juicios son justos, Y que en Tu fidelidad me has afligido» (119.75). Eventualmente Job, que pasó por los más intensos sufrimientos personales, se abrazó a una convicción que ya poseía al inicio de su martirio: «Cuán bienaventurado es el hombre a quien Dios reprende; No desprecies, pues, la disciplina del Todopoderoso» (5.17).
El sufrimiento purifica
El profeta Malaquías pregunta: «¿Pero quién podrá soportar el día de Su venida? ¿Y quién podrá mantenerse en pie cuando El aparezca? Porque El es como fuego de fundidor y como jabón de lavanderos. Y El se sentará como fundidor y purificador de plata, y purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como a oro y como a plata, y serán los que presenten ofrendas en justicia al Señor» (3.2–3).
El Señor se ha propuesto formar para sí un pueblo santo, enteramente entregado a él. La manera en que cumple este compromiso es permitiendo que pasen por el fuego que purifica las intenciones y permite que todo el esplendor de su pueblo reluzca.
Esto no refiere solamente situaciones de pecado. Cuando pasamos por condiciones que generan angustia profunda todo lo que nos rodea sufre un proceso de revalorización. ¿Qué importa un buen salario cuando uno padece la muerte de un ser querido? ¿De qué sirve una linda casa cuando el matrimonio termina en un amargo divorcio? ¿Qué valor poseen los títulos y los reconocimientos cuando uno enfrenta un fulminante cáncer?
La purificación de las intenciones es quizás la razón por la que ni siquiera Cristo se libró de este proceso, pues el autor de Hebreos afirma: «Aunque era Hijo, aprendió obediencia por lo que padeció; y habiendo sido hecho perfecto, vino a ser fuente de eterna salvación para todos los que Le obedecen» (5.8–9). La perfección, en este caso, no se refiere a quedar libre de pecado, sino a entrar en la plenitud del proyecto de Dios para la vida. El sufrimiento deja botado por el camino todo aquello que constituye una carga innecesaria o una distracción inútil.
En este sentido, cuando sufrimos recibimos admisión a la comunidad de aquellos que nos han precedido, personas como Abraham, José, Moisés, Rut, David, Ester, Juan el Bautista y Pablo. Todos ellos, sin excepción, tuvieron que beber de la copa del sufrimiento, pero ¡cuánta belleza resultó de ese proceso!
El sufrimiento confirma nuestro llamado
Jesús no quería que el sufrimiento sorprendiera a ninguno de sus discípulos. No deseaba que ellos, frente a situaciones difíciles, se sintieran tentados a preguntar: «¿por qué a mí?» Por esto, les dejó claras advertencias de que seguirlo a él traería duras consecuencias a sus vidas. Les anticipó: «los entregarán a tribulación, y los matarán, y serán odiados de todas las naciones por causa de mi nombre» (Mt 24.9). Quería que ellos entendieran que esto era normal. «Si el mundo los odia, sepan que Me ha odiado a Mí antes que a ustedes. Si ustedes fueran del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no son del mundo, sino que Yo los escogí de entre el mundo, por eso el mundo los odia. Acuérdense de la palabra que Yo les dije: ‘Un siervo no es mayor que su señor.’ Si Me persiguieron a Mí, también los perseguirán a ustedes» (Jn 15.18–21).
Atravesar por situaciones muy difíciles puede ser la señal de que estorbamos las obras del enemigo y que este se ha ensañado contra nosotros. Esto ocurrirá solo si caminamos en el Espíritu. Por esta razón, entonces, Pedro se anima a escribir: «no se sorprendan del fuego de prueba que en medio de ustedes ha venido para probarlos, como si alguna cosa extraña les estuviera aconteciendo. Antes bien, en la medida en que comparten los padecimientos de Cristo, regocíjense, para que también en la revelación de Su gloria se regocijen con gran alegría. Si ustedes son insultados por el nombre de Cristo, dichosos son, pues el Espíritu de gloria y de Dios reposa sobre ustedes» (1Pe 4.12–14).
El sufrimiento edifica
Este es, quizás, el punto más difícil de comprender acerca del sufrimiento. El padecimiento es imprescindible para asegurar la redención de otros. Cristo no satisface nuestra deuda con Dios simplemente por declarar que nos perdona. Es imperioso que él sea molido por nuestras transgresiones. De hecho, el profeta Isaías declara: «pero quiso el Señor quebrantarlo, sometiéndolo a padecimiento. Cuando El se entregue a sí mismo como ofrenda de expiación, verá a Su descendencia, prolongará Sus días, y la voluntad del Señor en Su mano prosperará. Debido a la angustia de Su alma, El lo verá y quedará satisfecho» (53.10–11).
El principio de sufrir para que otro reciba el beneficio se ilustra con claridad en la historia de la mujer con flujo de sangre. Cuando ella tocó el borde del manto de Jesús, salió poder de él. Su pérdida, sin embargo, resultó en la sanidad de ella. Es por esto que Pablo señala: «Porque conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, sin embargo, por amor a ustedes se hizo pobre, para que por medio de Su pobreza ustedes llegaran a ser ricos» (2Co 8.9).
Esta puede ser, también, la razón por la que el Señor le reveló a Ananías que Pablo debía sufrir mucho por causa del evangelio (Hch 9.16). Los azotes, las cárceles, la persecución y las penurias eran el precio que se debía pagar para que la Iglesia fuera plantada en cada rincón del imperio. El mismo apóstol arribó a esta misma convicción, pues declaró que «nosotros que vivimos, constantemente estamos siendo entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo mortal. Así que en nosotros obra la muerte, pero en ustedes, la vida» (2Co 4.11–12).
Conclusión:
El sufrimiento ofrece muchos beneficios. A pesar de que nadie disfruta el proceso de pasar por tribulaciones, Dios muchas veces lo ha usado para bien en la vida de sus hijos. El fruto que cosecha la persona que se ha rendido, ante las más duras pruebas de la vida, no puede obtenerlo siguiendo ningún otro camino. Esa vida habla de la presencia de Cristo, llenándolo todo con un irresistible perfume de santidad.
El cristiano maduro buscará minimizar el período de resistencia que naturalmente surge cuando debemos atravesar por el dolor, para entregarse rápidamente a la voluntad del Señor. Incluso, cuando comience a ver la abundante gracia que resulta de este proceso, se animará a regocijarse, junto a los apóstoles, de que «ha sido considerado digno de sufrir afrenta por su nombre» (Hch 5.14).
Preguntas para estudiar el texto en grupo
1. ¿Cuáles son las seis razones que el autor expone por las que Dios permite y usa el sufrimiento en la vida de sus hijos?
2. Al revisar cada una de ellas, examine su vida y señale cuáles de ellas se han hecho efectivas en su vida y cuáles son los beneficios que han dejado en su vida. Comparta su testimonio con el grupo.
(1) La Iglesia Universal del Reino de Dios (IURD). En algunos países de habla hispana la organización ha cambiado varias veces de nombre, entre otros se ha denominado Oración fuerte al Espíritu Santo, Comunidad Cristiana del Espíritu Santo, Gracia Universal, Familia Unida o Centro de Ayuda Espiritual.