por Gary Smalley y Juan Trent
El valor que les damos a los hijos determinará el éxito de nuestra relación con ellos, ¡y mucho de su éxito en la vida! ¡Cuantos padres hay frustrados por la relación que mantienen con sus hijos! Cuántos hay también que desearían contribuir en su verdadera felicidad y no saben cómo.
¡Cuantos padres hay frustrados por la relación que mantienen con sus hijos! Cuántos hay también que desearían contribuir en su verdadera felicidad y no saben cómo. Cuando uno piensa sobre lo que significa honrar a alguien, ¿qué es lo que viene a la mente? Tal vez asistir a la fiesta del jefe que se jubila o hacerle un regalo. O quizás respetar a los ancianos o en relación a un superior o bien en premiar a quien lo tiene merecido. Esa forma de pensar es bastante selectiva y deja a los niños bastante rezagados a la hora de esperar ser honrados.
Sin embargo, cuando la Palabra de Dios, la Biblia, habla de «dar honor», no necesariamente tiene mucho que ver con «lo ganado» o «merecido», sino que está relacionado con la capacidad de mantener relaciones interpersonales sanas. Consideremos más de cerca del concepto del honor, primeramente mirando su antítesis: el deshonor. Contrastando a los dos, podemos ver aquello que el honor evita, como también aquello que construye en la vida de una persona.
El deshonor es utilizado para calificar a «algo o a una persona que tiene poco valor o peso». Cuando los griegos pensaron en una figura que pudiera describir algo de valor mínimo inimaginable, pensaron en la niebla o el vapor. Y así en las relaciones, cuando deshonramos a las personas ya sea consciente o inconscientemente las tratamos como que tienen tan poco peso como el vapor.
¿Cuándo es que tratamos a alguien así? ¿Qué ocurre cuando un preescolar acaba de hacer la misma pregunta por la milésima vez; o cuando un niño deja sus juguetes tirados en un lugar donde otros en la oscuridad pueden tropezar; o cuando un adolescente deliberadamente parece olvidar lo que se le ha dicho; o cuando el cónyuge tiene la osadía de hacer alguna pregunta en medio de un juego o de un programa de televisión; o cuando el estado de un padre anciano se haya vuelto tan crítico que requiera de un esfuerzo extra para proveer un lugar apropiado para él; o cuando la Palabra de Dios claramente declara que una decisión es incorrecta, y sin embargo, la decisión «está bien» para el negocio?
El enojo, el sarcasmo, la crítica injusta, las comparaciones malsanas, el favoritismo, la inconsistencia, los celos, el egoísmo, la envidia, el racismo, los insultos, el menosprecio, la risita burlona, la ridiculización y un sin fin de otros males se los justifica como armas legales para ser usadas en contra de personas que consideramos de poco valor. «Al final de cuentas, las merecen», pensamos o nos justificamos. Aun en nuestras familias, nuestro enojo hacia ellos procede de algo que nos han hecho y que ha bajado nuestra estima de ellos, según nuestra óptica. Cuanto menor sea el valor que tenga una persona para nosotros, más fácil nos será justificar el deshonrarla mediante alaridos o tratos irrespetuosos.
La Biblia deja muy claro que debemos dar honor a Dios: «Cantad la gloria de su nombre; poned gloria en su alabanza» (Salmos 66.2). El apóstol Pablo dijo que en nuestra relación con otras personas, incluyendo a nuestros hijos, debemos «en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros» (Romanos 12.10). Si verdaderamente queremos honrar a Dios, a nuestros hijos y a otros, comenzaremos, entonces, a combatir nuestra tendencia natural a deshonrarlos.
¿Cómo? Podemos comenzar por comprender dos aspectos específicos del honor. Cada uno se aplica primeramente a la manera como podemos honrar a Dios, y luego a cómo podemos honrar a nuestros hijos.
UN TESORO SIN PRECIO
En algunos escritos antiguos, algo de honor era aquello que era substancioso (literalmente, de peso), de valor, costoso, invalorable. Para Homero, el famoso escritor griego, «cuanto mayor el costo del regalo, mayor el honor».
Lo mismo suele ser para los autores bíblicos. David usó el honor de esta manera en los Salmos: «¡Cuán preciosos (literalmente, honorables) me son, oh Dios, tus pensamientos!» (Salmos 139.17).
Cuando el apóstol Pablo recomendó a Timoteo que animara a los creyentes que estaban cayendo en pecado, les pidió que fuesen instrumentos de honor para el Señor y no meros utensilios de madera o barro usados para propósitos deshonrosos, sino instrumentos de «oro y plata» (2 Timoteo 2.20).
Para los cristianos, el mayor ejemplo de un tesoro sin precio es la muerte de Cristo en la cruz. Cuando el apóstol Pablo corrigió duramente a los creyentes corintios por sus vidas inmorales, se refirió a Cristo, el sacrificio invalorable, para darles convicción: «Porque habéis sido comprados por precio (literalmente, honor); glorificad, pues a Dios en vuestro cuerpo» (1 Corintios 6.20).
En varios lugares de las Sagradas Escrituras, el honor realmente significa «gloria». En nuestra relación con Dios, el honor viene naturalmente cuando nos aproximamos a Aquel cuya gloria llena la tierra.
A fin de transmitir la gran dignidad e importancia del sacerdocio, las vestiduras de los sacerdotes «túnicas» fueron diseñadas para ser de una hermosura fuera de lo común (Exodo 28.2 y 40). Desde las tallas intrincadas en madera a los ornamentos costosos de oro y plata, todo lo que estuviera cerca de la presencia de Dios debía ser hecho de una manera gloriosa (Exodo 35.30- 36 y 40.34).
A Dios no le impresionan las túnicas costosas o los utensilios de valor incalculable. Él es Dios y ese ropaje no significa nada en su presencia, pero Él sabe que a nosotros sí nos impresionan estas cosas. Cuando vemos algo precioso, de mucho valor en la creación, nuestra reacción ante aquel tesoro nos da una lección objetiva de cómo debemos responder ante la gloria y hermosura superiores de Dios.
¿Cómo se aplica esto a aquellos que quieren honrar a sus hijos? Los honramos al considerarlos como un tesoro especial que Dios nos ha encargado. Ellos son tesoros especiales. Las Escrituras declaran que los hijos son un don que proviene del Señor. Entonces son tesoros de valor incalculable, a los que debemos tratar con un cuidado especial.
Pero seamos honestos. Puede haber días cuando ese «precioso tesoro» que uno trajo del hospital a casa hace un tiempo se vuelve una pesada carga. Sin embargo, como padre, uno puede tomar la decisión de tratar a su hijo como un tesoro precioso, aun en aquellos días cuando las circunstancias hacen que los sentimientos de uno comiencen a ser negativos.
Cuando escribimos esto, hace seis meses que la esposa de uno de nosotros (de Juan), Cindy, tuvo una beba preciosa. No puedo pensar en una madre que ame tanto a su hija, pero sé que no siempre es fácil, ¡particularmente en una semana como la pasada, cuando se combinaron un resfrío, cólicos, vacunación y aparición del primer diente!
En tiempos como estos, aun el padre más amoroso podría sentirse tentado a bajar el valor de su hijo. Pero hay cierta actitud que Cindy adopta que la ayuda a perseverar en medio de períodos de noches sin dormir y de días de muchas pruebas. Debido a que Cindy hace la decisión diaria de considerar como un tesoro a su hija, sus sentimientos para con ella raramente decaen. «Porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón» (Mt. 6.21). Cuando uno aprende a valorar a sus hijos, los sentimientos positivos de uno hacia ellos tienden a subir también.
Trate de imaginarse una cosa tangible que usted valora. Tal vez sea un automóvil nuevo, una herencia, el reloj de su padre, tal vez un mueble de la sala, que es elegante y costoso. Imagínese que un famoso pintor le ha regalado un bellísimo cuadro. Usted tomaría las precauciones necesarias para protegerlo, asegurándose de que esté en un lugar que no se raye con el pasar de la gente y que ni el polvo o la luz del sol le hagan daño. Lo tendría colgado correctamente y hasta le daría cierto énfasis, si pudiera, mediante un foco de luz y un marco elegante. Tal vez hable del mismo a sus familiares y amigos, por lo que significa para usted. Es de mucho valor, y el simple hecho de volver a casa del trabajo y mirarlo podría elevar su espíritu y darle una sensación especial al apreciar lo que tiene en casa.
Los padres que consideran a sus hijos como tesoros desarrollan muchas de las mismas actitudes ¡esperamos que no cuelgue a sus hijos como a cuadros! Cuando uno valora a una persona, quiere protegerla. Tal vez hasta hagamos cualquier cosa para que ella logre el éxito e incluso tratemos de destacar sus puntos fuertes. Frecuentemente hablamos positivamente en nuestras conversaciones en relación a aquellas personas que amamos mucho. Cuando uno coloca honor en un hijo, la idea de volver a casa después de un largo día de trabajo puede darle a uno energías, en lugar de exprimirlo, y dedicarle cierto tiempo.
¿Acaso no es lamentable que los objetos inanimados tales como las pinturas tiendan a mantener su valor a través de los años, mientras que los objetos vivientes como los hijos a menudo vean su valor depreciado? Para padres de bebés que aún gatean y de adolescentes en particular, la decisión de tratar a los hijos como tesoros invalorables algunas veces debe ser hecha de hora en hora. Pero esa decisión resulta en grandes dividendos.
Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen III, número 1.