por Juan Stam
El grito nuestro como cristianos debe ser: «Testimonio fiel o morir», discipulado radical hasta las últimas consecuencias, cueste lo que cueste. No podemos hacer menos.
¿Debemos los cristianos amar nuestra vida? El más grande mandamiento de Jesús incluye el precepto, «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22.39). Un sano amor propio no es pecado; al contrario, no solo es un requisito para la supervivencia, sino también la posibilidad de amar a los demás. Entonces, ¿cómo es que afirma el apóstol Juan, como el elogio máximo, que «éstos no amaron su vida» (Apocalipsis 12.11)?
Otro texto paradójico nos puede aclarar el sentido de esta frase. «Si alguno viene a mí» —dice Jesús— «y no odia a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun a su propia vida (ten psujen heautou), no puede ser mi discípulo» (Lc 14.26 griego). ¡Qué requisito más extraño para seguir a Cristo! Mateo 10.37, un tanto distinto, traduce el arameo original del mismo dicho: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí». La Nueva Versión Internacional traduce la frase en Lucas brillantemente, como: «si alguno no sacrifica el amor a su padre» y demás familiares, no puede ser discípulo de Jesús. Y Lucas agrega que hemos de «odiar (amar menos) a la vida misma» en comparación con nuestro amor a Cristo y nuestra fidelidad a él. Por eso, tanto Lucas como Mateo agregan: «y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo» (Lc 14.27; Mt 10.38). El sentido es el mismo en los evangelios y en el Apocalipsis.
Después del texto ya analizado, en Mateo Jesús advierte además: «El que encuentre su vida, la pederá, y el que la pierda por mi causa, la encontrará» (Mt 10.39). Según los tres evangelios sinópticos, Jesús vuelve al tema en el crucial diálogo sostenido en Cesarea de Filipo:
Si alguno quiere ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la encontrará. ¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida? ¿O qué se puede dar a cambio de la vida? (Mt 16. 24–26; Mc 8:34–37; Lc 9.24; Cf. 17.33)
El cuarto evangelio incluye otra variante de la misma sentencia, con una analogía agrícola y, de nuevo, el lenguaje de amor y odio:
Ciertamente les aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo. Pero si muere, produce mucho fruto, el que se apega a su vida la pierde; el que aborrece su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna (Jn 12.24–25 – nvi).
La presencia de este mismo dicho dominical en todos los evangelios, en términos muy similares, confirma su originalidad y su centralidad en el mensaje de Jesús y en su llamado al discipulado radical. Cuando los efesios lo exhortaban a proteger su vida, Pablo respondió: «considero que mi vida carece de valor por sí misma, con tal de que termine mi carrera … de dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios» (Hch 20.24). En Cesarea, en la casa de Felipe, insistió de nuevo en que «por el nombre del Señor Jesús estoy dispuesto no sólo a ser atado sino también a morir en Jerusalén» (Hch 21.13).
No existe mayor modelo para esta clase de entrega de la vida que Jesús de Nazaret. «Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por sus amigos» (Jn 15.13; Cf. Ro 5.6–8). Frente a su propia muerte violenta, Jesús declaró: «por eso me ama el Padre: porque entrego mi vida para volver a recibirla. Nadie me la arrebata, sino que yo la entrego por mi propia voluntad» (Jn 10.17–18 – nvi). Estas palabras del Señor de la vida son una «declaración de independencia» frente a la muerte. Cuando la vida se entrega voluntariamente, la muerte ya no es una fatalidad sino un acto de libertad. En esta misma acción el mártir halla su vida, perdiéndola para volverla a recibir.
La primera epístola de Juan lleva ese modelo de Jesús a nuestra vida como una tajante exigencia:
En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos. Si alguien que posee bienes materiales ve que su hermano está pasando necesidades, y no tiene compasión de él, ¿cómo se puede decir que el amor de Dios habita en él? Queridos hermanos, no amemos de palabra ni de labios para afuera, sino con hechos de verdad. (1Jn 3.16–18)
Esto toca dos áreas muy críticas de nuestra práctica del evangelio: los bienes materiales y la misma vida. ¿Nuestro amor al Señor y a los demás supera en mucho a nuestro amor por nuestra propia vida y a los bienes, que nos resulta tan natural entregar todo, como sacrificio vivo?
En los orígenes del movimiento evangélico en América Latina, los primeros creyentes sufrieron gran persecución y hasta el martirio. Sus circunstancias eran bastante parecidas a las de las siete congregaciones del Apocalipsis. Pero hace tiempo que el espíritu de los mártires se ha alejado casi por completo de nuestras comunidades. Aunque durante el siglo XX nuestras tierras latinoamericanas fueron salpicadas por mucha sangre, muy poco nos tocó a los protestantes. Será porque nos dedicamos mayormente a sacar el cuerpo, amando más nuestra seguridad física que nuestra fidelidad radical a las exigencias del evangelio? ¿Ha invadido el espíritu de los nicolaítas(1) a una gran parte de la iglesia de hoy? ¿Qué nos diría Juan de Patmos?
En su comentario de Mateo 16.24–25, Dietrich Bonhoeffer, bajo la tiranía totalitaria de Adolfo Hitler, definió con claridad inconfundible e ineludible el costo del verdadero discipulado: «Cuando Cristo nos llama, nos llama a morir». Bonhoeffer se unió a los «cristianos confesantes» de su país, que declaraban que Jesucristo era la única Palabra de Dios y el único Señor de nuestras vidas. «Rechazamos —expresaron en su histórica “Declaración de Barmen” (mayo de 1933)— la falsa doctrina de que existen áreas de nuestra vida en las cuales no pertenecemos a Jesucristo sino a otros señores». Bonhoeffer y muchos otros de los cristianos confesantes terminaron en los campos de concentración y murieron asesinados por Hitler. Hans Lilje, otro líder de la iglesia confesante, escribió en su comentario del Apocalipsis (1957:182): «Los cristianos no deben aferrarse a la vida, sino estar preparados a dar sus vidas por aquel quien, como cordero de Dios, dio su vida por ellos».
Durante las luchas de liberación de muchos países de América Latina, se escuchaban con frecuencia consignas como «Patria de muerte» y «Patria libre o morir». Y miles murieron por su patria. El grito nuestro como cristianos debe ser: «Testimonio fiel o morir», discipulado radical hasta las últimas consecuencias, cueste lo que cueste. No podemos hacer menos.
(1) Nota del editor: Juan Stam los define como aquellos que consideraban que podían seguir a Cristo y a la vez condescender con el Imperio Romano en el culto al Emperador; desconocían por completo el discipulado radical.
Se tomó del libro Comentario bíblico iberoamericano, Apocalipsis, Tomo III, Ediciones Kairós, 2009, pp. 89–92. Todos los derechos reservados por el autor. Se usa con permiso del autor.
El autor, estadounidense por nacimiento y costarricense por adopción, se doctoró en teología por la Universidad de Basilea, Suiza. Ha ejercido la docencia en varias instituciones teológicas y universidades de América Central y de otros lugares del mundo. Actualmente ejerce la docencia en la Universidad Evangélica de las Américas (UNELA), San José, Costa Rica. Es miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL) y ha escrito varios libros y numerosos artículos.