Moises encuentra a Dios, Parte II

por José Belaunde M.

¿Quién soy yo para hacer lo que tú me pides que haga? ¿Basado en qué imaginas tú que yo puedo realizar esa tarea? Eso es lo que nosotros muchas veces le decimos a Dios cuando nos da un encargo: ¿Quién soy yo para hacer esto o aquello? Yo soy nadie en verdad y nada puedo.

En la primera parte de este tema examinamos el comienzo del tercer capítulo del Éxodo hasta el versículo 9, pasaje en el cual Dios se le aparece a Moisés en una zarza ardiente y le dice que ha venido para librar al pueblo hebreo de su aflicción. En los versículos que siguen Dios le va a indicar la misión que le quiere encomendar.

10–12. «Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel. Entonces Moisés respondió a Dios: ¿ Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel? Y él respondió: Ve, porque yo estaré contigo; y esto te será por señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, serviréis a Dios sobre este monte». Moisés de primera intención tiene miedo del encargo que Dios le da. La tarea es demasiado grande para un hombre solo. Él nunca podría superar los obstáculos que se le presenten y, objetivamente, tiene razón teniendo en cuenta las resistencias que encontraría y los intereses creados en torno a la explotación del pueblo hebreo como esclavos. Él nunca los podrá superar contando con sólo sus propias fuerzas.

¿Quién soy yo para hacer lo que tú me pides que haga? ¿Basado en qué imaginas tú que yo puedo realizar esa tarea? Eso es lo que nosotros muchas veces le decimos a Dios cuando nos da un encargo: ¿Quién soy yo para hacer esto o aquello? Yo soy nadie en verdad y nada puedo. Pero Dios le dice a cada uno lo que le dijo a Moisés: Yo estaré contigo y porque yo estaré a tu lado, podrás hacerlo. Cuando Dios nos envía a hacer algo, lo único, o por lo menos, lo más importante que necesitamos para tener éxito, es que Dios esté con nosotros. Eso nos basta. Es Dios quien obra, no nosotros.

Moisés se defiende de la misión que Dios le quiere encomendar, en primer lugar por el lado de Faraón: ¿Quién soy yo para ir a hablar con él y que él me escuche? Moisés no se considera digno ni capaz de semejante tarea Y visto fríamente no te falta razón. ¿A quién se le ocurre escoger a un pastor octogenario para una tarea semejante?

Sin embargo, él es un príncipe egipcio, y por eso Dios lo ha escogido para esa tarea. Más aún, Dios preparó las circunstancias de su nacimiento, de su supervivencia pese al decreto de muerte que pesaba sobre los recién nacidos varones, de su crianza por su madre –para que conociera de las tradiciones israelitas– y, de otro lado, arregló que fuera adoptado por la hija del Faraón, de modo que estuviera familiarizado con los usos y costumbres de la corte egipcia (Ex 2.1–10). Al regresar a la corte e identificarse, él podría entrar y salir de palacio; tenía el «status» necesario. Su crimen habla prescrito (Ex 2.11–15). En vista de lo antedicho Moisés era la persona indicada para esa misión, pero él difícilmente podía imaginárselo porque todavía ignoraba el poder de Dios. De otro lado podemos también suponer que Dios ha mantenido a Moisés en su plena vitalidad a pesar de su edad avanzada, para que él pudiera afrontar el esfuerzo físico que su misión requerirla durante los 40 años subsiguientes.

Moisés, sin embargo, comprende muy bien que lo que Dios le propone es algo humanamente imposible, irrealizable, por tres motivos principales que constituyen obstáculos infranqueables, y por eso, lógicamente, se resiste:

Los egipcios nunca accederían a desprenderse de una masa de gente que les rendía un trabajo tan útil a bajo costo, y con la cual estaban acostumbrados a contar. Ese pueblo les pertenecía, eran sus siervos que no tenían ninguna clase de derechos ¡Y ahora querían irse y abandonar su trabajo! ¡Inaudito! ¿Cómo los reemplazarían? ¿Y qué es lo que Moisés podría ofrecerles a cambio de la libertad de su pueblo? Nada.

Llevar a una multitud tan grande (unos dos millones de personas, contando mujeres y niños) a través del desierto era pretender una locura. Moisés sabía muy bien que en el desierto no había sino un poco de pasto aquí y allá para el ganado, uno que otro pequeño oasis y unas cuantas fuentes de agua aisladas. Hacerles atravesar ese yermo desolado sería condenarlos a morir de hambre y sed. ¡Una empresa irresponsable! ¿Y cómo mantener junta a una masa tan grande de gente durante un largo viaje? Se dispersarían por el desierto buscando qué comer, o regresarían desalentados a Egipto, como varias veces en efecto quisieron hacer.

Moisés sabía, de otro lado, que la tierra a la que el Señor enseguida le diría que quiere llevarlos, estaba habitada por pueblos fuertes, que no dejarían de ninguna manera que los hebreos vengan a meterse en ella y desplazarlos. ¿Quién cedería a su pretensión? Todos los pueblos –al igual que los individuos– son muy celosos de su territorio, no quieren que nadie los invada. Se resistirían a dejarlos entrar y tendrían que forzar su ingreso peleando contra ellos. ¿Con qué ejército? Nosotros somos esclavos, no soldados; no tenemos armas, no tenemos generales, le dirían. Es comprensible que Moisés no quiera saber nada con ese proyecto.

Es obvio que esos eran obstáculos tan formidables que sólo podían ser superados mediante intervenciones sobrenaturales. Pero Moisés, al recibir el encargo, no podía imaginar lo que Dios era capaz de hacer.

En cuanto a lo primero, fueron necesarias las diez plagas para doblegar la resistencia del faraón. Por lo segundo, Dios proveyó de manera milagrosa alimento y bebida para la multitud. El peligro de que la multitud se dispersara y perdiera en el desierto fue conjurado mediante la nube que los guiaba de día y la columna de fuego nocturna. En cuanto a lo tercero, durante los 40 años de peregrinaje Dios hizo de ese pueblo confuso e indisciplinado una nación guerrera y, como vemos en el libro de Josué, los ayudó milagrosamente a ganar las batallas que libraron.

«…Cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, serviréis a Dios sobre este monte». Si lo pensamos bien la señal que Dios le da a Moisés de que es él efectivamente quien lo está enviando y de que no es una fantasía, requiere de una fe extraordinaria, porque no es una señal visible de inmediato, sino una que se cumpliría recién una vez que él haya llevado a cabo una buena parte de lo que Dios demanda de él. Esto es, en el momento inicial esa señal no lo es de ninguna utilidad. Moisés tiene que descansar por el momento en su sola fe.

13. «Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a tos hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé?» Luego Moisés se defiende del encargo por el lado de los israelitas. Ellos me dirán: «¿El Dios de nuestros padres? ¿Cuál de ellos? ¿Cómo se llama?». Moisés sabe que los israelitas al contacto con los egipcios se habían vuelto idólatras, adoraban a varios de sus dioses falsos además del Dios verdadero. Es normal entonces que ellos puedan preguntarle: ¿Cuál de nuestros dioses es el que te envía? (ver nota 1)

Pero también él debe haber pensado que si iba donde el pueblo con esa orden de Dios le replicarían: ¿Quién es ese Dios que nos propone un proyecto tan descabellado? Porque ellos se darían también inmediatamente cuenta de que lo Moisés les propone no tenía pies ni cabeza.

Muchas veces, en verdad, lo que Dios nos pide no tiene pies ni cabeza, juzgándolo en términos humanos Pedirle a un hombre, por ejemplo, que afronte todos los sufrimientos que Jesús afrontó en su pasión es excesivo. Nadie puede someterse voluntariamente a una tortura igual. ¡Pero cuántas veces Dios demanda de sus siervos cosas imposibles! Por eso es que Dios generalmente no les revela a sus escogidos de inmediato lo que él espera de ellos, sino se los da a conocer poco a poco, a medida que avanzan. De lo contrario se espantarían. A Moisés tampoco le reveló al comienzo todo lo que su proyecto implicaba, todo lo que tendría que afrontar en el desierto, pero lo que le dio a conocer inicialmente de su plan era por sí solo suficiente para espantar al más valiente.

14. «Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros». Les dirás que Dios contesta: Mi nombre es «El Único», porque eso es lo que «YO SOY EL QUE SOY» quiere decir. En rigor, «el que era, el que es, el que será». Es decir, el Dios eterno. El nombre que Dios se da a sí mismo recuerda al que se da Jesús al comienzo del Apocalipsis: «Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el que es, el que era y ha de venir, el Todopoderoso» (Ap 1.8). Ése es el nombre de Dios porque no hay otro Dios fuera de Él. (Is 44.6, 45.5). (Ver nota 2)

Como condición para salir de la tierra de esclavitud es indispensable que el pueblo hebreo reconozca que sólo hay un Dios verdadero, aunque en su ignorancia dieran culto a varios dioses.

Imaginemos el diálogo entre Moisés y Dios en términos coloquiales modernos. Moisés pregunta:

— ¿Cuál es tu nombre?


— Mi nombre es YO SOY EL QUE SOY.


—¿Cómo puede ser ese tu nombre? Yo ya sé que tú eres, pero ¿cómo te llamas?


—YO SOY.


—Ese no puede ser tu nombre, porque todos somos. Yo también soy pero no me llamo YO SOY.

—Yo me llamo así porque yo no necesito otro nombre que mi propio ser. Yo soy el único. El único que es por si mismo. Tú y todos los que son, sólo existen por mi. Si no fuera porque YO SOY tú no serlas. Esto es, si yo no existiera tú no existirías. Tú eres porque YO SOY. Por eso yo soy el único que es, el único que no depende de otro para ser. YO SOY EL QUE SOY en mí mismo. Yo no necesito de ti ni de nadie para ser. Tú no eres el que eres en ti mismo. Tú eres en mi y sin mi no serías (Hch 17.28). Por eso no te llamas ni puedes llamarte YO SOY EL QUE SOY, porque tu existencia fluye de la mía. Yo te he creado a ti y a todo lo que existe, y hubo un tiempo en que no existías Pero yo he sido siempre, porque YO SOY EL QUE SOY en mí mismo, desde toda la eternidad.

Para que llevara a cabo la obra a la que Dios le habla llamado era necesario que Moisés tuviera una revelación profunda de la Verdad de Dios. Y eso fue lo que él recibió: conocer al Dios viviente, que todo lo ve y todo lo sabe y que domina sobre todas las circunstancias del hombre. Aunque Moisés tuvo en ese momento esa revelación, y se decidió por ella finalmente a seguir el divino encargo, él no llegó súbitamente a la plenitud de ese conocimiento sino fue madurando poco a poco en la comprensión de la naturaleza y del poder de Dios hasta llegar a una plena intimidad con Él, como no la tuvo nadie antes de Jesús.

15. «Además dijo Dios a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre; con él se me recordara por todos los siglos». Dios da mucha importancia a que Moisés haga entender al pueblo que el Dios que viene a liberarlos es el Dios de sus antepasados, el Dios a quien ellos deben su existencia como pueblo, y que viene a cumplir la promesas que en la persona de Abraham les hizo –y confirmó a Isaac y Jacob– de que tendrían un destino glorioso.

Parecería, según este versículo, que Dios recién ahora revela su nombre a Moisés. Sin embargo a lo largo del Génesis vemos que ya se le ha venido llamando así desde el inicio. La dificultad se acentúa si vemos lo que Dios dice en el capitulo 6: «Habló todavía Dios a Moisés y le dijo: Yo soy YO SOY EL QUE SOY. Y aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente, mas en mi nombre YO SO Y EL QUE SOY no me di a conocer a ellos» (v. 2 y 3). La explicación más inmediata de esta aparente contradicción es la siguiente: El libro del Génesis fue escrito «a posteriori», es decir, muchos años después de los hechos que se narran en él, cuando ya Dios habla revelado su nombre a Moisés. Por tanto, y por razones de comodidad, se le llama con su nombre conocido, y ese nombre es puesto en la boca de sus diversos personajes como si ellos lo hubieran usado.

16.18. «Ve, y reúne a los ancianos de Israel, y diles: Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, me apareció diciendo: En verdad os he visitado, y he visto lo que se os hace en Egipto; y he dicho: Yo os sacaré de la aflicción de Egipto a la tierra del cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo, a una tierra que fluye leche y miel. Y oirán tu voz; e irás tú, y los ancianos de Israel, al rey de Egipto, y le diréis: Jehová el Dios de tos hebreos nos ha encontrado; por tanto, nosotros iremos ahora camino de tres días por el desierto, para que ofrezcamos sacrificios a Jehová nuestros Dios». Dios le anuncia a Moisés que los israelitas le creerán y que los ancianos del pueblo lo acompañarán donde Faraón. Pero Moisés, como veremos luego, se resiste a creer que eso ocurra.

La orden que da Dios a Moisés de ir con los ancianos del pueblo donde el faraón para pedirle que los deje partir por sólo tres día de camino en el desierto para rendir culto a su Dios (implícitamente para regresar enseguida), ocultando la intención de irse definitivamente. Esto suscita la cuestión de cómo puede Dios ordenar decir una mentira o, por lo menos, engañar al faraón ocultando el verdadero propósito que persiguen.

Pero Dios se proponía inicialmente probar el corazón del faraón presentándole una petición moderada que él no podría rehusar razonablemente de modo que la dureza de su corazón se haga más patente y que esa constatación enardezca a los israelitas y ahonde su decisión de escapar al yugo egipcio.

Nótese que Moisés en ningún momento le pide a faraón que deje partir del todo al pueblo. Su partida definitiva resultará de la forma cómo se suceden los hechos. Es como si Dios se hubiera propuesto que la salida del pueblo fuera consecuencia inevitable de la propia terquedad del faraón.

19.20 «Mas yo sé que el rey de Egipto no os dejará ir sino por mano fuerte. Pero yo extenderé mi mano, y heriré a Egipto con todas mi maravillas que haré en él, y entonces os dejará ir». Dios le advierte a Moisés que no será fácil convencer al faraón que deje ir al pueblo. Será una tarea muy difícil, «pero yo estaré contigo y te daré todo el poder necesario para lograrlo». Cuando Dios quiere hacer algo ¿no pondrá Él en juego todos los recursos y fuerzas que se necesiten? ¿Puede Moisés dudarlo? Él decía con verdad ¿quién soy yo para ir al faraón? Pero no es él quien irá, sino Dios mismo quien hablará por su boca. Como le dice el Señor a Moisés: Tú serás como dios para el faraón (7.1).

Si Dios manda a alguien ejecutar una tarea en nombre suyo se pensarla que deberla poder llevarla a cabo sin mayores contratiempos y oposición. Sin embargo, no fue ése el caso de la misión de Moisés, sino lo contrario, hubo mucha lucha. Si eso ocurre en una misión tan importante ¿cómo no ocurrirá también con las tareas que Dios encarga al común de los mortales, a los que son menos que Moisés? El hecho de que Dios esté con nosotros no nos asegura que no habrá oposición, sino más bien, que Él estará con nosotros en medio de nuestra lucha y nos sacara adelante (ver nota 3).

21.22 «Y yo daré a este pueblo gracia en tos ojos de tos egipcios; para que cuando salgáis, no vayáis con las manos vacías; sino que pedirá cada mujer a su vecina y a su huésped alhajas de plata, alhajas de oro, y vestidos, los cuales pondréis sobre vuestros hijos y vuestras hijas; y despojaréis a Egipto». Dios hizo que el pueblo egipcio compensara, aunque tardíamente, al pueblo hebreo por todo el trabajo que les obligaron a realizar como siervos, pagándoles con joyas y vestidos el salario que dejaron de pagarles cuando eran esclavos. Nuestro Dios es el Dios de las compensaciones. No fue un capricho ni un abuso obrado por mano divina. Fue un acto de justicia. De ese modo proveyó Dios también metal precioso para los objetos que se utilizarían luego para el culto en el tabernáculo: «Las riquezas del pecador están guardadas para el justo» (Pr 13.22b). 28.03.04

Notas:


  • (1) Más tarde dirían, señalando al becerro de oro: «Aquí están tus dioses que te sacaron de Egipto» (Ex 32.4).
  • (2) El nombre con que Dios se identifica se escribe en hebreo con cuatro consonantes: YHWH (nombre conocido en griego como Tetragrammaton, que en ese idioma quiere decir «palabra de cuatro letras»). El alfabeto hebreo antiguo no tenía vocales y la pronunciación correcta se transmitía oralmente. Cuando unos 300 años antes de Cristo los judíos, en señal de respeto, dejaron de pronunciar el nombre sagrado lo reemplazaban diciendo en su lugar Adonay, que quiere decir «Señor». Como consecuencia con el paso del tiempo olvidaron cómo se pronunciaba YHWH. Cuando hacia el siglo XI se inventaron los signos de las vocales (puntos y rayas pequeñas que se escribían debajo de las consonantes) se volvió costumbre anotar debajo de las consonantes del tetragrammaton las vocales de la palabra Adonay, reemplazando la primera «a» abierta por una «a» cerrada, o «e». En nuestros caracteres modernos se vería algo así: YeHoWaH. A comienzos del siglo XVI el monje erudito Pedro Galatías, ignorando cuál era el origen de esas vocales, transliteró equivocadamente el tetragrammaton como Jehová, y por ese motivo figura así en la mayoría de las traducciones que se hicieron a partir de entonces. Investigaciones realizadas en el siglo XIX han permitido establecer que el nombre sagrado se pronunciaba probablemente Yavé, y por eso figura así en la mayoría de las traducciones modernas, cuando no se le traduce por «Señor». Algunos, se sostienen que se pronunciaba Yáwe.
  • (3) Vemos aquí cómo el endurecimiento del faraón, es decir, de la cabeza de la nación, traerá sufrimiento al pueblo egipcio. El endurecimiento del corazón de los gobernantes impíos suele traer muchas penalidades a los pueblos, pero éstos no suelen ser conscientes de cuál es el origen de sus sufrimientos. El origen del sufrimiento que padecen está en las decisiones equivocadas o malignas que toman los gobernantes que desafían a Dios. Eso es algo que se verifica a lo largo de la historia. Pero el sufrimiento que padece el pueblo en un caso semejante no es injusto, ya que si Dios permite que reine un mal gobernante (o uno incapaz) es porque el pueblo por su infidelidad se lo merece. La impiedad (o incapacidad) del príncipe es reflejo de la maldad (o torpeza) del corazón de los gobernados. Recordémoslo.

Acerca del autor:José Belaunde M. nació en los Estados Unidos pero creció y se educó en el Perú donde ha vivido prácticamente toda su vida. Participa activamente en programas evangelísticos radiales, es maestro de cursos bíblicos es su iglesia en Perú y escribe en un semanario local abordando temas societarios desde un punto de vista cristiano. Desde 1999 publica el boletín semanal «La Vida y la Palabra», el cual es distribuido a miles de personas de forma gratuita en las iglesias de su país. Para más información puede escribir al hno. José a jbelaun@terra.com.pe