Más que un papá

por Gustavo Soto

¿Cómo un ser imperfecto era la persona perfecta que Dios escogió para moldearme tanto en mi vida?

Escucho la Obertura 1812 de Tchaikovski. Escucho la 1812 y vuelvo más de cuarenta años atrás, a una sala de madera en Paraíso(1), donde un niño en pantalones cortos está sentado en el regazo de su papá frente a una vieja consola. Un disco de acetato de treinta y tres revoluciones acaba de caer en el tocadiscos y al roce de la aguja empieza a escucharse la 1812 de Tchaikovski. Conforme la van oyendo, el papá se la va «narrando» al niño… «Es 1812 —le relata— y Napoleón ha invadido Rusia. Oiga, ese es el ejército ruso avanzando para detenerlos. ¿Oye eso? Es la Marsellesa; el ejército francés está derrotando a los rusos. ¿Ahora escucha esa música suave? Es el invierno ruso; los franceses no tienen comida, están débiles. Oiga la batalla, los cañones; es el ejército ruso que va ganando. Escuche a los franceses, están huyendo. Las campanas, los cañones, ¡los rusos han vencido!» Ya en ese punto el niño en pantalones cortos no oía la 1812, la veía; su imaginación de niño recrea en su mente cada escena de la batalla.

 

Todavía hoy, con mi maltrecha imaginación de adulto, oigo la 1812 y la recreo en mi mente y me emociono. Hoy escuché de nuevo esa obertura de Tchaikovski. Lo hice en honor a papi. No puedo escucharla sin volver a esa escena de niñez paraiseña. No puedo oírla sin recordar cuánto me enseñó papi.

 

Papi no me enseñó el gusto por una buena comida o por un buen vino, pero me enseñó placeres más gratificantes. Me enseñó el gusto por Tchaikovski, por Beethoven, por Vivaldi y sus Cuatro Estaciones. Me enseñó a degustar a Dickens y a Calufa, a Hemingway y a Magón. Papi hizo que mi niñez viviera en el mundo de Julio Verne, de Mark Twain, de A. J. Cronin. No había terminado un libro cuando ya él había preparado otro para ponerlo en mi mano de escolar.

 

Papi no me enseñó a andar en bicicleta (a esta alturas, dudo que él mismo supiera cómo andar en una). Me enseñó algo más importante que guardar el equilibrio en un aparato. Me enseñó a buscar el equilibrio en la vida, a cuidarme de los extremos y a evitarlos, a pensar antes de actuar, a tomar decisiones sin apresurarme. «No cruce el puente antes de llegar al río» —me repetía una y otra vez. Cuando pienso en hombres sabios que han impactado mi vida, ahí está él, primero en la lista.

 

Papi no me enseñó a jugar futbol (¿un liguista(2) enseñándole a esa partida de hijos saprissistas cómo jugar futbol? ¡Imposible!). Papi me enseñó algo mucho mejor que jugar futbol. Me enseñó a jugar limpio en la vida, a ser honrado, a ser leal a mis amigos y a ser justo con mis enemigos, a no aprovecharme del caído, a no tratar mal al prójimo, quienquiera que sea, y siempre dar una segunda oportunidad a quien la necesita.

 

Papi no me enseñó cómo pelear con quien me golpeara. Me enseñó algo más útil. Me enseñó que las ideas son más poderosas que los golpes, que la mente vale más que los puños, que ser caballeroso es mil veces mejor que ser un «macho» y que para ser respetado yo siempre tengo que respetar primero.

Papi no me enseñó cómo conquistar a una mujer. Me enseñó algo más hermoso. Me enseñó con el ejemplo a respetar a la mujer que uno ama, a ser detallista con ella, a tratarla como a vaso más delicado, a cuidarla y protegerla más allá de los intereses egoístas. Nunca lo oí maltratar ni ofender a mami; por el contrario, lo vi llevarle flores, tomarla de la mano, sostenerla en los momentos más oscuros y difíciles de su vida. Así lo hizo por cincuenta y seis años, hasta el último minuto que Dios les permitió estar juntos.

 

Papi no me enseñó cómo alcanzar fama y riquezas. Me enseñó algo más valioso. Me enseñó a amar a Dios con respeto. Me enseñó a estudiar y meditar en su Palabra, y a compartirla y predicarla. Me enseñó que hay valores eternos y supremos que valen más que una casa o una cuenta en el banco, que esos valores vienen de un Dios Todopoderoso y Soberano, y que quienes se rigen por ellos recogen fruto en esta tierra y que es un fruto que trasciende a la muerte misma.

 

Cuando era niño veía a papi y, como la mayoría de niños, pensaba que era perfecto, como un superhéroe. Conforme crecí fui descubriendo que no lo era, que tenía defectos como cualquier otro hombre. Pero algo extraño pasó en mí. En lugar de decepcionarme, ese descubrimiento me llevó a valorarlo más. ¿Cómo un ser imperfecto era la persona perfecta que Dios escogió para moldearme tanto en mi vida?

 

Papi siguió enseñándome en el curso de mi vida. Y probablemente las lecciones más hermosas se las guardó para estos últimos años: su amor incondicional por mami, su fortaleza en medio de la enfermedad de ella, su paz cuando ella partió. La última enseñanza la reservó para esta mañana… después de tantos años unidos, en las buenas y en las malas, no quiso seguir solo sin mami, no quiso esperar más y se fue a buscarla allá, donde un día nos uniremos con ellos para exaltar al que vive y reina por los siglos.

 

Oigo la 1812 y me veo en pantalones cortos en el regazo de papi, oyéndolo contarme esa historia, aprendiendo de él su amor por la música y por los libros, el valor de la familia, el amor a Dios y al prójimo, los valores y la sabiduría para enfrentar la vida y, al final, la gracia y la paz para enfrentar la muerte.

 

Gracias, papi, por todo. Nos vemos pronto, como en un abrir y cerrar de ojos.

 

Título original: «Papi, la 1812 y el niño en pantalones cortos»

 

  (1) Pueblo del pequeño cantón de la provincia de Cartago, Costa Rica.  (2) Seguidor de la Liga Deportiva Alajuelense

Gustavo Soto ha sido pastor, profesor bíblico y misionero por casi 30 años. Es costarricense y realizó sus estudios teólogicos en SETECA, en Guatemala, y en UNELA, Costa Rica. Actualmente es presidente de la Fraternidad de Apoyo Misionero de Estados Unidos (FAM-USA) y profesor del Instituto Bíblico FIEL. Reside en Atlanta, Georgia, con su esposa Jessica, y sus hijos Pamela e Iván.