Los años ocultos en Nazaret

por G. Campbell Morgan

¿Cómo fue la vida de Jesús antes de iniciar su ministerio? Su bautismo nos declara mucho de su perfección espiritual y corporal. Además, es como una ventana abierta que nos permite apreciar su persona y carácter en los años que vivió en Nazaret. G. Campell Morgan nos ayuda a sumergirnos en los años ocultos de Jesús en Nazaret para descubrir las hermosas verdades expresadas en sus características espirituales y corporales.

El bautismo de Jesús marcó una separación entre su vida privada y pública. En ese bautismo, los cielos abiertos, el Espíritu que descendió y la voz del Padre, igualmente dieron testimonio de la perfección del Hijo.

La voz divina tenía un significado especial como declaración concerniente al carácter de Cristo al salir de la reclusión de los años ocultos. Tres veces durante el período de su ministerio público esta voz divina rompió el silencio de los cielos, y anunció por parte del Padre su aprobación del Hijo de su amor. En cada ocasión, se interrumpió el silencio para dar testimonio de la perfección de Jesús.

La primera ocasión fue cuando la voz declaró: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mt 3.17).

La segunda fue cuando sobre el monte de la transfiguración se oyó la misma voz decir: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd» (Mt 17.5).

La tercera fue cuando Jesús, al acercarse a su cruz, cuya sombra y tristeza caían ya sobre su vida, oró: «Padre, glorifica tu nombre», y vino la respuesta: «Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez» (Jn 12.28).

En cada caso, la interrupción del silencio de los cielos anunció la aprobación que Dios dio de Cristo, cuando en alguna nueva crisis Él afirmó su rostro hacia la muerte que culminaría en la obra de la redención, de acuerdo con los propósitos de Dios. Fue a las aguas del Jordán y fue contado con los transgresores en el bautismo de arrepentimiento. De esta forma, tomó su lugar con ellos en esa figura de la muerte, así como finalmente se asoció con ellos en la muerte misma. En lo que se refería a la persona y el carácter de Cristo, él no tenía necesidad del bautismo de Juan. El profeta tuvo razón cuando dijo: «Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?» (Mt 3.14). Por su acción hizo saber que consentía en ser identificado con los pecadores, aun hasta la muerte. Aquí, pues, enseguida se hace evidente el valor de la manifestación divina. Era una declaración de la perfección de Jesús, y de consiguiente del valor de ese sacrificio que al final ofrecería.

Este era a la verdad el significado en cada uno de los tres casos citados. En el monte de la transfiguración habló con las visitas celestiales acerca de su próximo éxodo; de esta forma, enfrentó, en la luz de esa maravillosa gloria, su muerte por los hombres. En la tercera ocasión cuando, turbado en espíritu ante la perspectiva de la muerte, deliberadamente declaró que había llegado la hora de su muerte, y solo pidió la glorificación del nombre divino. En tres crisis hizo frente y consintió a la muerte, y en cada oportunidad el cielo selló el sacrificio como perfecto y, por lo tanto, de valor infinito.

Esta declaración de la perfección de Jesús hecha en su bautismo es una ventana por la cual se arroja luz sobre su persona y carácter en los años que vivió en Nazaret.

En el relato de la creación en Génesis se declara que el hombre, hecho a la imagen de Dios, fue designado como señor de todo lo creado: los peces del mar, las aves del aire y las bestias del campo. Además, fue puesto en el huerto de Edén para cuidarlo y mantenerlo, ese hecho indicaba que todas las maravillosas posibilidades existentes en la nueva creación debían realizarse por la atención y el trabajo del hombre. El salmista, vencido por la majestad de los cielos, pregunta asombrado:

«¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria?».

Y después respondió a su pregunta en palabras que recuerdan la divina intención tal como se revela en Génesis:

«Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas, bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar; todo cuanto pasa por los senderos del mar» (Sal 8.4–8).

El hombre, en el primer intento divino, es el jefe de la creación. Nació para tener dominio. El escritor de la carta a los Hebreos cita este salmo:

«Pero alguien testificó en cierto lugar diciendo: ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, o el hijo del hombre, para que le visites? Le hiciste un poco menor que los ángeles, le coronaste de gloria y de honra, y le pusiste sobre las obras de tus manos; todo lo sujetaste bajo sus pies».

«Porque en cuanto le sujetó todas las cosas, nada dejó que no sea sujeto a él».

Esa es una declaración del propósito original de Dios. El escritor continúa diciendo: «Pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas. Pero vemos… a Jesús» (He 2.6–9). Sin entrar en detalles con respecto al pleno propósito del argumento del autor, evidentemente declara que, si bien el hombre caido ha fracasado en la realización del intento divino, este Hombre fue la excepción del fracaso general porque lo realizó perfectamente. Todo lo creado estaba sujeto a él. Tuvo dominio sobre los peces del mar, y sabía dónde encontrarlos cuando los discípulos habían trabajado en vano durante la pesca toda una noche. Él conocía los hábitos de las aves de los cielos, y de ellas sacó algunas de sus más dulces lecciones. Hasta las bestias del campo reconocían su señorío. Marcos hace una rápida referencia a este hecho cuando en el relato de la tentación afirma: «Estaba con las fieras» (Mr 1.13). La preposición empleada indica un contacto estrecho y sugiere también que ellas no le causaron ningún daño. Era de veras el perfecto Hombre de Dios que tenía dominio sobre toda la creación de su Padre.

Para facilitar la meditación sobre las perfecciones de Jesús como Hombre, se debe recurrir al análisis más sencillo de la personalidad humana: el de espíritu y cuerpo. Por inferencia el Nuevo Testamento dice mucho en cuanto a la perfección de Jesús en espíritu y cuerpo durante esos años de reclusión en Nazaret.



Su espíritu


El espíritu es el hecho esencial en el hombre y para comprender mejor el Espíritu de Cristo es necesario recordar que él combinó perfectamente la inteligencia, emoción y voluntad. En otras palabras, Jesús de Nazaret realizó el pensamiento divino y, por lo tanto, fue absolutamente perfecto.

En él la inteligencia era clara y despejada. En la economía divina hay tres modos en que los hombres pueden conocer a Dios: por la creación, por la revelación y por comunicación directa.


Todas estas vías estaban abiertas a Jesús y a través de ellas vio todo lo que había que ver. Para él la creación era un libro abierto, la revelación era radiante y la comunicación con Dios era inmediata e ininterrumpida. No se puede decir que alguna persona haya experimentado esto. La creación no es un libro abierto para el hombre. Dios le ha permitido aprender a leer sus secretos a través de los lentos y tediosos procesos de los siglos. Sin embargo, Jesús conocía todos estos secretos.

La revelación de las Escrituras, si bien estas son perfectas en sí, no son entendidas perfectamente debido al oscurecimiento de la inteligencia del hombre. Por esa razón, las malas interpretaciones y concepciones falsas son el resultado de la limitación humana. Para Jesús todas las palabras de la revelación se referían a los significados de Dios, y conocía y entendía su mensaje en los santos escritos.

La comunicación de los hombres con Dios, aun de los santos, es intermitente y parcial, y muchas veces estorbada por disposiciones de ánimo variables. La comunicación de Jesús era perpetua, la voz divina resonaba en el más profundo estado consciente de su alma; y respondía con la naturalidad de un niño, en la inmediata presencia del Padre.

En relación a esto, escuchemos el testimonio de los hombres de Nazaret. Jesús, todavía un niño, regresó a esta aldea en las montañas después de haber vivido en Egipto. Allí pasó la mayor parte de su vida durante los veintiocho años que siguieron. A la edad de doce años sus padres lo llevaron a Jerusalén, y es muy probable que visitara la ciudad santa cada año subsiguiente. Sin embargo, es muy fácil suponer que vivió todos los meses restantes de aquellos años en Nazaret. La gente de Nazaret sin duda le conocía perfectamente. Era un pequeño pueblo que se hallaba fuera del recorrido del tráfico ordinario del país. Tan apartado estaba del curso usual de los acontecimientos que, al parecer, ningún ejercito invasor jamás lo había atacado. Además, es muy probable que la sinagoga que existe actualmente sea la misma en donde el Señor leía las palabras de la ley. Era un lugar pequeño y sin importancia. Todos probablemente se conocían y estaban acostumbrados a ver al muchacho que había crecido en el local del carpintero del pueblo, ya que él mismo había sucedido a su padre en el trabajo del taller.

Cuando tenía unos treinta años de edad dio sus espaldas a la aldea. Después de una ausencia de pocos meses, volvió y, conforme a su costumbre, visitó la sinagoga el día sábado. Pero ahora hizo algo extraordinario e inesperado: abrió su boca y comenzó a hablarles, y al escucharle se maravillaban, y pronto alguien hizo la pregunta: «¿De dónde tiene este estas cosas? ¿Y qué sabiduría es esta que le es dada?» (Mr 6.2).

Para captar toda la fuerza de la pregunta es necesario entender lo que ellos querían decir por sabiduría. Según Trench, la palabra «sofía» significa claridad de entendimiento, y es un término usado solamente «para expresar lo más elevado y noble». Estos hombres de Nazaret se asombraron al oír en su enseñanza una sabiduría que era a la vez prueba de gran intelecto y de gran bondad.

En el Evangelio de Juan se encuentra una declaración aún más notable acerca de su persona. Viajó desde Galilea hasta Jerusalén y enseñó en el templo. Hablar aquí era totalmente diferente a hablar en la sinagoga de Nazaret. Aquí se reunían y concentraban los más notables eruditos de la época. Aquí se hubiera descubierto inmediatamente cualquier falso acento o cita equivocada como resultado de ignorancia. Cuando Savonarola llegó a Florencia la primera vez, su magnífica elocuencia de convicción no captó la atención de las personas debido a su inaceptable acento lombardo. Cuando Jesús pasó de las aldeas a la metrópoli y comenzó a enseñar rodeado por los oídos más críticos de su día, «se maravillaban los judíos, diciendo: ¿Cómo sabe este letras, sin haber estudiado?» (Jn 7.15). Ahora bien, esta palabra grammata, traducida como «letras», es muy significativa. Aparece solamente una vez más en el Nuevo Testamento. «Diciendo él estas cosas en su defensa, Festo a gran voz dijo: Estás loco, Pablo; las muchas letras te vuelven loco» (Hch 26.24). Festo usó para el saber del apóstol exactamente la misma palabra que emplearon estos judíos. Festo descubrió en el habla de Pablo todo lo que había logrado por su cuidadosa preparación. Posiblemente se detectaba la influencia de la escuela de Gamaliel, y era este acento de erudición el que, cuando lo oyeron emanar de Jesús, sorprendió a los judíos cuando decían que no conocía letras. «Cuando preguntaron: «¿Cómo sabe este letras, no habiendo aprendido?», querían decir que nunca había estudiado en las escuelas, y sin embargo poseía todo lo que las escuelas podían darle» (Obispo Westcott). Lo notable es que Jesús demostró estar instruído en los métodos literarios de su tiempo, y que estaban limitados a los discípulos de los instructores populares. No habló entre ellos como un hombre serio pero ignorante; mas su uso del lenguaje y su evidente conocimiento de las filosofías de las escuelas, impresionó a las multitudes de Jerusalén, y en su asombro exclamaron: «¿Cómo sabe este letras, sin haber estudiado?»

Los hombres tienen que aprender, estudiar, y pasar por procesos de preparación para obtener lo que él poseía. De nuevo en el Evangelio de Juan, se observa que él respondió a la pregunta de los judíos: «Mi doctrina no es mía, sino de aquél que me envió. El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta» (Jn 7.16–17). Generalmente, se cita ese pasaje como una declaración de una filosofía de discipulado cristiano. Aunque tiene esa aplicación, nunca olvide que la primera intención es responder a la pregunta de los judíos, y explicar cómo el Señor sabía las declaraciones que asombraban a sus oyentes. El Hombre que hace la voluntad de Dios perfectamente es Aquel que entiende todos los misterios y conoce hechos que los hombres ordinarios solo entienden mediante un largo esfuerzo y estudio. Para conocer los secretos que existen escondidos en la naturaleza, el hombre caído con inteligencia oscurecida tiene que averiguar cuidadosamente. Pero el Hombre de Dios, el no caído, los lee en la página abierta de la naturaleza, y descubre inmediatamente las más profundas filosofías de la vida. Nunca permitamos que a Cristo se le robe la realeza de majestad intelectual. No era en ningún sentido ignorante o falto de educación. Nunca aprendió, pues no tenía necesidad de hacerlo. Aprender es un proceso necesario debido a la caída del hombre y al pecado de la raza. El Hombre perfectode Dios no necesitaba tal proceso ya que era impecable, sabía letras sin haber aprendido. En él se cumplieron del modo más perfecto las maravillosas palabras: «El secreto de Jehová es para los que le temen» (Sal 25.24 Reina-Valera, revisión 1909).

Esta inteligencia obraba no solo en la esfera de la naturaleza, sino también en aguda y maravillosa exactitud de entendimiento de los secretos interiores de otras vidas humanas. Como declara Juan, «no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre» (Jn 2.25). En esa esfera Jesús actuaba cómodamente. Conocía el pensamiento del pecado, el deseo de las pasiones, la malicia escondida, y la débil aspiración hacia Dios. Al analizar sus tratos con los diversos hombres y mujeres que se cruzaban en su camino, se observa el método de una inteligencia cuyo calibre es incomprensible. Jesús leía el pensamiento interior del corazón de cada persona como si esta fuera un libro abierto.

Los siervos de Dios siempre deben tener presente esto cuando hablan con individuos. Cristo conoce el secreto del corazón de la persona con quien habla el siervo. Hay ocasiones cuando viene la tentación de imaginar que Jesús de Nazaret no pudo satisfacer perfectamente la capacidad intelectual de grandes hombres. Cualquier duda como esa, deshonra al Señor. Siempre se debe recordar que Jesús, el Hijo de María, era el Príncipe de los eruditos, el Maestro del saber, el Rey de la sabiduría, y sus enemigos eran sus testigos. Él tenía la grammata, la sabiduría de las letras, que ellos tanto codiciaban, aunque nunca pasó por el proceso humano para alcanzar dicho resultado.

Era perfecto, además, en su naturaleza emocional. Su afección era indivisible. La clara inteligencia resultó en un perfecto estado consciente de Dios. Jesús veía a Dios espléndidamente en sus caminos y obras, por eso, amaba a Dios perfectamente. En esto se halla el significado más profundo de sus propias palabras: «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5.8). Él mismo era de corazón puro y por eso veía a Dios perfectamente, lo cual revelaba la unidad divina. Notemos atentamente esta secuencia. Primero, la clara inteligencia que produce un perfecto estado consciente de Dios; en segundo lugar, un perfecto estado consciente que revela la unidad de Dios y de todo lo creado en Dios. Por último, el descubrimiento que capta todo el corazón y necesita amor perfecto.

Esta unidad de Dios era el hecho central para lo cual la nación hebrea había sido creada . «Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es» (Dt 6.4). Ver y conocer a Dios como Jesús le vio y conoció es descubrir esta unidad, y en ella descubrir la unidad de todos los propósitos de la deidad.

Esta visión de la unidad de Dios captura al corazón del hombre. El conocimiento de Aquel que crea y mantiene la unidad es la perfección del amor en el alma del hombre. De este modo, el pasaje ya citado en Deuteronomio acerca de la unidad de Jehová precede al mandamiento: «Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas». Jesús, con su clara inteligencia, era perfectamente consciente del carácter de Dios y de la unidad de su propósito, y le amó con todo su corazón. El Hombre de la clara inteligencia era el Hombre de los afectos sin división alguna.

Luego sigue el hecho de la voluntad sin oposición. La voluntad es como una ciudadela que recibe los ataques de todas las fuerzas de la tentación. Dentro de esta ciudadela, Jesús rechazó estas tentaciones a la luz de una inteligencia clara y el poder de afectos indivisibles. Veía a Dios perfectamente, y por lo tanto amó a Dios excelentemente, y así lo obedeció sin ninguna falla, por eso pudo decir: «Yo hago siempre lo que le agrada» (Jn 8.29).

En este análisis de la perfección espiritual de Jesús siempre vale la pena recordar la acción recíproca de estos tres hechos dentro de la naturaleza espiritual. El amor, a través de la luz, se dirigía a la voluntad. La voluntad, como resultado, fortalecía el amor y aumentaba la luz. Ese es el perpetuo proceso en la vida humana. Al rendirse a Dios, la luz cae sobre el sendero, y crea amor. El amor sugiere obediencia. La voluntad, impulsada por el amor, se rinde a la luz. La experiencia que sigue a la obediencia aumenta el amor y la luz. De esta forma, hay perpetuo progreso, crecimiento, y desarrollo en la gracia que hace que los hombres crezcan en aceptación con Dios y el hombre.



Su cuerpo


¿Cuándo nos dará algún artista inspirado un verdadero cuadro de este Hombre glorioso? Casi siempre se le pinta como débil físicamente y falto de hermosura corporal. Tal vez el artista alemán Hoffman es el que más se ha acercado al verdadero ideal. Podrá aducirse que el profeta Isaías declaró: «No hay… en él, ni hermosura… para que le deseemos» (Is 53.2). Sin embargo, con seguridad el profeta no quiso decir que sería desprovisto de hermosura, sino más bien que los hombres serían ciegos y no reconocerían la verdadera hermosura divina. Vigorosamente sostengo que era perfecto en forma y proporción físicas. El cuerpo es la señal exterior y visible del espíritu interior e invisible, y el espíritu perfecto de Jesús formaba un tabernáculo físico ideal en el cual pasó la vida probatoria.

En la carta a los Romanos, el apóstol Pablo insta a los creyentes a presentar sus cuerpos «en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional» (Ro 12.1). El verdadero pensamiento del escritor es, pues, el de un acto de adoración. El espíritu adora por la presentación del cuerpo. El espíritu se expresa por medio del cuerpo. Los rostros más simples y ordinarios se llenan de luz cuando el espíritu está en comunión con Dios; y admitir la perfección espiritual de Jesús necesariamente significa aceptar también su perfección corporal. Su sacro rostro ciertamente quedó desfigurado por las marcas de la aflicción y del dolor, pero en forma facción y figura era el rostro más hermoso jamás visto en un hombre. Ese sagrado tabernáculo de su espíritu quizá estaba doblado y al fin vacilante por el cansancio. Sin embargo, las perfecciones de los dioses de que alardeaban los griegos no eran más que monstruosidades al lado del perfectamente equilibrado físico de Jesús. En él, el espíritu era dominante, y todos los poderes corporales estaban perfectamente bajo gobierno, dentro de la esfera señalada en el divino sistema.

El resultado de todo esto fue que cada tarea que Jesús realizaba con fuerza física bajo el dominio de la inteligencia espiritual era una obra perfecta. Él entendía perfectamente su trabajo y era capaz de hacerlo; además, lo realizaba en perfecto amor a Dios. ¡Cuán hermoso es meditar en él mientras, inclinado sobre su banco, había yugos y arados para cultivar los campos que tanto amaba y que se extendían alrededor de la aldea donde vivía! Es digno recordar que usó el arado y el yugo como ilustraciones de su predicación. Piense por un momento en la maravillosa destreza con que llevaba a cabo su trabajo. Su conocimiento de la naturaleza era tal que sabía exactamente cuál era la mejor madera para cada trabajo. Además, en el árbol leía toda la historia de su crecimiento, y conocía la precisión de su método y así sabía exactamente cómo cortarlo para no echarlo a perder en el procedimiento. Sabía, además, cómo unir la madera de modo que en la juntura la fuerza de cada parte contribuyera a la nueva fuerza de la unión. Era un Obrero perfecto que hacía trabajos sin defectos.

Aparte del Maestro, quizá una de las más notables ilustraciones de perfección espiritual que produce perfección laboral, es la de Stradivarius, el gran artífice del violín. Se podría asegurar que nunca se han superado sus instrumentos. Cuando trabajaba en estos instrumentos, iba a los bosques y ponía sus manos sobre los árboles, y con solo tocarlos sabía que madera era la mejor para cada parte del mecanismo musical. Descubrió los tonos musicales en la fibra de la madera; como resultado, producía un instrumento perfecto. En él había desarrollo del espíritu en cuanto a la música.

Ahora recuerde que Jesús de Nazaret no tuvo un desarrollo unilateral, sino una perfecta comprensión de todos los métodos de Dios en la creación. Es evidente que su trabajo debía ser perfecto en todo sentido. Cada trozo de obra que salía de su taller, si se la hubiese podido apreciar, daba una sensación de la energía de perfecta naturaleza humana.

En él había una total ausencia de enfermedad. Poseía suficiente fuerza para completar el trabajo diario divinamente ordenado, pero nunca dejó de ser hombre. Al final del día, quedaba fatigado porque había empleado su fuerza para la labor diaria encomendada. El cansancio es el llamado de Dios al sueño, el cual es el dulce restaurador de la naturaleza. ¡Oh Hombre perfecto en espíritu y en saber, que amaba en todo tiempo, y siempre obedecía! ¡Perfecto en cuerpo, con un rostro de la más singular hermosura y forma, que expresaba en comunes tareas diarias los pensamientos de Dios y las perfecciones de la eternidad!

Luego finalmente, y en una palabra, Jesús pasó en perfección esos treinta años de vida privada a pesar de la tentación. La suya no fue una vida libre de tentación. La antigua pregunta hecha en Edén con seguridad se le presentó a Jesús: «¿Ha impuesto Dios limitaciones?. Y las insinuaciones, que al ser escuchadas produjeron la ruina del primer hombre, fueron hechas también al Señor: «Esta limitación del banco del carpintero es una cruel servidumbre». Pero allí se quedó mientras los días se multiplicaban en semanas, y las semanas aumentaban hasta meses, y los meses corrían hasta que los años llegaron a treinta. Tal vez le sobrevino la tentación más sutil: la de apresurar su propia y mayor obra. Tentación que dominó a Moisés y demoró por tanto tiempo la liberación de Israel. Pero, a pesar de eso, Jesús se mantuvo, aprendió allí también la obediencia por lo que padeció, y creció en gracia para con Dios y los hombres. Cuando llegó el momento, respondió al llamamiento interior, abandonó la reclusión y la vida privada. Pasó al umbral de la vida pública por las aguas de un bautismo de muerte, en el que había participado en la gracia de su corazón para con los hombres. Los cielos silenciosos clamaron en el lenguaje de una gran música, mientras el Omnipotente Padre declaraba: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia».

Tomado y adaptado del libro Las crisis de Cristo, G. Campbell Morgan, Ediciones Hebrón – Desarrollo Cristiano.