Liderazgo, a la manera de Jesús

por Harold Segura C.

Convertir a Jesús en ejecutivo no es tarea difícil. Muchos han convertido al Jesús de los evangelios en un líder pasajero hecho a «imagen y semejanza» de los caprichos de la época. Este Jesús que se han fabricado no pasa de ser nada nuevo. Por eso, al tratar aquí el tema del liderazgo a la manera de Jesús, quisiéramos proponer otro camino…

Jesús… ¿un ejecutivo?

He visto a Jesús vestido con impecable traje de gerente moderno, luciendo fina corbata de arabescos, brillosos zapatos de cuero y llevando en su mano un maletín con una computadora portátil y la infaltable agenda electrónica. A este Jesús me lo han presentado muchas veces, como prototipo de administrador eficiente, líder eficaz y nuevo gurú del mundo empresarial. ¡Cómo lo han desfigurado!

Convertir a Jesús en ejecutivo no es tarea difícil. Solo basta leer algunos libros de la más reciente literatura empresarial —que por cierto abunda—, para obtener un perfil aproximado del líder que allí se propone y después darse a la tarea de buscar textos bíblicos que lo respalden. Tres o cuatro de estos libros, una buena concordancia bíblica y algo de creatividad serán suficientes para asignarle a Jesús su nuevo escritorio gerencial y transformarlo en experto coordinador de dinámicas de grupo, hábil motivador de equipos de trabajo, ducho administrador del cambio, elocuente comunicador de mensajes estimulantes y profundo conocedor de los comportamientos organizacionales. Así de fácil.

Por esa vía se logra transformar al Jesús de los evangelios en un líder pasajero hecho «a imagen y semejanza» de los caprichos de la época. Mas este Jesús no pasa de ser uno más de los muchos héroes del momento, de esos que hoy están y mañana desaparecen, como suele suceder con las figuras de la farándula, los caudillos políticos o los modelos del comportamiento empresarial. Todos estos no son más que líderes de corto vuelo.

Por eso, al tratar aquí el tema del liderazgo a la manera de Jesús, quisiéramos proponer otro camino. Este consiste en acudir a las Escrituras, procurando descubrir en ellas la manera como Jesús realizó su ministerio y asumió el liderazgo encargado por su Padre. Si se entiende por liderazgo el proceso por medio del cual se influye de manera saludable, ya sea por el pensamiento o las acciones, en las ideas, conductas y compromisos de otros para el logro de unos objetivos comunes, entonces Jesús fue de esto el Maestro por excelencia.


«En sus pasos»

De Jesús podemos aprender cómo servir a nuestras comunidades e iglesias y cómo aportar a su crecimiento integral. Mucho se puede aprender de Jesús si dejamos hablar a los cuatro evangelios. El Jesús pobre, escéptico de las multitudes, ajeno al poder, esquivo a la fama, humilde, sencillo y servicial tiene mucho que enseñarnos hoy cuando el liderazgo —aun el eclesiástico y cristiano— se funda sobre bases diferentes.

«El que afirma que permanece en él, debe vivir como él vivió» (1Jn 2.6). Esta sentencia debería aplicarse también a nuestros estilos de liderazgo. Jesús es el modelo, no porque haya tenido el humano éxito que quisiéramos (recuérdese que su grupo de discípulos no fue multitudinario, su capacidad financiera fue limitada y sus influencias políticas fueron modestas). En mucho fue contrario a lo que se espera hoy de un líder religioso. Pero él es el modelo y sus patrones de liderazgo deberían ser los de la iglesia y de quienes sirven en su nombre.

Siguiendo la ruta propuesta –ir primero a la Escritura– nos acercaremos en esta oportunidad a un episodio fundamental en el ministerio de Jesús. Se trata de lo ocurrido en la sinagoga de su pueblo cuando se presentó como el enviado del Padre (Lc 4.14–30). Lo sucedido en aquella ocasión nos ofrece valiosas pinceladas acerca de su liderazgo.



Desafortunado comienzo

Lucas inicia con este pasaje la narración del ministerio de Jesús en Galilea, al cual le dedica una buena parte de su Evangelio (Lc 4.14–9.50). Galilea tenía en aquel entonces, más o menos, tres millones de habitantes. Nazaret, por su parte, solo tenía veinte mil pobladores y era una pequeña ciudad fronteriza, algo aislada, razón por la cual era objeto del desprecio de muchos judíos estrictos (Jn 1.46). En ese lugar, pequeño y menospreciado, Jesús inició su ministerio público. ¿Por qué allí? ¿Por qué tan bajo su «perfil de liderazgo» para comenzar la predicación del año del favor del Señor (Lc 4.19)? Estas son preguntas que, desde ya, anuncian que estamos frente a un líder diferente. Mientras los grandes rabinos de la época escogían a Jerusalén u otra gran ciudad para la presentación de su ministerio, Jesús prefirió su pequeña Nazaret.

En medio de un auditorio compuesto por sus paisanos más cercanos, anunció que procedía del Padre y que en él se cumplían las viejas profecías del Antiguo Testamento. El evangelista nos cuenta entonces que «Todos dieron su aprobación, impresionados por las hermosas palabras que salían de su boca» y se preguntaron «¿No es este el hijo de José?» (Lc 4.22). Pero al final, contradiciendo esos aplausos «… todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron» y «lo expulsaron del pueblo y lo llevaron hasta la cumbre de la colina sobre la que estaba construido el pueblo, para tirarlo por el precipicio» (Lc 4.28 y 29). Primero admiración, después indignación hacia aquel que se postulaba como líder de la verdad y servidor de las buenas nuevas para el pueblo.

Tanto los objetivos y el alcance del liderazgo de Jesús, como los recursos y el estilo que usaría, fueron presentados en aquella ocasión. Entonces, con lo que dijo e hizo, dejó constancia clara de que el suyo sería un liderazgo con otras características, en nada parecido al de los líderes religiosos de su tiempo (Mt 7.29; 16.6; 23.27 y 28) y en mucho distante al de los señores poderosos del imperio (Mt 20.25 y 28; Mr 10.42 y 45).



Liderazgo integral

El texto que leyó fue uno del profeta Isaías (Is 61.1,2) donde se declara sin rodeos la pluralidad de su misión y, por ende, el perfil integral de su liderazgo. A los pobres les anunciaría las buenas nuevas, a los cautivos les proclamaría la libertad, a los ciegos les devolvería la vista; a los oprimidos los pondría en libertad y a todos, sin excepción, les pregonaría el año agradable del Señor. Por ser su ministerio multifacético no dejaría sin atender ninguna necesidad del existir humano.

En América Latina, por más de treinta años se ha hablado acerca de la misión integral de la iglesia. Se ha dicho que la iglesia debe comprometerse con la satisfacción de las necesidades básicas del ser humano, incluyendo su necesidad de Dios, pero también su necesidad de amor, de consuelo solidario, techo, abrigo, alimento, justicia social, salud física y mental y sentido de dignidad humana. Quizá a este discurso le ha faltado el ir acompañado por modelos de liderazgo que sean coherentes y testifiquen en la práctica lo que significa servir al mundo con una comprensión holística de sus carencias. Jesús ofrece ese modelo.

El liderazgo cristiano se define, antes que por la aplicación de determinadas técnicas de dirección de grupos humanos, por una cosmovisión integral acerca de su labor misionera en este mundo. En el modelo de Jesús, esta cosmovisión representa una de los rasgos esenciales de su ministerio.

Los evangelios por su parte, cuentan la manera como Jesús acompañó a sus discípulos hacia el cumplimiento integral de la misión. Los invitó a predicar el advenimiento del Reino y a anunciar la urgencia del arrepentimiento (Mt 4.17); pero también a sanar a los enfermos, a liberar a los cautivos, a servir a los más pequeños y necesitados (Mt 10.5–10), a celebrar la alegría de la redención y a dar testimonio de la gracia soberana de Dios (Lc 6.27–31). He aquí un secreto de su liderazgo: saber la causa hacia la cual debía convocar a sus discípulos.

Desde esta óptica, la cuestión principal del liderazgo cristiano no radica en la capacidad técnica para ejercer influencia sobre un grupo, sino en saber determinar el objetivo teológico hacia el cual ese grupo debería avanzar. Lo primero es un asunto psicológico o gerencial del cual es responsable el líder y lo segundo, resulta un asunto de orden espiritual que compromete a todo el grupo.



Liderazgo contextual y cotidiano

Por otra parte, en aquel sábado, en la sinagoga de Nazaret, Jesús demostró también de qué manera se relacionaría con los suyos. Este es otro asunto vital en el ejercicio del liderazgo. En no pocos tratados sobre el tema se señala la necesidad de que el líder se diferencie de su grupo y adquiera así una necesaria figura de autoridad. Sin diferenciación jerárquica, dicen, no hay liderazgo eficaz. Este resulta ser el típico comportamiento de muchos políticos, empresarios, militares, artistas famosos y también, hay que decirlo, jerarcas religiosos, tanto católicos como evangélicos. Se piensa que el liderazgo es un ejercicio de poder autoritario.

En los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial se realizaron los primeros estudios teóricos sobre el liderazgo. En esa época, el enfoque más conocido fue guiado por «la hipótesis del gran hombre». Esta consistía en determinar los rasgos comunes a una lista de personajes de la historia considerados como grandes líderes. Infaltables en ese inventario eran Alejandro Magno, Napoleón Bonaparte, George Washington, Abraham Lincoln, Winston Churchill, Mahatma Gandhi, Benito Mussolini, Adolfo Hitler y Franklin D. Roosevelt, entre otros. Seleccionados los prototipos se procedía a investigar sus características de personalidad para determinar el perfil que debía cumplir un futuro líder. Esta escuela ha hecho penosa carrera en nuestro medio, con el nefasto resultado de «producir» líderes descontextualizados, autoritarios, caudillistas y amantes de su propio carisma. Se decía, entonces, que era común a los grandes líderes el hecho de mantener una «distancia prudencial» con sus seguidores.

En el caso de Jesús sucedió lo contrario. A los fieles de la sinagoga los impresionó por «las hermosas palabras que salían de su boca» (Lc 4.22), pero eso nunca significó que no le reconocieran como uno más del pueblo: «¿No es este el hijo de José?» Jesús era el ungido que había sido investido con todo poder para anunciar las buenas nuevas al pueblo (Lc 4.18) pero, al mismo tiempo, era el paisano de Nazaret que sabía recitar los dichos populares de la gente y dialogar con ellos en el lenguaje más natural y cotidiano.

Examinemos algunos detalles del texto de Lucas. El lugar seleccionado para presentar su ministerio fue su campechana Nazaret (Lc 4.16). La asistencia a la sinagoga no fue un acto extraordinario planificado para impactar a sus conciudadanos; entró en ella, «conforme a su costumbre» (4.16) y el texto profético que leyó le fue asignado por la sinagoga según el orden litúrgico de aquel día (4.16). En su polémica argumentación usó uno de los refranes del pueblo (4.23) y añadió una sentencia personal que no se encontraba en las Escrituras (4.24). Con sobrada razón lo identificaron con su padre, el carpintero y, al final, reaccionaron con furia ante sus pretensiones de mesianismo universal (4.28 y 29). ¡Tanta cotidianidad los irritó!



¿Amor al poder o el poder del amor?

En el meollo de este asunto se encuentra el tema del poder. Jesús fue enfático en presentar el liderazgo como un ejercicio liberador del amor que nos convierte en servidores de los demás. No hay lugar para la ambición personal, ni para las maniobras tácticas, ni para el autoritarismo servil. «Como ustedes saben, los gobernantes de las naciones oprimen a sus súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no será así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes será su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de los demás», y agrega su propio ejemplo: «como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20.25–28). Liderazgo de servicio en su máxima expresión.

Considerada de esta forma, el liderazgo es una actitud consecuente con los valores del reino de Dios y apunta, primero que todo, hacia la espiritualidad y los principios. Es un don que se recibe por la gracia y no una destreza que se adquiere en los talleres de la manipulación de los afectos. El liderazgo de servicio se vive cerca de la gente, respondiendo a sus necesidades más profundas y construyendo junto con ellos el mañana deseado por Dios. Es un proceso que se vive en comunidad y que depende de la acción soberana del Espíritu Santo (Lc 4.1, 14, 18).

En este modelo de liderazgo no es el líder el protagonista de los hechos, mucho menos el centro de admiración. El líder es el instrumento humano que busca colaborar con el Dios trino en la proclamación de su reino. Su función no es otra que permitir que la gloria de Cristo resplandezca para alabanza del Padre (Jn 12.28).



Como el santo de la historia

Permítame una historia:

Érase una vez un hombre piadoso que hasta los ángeles se alegraban viéndolo. Pero, a pesar de su enorme santidad, no tenía ni idea de que era un santo. Él se limitaba a cumplir sus humildes obligaciones, difundiendo en torno suyo la bondad de la misma manera que las flores difunden su fragancia, o las lámparas su luz.

Su santidad consistía en que no tenía en cuenta el pasado de los demás, sino que tomaba a todo el mundo tal como era en ese momento. Por encima de la apariencia de cada persona, se fijaba en lo más profundo de su ser, donde todos eran inocentes y honrados y demasiado ignorantes para saber lo que hacían. Por eso amaba y perdonaba a todo el mundo, y no pensaba que hubiera en ello nada de extraordinario, porque era la consecuencia lógica de su manera de ver a la gente.

Un día le dijo un ángel: «Dios me ha enviado a ti. Pide lo que desees y te será concedido. ¿Deseas, tal vez, tener el don de curar?». «No» —respondió el hombre—, «preferiría que fuera el propio Dios quien lo hiciera».

«¿Quizá te gustaría devolver a los pecadores al camino recto?». «No» —respondió—, «no es para mí eso de conmover los corazones humanos. Eso es propio de los ángeles». «¿Preferirías ser tal modelo de virtud que suscitaras en la gente el deseo de imitarte?». «No» —dijo el santo—, «porque eso me convertiría en el centro de atención.»

«Entonces ¿qué es lo que deseas?» —preguntó el ángel. «La gracia de Dios» —respondió él. «Teniendo eso, no deseo tener nada más.» «No» —le dijo el ángel—, «tienes que pedir algún milagro, de lo contrario se te concederá cualquiera de ellos, no sé cuál…». «Está bien; si es así, pediré lo siguiente: deseo que se realice el bien a través de mí sin que yo me dé cuenta.»

De modo que se decretó que la sombra de aquel santo varón, con tal que quedara detrás de él, estuviera dotada de propiedades curativas. Y así, cayera donde cayera su sombra —y siempre que fuese a su espalda—, los enfermos quedarían curados, el suelo se haría fértil, las fuentes nacerían a la vida y recobrarían la alegría los rostros de los agobiados.

Pero el santo no se enteraba de ello, porque la atención de la gente se centraba de tal modo en su sombra que se olvidaban de él; de este modo se cumplió con creces su deseo de que se realizara el bien a través de él y se olvidaran de su persona.

Bien dice el salmo: «La gloria, Señor, no es para nosotros; no es para nosotros, sino para tu nombre…» (Sal 115.1). Esa debe ser la búsqueda del liderazgo cristiano: que la gloria de Cristo se haga visible y su nombre sea exaltado.

El autor es consultor de Relaciones Eclesiásticas e Impacto Cristiano para América Latina y el Caribe de Visión Mundial Internacional.©DesarrolloCristiano.com Apuntes Pastorales Volumen XXI – Número 4