La raíz y el manejo de los conflictos

por Allan Pacheco Rodríguez

Todo conflicto personal tiene el potencial de convertirse en un conflicto interpersonal, y a su vez, todo conflicto interpersonal puede llegar a convertirse en uno colectivo. Lo anterior nos muestra la interrelación existente entre estos tres tipos de conflictos fundamentales, pues ninguno existe en forma aislada…

Los conflictos en la iglesia están a la orden del día. Ninguna iglesia escapa a tener que enfrentarlos. En realidad, los conflictos son parte integral de la experiencia humana y por extensión, de la experiencia de la iglesia. Sin embargo, existen muchos conflictos que son innecesarios, y como responsables de los destinos de la iglesia del Señor, debemos tomar las medidas pertinentes para evitarlos o prevenirlos en la medida posible. Jesucristo nunca prometió a sus discípulos que al seguirlo quedarían exentos de conflictos. Por el contrario él se ocupó de prevenirlos para que cuando llegara el momento de experimentar el conflicto, no tropezaran sino que tuvieran paz y confianza en Él (Jn. 16.1–4, 33).


A la luz del Nuevo Testamento, debemos considerar los conflictos como pruebas. En ese marco es que Pedro exhorta a sus interlocutores a no sorprenderse del fuego de la prueba como si algo extraño o negativo estuviera aconteciendo (1 Pe 4.12). Santiago, por su parte, nos llama a tener como motivo de gran gozo el hecho de hallarnos en diversas pruebas, pues éstas tienen el propósito de llevarnos a ser perfectos y completos sin que nos falte nada (Stg. 1.2–4).


Por tanto, nuestra concepción del tema de los conflictos en la iglesia no debe ser fatalista ni pesimista. El terreno de los conflictos es un asunto delicado, serio y digno de ser manejado con sumo cuidado por causa de los efectos tan nocivos que éstos pueden producir en la vida de las iglesias. Sin embargo, no por ello tenemos que considerarlos como un asunto intrínsecamente malo. Es verdad que tienen la potencialidad de llegar a serlo, pero si se manejan adecuada y correctamente, a la postre se convierten en experiencias positivas para nuestro crecimiento y madurez como hijos de Dios. Precisamente lo apunta Santiago en el texto citado y también lo hace Pablo cuando afirma que «a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien» (Ro. 8.28). Por todo esto decimos que: el aspecto crítico del conflicto no es la existencia de éstos en la iglesia, sino el manejo que se les dé a los mismos.


Reconocemos que en medio de los conflictos afloran pasiones carnales y nuestro enemigo pretenderá sacar algún provecho de los mismos. Sin embargo, no son los conflictos los que generan estas pasiones pecaminosas, sino todo lo contrario: son aquellas pasiones las que producen los conflictos. Los conflictos son positivos en la medida en que nos ayuden a descubrir la existencia de las pasiones que los generan.


Podemos definir el conflicto como cualquier circunstancia que produce incomodidad, molestia o aflicción. Dentro de este marco conceptual reconocemos la existencia de diversos conflictos fundamentales: los personales, los interpersonales y los grupales o colectivos. Todo conflicto personal tiene el potencial de convertirse en un conflicto interpersonal, y a su vez, todo conflicto interpersonal puede llegar a convertirse en uno colectivo. Lo anterior nos muestra la interrelación existente entre estos tres tipos de conflictos fundamentales, pues ninguno existe en forma aislada, sino que de alguna manera interactúan entre sí.


El presente artículo examinará estos conflictos fundamentales viendo cómo atañen directamente a la vida de la iglesia del Señor. En este punto es necesario hacer una distinción entre un conflicto y una diferencia de opinión o desacuerdo. Los desacuerdos o diferencias de opinión no son necesariamente conflictos, sino que como su nombre lo dice, son simples faltas de similitud en las opiniones expresadas. Estos simples desacuerdos tienen también la potencialidad de llegar a convertirse en grandes conflictos, como sin duda ocurrió en el caso de Pablo y Bernabé (Hch. 15.36–41).



Santiago 3.13–18

La Epístola de Santiago está dirigida a los israelitas dispersos en medio del mundo gentil, y su propósito era orientar a los judíos creyentes de la diáspora a vivir una vida digna y acorde con la fe que habían profesado, pues fe sin obras es fe muerta (2.26). Para orientarlos a esa vida cristiana, Santiago ve la necesidad de corregir algunos conceptos errados que imperaban entre ellos.


Dentro de esos conceptos errados estaba el de la sabiduría. En el pensamiento griego que predominaba en el mundo grecorromano de entonces, el concepto de sabiduría había sido restringido a un saber teórico, al conocimiento, a algo divorciado del ámbito del comportamiento humano. Pero esta no es la sabiduría real, porque una sabiduría que no afecta directamente la conducta humana no es la verdadera sabiduría del reino de Dios.


Santiago presenta la sabiduría como base de la correcta conducta cristiana en el ámbito de las relaciones interpersonales. Esta área es una de las más propensas para la generación de conflictos en la iglesia. El pensamiento de Santiago es que los conflictos interpersonales en la iglesia son producto de la conducta de los creyentes, y esta conducta está condicionada por el tipo de sabiduría que éstos hayan adoptado.


Para llamar a los lectores a reflexionar, hay una pregunta retórica: ¿Quién es sabio y entendido entre vosotros? (3.13). Sabio es aquel que tiene sabiduría, y posiblemente en la forma de pensar de los lectores, sabio era uno que tenía gran conocimiento. Entendido es uno que es inteligente, que conoce bien, que es sabedor de las cosas. Obviamente la gran mayoría de los judíos, aun los judíos cristianos, creían que entraban perfectamente en estas categorías de hombres sabios y entendidos.


Es en este punto donde Santiago presenta una demanda; el que se considera sabio y entendido: Muestre por la buena conducta sus obras en sabia mansedumbre (3.14). El verbo griego original que aquí se traduce «muestre», está en tiempo aoristo y modo imperativo, lo que según la gramática griega da a entender que la acción de demostrar no había sido iniciada. Esta demostración de obras que debía iniciarse, a su vez debería proceder de una buena conducta. La preposición que se traduce «por», indica la fuente de procedencia. Esa fuente es la buena conducta o manera de vivir. La idea del autor es que la buena conducta debía resultar en obras que debían ser mostradas en sabia mansedumbre.


Esta última expresión —sabia mansedumbre— indica la actitud con que esa demostración debía ser realizada. Literalmente, «mansedumbre de sabiduría», dando a entender que se refiere a la mansedumbre que viene con la sabiduría. Resumiendo todo, Santiago dice que el que fuera sabio y entendido debía exhibir, como resultado de la buena conducta, sus obras con la actitud normal de mansedumbre que pertenece a la verdadera sabiduría.


Pero esta no era la realidad que vivían estos creyentes, pues Santiago declara: Pero si tenéis celos amargos y contención en vuestros corazones… (3.14). Este tipo de oración condicional en griego se usa cuando el autor quiere expresar una condición que ya existe. Santiago sabía de la existencia de celos y contención en sus interlocutores, y está denunciando una situación real. Coincide con la enseñanza del Señor Jesús de que las pasiones pecaminosas nacen y salen del corazón (Mr 7.21–23).


La expresión «celos amargos», habla de algo que es áspero y que produce heridas y molestias. La palabra contención indica la existencia de ambición personal, egoísmo y un deseo de buscar lo suyo propio por encima de los demás, algo que produce rivalidad en el corazón.


Dado que estas pasiones existían entre ellos, Santiago los amonesta a no jactarse ni mentir contra la verdad alegando ser sabios y entendidos. La idea aquí es que al haber estos celos amargos y ambiciones egoístas, ellos no eran sabios: por lo tanto, no debían de jactarse ni mentir contra la verdad creyendo que lo eran.


Santiago justifica su denuncia anterior porque la sabiduría que produce los frutos y actitudes que ellos tenían, no era la sabiduría que proviene de Dios, él reconoce que podría haber alguna otra clase de sabiduría que produjera esa conducta, y que tal vez, estos creyentes, que creían ser sabios, en algún sentido lo eran. Sin embargo, esa sabiduría no es la del reino de Dios. Porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, animal y diabólica (3.15). Esta otra sabiduría es calificada por Santiago de tres formas:


Primero es terrenal, que contrasta con la sabiduría que desciende de lo alto, y produce una conducta opuesta a la que Dios demanda.


En segundo lugar, esta sabiduría es animal. Se traduce en otras ocasiones como natural o sensual, e indica que esta sabiduría pertenece al terreno de lo natural, en contraposición con la sabiduría que desciende de lo alto que es espiritual. Es la que conoce el hombre natural, sin Cristo.


En tercer lugar es diabólica, es decir demoníaca. Esta sabiduría es inspirada por demonios y proviene del reino de las tinieblas en contraposición a la sabiduría inspirada por Dios. Es una sabiduría falsa, basada en la mentira, así como el Diablo es padre de la mentira (Jn. 8.44). Todo esto concuerda con lo que Pablo califica como doctrinas de demonios (1 Ti. 4.1).


Aquí encontramos una estrecha relación entre este tema de la sabiduría y la conducta humana con los conflictos en la iglesia: Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa (3.16). Esta afirmación es contundente; los celos amargos y la contención en el corazón inevitablemente provocarán todo tipo de conflictos. Cuando haya celos y contenciones en el corazón de los humanos, se producirán siempre todos estos conflictos.

Apuntes Pastorales, © 1997. Volumen XIV, número 3