31 El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. 32 De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. 33 El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. 34 El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. 35 El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. 36 El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él».
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
Agustín, Sobre el Evangelio de san Juan 14
31a. Así como el gusano roe los troncos y el óxido destruye el hierro, así la vanagloria, fomentándose a sí misma, pierde al alma. Por lo tanto se necesita mucho cuidado para que destruyamos esta pasión, por lo que San Juan, respondiendo a los discípulos que tenían esta pasión, apenas con muchas razones los aplaca. Y después de lo que les había dicho antes los prepara con otras palabras diciendo: «El que viene de lo alto está por encima de todos…»; como diciendo: porque vosotros exageráis mi testimonio, y por él me consideráis como más digno de fe, es preciso que sepáis que el que viene del cielo es digno de más crédito que el que habita en la tierra. Y esto es lo que significa: «Sobre todos es», porque El se basta a sí mismo. Es incomparablemente mayor que los demás.
31b. «El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra…» Y en verdad que no todas las cosas que tenía eran terrenas; porque tenía un alma, y participaba del espíritu y no de la tierra. ¿Por qué dijo que era de la tierra? No quiso manifestar otra cosa, aunque en sentido misterioso, por medio de estas palabras, sino que es pequeño, como procedente de la tierra y nacido en la tierra, y de ningún modo puede compararse con Jesucristo, que ha venido de lo alto a nosotros. Y no dice: habla de la tierra, porque hablaba según su propia inteligencia, sino que dice que habla de la tierra en comparación de la doctrina de Cristo. Como diciendo: mis cosas son pequeñas y humildes comparadas con las de Jesucristo, como es conveniente tomar toda la naturaleza terrestre en comparación de Aquél en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios (Col 2,3).
31c. Una vez destruida la envidia de los discípulos, habla de Jesucristo con más amplitud, puesto que antes de ahora hubiera sido vano ocuparse de esto, porque las inteligencias de sus oyentes no le hubieran podido comprender. Por esto sigue: «El que viene del cielo está por encima de todos.»
32. Después que dijo grandes alabanzas y cosas muy sublimes de Jesucristo, volvió a hablar de cosas humildes, diciendo: «De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio.». Porque hemos sabido todo esto por medio de nuestros sentidos y estimamos como dignos de fe a los que son maestros respecto de las cosas que hemos recibido por la vista y aprendido por el oído. Queriendo San Juan demostrar esto mismo de Jesucristo, dice: «Y lo que vio y oyó, eso testifica», manifestando que nada de lo que se decía de El era falso, sino todo verdadero. Como diciendo: yo necesito oír lo que El dice, porque ha venido de lo alto, anunciando las cosas que había visto y oído, esto es, lo que únicamente El conoce de una manera terminante.
Podríamos decir que hay cierto pueblo preparado para sufrir el castigo de Dios y que ha de ser condenado con el diablo; de éstos ninguno recibe el testimonio de Dios. Fijaos en la separación que hay en el espíritu dentro del conjunto del género humano; pues lo que aun no está separado en cuanto al lugar, lo ha distinguido con la separación mental, y ha visto a dos pueblos: el de los fieles y el de los infieles. Se refiere al de los infieles y dice: «Y nadie acepta su testimonio.».
33. Pero se separa de la izquierda, mira a la derecha, y dice a continuación: «El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz.».
¿Por qué se dice que Dios es veraz sino porque el hombre es mentiroso y Dios es veraz? Porque ninguno de los hombres puede decir qué es la verdad si no es iluminado por Aquél que no puede mentir. Luego, si Dios es veraz, Jesucristo es Dios. ¿Quieres probarlo? Examina el testimonio que de El se da, y lo encontrarás. Pero si aun no conoces a Dios, no has recibido todavía su testimonio. Entonces el mismo Jesucristo es Dios, es veraz, lo envió Dios. Dios envió a Dios: únelos a ambos y tendrás a un solo Dios. Esto que San Juan decía de Cristo, que Dios le había enviado, lo decía para distinguirlo de sí mismo. ¿Cómo pues, acaso no envió Dios al mismo Juan? Pero observa lo que dice a continuación: «El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida.» A los hombres sí se lo da con limitación, pero no a su único Hijo. A unos se les concede por medio del Espíritu la palabra de la sabiduría, a otros la de la ciencia; unos poseen un don, otros poseen otro distinto ( 1Cor 12). Esta medida es cierta distribución de los dones, pero los que da Jesucristo no los ha recibido por medida.
35. Y como había hablado del Hijo, y había dicho que Dios le había dado el Espíritu sin medida, añade: «El Padre ama al Hijo», y a continuación: «y todo lo ha puesto en su mano.». Para que se conociese que dijo aquí de distinto modo: «El Padre ama al Hijo». Porque si el Padre ama a Juan o a Pablo, y sin embargo no lo ha entregado todo a su dominio. El Padre ama a Hijo, pero como un padre ama a su hijo, y de ninguna manera como un dueño a su criado; como a su Unigénito, y no como a un hijo adoptado. Y así todo lo ha entregado en sus manos, para que sea tan grande el Hijo como grande es el Padre. Luego, cuando se ha dignado enviarnos a su Hijo, no creamos que Este, al ser enviado, es menos de lo que es el Padre.
36. «El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.» Tampoco dijo: «la ira de Dios viene a él», sino: «permanece sobre él», porque todos los mortales que nacen traen consigo la ira de Dios, la que recibió el primer Adán. Vino el Hijo de Dios sin tener pecado alguno, y se vistió de nuestra mortalidad. Murió para que tú vivas. Por lo tanto, el que no quiere creer en el Hijo, tiene sobre sí la ira de Dios, de la que dice el Apóstol «que éramos hijos de ira por naturaleza» (Ef 2,3).
Alcuino, Sobre el Evangelio de san Juan
31a-b. «El que viene de lo alto está por encima de todos…» Vino de lo alto, esto es, de la altura de la naturaleza humana que tuvo antes del pecado del primer hombre, porque el Verbo de Dios tomó su carne humana de aquella elevación. No tomó la culpa aunque tomó la pena a ella correspondiente.
33. «El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz.» De otra manera: lo ha sellado, esto es, puso una señal en su corazón, como un signo singular y especial de que era verdadero Dios el que padeció por la salvación de los hombres.
35-36. «El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano.» Y como todo está en su mano, también está la vida eterna. Por esto añade: «El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.»
Juan Crisóstomo, Sobre el Evangelio de san Juan 29
31b. «El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra…» Respecto de lo que dice que habla de la tierra, se refería al hombre y a cuanto pertenecía a él. Y si habla algunas cosas divinas es porque está iluminado por Dios, como dice el Apóstol: «No soy yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» ( 1Cor 15,10). Luego San Juan, en cuanto a él se refiere, es de tierra y habla de la misma. Y si algo divino habéis oído de Juan, es porque ha sido inspirado y no porque lo ha recibido.
31c. «El que viene del cielo está por encima de todos.» Esto es: Viene del Padre. De dos maneras «está sobre todos»: primeramente sobre toda la humanidad, de la que procede antes de que ella pecase; y en segundo lugar según la altura del Padre, la cual comparte.
32. «De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio.» Cuando concibes la palabra que vas a pronunciar, quieres decir la cosa y la misma concepción de la cosa que constituye ya el verbo en tu mente. Así como tienes tú en tu mente la palabra que hablas, y ella está en ti, así Dios concibió su palabra o, lo que es lo mismo, engendró al Hijo. Por lo tanto, siendo la palabra el Hijo de Dios, el Hijo nos ha hablado, no su palabra, sino la del Padre; quiso hablarnos lo que el Verbo del Padre hablaba. San Juan explicó cómo ocurrió esto y cómo debió suceder.
Había dicho San Juan: «Y lo que vio y oyó, testifica», como explicando para que no fueran consideradas falsas las cosas que Jesucristo dijese, porque habían de ser pocos los que creerían. Por esto añade: «Y nadie acepta su testimonio.», esto es, pocos; pues tenía discípulos que recibían su testimonio respecto de lo que les decía. Mas en esto se refería a los discípulos, que aún no creían en El. Y asimismo manifiesta la insensibilidad de los judíos, como se había dicho en el principio del Evangelio: «Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron», porque especialmente los judíos eran los que le pertenecían.
33-34. «El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz.» Esto es, lo demostró. Y a fin de aumentar el temor, añade: «Porque Dios es verdadero»; manifestando que no de otra manera puede alguno dejar de creer en El, sino llamando mentiroso a Dios que le envió, porque no habla cosa alguna que no corresponda al Padre. Y esto es lo que añade: «El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida.»
«El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida.» Espíritu quiere decir aquí la acción del Espíritu Santo, y quiere significar que todos nosotros recibimos las acciones del Espíritu Santo con su medida. Mas Jesucristo recibió la gracia del Espíritu Santo; ¿cómo, pues, podrá nadie creerle digno de sospecha? Nada dice que no sea de Dios, ni del Espíritu. Y al paso que nada dice del Dios Verbo, fundamenta y confirma su doctrina en el Padre y en el Espíritu. Pues sabían que Dios existe y conocían asimismo la existencia del Espíritu, aunque no tenían formado de él un concepto conveniente, e ignoraban que existiera el Hijo.
36. «El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.» No dice aquí que es bastante creer en el Hijo para obtener la vida eterna, puesto que El dice en otro lugar: «No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos» ( Mt7,21). Y además, refiriéndose a la blasfemia contra el Espíritu Santo, la juzga suficiente por sí sola para llevar al infierno. Y si alguno cree en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, no pensemos que esto es bastante para alcanzar la salvación. Necesitamos también de una vida buena y de costumbres rectas. Además, conociendo que muchos no se dejan llevar tanto por la promesa de los beneficios como por el riesgo de sufrimientos terribles, concluye su discurso diciendo: «Mas el que no da crédito al Hijo, la ira de Dios estará sobre él». Véase cómo refiere al Padre lo que dice respecto del castigo, porque no dijo que la ira del Hijo de Dios (aun cuando éste sea juez), sino que citó al Padre como juez, queriendo aterrarlos más. Y no dijo «estará con él», sino «sobre él», dando a conocer que nunca se separará de él. Y para que no se crea que habla de la muerte temporal, dijo: «No verá la vida».
Teofilacto, Sobre el Evangelio de san Juan
31a. «El que viene de lo alto está por encima de todos…» Este es Jesucristo, que bajó del Padre y está sobre todos, diferenciándose de todos.
32. «De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio.» Cuando oigas que Jesucristo dice lo que ha oído y visto respecto del Padre, no creas que necesite saberlo por el Padre, sino que todas las cosas que conoce por naturaleza propia las tiene por el Padre, y por esto se dice que sabe en virtud del Padre todo lo que sabe. ¿Pero qué quiere decir que el Hijo ha oído del Padre? ¿Acaso ha oído el Hijo la palabra del Padre? Antes bien el Hijo es el Verbo del Padre.
35. «El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano.» En este concepto, el Padre lo entregó todo al Hijo en cuanto a la divinidad, por naturaleza y no por gracia; y todo lo entregó a su dominio, en cuanto a la humanidad. Domina, pues, sobre todo aquello que existe en el cielo y en la tierra.
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Espiritual
Dios nos da sus gracias según las necesidades que tenemos. Dios es una fuente de la cual cada uno saca agua según las necesidades que tiene. Así la persona que necesita seis cubos de agua, saca seis; el que tres, tres; un pájaro que necesita sólo un picoteado sólo picotea; un peregrino, con el hueco de su mano puede saciar su sed: lo mismo nos ocurre a nosotros con respecto a Dios.
Con gran fervor, debemos permanecer fieles a la lectura de un capítulo del Nuevo Testamento y a hacer, desde el principio, los actos: de adoración, adorando la palabra de Dios y su verdad; entrar en los sentimientos con los cuales nuestro Señor los pronunció, y consentir en estas verdades; adherirse a la práctica de estas mismas verdades… Sobre todo hay que estar en guardia de leer sólo por estudio, diciendo: «Este pasaje me servirá para tal predicación», y leer exclusivamente para nuestro ascenso.
No hay que desanimarse, si, habiéndolo leído muchas veces, un mes, dos meses, seis meses, no se es tocado. Pasará que una vez tendremos una pequeña luz, otro día una mayor, y todavía más grande cuando lo necesitemos. Una sola palabra es capaz de convertirnos; sólo hace falta una.
Contra las herejías
Dios hizo libre al hombre… a fin de que libremente pudiese acoger la Palabra de Dios, sin que éste lo forzase. Dios, en efecto, jamás se impone a la fuerza, pues en él siempre está presente el buen consejo. Por eso concede el buen consejo a todos. Tanto a los seres humanos como a los ángeles… Y esto ni siquiera en el campo de su actividad, sino también en el dominio de la fe el Señor salvaguardó la libertad… del hombre. En efecto dijo: «Que se haga conforme a tu fe» (Mt 9,29). Esto muestra que el ser humano tiene su propia fe, porque también tiene su libre arbitrio. Y también: «Todo es posible al que cree» (Mc 9,23). Y: «Vete, que te suceda según tu fe» (Mt 8,13). Todos los textos semejantes prueban que el ser humano tiene libertad para creer. Por eso «el que cree tiene la vida eterna, mas el que no cree en el Hijo no tiene la vida eterna…”
Pero, dicen, hubiera sido necesario que no hiciese libres ni siquiera a los ángeles, para que no pudieran desobedecer; ni a los seres humanos que al momento fueron ingratos contra El, por el mismo hecho de haber sido dotados de razón, capaces de examinar y juzgar; y no son como los animales irracionales, que nada pueden hacer por propia voluntad… Mas si así fuera, (los seres humanos) ni se gozarían con el bien, ni valorarían su comunión con Dios, ni desearían hacer el bien con todas sus fuerzas, pues todo les sucedería sin su impulso, empeño y deseo propios, sino por puro mecanismo impuesto desde afuera. De este modo el bien no tendría ninguna importancia, pues todo se haría por naturaleza más que por voluntad, de modo que harían el bien de modo automático, no por propia decisión; y por la misma razón, ni podrían entender cuán hermoso es el bien, ni podrían gozarlo. Porque, en efecto, ¿cómo se puede gozar de un bien que no se conoce? ¿Y qué gloria se seguiría de algo que no se ha buscado? ¿Qué corona se les daría a quienes no la hubieran conseguido, como quienes la conquistan luchando?… Cuanto más luchamos por algo, nos parece tanto más valioso; y cuanto más valioso, más lo amamos.
Fiedes et Ratio
La revelación de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la encarnación de Jesucristo, tiene lugar en la « plenitud de los tiempos » (Ga 4, 4). A dos mil años de distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que « en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental ». En él tiene lugar toda la obra de la creación y de la salvación y, sobre todo destaca el hecho de que con la encarnación del Hijo de Dios vivimos y anticipamos ya desde ahora lo que será la plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).
La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constitución Dei Verbum: « Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. « Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo » (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, « hombre enviado a los hombres », habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación ».
La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei Verbum cuando afirma que « la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios ».
Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos.
La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que el primer Adán había rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: « Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado », afirma la Constitución Gaudium et spes. Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?
Dominum et Vivificantem
Según el testimonio del principio, que encontramos en la Escritura y en la Tradición, después de la primera (y a la vez más completa) descripción del Génesis, el pecado en su forma originaria es entendido como « desobediencia », lo que significa simple y directamente trasgresión de una prohibición puesta por Dios (Gén 2, 16 s). Pero a la vista de todo el contexto es también evidente que las raíces de esta desobediencia deben buscarse profundamente en toda la situación real del hombre. Llamado a la existencia, el ser humano —hombre o mujer— es una criatura. La « imagen de Dios », que consiste en la racionalidad y en la libertad, demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano, que es persona. Pero este sujeto personal es también una criatura: en su existencia y esencia depende del Creador. Según el Génesis, « el árbol de la ciencia del bien y del mal » debía expresar y constantemente recordar al hombre el « límite » insuperable para un ser creado. En este sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador prohíbe al hombre y a la mujer que coman los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Las palabras de la instigación, es decir de la tentación, como está formulada en el texto sagrado, inducen a transgredir esta prohibición, o sea a superar aquel « límite »: « el día en que comiereis de él se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal » (Gén 3, 5).
La « desobediencia » significa precisamente pasar aquel límite que permanece insuperable a la voluntad y a la libertad del hombre como ser creado. Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden moral en el mundo creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede « conocer el bien y el mal como dioses ». Sí, en el mundo creado Dios es la fuente primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial al Padre. Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que es sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en el hombre y en el mundo. La « desobediencia », como dimensión originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal. El Espíritu que « sondea las profundidades de Dios » y que, a la vez, es para el hombre la luz de la conciencia y la fuente del orden moral, conoce en toda su plenitud esta dimensión del pecado, que se inserta en el misterio del principio humano. Y no cesa de « convencer de ello al mundo » en relación con la cruz de Cristo en el Gólgota.
Según el testimonio del principio, Dios en la creación se ha revelado a sí mismo como omnipotencia que es amor. Al mismo tiempo ha revelado al hombre que, como « imagen y semejanza » de su creador, es llamado a participar de la verdad y del amor. Esta participación significa una vida en unión con Dios, que es la « vida eterna »(Cf. Gén 3, 22 sobre el « árbol de la vida »; cf. también Jn 3, 36; 4, 14; 5, 24; 6, 40. 47; 10, 28; 12, 50; 14, 6; Act 13, 48; Rm 6, 23; Gál 6, 8; 1 Tim 1, 16; Tit 1, 2; 3, 7; 1 Pe 3, 22; 1 Jn 1, 2; 2, 25; 5, 11. 13; Ap 2, 7). Pero el hombre, bajo la influencia del « padre de la mentira », se ha separado de esta participación. ¿En qué medida? Ciertamente no en la medida del pecado de un espíritu puro, en la medida del pecado de Satanás. El espíritu humano es incapaz de alcanzar tal medida (Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theol., Ia-IIa, q. 80, a. 4 ad 3). En la misma descripción del Génesis es fácil señalar la diferencia de grado existente entre « el soplo del mal » del que es pecador (o sea permanece en el pecado) desde el principio (1 Jn 3, 8) y que ya « está juzgado » (Jn 16, 11) y el mal de la desobediencia del hombre. Esta desobediencia, sin embargo, significa también dar la espalda a Dios y, en cierto modo, el cerrarse de la libertad humana ante él. Significa también una determinada apertura de esta libertad —del conocimiento y de la voluntad humana— hacia el que es el « padre de la mentira ». Este acto de elección responsable no es sólo una « desobediencia », sino que lleva consigo también una cierta adhesión al motivo contenido en la primera instigación al pecado y renovada constantemente a lo largo de la historia del hombre en la tierra: « es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal ». Aquí nos encontramos en el centro mismo de lo que se podría llamar el « anti-Verbo », es decir la « anti-verdad ». En efecto, es falseada la verdad del hombre: quién es el hombre y cuáles son los límites insuperables de su ser y de su libertad. Esta « anti-verdad » es posible, porque al mismo tiempo es falseada completamente la verdad sobre quien es Dios. Dios Creador es puesto en estado de sospecha, más aún incluso en estado de acusación ante la conciencia de la criatura. Por vez primera en la historia del hombre aparece el perverso « genio de la sospecha ». Este trata de « falsear » el Bien mismo, el Bien absoluto, que en la obra de la creación se ha manifestado precisamente como el bien que da de modo inefable: como bonum diffusivum sui, como amor creador. ¿Quién puede plenamente « convencer en lo referente al pecado », es decir de esta motivación de la desobediencia originaria del hombre sino aquél que sólo él es el don y la fuente de toda dádiva, sino el Espíritu que, « sondea las profundidades de Dios » y es amor del Padre y del Hijo?
Pues, a pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía salvífica inherente a ella, el espíritu de las tinieblas (Cf. Ef 6, 12; Lc 22, 53) es capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre. De esta manera Satanás injerta en el ánimo del hombre el germen de la oposición a aquél que « desde el principio » debe ser considerado como enemigo del hombre y no como Padre. El hombre es retado a convertirse en el adversario de Dios.
El análisis del pecado en su dimensión originaria indica que, por parte del « padre de la mentira », se dará a lo largo de la historia de la humanidad una constante presión al rechazo de Dios por parte del hombre, hasta llegar al odio: « Amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios », como se expresa San Agustín (Cf. De Civitate Dei XIV, 28: CCL 48, p. 451). El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y no la fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de que determina la radical « alienación » del hombre, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre. Surge de aquí una forma de pensamiento y de praxis histórico-sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su « muerte ». Esto es un absurdo conceptual y verbal. Pero la ideología de la « muerte de Dios » amenaza más bien al hombre, como indica el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la cuestión de la « autonomía de la realidad terrena », afirma: « La criatura sin el Creador se esfuma … Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida » (GS 36). La ideología de la « muerte de Dios » en sus efectos demuestra fácilmente que es, a nivel teórico y práctico, la ideología de la « muerte del hombre ».
El Espíritu que transforma el sufrimiento en amor salvífico
El Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado por Jesús en el discurso del Cenáculo el Paráclito. En efecto, desde el comienzo « es invocado »(En griego el verbo es parakalein = invocar, llamar hacia sí) para « convencer al mundo en lo referente al pecado ». Es invocado de modo definitivo a través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo referente al pecado quiere decir demostrar el mal contenido en él. Lo que equivale a revelar el misterio de la impiedad. No es posible comprender el mal del pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las profundidades de Dios. Desde el principio el misterio oscuro del pecado se ha manifestado en el mundo con una clara referencia al Creador de la libertad humana. Ha aparecido como un acto voluntario de la criatura-hombre contrario a la voluntad de Dios: la voluntad salvífica de Dios; es más, ha aparecido como oposición a la verdad, sobre la base de la mentira ya definitivamente « juzgada »: mentira que ha puesto en estado de acusación, en estado de sospecha permanente, al mismo amor creador y salvífico. El hombre ha seguido al « padre de la mentira », poniéndose contra el Padre de la vida y el Espíritu de la verdad.
El « convencer en lo referente al pecado » ¿no deberá, por tanto, significar también el revelar el sufrimiento? ¿No deberá revelar el dolor, inconcebible e indecible, que, como consecuencia del pecado, el Libro Sagrado parece entrever en su visión antropomórfica en las profundidades de Dios y, en cierto modo, en el corazón mismo de la inefable Trinidad? La Iglesia, inspirándose en la revelación, cree y profesa que el pecado es una ofensa a Dios. ¿Qué corresponde a esta « ofensa », a este rechazo del Espíritu que es amor y don en la intimidad inexcrutable del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo? La concepción de Dios, como ser necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente de Dios todo dolor derivado de limitaciones o heridas; pero, en las profundidades de Dios, se da un amor de Padre que, ante el pecado del hombre, según el lenguaje bíblico, reacciona hasta el punto de exclamar: « Estoy arrepentido de haber hecho al hombre »(Cf. Gén 6, 7). « Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en la tierra … le pesó de haber hecho al hombre en la tierra … y dijo el Señor: « me pesa de haberlos hecho »(Gén 6, 5-7). Pero a menudo el Libro Sagrado nos habla de un Padre, que siente compasión por el hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este inescrutable e indecible « dolor » de padre engendrará sobre todo la admirable economía del amor redentor en Jesucristo, para que, por medio del misterio de la piedad, en la historia del hombre el amor pueda revelarse más fuerte que el pecado Para que prevalezca el « don ».
El Espíritu Santo, que según las palabras de Jesús « convence en lo referente al pecado », es el amor del Padre y del Hijo y, como tal, es el don trinitario y, a la vez, la fuente eterna de toda dádiva divina a lo creado. Precisamente en él podemos concebir como personificada y realizada de modo trascendente la misericordia, que la tradición patrística y teológica, de acuerdo con el Antiguo y el Nuevo Testamento, atribuye a Dios. En el hombre la misericordia implica dolor y compasión por las miserias del prójimo. En Dios, el Espíritu-amor cambia la dimensión del pecado humano en una nueva dádiva de amor salvífico. De él, en unidad con el Padre y el Hijo, nace la economía de la salvación, que llena la historia del hombre con los dones de la Redención. Si el pecado, al rechazar el amor, ha engendrado el « sufrimiento » del hombre que en cierta manera se ha volcado sobre toda la creación, (Cf. Rm 8, 20-22) el Espíritu Santo entrará en el sufrimiento humano y cósmico con una nueva dádiva de amor, que redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor, en cuya humanidad se verifica el « sufrimiento » de Dios, resonará una palabra en la que se manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia: « Siento compasión » (Cf. Mt 15, 32; Mc 8, 2). Así pues, por parte del Espíritu Santo, el « convencer en lo referente al pecado » se convierte en una manifestación ante la creación « sometida a la vanidad » y, sobre todo, en lo íntimo de las conciencias humanas, como el pecado es vencido por el sacrificio del Cordero de Dios que se ha hecho hasta la muerte « el siervo obediente » que, reparando la desobediencia del hombre, realiza la redención del mundo. De esta manera, el Espíritu de la verdad, el Paráclito, « convence en lo referente al pecado ».
De la Iglesia Católica
La necesidad de la feCreer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que «sin la fe… es imposible agradar a Dios» (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser que «haya perseverado en ella hasta el fin» (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).
La perseverancia de la fe
La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe, comienzo de la vida eterna
La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn 3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna:
«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» ( San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).
I. La Confirmación en la Economía de la salvación
En el Antiguo Testamento, los profetas anunciaron que el Espíritu del Señor reposaría sobre el Mesías esperado (cf. Is 11,2) para realizar su misión salvífica (cf Lc 4,16-22; Is 61,1). El descenso del Espíritu Santo sobre Jesús en su Bautismo por Juan fue el signo de que Él era el que debía venir, el Mesías, el Hijo de Dios (Mt 3,13-17; Jn 1,33- 34). Habiendo sido concedido por obra del Espíritu Santo, toda su vida y toda su misión se realizan en una comunión total con el Espíritu Santo que el Padre le da «sin medida» (Jn 3,34).
Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que debía ser comunicada a todo el pueblo mesiánico (cf Ez 36,25-27; Jl 3,1-2). En repetidas ocasiones Cristo prometió esta efusión del Espíritu (cf Lc 12,12; Jn 3,5-8; 7,37-39; 16,7-15; Hch 1,8), promesa que realizó primero el día de Pascua (Jn 20,22) y luego, de manera más manifiesta el día de Pentecostés (cf Hch 2,1-4). Llenos del Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar «las maravillas de Dios» (Hch 2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los tiempos mesiánicos (cf Hch 2, 17-18). Los que creyeron en la predicación apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo (cf Hch 2,38).
Discurso (30-09-1979)
El fundamento de nuestra identidad personal, de nuestro vínculo común y de nuestro ministerio se encuentra en Jesucristo, Hijo de Dios y Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento. Por esta razón, hermanos, mi primera exhortación al presentarme hoy entre vosotros es ésta: «Mantengamos nuestros ojos puestos en el autor y consumidor de la fe, Jesús» (Heb 12, 2). Como somos Pastores de este rebaño, debemos tener fija nuestra mirada en Aquel que es el Pastor principal —Princeps Pastorum (1 Pe 5, 4)—, para que nos ilumine, nos sostenga y nos colme de alegría en nuestro servicio al rebaño, conduciéndolo «por rectas sendas por amor de su nombre» (Sal 23, 3).
Pero la eficacia de nuestro servicio a Irlanda y a toda la Iglesia está vinculada a nuestra relación personal con Aquel a quien San Pedro llamó también «Pastor y guardián de vuestras almas» (1 Pe 2, 25). El seguro fundamento de nuestra guía pastoral lo constituye, pues, una relación profunda y personal de fe y amor con Jesucristo nuestro Señor. Al igual que los Doce, también nosotros hemos sido designados para estar con El, para ser sus compañeros (cf. Mc 3,14). Podemos presentarnos como líderes religiosos de nuestro pueblo, en las situaciones que afectan profundamente a sus vidas diarias, sólo después de haber estado en piadosa comunión con el Maestro, sólo después de haber descubierto en la fe que Dios ha constituido a Cristo como «nuestra sabiduría, justicia, santificación y redención» (1 Cor 1, 30). Somos llamados, en nuestras propias vidas, a escuchar, conservar y realizar la Palabra de Dios. En las Sagradas Escrituras, y especialmente en los Evangelios, encontramos constantemente a Cristo; y, mediante el poder del Espíritu Santo, sus palabras se hacen luz y fuerza para nosotros y para nuestro pueblo. Sus mismas palabras contienen un poder de conversión, y aprendemos mediante su ejemplo.
A través de un piadoso contacto con el Jesús de los Evangelios, nosotros, sus siervos y apóstoles, absorbemos en modo creciente su serenidad y asumimos sus actitudes. Sobre todo adoptamos aquella fundamental actitud de amor hacia su Padre, tanto irás cuanto que cada uno de nosotros experimentamos un gozo profundo y pleno en la verdad de nuestra relación filial: Diligo Patrem (Jn 14, 31) – Pater diligit Filium (Jn 3,35). Nuestra relación con Cristo y en Cristo halla su suprema y única expresión en el Sacrificio eucarístico, en el que actuamos por completo: in persona Christi.
La relación personal con Jesús constituye, pues, una garantía de confianza para nosotros y nuestro ministerio. En nuestra fe encontramos la victoria que vence al mundo. Por el hecho de estar unidos con Jesús y mantenidos por El, no hay reto con el que no nos podamos enfrentar, dificultad que no podamos mantener, obstáculo que no podamos vencer por el Evangelio. En realidad Cristo mismo garantiza que «el que cree en mí, ése hará también las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas…» (Jn 14, 12). Sí, hermanos, la respuesta a tantos problemas se halla sólo en la fe, una fe manifestada y sostenida en la oración.
Audiencia General (12-08-1987)En síntesis, podemos decir que Jesucristo es aquel que proviene del Padre como eterno Hijo, es aquel que “ha salido” del Padre haciéndose hombre por obra del Espíritu Santo. Y después de haber cumplido su misión mesiánica como Hijo del hombre, en la fuerza del Espíritu Santo “va al Padre” (cf. Jn 14, 21). Marchándose allí como Redentor del mundo, “da” a sus discípulos y manda sobre la Iglesia para siempre, el mismo Espíritu, en cuya potencia el actuaba como hombre. De este modo Jesucristo, como aquel que “va al Padre”, por medio del Espíritu Santo conduce “al Padre”” a todos aquellos que lo seguirán en el transcurso de los siglos.
“Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, (Jesucristo) le derramó” (Act 2, 33), dirá el Apóstol Pedro el día de Pentecostés. “Y, puesto que sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abbá!, ¡Padre!” (Gál 4, 6), escribía el Apóstol Pablo. El Espíritu Santo, que “procede del Padre” (cf. Jn 15, 26), es, al mismo tiempo, el Espíritu de Jesucristo: el Espíritu del Hijo.
Dios ha dado “sin medida” a Cristo el Espíritu Santo, proclama Juan Bautista, según el IV Evangelio. Y Santo Tomás de Aquino explica en su claro comentario que los profetas recibieron el Espíritu “con medida”, y por ello, profetizaban “parcialmente”. Cristo, por el contrario, tiene el Espíritu Santo “sin medida”: ya como Dios, en cuanto que el Padre mediante la generación eterna le da el soplar el Espíritu sin medida; ya como hombre, en cuanto que, mediante la plenitud de la gracia, Dios lo ha colmado de Espíritu Santo, para que lo efunda en todo creyente (cf. Super Evang S. Ioannis Lectura, c. III, 1. 6, nn. 541-544). El Doctor Angélico se refiere al texto de Juan (Jn 3, 34): “Porque aquél a quien Dios ha enviado habla palabras de Dios, pues Dios no le dio el espíritu con medida” (según la traducción propuesta por ilustres biblistas).
Verdaderamente podemos exclamar con íntima emoción, uniéndolos al Evangelista Juan: “De su plenitud todos hemos recibido” (Jn 1, 16); verdaderamente hemos sido hechos partícipes de la vida de Dios en el Espíritu Santo.
Y en este mundo de hijos del primer Adán, destinados a la muerte, vemos erguirse potente a Cristo, el “último Adán”, convertido en “Espíritu vivificante” (1 Cor 15, 45).
Discurso (11-11-1998)
Recuperando cuanto ha sido patrimonio del pensamiento cristiano, escribí que la relación entre la teología y la filosofía debería estar marcada por «la circularidad » (Fides et ratio, 73), como acaba de recordar también el cardenal Ratzinger. De este modo, tanto la teología como la filosofía se ayudarán recíprocamente para no caer en la tentación de encerrar en los límites de un sistema la novedad perenne que contiene el misterio de la revelación traída por Jesucristo. Ésta seguirá implicando siempre una novedad radical, que ningún pensamiento podrá jamás explicar plenamente ni agotar.
La verdad puede acogerse siempre y sólo como un don totalmente gratuito, que es ofrecido por Dios y debe ser recibido en la libertad. La riqueza de esta verdad se inserta en el entramado humano y necesita expresarse en la multiplicidad de formas que constituyen el lenguaje de la humanidad. Los fragmentos de verdad que cada uno lleva consigo deben tender a reunirse con la verdad única y definitiva que encuentra su forma perfecta en Cristo. En él, la verdad sobre el hombre se nos dona sin medida en el Espíritu Santo (cf. Jn 3, 34), y suscita un pensamiento que no sólo es deudor de la razón, sino también del corazón. De este pensamiento profundo y fecundo da testimonio la «ciencia de los santos», que hace un año me impulsó a proclamar doctora de la Iglesia a santa Teresa de Lisieux, siguiendo las huellas de numerosos santos, hombres y mujeres, que han marcado de manera significativa la historia del pensamiento cristiano, tanto teológico como filosófico. Es hora de que la experiencia y el pensamiento de los santos se valoren de manera más atenta y sistemática, para profundizar las verdades cristianas.
Los teólogos y los filósofos, según las exigencias de sus respectivas disciplinas, están llamados a considerar al único Dios que se revela en la creación y en la historia de la salvación como la fuente perenne de su trabajo. La verdad que viene «de lo alto», como muestra la historia, no va contra la autonomía del conocimiento racional, sino que lo impulsa hacia nuevos descubrimientos que originan un auténtico progreso para la humanidad, al favorecer la elaboración de un pensamiento capaz de llegar a lo íntimo del hombre, haciendo madurar en él frutos de vida.
Quiero encomendar estas perspectivas y estos deseos a la intercesión de la Virgen, invocada como «Sede de la sabiduría», y, a la vez que invoco su constante protección sobre vosotros y sobre el «crisol del pensamiento» que está llamada a ser vuestra universidad, os imparto a todos mi afectuosa bendición apostólica. ¡Gracias!
Audiencia General (06-10-1999): El amor transforma e ilumina
«Permaneced en mi amor» (Jn 15,9-10)
nn. 3-4
El Nuevo Testamento nos presenta esta dinámica del amor centrada en Jesús, Hijo amado por el Padre (cf. Jn 3, 35; 5, 20; 10, 17), el cual se manifiesta mediante él. Los hombres participan en este amor conociendo al Hijo, o sea, acogiendo su doctrina y su obra redentora.
Sólo es posible acceder al amor del Padre imitando al Hijo en el cumplimiento de los mandamientos del Padre: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15, 9-10). Así se llega a participar también del conocimiento que el Hijo tiene del Padre. «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).
El amor nos hace entrar plenamente en la vida filial de Jesús, convirtiéndonos en hijos en el Hijo: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos. El mundo no nos conoce porque no le conoció a él» (1 Jn 3, 1). El amor transforma la vida e ilumina también nuestro conocimiento de Dios, hasta alcanzar el conocimiento perfecto del que habla san Pablo: «Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Co 13, 12).
Es preciso subrayar la relación que existe entre conocimiento y amor. La conversión íntima que el cristianismo propone es una auténtica experiencia de Dios, en el sentido indicado por Jesús, durante la última cena, en la oración sacerdotal: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). Ciertamente, el conocimiento de Dios tiene también una dimensión de orden intelectual (cf. Rm 1, 19-20). Pero la experiencia viva del Padre y del Hijo se realiza en el amor, es decir, en último término, en el Espíritu Santo, puesto que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).
Gracias al Paráclito hacemos la experiencia del amor paterno de Dios. Y el efecto más consolador de su presencia en nosotros es precisamente la certeza de que este amor perenne e ilimitado, con el que Dios nos ha amado primero, no nos abandonará nunca: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? (…) Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8, 35. 38-39). El corazón nuevo, que ama y conoce, late en sintonía con Dios, que ama con un amor perenne.
Homilía (23-04-2009)
Hace poco, hemos dicho en el Salmo responsorial: «Bendigo al Señor en todo momento; su alabanza está siempre en mi boca» (Salmo 33). Lo alabamos hoy…
En la lectura de los Hechos de los Apóstoles hemos escuchado de labios de san Pedro: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29). Esto concuerda plenamente con lo que nos dice el Evangelio de Juan: «El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo, no verá la vida» (Jn 3,36). Así, pues, la Palabra de Dios nos habla de una obediencia que no es simple sujeción, ni un simple cumplimiento de mandatos, sino que nace de una íntima comunión con Dios y consiste en una mirada interior que sabe discernir aquello que «viene de lo alto» y «está por encima de todo». Es fruto del Espíritu Santo que Dios concede «sin medida».
Queridos amigos, nuestros contemporáneos necesitan descubrir esta obediencia, que no es teórica sino vital; que es un optar por unas conductas concretas, basadas en la obediencia al querer de Dios, que nos hacen ser plenamente libres. Las familias cristianas con su vida doméstica, sencilla y alegre, compartiendo día a día las alegrías, esperanzas y preocupaciones, vividas a la luz de la fe, son escuelas de obediencia y ámbito de verdadera libertad. Lo saben bien los que han vivido su matrimonio según los planes de Dios durante largos años, como alguno de los presentes, comprobando la bondad del Señor que nos ayuda y alienta.
En la Eucaristía Cristo está realmente presente; es el pan que baja de lo alto para reparar nuestras fuerzas y afrontar el esfuerzo y la fatiga del camino. Él está a nuestro lado. Que Él sea el mejor amigo también de quien hoy recibe la primera comunión, trasformando su interior para que sea testigo entusiasta de Él ante los demás.
Prosigamos ahora nuestra celebración eucarística invocando la amorosa intercesión de nuestra Madre del cielo, Nuestra Señora de Guadalupe, para que recibamos a Jesús y tengamos vida y, fortalecidos con el pan Eucarístico, seamos servidores de la verdadera alegría para el mundo. Amén.
Homilía (15-04-2010)
[…] No he tenido tiempo de preparar una verdadera homilía. Quiero sólo invitaros a cada uno a la meditación personal, proponiendo y subrayando algunas frases de la liturgia de hoy, que se prestan al diálogo orante entre nosotros y la Palabra de Dios. La palabra, la frase que quiero proponer a la meditación común es esta gran afirmación de san Pedro: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). San Pedro está ante la suprema institución religiosa, a la que generalmente se debería obedecer, pero Dios está por encima de esta institución y Dios le ha dado otro «ordenamiento»: debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios es la libertad, la obediencia a Dios le da la libertad de oponerse a la institución.
Y aquí los exegetas llaman nuestra atención sobre el hecho de que la respuesta de san Pedro al Sanedrín es casi hasta ad verbum idéntica a la respuesta de Sócrates en el juicio del tribunal de Atenas. El tribunal le ofrece la libertad, la liberación, pero a condición de que no siga buscando a Dios. Pero buscar a Dios, la búsqueda de Dios es para él un mandato superior, viene de Dios mismo. Y una libertad comprada con la renuncia al camino hacia Dios dejaría de ser libertad. Por tanto, no debe obedecer a esos jueces —no debe comprar su vida perdiéndose a sí mismo— sino que debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios tiene la primacía.
Aquí es importante subrayar que se trata de obediencia y que es precisamente la obediencia la que da libertad. El tiempo moderno ha hablado de la liberación del hombre, de su plena autonomía; por tanto, también de la liberación de la obediencia a Dios. La obediencia debería dejar de existir, el hombre es libre, es autónomo: nada más. Pero esta autonomía es una mentira: es una mentira ontológica, porque el hombre no existe por sí mismo y para sí mismo, y también es una mentira política y práctica, porque es necesaria la colaboración, compartir la libertad. Y, si Dios no existe, si Dios no es una instancia accesible al hombre, sólo queda como instancia suprema el consenso de la mayoría. Por consiguiente, el consenso de la mayoría se convierte en la última palabra a la que debemos obedecer. Y este consenso —lo sabemos por la historia del siglo pasado— puede ser también un «consenso en el mal».
Así, vemos que la llamada autonomía no libera verdaderamente al hombre. La obediencia a Dios es la libertad, porque es la verdad, es la instancia que se sitúa frente a todas las instancias humanas. En la historia de la humanidad estas palabras de Pedro y de Sócrates son el verdadero faro de la liberación del hombre, que sabe ver a Dios y, en nombre de Dios, puede y debe obedecer no tanto a los hombres, sino a Dios y así liberarse del positivismo de la obediencia humana. Las dictaduras siempre han estado en contra de esta obediencia a Dios. La dictadura nazi, al igual que la marxista, no pueden aceptar a un Dios que esté por encima del poder ideológico; y la libertad de los mártires, que reconocen a Dios, precisamente en la obediencia al poder divino, es siempre el acto de liberación con el cual nos llega la libertad de Cristo.
Hoy, gracias a Dios, no vivimos bajo dictaduras, pero existen formas sutiles de dictadura: un conformismo que se convierte en obligatorio, pensar como piensan todos, actuar como actúan todos, y las sutiles agresiones contra la Iglesia, o incluso otras menos sutiles, demuestran que este conformismo puede ser realmente una verdadera dictadura. Para nosotros vale esto: se debe obedecer a Dios antes que a los hombres. Pero esto supone que conozcamos realmente a Dios y que queramos obedecerle de verdad. Dios no es un pretexto para la propia voluntad, sino que realmente él es quien nos llama y nos invita, si fuera necesario, incluso al martirio. Por eso, ante esta palabra que inicia una nueva historia de libertad en el mundo, pidamos sobre todo conocer a Dios, conocer humilde y verdaderamente a Dios y, conociendo a Dios, aprender la verdadera obediencia que es el fundamento de la libertad humana.
Escojamos una segunda frase de la primera lectura: san Pedro dice que Dios ha exaltado a Cristo a su derecha como jefe y Salvador (cf. Hch 5, 31). Jefe es la traducción del término griego archegos, que implica una visión mucho más dinámica: archegos es aquel que muestra el camino, que precede; es un movimiento, un movimiento hacia lo alto. Dios lo ha exaltado a su derecha; por tanto, hablar de Cristo como archegos significa que Cristo camina delante de nosotros, nos precede, nos muestra el camino. Y estar en comunión con Cristo es estar en un camino, subir con Cristo, es seguir a Cristo, es esta subida hacia lo alto, es seguir al archegos, a aquel que ya ha pasado, que nos precede y nos muestra el camino.
Aquí, evidentemente, es importante que se nos diga a dónde llega Cristo y a dónde tenemos que llegar también nosotros: hypsosen —las alturas— subir a la derecha del Padre. Seguir a Cristo no es sólo imitar sus virtudes, no es sólo vivir en este mundo de modo semejante a Cristo, en la medida de lo posible, según su palabra, sino que es un camino que tiene una meta. Y la meta es la derecha del Padre. Este camino de Jesús, este seguimiento de Jesús acaba a la derecha del Padre. En el horizonte de este seguimiento está todo el camino de Jesús, también llegar a la derecha del Padre.
En este sentido, la meta de este camino es la vida eterna a la derecha del Padre en comunión con Cristo. Nosotros hoy con frecuencia tenemos un poco de miedo a hablar de la vida eterna. Hablamos de las cosas que son útiles para el mundo, mostramos que el cristianismo ayuda también a mejorar el mundo, pero no nos atrevemos a decir que su meta es la vida eterna y que de esa meta vienen luego los criterios de la vida. Debemos entender de nuevo que el cristianismo sería un «fragmento» si no pensamos en esta meta, que queremos seguir al archegos a la altura de Dios, a la gloria del Hijo que nos hace hijos en el Hijo y debemos reconocer de nuevo que sólo en la gran perspectiva de la vida eterna el cristianismo revela todo su sentido. Debemos tener la valentía, la alegría, la gran esperanza de que la vida eterna existe, es la verdadera vida, y de esta verdadera vida viene la luz que ilumina también a este mundo.
Si bien se puede decir que, aun prescindiendo de la vida eterna, del cielo prometido, es mejor vivir según los criterios cristianos, porque vivir según la verdad y el amor, aun sufriendo muchas persecuciones, en sí mismo es bien y es mejor que todo lo demás, precisamente esta voluntad de vivir según la verdad y según el amor también debe abrir a toda la amplitud del proyecto de Dios para nosotros, a la valentía de tener ya la alegría en la espera de la vida eterna, de la subida siguiendo a nuestro archegos. Soter es el Salvador, que nos salva de la ignorancia, busca las cosas últimas. El Salvador nos salva de la soledad, nos salva de un vacío que permanece en la vida sin la eternidad, nos salva dándonos el amor en su plenitud. Él es el guía, Cristo, el archegos, nos salva dándonos la luz, dándonos la verdad, dándonos el amor de Dios.
Reflexionemos también sobre otro versículo: Cristo, el Salvador, concedió a Israel la conversión y el perdón de los pecados (ib., v. 31) —en el texto griego el término es metanoia—, concedió la penitencia y el perdón de los pecados. Para mí, se trata de una observación muy importante: la penitencia es una gracia. Existe una tendencia en exégesis que dice: Jesús en Galilea anunció una gracia sin condición, totalmente incondicional; por tanto, también sin penitencia, gracia como tal, sin condiciones humanas previas. Pero esta es una falsa interpretación de la gracia. La penitencia es gracia; es una gracia que reconozcamos nuestro pecado, es una gracia que reconozcamos que tenemos necesidad de renovación, de cambio, de una trasformación de nuestro ser. Penitencia, poder hacer penitencia, es el don de la gracia. Y debo decir que nosotros, los cristianos, también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos evitado la palabra penitencia, nos parecía demasiado dura. Ahora, bajo los ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder hacer penitencia es gracia. Y vemos que es necesario hacer penitencia, es decir, reconocer lo que en nuestra vida hay de equivocado, abrirse al perdón, prepararse al perdón, dejarse transformar. El dolor de la penitencia, es decir, de la purificación, de la transformación, este dolor es gracia, porque es renovación, es obra de la misericordia divina. Estas dos cosas que dice san Pedro —penitencia y perdón— corresponden al inicio de la predicación de Jesús: metanoeite, es decir, convertíos (cf. Mc 1, 15). Por lo tanto, este es el punto fundamental: la metanoia no es algo privado, que parecería sustituido por la gracia, sino que la metanoia es la llegada de la gracia que nos trasforma.
Por último, unas palabras del Evangelio, donde se nos dice que quien cree tiene la vida eterna (cf. Jn 3, 36). En la fe, en este «transformarse» que la penitencia concede, en esta conversión, en este nuevo camino del vivir, llegamos a la vida, a la verdadera vida. Y aquí me vienen a la mente otros dos textos. En la «Oración sacerdotal» el Señor dice: esta es la vida, que te conozcan a ti y a tu consagrado (cf. Jn 17, 3). Conocer lo esencial, conocer a la Persona decisiva, conocer a Dios y a su enviado es vida, vida y conocimiento, conocimiento de realidades que son la vida. Y el otro texto es la respuesta del Señor a los saduceos sobre la resurrección, donde, a partir de los libros de Moisés, el Señor prueba el hecho de la resurrección diciendo: Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Mt 22, 31-32; Mc 12, 26-27; Lc 20, 37-38). Dios no es un Dios de muertos. Si Dios es Dios de estos, están vivos. Quien está inscrito en el nombre de Dios participa de la vida de Dios, vive. Creer es estar inscritos en el nombre de Dios. Y así estamos vivos. Quien pertenece al nombre de Dios no es un muerto, pertenece al Dios vivo. En este sentido deberíamos entender el dinamismo de la fe, que es inscribir nuestro nombre en el nombre de Dios y así entrar en la vida.
Pidamos al Señor que esto suceda y realmente conozcamos a Dios en nuestra vida, para que nuestro nombre entre en el nombre de Dios y nuestra existencia se convierta en verdadera vida: vida eterna, amor y verdad.