por Christopher Shaw
¿Por qué en la mayoría de nuestra literatura cristiana, el tema de la buenas obras está tan ausente? ¿Por qué en algunos con solo mencionarlo les produce nerviosismo? Todo el Nuevo Testamente avala la sentencia categórica de Santiago, «la fe, si no tiene obras, está completamente muerta». Esta es una breve reflexión para animar al pueblo de Dios a responder a su llamado de andar en buenas obras.
¿Acaso existe testimonio más elocuente que este? En una investigación realicé una búsqueda de libros cristianos sobre buenas obras. Nuestra labor, sin embargo, fue infructuosa y frustrante: no pudimos desenterrar una sola obra evangélica que abarcara el tema. En el proceso tuvimos que vadear por una interminable lista de libros que ofrecen bendición y plenitud en la vida personal del cristiano. Sin embargo, los resultados hablan con mayor elocuencia de nuestras convicciones que la exhaustiva investigación del analista más talentoso: vivimos en una época en la que nuestra mayor pasión está reservada para nuestra propia vida y nuestros propios proyectos.
¡Qué diferente es el panorama cuando tomamos en nuestras manos una buena concordancia y realizamos la misma búsqueda en la Palabra de Dios! Es difícil entender cómo podemos leerla sin percibir el peso que tienen las buenas obras en los propósitos de Dios. No obstante, el solo mencionar el tema produce, en muchos, un marcado nerviosismo, pues en el afán de evitar los excesos de aquellos que pretendían ganar el cielo con obras, seguimos perpetuando una distorsión del evangelio que tiene cuatrocientos años de historia.
La inquietud por esta deformación no es exclusiva de los últimos cuatro siglos. En su momento, Santiago confrontó a la iglesia por este mismo asunto: «Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe y no tiene obras?» (2.14). La respuesta a esa pregunta no la dejó librada al gusto personal de sus lectores; más bien, y adoptando un tono francamente ofensivo a nuestros oídos posmodernos, no dudó en declarar: «la fe, si no tiene obras, está completamente muerta» (2.17).
¿Será que la falta de obras en el discípulo verdaderamente indica la ausencia de una vida espiritual? Nuestra teología, nutrida por generaciones de estudiosos, no logra desechar la categórica sentencia del apóstol y además, el testimonio del Nuevo Testamento parece avalar la postura de Santiago. Pablo, en su carta a los Efesios, nos sorprende al revelar que « somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas» (2.10).
Resalta la misma verdad cuando escribe a Tito, declarando que Cristo «se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda maldad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras» (Ti 2.14). En la mente del apóstol, el concepto «buenas obras» no describía la actividad de unos pocos devotos, sino la esencia misma de lo que significaba ser un seguidor de Cristo. Por eso nuestra redención no puede ser comprendida, salvo en el marco de las buenas obras.
Con este destino sagrado en mente, Pablo exhortaba a Tito: «Preséntate tú en todo como ejemplo de buenas obras» (Ti 2.7). No solamente debía el joven obrero cultivar las buenas obras en su propia vida, sino que su responsabilidad de formar a la iglesia debía apuntar hacia el mismo objetivo: «Palabra fiel es esta, y en estas cosas quiero que insistas con firmeza, para que los que creen en Dios procuren ocuparse en buenas obras. Estas cosas son buenas y útiles a los hombres» (Ti 3.8). Con un mismo sentir, el autor de Hebreos anima a la iglesia: «mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió. Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras» (He 10.2324).
Así las cosas, el Nuevo Testamento pareciera indicar que las buenas obras no ocupan un lugar periférico en la vida del discípulo, sino que constituyen una declaración de quienes somos en Cristo Jesús. Contradice además la perspectiva que sostiene que fuimos nosotros quienes encontramos a Dios y le otorgamos la posibilidad de bendecir nuestras vidas y nuestros proyectos. Más bien las buenas obras señalan que nosotros nos hemos unido a él y que Sus proyectos se han convertido en nuestros proyectos. Presentan la evidencia más convincente de que nuestro egoísmo ha sido quebrado y que la vida que ahora vivimos, la vivimos para Otro.
Así lo entendía Cristo cuando dijo a los discípulos: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15.16). Este fruto, según Mateo 5.48, es la perfección. Mas esta no es una referencia a una existencia libre del pecado y el error: es la perfección de «nuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos» (v. 45). La frase describe una actitud maravillosamente libre del sistema de méritos que tanto nos suele limitar. Nos ofrece además el más sencillo y profundo retrato del Dios que se nos acercó «mientras estábamos aún muertos en nuestros delitos y pecados». Es un Dios cuyo mayor deleite es hacer el bien, a todos por igual.
Pensar en buenas obras, entonces, es pensar en la gente con la que compartimos nuestra vida diaria. ¿De qué manera quisiera este buen Padre Celestial hacerles bien a ellos?, ¿cómo podemos nosotros colaborar con los proyectos que él tiene para ellos?, ¿será que solamente está buscando manos dispuestas a dar una caricia, labios dispuestos a bendecir y brazos dispuestos a sostener? No olvide que usted y yo hemos sido llamados a unirnos a las obras que él ya ha preparado de antemano. ¡El trabajo está hecho! A nosotros nos resta el gozo de andar en ellas.
Apuntes Pastorales, Volumen XXII Número 1
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