por José Belaunde M.
El siguiente artículo analiza, la situación de los discípulos luego de bajar Jesús del monte Tabor al ser transfigurado. Jesús se ecuentro con hombre que clama a su paso… Conozca y experimente las ricas enseñanzas de relato!
Lo primero que hay que considerar en este episodio es que ocurre inmediatamente después de la transfiguración y algunos días después de la multiplicación de los panes narrada en Lucas 9.1017 y también en Mateo 15.3239 y Marcos 8.110. Jesús había subido al monte Tabor con tres de sus discípulos: Pedro, Juan y Santiago. Según el relato paralelo de Marcos, había dejado a una multitud de gente que lo seguía probablemente desde el milagro de la alimentación de los cuatro mil y al resto de sus discípulos, al pie del monte. No sabemos cuánto tiempo estuvo en la cima pero, según Lucas, Jesús fue al encuentro de la gente al día siguiente de su descenso (un detalle que Mateo y Marcos no consignan).
Quizá quería que sus tres discípulos tuvieran cierto tiempo para reflexionar acerca de la experiencia por la que acababan de pasar y para que su efecto no se disipara por el contacto inmediato con la gente. Eso podría ser tanto más necesario en este caso porque ellos se iban a encontrar poco después con una muchedumbre inquieta y con un grupo de escribas que cuestionaban a sus colegas en el discipulado.
Cuando hemos pasado por una experiencia profunda es bueno no distraerse enseguida con ocupaciones y diálogos, como si huyéramos de ella. Sino más bien, dejar en la soledad y el silencio que la impresión recibida penetre y se grabe hondamente en nuestro interior. Las experiencias fuertes, buenas o malas, forjan el temple de nuestra alma y nos preparan para empresas mayores. Jesús no les concedió a esos tres discípulos de su círculo íntimo esa gracia para nada. Había propósito: que tuvieran una revelación más profunda de lo quién era él y conocieran ciertas realidades con las que ni siquiera soñaban. Esa experiencia debe haber enriquecido su perspectiva de las cosas eternas. Su recuerdo debe haber quedado grabado con fuego en su espíritu como lo indica la alusión que hace el apóstol Pedro a ese episodio en su segunda epístola (2 Pe 1.17,18), y haberlos sostenido en los momentos difíciles.
37. «Al día siguiente, cuando descendieron del monte, una gran multitud les salió al encuentro». El gentío que lo esperaba nos hace comprender la enorme expectativa que había despertado Jesús a causa sobretodo de los milagros que hacía. Lo maravilloso y las curaciones siempre atraen a las multitudes. ¿Sabía la gente que Jesús había subido al monte con tres de sus discípulos? Es posible, pero no podían ni imaginar lo que arriba había ocurrido. Cuando lo vieron acercarse, dice Marcos, se asombraron y corrieron hacia él. ¿Qué fue lo que los sorprendió? No sabemos. Podría haber sido simplemente el hecho de volverlo a ver después de que haber desaparecido sin decirles que se ausentaba. O quizá fue porque algo del brillo de la gloria de la transfiguración permanecía en su cara y en su aspecto. Recordemos cómo el rostro de Moisés brillaba al descender de su encuentro con Dios en el Sinaí (Ex 34.2934) (1).
38. «Y he aquí, un hombre de la multitud clamó diciendo: Maestro, te ruego que veas a mi hijo, pues es el único que tengo». Jesús halló a sus discípulos, según Marcos, rodeados por unos escribas que discutían con ellos probablemente acerca de la dificultad que habían tenido en expulsar al demonio. En muchas ocasiones los escribas y fariseos se acercaron a Jesús para tentarle con preguntas capciosas y mal intencionadas que fueron siempre contestadas de una manera que los dejó mudos. Ausente ahora su maestro ellos podían tratar de hacer caer en la trampa de sus mentiras a sus discípulos que estaban probablemente avergonzados por no haber podido sanar al muchacho. Según Marcos, Jesús preguntó a sus discípulos: ¿De qué estabais discutiendo? Pero antes de que ellos pudieran contestar (quizá su demora en hacerlo se debió a que estaban avergonzados), surgió de la multitud un hombre y arrodillándose, según Mateo, clamó pidiendo auxilio para su hijo, mientras le explicaba lo que ocurría con él.
El hombre apela a la compasión de Jesús (posiblemente porque tiene que competir con otros por atraer su atención) por eso le dice que el hijo por el que pide ayuda es su único hijo detalle que sólo Lucas, siempre tan humano consigna (2.) Si tuviera otros este no sería para él tan importante y su condición no lo afligiría tanto. ¿No es una bendición para padre y madre tener varios hijos? Cuando tienen uno sólo su vida pende del hijo único y si este muere, o se enferma, o sufre algún percance, sufren muchísimo. Pero el Padre Eterno tiene también un solo Hijo Unigénito, y es su Hijo muy amado. Si un padre terrenal se angustia por su único hijo ¡cuánto debe haberle costado a Dios enviar a ese Hijo a la tierra y entregarlo a gente sin misericordia para que hagan con él lo que quieran!
¿Es posible pensar que el Padre no sufrió junto con su Hijo durante la pasión? ¿Qué él haya permanecido indiferente ante su dolor? No sabemos con seguridad porque no nos ha sido revelado si el Padre participó o no en el sufrimiento de su Hijo. Tampoco estoy pensando sólo en su dolor físico durante la flagelación y cuando fue clavado en la cruz y cuando permaneció suspendido entre cielo y tierra. Sino especialmente en el sufrimiento anímico que padeció en todo el proceso, desde la angustia en Getsemaní, hasta el Calvario, y sobre todo cuando clamó «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27.46). Esa queja estaba dirigida al Padre. ¿No sintió el Padre el abandono que era necesario que su Hijo padeciera, aunque estaba tan cerca de él?
Sabemos que el Padre y su Hijo estaban íntimamente unidos, aun cuando Jesús había asumido forma humana. Si estaban unidos cuando Jesús hablaba las palabras que el Padre le daba y cuando hacía las cosas que el Padre le ordenaba, ¿cómo no pensar que estaban igualmente unidos en todo lo que Jesús como hombre sentía? ¿Cómo no pensar que todo lo que el Hijo padecía lo sufría también su Padre? Si el cielo se cubrió de oscuridad en esa hora como si la naturaleza participara de la tragedia de su muerte, ¿no participaría el Padre de ella junto con su Hijo? Era necesario que Jesús padeciera, no sólo para que se cumplieran las Escrituras sino también, y por encima de todo, porque era necesario para expiar nuestros pecados. Su sufrimiento tuvo por causa nuestros pecados y nuestros pecados de todos los días siguen causándole sufrimiento. Sabemos que el Espíritu Santo se contrista es decir, sufre por nuestras palabras corrompidas (Ef 4.29,30). ¿Sufrirá el Espíritu Santo solo? ¿No son Padre, Hijo y Espíritu Santo uno?
El pecado es el motivo del dolor de los tres. ¿Comprendemos cuán grande es la gravedad de los pecados que cometemos con tanta facilidad? Dios sufre por los pecados que comete la humanidad, por los pecados de orgullo, de avaricia, de egoísmo, de lujuria, de envidia, por los abusos y atropellos que abaten a los indefensos, por los asesinatos y los crímenes, por los sufrimientos que los hombres se infligen unos a otros a lo largo y ancho del orbe. Cada pecado humano es una flecha que golpea el corazón de Dios. No obstante, nosotros le ofendemos con tanta facilidad, como si nada fuera, sin darnos cuenta de la herida que infligimos al corazón de Dios, inconscientes del amor con que Dios nos contempla aunque le somos ingratos.
Los padres humanos sufren por todo el mal que hacen sus hijos. ¿No sufrirá por los desvaríos de sus hijos, Dios, que nos dio corazón de padres y corazón de madres? Hemos sido hechos a su imagen y semejanza y nuestra naturaleza, pese a sus limitaciones, es reflejo de la suya. Dios sufre cuando nosotros sufrimos y se alegra cuando nosotros nos alegramos. Así como los padres participan de los triunfos y derrotas de sus hijos, de sus buenos y malos momentos, Dios, el mejor de los padres, participa de los nuestros, de nuestras alegrías y de nuestras tristezas. Él está al lado nuestro sobre todo cuando sufrimos. Nosotros a veces lo imaginamos tan lejos que apenas oye nuestras oraciones, indiferente a nuestros ruegos. Pero él está cerca de nosotros en nuestros peores momentos. («Cerca está el Señor de los quebrantados de corazón…» Sal 34.18)
Así como el sufrimiento de su Hijo era necesario, nuestros padecimientos también lo son. Dios, a pesar suyo, mandó a su Hijo a la tierra a sufrir y sufrió junto con él porque no había otro remedio para el pecado humano. De igual manera Dios sufre cuando permite nuestros sufrimientos porque son necesarios, inevitable consecuencia del pecado. Él no está lejos del alma angustiada aun cuando ella no lo sienta y está tanto más cerca cuanto mayor sea nuestra pena. Si lo sentimos lejos podemos clamar como Jesús «Padre, ¿por qué me has abandonado?» Cuanto más abandonados nos sintamos más deseoso está él de escucharnos y ayudarnos. Y lo hace aun cuando nosotros no lo veamos. Fue él quien inspiró al salmista: «Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo, el Señor me recogerá» (Sal 27.10). Pero él está interesado también en todos nuestros proyectos e ilusiones, tal como los padres terrenos se interesan por los proyectos de sus hijos. Nada en nuestra vida le es indiferente. Con el amor y cuidado con que nosotros tratamos a nuestros hijos pequeños, con semejante cuidado, pero multiplicado al infinito, nos trata Dios. En verdad, Dios está personalmente involucrado en nuestras vidas, no temamos pues acudir a él con nuestras menores peticiones, porque todo lo nuestro le interesa. Él no habría enviado a la tierra a su Hijo si no estuviera intensamente interesado en nosotros, comprometido con nosotros, en todo lo que nos ocurre. Nosotros somos la niña de sus ojos.
39. «Y sucede que un espíritu le toma y de repente da voces y le sacude con violencia, y le hace echar espuma, y estropeándole, a duras penas se aparta de él». Ese hijo único estaba a la merced de un espíritu inmundo que lo estaba destruyendo (3.) Es curioso constatar la frecuencia con que se daban casos de lo que nosotros llamamos «posesión demoníaca o satánica» en tiempos de Jesús (4) ¿Ocurría ese fenómeno con igual frecuencia antes de Jesús? No sabemos, pero no existe evidencia en los escritos de la época inmediatamente anterior que atestigüen la ocurrencia común de ese fenómeno (5.) Entonces ¿por qué ocurría tan a menudo en vida de Jesús? Quizá el diablo, alarmado por el peligro que la venida del Hijo del Hombre a la tierra representaba para su causa, había aumentado su actividad maligna para conjurarlo. Por el libro del Apocalipsis estamos enterados de que, llegados los últimos tiempos en los que ciertamente ahora estamos, y de ahí el incremento del satanismo el diablo, debido a que le queda poco tiempo, incrementará sus esfuerzos para dañar a los santos y llevar al mayor número posible de moradores de la tierra a su reino (Ap 12.12). No es imposible que en tiempos de Jesús el diablo estuviera inquieto por razones semejantes, aunque él no entendiera plenamente qué es lo que estaba pasando.
40. «Y rogué a tus discípulos que le echasen fuera y no pudieron». Las palabras del padre expresan cierta desilusión ante el fracaso de los discípulos. Sin embargo, el hecho de que el hombre pidiera a los discípulos que expulsaran al demonio, muestra que ellos en otras ocasiones los expulsaban. Al observar a Jesús pudieron haberlo aprendido. En un episodio próximo su Maestro los enviará a anunciar la venida del reino y a sanar enfermos, y ellos regresarán gozosos diciendo que hasta los demonios se les sujetaban en su nombre (Lc 10.1,9,1719). Pero esta vez fracasaron .
41. «Respondiendo Jesús dijo: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros y os he de soportar? Trae acá a tu hijo». El reproche de Jesús es inesperado y muy fuerte. Los llama incrédulos (faltos de fe) y perversos. ¿A quiénes llama así? ¿A todos los presentes o a los discípulos solamente? Pienso que a unos y a otros, aunque por diversos motivos. A los discípulos por su poca fe y al resto porque tampoco creían y por su conducta y carácter veleidoso (6.)
Pero ¿no había en la rudeza de ese reproche un elemento humano, muy humano, de disgusto? ¿Disgusto al experimentar el vivo contraste entre lo sublime de lo experimentado en la cima del Tabor (haber conversado con Moisés y Elías glorificados debe haber confortado el alma de Jesús) y la vulgar opacidad de las masas sedientas de lo maravilloso? Después de todo Jesús era también hombre y como ser humano más sensible que otros, debió haber estado hastiado de la pobreza intelectual, la mediocridad e inconstancia de la gente que lo seguía más por novelería que por sentimiento sincero. La dureza de su frase puede haber sido reflejo de ese hastío. Incluso la frase final al padre: «Trae acá a tu hijo», dicha casi con cólera, refleja una notoria impaciencia (Lucas es el único que consigna ese matiz). ¿Qué quiere decir Jesús con soportar? ¿Qué le cansa que le vengan con sus necesidades? Difícil admitirlo cuando él siempre está dispuesto a sanar. Quizá más bien por la actitud que él intuye sea en el hombre o en la gente. Jesús debe haber sido en ese momento agudamente consciente de la dureza de sus corazones, ávidos de señales pero incapaces de creer. ¿Cuánto tiempo tendré todavía que sufrirlos? Su alma pura gime en medio de la torpeza humana. ¿Cuánto tiempo he de permanecer todavía en esta compañía indigna? Aunque se afanaban por verlo, más era por curiosidad que por fe o por deseo de escuchar la palabra de Dios.
42. «Y mientras se acercaba el muchacho el demonio le derribó y le sacudió con violencia; pero Jesús reprendió al espíritu inmundo y sanó al muchacho, y se lo devolvió a su padre». Es comprensible que ante la presencia de Jesús el demonio que estaba en el niño se agite aún más angustiado, temiendo ser expulsado. (Véase Lucas 4.34). Pero Jesús sólo necesita dar una orden al demonio para que salga: «Di sólo la palabra y mi siervo será sano» (Lc 7.7). Él toma control de la situación y la resuelve con su majestad acostumbrada. Los demonios le obedecen y esto se hace conocido por toda la comarca. Cuando uno le entrega una situación difícil, o una persona enferma o atormentada en manos de Jesús, él la devuelve sana, restaurada. Él es nuestro médico para todas las situaciones y dolencias.
43a. «Y todos se admiraban de la grandeza de Dios».La gente reconoce que es el «dedo de Dios» (Lc 11.20), el Espíritu Santo, el que actúa y hace maravillas en Jesús. Reconocen, pues lo saben por sus Escrituras, que el hombre por sí solo es nada y que si algo bueno tiene, se lo debe a Dios. Por ese motivo daban gloria a Dios a causa de Jesús. Eso está plenamente de acuerdo con las intenciones de Jesús, porque él todo lo hace para que su Padre sea glorificado.
43b,44. «Y maravillándose todos de todas las cosas que hacía, dijo a sus discípulos: Haced que os penetren bien en los oídos estas palabras; porque acontecerá que el Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres». Los espectadores se maravillaran de las cosas que hacía y las miraran con asombro. Esto hizo que Jesús les dijera a sus discípulos con un énfasis inusitado (en verdad, una reacción asombrosa en las circunstancias) que esa aprobación admirativa de la muchedumbre voluble conduciría a un triste desenlace. Para que no quede duda de la seriedad de sus palabras les advierte «que les penetren bien en sus oídos»; es decir: «tomen seriamente en cuenta lo que les hablo, no estoy bromeando».
45. «Mas ellos no entendían estas palabras, pues les estaban veladas para que no las entendieses; y temían preguntarle sobre estas palabras». Hasta cierto punto no es extraño que ellos no comprendieran el significado de esas palabras insólitas, aunque no era la primera vez que las escuchaban, ni sería la última. No calzaban con lo que estaban viendo, ni mucho menos con sus expectativas. Galilea era la región de Israel donde las esperanzas mesiánicas eran más vivas. Su Maestro era el hombre que hablaba con una autoridad que nadie había tenido antes ni tenía ahora. y hacía acciones tan extraordinarias. Este rabino fuera de serie, encarnaba para ellos las expectativas de redención para su nación anunciadas por los profetas. ¿Cómo podrían entender que las profecías no tendrían cumplimiento próximo en su Maestro?
Cuando las personas tienen una expectativa fija y exaltada, una esperanza intensa, se vuelven sordos a toda sugerencia, aun tímida, que vaya en sentido contrario. Los hombres actuamos así en muchas situaciones, cualquiera que sea el objeto de nuestra ambición, de nuestro amor o de nuestra esperanza.
Sin embargo, como ellos sabían que su Maestro era un hombre veraz, que no hablaba en vano, no podían dejar de percibir con angustia que detrás de esas palabras recelaba una advertencia tan terrible. Fascinados por el desenlace glorioso que esperaban, temían investigar cualquier señal que pudiera contradecir o empañar sus ilusiones. ¡Cuánto nos parecemos nosotros a ellos! Y no sólo nosotros como individuos, también los pueblos, las naciones, temen ser desengañadas cuando persiguen objetivos ilusorios.
Si usted desea recibir estos artículos directamente por correo electrónico, pídalos a: jbelaun@terra.com.pe.
NOTAS
Acerca del autor:José Belaunde nació en los Estados Unidos pero creció y se educó en el Perú donde ha vivido prácticamente toda su vida. Participa activamente en programas evangelísticos radiales, es maestro de cursos bíblicos es su iglesia en Perú y escribe en un semanario local abordando temas societarios desde un punto de vista cristiano. Desde 1999 publica el boletín semanal «La Vida y la Palabra», el cual es distribuido a miles de personas de forma gratuita en las iglesias de su país. Para más información puede escribir al hno. José a jbelaun@terra.com.pe