El Dios de los desamparados

por Richard Foster

El reconocido autor nos ayuda a descubrir un aspecto poco conocido en los mandamientos Dios entregó a su pueblo. Su revelación deja al descubierto el origen de toda buena obra. En la actualidad, la pregunta que muchos se hacen no es «¿existe Dios?», sino «¿qué clase de Dios es el que existe?»…

En la actualidad, la gran pregunta que muchos se hacen no es «¿existe Dios?», sino «¿qué clase de Dios es el que existe?». Hoy, son pocas las personas que persisten en defender el ateísmo pues la vulnerabilidad intelectual que presenta es obvia; pero por otro lado, muchos tienen preguntas inquietantes acerca de cómo es Dios. ¿Es cruel o es bueno?, es decir, ¿es alguien en quien se puede confiar?

Al respecto, el Antiguo Testamento nos muestra la fidelidad y bondad de Dios y cómo estas cualidades abren la puerta a la confianza en él. También se nos enseñan algunas de las más profundas percepciones de la vida que contienen las Escrituras.



La generosidad de Dios


Uno de los temas centrales en el testimonio del Antiguo Testamento es la generosidad de Dios, el cual da con liberalidad a sus hijos. Reiteradamente, en la historia de la creación se afirma que la tierra era buena. Dios suplió abundantes provisiones a la primera pareja.

Dios también llamó a Abram desde Ur de los Caldeos para ser el padre de una nueva nación. A este llamamiento se le había añadido la promesa de convertir en grande el nombre de Abram y prosperar sus bienes materiales (Gn 12.1–7). Sabemos que Dios cumplió con este compromiso, pues el cronista bíblico afirma que «Abram era rico en ganado, en plata y en oro» (Gn 13.2).

El hijo de la promesa de Abraham, Isaac, fue igualmente bendecido con bienes materiales: «y lo bendijo Jehová. Se enriqueció y fue prosperado, y se engrandeció hasta hacerse muy poderoso. Poseía hato de ovejas, hato de vacas y mucha servidumbre; y los filisteos le tuvieron envidia» (Gn 26.12–14). Incluso Jacob, quien había recibido la bendición patriarcal por engaño, fue prosperado. Cuando intentó volver a su tierra le ofreció a Esaú, su hermano, un tributo que solamente una persona genuinamente próspera podía ofrecer: 490 animales costosos, incluidos treinta camellos con sus crías (Gn 33.13–21). Tanto José como Job pasaron por el crisol del sufrimiento y, luego, fueron generosamente recompensados. Salomón escogió la sabiduría por encima de las riquezas, pero recibió abundantemente de ambos.

El libro de Deuteronomio está rociado con la promesa de bendición, y creo que se le hace una grave injusticia al texto si se busca espiritualizar esa bendición. El compromiso de Dios era la provisión literal de tierra y ganado. «Te amará, te bendecirá y te multiplicará, bendecirá el fruto de tu vientre y el fruto de tu tierra, tu grano, tu mosto, tu aceite, la cría de tus vacas y los rebaños de tus ovejas, en la tierra que juró a tus padres que te daría» (Dt 7.13). En la declaración de la ley en Deuteronomio 16.15 hay un ejemplo típico de la intención de Dios por bendecir a su pueblo: «Durante siete días celebrarás la fiesta solemne en honor de Jehová, tu Dios, en el lugar que Jehová escoja, porque te habrá bendecido Jehová, tu Dios, en todos tus frutos y en todas las obras de tus manos, y estarás verdaderamente alegre». Observe que «estar verdaderamente alegre» se debe a la abundante bendición que proviene de la mano de Dios.

Incluso, en su profecía, Amós, condena severamente la avaricia que lleva a la descontrolada acumulación de bienes materiales: «Ciertamente vienen días, dice Jehová, cuando el que ara alcanzará al segador, y el que pisa las uvas al que lleve la simiente; los montes destilarán mosto y todos los collados se derretirán. Traeré del cautiverio a mi pueblo Israel: ellos edificarán las ciudades asoladas y las habitarán; plantarán viñas y beberán de su vino, y harán huertos y comerán de su fruto. Pues los plantaré sobre su tierra y nunca más serán arrancados de la tierra que yo les di, ha dicho Jehová, tu Dios» (Am 9.13–15). Malaquías por su parte, declaró sin rodeos, que si el pueblo solamente dispusiera su corazón para dar ofrendas obedientes, Dios abriría las ventanas del cielo y derramaría sobre ellos una abundante bendición que superaría todo lo que pudieran, siquiera, imaginar (Mal 3.10).

Aun así, es importante enfatizar que la promesa de bendición material estaba condicionada. No era un cheque en blanco. La promesa declaraba: «Si queréis y escucháis, comeréis de lo mejor de la tierra» (Is 1.19). Es decir, se daba un fuerte énfasis en la sencillez interior —obediencia en santidad— que condicionaba la provisión de lo prometido. Por eso se debe resaltar que un aspecto vital de ese espíritu de obediencia era el cuidado compasivo de los pobres y necesitados.

La conexión entre la obediencia y la bendición es legítimamente importante, pero esta importancia no reside en el concepto de recibir recompensa por hacer el bien. Sin duda ese elemento está presente, pero es secundario e incluso, infantil. La realidad más profunda en la obediencia es el espíritu que la engendra, el cual se encuentra en aquellos que la practican. Este espíritu crucifica la avaricia y la codicia, es compasivo y comprometido y produce sensibilidad y confianza. Una vez que esta actitud interna se apodera de nuestra personalidad, las bendiciones materiales no pueden dañarnos, pues son usadas para propósitos justos. El que tiene este espíritu reconoce que los bienes materiales no son solamente para su propio bien, sino también para el de los demás.

Esto nos lleva a otro factor importante que nos ayuda a comprender el énfasis del Antiguo Testamento sobre los bienes materiales. Prácticamente, sin excepción, la promesa de bienes era para la comunidad, no para el individuo. Ese es el motivo por el cual el acento se da sobre el bien de la nación, la tribu, el clan, y la idea de que el individuo se pudiera servir de la «torta» comunitaria solamente para disfrutarla a solas, era inconcebible.



Su generosidad impulsa nuestra generosidad


La gran generosidad de Dios hacia nosotros nos libera para practicar la misma generosidad hacia otros. En otras palabras, el hecho de que él nos haya dado nos habilita para dar.

Celebrar la generosidad de Dios y la libertad de dar se refleja claramente en el año de Jubileo (Lv 25). El jubileo constituía un llamado a la libertad de las posesiones y una redistribución equitativa de los bienes en la sociedad.

Una vez cada cincuenta años, en el día de Expiación, un trompetazo debía «pregonar libertad en la tierra a todos sus habitantes» (25.10). En ese momento, todos los esclavos debían ser liberados, todas las deudas canceladas y toda la tierra debía volver a sus dueños originales.

El corazón del concepto del Jubileo lo constituía un espíritu liberador de gozosa confianza, pues se esperaba que Dios proveyera todo lo necesario para la vida. Recuérdese que él había hecho la promesa: «yo os enviaré mi bendición el sexto año, y ella hará que haya fruto por tres años» (Lv 25.21).

La ley de las primicias también ilustra cómo la generosidad de Dios engendra generosidad. Esta ley estipulaba que los primeros cultivos en madurar debían ser ofrecidos a Dios. Esa práctica, de hecho, constituía una declaración de confianza en la provisión del Señor, y los israelitas ofrendaban porque confiaban que iban a cosechar el resto de lo que habían sembrado. Era una verdadera confesión de que Dios era el bondadoso dador de todas las cosas.

Del mismo modo, el diezmo se centraba en un espíritu de gozosa celebración. Sin embargo, en la época que Jesús anduvo en la tierra, esta preciosa regla la habían convertido en algo tan torcido y abusivo como ocurre en nuestros días. Produce tristeza que la intención con la cual se instituyó el diezmo —traer liberación— se haya degenerado, con mucha frecuencia, en la intención de producir ataduras en las personas.

Toda la ley de Moisés deja entrever este sentido de alegre festividad. El diez por ciento de los ingresos de una familia israelita, más allá de las primicias, debía ser entregado en celebración de la bondadosa provisión del Señor. Este dinero se utilizaba para cuidar a los levitas, al extranjero, al pobre y al necesitado, y también, para cubrir los gastos de las festividades que celebraban la generosidad de Dios (Dt 14.22–27). De hecho, esto era comparable a unas vacaciones religiosas ¡con todos los gastos pagos! El corazón de la práctica del diezmo era un espíritu gozoso de generosidad, adoración y celebración.



El llamado a la justicia


El llamado a la justicia es uno de los grandes lemas del Antiguo Testamento. Podemos entender mejor el clamor por la justicia si examinamos la palabra hebrea mishpat. Esta palabra, de uso frecuente, tiene una gran riqueza de significado. Es también un término legal que tenía connotaciones éticas y religiosas. El término mishpat hacía referencia a una moralidad que excedía los aspectos estrictamente legales de la justicia: se trataba de practicar buenas costumbres o comportamientos apropiados, especialmente en lo que se refería a la distribución equitativa de la tierra. Empero, como se le usaba tan frecuentemente con la palabra hebrea «juicio», Volkmar Herntich, un estudioso del texto, cree que ambos términos son sinónimos. Esto claramente se ve en la apasionada expresión de Amós: «pero corra el juicio como las aguas y la justicia como arroyo impetuoso» (5.24).

En Deuteronomio se nos afirma que Jehová «hace justicia al huérfano y a la viuda, y que ama y da alimento y vestido al extranjero que vive entre ustedes» (10.18). Del mismo modo declara el salmista que «el Señor juzga con verdadera justicia a los que sufren violencia» (103.6).

Esta justicia también se refería a la sabiduría demandada para cultivar relaciones armoniosas y equitativas entre las personas. Cuando Salomón pidió y recibió sabiduría para gobernar al pueblo de Dios, el Señor le dijo: «porque me has pedido esto, y no una larga vida, ni riquezas, ni la muerte de tus enemigos, sino inteligencia (mishpat) para saber oír y gobernar…» (1Re 3.11). Claramente se ve que Dios esperaba, de los líderes políticos, que ejercieran compasión ética hacia las personas.

Al igual que una multitud de personas que le antecedieron, el profeta Jeremías llamó al pueblo a retornar al antiguo pacto, cuyas normativas señalaban que se debía «actuar conforme al derecho y la justicia, librar al oprimido de mano del opresor y no robar al extranjero, al huérfano y a la viuda, ni derramar sangre inocente en este lugar» (22.3). En reiteradas ocasiones los llamó a clamar por «los desamparados» y «defender los derechos de la viuda y los necesitados» (5.28; 22.15). Tristemente, sin embargo, tuvo que admitir: «mas tus ojos y tu corazón no son sino para tu avaricia, para derramar sangre inocente y para oprimir y hacer agravio» (22.17).

Lo trágico es que el exilio se podría haber evitado si las personas se hubieran vuelto a Dios, arrepentidas: «Pero si de veras mejoráis vuestros caminos y vuestras obras; si en verdad practicáis la justicia entre el hombre y su prójimo, y no oprimís al extranjero, al huérfano y a la viuda, ni en este lugar derramáis la sangre inocente … yo os haré habitar en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres para siempre» (7.5–7). No obstante, el exilio ocurrió y la tragedia que generó perdura a lo largo del tiempo. La injusticia, entremezclada con la idolatría, obligó al Señor a enviarlos al cautiverio.



El llamado a la compasión


El tema de la compasión se deja entrever a lo largo de todo el Antiguo Testamento y puede ser nítidamente percibido en la palabra hesed, poseedora de un rico significado teológico. Tan cargado de significado está este término que los traductores luchan por encontrar una palabra equivalente en el español. A menudo han echado mano de las palabras «misericordia» o «merced». Hesed, sin embargo, también encierra la idea de perseverancia o fidelidad. Su uso más frecuente está relacionado con la compasión constante de Dios hacia su pueblo. «Su maravillosa misericordia (hesed) es desde la eternidad hasta la eternidad» (Sa 103.17), perdura para siempre (Sa 106.1). Precisamente esta característica de misericordia ilimitada es la que Dios reveló a Moisés cuando este pidió ver su gloria: «Jehová pasó por delante de él y exclamó: «¡Jehová! ¡Jehová! Dios fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira y grande en misericordia (hesed) y verdad, que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado»» (Ex 34.6–7).

No obstante (y he aquí nuestro gran desafío), este amor de pacto, esta perdurable misericordia, que es tan central al carácter de Dios, deben ser reflejados también en nuestras vidas. El Señor declara por medio del profeta Oseas: «Porque misericordia (hesed) quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos» (6.6). La sabiduría de Proverbios aconseja que «el que sigue la justicia y la misericordia (hesed) hallará la vida, la justicia y el honor» (21.21).

Lo más asombroso de todo es la manera en que los autores en la Biblia combinan la justicia de mishpat con la compasión de Hesed. Darles a las personas lo que se merecen es una cosa; otra es la calidad con la que entablamos relaciones con ellos. Zacarías recibió la poderosa Palabra de Jehová, que decía: «Así habló Jehová de los ejércitos: Juzgad conforme a la verdad; haced misericordia y piedad cada cual con su hermano; no oprimáis a la viuda, al huérfano, al extranjero ni al pobre, ni ninguno piense mal en su corazón contra su hermano» (7.9–10). En el llamado que hace al arrepentimiento, Oseas también anima tiernamente al pueblo: «Tú, pues, vuélvete a tu Dios; guarda misericordia (hesed) y juicio (mishpat), y en tu Dios confía siempre» (12.6).

Encontramos también la demanda externa de justicia, combinada con el espíritu interno de compasión en uno de los pasajes que mejor resume, en el Antiguo Testamento, nuestra tarea:

Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, lo que pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, amar misericordia y humillarte ante tu Dios. Miqueas 6.8

La combinación de la compasión y la justicia nos convocan a una vida de sencillez.

Todo el Antiguo Testamento se encuentra salpicado con lo que yo llamo «las leyes de compasión y cuidado». Quizás una de las que más fácilmente reconozcamos es la ley de la siega (Lv 19.9–10; 23.22, Dt 24.19–20). En la cosecha, el dueño del campo debía dejar algo de la cosecha a los costados del campo, junto a los granos que caían mientras trabajaba, para que los pobres pudieran recogerlo: «Cuando seguéis la mies de vuestra tierra, no segaréis hasta el último rincón de ella, ni espigarás tu siega; para el pobre y para el extranjero la dejarás. Yo, Jehová, vuestro Dios» (Lv 23.33). Del mismo modo, los viñedos y las plantaciones de olivos no debían ser desnudadas de su producto, de tal manera que no quedara provisión para los pobres. El libro de Rut nos proporciona un claro cuadro de la ternura que encierra esta ley. Naomi y su nuera Rut, habían retornado a Israel sin maridos ni tierra, pero pudieron recoger del campo de Boz todo lo que él había dejado a los costados (Rt 2.1ss).

El corazón de nuestro Dios alberga una preocupación compasiva por los quebrantados y desesperados. Por medio de la ley de la siega, entrelazó la economía de Israel con la provisión para aquellos que —fuera cual fuera la razón de su situación— se encontraban en desventaja. Hasta podemos discernir lo que casi es una indiferencia santa al hecho de que si la persona merecía o no ser pobre; el simple hecho de que la persona se encontrara en necesidad constituía suficiente argumento para proveer para sus necesidades.

Considere la ternura de las leyes que existían para tomar y dar prendas. Si un vecino tomaba prestado una carreta y dejaba en prenda su saco, se le debía devolver el saco antes de la puesta de sol, aun si no hubiera terminado de usar la carreta. ¿Por qué? Porque la noche se tornaba fría y necesitaba de su saco para mantenerse abrigado. Si uno rehusaba devolverle el saco y el vecino clamaba a Dios en medio de la noche, Dios advertía: «yo le oiré, porque soy misericordioso» (Ex 22.26–27). En Deuteronomio se hace especial hincapié de esta regla pues probablemente el pobre no poseía otro abrigo con el cual taparse (24.12). El abrigo de una viuda no podía tomarse como prenda, pues ella ya se encontraba suficientemente desprotegida como para quitarle también esto (24.17). Una piedra de molino tampoco podía ser tomada en calidad de prenda, pues representaba el único medio que tenía una persona de ganarse la vida (24.6). Se prohibía además que una persona entrara por la fuerza a la casa de un vecino para tomar una prenda; uno debía esperar en la puerta hasta que el vecino la trajera (24.10–11). La benevolencia y la cortesía debían percibirse en todas las relaciones con otros, incluso en las relaciones de negocio.

Note también el énfasis en cuanto a los préstamos. Como se tomaba por sentado que los deudores iban a ser las personas pobres y vulnerables, estaba prohibido que se les cobrara intereses. Se considerada a la usura como la explotación de la miseria de los demás y solamente servía para hundirlos aun más en la dependencia (Dt 23.19).

Los jornales debían ser pagados a los pobres en el día que finalizaran las tareas, sin duda porque se necesitaría del dinero para comprar la cena (Dt 24.14–15). Si uno tenía hambre podía comer del viñedo o campo del vecino, pero no se podía recoger nada en un recipiente (Dt 23.24). Y la lista de instrucciones continúa, proveyendo mandamientos tiernos y consejos sabios para las relaciones interpersonales.

Esta característica de compasión y preocupación se extendía incluso a los animales y la tierra. A menudo olvidamos que el descanso del Shabat contemplaba también las necesidades del ganado: «Seis días trabajarás, pero el séptimo día reposarás, para que descansen tu buey y tu asno, y tomen refrigerio el hijo de tu sierva y el extranjero» (Ex 23.12). Hasta la tierra necesitaba de un «año solemne de descanso» (Lv 25.5). Cada siete años no debía plantarse ni cosecharse nada, «pues la tierra guardará reposo para Jehová» (Lv 25.2). Tampoco podía explotarse la tierra de los viñedos plantando otras semillas entre las filas de la viña (Dt 22.9), y el buey que trillaba el grano no debía llevar bozal, para que pudiera comer mientras trabajaba (Dt 25.4). Se podían tomar de un nido los pichones, pero no tocar a la madre para que pudiera cuidar del resto de los huevos y producir, así, otros pichones (Dt 22.6–7).

El punto central de esta instrucción es que nuestro dominio de la tierra y las criaturas que la habitan debe ser un dominio compasivo. No debemos violar la tierra, sino cuidarla benigna, tierna y compasivamente.

Estas antiguas leyes, reglas e instrucciones morales templan y ablandan nuestra agresividad. Al igual que el misterioso maná que descendía de los cielos, siempre habrá suficiente para nuestras necesidades pero nada para la acumulación desenfrenada. Toda cosa buena tiene un límite, y cuando se traspasa ese límite, esa cosa buena se transforma en mala. Nuestra tarea es llevar todo a la perspectiva divina de ellas, y estas reglas del Antiguo Testamento nos proveen de intrigantes claves de cuál podría ser esa perspectiva.


Adaptado del libro Freedom of Simplicity, de Richard Foster © Renovaré. Usado con permiso. Traducido para Apuntes Pastorales.


Ideas básicas de este artículo

  • En el Antiguo Testamento se declara la promesa de bendición material, pero estaba condicionada a la obediencia en santidad.
  • El énfasis del Antiguo Testamento en los bienes materiales se basa en una búsqueda del bienestar de la comunidad, no del individuo.
  • Los temas de generosidad, justicia y compasión de Dios desarrollados en la ley, revelan el interés del Señor por los desamparados. Su deseo es que su pueblo desarrolle el mismo compromiso.


  • Preguntas para pensar y dialogar

  • ¿Cuál era uno de los asuntos vitales del espíritu de obediencia en el Antiguo Testamento?
  • Según el artículo, ¿qué necesitamos desarrollar para que las bendiciones materiales no nos dañen?
  • Explique de qué manera el año del jubileo y la ley de las primicias ilustraban la celebración de la generosidad de Dios y la libertad de dar.
  • ¿A qué se refiere la justicia en el Antiguo Testamento?
  • ¿Cuál es la relación que existe entre la justicia y la compasión?
  • ¿Cómo define usted una vida de sencillez? ¿De qué manera la iglesia y sus familias pueden cultivar un estilo de vida sencillo
  • ¿Cuál de las reglas del Antiguo Testamento, revisadas en el artículo, le han retado a operar cambios en su estilo de vida?, ¿cuáles cambios se propone llevar a cabo?
  • Apuntes Pastorales, Volumen XXII Número 1. Todos los derechos reservados