¡Creo en un Dios milagroso!

por Juan Terranova

Es fácil afirmar que creemos en un Dios milagroso cuando vemos los milagros que él hace. Pero, ¿qué sucede cuando los milagros que esperamos no aparecen? ¿Seguimos creyendo en ese mismo Dios milagroso? ¿Qué es lo que realmente nos hace perseverar en creerle a él aunque los milagros no ocurran?

Cuando mi padre tenía 15 años enfermó gravemente. El médico, que era creyente, le visitaba constantemente para seguir de cerca su evolución dada la gravedad de la enfermedad. Luego de los análisis correspondientes, los médicos llegaron a la conclusión de que mi padre padecía de pleuresía, una enfermedad de los pulmones que, para aquella época era mortal. Un miércoles a la noche, viendo el estado de mi padre, el médico le dijo a mi abuelo que ya no había nada que hacer. Si Dios no decidía lo contrario, mi padre moriría irremediablemente aquella misma noche.


Mi abuelo, don Juan Terranova, pastor de la iglesia que él mismo había fundado tiempo atrás junto a mi abuela, fue esa noche a la reunión de oración que se estaba llevando a cabo en el templo, a fin de llevar el asunto ante la presencia de Dios en comunión con otros hermanos. El resultado de aquellas oraciones es claro dado que yo soy el que escribe el presente artículo. Mi padre fue milagrosamente sanado.


El 27 de enero de 1970, a las 4:00 de la madrugada, viajaba yo sentado en el estribo del último vagón de un tren del Ferrocarril San Martín con rumbo a Hurlingham, lugar donde residía en aquel tiempo, cuando de repente fui golpeado en mi rodilla izquierda por el puente que está casi llegando a la estación Saldías del Ferrocarril Belgrano, poco después de salir de Retiro, y fui arrancado literalmente del tren, «volando» muchos metros entre hierros del puente y rieles de la vía. Desperté 25 minutos después con una mano en un riel y la otra en el otro riel, a causa de la bocina de un tren del Ferrocarril Mitre que pasaba justamente por debajo del puente donde yo estaba tendido. Podía haber caído por entre los durmientes, pero no caí. Podía haber pasado algún tren en esos 25 minutos, pero no pasó. Podía haber muerto, pero no morí. En aquel tiempo yo no era creyente, pese a haberme criado en un hogar cristiano. No tengo la menor duda de que el Señor envió a sus ángeles para salvarme de una muerte segura. Con absoluta certeza creo que fui milagrosamente resguardado.


Yo creo en milagros porque creo en un Dios milagroso. Podría seguir contándoles testimonios en mi vida, en las vidas de mis hermanos y en las vidas de mis amigos que nos llenarían de gozo y agradecimiento por ser hijos de un Dios milagroso. Todos nosotros nos uniríamos en cánticos de agradecimiento y reconocimiento por lo que Dios es. Pero me pregunto, ¿no es fácil creer en un Dios milagroso cuando somos beneficiados con milagros y cuando somos testigos de ellos? Yo creo que hasta los paganos creen en milagros cuando los ven. ¿No pasó eso con Nabucodonosor cuando Daniel le reveló el sueño?


Cuando leí por primera vez el artículo La esperanza de Navidad, su autora, Susana Keck, todavía estaba viva luchando contra el cáncer que finalmente arrebató su vida. En aquel tiempo, me uní a su familia en oración pidiendo por la salud de Susana. A los pocos meses recibimos la carta de su esposo John contándonos el desenlace de la historia. Susana había partido con el Señor. Silenciosamente oré a Dios pidiendo consuelo y fortaleza para su esposo e hijos. Susan ya estaba con su Salvador y su familia inmediata necesitaba al Dios de toda consolación.


Pero, ¿qué pasó con el Dios milagroso que respondió la oración de mis abuelos y salvó la vida de mi padre? ¿Qué pasó con el Dios milagroso que salvó mi vida veinticuatro años atrás? ¿Podría aún creer en un Dios milagroso?


Muchas veces no nos damos cuenta de que nuestra creencia en un Dios milagroso no se basa en la presencia de milagros o en la falta de ellos, sino en la fe en un Dios con todo el poder para efectuar milagros aunque en determinadas circunstancias no los haga. La verdadera fe es la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve (He 11.1). En esto estamos todos de acuerdo. Por lo tanto, la verdadera prueba de nuestra fe en un Dios milagroso vendrá cuando el milagro que pedimos a Dios no viene. Cuando el Dios milagroso no actúa milagrosamente.


Este es el caso de Susan Keck, su esposo John y sus hijos. Ellos debieron creer en el poder de Dios para sanar a Susan de su cáncer, an cuando no fue sanada. Ellos puedieron ver la mano de Dios obrando en medio del dolor y la incomprensión de la enfermedad. Ellos pudieron creer en un Dios milagroso al pasar por el valle de la muerte y sin experimentar el milagro de la sanidad de Susan.


Yo creo en un Dios milagroso, no simplemente porque haya visto sus milagros, pues no habría mérito en ello, sino porque conozco al Dios que hace milagros. Sé de su poder, de su amor, de su gracia y de su misericordia. No son los milagros los que me sostienen en medio de la lucha y de las adversidades, sino la relación personal y profunda con el Dios de la Biblia. Creo en el Dios de la vida que me toma de la mano aun cuando tenga que cruzar el valle de sombra de muerte.


Creo en un Dios milagroso aun sin la presencia de milagros, pues esta es la verdadera esencia de la fe.

© Desarrollo Cristiano, 1994. Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen III, número 6.