Una Buena Mayordomia Cristiana

Predicacion de

¿Usaste tu inteligencia en estudiar mi Palabra, aprovechando todos los medios de aumentar tu conocimiento de ella, meditando en ella de día y de noche? ¿Usaste tu memoria según mi voluntad, atesorando cualquier conocimiento que hayas adquirido?

8. A pesar de todo esto, nuestras almas, que son inco­rruptibles e inmortales, de una naturaleza «poco menor que los ángeles» (aun en caso de que se refiera esta frase a nues­tra naturaleza original, lo que muy bien puede dudarse) per­manecerán con todas sus facultades cuando nuestros cuerpos se estén convirtiendo en polvo.

Tan lejos estarán nuestra in­teligencia y nuestra memoria de ser destruidas, o siquiera debilitadas, por la disolución del cuerpo, que, al contrario, te­nemos buenas razones para creer que serán fortalecidas de una manera inconcebible.

¿No es muy natural creer que que­darán enteramente libres de esos defectos que resultan na­turalmente de la unión del alma y del cuerpo corruptible? Es muy probable que desde el momento en que se disuelve esta unión, nada se escape a la memoria; que nos presente con la mayor fidelidad todo aquello que alguna vez se le encargó.

Es muy cierto que la Escritura llama al mundo invisible «la tierra del olvido,» o como se expresa más enfáticamente en la versión antigua, «la tierra donde se olvida todo.» Se ol­vida todo, mas, ¿quién lo olvida? Ciertamente que no los ha­bitantes de ese mundo, sino los habitantes de esta tierra.

El mundo invisible es para ellos «la tierra del olvido.» Con mu­cha frecuencia se olvidan los hombres de las cosas del mundo invisible, pero no así los espíritus libres del cuerpo. Apenas podemos concebir que se olviden de nada desde el momento en que dejan el tabernáculo terreno.

9. Igualmente quedará el entendimiento libre de los defectos inseparables de que adolece ahora. Hace muchos siglos que se aceptó esa máxima que a la letra dice: Humanum est errare et nescire-el error y la ignorancia son cosas naturales en el hombre.

Empero el todo de una máxima sólo es cierto de los hombres que viven, y lo es mientras el cuerpo corruptible aprisione el alma. La ignorancia, por supuesto, es natural en todo ser finito, puesto que sólo Dios sabe todas las cosas. No así el error-al dejar el cuerpo dejamos el error para siempre.

10. ¿Qué diremos de cierto individuo ingenioso quien últimamente ha hecho el descubrimiento de que los espíritus no tienen sentidos, ni siquiera el de la vista o el del oído; ni aun la memoria o entendimiento, pensamiento ni percepción; ni siquiera la conciencia de su propio ser; que en realidad están en un sueño desde la muerte hasta la resurrección?

Consanguineus lethi sopor. A la verdad que podemos llamar a ese sueño «la imagen de la muerte,» si no es la misma cosa. ¿Qué otra cosa podremos decir sino que los hombres ingenuos tienen sueños, y que algunas veces creen que estos son la realidad de la vida?

11. Más volvamos a nuestro asunto. Así como el alma conservará la memoria y el entendimiento, a pesar de la disolución del cuerpo, indudablemente el albedrío, incluyendo todos los afectos, permanecerá en su completo vigor.

Si nuestro amor y nuestro aborrecimiento, nuestra esperanza y nuestros deseos perecen, sólo es respecto de aquellos que dejamos en este mundo. Poco se les da haber sido el objeto de nuestro amor o aborrecimiento, nuestra simpatía o desprecio. Pero en los espíritus no tenemos razón de creer que se acaben estos afectos; antes es muy probable que obren con mayor fuerza que cuando el alma estaba encarcelada en el cuerpo de sangre y huesos.

12. Empero si bien todos estos dones permanecen: nuestros conocimientos y sentidos, nuestra memoria e inteligencia, lo mismo que nuestro albedrío, nuestro amor, aborrecimiento y todos los afectos, aun después de haberse separado; sin embargo, en este respecto son como si no fueran, ya no somos mayordomos de esos bienes.

Permanecen esos deseos, mas se acaba nuestra mayordomía; ya no podemos obrar en esa capacidad. Aun esa gracia que antes se nos concedía con el fin de que fuésemos mayordomos fieles y prudentes, ya no se nos da. Se acabaron los días de nuestra mayordomía.

III. 1. No siendo ya mayordomos, réstanos dar ahora cuenta de nuestra mayordomía. Algunos se figuran que esto tiene lugar inmediatamente después de la muerte, en el momento de entrar en el mundo de los espíritus. La iglesia de Roma lo asegura abiertamente y lo enseña como un artículo de fe.

Concedemos que en el instante en que un alma deja el cuerpo y se presenta desnuda en la presencia del Señor, no puede menos que saber lo que le espera en la eternidad. Verá claramente si le ha de tocar el gozo eterno o el sufrimiento sin fin, puesto que será imposible equivocarnos en el juicio que pasemos sobre nosotros mismos.

No nos dice la Escritura nada que nos induzca a creer que Dios nos ha de juzgar en el momento después de nuestra muerte. No hay un solo pasaje en los Oráculos de Dios que afirme semejante cosa.

El texto que con este fin se cita con frecuencia, parece enseñar cabalmente lo contrario, a saber: «Está establecido a los hombres que mueran una vez, y después el juicio» (Hebreos 9:27). Las palabras «una vez» deben aplicarse igualmente a la muerte y al juicio, de manera que la deducción lógica que debe sacarse de este texto no es que haya dos juicios, uno particular y otro general, sino que hemos de ser juzgados lo mismo que hemos de morir, solamente una vez. No una vez inmediatamente después de morir y después de la resurrección de los hombres, sino solamente entonces «cuando el Hijo del hombre venga en toda su gloria, y todos sus ángeles con El.»

Por consiguiente, la doctrina de que hay un juicio personal después de la muerte, y otro general al fin del mundo, no puede aceptarse por los que consideran la Palabra de Dios como la guía única y completa de su fe.

2. Habremos de dar cuenta cuando estemos ante el «gran trono blanco» y ante El, que está sentado en el trono delante del cual huirá la tierra y no será hallado el lugar de ellos. Entonces «los muertos, grandes y pequeños,» estarán delante de Dios y los libros serán abiertos-el libro de la Escritura ante aquellos a quienes se les confió; el libro de la conciencia ante todo el género humano. «El libro de la vida» igualmente, valiéndose de otra expresión bíblica, que se ha estado escribiendo desde la fundación del mundo, quedará abierto a la vista de todos los hijos de los hombres.

Ante todos estos, ante toda la raza humana, ante el diablo y sus ángeles, ante una compañía innumerable de los santos ángeles, y ante Dios el Juez de todos, tendrás que aparecer, sin cubierta ni vestido, sin la menor posibilidad de disfraz, a dar cuenta especial de cómo has administrado los bienes del Señor.

3. Preguntará entonces el Juez universal: ¿Cómo empleaste tu alma? Te confié un espíritu inmortal, te di varias facultades y habilidades, entendimiento, imaginación, memoria, albedrío, afectos. Te di también direcciones cabales y claras de cómo habías de usar esos dones. ¿Usaste tu entendimiento hasta donde fue posible, según estas direcciones, es decir: para conocerte a ti mismo y a mí, mi naturaleza, mis atributos, mis obras, bien de la creación, de la providencia o de la gracia?

¿Usaste tu inteligencia en estudiar mi Palabra, aprovechando todos los medios de aumentar tu conocimiento de ella, meditando en ella de día y de noche? ¿Usaste tu memoria según mi voluntad, atesorando cualquier conocimiento que hayas adquirido y que pudiera redundar en mi gloria, tu salvación o el bien de los demás? ¿Atesoraste no sólo cosas de valor, sino todo el saber que pudiste sacar de mi Palabra, y la experiencia que llegaste a obtener de mi sabiduría, verdad, poder y misericordia? ¿Empleaste tu imaginación no en vanas imágenes, en pensamientos vanos y nocivos, sino en todo aquello que haría bien a tu alma, y que fortificaría tu deseo de ser sabio y santo?

¿Observaste mis direcciones respecto de tu voluntad? ¿Me la consagraste por completo? ¿La sometiste enteramente a la mía, de manera que lejos de haber contradicción entre ellas, andaban siempre acordes? ¿Dirigiste y arreglaste tus afectos según he mandado en mi Palabra? ¿Me diste tu corazón? ¿No amaste el mundo ni las cosas del mundo? ¿Fui yo el objeto de tu amor?

¿Se cifraron todos tus deseos en mí, y en el recuerdo de mi nombre? ¿Fui acaso el deleite de tu alma, el regocijo de tu corazón, el primero entre decenas de millares? ¿Te hacía sufrir sólo aquello que afligía mi Espíritu? ¿Temiste y odiaste únicamente el pecado? ¿Volviéronse todos tus afectos a la fuente de donde brotaron? ¿Empleaste tus pensamientos según mi voluntad, no en vagar por toda la tierra, en torpezas y pecados, sino en todo lo puro, en todo lo justo, en todas aquellas cosas que conducían a mi gloria y a la «paz y buena voluntad entre los hombres»?

4. Seguirá preguntando el Señor: ¿Qué uso hiciste del cuerpo que te confié? Te di lengua para hablar en sazón, ¿lo hiciste? ¿La usaste en murmurar y hablar mal, en conversaciones ociosas y faltas de caridad, y no en hablar bien, en cosas necesarias y útiles a ti mismo y a los demás, tales como las que conducen siempre, bien directa o indirectamente, a «ministrar gracia a los oyentes»? Además de otros sentidos, te di esos medios de sabiduría: la vista y el oído.

¿Los empleaste para esos fines, para atesorar más y más instrucción, justicia y verdadera santidad? Te di pies y manos y otros miembros para que hicieras las obras que se te habían preparado, ¿los empleaste no en hacer la voluntad «de la carne y de la sangre, de tu naturaleza pecaminosa; la voluntad de tu mente; las cosas que te dictaban la razón o la imaginación, sino la voluntad de Aquel que te envió al mundo a obrar sólo tu salvación? ¿Presentaste todos tus miembros solamente a mí, por medio del Hijo de mi amor, como «instrumentos de justicia» o los usaste como instrumentos del pecado?

5. Continuará preguntando el Señor de todas las cosas: ¿En qué empleaste todos los bienes que puse en tus manos? ¿Tomaste tus alimentos no como poniendo en ellos todo tu placer, sino para conservar el cuerpo en buena salud, con fuerzas y vigor, como un instrumento digno de tu alma? ¿Usaste tu ropa de una manera digna y decente para protegerte en contra de la intemperie, o para fomentar tu vanidad y tentar a otros?

¿Arreglaste tu casa y la usaste lo mismo que todas tus cosas, con sencillez, para rendirme gloria, buscando en todo mi honra y no la tuya, complacerme y no agradarte a ti mismo? Todavía más: ¿qué uso hiciste del dinero? ¿Lo gastaste en gratificar los deseos de la carne, de la vista, o la vanidad de la vida, desperdiciándolo en gastos inútiles, como quien lo arroja en el mar? ¿o lo acumulaste para dejarlo en herencia, enterrándolo?

Acaso, después de proveer a tus necesidades, y a las de tu familia, ¿me diste lo demás, socorriendo a los pobres a quienes comisioné para que lo recibieran, considerándote como uno de esos mismos pobres cuyas necesidades habían de cubrirse con parte de los recursos que yo había puesto en tus manos; concediéndote el derecho de satisfacer tus necesidades primero y luego el privilegio bendito de dar más bien que de recibir?

¿Fuiste acaso un benefactor del género humano y diste de comer al hambriento, vestiste al desnudo, visitaste al enfermo, favoreciste al extranjero, ayudaste al afligido según las necesidades de cada uno? ¿Fuiste acaso manos para el manco y vista para el ciego, padre de los huérfanos y amigo de las viudas? ¿Hiciste cuanto estaba a tu alcance por desempeñar todas las obras de misericordia, como medios de salvar a las almas de la muerte?

6. Seguirá preguntando el Señor: ¿Fuiste un mayordomo fiel y prudente en la administración de los talentos que te di? ¿Empleaste tu salud y tus fuerzas no en torpezas y en el pecado, en los placeres que perecen al usarlos, en proveer para la carne y satisfacer sus deseos, sino en obtener la mejor parte que nadie puede quitarte? ¿Usaste todo aquello que era agradable a tu persona, o en tus modales, todas las ventajas que te dio la educación, la sabiduría que adquiriste, poca o mucha, tu conocimiento de las cosas y de los hombres, todo lo que se te encomendó, para promover la virtud en el mundo, el establecimiento de mi reino? ¿Empleaste todo el poder que tuviste, toda la influencia de que gozaste, el amor y la estimación que te profesaron los hombres en aumentar su sabiduría y santidad?

¿Usaste ese don inestimable que es el tiempo con juicio y circunspección, como quien pesa bien el valor de cada momento, y sabe que los instantes se cuentan en la eternidad? Sobre todo, ¿fuiste un buen administrador de mi gracia, y te previno, acompañó y siguió ésta? ¿Observaste debidamente y mejoraste con cuidado, todas las influencias del Espíritu Santo, todo buen deseo, toda oportunidad de recibir su luz, todas sus amonestaciones, bien severas ya ligeras?

¿Aprovechaste «el espíritu de mansedumbre y temor,» antes de recibir «el espíritu de adopción,» cuando fuiste hecho partícipe de su Espíritu, y clamando en tu corazón Abba, Padre, permaneciste firme en la libertad gloriosa con que te hizo libre? ¿Presentaste desde entonces tu cuerpo y tu alma, todos tus pensamientos, tus palabras y acciones en una llama de amor, como un sacrificio santo, glorificándome con tu cuerpo y tu espíritu? Entonces, «Bien, buen siervo y fiel. Entra en el gozo de tu Señor.»

¿Qué le quedará al siervo fiel o infiel? Sólo la ejecución de la sentencia que el justo Juez haya pasado, determinando el estado en que habrá de vivir por toda la eternidad. Sólo falta que sea premiado por los siglos de los siglos, según sus obras.

IV. 1. De estas consideraciones tan claras, podemos aprender, primeramente, lo importante que es este día corto e incierto de la vida. ¡Cuán inestimables, cuán preciosas, son todas y cada una de sus partes! Más de lo que podemos expresar o siquiera concebir. ¡Cómo debería el hombre procurar aprovechar los días, llevando a cabo los fines más nobles, y no desperdiciar el tiempo mientras le dura el aliento de la vida!

2. Aprendemos, en segundo lugar, que ninguna de nues­tras acciones, ningún uso que hagamos de nuestro tiempo, ni palabra alguna que digamos, es de naturaleza indiferente. Todo es bueno o malo, puesto que el tiempo, lo mismo que todo lo que tenemos, es de Dios, no nos pertenece. Todas estas cosas son, como el Señor mismo dice, la propiedad de otro de Dios nuestro Creador. Ahora bien, estas cosas las em­pleamos o no las empleamos según su voluntad.

Si las usamos como El manda, todo está bien: si no, todo está mal. Además, es su voluntad que constantemente crezcamos en gracia y en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Por consiguien­te, todo pensamiento, toda palabra, toda acción que nos hace crecer en gracia es buena, y todo aquello que estorba ese crecimiento, es verdadera y propiamente malo.

3. Aprendemos, en tercer lugar, que no hay obras de supererogación; que no podemos hacer más que nuestro deber, puesto que nada de lo que tenemos es nuestro, sino de Dios. Todo lo que podemos hacer se lo debemos. No sólo hemos recibido de El esto o aquello, sino todas las cosas. Por consiguiente, todas las cosas son suyas.

El que nos ha dado todas las cosas, debe tener derecho a todo, de manera que si no le rendimos todo, no somos mayordomos fieles. Y tomando en consideración que «cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor,» no podemos ser mayordomos sabios si no trabajamos hasta donde nos alcancen las fuerzas; sin dejar por hacer ninguna cosa, sino haciendo todo lo mejor que podamos.

4. Hermanos, «¿Quién es sabio y avisado entre vosotros?» Que muestre la sabiduría que ha recibido de lo alto, andando conforme a su carácter. Si por tal se tiene como mayordomo de los muchos dones del Señor, mire que todos sus pensamientos, palabras y obras sean consecuentes con el puesto que Dios le ha dado. No es cualquiera cosa devolver a Dios todo lo que habéis recibido de Dios.

Necesitáis de toda vuestra sabiduría, toda vuestra resolución, toda vuestra paciencia y constancia, mucha más de la que naturalmente tenéis, pero no más de la que podéis obtener por medio de la gracia. Os basta su gracia, y ya sabéis que «para el que cree todas las cosas son posibles.» Aceptad, pues, al Señor Jesús por medio de la fe. Tomad «toda la armadura de Dios,» y así podréis glorificarle en todas vuestras palabras y obras, y reducir todos vuestros pensamientos en cautiverio a la obediencia de Cristo.