por G. Campbell Morgan
El verdadero objetivo de la tercera tentación ya no consiste en la ruina del hombre en sí (como lo había intentado en las dos primeras tentaciones), sino en impedir la obra para la cual se preparaba y para la cual había sido ungido cuarenta días antes. Descubra las insinuaciones encerradas en la petición del maligno y la poderosa respuesta del Cristo.
La reprimenda
Por primera vez el Maestro le habló a Satanás con la autoridad obtenida por las victorias de los ataques anteriores. En su humanidad había demostrado ser más fuerte que el hombre fuertemente armado, más poderoso que el terrible adversario del género humano, y en esa fuerza manifestada, ahora le dice: «Vete, Satanás» (Mt 4.10). Esto ya no era un desafío. Era un mandato. Todo el esfuerzo y poder del mal fue insuficiente para lograr su rendición, y desde esa poderosa fortaleza impartió órdenes al enemigo, y le llamó Satanás, el difamador, el calumniador, el mentiroso.
Esa palabra de autoridad contiene primero el rechazo de la insinuación del diablo, y después una reluciente revelación del método por el cual poseería los reinos del mundo. El enemigo dijo: Ríndeme homenaje, y te daré los reinos. Cristo virtualmente respondió: Obtendré estos reinos, no rindiéndote honor, sino por desprenderme de ti. El diablo es mentiroso desde el principio y en esa oportunidad trató de robarle a Cristo aquello que le prometía. Se propusó, en el último y desesperado lance de su malicia, echar a Dios de su propio mundo. La respuesta del Maestro era una palabra de tremenda autoridad, basada en las perfecciones de su humanidad y en las victorias que ganaría con su muerte, misión que el enemigo procuró hacerle desistir. Desde ese momento en el desierto hasta ahora Cristo ha repetido esa palabra mediante cada victoria ganada en el alma del hombre. Por todos los triunfos de la cruz entre las naciones, y por aquellas futuras victorias en los pasos finales del plan divino, él repite el irrevocable edicto del desierto: «Vete, Satanás».
La orden así emitida recibe énfasis y fuerza por su uso de la misma espada del Espíritu. Nuevamente se ve el resplandor de la espada al decir: «Escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás» (Mt 4.10). Otra vez declaró que permanecía, tanto en el servicio como en los hechos de su propio ser, dentro de la voluntad de Dios. Solo a Jehová adoraba y solo a él servía. ¡La palabra del Maestro refutó perfectamente el argumento de Satanás! Como en cada una de las tentaciones anteriores, también aquí el mandato citado tenía aplicación, no a Satanás, sino al Señor Jesús mismo. No era que el Señor le ordenaba a Satanás adorar a Dios, sino que declaraba, en presencia del enemigo, que había una razón para negarse a rendirle homenaje. La palabra de Dios mandaba que el Hijo debía adorar solamente a Dios. Por eso, tomó su lugar como Hombre para ganar la victoria en el sendero del servicio específico, y declaró que al permanecer en la voluntad divina, era imposible adorar o servir a otro y que sólo adoraría a Dios.
Observe aquí especialmente la unión entre adoración y servicio, y cómo esto se aplica a la tentación. En la mente de Jesús es evidente que la adoración y el servicio están íntimamente identificados; de hecho, son dos aspectos de la misma actitud. Adorar es siempre servir. Rendir honor siempre es reconocer una obligación. El enemigo no dijo nada en su tentación acerca de servicio. Solamente pidió culto. La respuesta de Cristo revela el hecho de que adorarle sería servirle. En su terrible sutileza el enemigo no lo mencionó. Había pedido adoración, y le prometió a Cristo que los reinos entonces le pertenecerían. La respuesta de Cristo declaró que tal promesa era una mentira, pues el homenaje resultaría en servicio, de modo que la autoridad suprema quedaría en manos de Satanás. La tentativa premeditada del diablo era engañar al postrer Adán como lo hizo con el primero. De ese modo, impediría la creación de la nueva raza, así como había asegurado la ruina de la primera.
La respuesta de Cristo, además, reveló el hecho de su propia negación, y sin embargo su conocimiento de que tal negación resultaría en una perfecta coronación. Cristo no vino a obtener el reino para sí mismo, sino para su Padre; sin embargo, al Padre le agradó que en Cristo habitara toda plenitud. Por un período que no se basa en cálculos humanos, el Hijo ascendería al trono por la vía de la cruz y gobernaría sobre todos estos reinos. Aun cuando en las edades distantes finalmente entregará el reino al Padre, en su eterna asociación con él poseerá y gobernará sobre todo el territorio del reino de Dios.
Así el ungido Rey desbarata completamente al enemigo, y retiene perfectamente la fortaleza contra este su último ataque. ¡Cuán grande es la victoria, y en qué infinita sabiduría se basaba su elección del sendero del Padre! Si hubiera recibido de Satanás los reinos (aunque habría ascendido al trono por sumisión al principe del mundo) hubiera tomado una posición totalmente inútil. Los reinos, a pesar de toda su aparente gloria y esplendor, estaban llenos de maldad. Eran los reinos del mundo, es decir, del cosmos. La gloria de ellos era puramente material y todo el esplendor manifiesto era sencillmente material, al costo de la muerte de lo espiritual. Para Cristo, por tanto, era patente que dentro del esplendor se escondía la sombra. Los elementos de destrucción seguramente obraban y la desintegración era evidente en el hecho de que eran reinos. La pluralidad era prueba de debilidad; además, había conflicto, contienda, y manifestación de división, en lugar de unidad. Hasta hoy esta es la realidad para quienes pueden ver, el mundo todavía está lleno de reinos, y están armados hasta los dientes. Si uno se mueve, los demás observan con ojos envidiosos, y cualquier habilidad política está dirigida hacia fines egoístas y la prevención del enriquecimiento de otros. La evidencia de la debilidad se halla en el hecho mismo de que el diablo mostró a Jesús los reinos. El Hombre de Dios de perfecta visión vio esto y lo entendió claramente. Sabía, también, que la gloria era de oropel y no de oro. Era pasajera, se marchitaba y estaba manchada aun cuando él la veía en esos momentos. El lustre era indudablemente grande, pero no duradero. Era solo el del cosmos, y ese siempre carecía de permanencia. Jesús sabía la verdad de lo que Juan más tarde escribió: «El mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2.17).
Cuando Jesús rechazó la oferta del diablo, rechazó todo lo imperfecto, lo perecedero; y pudo hacerlo porque cumplió la voluntad de Dios. Él mismo, a pesar de la futura muerte que lo esperaba, permanecía para siempre, y solo por medio de esa muerte, comunicaba fuerza imperecedera a todos aquellos que reunió a su alrededor. Por la victoria de la cruz, los reinos serían de valor infinito porque, penetrados por la justicia bajo el gobierno de Dios, serían unificados y cesarían de ser llamados reinos. Por ejemplo, vea lo que dice el mensaje revelado a Juan en la solitaria isla, el cual declara los últimos movimientos en el poderoso programa. «Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos» (Ap 11.15). Observe muy bien la corrección introducida en la Versión Moderna, donde se dice «el reino», en vez de la forma plural. Este cambio es de infinito valor. «El reino del mundo», ya no más los muchos, sino uno, «ha venido a ser el reino de nuestro Señor y de su Cristo». Y ahora, por cuanto él ha tomado en sus manos y echado el mal del mundo, la desintegración es imposible. «Él reinará por los siglos de los siglos».
De este modo, Jesús eligió encaminarse hacia el establecimiento de un solo trono y un solo reino. Siempre debe tenerse presente el contraste. El diablo mostró al Maestro los reinos, las tribus, las divisiones, que contenían los elementos de conflicto y de descomposición. Jesús los rechazó. No deseaba los reinos, él había venido para el reino. No admitió ni aceptó la mancillada gloria de un ideal arruinado, y escogió el radiante esplendor de un propósito cumplido, aun cuando la cruz fuese el sendero a la meta.
También se debe recordar que la gran frase del Apocalipsis, «el reino del mundo», no se refiere en primer lugar a las naciones, sino al verdadero reino del cosmos. Todo el esplendor de lo material, bajo el perfecto reinado de Dios, será embellecido y perfeccionado. En la victoria final, toda la creación que hoy gime y está con dolores de parto, será redimida; y todo lo material también permanecerá cuando sea restaurado en la economía divina y esté subordinado a lo espiritual. La visión que Jesús tuvo de los resultados de la cruz era mucho más magnífica que la que el diablo le dio de los reinos del mundo y de su gloria. Cristo veía lo más alto por eso rehusó lo más bajo. Si hubiera escapado del sendero del dolor a lo sumo pudo haber obtenido la posesión de lo inferior. El Hombre perfecto de Dios no vaciló por un solo momento ni se detuvo a comparar la propuesta de Satanás con el propósito de Dios. El glorioso conocimiento de la victoria venidera era el gozo que le fue propuesto, y ese gozo hizo que la oferta del infierno fuese vil, despreciable, blasfema e impertinente. Por eso, con severa y magnífica autoridad mandó a Satanás alejarse, y anunció su permanencia en la voluntad de Dios, a quien sólo serviría y rendiría culto.
De este modo, alcanzó su victoria no solamente en el dominio de su personalidad, sino también en la esfera de su posición oficial; y el diablo fue desbaratado en cada aspecto de su ataque.
El triunfo de Jesús era perfecto en el área de su vida física, de su naturaleza espiritual y de su obra señalada. Nunca olvide que en toda naturaleza humana la obra es la meta final. El hombre fue creado para el trabajo y Dios lo hizo para que pudiera actuar en cooperación consigo mismo, para cumplir los propósitos divinos. Eso es cierto en cada individuo. El ser que fue creado para el trabajo está compuesto de cuerpo y espíritu. La mente es el estado consciente, el conocimiento, que es el resultado de esta doble personalidad. El hombre puede hacer frente al trabajo asignado cuando existe una relación y perfecta armonía entre lo físico y lo espiritual. Sin embargo, es imposible realizar la tarea cuando el instrumento está dañado. El enemigo primero atacó a este segundo Hombre en un intento de arruinarle al apelar a una necesidad de su naturaleza física. Fracasó totalmente porque Jesús reconoció que lo esencial de la naturaleza humana es el aspecto espiritual.
Derrotado en este punto, el enemigo entonces lanzó la fuerza de su terrible sutileza contra la naturaleza espiritual. Con este ataque trataba de arruinar el Hombre entero, al sugerir que tomara un riesgo injustificable sobre la base de su confianza en Dios. Aquí otra vez fue repelido por el tranquilo y espléndido heroísmo que rechazaba aquello que tenía la apariencia de acción heroica pero que hubiera sido prueba de miedo y falta de confianza.
Luego el enemigo, derribado de su plataforma, quedó al descubierto, y se manifestó en todo el atrevimiento diabólico de su verdadero deseo. Pidió el homenaje de la perfección. Entonces abiertamente recibió su derrota final, cuando el perfecto e íntegro Hombre escogió adorar y servir tan solo a Jehová, y en el poder de esa elección, con autoridad mandó al enemigo retirarse. El segundo Hombre, perfectamente equilibrado en cuerpo y espíritu, y con la firme actitud de lealtad a Dios, fue invulnerable a todas las fuerzas del mal. Él fue victorioso en cada punto donde el hombre había fallado. Era fuerte en cada debilidad de la vida del hombre, y en la gran crisis de la tentación venció con poder majestuoso. Destruyó tan completamente el poder del enemigo, que Satanás será para siempre el derrotado adversario de la raza.
Tomado y adaptado del libro Las crisis de Cristo, G. Campbell Morgan, Ediciones Hebrón – Desarrollo Cristiano. Todos los derechos reservados.