El campamento pretoriano; Parte II de: El mártir de las catacumbas

por Anónimo

La vida de los cristianos bajo la persecución por el Imperio Romano provocó en muchos de sus espectadores muchas inquietudes. Muchos de estos inquietos eran miembros del ejército. Este artículo, el segundo de la serie, continúa la historia del libro: El mártir de las catacumbas, de autor anónimo. La historia original de esta serie fue publicada hace muchísimos años.


Cornelio, el centurión, varón justo y temeroso de Dios.



Marcelo había nacido en Gades, y se había criado bajo la férrea disciplina del ejército romano. Había estado en destacamentos en África, en Siria y Bretaña, y en todas partes se había distinguido, no solamente por su valor en el campo de batalla sino también por su sagaz habilidad administrativa, razones éstas por las cuales se había hecho merecedor de honores y ascensos. A su llegada a Roma, adonde había venido portando importantes mensajes, había agradado al Emperador de tal manera que le había destinado a un puesto honorable entre los pretorianos.

Lúculo, por el contrario, jamás había salido de las fronteras de Italia, apenas quizá de la ciudad. Pertenecía a una de las más antiguas y nobles familias romanas, y era, naturalmente, heredero de abundantes riquezas, con la correspondiente influencia que a éstas acompaña. Había sido cautivado por el osado y franco carácter de Marcelo, siendo así que los dos jóvenes se convirtieron en firmes amigos. El conocimiento minucioso que de la capital poseía Lúculo, le deparaba la facilidad de servir a su amigo; y las escenas descritas en el capítulo precedente fueron en una de las primeras visitas que Marcelo hacía al renombrado Coliseo.

El campamento pretoriano estaba situado junto a muralla de la ciudad, a la cual su hallaba unido por otra muralla que lo circundaba. Los soldados vivían en cuartos a modo de celdas perforadas en la misma pared. Era un cuerpo integrado por numerosos hombres cuidadosamente seleccionados, y su posición en la capital les concedió tal poder e influencia que por muchas edades mantuvieron el control del gobierno de la capital. Un puesto de mando entre los pretoriano significaba un camino seguro hacia la fortuna, y Marcelo reunía todas las condiciones para que se le augurara un futuro pletórico de perspectivas y todos los honores que el favor del Emperador podía depararle.

En la mañana del día siguiente, Lúculo ingresó a su cuarto, y después de haber cambiado los saludos usuales y de confianza, empezó a hablar respecto a la lucha que habían presenciado.

Marcelo dijo: —Tales escenas no son de las que en verdad me agradan. Son actos de crasa cobardía. A cualquiera le puede complacer el ver a dos hombres bien entrenados trabarse en pareja lucha limpiamente; pero aquellas carnicerías que se ven en el Coliseo son detestables. ¿Por qué había de matarse a Macer? El era uno de los más valientes de los hombres, y yo tributo todo mi homenaje a su valentía inimitable. ¿Y por qué se ha de arrojar a las fieras salvajes a aquellos ancianos y niños?

—Es que ésos eran cristianos. Y la ley es sagrada inquebrantable.

—Esa es la respuesta de siempre. ¿Qué delito han cometido los cristianos? Yo me he encontrado con ellos por todas partes del imperio, pero jamás los he visto entregados ni comprometidos siquiera en perturbaciones o cosa semejante.

—Ellos son lo peor de la humanidad.

—Esa es la acusación. Pero ¿qué pruebas hay?

—¿Pruebas? —Qué necesidad tenemos de pruebas, si se sabe hasta la saciedad lo que son y hacen. Conspiran en secreto contra las leyes y la religión de nuestro estado. Y tanta es la magnitud de su odio contra las instituciones que ellos prefieren morir antes que ofrecer sacrificio. No reconocen rey ni monarca alguno en la tierra, sino a aquel judío crucificado que ellos insisten en que vive actualmente. Y tanta es su malevolencia hacia nosotros que llegan a afirmar que hemos de ser torturados toda nuestra vida futura en los infiernos.

—Todo eso puede ser verdad. De eso no entiendo nada. Respecto a ellos yo no conozco nada.

—La ciudad la tenemos atestada de ellos; el imperio ha sido invadido. Y ten presente esto que te digo. La declinación de nuestro amado imperio que vemos y lamentamos por todas partes, el que se hayan difundido, la debilidad y la insubordinación, la contracción de nuestras fronteras: todo esto aumenta conforme aumentan los cristianos. ¿A quién más se deben todos estos males, si no es a ellos?

—¿Cómo así han llegado ellos a originar todo esto?

—Por medio de sus enseñanzas y sus prácticas detestables. Ellos enseñan que el pelear es malo, que los soldados son los más viles de los hombres, que nuestra gloriosa religión bajo la cual hemos prosperado es una maldición, y que nuestros dioses inmortales no son sino demonios malditos. Según sus doctrinas, ellos tienen como objetivo derribar nuestra moralidad. En sus prácticas privadas ellos realizan los más tenebrosos e inmundos de los crímenes. Ellos siempre mantienen entre sí el más impenetrable secreto, pero a veces hemos llegado a escuchar sus perniciosos discursos y sus impúdicos cantos.

—A la verdad que, de ser todo esto así, es algo sumamente grave y merecen el más severo castigo. Pero, de acuerdo a tu propia declaración, ellos mantienen el secreto entre ellos, y por consiguiente se sabe muy poco de ellos. Dime, aquellos hombres que sufrieron el martirio ayer, ¿tenían apariencia de todo esto? Aquel anciano, tenía algo que demostrara que había pasado su vida entre escenas de vicio? ¿Eran acaso impúdicos los cantos que elevaron esas bellísimas muchachas mientras esperaban ser devoradas por los leones?


Al que nos amó;


Al que nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre.

Y Marcelo cantó en voz baja y suave las palabras que él había oído.

—Te confieso, amigo, que yo en el fondo de mi alma lamenté la suerte de ellos.

A lo que Marcelo añadió, —Y yo, habría llorado si no hubiera sido soldado romano. Detente un momento y reflexiona. Tú me dices cosas respecto a los cristianos que al mismo tiempo confiesas que solamente las sabes de oídos, de labios de aquellos que también ignoran lo que dicen. Te atreves a afirmar que son infames y viles, el desecho de la tierra. Yo personalmente los contemplo cuando afrontan la muerte, que es la que prueba las cualidades más elevadas del alma. Le hacen frente con toda nobleza, al extremo de morir alegremente. Roma en toda su historia no puede exhibir un solo ejemplo de escena de mayor devoción que la que presenciamos ayer. Tú dices que ellos detestan a los soldados, pero son sobremanera valientes; me dices que son traidores, sin embargo ellos no resisten a la ley; haces declaraciones de que ellos son impuros, empero, si se puede decir que exista pureza en toda la tierra, corresponde a las bellísimas doncellas que murieron ayer.

—Te entusiasmas excesivamente por aquellos parias.

—No es mero entusiasmo, Lúculo. Yo deseo saber la verdad. Toda mi vida he oído estas referencias. Pero ante lo que vi ayer juntamente contigo, por primera vez he llegado a sospechar de su veracidad. Y ahora te pregunto a ti con todo mi afán, y descubro que tu conocimiento no se funda en nada. Y hoy yo bien recuerdo que estos cristianos por todo el mundo son personas pacíficas y honradas a toda prueba. Jamás toman parte en levantamientos o perturbaciones, y estoy convencido que ninguno de estos crímenes que se les imputan podrá probarse contra ellos. ¿Por qué, entonces, se les mata?

—Sin embargo el Emperador tiene que tener buenas razones para haberlo dispuesto así.

—Bien puede él haber sido instigado por consejeros ignorantes o maliciosos.

Tengo entendido que es una resolución tomada por él mismo.

—El número de los que han sido entregados a la muerte de esa manera y por el mismo motivo es enorme.

—Oh, sí, son algunos millares. Quedan muchos más; pero es que no se les puede capturar. Y precisamente eso me recuerda la razón de mi presencia acá. Te traigo la comisión imperial.

Lúculo extrajo de los dobleces de su capa militar un rollo de pergamino, el cual entregó a Marcelo. Este último examinó con avidez su contenido. Se le ascendía a un grado mayor, al mismo tiempo que se le comisionaba para buscar, perseguir y detener a los cristianos en donde fuera que se hallasen ocultos, haciéndose mención en particular de las catacumbas.

Marcelo leyó con el ceño fruncido y luego puso el rollo a un lado.

—No pareces estar muy contento.

—Te confieso que la tarea es desagradable. Soy un soldado y no me gusta eso de andar a la caza de viejos débiles y niños para los verdugos. Sin embargo, como soldado debo obedecer. Dime algo acerca de esas catacumbas.

—Las catacumbas? Es un distrito subterráneo que hay debajo de la ciudad, y cuyos límites nadie conoce. Los cristianos huyen a las catacumbas cada vez que se hallan en peligro; también están ya habituados a enterrar a sus muertos allí. Una vez que logran penetrar allí, se pueden considerar fuera del alcance de los poderes del estado.

—Quién hizo las catacumbas?

—Nadie sabe con exactitud. El hecho es que han existido allí por muchos siglos. Yo creo que fueron excavadas con el objeto de extraer arena para edificaciones. Pues en la actualidad todo nuestro cemento proviene de allí, y podrás ver innumerables obreros trayendo el cemento a la ciudad por todos los caminos. En la actualidad tienen que ir hasta una gran distancia, porque con el transcurso de los años han excavado tanto debajo de la ciudad que la han dejado sin fundamento.

—Existe alguna entrada regular?

—Hay entradas innumerables. Precisamente esa es la dificultad. Pues si hubiera solamente unas pocas, entonces podríamos capturar a los fugitivos. Pero así no podemos distinguir de qué dirección hemos de avanzar contra ellos.

—Hay algún distrito del cual se sospecha?

—Sí. Siguiendo por la Vía Apia, como a dos millas, cerca a la tumba de Cecilia Metella, la gran torre redonda que conoces, allí se han encontrado muchos cadáveres. Hay conjeturas que esos son cuerpos de los cristianos que han sido rescatados del anfiteatro y llevados allá para ciarles sepultura. Al acercarse los guardias los cristianos han dejado los cadáveres y han huido. Pero, después de todo, eso no ayuda en nada, porque después que uno penetra a las catacumbas, no puede considerar que está más cerca del objetivo que antes. No hay ser humano que pueda penetrar a aquel laberinto sin el auxilio de aquellos que viven allí mismo.

—¿Quiénes viven allí?

—Los excavadores, que aún se dedican a cavar la cierra en busca de arena para las construcciones. Casi todos ellos son cristianos, y siempre están ocupados a cavar tumbas para los cristianos que mueren. Esos hombres han vivido allí toda la vida, y no solamente puede decir que están familiarizados con todos aquellos pasajes, sino que tienen una especie de instinto que les guía.

—Has entrado algunas veces a las catacumbas, ¿verdad?

—Una vez, hace mucho tiempo, cuando un excavador me acompañó. Pero sólo permanecí allí un corto tiempo. Me dio la impresión de ser el lugar más terrible que hay en el mundo.

—Yo he oído hablar de las catacumbas, pero en realidad no sabía nada respecto a ellas. Es extraño que sean tan poco conocidas. ¿No podrían esos excavadores comprometerse a guiar a los guardias por todo ese laberinto?

—No, ellos no entregarían a los cristianos.

—Pero, ¿se ha intentado hacerlo?

—Oh, sí. Algunos obedecen y guían a los oficiales de la justicia a través de la red de pasajes, hasta que llega un momento en que casi pierden el sentido. Las antorchas casi se extinguen, llegando ellos a aterrorizarse. Y entonces piden que se regrese. El excavador expresa que los cristianos deben haber huido, y así regresa al oficial al punto de partida o ingreso.

—¿Y ninguno tiene la suficiente resolución de seguir hasta llegar a encontrar a los cristianos?

—Si insisten en continuar la búsqueda, los excavadores les guían hasta cuando quieran. Pero lo hacen por los incontables pasajes que interceptan algunos distritos particulares.

—¿Y no se ha encontrado uno solo que entregue a los fugitivos?

—Sí, algunas veces. Pero, ¿de qué sirve? A la primera señal de alarma todos los cristianos desaparecen por los conductos laterales que se abren por todas partes.

—Mis perspectivas de éxito parecen muy pocas.

—Podrán ser muy pocas, pero mucha esperanza se tiene cifrada en tu osadía y sagacidad. Pues si llegas a tener éxito en esta empresa que se te comisiona, habrás asegurado tu fortuna. Y ahora, ¡buena suerte! Te he dicho todo lo que yo conozco. No tendrás dificultad en aprender mucho más de cualquiera de los excavadores.

Eso decía Lúcido al mismo tiempo que se marchaba. Marcelo hundió su rostro entre las manos, y se sumió en profundos pensamientos. Empero, en medio de su meditación le perseguía, como envolviéndole, la otra cada vez más penetrante de aquella gloriosa melodía que evidenciaba el triunfo sobre la muerte: «Al que nos amó. Al que nos ha lavado de nuestros pecados.»


(Continúa en la Parte III: La Vía Apia)


© Editorial Portavoz, 1986. Usado con permiso. Tomado del libro: El mártir de las Catacumbas de autor anónimo.

Los Temas de La Vida Cristiana, volumen III, número 3. Todos los derechos reservados.

El libro fue reimpreso en varias ocasiones, después de ser publicado por Editorial Portavoz en 1986, fue concedido a Desarrollo Cristiano Internacional. Si usted desea la historia completa puede adquirir el libro mencionado en su librería cristiana o buscar los capítulos siguientes en este sitio.

Otros títulos de la serie continuada:


Parte uno: El Coliseo


Parte dos: El campamento pretoriano


Parte tres: La Vía Apia


Parte cuatro: Las catacumbas


Parte cinco: El secreto de los cristianos


Parte seis: La gran nube de testigos


Parte siete: La confesión de fe


Parte ocho: La vida en las catacumbas


Parte nueve: La persecución


Parte diez: La captura


Parte once: La ofrenda


Parte doce: El juicio de Polio


Parte trece: La muerte de Polio