por José Belaunde M.
En una ocasión los discípulos discutían acerca de quiénes ocuparían los cargos principales en el reino de los cielos. La respuesta de Jesús ante este asunto fue sencilla y con un profundo significado de servicio. ¿Seremos los cristianos modernos como los discípulos? ¿Qué podemos discernir de la reacción de los discípulos y de la exhortación del Maestro?
Texto bíblico: Lucas 9.464846. «Entonces entraron en discusión sobre quién de ellos sería el mayor». Para ese momento, Jesús acaba de hablarles de su muerte y ellos tapan inconscientemente con el velo de su incomprensión, el significado de sus palabras para no verlas. Sin embargo, esas palabras, aunque contrarias a sus ambiciones y expectativas, les evocan la esperanza de la próxima venida del reino de Dios. Y como un reino supone cargos, posiciones, promociones y honores, el gusanillo de la rivalidad levanta su cabecilla y los inquieta (1). Cuando hay cargos y honores, hay jerarquía. Inevitablemente a uno le tocará el primer lugar. ¿Quién de ellos será? «Me toca a mí por tal motivo». «No, a mí por tal otro». Empiezan a disputar por el reparto de las ganancias de la leche aún no vendida según la conocida fábula sin adivinar que el cántaro lleno se quebrará antes de llegar a venderse.
¡Cuánta verdad hay en el dicho de Jeremías sobre lo perverso del corazón! (Jr 17.9). Jesús los ha llamado a seguirlo en una misión superior, trascendente, que implica el sacrificio de su propia vida. Sin embargo, ellos piensan en las ventajas personales que pueden obtener, en el poder del que pueden gozar. Es casi como si hicieran un festín sobre los despojos mortales de su Maestro.
¿Pero no somos nosotros muchas veces así? ¿No hacemos de la iglesia el cuadrilátero de boxeo de nuestras ambiciones? ¿No nos disputamos los cargos, la preeminencia, el púlpito, el pastorado? ¿No estamos dispuestos a vender a nuestro Maestro por las monedas inmundas de los homenajes y de los primeros lugares?
Ese pequeño episodio más que una historia es como una pintura de nuestros corazones y un adelanto de lo que empezaría a suceder pronto en la iglesia que Jesús fundaría. Su propósito no es para criticar a los apóstoles, sino para que miremos nuestro interior y descubramos las raíces de nuestras ambiciones personales, y las corrijamos. Porque si no lo hacemos Jesús lo hará y nos avergonzará algún día públicamente.
47. «Y Jesús, percibiendo los pensamientos de sus corazones, tomó a un niño y lo puso delante de Él».
Él conocía lo que había en los corazones de sus discípulos más allá de las palabras que estos expresaban. Jesús siempre sabe qué perseguimos realmente cuando expresamos nuestra opinión o sostenemos una idea o defendemos una causa. Sabe qué propósito verdadero se oculta detrás de un lindo discurso, conoce las intenciones (Hb 4.12) (2). Todos protegen sus intereses, defienden sus ambiciones sin reconocerlo. Pero Dios lo sabe todo. Jesús tenía una manera sutil de arrancarles la máscara a sus discípulos sin que les doliera. Como ejemplo de su enseñanza les pone delante un niño, un pequeño a quien los adultos no suelen dar importancia (3).
48. «Y les dijo: Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió; porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ese es el más grande».
Si un gobernante o un hombre importante desea enviar a otro de su mismo rango a un mensajero o a un embajador ¿a quién escogería? Al más distinguido de sus colaboradores sin duda. Jesús nos envía para que lo recibamos en su nombre como embajador suyo, no al más distinguido o al más importante de sus seguidores según el mundo, sino a un niño. El niño lo representa porque dice: «Si alguno lo recibe en mi nombre, a mí me recibe». Los que son como niños son, en la jerarquía de valores de Jesús, más importantes que los que se precian de sus logros, o que los que el mundo más admira.
Pero no solo al niño nos envía Jesús, también nos envía al enfermo, al pobre, al desvalido, al olvidado. Si los recibimos en su nombre, a él lo recibimos porque es él quien nos los envía. (Mt 25.3740).
¡Oh, no cierre la puerta de su casa al pobre, al humilde, al andrajoso! Interróguelo para saber qué es lo que quiere, trátelo bien aunque le cueste, y si piensa que su necesidad es verdadera, recíbalo. Es decir, acoja benévolamente su pedido y ofrézcale algo de lo suyo una moneda, un pan, una fruta, o por lo menos una sonrisa porque es Jesús quien le tiende la mano. No lo trate mal, no lo despida con dureza, no vaya a ser que en el día del juicio Jesús se lo recuerde delante de todos y, sonrojado, usted se avergüence.
Jesús añade: el que me recibe a mí, recibe al que me envió, esto es, a mi Padre. ¿Despreciaría usted a Dios? Pues eso hace cuando desprecia a los que él le envía. Él le envía a los pobres y humildes con un buen motivo: para probar su corazón. Para probar si tiene sentimientos semejantes a los suyos, si es capaz de mirar por encima de las apariencias y de la miseria de las realidades humanas, a la gloria de su Redentor que se esconde tras ellas.
A veces despreciamos al que quiere darnos un buen consejo porque somos los dueños de la verdad y no necesitamos que venga nadie a enseñarnos. ¿No reaccionamos a veces así? «Nosotros ya sabemos eso; lo hemos estudiado, lo dominamos», pensamos. Pero Dios quiere que abramos los ojos a ciertas verdades que desconocemos y que seamos conscientes de nuestra ignorancia. Para ello nos envía a un hermano humilde, a un niño, a uno que es ignorante como niño. ¿Qué sabe él? Sabe lo que el Espíritu le sugirió que te dijera. Y usted sabelotodo, lo desprecia.
Por último, Jesús corta por lo sano sus ambiciones, y junto con las de ellos, las nuestras: «Este niño que veis aquí, este inocente que nada pretende porque es humilde, es el mayor entre vosotros». En el reino de los cielos los papeles están invertidos. El mayor es el menor y el menor, el mayor; el primero es el último; y el último el primero. Y el ambicioso, queda por los suelos.
Él nos ha llamado a que nuestra meta sea servirlo, borrándonos nosotros; a que nuestra mayor ambición sea pasar desapercibido, desempeñar el rol más humilde. Para el que voluntariamente se reserva ese papel, Dios guarda la corona más bella. ¿Quiere usted que un día adorne su cabeza? No se ponga ahora alguna corona. Más bien deséchelas todas y póngase al final de la línea, en el lugar que nadie pretende.
Si él quisiera que pase adelante, a un lugar prominente, que sea él quien lo llame, no haga usted nada por ocuparlo. No dispute los primeros asientos en el banquete. Espere más bien que a los demás les sirvan ates de servirse. Y dé gracias por el honor que se le confiere de ser el último (4).
Notas del autor:
Acerca del autor:José Belaunde M. nació en los Estados Unidos pero creció y se educó en el Perú donde ha vivido prácticamente toda su vida. Participa activamente en programas evangelísticos radiales, es maestro de cursos bíblicos es su iglesia en Perú y escribe en un semanario local abordando temas societarios desde un punto de vista cristiano. Desde 1999 publica el boletín semanal «La Vida y la Palabra», el cual es distribuido a miles de personas de forma gratuita en las iglesias de su país. Para más información puede escribir al hno. José a jbelaun@terra.com.pe