por Pablo Hoff
Para poder imitar y seguir el estilo de ministerio del Hijo de Dios, haciendo las obras que él hizo, debemos primero aprender a identificar y a reconocer los elementos que le permitieron llevar adelante su exitosa labor con un espíritu sereno, confiado y seguro.
Los psicólogos nos señalan que todo proceder o conducta humana tiene un propósito o motivo para que comprendamos sus móviles y metas. Al considerar la vida de Jesús, preguntamos, ¿cuál fue la fuerza impulsora en ella? ¿Qué le apremiaba a hacerse hombre, servir abnegadamente a la humanidad y padecer voluntariamente la cruel y humillante muerte de cruz?En su Segunda carta a los Corintios Pablo revela cuál era la fuerza que impulsaba a los apóstoles: «El amor de Cristo nos constriñe», «se ha apoderado de nosotros» (5.14, DHH) [1]. El apóstol aquí no se refiere al amor que ellos sentían para el Señor sino al amor de Cristo que se proyectaba a través de sus incansables labores e increíbles padecimientos. De hecho, el mismo verbo empleado en este pasaje («constreñir») se emplea en Lucas 12.50: «Pero tengo un bautismo con qué ser bautizado ¡Y cómo me angustio (me constriñe) hasta que se cumpla!»; de esta forma, se indicaba la compulsión sentida por Jesús que lo llevaba a cumplir el bautismo de padecimiento: la cruz. A la vez, el amor de Cristo es la pasión del Padre que se expresaba a través del Hijo: «De tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito» (Jn 3.16), «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo» (2Co 5.19). Así, se hace evidente que la fuerza apremiante en Cristo es el amor del Padre hacia una humanidad extraviada, arruinada y perdida.
Los distintos aspectos del amor compulsivo en Cristo se pueden observar al estudiar varios pasajes de las Sagradas Escrituras. Presentamos algunos de los que sobresalen:
Sumisión total al Padre
La encarnación del Verbo eterno es el hecho que hace posible la realización de cualquier otra manifestación del amor de Dios en Cristo, y esa comienza con la obediencia absoluta de la segunda persona de la Trinidad. Citando un pasaje del Salmo 40, el escritor de la carta a los Hebreos indica el propósito de la encarnación y la actitud del Hijo de Dios:
Por eso, al entrar en el mundo, Cristo dijo: «A ti no te complacen sacrificios ni ofrendas; en su lugar, me preparaste un cuerpo; no te agradaron ni holocaustos, ni sacrificios por el pecado. Por eso dije: «Aquí me tienes como el libro dice de mí he venido, oh Dios, a hacer tu voluntad.»» Hebreos 10.57 (NVI) [2].
Cristo se hizo el siervo de Jehová, un esclavo voluntario para realizar la misión de redimir la raza.
Al leer los evangelios, se observa que Jesús se somete absoluta y gozosamente a la voluntad del Padre: « he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la del que me envió» (Jn 6.38); «Yo tengo un alimento que ustedes no conocen es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4.32, 34). Él siente, además, la urgencia de realizarla: «Mientras sea de día, tenemos que llevar a cabo la obra del que me envió. Viene la noche cuando nadie puede trabajar.» (Jn 9.45). Finalmente cuando su naturaleza humana se retrae ante la perspectiva de la cruz, él ruega: «Padre si quieres, no me hagas beber este trago amargo», luego se entrega «pero no se cumpla mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22.42 [NVI]). Esta actitud lo condujo a la obediencia absoluta, «hasta la muerte, y muerte de cruz».
El primer paso para que lleguemos a ser instrumentos útiles en las manos de Dios es reconocer el señorío de Jesucristo, ponernos a su disposición, conocer su voluntad y estar dispuestos a llevarla a cabo. Tener una actitud ante el Padre como la de Cristo: «Aquí me tienes he venido, oh Dios, a hacer tu voluntad.» (He 10.7). Alguien ha dicho: «Al mundo le falta todavía ver lo que Dios hará con, por, a través de y en el hombre que está completamente consagrado a Dios.»
Para hacer la voluntad divina es necesario conocerla. Vemos que Jesús madrugaba, se apartaba a un lugar solitario para orar y probablemente recibir las instrucciones del día (Mr 1.35). Pasó una noche entera en oración antes de elegir a sus discípulos (Lc 6.12). Isaías pone palabras en la boca del siervo de Jehová: «Todas las mañanas me despierta y me despierta el oído para que escuche como los discípulos» (Is 50.4). Derek Kidner, autor de varios comentarios sobre los salmos, observa que «el elemento de reiteración en la frase mañana tras mañana sugiere que ha sido solícito y aplicado a lo largo de su vida al desarrollo de la voluntad de Dios».
Nosotros los siervos del Señor debemos hacer lo mismo, dedicando tiempo diariamente para leer la Palabra de Dios, orar y meditar. El escritor de este artículo sufre insomnio, ¡bendito insomnio! pues este le da la oportunidad de orar y meditar en la cama largo tiempo antes de levantarse y entrar en las actividades del día. En estos momentos radiantes de comunión con mi Creador, él me corrige suavemente, me anima, da mensajes o pensamientos preciosos y pone sobre mí una carga de intercesión por otras personas.
Humillación inimaginable
El apóstol Pablo ve el ejemplo de la auto-humillación del Señor como el antídoto de la ambición y rivalidad entre ciertos obreros cristianos en la iglesia de Filipos:
«La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por lo contrario, se rebajó (literalmente se vació de sí mismo) voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte y ¡muerte de cruz!» (Fil 2.68, [NVI]).
Debemos entender que aquello de que el Verbo se vació libremente, haciéndose hombre, no se refiere a su naturaleza o atributos como Hijo de Dios sino a sus prerrogativas divinas, a la gloria que de hecho le pertenecía en su preexistencia (vea Jn 17.5). En la Biblia, existen afirmaciones de que Jesús retenía su naturaleza y sus atributos divinos (Mt 1.23; 11.27; Mr 1.1; Jn 3.13; Ro 1.4). Sin embargo, parece que ejercía siempre sus atribuciones y funciones divinas según la voluntad del Padre y en el poder del Espíritu (Hch 10.38), con el único deseo de llevar a cabo su misión, pero nunca para su propio beneficio.
El nacimiento de Jesús es el ejemplo supremo de la humillación. Él es el Creador, pues por medio de él todas las cosas del universo fueron hechas y en él todas subsisten. Habitaba en luz inaccesible y estaba rodeado de millares de seres celestiales que lo obedecían y lo adoraban. Mas dejó todo esto y tomó forma de hombre. Él, que era rico, por causa de nosotros se hizo pobre para que mediante su pobreza nosotros llegáramos a ser ricos (2Cor 8.9).
Cristo afirma «me preparaste cuerpo» (He 10.5), pero el Padre no lo hace en forma de un hombre adulto como en el caso de la creación de Adán sino como una criatura pequeña e indefensa. Yace nueve meses en la matriz de la virgen, nace en un rudo establo y su venida es ignorada por todos los grandes en la tierra. ¿Puede la condescendencia ser mayor que la del infinito unido al infante y la omnipotencia a las limitaciones de un niño recién nacido?
Toda la vida terrenal de Jesús habla también de su humillación. Se limita a las condiciones de tiempo y espacio, a las cuales está sujeto todo hombre. Es criado en un hogar humilde, sabe someterse a sus padres, trabajar con sus manos, asociarse con gente corriente y esperar hasta tener treinta años antes de comenzar su ministerio. También experimenta el hambre y la sed, la fatiga y la desilusión, el rechazo y finalmente, una muerte muy dolorosa y mortificante, la muerte de un malhechor en la cruz.
La modestia de Jesús se evidencia en los relatos de su ministerio milagroso. Al presenciar sus obras portentosas, la gente glorifica a Dios (vea Lc 5.25). Él puede decir al Padre, «Yo te he glorificado en la tierra» (Jn 17.3) y pedirle: «glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17.1, énfasis del autor).
Además, la humildad de Jesús consiste no solo en modestia sino también en olvidarse de sí mismo y de sus propios intereses para servir a los demás. Un ejemplo gráfico de su preocupación por otros se ve en el episodio de las mujeres que le siguieron en la vía dolorosa. «Se golpeaban el pecho lamentándose por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo Hijas de Jerusalén, no lloren por mí; más bien por ustedes y por sus hijos », pensando en los horrores del futuro del asedio y la toma de Jerusalén por los romanos. En las horas antes de su partida, los moribundos suelen pensar solo en sí mismos, pero Jesús, en esta ocasión se preocupa por los demás y se olvida de sus propios padecimientos.
¿Por qué el Hijo de Dios bajó tanto y sufrió hasta lo extremo? No existe otra respuesta que esta: fue motivado por un amor infinito. El redimir a la humanidad y levantarla al nivel de ser hijos de Dios y coherederos de su reino, le parecía un logro tan valioso que estuvo dispuesto a despojarse temporalmente de su gloria y morir en la cruz.
Entonces, si el Príncipe de gloria se humilló hasta tomar la forma de un siervo, soportar sin resentimiento el rechazo y desprecio de los hombres, sufriendo dócilmente el castigo de un criminal, cuánto más sus siervos deberíamos ser modestos, considerando a los demás como superiores a nosotros mismos y «no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros». Un «siervo de Dios» que es pomposo, ambicioso, egocéntrico e interesado no es nada más que una caricatura patética de su Señor.
Amor puesto a prueba de fuego
El escritor de la carta a los Hebreos señala que Cristo «por lo que padeció aprendió la obediencia» (5.8). Esto quiere decir que la fuerza moral de Jesús para resistir la tentación y salir victorioso en las pruebas, aumentaba con sus triunfos sobre ellas. Él experimentó padecimiento en las pruebas, especialmente con aquellas relacionadas con privación (Mt 4.111), rechazo (Lc 11.5354) y amenaza de muerte (Getsemaní). Debemos recordar que la persona que cede a la tentación, no la siente tan intensamente como el hombre que se mantiene firme.
El Antiguo Testamento nos es útil para observar la actitud del Señor ante las pruebas y la fuerza que le impelía. Isaías se destaca entre los escritores veterotestamentarios por ser el profeta mesiánico por excelencia. En cuatro cantos del «Siervo de Jehová» (42.1-7; 49.19; 50.49 y 52.1353.12) se encuentra una asombrosa descripción del carácter y la obra del Mesías. En lugar de liberar a su pueblo y reinar sobre las naciones, es oprimido y angustiado; en vez de vengarse de sus enemigos, humildemente acepta el injusto castigo que le dan (53.19), hace expiación por la rebelión y el pecado de los injustos. Su sufrimiento expiatorio, resurrección y exaltación harán posible la justificación de muchos (cap. 53). Este cuadro contrasta notablemente al de las profecías mesiánicas anteriores.
En el primer pasaje del siervo, 42.19, se describe al Mesías (vv. 1, 6). Su misión es traer luz (conocimiento de Dios) y justicia a todas las naciones (vv. 1, 3, 4) y su método será suave, tierno y bondadoso. Por medio de la verdad traerá justicia (v. 1), abrirá los ojos de los ciegos y sacará de la cárcel a los que moran en oscuridad (v. 7). No extinguirá a las personas cuya fe es como una mecha próxima a apagarse, ni oprimirá a las personas encorvadas por el peso de su indignidad (cañas quebradas) sino que las animará (v. 3). Su arma es el amor.
Se observa también una fuerza apremiante en el siervo: él perseverará hasta cumplir su misión. Aunque llevar a cabo su tarea le significa un duro trabajo (pues enfrenta mucha oposición), «no se cansará ni desmayará hasta que establezca justicia en la tierra» (v. 4).
El segundo canto del siervo (49.19) revela que la tarea del Ungido será muy difícil de realizar. Él prevé el rechazo de su nación y el fracaso aparente de su misión: «Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas» (v. 4). Sin embargo, este rechazo ayudará a las naciones gentiles y por fin no solo Israel sino toda la tierra serán traídos a Jehová (v. 6).
El tercer canto del siervo (Is. 50.49) trata claramente acerca de la obediencia, el sufrimiento y la confianza del Mesías. Una vez más, oímos la voz del siervo respondiendo al llamamiento de Jehová, mas ahora es más consciente de los padecimientos que sus enemigos le inflingirán. Se observan así las cualidades del verdadero siervo del Señor y algunas características de la fuerza impulsora en él:
- Obediencia incondicionalEl siervo hace caso a su amo a pesar de que su camino conduce a la extrema humillación y padecimiento: «El Señor me abrió el oído y yo no fui rebelde, ni me volví atrás.» (v. 5).
- Entrega voluntaria«Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me arrancaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos.» (v. 6). Dios le ha llamado a sufrir el rechazo más cruel de parte de su pueblo. En ese tiempo, el arrancar la barba y escupir en el rostro eran de los peores insultos en el Oriente, pues implicaban no solamente odio y crueldad sino desprecio y celebración infernal al triunfar sobre un enemigo.
- Resolución inflexible«Puse mi rostro como un pedernal.» (v. 7). Se propone no retirarse de la obra, cueste lo que cueste y es constante en llevar a cabo su misión. No cederá ante la ignominia.
- Fe inquebrantable en la presencia y ayuda de Jehová«El Señor Omnipotente me ayuda.» (vv. 7, 8, 9 [NVI]). El siervo vive por fe y la fe le infunde la resistencia heroica y resolución inflexible.
- Carácter intachable« ¿quién contenderá conmigo? Juntémonos ¿quién hay que me condene?» (vv. 8, 9). Se notan las ansias para comenzar el conflicto y desafiar a sus enemigos, pues sabe que su vida es sin tacha. Dios es el que le vindicará (mediante la resurrección y la ascensión). Él tiene fe en su triunfo final y en que los enemigos se envejecerán como ropa vieja comida por polillas.
Aplicación
En vísperas de la cruz Jesús señala a sus seguidores que ellos no son eximidos de ser perseguidos por causa de su fe. «El siervo no es mayor que su Señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán.» (Jn 15.20). En China, Corea del Norte y en países musulmanes, hay millares de creyentes que sufren persecución por causa de su fe. Ellos, como los innumerables mártires existentes a lo largo de los siglos, sacan fuerzas del ejemplo de su Maestro para soportar. La actitud de Jesús en medio de sus padecimientos increíbles ha sido una fuente inagotable de ánimo en los momentos más difíciles.
El obrero cristiano por su parte, no obstante su compasión por las almas y su dedicación a la obra del Señor, en ocasiones experimentará, malentendidos de sus intenciones, crítica injusta y oposición maliciosa. Al igual que el Siervo de Jehová, se lamentará: «Por demás he trabajado en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas», pero en esas ocasiones también se alentará porque «la causa está delante de Jehová y mi recompensa con mi Dios» (Is 49.4). Como en el caso de Cristo, el amor de Dios le constriñe y le impulsa a perseverar.
Notas del autor:
El autor, nacido en EE.UU., ha sido misionero y educador en América Latina durante 44 años, junto a su esposa Betty. Ha trabajado en Bolivia, Argentina y Chile. En la actualidad reside en Chile. Es el fundador y presidente del Instituto Nacional de Chile. Ha escrito, también, varios libros de texto usados en diferentes instituciones de educación.©DesarrolloCristiano.com, Apuntes Pastorales Volumen XXI Número 4