Exo 18:21 escoge tú de entre .. varones de v
Phi 4:8 si hay v alguna, si algo digno de alabanza
2Pe 1:5 añadid a .. fe v; a la v, conocimiento
latín, virtute. Disposición habitual del alma para las acciones conformes a la ley moral. La enumeración de las normas de obra y comportamiento de los cristianos: †œTodo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, de todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta†, Flp 4, 8.
Según 2 P 1 5; 7, de una v. debe inferirse otra: †œDe la fe, la virtud; de la virtud, el conocimiento; del conocimiento, la templanza; de la templanza, la tenacidad; de la tenacidad, la piedad; de la piedad, el amor fraterno; del amor fraterno, la caridad†. Las obras de la carne son los vicios, mientras el fruto del Espíritu es la v., Ga 5, 19-23.
Diccionario Bíblico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003
Fuente: Diccionario Bíblico Digital
(heb., hayil, vigor, habilidad, a menudo involucrando valor moral; gr., arete, cualquier excelencia de una persona o cosa, dinamis, poder, influencia). La expresión mujer virtuosa (Rth 3:11; Pro 12:4; Pro 31:10) significa lit. una mujer valiosa. Algunas veces la palabra se usa en el sentido de poder (Mar 5:30; Luk 6:19; Luk 8:46; 2Co 12:9) y fuerza (Heb 11:11).
Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano
Es la bondad, castidad y probidad de Pro 21:10-31. la razón del «poder» de Mar 5:30, Luc 6:19.
Diccionario Bíblico Cristiano
Dr. J. Dominguez
http://biblia.com/diccionario/
Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano
En el AT se usa este término con la idea de †œcapacidad†, †œhabilidad†, unida a un sentido de lo recto (†œAdemás escoge tú de entre todo el pueblo varones de v., temerosos de Dios† [Exo 18:21]). Rut era †œmujer virtuosa† (Rut 3:11). Ese sentido de habilidad mezclada con lo recto, justo y santo es de alto aprecio cuando se trata de buscar esposa (†œMujer virtuosa ¿quién la hallará? Porque su estima sobrepasa largamente la de las piedras preciosas† [Pro 31:10]).
En el NT se traduce el término aretë, equivalente al concepto griego de la excelencia, lo mejor. Pablo recomienda a los creyentes que estén siempre pensando en las cosas excelentes, las mejores cosas (†œ… si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad† [Flp 4:8]). Ellos son †œlinaje escogido, real sacerdocio …. para que anuncien las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable† (1Pe 2:9). En algunas versiones de la Biblia la palabra v. traduce a dunamis, equivalente a †œpoder†.
Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano
vet, Este término denota una excelencia moral motora de acciones rectas y dignas. En el AT, Moisés escogió varones virtuosos para que le ayudaran en la tarea de juzgar al pueblo de Israel (Ex. 18:21-25). Rut recibe el calificativo de mujer virtuosa (Rt. 3:11). La mujer virtuosa es la corona de su marido (Pr. 31:10), y en Pr. 31:10 ss. se describen sus excelencias. Las virtudes cristianas deben ser lo que llene la mente del cristiano (Fil. 4:8); en 2 P. 1:5, la virtud es efecto de la fe en acción; los cristianos somos «pueblo adquirido por Dios» con el objeto de anunciar «las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 P. 2:9).
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado
Es un hábito operativo que santo Tomás define como †œbuena cualidad de la mente, por la que se vive rectamente y de la que nadie puede servirse para el mal». La actitud o el hábito contrario es el vicio. En las virtudes podemos distinguir: a) virtudes naturales. que se adquieren con la repetición constante de actos buenos, Y se dividen en dianoéticas o intelectuales Y morales; b) virtudes cardinales, qué son la prudencia, la justicia, la fortaleza Y la templanza; c) virtudes sobrenaturales, que son hábitos infusos por Dios en las facultades humanas junto con la gracia santificante que se infunde en la esencia del alma mediante el bautismo. La doctrina común pone también entre estas virtudes a las cardinales, que perfeccionan y elevan a las adquiridas por el esfuerzo humano. Sin embargo, las principales virtudes infusas siguen siendo las teologales, ya que tienen a Dios como objeto formal, mientras que las cardinales tienden a un bien finito. Las teologales son la fe, la esperanza y la caridad. Esta última es considerada como la reina de todas las demás virtudes, según afirma san Pablo (1 Cor 13). La caridad está íntimamente relacionada con la gracia santificante y se pierde con el pecado, mientras que la fe y la esperanza pueden permanecer en el pecador sin la gracia Y la caridad. En el momento de la infusión de la gracia santificante se infunden también los dones del Espíritu Santo.
G. Bove
Bibl.: A, de Sutter, Virtud, en DE, 600-607. G, Germán Suárez, La vida teologal, Madrid 1962; J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1976; Ch. Bernard, teología espiritual, Atenas, Madrid 1994, 141-171.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. La virtud:
1. La historia del término;
2. Valoraciones contrastantes contemporáneas sobre la importancia de la virtud;
3. El problema.
II. El organismo virtuoso:
1. Los elementos que estructuran la virtud:
a) La virtud está ordenada al obrar,
b) La virtud connaturaliza con el bien,
c) La virtud es estilo de búsqueda y de fidelidad;
2. Personas y partícipes de la naturaleza divina (2Pe 1:4). Virtudes infusas y adquiridas: distinción y relación;
3. Las principales categorías de virtud:
a) Las virtudes teologales y los dones del Espirita Santo,
b) La virtud en la inteligencia,
c) Las virtudes morales-cardinales.
III. Educarse en la virtud: ser virtuosos.
I. La virtud
1, LA HISTORIA DEL TERMINO. En el lenguaje ético y religioso, virtud indica ya sea los bienes que las personas justas y rectas persiguen, ya las prerrogativas de que están dotadas y las cualidades en virtud de las cuales realizan el bien. Es preferentemente esta última la acepción que aquí se analiza.
La historia del término es muy compleja. La virtud para los griegos es la areté, el calificativo de las personas cultivadas rectamente. Los filólogos han descubierto sus huellas en algunas antiquísimas raíces indoeuropeas. O. Bauerfeind (GLNT I, 1219-1227) indica seis acepciones diversas de este polisema: operación o dote excelente; coraje, valor militar, mérito, título honorífico; acto por el cual Dios se da a conocer; gloria y felicidad; bien al que hay que tender. Ya Platón (427-347 a.C.) usa areté en la acepción que luego se hará preferente, de prerrogativa del espíritu humano. Aristóteles (384-322 a.C.), en la Etica a Nicómaco, presenta su elaboración más completa. La describe como la actitud permanente para realizar bien el bien, por ejemplo para ser justos. «Debe decirse, pues, que toda virtud (areté) perfecciona el buen conducirse de aquel ser del que es virtud, y hace estimable su operación» (1I, 6, 1106a, 14ss): La areté es una forma específica de exés, habitus: la propensión pronta y estable a obrar (I, 13, 1103a, 9) es el habitas del justo medio (II,6,11066,36).
El equivalente latino de areté es virtus, que, por ejemplo, en Cicerón (106-43 a.C.) connota contemporáneamente madurez y fuerza: vir y vis: la persona madura y fuerte es la que es plenamente ella misma y goza de las prerrogativas necesarias para realizar sus propios deberes civiles y humanos, a pesar de los obstáculos y las dificultades. «Appelata est enim ex viro virtus: viri autem propria maxime est fortitudo»(Tusculane II,18).
Es de gran interés la reconstrucción de la evolución y de la elaboración de este concepto; ellas manifiestan el camino recorrido por el pensamiento humano para llegar a una visión orgánica del proceso a través del cual el ser humano tiende a su perfección.
En la tradición bíblica se encuentran abundantemente todos los elementos que integran el concepto de virtud. Sin embargo, el término como tal está casi ausente. En el NT se encuentra sólo en Flp 4:8; 2Pe 1:5; 1Pe 2:9. El término más afín es dynamis, traducido también él no al azar, en latín, por, virtus.
La situación cambia con los Padres griegos y latinos. Estos usan el término en una acepción muy variada. Denominan virtud los frutos del Espíritu, las obras bellas y buenas de los creyentes. En la línea de una tradición atestiguada ya por Filón (20 a.C.-50 d.C.), (Legum Alleg., I, 1Pe 52:48.49), que consideraba estas prerrogativas-como las dotes plantadas y perfeccionadas en el alma por la potencia de Dios, comienzan a dar aula virtud un importante realce en su enseñanza relativa al progreso -en el bien y a la lucha contra los vicios y las pasiones (if en bib1. T. Spidlik).
Agustín (334-430) (II de Libero Arbitrio, c. 19: PL 2Cr 32:1268; VI de Trinitate; c. 4: PL 42,927); Ambrosio 1339-397) (Super Lucam,1. 5, c. 6, 20ss: PL 15,1653C); Gregorio (540604) (Morelia: PL 76) son los testigos más importantes de la atención, cada vez más explícita y detallada, a la realidad de la virtud.
La introducción del término en la tradición teológica fue también lenta. O. Lottiri ha descrito algunas etapas de este proceso (if Les premiéres définitions el classifications des vertus au Moyen Age).
Las definiciones más comunes en aquel tiempo fueron la ya citada, de origen aristotélico: «Virtud es lo que hace bueno al que la posee y buena la obra que realiza», y otra, inspirada en Agustín (De libero arbitrio II 19: PL 32,1268), es conocida en la formulación que tuvo en las Sentencias de Pedro Lombardo: «La virtud es una buena cualidad de la mente, por la cual se vive rectamente, de la que nadie usa mal, que Dios obra en nosotros sin nosotros» (11 S., d. 27, a. 2; cf SANTO ToM.4s, S. Th., I-II; q. 55, a. 4).
El alcance y el valor de estas descripciones varían según la concepción teo-antropológica de los autores que las adoptan en su síntesis. Tomás de Aquino trata de la virtud en diversos contextos. Es el tema de una «quaestio disputata»: De Virtutibus in communi; habla de ella en el Cvmentario al libro II de las Sentencias (II S., d. 27, a. 1; III S., 23, q. 1). Sin embargo es en la S. Th., I-II (qq. 5570) y en la II-II (qq. 1-170) donde expone del modo más completo su visión sobre el organismo virtuoso.
Según ha ido avanzando la-reflexión teológica, los términos virtud y hábito han adquirido una cualificación cada vez más específica, técnica, variada y rica. Se dice, por ejemplo, que todas las virtudes son hábitos, pera no todos los hábitos son.virtudes: La gracia se considera un habitas entitatvo, distinto de los operativos de las virtudes, pero no se la llama virtud.
Las virtudes intelectuales son virtudes, aunque en sí mismas no dicen relación al bien moral. En el campo opuesto, los vicios son hábitos que corrompen, no constituyen al sujeto.
Se trata, pues, de términos análogos, que en los diversos casos asumen una connotación específica que contextualiza su alcance y que, en conjunto, evidencian la rica pregnancia de estas prerrogativas del espíritu humano.
En español los términos que expresan estas realidades son costumbre, hábito y virtud; los dos primeros más que traducir descubren su pregnante riqueza (cf S. PINeKAERS, La virtud es todo menos una costumbre). La única afinidad . entre costumbre y hábito la constituye la referencia a la constancia y estabilidad implícita en los dos términos. La costumbre, sin embargo; se sitúa- en la línea del instinto, de la reiteración, de la no voluntariedad; en cambio, el hábito connota esencialmente dominio de sí y de los dinamismos propios, capacidad de acción responsable, humana y humanizadora; libertad liberada en la orientación al bien, en el asentimiento a él, en estar en las propias manos de modo que se realicen con fidelidad sus exigencias. R. Guardini, a propósito de Tugend (virtud), observaba: «Si tuviésemos en nuestra lengua otra palabra, la habríamos usado; pero no tiene más que ésta. Queremos, sin embargo, ponernos de acuerdo sobre el hecho de que oculta un significado vivo y hermoso. ¿Qué significa, pues?» (La virtú, 21-32).
2. VALORACIONES CONTRASTANTES CONTEMPORíNEAS SOBRE LA IMPORTANCIA DE LA VIRTUD. a) Hace algunos años, muchos hubieran suscrito la observación de P. Valéry: «La palabra virtud ha muerto, o al menos está muriendo. No se pronuncia casi nunca… Por lo que a mí respecta… no la he oído sino muy rara vez, y siempre en tono irónico» (Variété en Oeuvres I, París 1957, 940). Y Lalande le hacía eco: «Las palabras virtud y virtuoso tienden, según parece, a desaparecer del lenguaje moral contemporáneo. Se las usa sólo en las expresiones consagradas o bien se añade una fórmula que recuerda esta semifalta de costumbre» (Dizionario critico di filosofía, Ist. ed. Internazionale, 1971, voz Virtud).
La ausencia de la voz virtud en muchos diccionarios teológicos y el papel del todo secundario que se le reserva en diversas obras contemporáneas de teología moral confirman estas valoraciones.
Esta mengua de consenso y la resonancia extraña y moralista de este fuerte término son fruto de la compleja metamorfosis que ha experimentado en el curso de la historia y que lo ha llevado a adoptar las connotaciones que todavía hoy le son inherentes. Es un fenómeno que constituye la confluencia de muchos factores.
En muchos contextos, la virtud se ha convertido en la prerrogativa reservada de las personas virtuosas, dedicadas a la vida devota, inculcada muy a menudo en una perspectiva pietista e intimista, presentada como sinónimo de renuncia y de control de los sentimientos, de obediencia a las directrices, etc. En otros, la actividad moral ha sido vista en la óptica de la teoría de los deberes de Kant (Crítica de la razón práctica), o bien valorada en sus efectos transitivos más que como actuación de toda la persona en el bien, en relación con los fines con los que se relaciona, a saber: la unión con Dios y el bien interhumano; se la ha reducido a una regulación de actos, desconociendo la maduración y la formación de las personas que lo realizan (cf O. H. PESCH, Teología de las virtudes y virtudes teológicas, 459-480). Otras veces la virtud ha adoptado una connotación preferentemente psicológica, como si el intento que se ha de perseguir fuese el equilibrio psíquico más que el consentimiento, amoroso e inteligente, al bien, entendido no como sinónimo de deber abstracto, sino como mundo de personas con las cuales permanecer en relación, por fidelidad a la propia vocación humana (cf F. GARELLI, Una morale senza virtú).
Precomprensiones de este o de otro tipo prejuzgan la propuesta sobre la virtud y no favorecen las condiciones en las cuales la referencia a ella desafía a comunidades y a personas a permanecer en la realidad para compartir gozos y temores en la línea de la misión humana en la historia. Es siempre una tarea abierta la operación indicada por Max Scheler «para una rehabilitación de la virtud» (en Crisi dei valori, trad. F. STERNHEIM, Bompiani, Milán 1938):
b) En estos últimos años la situación está cambiando. Se revisa el tema con nueva atención. La bibliografía recogida por J.-C. Wolf (Bibliografía sobre «virtud»y «virtudes» ; 507-511), evidencia un interés atento y creciente, que, sobre todo en la cultura angloamericana, se desarrolla respecto a esta categoría.
Diversos autores no se limitan a destacar la importancia de una ética de la virtud; buscan las condiciones en las cuales puede realizarse. J. Coleman, por ejemplo, siguiendo a A. Mac Intyre, R. Bellah, S. Hauerwas (cf bibl.), estima que esta categoría moral está descuidada, porque sus supuestos (comunidad auténtica, comprensión teleológica de la realidad, unidad narrativa de la existencia considerada en su globalidad, tradición) no están en sintonía con los fundamentos ideológicos predominantes en la sociedad posmoderna y con las instituciones industriales avanzadas. La vuelta a la virtud no puede realizarse si no es en él contexto de la decisión de ser una contracultura que desenmascara y critica los caracteres básicos de la sociedad moderna avanzada. «Para renovar el lenguaje de la virtud es preciso renovar la sociedad» (J. Coleman, Valores y virtudes en las sociedades avanzadas en Con 211 [1987], 365-380). También, O.H. Pesch (a.c., 459ss), reflexionando específicamente sobre las virtudes teologales, estima que la teoría del hábito y de la virtud es decisiva para fundar una ética teológica, o sea para hacer concreto el obrar humano.
3. EL PROBLEMA. La realidad es compleja. Ni la ausencia ni la presencia del término virtud en autores, áreas culturales y períodos de la historia son índice adecuado de la importancia reconocida a la realidad que indica.
En general, los términos del lenguaje moral en uso se cargan de valores negativos, y la tendencia común lleva a no usarlos en vez de aclarar su verdad. De este modo se evita una incomprensión, pero se permanece privados de la aportación de la temática que el lenguaje transmite.
Para conocer y comunicar, tenemos necesidad de términos adecuados; su falta o su uso indebido incide en la relación con la realidad que connotan. Esta exigencia en el mundo contemporáneo se impone con rigor y urgencia inéditos. Es preciso replantear la educación de las personas y de los pueblos e indicar los caminos para ser capaces de vivir en paz, para alimentar el coraje y la alegría de vivir juntos dentro de las indiferencias, para hacer frente a las exigencias ecológicas, biológicas y existenciales. Esto no puede verificarse si no madura el consenso común sobre los proyectos de vida, los fines próximos y últimos y los caminos del bien humano.
Los problemas verdaderos son ineludibles. Resolverlos significa afrontarlos racionalmente, no emotivamente, en la complejidad y en verdad. El consenso verbal, el silencio o la represión, la alternativa acrítica: virtud sí, virtud no, impiden que se aclaren los problemas relativos a la perfección humana. En el contexto teológico-moral la cuestión es antropoteológica, no léxica; es de contenido, no formal.
La visión cristiana de la vida orientó y legitimó la operación que la teología realizó en los siglos xi y xii, cuando se sirvió de la virtud para interpretar y reproponer el mensaje revelado dirigido al crecimiento de un pueblo obediente a Dios y responsable en la historia.
La revelación habla a la humanidad para educarla en responder conscientemente a la llamada que Dios le dirige en la creación y en Jesucristo. El pueblo regenerado en la resurrección de Jesucristo actualiza su propia realidad de imagen cuando es responsable de sí, cuando se acepta como principio de su dinamismo y lo orienta concretamente, no de modo veleidoso, por el camino del bien en un querer que se hace proyecto y que se encarna en la actuación justa y amistosa. La sintonía entre esta intuición teológica y las opciones antropológicas (p.ej., la de Aristóteles, que estructura también la propuesta sobre el obrar justo basándose en la referencia a la virtud) es un dato que hace reflexionar. El favorece el evidenciar y profundizar los valores y el alcance de esta convergencia, sobre todo en el actual giro de la historia, caracterizado por la dimensión planetaria que asumen los problemas humanos y por la urgencia de hacer convergentes y comunicantes las propuestas relativas a su solución..
La Iglesia se proyecta como Iglesia de Iglesias, llamada a crecer como misterio, comunión y misión; ella repite de modo inequívoco que todos los fieles están llamados a la santidad vivida en las fronteras de la historia; la humanidad, en la múltiple variedad de los pueblos y de las culturas, se siente cada vez más atraída y atemorizada por el futuro y se ve desafiada por la urgencia a educarse en nuevos estilos personales de vida, en nuevos órdenes de comunicación entre los pueblos para una nueva presencia en la creación. Las exigencias de esta tendencia planetaria al bien humano y la necesidad de cooperar para secundarla y realizarla llevan a considerar en perspectiva diversa los elementos que han estructurado diversas tradiciones culturales, a liberarlos de las incrustaciones- que los deforman para asumir los estímulos que -transportan.
La propuesta sobre la virtud se vuelve pregnante en las.comunidades si toman conciencia de su vocación en el contexto del designio de Dios revelado en Jesucristo y si obedecen a la misión de autenticar estilos concretos de fidelidad a la condición humana superando la alternativa entre realización de sí, consenso a Dios y solicitud por el bien humano.
El contexto de la teología sobre la virtud es el misterio manifestado en Cristo Jesús (Efe 1:10), el crecimiento de la humanidad y la liberación de la creación. La vida en Cristo crece en la sintonía permanente, espontánea y efectiva, no veleidosa, con todas las realidades; se desarrolla armonizando la unión con Dios y el compromiso convergente, constante y gozoso por el crecimiento personal en el bien.
Moral del objeto, del fin, de la persona, de la contextualidad histórica deben convertirse en contexto indiviso de la perfección varia y múltiple de los dinamismos que estructuran la persona.
La humanidad no nace perfecta; puede llegar a serlo; no llega a serlo por herencia o al azar; no renuncia impunemente a la alta responsabilidad de caminar en la verdad y en la bondad. Se trata de una responsabilidad que nadie puede delegar, de la cual nadie puede verse exonerado, que nadie realiza si trampea consigo mismo o con la realidad-, que nadie desatiende en vano. El que se sustrae a su cometido humano ¡lo se realiza y traiciona su vocación, perjudica a la comunidad y frustra el plan de Dios. Aspira a ser humano y fiel el que con valor, perseverancia y alegría se construye como persona, se sustrae a los arbitrios de las tendencias irracionales, se vincula a la creatividad fiel en Dios, «en el cual vivimos, nos movemos y existimos» (Heb 17:28), mantiene relaciones justas y amistosas, discierne y afronta los obstáculos que se oponen y retrasan el bien humano, piensa, ama y realiza proyectos humanizantes. Personas y pueblos, como las catedrales, difieren por el estilo de armonizar estos elementos estructurales suyos.
La dificultad de proponer hoy la virtud es de signo opuesto a la que contrastó su entrada en el mundo teológico. Entonces parecía que dejaba demasiado espacio a la inventiva e impedía subrayar adecuadamente la obra de Dios; ahora parece que vincula a las personas, inhibe la espontaneidad, como si ésta existiera sólo en un contexto de total indeterminación. La llamada a realizarse, a expresarse libremente, es común a los diversos movimientos de autoafirmación. La cuestión es otra. Se trata de discernir las condiciones que contextualizan la verdad del vivir, y de decidir, basándose en ellas, el camino del pueblo de Dios.
La paz entre los pueblos está subordinada a la fidelidad a la verdad sinceramente buscada, amada y seguida. Es el núcleo de la teología sobre la virtud.
II. El organismo virtuoso
1. LOS ELEMENTOS QUE ESTRUCTURAN LA VIRTUD. a) La virtud está ordenada al obrar. Uno de los datos más importantes en la teoría de la virtud es el que la considera ordenada al obrar, bien: es principio de actos humanos buenos, hace bueno al que obra y las obras que realiza. Es un dato complejo, y hay que precisarlo.
El obrar del que se trata, antes del transitivo (facere), a través del cual la persona transforma y perfecciona la realidad, es el agere en el que ella se realiza en la relación al bien con todas sus facultades y posibilidades; se cualifica en la prerrogativa de principio verdadero, aunque no primero y único, de la propia orientación existencial.
La persona, en cuanto imagen de Dios, está estructurada para ser en acto ella misma. «Siendo la sustancia de Dios su acción, la suma asimilación del ser humano a Dios se realiza según la operación. Y por esto se dice que la felicidad o bienaventuranza, en la cual el ser humano se conforma a Dios del modo supremo, y que es el fin de la vida humana, consiste en una operación» (SANTO TOMíS, S. Th., 1-11, q. 55, a. 2, ad 3).
La virtud pertenece al género de la cualidad; realiza a la persona de acuerdo con su propia vocación personal; le confiere dominio de sí, sintonía con el bien, capacidad para vivir relaciones inteligentes y libres en la humanidad, con Dios, para promover la perfección del universo.
El agere realiza a la persona a través de la transformación que se opera en ella por el hecho de ratificar la pertenencia a la condición humana; se deja amar, habitar, transformar por el bien supremo al que asiente, se acoge a la vitalidad de quien la atrae y la funda en su condición en el contexto de las relaciones que configuran su presencia en la realidad.
Asentir libremente, al bien es querer orientar la vida propia en conformidad con sus exigencias. La acción buena no es una actividad cualquiera; es fundamentalmente comunión de conocimiento y de amor con el bien supremo, tal como el agente lo conoce y lo acoge. La acción moral no es adhesión a un sistema de pensamiento o la adquisición de una técnica; es gravitar personalmente en el mundo de Dios, dejarse conformar a él, secundar su moción, crecer en la disponibilidad de la escucha, en la decisión de orientar la vida propia según los indicativos que acepta de él. Esta actitud compleja cualifica al agente y las obras que realiza en coherencia con su condición.
Cuando la persona sigue este planteamiento de vida, adquiere estabilidad y rigor, y los actos que realiza, más que momentos puntuales, se convierten en expresión de relación, en estilo de comunión, en tendencia a la verdad y al bien. Los dinamismos a través de los cuales se cualifica la capacidad de obrar bien tienen valor y estructura propia y se distinguen de acuerdo con las metas que los especifican. Las relaciones amistosas, de confianza, de justicia, de gratitud y de respeto son todas ellas humanas y difieren de modo inequívoco unas de otras. Esta orientación al bien es permanente; perdura también cuando la persona, como; por ejemplo, en el sueño, no realiza concretamente sus exigencias. Obrar en acto no es el único momento humanizante: Son tales también los paréntesis de silencio; las fases en las cuales la persona vive la gestación de una disponibilidad más intensa al bien. Este silencio vigilante no hay que confundirlo con el rechazo y la omisión de la actividad, índice de indiferencia, tibieza (Apo 3:16) y falta de vitalidad (cf Jua 15:2-6) que caracterizan a quienes, aunque no abdiquen del todo de sus propias responsabilidades, desatienden de hecho sus exigencias.
A pesar de ello, es cierto que la virtud crece cuando la persona obra de hecho y se abre con aportación personal al influjo del bien. El obrar perfecciona a quien al vivirlo actualiza en verdad y sinceridad sus propias virtualidades de acción, en la docilidad a la realidad y al bien.
El acto moral tiene estructura relacional; la madurez que confiere se realiza bajo el influjo de aquellos con quienes la persona entra en relación. Este dato adquiere importancia específica en las actuaciones en las cuales la persona consiente a Dios que la une a sí. La perfección humana es perfección de comunión y crece en la interrelación de quienes concurren a construirla.
Para la persona, quererse a sí misma es querer el bien de la comunidad-en que vive, y -viceversa. Obrar virtuosamente es crecer en verdad, avanzaren el camino de la concienciación, explicar y actualizar el consenso al proyecto que inspira la propia historia y la articula en la de todos, en la fidelidad a la vocación a crecer juntos en el mundo, proyectados hacia el todavía no de la historia, orientados al bien de todos y todos en Dios. El obrar virtuoso se actualiza en este contexto, tiende a robustecerlo y se cualifica cuando la atención de la persona, habiendo interiorizado el dinamismo del obrar, puede abrirse libremente a la intensidad y verdad de la comunicación.
Es virtuosa la persona que se libera en el bien, que libera el poder de expresarse en verdad, de secundar las exigencias de la relación, de cultivar la madurez de las relaciones, de ser principio del propio obrar, o sea de tender con espontaneidad y creatividad al bien. Piénsese, por ejemplo, en los virtuosismos de los artistas que en su madurez pueden asentir con plena libertad a la inspiración; en la pregnanpia y ductilidad de comunicación de quien conoce bien aquello de que se trata. Esto se ve con mayor inmediatez en el campo del bien. Sólo el que es justo puede realizar de modo justo lo que es justo (Aristóteles). Cuanto más la atención está secuestrada por las dinámicas del obrar, menos la acción es espontánea, libre y creativa.
La virtud es la expresión del dominio de sí; es fruto de la libertad libre para dirigir las inclinaciones y las potencialidades humanas al bien, para asentir a la atracción que él ejerce, para seguir el bien amado en la variedad articulada de sus expectativas y propuestas. Cuanto más la persona es dueña de sí, más puede asentir a la atracción del bien y realizarse en comunión con tensión unificada.
La virtud es una cualidad; es un modo de tenerse, de poseerse, de estar en las propias manos, y, a la vez, es disponibilidad a dejarse tener, coger, a secundar con espontaneidad lo bello, lo bueno y lo verdadero, a vivir en las relaciones de comunión. La expresión más alta de esta potencialidad se ve en la relación con Dios. Convertirse en personas libres para hacer cuanto a él le place, encontrar la propia complacencia en hacer lo que le agrada, en vivir juntos, en caminar por sus senderos, es meta que polariza las aspiraciones y hacia la cual se está siempre en tensión. La virtud hay que concebirla en esta perspectiva, en orden a esta liberación. Esta disponibilidad no puede perseguirse por sectores. En el campo del saber o del arte se puede cultivar un aspecto; el bien o se lo realiza del todo o no se lo ama de verdad. No se puede ser seres humanos en parte o durante algún tiempo; no se llega a serlo si no se tiende con sinceridad a serlo.
La tradición ha connotado esta prerrogativa en el dato comúnmente reconocido, según el cual las virtudes de la afectividad se relacionan y capacitan para buscar y seguir en :las diversas circunstancias el bien verdadero de la persona y de las relaciones. Conexiones y mediación son prerrogativas distintas e inseparables de la virtud moral.
b) La virtud connaturaliza con el bien. La virtud- cualifica a la persona en dinamismo y en su modo de situarse ante la realidad; capacita para hacer personal y libre la inclinación al bien; plasma las facultades cognoscitivas y afectivas, racionales y sensibles, las hace dóciles a la atracción y a la consecución del bien. La persona virtuosa se relaciona no con realidades abstractas, sino con el nosotros de la solidaridad en que vive y que acrecienta cuando realiza sus exigencias con inteligencia, amor y perseverancia.
Como categoría moral, la virtud hay que verla en el contexto de la visión de la realidad en que se sitúa quien la practica y de la aspiración a que obedece. En la perspectiva cristiana, el bien con el cual la persona virtuosa se relaciona es la unión, en el pueblo de Dios y en la humanidad, con Dios, del cual se deriva, en el cual vive y al cual tiende, en Jesucristo y en el Espíritu. En el fiel las virtudes se derivan de la gracia, radican en ella y hacen crecer en la filiación adoptiva, la cual no sólo no compromete la pertenencia a la familia humana y la radicación en la historia, sino que robustece la decisión de hacer humana la realidad que Dios reconcilia consigo. El organismo virtuoso, en la compleja y armónica variedad de sus expresiones, es fruto de la trasformación que la gracia realiza en las personas que; en el pueblo de Dios, asienten a Dios mismo y cooperan a la actualización de su designio.
La vida virtuosa, en su expresión más genuina, es eminentemente teologal. Dios convierte a sí a la humanidad y a la creación, y revela el camino a través del cual la reconcilia consigo. En esta perspectiva la perfección humana es fruto y expresión de la respuesta a la vocación última de la persona, que es la divina (GS 22) y que se articula en el camino que es Cristo. Dios mismo, de un modo que él solo conoce, da a todos la posibilidad de ponerse en contacto con él; en él los seres humanos reciben los gérmenes de la virtud («nascentia virtutum», Liturgia de las horas del 22 de diciembre, preces de laudes), es decir aquellas prerrogativas que permiten perseverar en la confianza mediante la cual la persona deja obrar al Espíritu, vive bajo la acción de la gracia, secunda las iniciativas que potencian y hacen permanente la conversión.
La virtud exige la personalización del potencial de inclinaciones y tendencias de que están dotados los seres humanos, y no lo destruye; lo sustrae a los procesos de masificación y de indeterminación, y no anula sus dinamismos; es la historia de la fecundidad de la relación con el bien, con el cual la persona se convierte en ella misma y madura las elecciones cotidianas.
Para captar el alcance de esta sublime prerrogativa de la persona no basta hacer referencia a las escuelas filosóficas o teológicas que tratan de ello; hay que referirse a quienes lo viven, a los santos y alas santas, que encarnan sus exigencias. En éstos no se confunden con la teoría que la interpreta. Cuando se verifica una separación entre doctrina y vida, a ésta hay que referirse para captar la verdad; ella muestra cómo la virtud no tiene nada en común con las formas engañosas de cálculo, con las actitudes elitistas, con las tendencias espiritualistas e intimistas, con las cuales a menudo se la confunde. La virtud crece en quienes elaboran sus potencialidades para hacerlas converger en la responsabilidad en, con y por el pueblo de Dios, y en quienes se preocupan de lo que contrasta con el bien humano y retrasa la conversión a sus exigencias.
Es fundamental en la virtud la tenacidad en perseverar en el bien y en procurarse las condiciones para realizarlo con coherencia. El que razona, crece en el conocimiento de la verdad; el que practica ¡ajusticia, se cualifica en la pertenencia a la comunidad de los justos; el que espera y ama, vive y crece en el pueblo de Dios.
La virtud se nutre de fidelidad, gratuidad, inventiva, solidaridad y participación. Se es virtuoso no aisladamente, sino en el contexto cotidiano del bien, vivido en la familia y en el pueblo de Dios y realizado en el ejercicio de las propias responsabilidades por y en la creación.
Los seres humanos son todos potencialmente libres y solidarios; sin embargo, de hecho obran en verdad sólo los que sin trampear responden a las exigencias del todavía no de las posibilidades humanas.
La virtud dice relación a todo el bien y comprende la convergencia en él de toda la persona. El que no tiene la virtud puede alguna que otra vez obrar rectamente. Pero sólo el que no desatiende las potencialidades que estructuran la propia historia se connaturaliza con la comunión interhumana en Dios.
Según la tradición, las virtudes principales son la justicia, la sabiduría, la caridad, y todas ellas actualizan la conciencia de querer introducirse en la familia humana que Dios reconcilia consigo. Este camino lleva a discernir de qué historia se forma parte, qué historia se construye, a qué historia se es fiel.
c) La virtudes estilo de búsqueda y de fidelidad. Los elementos que concurren a construir la persona recta son muchos y se articulan en el principio que unifica la existencia, plasma e informa sus actividades y dinamismos. La virtud orienta al fin último, no hace impecables, infalibles, omniscientes y omnipotentes; sostiene en la decisión de llegar a ser humanos y fieles, en la imploración del perdón, en la esperanza de adaptarse a las expectativas del bien, tal cómo se proponen y como la persona las percibe con los criterios y los medios de que dispone.
La persona recta dispone de válidos criterios de discernimiento, que alimentan la regeneración de la tenacidad de perseverar en el bien y de permanecer en camino hacia la plenitud de la verdad. El obrar virtuoso, en lo que tiene de específico, no se sustrae al control de los análisis; pero no se puede valorar con el metro con que se analizan los comportamientos externos. A menudo la persona virtuosa se siente llevada en su camino a avanzar reservas inspiradas en la propia conciencia, y éstas no son menos válidas por el hecho de no recibir siempre reconocimiento social.
Este dato es importante, sobre todo cuando se intenta valorar los reflejos socio-políticos de la vida virtuosa. No todas las personas virtuosas son reconocidas en su valor y no siempre inciden de modo importante en la realidad social. Su vida está oculta con Cristo en Dios (Col 3:3) y a menudo no polariza la atención común. No por eso su camino es menos recto. La persona justa no es testaruda; pero no desiste de realizar lo que juzga hermoso y justo por el mero hecho de que es la única en perseguirlo. No reniega de la meta, ni siquiera cuando pierde y está en minoría.
La contribución del rico al templo se valora mucho más que las pocas monedas de la viuda; sin embargo, sólo ella atrae la mirada del Señor y encuentra su complacencia (cf Mar 12:41-44; Luc 21:1-4). La preferencia de Dios por los últimos y por los pobres, a la vez que desaprueba los cálculos y las resistencias de los egoístas y de los perezosos, indica el camino a través del cual la historia entra en el reino. Los indicativos evangélicos no son normas de cortesía; confirman a los elegidos de Dios en seguir la inspiración, incluso cuando ésta lleva a tomar senderos impracticables y a perseverar en el camino de la locura de la cruz (cf 1Co 1:18-25).
El fin primario de la virtud es teologal: es la adhesión convencida al beneplácito de Dios, la obediencia al Espíritu, que en su iniciativa conduce a personas y comunidades a elegir las vías misteriosas que se juntan en la recorrida por Cristo, al que el Padre glorificó en la resurrección (cf Flp 2:5-11).
La virtud no es un cálculo de probabilidades para fij ar la elección vencedora; es confianza, docilidad, consenso. Crecer en ella es resultado, no premisa; se consigue y madura por la interacción con la realidad amada; es estilo de consenso y contexto de iniciativa.
2. PERSONAS Y PARTíCIPES DE LA NATURALEZA DIVINA (2PE 1,4): VIRTUDES INFUSAS Y ADQUIRIDAS: DISTINCIí“N Y RELACIí“N.-La visión teológica de la realidad reitera como fundamental el dato relativo a la estructura compleja de la persona, que es, ser humano y partícipe de la naturaeza divina, llamada a realizarse como criatura -y adoptada en la vida trinitaria. Los textos neotestamentarios hablan de la condición de creación nueva, en la cual, la humanidad es reconciliada (2Co 5:16s); regenerada (1Pe 1:3), y en virtud de la cual es:partícipe de la naturaleza divina (2Pe 1:4).
La toma de conciencia explícita e inequívoca de los reflejos de este dato maduró lentamente en la comunidad cristiana. Sólo en el siglo xii se comenzó a tratar explícitamente de las virtudes infusas, llamadas también sobrenaturales, y se hizo en, el contexto de la profundización de la reflexión sobre la gracia y sobre las posibilidades que ella confiere al ser humano [l Virtudes teologales I, 2]. Los teólogos consideraban la categoría virtud la menos inadecuada para expresar en un plano de analogía la gran riqueza que la revelación descubre al ser humano. Ella permite subrayar algunos rasgos de la novedad de vida de la cual los fieles son hechos partícipes. La virtud infusa brota directamente de la gracia y de la caridad, capacita para crecer y obrar en la familia de Dios (Efe 2:19) en el momento mismo en que potencia y exige una vida en sintonía con la condición de, criatura.
La convicción que orientó el análisis teológico es que Dios en el orden de la gracia provee a sus criaturas de modo no menos perfecto que lo hace en el plano de la naturaleza. Habiendo elevado a la humanidad a la filiación adoptiva, ha dotado a las personas de capacidad de acción que habilita para vivir con fidelidad la nueva condición e inicia ya en el tiempo en la vida de Dios que resplandecerá plenamente en la gloria. Estas cualidades habilitan para corresponder a las expectativas de la filiación adoptiva y, en virtud del estado de gracia al que están unidas, refuerzan el poder de contrastar el «mal antiguo» (Liturgia de las horas, martes de la I.a semana de adviento, oración de laudes), que oscurece la inteligencia y debilita la tendencia a amar, decidir y obrar el bien. Este influjo se consigue con un proceso que puede denominarse reconciliador. Las personas amigos de Dios tienden a hacerse cargo de las miserias e imperfecciones que experimentan en sí y en la realidad en que están inmersas. No se convierten en víctimas suyas, no se dejan bloquear en el camino de la fidelidad; se cogen de la mano, perseveran con confianza en sus deberes sin desaliento y sin presunción. El consenso sincero a vivir en Dios se refleja en toda la persona y la dispone a cooperar con inteligencia y participación en el bien humano. Este influjo no tiene nada de automático; funda una posibilidad, no ofrece resultados; capacita para conseguirlos, pero no dispensa de vivir el proceso fatigoso y perseverante que lleva a ellos. El crecimiento en las virtudes adquiridas, aunque de modo diverso, compromete no menos que el que lleva a la madurez de las infusas. Es un camino que las personas justas están llamadas y capacitadas para recorrer, y que dura cuanto la vida; está lleno de sospresas, riesgos, tentativas, expectativas, arrepentimientos, recuperaciones, etc.
Las personas fieles, incluso cuando realizan la experiencia del mal, vigilan para no decaer; sacan continuamente recursos de racionalidad y de gracia y resisten a la tendencia de caer en una vida disociada, desordenada, que lleva a vivir como alternativas las potencialidades que deben convertirse en centrípetas.
El mal en la variedad de sus expresiones acecha constantemente el camino humano e impone vivirlo con vigilancia y temblor. Es verdad que su poder no es ilimitado, se ejerce en el tiempo y en las realidades ligadas al tiempo; sin embargo es muy insidioso y ataca a todo y a todos. El fiel sabe que el mal no tiene poder de separar de Dios (Rom 8:35s), pero que la unión con Dios expone más a sus acechanzas (Apo 12:17); por eso vigila para no ser víctima suya y para hacer efectivamente que quien lo comete se convierta y viva.
La virtud es a la vez epiclética, vigilante y creativa; sostiene en el hacerse prójimo (Luc 10:36) y en el caminar por el sendero de la reconciliación descubierta y recorrida por Cristo (2Co 5:16-21).
Ser humano y bueno significa reconocer y secundar a la vez la seriedad y el rigor del proceso racional, la docilidad a la acción del Espíritu y la fidelidad al dinamismo de la gracia. No se trata de regímenes alternos de vida, sino de secundar la estructura unitaria y compleja de la condición humana tal como se desprende de la revelación. Las existencias de una sola dimensión son siempre pobres. Las de quienes presumen ser fieles a la gracia descuidando las responsabilidades humanas no lo son menos que las de quienes, atentos y diligentes en cultivar las prerrogativas humanas, desatienden las cualidades de los miembros de la familia de Dios.
A partir de la reforma protestante, la reflexión sobre la gracia se acrecentó constantemente en valencias nuevas. Experimentó un salto cualitativo en el Vat. I con las decisiones relativas a la distinción y a la relación entre orden de la creación y de la revelación, razón y fe (const. Dei Filius, c. 4: DS 3015-3020; 3041-3043). En el Vat. II ha tenido una nueva estructuración, sobre todo en la perspectiva de la relación Iglesia-mundo, de la vocación misionera de la comunidad cristiana, de las responsabilidades que de ahí se siguen en orden a la promoción humana y a la colaboración en la solución de los complejos problemas relativos a la paz del mundo, a la vida y al ambiente.
La Iglesia en sus miembros es cada vez más frecuentemente interpelada como experta en humanidad; dialoga y coopera con las diversas religiones y con hombres y mujeres de buena voluntad que luchan por el reconocimiento de los derechos humanos. Esto supone la urgencia de capacitarse para conjugar las valencias específicas de la condición cristiana y las de la dignidad humana.
El creyente es desafiado para vivir, activa y sensatamente, a nivel planetario, la solicitud del bien humano. Responder a la llamada a la santidad en las fronteras de la historia (sínodo de los laicos 1987) supone capacitarse para dar razón de la esperanza (1Pe 3:15), saber vivir en la justicia, aprender a administrar la creación. Se trata de asentir a la estructura unitaria y compleja de la persona y de actualizar estilos de vida ejemplares que sostengan el hacer frente con valor y habilidad a las responsabilidades humanas, cívicas y políticas. La urgencia de ser hombres y mujeres en el mundo y en la ciudad de Dios en la recíproca comunicación es un desafío para todos. En esta óptica la cuestión de las virtudes infusas y adquiridas aparece estrechamente relacionada con la de la continuidad, sin confusiones y exclusiones, entre los dones de Dios. Hoy es más existencial que teórica; desafía a los pueblos y a las comunidades, y no sólo a las personas particulares; exige propuestas de estilo de relación, no soluciones verbales. Se sabe que es posible superar la dualidad, pero no se ve cómo hacerlo todos concretamente en el contexto del mundo contemporáneo. La multiplicación de las iniciativas, de las propuestas, de las discusiones, evidencia que en este nivel es donde se experimenta la cruz de la fidelidad.
La capacitación para las tareas humanas dentro del rigor de sus exigencias debe multiplicarse con la vocación para vivir en todas las manifestaciones de la existencia con Cristo en Dios. Es el aspecto más radical de la armonía entre vida de gracia y fidelidad a lo humano. El impulso del Espíritu y las expectativas actuales convergen en favorecer estilos de vida en los cuales las perfecciones hurrianas se armonicen y no se desarrollen en alternativa. El camino que Dios invita a seguir en Jesucristo es enteramente humano y todo él filial, y estos dos aspectos interactúan recíprocamente. La meta es una humanidad de acuerdo en el consenso a la adopción filial, vivida por personas fieles a su humanidad.
Esta propuesta permanece teórica o elitista mientras no se convierte en estilo común de vida. El aspecto más interesante de la discusión sobre la autonomía moral y la ética de la fe hay que verlo en esta prospectiva (cf O. BERNASCONI, Morale autonoma e etica della fede). Las dos propuestas consideradas por separado no son imperfectas por lo que afirman, sino por los aspectos de verdad que cada una de ellas descuida. Ambas deben asumir lo que en la otra es dominante. La distinción de las virtudes, fundada en la formalidad de bien, permite valorizar estas diversas gravitaciones.
Los signos de los tiempos convalidan esta visión de la realidad. La laicidad exige que los cristianos y los creyentes compartan la vida de todos, sin reductivismos y privilegios. Al mismo tiempo es cada vez más explícita la llamada dirigida a ellos para que permanezcan fieles a su inspiración. La vocación cristiana hade vivirse dentro de la historia; en la solidaridad sincera con todo lo humano y en la fidelidad incóndicionada a la comunión con Dios.
La participación en Cristo de la filiación divina no dispensa de las tareas humanas; compromete a vivirlas. Capacitarse para hacerlo es tarea que, nunca termina. No basta ilustrarlo; es preciso disponer de estructuras de capacitación que sostengan al aclarar las propias responsabilidades y, precisar los caminos concretos para hátérles fíente. Las personas virtuosas lo son seres-aislados; crecen y obrad encarnadas en la realidad, se preocup4n de ella, fieles a su condición ya Dios, fin último de la, creación, de la humanidad ‘y de su peblo: Creador es el que sé ha revelado en Jesucristo: Asentir aluno es asentir al otro.
En el contexto del asentir a Dios que revela, las, virtudes adquiridas son plenamente perfectivas del ser humano y concurren a la total expansión de sus potencialidades y posibilidades. Sólo en contexto de gracia la virtud es perfectiva, porque sólo en y por la gracia la persona asiente en verdad a Dios, fuente y vértice de la perfección de todo lo humano en todo ser humano. El asentimiento a Dios funda y convierte todos los dinamismos humanos y hace centrípetas las relaciones que las personas establecen en la familia humana, solidaria de la divina. Así como la fe no suprime a la razón, sino que la supone, la potencia y exige su actividad, del mismo modo la adhesión a Dios salvador no anula las diversas formalidades del bien humano, las exige, las dinamiza y las orienta.
La relación infuso-adquirida es el desarrollo de lo que une filiación adoptiva y condición criatural. Es necesario que caiga la barrera que aisla estas dos dimensiones de la persona, si se quiere que la humanidad sea verdadera y buena. La filiación no se desarrolla en perjuicio de la creaturalidad, sino que la potencia y le abre los horizontes sublimes de la ternura del amor filial. Eliminar las barreras de separación no significa confundir los órdenes de la realidad, sino promover la unificación de las personas en la fidelidad a la propia verdad en Dios, que lo ha creado todo en el Verbo y lo reconcilia todo en sí, en Jesucristo, el Verbo hecho carne, que da el Espíritu.
La unión salvífica con Dios es siempre y sólo teologal, pero no anula la relación inteligente y libre de la criatura con el Creador. Los dos modos de representarse a Dios y de situarse en la historia -el que se inspira en las exigencias de la racionalidad de criatura y el que se desarrolla en la línea de comunión- están .unidos, pero no son inseparables. Se puede tener las virtudes adquiridas y no las infusas, pero no las infusas sin la disponibilidad sincera a las primeras.
La unión con Dios exige el pleno reconocimiento de las exigencias de la creaturalidad y de la humanidad, aunque éstas, por la perfección misma del orden creado, pueden actualizarse sin e1 pleno y explícito sentimiento a Dios.
Los que aman a Dios y creen en él deben contrastar la ilusión de poder ignorar -impunemente las responsabilidades racionales o de ser sus árbitros; igual que los que persiguen el bien humano no prescinden sin perjuicio de referirse a la verdad evidenciada por la- intervención explícita de Dios en la historia. La unión con Dios no- dispensa del esfuerzo racional; y éste es autónomo, auténtico, pero. no único ni exclusivo.
Los grados de la realidad son autónomos, y la perfectibilidad de cada uno de ellos se verifica según dinámicas específicas. Toda realidad está ordenada a la perfección que le compete, y ésta es tanto menos fija y unívoca cuanto más se realiza en relación auténtica con la verdad primera, que se participa a sí misma según los planes de su providencia. Los fundamentalismos, los integrismos, los sectarismos, cualesquiera que sean las matrices que los inspiran, falsean la realidad y comprometen la verdad del bien humano. Las posibilidades humanas son finitas sólo por el error y la falsedad; en sí mismas son reflejo de la perfección de Dios, el cual funda la realidad en la variedad de sus formas y en la inagotable potencialidad de las riquezas que permiten obedecer al «sed perfectos como vuestro Padre es perfecto» (Mat 5:48).
3. LAS PRINCIPALES CATEGORíAS DE VIRTUD. -a) Las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. – El aspecto teologal. El origen de la tendencia a aislar la «santa tríada» (CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Strom. IV, 7: PG 8,1265) y a presentarla como -fruto y expresión de la vida nueva , en Cristo (2Co 5:16) se remonta a los orígenes de la tradición cristiana; ciertamente es anterior a Pablo. El habla explícitamente de fe, esperanza y caridad; las indica con esta misma secuencia en 1Co 13:13 y las menciona en otros varios escritos, si bien con diversas variaciones en el orden: ITes 5,8; lCor 13 7; Gál 5:5ss; Rom 5:1-5; Rom 12:6-12; Col 1:4-5; Efe 1:15; Efe 4:2-5; 1Ti 6:11; Tit 2:2; cf Heb 6:10-12; Heb 10:22-24; 1Pe 1:3-9; 21ss. En su conjunto, cualifican y sintetizan las diversas expresiones del obrar de los fieles. La inteligencia que de ellas tiene la comunidad, el modo de cultivarlas es reflejo del conocimiento del plan de Dios y del modo de secundar sus exigencias en la era salvífica inaugurada en la resurrección.
La tradición teológica, al menos desde el siglo xiii en adelante, fue cada vez más unánime en reconocerlas, en llamarlas teologales y en valorar su carácter unitario. Los elementos que las caracterizan se reducen sustancialmente a los siguientes: -son el reflejo de la iniciativa salvífica de Dios; están estrechamente unidas a la vida de gracia, se infunden con ella; -capacitan para conducirse como conciudadanos de los santos (Efe 2:19) en el pueblo que Dios reconcilia consigo en Jesucristo y que en el Espíritu inicia en la conformación plena en la gloria; -su dinamismo se ilustra y orienta por la revelación y se cualifica basándose en la inteligencia que la comunidad creyente tiene de ellas bajo la guía del Espíritu (Jua 14:26).
La unión de la humanidad con Dios es por sí misma condición y contexto de fidelidad y de autenticidad. Hechos para Dios; sólo en y con él los seres humanos son ellos mismos. Las categorías activo-pasiva, que a menudo se adoptan para connotar este dinamismo, no describen adecuadamente la atmósfera vital en la cual son transformados los fieles y se hacen partícipes de la ternura trinitaria (cf .I Jua 4:16).
Las virtudes teologales son contexto y vértice de esta compleja novedad. Son prerrogativas de los particulares, porque lo son del pueblo en el que ellos son personas, del que son conciudadanos y en cuya comunión son vivificados. Vivir teologalmente es obedecer al Espíritu, asentir a él, que con sus intervenciones hace que personas y pueblos, dentro de la diversidad de sus condiciones y en las varias fases de la historia, vivan en unión con Dios-Trinidad. Este contexto es personal y personalizador, pero no siempre implica la actividad de todas estas tres virtudes. La tradición reconoce la posibilidad de un asenso cognoscitivo que no desemboca en la comunión amorosa y que no se expresa en la plena observancia de los mandamientos (Jua 15:1 s); sin embargo afirma que la unión en caridad crece en el contexto de fe y esperanza.
El aspecto teologal es fruto del sí a Dios; se nutre de consenso y de inventiva; convierte a la persona en sus dinamismos cognoscitivos, afectivos y operativos; obliga a hacer personales las relaciones que en sus exigencias concretas varían según los estados de vida y las fases de la historia de la salvación. La vida teologal es antes’que nada mentalidad, modo de situarse frente a Dios; se concretiza en el vaciamiento de las actitudes rebeldes e idólatras; hace dóciles para reconocerse originados, atraídos por Dios y viviendo en él; capacita para mantenerse en misión, sobre todo con quienes viven en el error y en la indigencia (cf Mar 2:17; Luc 5:31), para hacer que despierten a la propia vocación, asuman sus responsabilidades históricas, se sustraigan a la pasividad y a los mimetismos desresponsabilizadores, potencien voluntad e inteligencia para proyectar, realizar y verificar el camino hacia la plena manifestación de la gloria (Rom,Luc 8:19), cuando Dios lo será todo en todos (ICor 15,28).
Los iniciados en la vida trinitaria se nutren de palabra, crecen en la celebración del misterio, viven la misión ordenada a la conciliación del mundo con Dios (2Co 5:16ss). En lo teologal misterio, comunión y misión están indisociablemente unidas (IPe 2,21 ss). El aspecto teologal es trinitario en la fuente y en el vértice, misionero y comunional en el dinamismo histórico, encarnado y liberador en la irradiación. Es suscitado por Dios Trinidad y convierte a Dios Trinidad (S. Th, I-II, 9..109 a. 3; a.-6, ad 1); inicia para vivir en la morada (Jua 14:23), en la luz, en la vida (Jua 1:4). Los elegidos, regenerados (1Pe 1:3) en la esperanza, abren los ojos (Luc 24:31); ven todo lo que la luz ilumina y asienten con corazón dócil (cf DV 5) al Espíritu de consolación y de verdad. Dios Trinidad atrae a las criaturas que asienten a su motivación; las acoge en sí, las transforma con un proceso que, cualquiera que sea la forma concreta en que se verifica, brota de la participación de la naturaleza divina (2Pe 1:2) yestá ordenado a hacer explícito y radical el consenso a ella (cf S. Th., I-II, q. 110, a. 3, ad 1). El movimiento propio de la vida teologal es de’conversión al principio del que se deriva y en el que se injerta.
– El contexto de las virtudes teologales. La perfección humana en el tiempo tiene carácter filial (Gál 4:4s) y esponsal (Efe 5:25ss). Esta ampliación de horizonte potencia todos los dinamismos humanos, cualifica las responsabilidades personal, cívica y de criatura, valoriza y unifica toda actividad.
El bien humano es teologal, humano y creatural. Estas diversas gravitaciones están articuladas, y cada una de ellas se realiza según su propia lógica. El aspecto teologal constituye su coronación, no lo vacía; influye en él y, a través del ethos de la racionalidad prudencial y de la justicia, impregna y potencia de él sus expresiones.
Las virtudes teologales causan todas las virtudes infusas (S. Th., II-Il, q.. 161, a. 4, ad 1; q. 10, a. 1, ad 3); influyen en ellas por fundación e iluminación y, a través de ellas, inciden en todo el obrar humano.
La realidad moral es tan compleja como la antropológica, que en Jesucristo resucitado destaca en toda su grandeza. Por eso son falsas tanto las propuestas que desatienden la filiación adoptiva como las que anulan la condición creatural y las que no valorizan la interacción entre la una y las demás, como si la vocación de la persona no fuera una o la unicidad se afirmara en perjuicio de la variedad de sus componentes, los cuales, juntos todos ellos, deben armonizarse en el ser final. «De algún modo somos padres de nosotros mismos… al darnos libremente la forma que queremos..: en consideración de la virtud o del vicio»(SAN GREGORIO DE NISA, De vita Moysi lI, 3).
Vivir de la fe que obra en la caridad (cf Gál 5:6) no significa conocer verdades antes ignoradas, sino arraigarse (Efe 3:18) en el conocimiento que Jesucristo tiene del Padre (Mat 11:27) y de su designio de salvación y que participa por el Espíritu (Jua 16:13). En el hoy de la Iglesia peregrina en el mundo cómo sacramento de salvacióil; la vida teologal es esperanza (Rom 8:24) y experiencia de comunión con el Padre; por el camino de la cruz conduce a la resurrección. En esta actitud radica el discernimiento, dirigido a la transformación dé la realidad, a la realización de estructuras justas y humanas, a la superación de las divisiones qué impiden la solidaridad de todos y anulan el bien humano.
El camino hacia el crecimiento y la autenticidad del aspecto teologal pasa a través de la escucha de la Palabra, la contemplación, el hablar de Dios y con Dios, el reconocerse nacidos de Dios y llamados a vivir en él, y se expresa en el diálogo sincero con las religiones y las culturas que encarnan la creatividad de los pueblos y en la participación del esfuerzo por la paz, encaminado a convertir a los que fomentan las injusticias y dividen a los pueblos. ‘
– La tradición antropológica cristiana une a las virtudes teologales los dones del Espíritu Santo, es decir, aquellas cualidades que ha leída en Isa 2:1.3 y que en el curso de los siglos n0 ha cesado nunca de profundizar e inculcar (cf M.M. PHILIPPON, Los dones del Espíritu Santo). La gracia de Dios no sólo funda al ser humano en la posibilidad de hacer personal la comunión de fe, esperanza y amor con él, sino también de asentir a las intervenciones que el Espíritu realiza para cualificar su dinamismo y orientar las relaciones interhumanas. Estas son o de carácter intelectivo: ciencia y entendimiento, o intelectivo afectivo: sabiduría, consejo, o preferentemente afectivo: piedad, fortaleza y temor. Ellos potencian las virtudes teologales, connaturalizan la inteligencia y la afectividad con la vida en Dios (entendimiento, ciencia, temor, sabiduría), potencian y cualifican las virtudes intelectuales y morales. El bien supremo al que todo tiende es la unión amorosa y sabrosa con Dios. En ella convergen todas las actividades humanas y de ella obtiene vigor e impulso toda la vida moral y el esfuerzo por la justicia y la paz entre los pueblos. La vida de los santos, dentro de la indefinida variedad de sus prerrogativas, constituye el testimonio más inequívoco de la obra admirable que el Espíritu lleva a cabo en la Iglesia para que sea en el mundo luz de las gentes (cf Luc 2:32).
b) La virtud en la inteligencia. – La teología contemporánea no trata de modo sistemático el tema de la ética de la inteligencia, de las cualidades que acompañan a la búsqueda científica, filosófica y teológica, a la actividad técnica y a la cualificación del bien humano vivida en verdad y con perseverancia. A algunos, incluso en contexto cristiano, les cuesta reconocer el valor de la perfección intelectiva, a veces en el campo mismo de la conducta moral (cf I. COLOSIO, Sono possibili eventuali conflitti tta intensa vita di studio e intensa vita di pregMera?). El argumento es de gran importancia y merece mucha atención. Cultivar la inteligencia es responsabilidad diaria imprescindible para todos; no sólo para los que se dedican a las tareas específicas en la investigación, en la actividad cultural o en la socio-política. La racionalidad y la inteligencia son dimensiones de la persona humana; valorizarlas es vocación común. Toda persona debe cotidianamente afrontar el problema de vivir y capacitarse para responder con competencia y sabiduría a sus cometidos; está estructurada para conocer.
– La tradición ética clásica ha profundizado mucho esta temática. En un célebre contexto escribe Aristóteles: «Admitamos que los medios con cuyo auxilio alcanza el alma la verdad (alétheuei), ya sea afirmando, ya negando, son cinco: arte, ciencia, sabiduría (prudencia), sabiduría y entendimiento» (Eth. VI, 3, III39b,15). Son las virtudes dianoéticas: dos de ellas radican en la razón práctica: el arte y la prudencia (ésta es también virtud moral); las otras, en la teórica. En la tradición cristiana todas estas virtudes, además de adquiridas, son también infundidas con la gracia. En ella, alguna de estas perfecciones (sabiduría, entendimiento, ciencia) designan también dones del Espíritu Santo, a los cuales se puede añadir el don del consejo, que perfecciona la prudencia y la virtud de la fe.
A este complejo sector de la perfectibilidad humana se lo ha distinguido según tres campos específicos, que conciernen al conocimiento teórico, el operativo relativo al fin, a la transformación de la realidad y al que está ligado al desarrollo de la vida virtuosa. En este campo entra, según hemos indicado, el rico patrimonio relacionado con la vida de gracia. Los diversos sectores de este vasto dinamismo cognoscitivo hay que estudiarlos con un análisis diferenciado. Cada uno de ellos se desarrolla siguiendo una dinámica propia. Aquí nos limitamos a poner de relieve la aportación del conocimiento al crecimiento de la humanidad y de la realidad, y la interacción, profunda y permanente, entre vida virtuosa y actividad cognoscitiva.
El conocimiento de la verdad y la investigación científica, el desarrollo técnico-artístico, el discernimiento del obrar evidencian la ductilidad, variedad y dignidad de la inteligencia, sitúan y destacan la importancia que tiene en la fidelidad a la vocación y á la misión humana. La pasión por la verdad es vocación que hay que liberar, potenciar e irradiar. Nadie la descuida en vano; seguirla es conocer sus dinamismos, permanecer a la escucha de la realidad, valorar sus potencialidades, mantener despierta la capacidad de maravilla y dé átención. Sé trata -de un estilo de vida inequívoco. Nadie lo evita impunemente y todos cogen fruto y participan de los beneficios de la fidelidad a sus exigencias.
Antes de decidir qué saber, cómo saber, qué uso hacer del propio saber, hay que tomar conciencia de que el ser humano, e inteligente, traiciona su propia condición humana si desatiende la perfección de esta dimensión suya. La virtud no es un atajo en el camino de la búsqueda ni una metodología inédita; es fruto de la docilidad a la verdad y de la decisión de perseguirla, según las propias posibilidades y condiciones, incluso cuando se muestra rigurosa y se impone en la complejidad de sus valores. La persona virtuosa no se limita a desoír el error, asiente a la creatividad y ordena a ella tiempo, energías y facultades. La perfección de la inteligencia exige atención atenta a la realidad, ascesis de la fantasía, capacidad de síntesis; disponibilidad a investigar y a seguir la inspiración, comunicación con quienes buscan, decisión de no trampear consigo mismo y con la realidad.
La tradición cultural para connotar esta perfección ha asumido la categoría virtud, entendida no en su acepción de relación consciente y libre al bien, sino de cualificación estable y refleja de la actividad cognoscitiva. La perfección intelectiva no es un fenómeno neutro; no ocurre al azar, progresa en la disponibilidad a la reflexión y a raciocinar en el desarrollo de la dimensión comunicante de la condición humana. Las formalidades bajo las cuales puede ser conocida la realidad son innumerables: profundizar una significa a menudo descuidar las otras. Ninguna persona abraza todos los campos del saber; pero ninguna llega a la verdad si no la busca con sinceridad y perseverancia. Sólo la humanidad puede conocer toda la verdad, y únicamente la comunicación entre los seres humanos permite compartir su riqueza. Esto ocurre cuando la aspiración a la verdad vence los obstáculos que retrasan su búsqueda e impiden su irradiación. El conocimiento reflejo potencia la facultad cognoscitiva. Aunque el que se dedica a buscar no es por este solo hecho una persona justa, la búsqueda como tal perfecciona la condición humana, está potencialmente ordenada a convertirse en un bien universal y permite penetrar la belleza y la armonía de la realidad.
Cuando el término virtud se toma con connotación ético-moral exclusiva, se tiende a no valorizar su alcance en orden al aspecto perfectivo de la fidelidad a la verdad y al valor humanizante de la educación en ella: no es posible ser bueno omitiendo cultivar la inteligencia y resistiéndose a adquirir las prerrogativas que capacitan para la cooperación, libre y solidaria, en el,desarrollo humano. El hecho de que las virtudes intelectuales no tengan las mismas prerrogativas que las morales no significa que no constituyan perfecciones humanas y que no haya que sentirse responsables de ellas.
– Nadie desatiende aspectos de la actividad intelectiva sin comprometer su bien propio y el de la comunidad en que vive. En comunidades altamente tecnificadas es una grave irresponsabilidad no adquirir el mínimo de conocimientos relativos al ejercicio de las propias obligaciones. Obrar bien es ejercitar la responsabilidad respecto a sí mismo, al propio crecimiento, y por tanto conocer el fin al que hay que tender, el modo de referir (armonizar) lo cotidiano y lo eterno, lo inmediato y lo remoto. El que no sabe nada, no sabe hacer nada, no puede amar, ser justo, hacerse útil, cooperar al crecimiento humano de las comunidades de las que es miembro y al desarrollo de la creación de la que forma parte. El ser humano es el responsable primero e insustituible del bien propio. Nadie puede por sí solo activar sus poten= cialidades; pero nadie las cultiva realmente si se sustrae al rigor de la comunicación interhumana en la relación con,la realidad. Para tender personalmente al fin, cada uno debe conocerlo y valorar las condiciones de la rectitud humana en la múltiple gama de sus expresiones. El que es bueno conoce lo que está bien, y el que quiere el bien penetra sus dinamismos y potencia sin manipulación su desarrollo.
Ninguna persona se realiza auténtica si omite el conocimiento de sí y de la realidad que es indispensable para vivir, para hacerse útil en la comunidad humana y para ordenar el saber al bien. La perfección técnica, artística y científica es inadecuada si no se abre al conocimiento de la realidad en su riqueza y variedad y si no induce a reflexionar crítica y autónomamente sobre el modo de situarse uno mismo en la vida y sobre la orientación personal y solidaria de la historia. La omisión de esta dimensión falsea inevitablemente toda orientación de vida. El conocimiento que prescinde de la relación a la rectitud moral corre el riesgo de convertirse en contexto de manipulación y en instrumento de opresión. Lo mismo que la presunta rectitud que se desarrolla sin conocimiento, se vuelve emocional y da pie a todas las expresiones de lo irracional. Para amar verdaderamente es preciso conocer la realidad y la condición humana, adaptarse a sus expectativas, vigilar para discernir y contrastar las situaciones negativas que retrasan el camino hacia el bien.
La relación entre rectitud humana y conocimiento de la verdad es particularmente estrecha en el campo del conocimiento de fe y de la valoración prudencial. Su desarrollo va unido a la relación de la persona con el bien. No percibir y valorar lo negativo de algunas actitudes y orientaciones vitales es a menudo indicio de relación defectuosa con el bien y con los fines de la condición humana. Estas conexiones e incongruencias son percibidas por quien es fiel a la vocación humana, igual que algunos silencios son por sí mismos síntoma de desorden.
Cuando se trata de situaciones menos estrechamente ligadas al bien humano, la percepción de su valor positivo o negativo se libera más lentamente, se desarrolla con el consejo de los expertos y con la reflexión sobre los hechos y las condiciones de bienestar de los pueblos. Estas aportaciones, si son auténticas y no están manipuladas, no descomprometen ni desautorizan la racionalidad de la persona, sino que la sostienen en la maduración de las convicciones que potencian la capacidad valorativa y de decisión y la fidelidad cotidiana al bien humano.
Sin conocimiento del bien no hay virtud, y sin virtud la atención al bien se dispersa, anda errante, no centra los problemas y los capta de modo fraccionario y desarticulado. Rectitud e inteligencia del vivir se potencian recíprocamente. En la persona que asiente efectivamente al verdadero bien, la inteligencia se vuelve dócil, atenta, vigilante, recordativa y convergente; capta la realidad en las conexiones que la hacen verdadera y armónica; desarrolla sus valores en tensión creciente.
La inteligencia no orientada se agita, es dispersa y fragmentaria; vuela de una realidad a otra, no percibe la jerarquía de las realidades y su correlación, desatiende el bien humano y las dimensiones profundas del mismo, atribuye valor primario a realidades accesorias, por lo cual potencia la dispersión y lo genérico, típicos de quienes no saben lo que quieren y no quieren lo que concurre al bien humano.
Cuanto más positivamente la persona está ordenada al bien, más sus sentimientos se vuelven convergentes, dóciles y creativos. Es manifiesto lo infundado de los sofismas que pretenden legitimar la pereza y la irresponsabilidad. La ignorancia no es nunca una prerrogativa positiva; sobre todo no lo es cuando versa sobre lo que cada uno debe saber para vivir en comunión, para no comprometer la paz social y para no hacer injusta y nociva la vida asociada.
Calificarse a sí mismo de veras no es un hobby y no ha de ser herencia de pocos y prerrogativa de iniciados; es derecho y deber de todo ser humano. Una persona madura debe sentir la obligación de crecer en solidaridad responsable con todos, en fidelidad a Dios. Se realiza positivamente cuando obra por sentirse movida y atraída por el fin conocido y cuando personaliza las relaciones, robustece los lazos de comunión, asiente al bien y secunda sus directrices. El ser humano no es el principio primero de su obrar; pero tiene el poder de conocer a quien es su verdadera fuente, de reconocerlo, de asentir a su influjo: es coagente. A través del conocimiento, el bien amado influye en la actividad y se convierte en principio vital de dinamismo. Perseverar en este camino, cualificar y potenciar sus expresiones, hacer explícitas sus exigencias es prerrogativa específica e inalienable de la persona y es la perfección que la hace, amiga del bien amado.
– El desarrollo de la inteligencia tiene vínculos profundos con la actividad sapiencial, la cual lleva a la valoración del ser dentro ‘de la riqueza y la pregnancia de sus prerrogativas. La sabiduría contempla y penetra la realidad en sus valores supremos, sostiene la ciencia en su actividad específica, pero es Autónoma frente mella; percibe el valor profundo del ser, y esta percepción cualifica la experiencia histórica y los contextos en los. cuales se actualiza la presencia humana. Ella permite ver a una luz y perspectiva específica la realidad, penetra su fecundidad, captalas correlaciones y hace que todo converja hacia la visión del vivir y del obrar que califica el camino de las personas y de las comunidades y que constituye el patrimonio más precioso de la cultura de los pueblos. En este contexto es donde madura el aspecto más cualificador de la inteligencia; el que libera las potencialidades recónditas del ser, las hace salir a la luz, permite a la realidad revelarse y a las personas crecer en el orden y convertirse en fuente de orden, en parte cualitativa y no sólo cuantitativa de la realidad; contemplarla de modo unitario y articulado; verificar sus aspectos y sectores. Las dimensiones específicas del dinamismo sapiencial convergen todas ellas hacia la potenciación de la capacidad de vivir la maravilla en y de la realidad y de abrirse a la comunicación fecunda en y con el misterio.
La inteligencia es un bien que la fe fecunda. En Jesús es la participación del Verbo, que admite al conocimiento del Padre (Mat 11:25) y otorga el Espíritu que guía a la verdad entera (Jua 17:13). La revelación es fundamento y contexto de toda la vida cristiana y es don que introduce en la luz misma de Dios (Jua 1:9ss). El que vive en ella es dócil al Espíritu, que es amor; adquiere el poder de convertirse en hijo de Dios, en creyente (Jua 1:12); de gustar y penetrar el misterio; de conocerlo por connaturafdad. Amar la verdad es estar en la luz, convertirse en sabio. Es el tema dominante de la tradición sapiencial; engasta y hace refulgir lo que es central en la mentalidad hebreo-cristiana, a saber: que Dios se revela a su pueblo para fundarlo en la comunicación y en el conocimiento amoroso de sí y de la realidad, en la comunión con el misterio trinitario. La sabiduría es conocimiento gustoso, sabroso; el que disfruta de él experimenta la dulzura, el gozo, la paz (cf S. Th., 1111, q. 45, a. 2, ad 1).
Desear ser inteligente y sabio es expresión de fidelidad a la vida en Cristo, a aquél en el cual todo ha sido creado (Jua 1:3; Col 1:15-20) con sabiduría, orden y medida a aquel que, revelando el misterio del Padre, revela el ser humano a sí mismo (GS 22) y lo capacita para ser en la historia providencia para sí y para los demás (cf S.Th., I1-11, q. 91, a. 2).
c) Las virtudes morales-cardinales. – La tradición moral occidental. Con la expresión virtudes morales se suele designar las prerrogativas que cualifican la rectitud humana y constituyen su «quicio». Tratar de ellas es indicar cuáles son, y por lo mismo enumerarlas al mismo tiempo que describir las actitudes que contrastan su dinamismo.
La tradición platónico-aristotélica reconoce cuatro virtudes fundamentales: «la prudencia, que perfecciona la mente; el valor, que es la fuerza del apetito irascible contra el mal; la templanza, que resiste a la concupiscencia; la justicia, que lo armoniza todo en la justa proporción» (Platón). Esta enumeración ha inspirado, con variantes más o menos importantes, a la tradición clásica griega y latina. También en el NT se encuentran listas de prerrogativas buenas y de actitudes negativas (ef p.ej., Mat 15:19), pero no se las denomina virtudes y vicios. Casi con seguridad han brotado de la tradición del l decálogo.
De contenido y alcance diverso son las listas que se, leen en el cuerpo paulino y petrino. Se las ha relacionado con los catálogos que se encuentran en los estoicos y en los esenios y han estructurado la didajé primitiva de la comunidad cristiana. Pablo habla de las obras de la carne (Gál 5:19-21) y de los frutos del Espíritu (ib; Gál 22:26), y en otros contextos describe los comportamientos que los creyentes deben evitar (cf 1Co 5:10-11; 1Co 6:9-10; 2Co 12:20; Rom 1:29-31; Rom 13:13) y las obras que deben realizar (2Co 6:6; Col 3:12-15; Ef 4,lss; cf 1Pe 1:22). Algunas de estas listas tienen una estructura específica. Los estudiosos que las han puesto de relieve las han denominado códigos, exhortaciones domésticas o familiares. Piénsese, por ejemplo, en , Col 3:1; ,9; 1Pe 2:133, 1Pe 2:9; 1Pe 5:5; Mm 2,1-3,13; 6,1-2; Tit 1:79; Tit 2:1-10; Tit 3:1-10 (cf E. BOSETTI, Quale etica nei codici domestici [«Haustafeln’l del Nuovo Testamento?).
También los Padres griegos y latinos registran y desarrollan listas de virtudes y, correlativamente, de vicios. Un eco elocuente de esta tradición es la segunda parte de la Summa Theologiae, estructurada sobre la base de las virtudes teologales y morales, de los vicios que se oponen a cada una de ellas, de los dones del Espíritu que corresponden a cada virtud, de las bienaventuranzas, de los frutos y de los preceptos.
Hoy, de hecho, no se atiende a estas clasificaciones. Sin embargo, no parece que se consiga sustituirlas de modo válido y significativo. Se inspiran en la exigencia de proveer a la educación de la familia humana y del pueblo de Dios; en la obediencia al mandato del Señor de enseñar a poner en práctica todas sus esperanzas (Mat 28:20) y a dejarse llevar por el Espíritu que guía a la verdad entera (Jua 15:13). Las soluciones simplistas, no menos que los rigorismos fixistas, impiden esta fidelidad, que no pide transmitir esquemas,. sino educar en el bien humano en conexión vital con la comunidad, que en el curso de los siglos ha expresado en estos términos la inteligencia de la verdad sobre el bien humano. Es una operación ardua, pero imprescindible.
Los autores con aguda sutileza han descrito de modo unitario y articulado las actitudes fundamentales de la vida moral, y con habilidad y maestría han destacado su interdependencia. Se las denomina virtudes morales por sinécdoque, no porque constituyan las únicas o las principales prerrogativas de la existencia moral (en la perspectiva cristiana ésta recibe su cualificación primaria de las virtudes teologales). Se trata de una operación no infrecuente en el lenguaje moral, que está muy ligado a la tradición de los pueblos y que, en vez de sustituir los términos tradicionales, los asume, los transforma para ¡levarlos a expresar lo que quiere transmitir. .
– La virtud actualiza las potencialidades de la persona en el contexto de la realidad a la que está ordenada. Querer el bien es quererlo bien, es amarlo en su complejidad y totalidad, proyectarlo y practicarlo. Es virtuosa la persona que no se detiene a medio camino, y realiza el bien, todo el bien, porque lo ama y quiere situarse toda ella en la realidad, en la historia, en orden a Dios. La debilidad hace vivir la experiencia de la incoherencia, pero no legitima infidelidades y miserias. Es propio de la virtud capacitar y perseguir el verdadero bien humano en la conexión articulada de sus prerrogativas y en sus modalidades específicas.
Razón y revelación están de acuerdo en orientar al bien personal y comunitario y en hacer a las personas responsables en la creación, en la comunidad humana y en la obediencia religiosa a Dios. Se trata de competencias que no se improvisan y que hay que perseguir siempre. Ellas implican: -la aspiración sincera y permanente a amar, discernir .y realizar las condiciones para el crecimiento de la familia humana en la justicia y en la amistad, en sus relaciones internas y en la relación con Dios (l justicia, religiosidad, equidad, con todas las demás actitudes que estas tres fundan y potencian); -la disponibilidad a fortalecerse a fin de poder hacer converger hacia esta meta todas las energías de la afectividad (l templanza); -la fuerza de elaborar las situaciones negativas para no ser víctima suya y perseverar hasta la meta en el camino del bien (l fortaleza); -la habilitación para discernir el verdadero bien; para proveer y decidir las condiciones de su realización (l prudencia).
Estas perfecciones se expresan concretamente en una gama muy variada de comportamientos. Discernirlos y denominarlos con precisión es evocar y subrayar su importancia e indicar la aportación que suponen al crecimiento y cualificación humana. El lenguaje moral de los pueblos es un índice inequívoco del cuidado que ponen en discernir y potenciar el patrimonio de su crecimiento. Cuantas más personas y comunidades son responsables de la propia salud, más diferenciado es el análisis de las prerrogativas del espíritu humano.
Una cuestión frecuentemente descuidada, pero a la cual los expertos del bien humano conceden importancia, es la relativa a la jerarquía de las virtudes y de los bienes que perfeccionan las relaciones interhumanas y los vicios que lo comprometen. Por un motivo o por otro se indica a diversas prerrogativas y diversos vicios como principales, y con razón. La vida moral no es un cúmulo de deberes; es un organismo vivo con funciones diversas. Cada una de ellas está destinada a articularse en el todo de modo que sostenga e irradie la orientación fundamental del vivir. La función de virtud piloto puede variar también según el proyecto específico y el carisma que cualifica los diversos planteamientos de vida. La búsqueda de la verdad, la misericordia, la humildad, la simplicidad, la magnificencia, el discernimiento, el compromiso por la justicia -y la paz de los pueblos, etc., constituyen algunas de estas prerrogativas que orientan a los peregrinos que avanzan por los caminos del mundo, todos hacia la misma meta, siguiendo cada uno su itinerario e intentando sintonizar con el de los demás. Aspirar a esta meta significa capacitarse para obrar con justicia, de modo que el bien de todos se realice, participe y comparta por todos. El que ama la justicia se modera, se educa, se cultiva en el hambre y sed de la paz (cf Mat 5:6.9), discierne sus caminos, contrasta los obstáculos que la amenazan y persevera en realizar las condiciones que hacen la vida digna de ser vivida. El que quiere el bien secunda en sí y en los demás la alegría de vivir, trabaja para que la condición humana sea paratodos pacífica y amistosa. Ama el fin quien decide y recorre los caminos que tienden a él y contrasta las miras individualistas que llevan a buscar el propio interés y a perseguirlo con mañas y astucias.
– La virtud no es un comportamiento intermitente o improvisado; es orientación conocida, amada y seguida con constancia y firmeza, sin dejarse arrastrar por las situaciones negativas que impiden abrirse a las metas transhistóricas que orientan a la humanidad en el tiempo de su peregrinar.-La personalidad buena no opone resistencia a ser plasmada por el objeto de amor, por el bien, por el fin. Se deja cautivar por él, se connaturaliza con sus exigencias y lo realiza:. En esta fidelidad crece la experiencia que lleva a discernir el verdadero bien y cualifica el gusto y el gozo del obrar. Discernimiento y decisión, autodominio, constancia en perseverar justo son las prerrogativas recíprocamente conexas de las personas buenas. Estas hacen bien el bien porque aman y quieren hacer personal la relación -con el bien-fin; se dejan «secuestrar’~-por él; tienden a cultivar la virtualidad de que disponen, apoyándose en las potencialidades de acción fundadas por la promesa de Dios en un clima de imploración, de confianza, de perdón acogido y compartido.
El ejercicio de las virtudes morales está ordenado a hacer que la familia humana se convierta en el contexto dentro del cual viven las personas libres que disciernen la capacidad de amar de sus falsificaciones o de sus realizaciones imperfectas, que son conscientes de las represiones, de las defensas y de las rémoras que impiden quererse y sentirse solidarios compartiendo las responsabilidades inherentes a la pertenencia a la misma familia. llamada a crecer como pueblo de Dios.
Esta perspectiva no es para nadie una conquista estabilizada; es para todos meta; debe convertirse en aspiración, proyecto y realización en orden a la liberación de la capacidad de amar y de la habilitación para vivir sus exigencias, para recorrer concretamente el itinerario de la vida que, compartiendo la esperanza, lleva a crecer en el hambre y sed de justicia y en la construcción de la paz.
En la escucha de la Palabra, entendida en la amplia gama de sus variedades, personas y comunidades maduran las actitudes que sostienen en el vivir juntos y diversos en la ciudad y en el pueblo de Dios.
El amor auténtico es abierto a todos, lleva a no considerar enemigos ni siquiera a los que quieren ser tales (cf Mat 5:44); es estímulo a crecer en la condición de personas que, insertas en la familia humana, perseveran en desenmascarar y vencer las acechanzas que se oponen a la paz. Y todo ello en un proceso nunca acabado de acogida, de personalización, de comunicación.
– La comunidad cristiana asume el fruto de la experiencia humana, sintetizado en la doctrina sobre las virtudes morales y cardinales, para indicar los elementos fundamentales de un estilo de vida inspirado y orientado por la obediencia a Jesucristo (1Pe 1:3), vivido dentro del pueblo de Dios, que en el tiempo apresura la manifestación del reino. Reinterpretar constantemente sus exigencias a la luz del evangelio y de la experiencia humana (GS 46) es tarea y responsabilidad personal y solidaria; hay que ejercerla siempre; todos y cada uno deben afrontarla en sus’diversos contextos culturales.
Las encíclicas de los papas en materia social constituyen un ejemplo de esta hermenéutica siempre en curso (JUAN PABLO Il, Sollicitudo re¡ socialis, 1 a parte) y del intento de continuar leyendo la realidad y de penetrar sus valores, siempre los mismos, pero nunca plenamente desarrollados. Permanecer insertos en este proceso es responsabilidad que, para vivirla, exige el ejercicio constante de todas las virtudes morales, el amor al bien de todo el ser humano en todo ser humano; la lectura de la realidad a fin de discernir y decidir el verdadero bien, la cualificación de las tendencias apetitivas y agresivas de que está dotada la persona, la realización concreta de lo que es justo. Signo inequívoco de la vitalidad de este complejo dinamismo es la disponibilidad a valorar los resultados de las ciencias antropológicas e históricas, la atención a los signos de los tiempos,, la solicitud por la paz y la tenacidad en perseguir estas metas.
Las personas justas consienten en ser discutidas y discuten. Están atentas a secundar las tendencias humanizadoras y potencian su vigor: Se dejan fecundar, fecundan, avanzan sin. ceremonias ni victimismos en el bien; vigilan sobre todo para curar los procesos inflamatorios que ponen en crisis las relaciones y los vuelven tóxicos. Es una de las funciones más vitales de la templanza, la cual tonifica la higiene del vivir y favorece la desintoxicación de las relaciones. Como las personas son siempre acechadas por el cansancio y el desaliento, por las manías fatalistas y depresivas que agudizan las tendencias al victimismo y a la irresponsabilidad, es vital potenciar las energías de agresión de los obstáculos al bien humano (fortaleza). Se trata de un planteamiento de vida cuyo valor es difícil combatir y negar su alcance.
La humanización de los dinamismos ligados a la corporeidad constituye una gran fuente de .energías en el camino moral. Es sobre todo recurso de equilibrio (fortaleza); la actitud adecuada frente a la muerte y el miedo que infunde la imaginación. Vivir en paz con la condición de llamados a la vida en Dios, con la precariedad de la existencia en el tiempo, con lo inevitable del Morir y con la importancia de una sabia orientación de vida, es para todos vocación y misión.
La armonía entre esfuerzo por vivir bien y moderación del miedo al sufrimiento, al dolor y sobre todo a la muerte es fruto de vigilancia, imploración, solicitud e inteligencia. Son las aliadas del valor de existir y del gozo de vivir. A ellas se vincula la personalización de las tendencias relacionales y el esfuerzo para sustraerlas a la posesividad, a la insensibili= dad, a la dependencia y a la capacidad de relacionarse y converger. Esta madurez se configura con prerrogativas inequívocas cuando tiene por objetó los dinamismos sexuales y la relación interpersonal. Es un dominio de la responsabilidad moral, en el cual inciden sobre todo tendencias, somatizaciones y hábitos; pero sólo si se consigue vivirlo pueden realizarse en verdad las exigencias de la vida justa y amiga: Estas prerrogativas no son abstractas y ahistóricas; maduran en las personas y se coloran de tonos diversos en los contextos y en las fases de la existencia, en los estados de vida y en las profesiones.
Cada era de la historia tiene sus ventajas y presenta dificultades especificas que es preciso afrontar y superar. La vida virtuosa no se repite nunca. Es siempre fruto de inteligencia valorativa, de inserción en el contexto histórico, de fuerza, de perseverancia y de autodominio. Las personas justas responden todas a la misma vocación y cada una de ellas tiene un nombre; no existen dos iguales y ninguna difiere en la convergencia a la perfección humana.
La virtud moral no es nunca contexto de manipulación de consenso o de aval indebido del poder; exige por su mismo dinamismo la constante tendencia a buscar la verdad sobre el bien, que sea tal no sólo en relación a las expectativas comunes, sino también a las posibilidades reales y concretas de las personas. La valoración concreta de estas exigencias es cometido siempre nuevo. Está sostenido por la disponibilidad a querer ser personas sincera y auténticamente justas (epiqueya) y a reconocer personal y comunitariamente los derechos de Dios (religión) y de todos aquéllos con quienes se comparten las responsabilidades históricas (virtudes conexas con la justicia).
La persona no está sola en la realización de esta tarea. Está sostenida por la comunión con Dios vivida en su pueblo (virtudes teologales) y por la solidaridad en la comunidad creyente y en la familia humana. Nadie puede realizar por sí solo el bien humano y nadie debería sustraerse a la responsabilidad de perseguirlo juntos, con aportación personal. La capacidad de amar que estas prerrogativas liberan está en proporción de la perfección de Dios (cf Mat 5:48), el amor supremo, que obra en la historia para unir y hacer semejantes a sí a los seres humanos en Jesucristo y en el Espíritu. El es el pedagogo de su pueblo y lo sostiene para que se construya concretamente como sujeto de comunión: perdona los fracasos y los cansancios que mancillan las relaciones y distraen de la iniciación en la comunión trinitaria. Por esta unidad de vida oró Jesús, y en ella asimila a quienes no resisten a la acción del Espíritu (cf Jua 17:1ss). Hoy, como siempre, la tarea que se propone a las personas sensibles al desafío del bien es la construcción de comunidades en las cuales se vivan las relaciones interpersonales, no bajo el signo de la sospecha, de la manipulación, de la injusticia y de todas las actitudes que las hacen inhumanas.
La humanidad contemporánea encuentra a nivel planetario el desafío de la atracción por ciudades y civilizaciones justas, amistosas, en las cuales sea posible ser uno mismo, estar juntos, sin descuidar las diferencias. La revelación cristiana refuerza y avala esta aspiración, atestiguando que la historia tiende a la parusía y que ésta es la plena transformación en el ya de la pascua del Señor. La cruz de los creyentes es el reflejo de los obstáculos que encuentra la conversión a esta espera.
Una vez más el problema afecta a la esfera de los comportamientos; pero se deriva de la radicación en la familia humana y en la comunidad de salvación, e inquieta a personas y comunidades que creen en la remisión del pecado, es decir, en la posibilidad de existencias humanas y humanizantes. Está en cuestión la posibilidad y la identidad de una sociedad justa y amistosa en el contexto de la realidad contemporánea. La agonía de Cristo en la historia y la pasión de las personas justas y moderadas, fuertes y prudentes, no tendrá tregua -mientras que la humanidad no consienta en ser una familia de pueblos llamados a crecer y a realizar juntos las condiciones en virtud de las cuales la vida justa sea una posibilidad concreta para todos, el modo de existir de la familia de los pueblos, aspiración y solicitud común.
El problema de las virtudes morales afecta a la estructura, la identidad y la responsabilidad de la familia humana y del pueblo de Dios. Es planteado y resuelto por quien hace de la búsqueda de la solidaridad y de la justicia con todos la solicitud primaria de su vida.
III. Educarse en la virtud: ser virtuosos
La virtud, según una conocida definición de inspiración agustiniana, es ordo amoris, es consentimiento en ser piedras vivas (1Pe 2:4) en la construcción que en Cristo crece bien ordenada (Efe 2:21). Sólo el que ama hace bien lo que hace, y ama de veras el que está vitalmente inserto en la realidad y potencia de modo armónico su desarrollo. Amar es amarse; es capacitarse para vivir juntos dentro del orden; es vencer las resistencias que impiden avanzar hacia el ésjaton y anticiparlo en el tiempo. Amar es prerrogativa personal, no anónima; personalizadora, no masificante o amorfa; dinámica, no monótona y repetitiva. Es habilitarse para perseguir iniciativas con gratuidad y responsabilidad; es hacerse capaz de libertar actividad inventiva en lo concreto de la historia.
Asentir a esta condición lleva a querer que la inteligencia se arraigue en la verdad, la contemple, se deje orientar por ella; que la afectividad asienta al bien conocido y lo asuma en la operación cotidiana en verdad y fidelidad; que la persona se abra a Dios en el pueblo que él reconcilia consigo.
Atribuir a la virtud la tarea de actualizar y armonizar este dinamismo significa tener en cuenta la diversidad de los talentos de cada uno (cf Mat 25:15ss); de las situaciones en que las personas se encuentran, de la posibilidad que tienen de no trampear consigo mismas y de no reducir arbitrariamente las propias responsabilidades. La virtud es libertad liberada, no distribuidora automática de comportamientos. «Dios no manda lo que es imposible; pero, al mandar, exhorta a hacer todo lo que se puede, a pedir lo que no se puede y ayuda para que se pueda», observa sabiamente el concilio de Trento (La giustificazione, c. 11: DS 1536) refiriéndose a un célebre pensamiento de san Agustín (De natura et gratia, c. 43,50: PL 44,271).
La virtud une estos diversos aspectos; es la convergencia de los dinamismos de la persona en la adhesión al bien en lo concreto de las situaciones. Es algo muy distinto de un camino al éxito. Es la docilidad a la verdad, al todavía no que manifiesta sus exigencias conforme se lo secunda; encarna e irradia obediencia al Creador y fidelidad a la condición final de la historia; es iniciación en la gloria, aprendizaje de lo definitivo, imploración de vida en lo eterno, en Dios. El dinamismo virtuoso tiene una orientación centrípeta; contrasta con la dispersión, descuida los procesos fusionales e inspira el bien humano en una actitud justa frente a Dios y que se cualifica a través de los acontecimientos de la vida, se nutre de admiración, alabanza y silencio; lleva a contrastar las tendencias al cálculo y a la seguridad. Todo esto pone a la persona en estado de recepción, de docilidad y de responsabilidad.
Para vivir estas prerrogativas no es necesario conocer específicamente todos y cada uno de los aspectos del dinamismo humano; es indispensable saber de quién nos fiamos; cultivarse en la confianza en Dios para ser, obrar y vivir juntos; querer superar las autodefensas y las sospechas que llevan a autogarantizarse, a fortificarse en las propias autosuficiencias y en formas de fatalismo irresponsable que impiden crecer en la disponibilidad afectiva a hacer que el bien se realice, se participe, se goce juntos, de modo que todos puedan experimentar el gozo de vivir y disfrutar de las condiciones que hacen la vida digna de ser vivida.
El problema humano es histórico y cultural. Las personas están en la historia, no son realidad a la cual accede una historia; la historicidad estructura y condiciona su presencia en el tiempo; la responsabilidad de la historia de la familia humana cualifica la actitud de toda persona recta. El que persevera en este camino madura la conciencia de los valores destructivos que actúan en el tiempo y cultiva la esperanza de la liberación y la confianza en la misericordia que salva y hace nueva la realidad.
La virtud alimenta la disponibilidad efectiva a hacerse cargo de lo negativo de la historia, a no padecerlo y no evadirse de ello, y a promover la transformación en el ámbito del proyecto de vida, que es tanto más verdadero cuanto más asume las diversas dimensiones de la verdad humana. Esta comprende la capacitación para salvaguardar la consistencia de la realidad (perspectiva cosmológica); para garantizar el vivir asociado y promover su desarrollo (aspecto político); la actualización de la propia humanidad en la variedad de sus prerrogativas (aspecto personal); la disponibilidad a asumir la historicidad de la realidad para ser y crecer en la historia de la salvación (aspecto histórico salvífico).
Estas dimensiones deben coexistir y converger para corresponder al plan de Dios, que reconcilia el mundo consigo según un designio que se verifica en la historia y que contemporáneamente afecta a la comunidad humana, a la creación y al tiempo.
Las personas se hacen existencialmente conscientes del hecho de que el bien no es una representación subjetiva; es la fidelidad a la propia vocación en la comunidad. de las personas que interactúan en el mundo-, y sobre todo viven, en Dios, del cual proviene la humanidad y al cual tiende. Nadie puede vivir esta gama de relaciones sin representárselas de algún modo; pero nadie las vive bien si confunde la representación con la realidad. El conocimiento de la verdad acompaña a todas las fases del camino recto. Es auténtico cuando las personas se reconocen como pertenecientes a la misma humanidad y consienten en amarse y en compartir la presencia en el tiempo, la responsabilidad de lo creado y viven en Dios. Las virtudes no son teóricas; son fruto y contexto de relaciones auténticas. Describirlas es narrar cómo viven las personas que en el tiempo cultivan sus prerrogativas y se dejan guiar por el Espíritu de verdad, que convierte los corazones humanos y los lleva a tenerse en sus manos, plasmar y orientar los dinamismos propios, a superar las manías depresivas o las veleidades anárquicas o de omnipotencia, a actuar en la realidad y abandonarse a Dios. Todo esto exige .armonía entre conocimiento de sí, de la realidad y de las situaciones; educación de la efectividad, de las propias inclinaciones y tendencias; decisión y realización de las actitudes que estructuran lo cotidiano.
Llevar esto a cabo significa saber qué hacer, cómo hacerlo, querer hacerlo, perseverar en hacerlo, hacerlo concretamente, cada día, sin dejarse bloquear o paralizar por las dificultades que con metódica monotonía obstaculizan el camino. La perseverancia en el bien exige que la inteligencia, la afectividad y la ejeeutividad converjan; que la persona explicite el estilo de fidelidad al cual consentir y lo asuma como parámetro por el cual rectifica el camino.
Dominio de sí, constancia, continuidad, prontitud, perfección del obrar, gozo son las características de las personas que valoran el todavía no de su potencialidad; distinguen la capacidad de amar de las falsificaciones y de sus realizaciones imperfectas; son conscientes de las represiones, de las defensas y de los miedos que hacen esclavos de sí e impiden quererse y sentirse solidarios compartiendo en justicia y amistad las metas comunes. Esta perspectiva es para todos llamada, y debe hacerse estilo y proyecto de vida.
El estudioso teoriza sobre las virtudes; el virtuoso ama y, atraído por el amor, trabaja en sí para llegara ser el que la vocación le permite ser en el compromiso por la gestión de la realidad. La solicitud de la persona virtuosa se, orienta a la comunión; está proyectada a vivir comportamientos inspirados en el amor, en la justicia y en la verdad. Como en este campo el engaño no es abstracto o ilusorio, las personas justas están siempre vigilantes para discernir las expresiones auténticas de la existencia recta.
La vida virtuosa no es una actitud intermitente o improvisada; es modo de existir en la libertad; es orientación tendencialmente estable y fiel. Esto no significa que las personas virtuosas sean impecables; sin embargo, la experiencia de la imperfección y del límite no las induce a legitimarse, a ser indulgentes consigo mismas y severas con los demás; a tolerar su propia miseria; sufren por ella, impiden sus manifestaciones y vigilan para que no aumente su dominio.
La perfectibilidad humana es fruto de la donación de Dios, que en Jesucristo y en el Espíritu llama a promover comunidades en las cuales se vivan las relaciones interpersonales no bajo el signo de la sospecha, y en las que el compromiso por una sociedad más justa haga que los excluidos y los marginados puedan llegar a ser ellos mismos y a disfrutar de condiciones humanas de existencia.
La virtud es problema personal y comunitario; afecta a las personas en sus comportamientos y las arraiga en la. familia humana y en la comunidad de salvación; se plantea de modo auténtico cuando es en todos voluntad de vivir juntos, diferentes, respetando la condición específica de cada uno y en la corresponsabilidad por la comunidad de todos.
Considerar las virtudes prerrogativas de personas aisladas y no, como son efectivamente, expresión del vínculo que una a quienes gravitan y viven en la comunidad de que forman parte es uno de los mayores obstáculos para su afirmación. La docilidad efectiva a moderarse, a ser fuertes para no tolerar y no eliminar los obstáculos que impiden el crecimiento en la justicia y en la paz, es medida inequívoca de la madurez humana, es estilo de vida virtuosa.
[/Consejos evangélicos (del cristiano); /Gracia; /Libertad y responsabilidad; /Prudencia; /Virtudes teologales
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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral
arete (ajrethv, 703), denota propiamente todo aquello que procura una estimación preeminente para una persona o cosa; de ahí, eminencia intrínseca, bondad moral, virtud: (a) de Dios (1Pe 2:9 «virtudes»; VM: «excelencias»); aquí el sentido original y general parece ir unido a la impresión hecha sobre otros, esto es, renombre, excelencia o alabanza (Hort). En 2Pe 1:3 «por su gloria y excelencia» (RV, VHA: «virtud»; VM: «poder»), esto es, la manifestación de su poder divino (la construcción es dativa instrumental). Este significado se ilustra frecuentemente en los papiros y era evidentemente común en el griego corriente; (b) de cualquier excelencia moral determinada (Phi 4:8; 2Pe 1:5, dos veces), donde se ordena la virtud como una cualidad esencial en el ejercicio de la fe: «añadid a vuestra fe virtud».¶ Notas: (1) Para dunamis, traducido «virtud/virtudes» en la RV en Mat 14:2 (RVR: «poderes»); 24.29 (RVR: «potencias»); Mc 5.30 (RVR: «poder»); 6.14 (RVR: «poderes»); 13.25 (RVR: «potencias»); Luk 1:17 (RVR: «poder»); 1.35 (RVR: «poder»); 4.14 (RVR: «poder»); 5.17 (RVR: «el poder»); 6.19 (RVR: «poder»); 8.46 (RVR: «poder»); 9.1 (RVR: «poder»); 21.26 (RVR: «potencias»); Act 1:8 (RVR: «poder»); 3.12 (RVR: «poder»); 8.10 (RVR: «poder»); Rom 15:13 (RVR: «el poder»); 15.19b (RVR: «poder»); 1 Cor 4.19 (RVR: «poder»); v. 20 (RVR: «poder»); Phi 3:10 (RVR: «poder»); 2Ti 1:8 (RVR: «poder»); Heb 6:5 (RVR: «poderes»); 7.16 (RVR: «el poder»); 1Pe 1:5 (RVR: «el poder»); 3.22 (RVR: «potencias»); Rev 4:11 (RVR: «poder»); 12.10 (RVR: «poder»), véanse PODER, A, Nº 1, POTENCIA, Nº 1; véase también MILAGRO, Nº 1. (2) Iscus, traducido «virtud» en 1Pe 4:11 (RV; RVR: «poder»), se trata bajo FORTALECER, B, Nº 1, PODER, A, Nº 5, etc.
Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento
La palabra aretē aparece cinco veces en el NT: Fil. 4:8; 1 P. 2:9; 2 P. 1:3; dos veces en 2 P. 1:5. En la RV60 la palabra es traducida como «virtud» en cada referencia con la excepción de 2 P. 1:3, donde se traduce «excelencia». Todas estas traducciones son apropiadas dentro del alcance de aretē pero los intérpretes difieren sobre sus varios significados.
La LXX traduce hôḏ («esplendor, majestad, vigor») por aretē en Hab. 3:3 y Zac. 6:13, y tәhillāh («alabanza, adoración, acción de gracias») por aretē en Is. 42:8, 12; 43:21; 63:7. La influencia de tәhillāh sobre aretē puede ser un buen argumento para reproducir aretē como alabanza(s) tanto en 1 P. 2:9 como en 2 P. 1:3.
MM hace la interesante observación de que el uso no frecuente de aretē, una palabra de la que debería esperarse que apareciera más frecuentemente, se debe a la extensión del significado de la palabra en la ética no cristiana. La idea es que la palabra no es suficientemente precisa para un término ético cristiano.
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Ralph A. Gwinn.
RV60 Reina-Valera, Revisión 1960
LXX Septuagint
IB Interpreter’s Bible
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Fuente: Diccionario de Teología
La palabra que se usa en el AT es el heb. ḥayil, ‘habilidad’, ‘eficiencia’, frecuentemente con el agregado de valor moral, como en Rt. 3.11; Pr. 12.4; 31.10 (˒ŷšeṯ ḥayil, ‘mujer de valor’, ‘mujer virtuosa’); cf. Pr. 31.29 (˓āśâ ḥayil, ‘hacer dignamente’).
1. En el NT el gr. aretē, que significa cualquier excelencia ya sea de personas o cosas, se traduce “virtud” en °vrv2 (1 P. 2.9; 2 P. 1.5), salvo en 2 P. 1.3, donde tiene “excelencia”. En Homero esta palabra se usa especialmente para las cualidades varoniles (cf. Fil. 4.8). En la LXX es el equivalente del heb. hôḏ, ‘esplendor’, ‘majestad’ (de Dios, Hab. 3.3), y tehiilâ, ‘alabanza’ (Is. 42.12; 43.21, citado en 1 P. 2.9). 2.
Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico
Contenido
- 1 Definiciones
- 2 Sujetos de la Virtud
- 3 Divisiones de la Virtud
- 3.1 Virtudes Intelectuales
- 3.2 Virtudes Morales
- 3.3 Virtudes Teologales
- 4 Causas de la Virtud
- 5 Propiedades de las Virtudes
- 5.1 La Media de las Virtudes
- 5.2 Conexión de las Virtudes
Definiciones
Según su etimología la palabra virtud (latín virtus) significa hombría o coraje. “Appelata est enim a viro virtus: viri autem propria maxime est fortitudo” (“El término virtud viene de la palabra que significa hombre; la principal cualidad de un hombres es su fortaleza”; Cicero, Tuscul.”, I, XI, 18). Tomada en su sentido más amplio virtud significa la excelencia de perfección de una cosa, justo como vicio, su contrario, denota un defecto o ausencia de la perfección debida a una cosa. Sin embargo, en su sentido estricto, según usada por los filósofos morales y teólogos, significa un hábito sobreañadido a la facultad del alma, que la dispone a obtener con prontitud actos conformes a nuestra naturaleza racional. “Virtud”, dice Agustín, “es un buen hábito consonante con nuestra naturaleza.” De la Cuestión completa de Santo Tomás de Aquino sobre la esencia de la virtud se puede deducir su breve pero completa definición de virtud: : «habitus operativus bonus», un hábito operativo esencialmente bueno, en contraposición a vicio y hábito operativo esencialmente malo. Ahora bien, el hábito es una cualidad difícil de cambio en sí mismo, disponiendo bien o mal al sujeto en el cual reside, ya sea directamente en sí mismo o en relación a su operación. Un hábito operativo es una cualidad que reside en un poder o facultad indiferente en sí mismo a esta o aquella línea de acción, pero determinada por el hábito a esta en lugar de aquella clase de actos (Vea hábito). La virtud entonces tiene esto en común con el vicio, que dispone a una potencia a cierta actividad determinada; pero difiere específicamente de ella en que la dispone a actos buenos, es decir, actos en consonancia con la recta razón. Así, la templanza inclina el apetito sensual a actos de moderación conformes a la recta razón justo como la intemperancia impele el mismo apetito a actos de exceso contrarios a los dictados de nuestra naturaleza racional.
Sujetos de la Virtud
Antes de determinar los sujetos o potencias en los cuales residen las diferentes virtudes, será necesario distinguir dos clases de virtudes: las que son virtudes absolutas (simpliciter) y las que son virtudes sólo en un sentido restringido (secundum quid). La última confiere sólo una facultad para hacer el bien, y hace bueno al poseedor sólo en un sentido restringido, por ejemplo, un buen lógico. La primera, además de la facilidad para hacer el bien, hace que uno use la facilidad correctamente, y hace al poseedor completamente bueno. Ahora bien, el intelecto puede ser el sujeto de esos hábitos que son llamados virtudes en un sentido restricto, tal como la ciencia y el arte. Pero sólo la voluntad, o cualquier otra facultad sólo en la medida que es movida por la voluntad, puede ser el sujeto de los hábitos que son llamados virtudes en el sentido absoluto. Pues es función propia de la voluntad mover a sus respectivos actos todos los otros poderes que son racionales de cualquier manera. Así el intelecto y el apetito sensual, movidos por la voluntad, son los sujetos de la prudencia y la templanza, mientras que la voluntad misma es el sujeto de la justicia, una virtud en el sentido absoluto.
Divisiones de la Virtud
Las virtudes se pueden clasificar en morales, intelectuales y teologales.
Virtudes Intelectuales
La virtud intelectual puede ser definida como un hábito que perfecciona el intelecto para producir con prontitud actos que son buenos en referencia a su propio objeto, a saber, la verdad. Puesto que el intelecto es llamado especulativo o práctico según se confine a sí mismo a la sola contemplación de la verdad o considere la verdad en referencia a la acción, las virtudes intelectuales pueden ser clasificadas de acuerdo a esta doble función de la facultad mental. Las virtudes intelectuales especulativas son la sabiduría, la ciencia y el entendimiento.
- Sabiduría es el conocimiento de conclusiones a través de sus causas supremas. Así, la filosofía, y particularmente la metafísica, es propiamente designada como sabiduría, puesto que considera la verdad del orden natural de acuerdo a sus más altos principios.
- Ciencia es el conocimiento de conclusiones adquiridas por demostración a través de causas o principios que son finales en una clase u otra. Así hay diferentes ciencias, matemáticas, física, etc., pero sólo una sabiduría, el juicio supremo de todas.
- Entendimiento se define como el hábito de los primeros principios; como hábito o virtud se debe distinguir, por lo menos lógicamente, de la facultad de la inteligencia. También es llamado intuición, puesto que tiene como objeto verdades que son evidentes, cuya percepción no requiere un proceso discursivo. Se debe señalar que estas virtudes difieren de los dones del Espíritu Santo, designados por el mismo nombre, considerando que son cualidades del orden natural, mientras que los dones son intrínsecamente del orden sobrenatural.
Las virtudes intelectuales prácticas son dos, a saber, el arte y la prudencia.
Arte:
Arte, según los escolásticos, significa el método correcto respecto a las producciones externas (recta ratio factibilium). Así como la ciencia perfecciona y dirige el intelecto correctamente a la razón respecto a su propio objeto en vista a la consecución de la verdad, así también el arte perfecciona y dirige el intelecto en la aplicación de ciertas reglas en vista a la producción de obras externas, ya sean éstas de un carácter útil o estético; de ahí la división en bellas artes y artes útiles. El arte tiene en común con los tres hábitos intelectuales especulativos que todos son virtudes sólo en un sentido restricto. Por lo tanto hacen al hombre bueno sólo en un sentido limitado, por ejemplo, un buen geómetra, un buen escultor. Pues la función propia de la ciencia, como arte, como tal, no es conferir bondad moral, sino dirigir el intelecto en sus procesos científicos o artísticos.
Prudencia:
Así como el arte es el método correcto de producción, la prudencia, según definida por Santo Tomás, es el método correcto de conducta (recta ratio abigilium). Difiere de todas las demás virtudes intelectuales en que es una virtud en el sentido absoluto, no sólo confiere disposición para las buenas obras, sino que nos hace usar esa disposición correctamente. Considerada más específicamente, es esa virtud la que nos dirige a escoger los medios más aptos, bajo las circunstancias existentes, para el logro de un fin esperado. Difiere de las virtudes morales en que reside no en los poderes del apetito, sino en el intelecto, siendo su acto propio, no escoger los medios adecuados, sino la dirección de esa selección. Pero aunque la prudencia es esencialmente una virtud intelectual, sin embargo, bajo cierto respecto (materialiter) puede ser considerada una virtud moral, puesto que tiene como su materia los actos de las virtudes morales. Pues si el fin es vicioso, aunque se manifieste cierta astucia en el discernimiento de los medios, tal astucia no es prudencia real, sino semejante a la prudencia (vea prudencia).
Virtudes Morales
Las virtudes morales son aquellas que perfeccionan las facultades apetitivas del alma, es decir, la voluntad y el apetito sensual. La virtud moral es llamada así por la palabra mos, que significa cierta inclinación natural o cuasi natural a hacer una cosa. Pero la inclinación a actuar se atribuye propiamente a la facultad apetitiva, cuya función es mover a los demás poderes a la acción. En consecuencia esa virtud llama moral porque perfecciona la facultad apetitiva. Pues como el apetito y la razón realizan distintas actividades, es necesario que no sólo la razón esté bien dispuesta por el hábito de la virtud intelectual, sino que los poderes apetitivos estén también bien dispuestos por el hábito de la virtud moral. De esta necesidad de las virtudes morales vemos la falsedad de la teoría de Sócrates, quien afirmaba que toda virtud era conocimiento, así como sostenía que todo vicio es ignorancia. Además, las virtudes morales aventajan a las intelectuales, excepto la prudencia, en que ellas no sólo dan la facilidad, sino también el recto uso de la facilidad para actuar bien. De ahí que las virtudes morales son virtudes absolutas; y cuando decimos que un hombre es completamente bueno, denotamos moralmente bueno. Puesto que la función propia de las virtudes morales es rectificar los poderes apetitivos, es decir, disponerlos a actuar según la recta razón, hay principalmente tres virtudes morales: (a) justicia, que perfecciona el apetito racional o la voluntad; (b) la fortaleza y (c) templanza, que moderan los apetitos inferiores o sensuales. La prudencia, como hemos observado, es llamada una virtud moral, no sólo esencialmente, sino debido a su materia, en la medida en que dirige los actos de las virtudes morales.
Justicia:
La justicia, una virtud esencialmente moral, regular las relaciones del hombre con su prójimo. Nos dispone a respetar los derechos de los demás, a dar cada cual lo que le pertenece (vea justicia). Entre las virtudes anexas a la justicia están:
- la religión, que regula las relaciones del hombre con Dios, y lo dispone a darle el culto debido a su Creador;
- la piedad, que nos dispone al cumplimiento de los deberes debidos a nuestros padres y a la patria (patriotismo);
- la gratitud, que nos inclina a reconocer los beneficios recibidos:
- la liberalidad, que restringe el desmedido afán por la riqueza;
- afabilidad, por la cual uno está adecuadamente adaptado a sus congéneres en las relaciones sociales para tratarlos apropiadamente.
Todas estas virtudes morales, así como la justicia misma, regula al hombre en sus tratos con los demás. Pero además de estas hay virtudes morales que regulan al hombre respecto a sus propias pasiones. Ahora bien, hay pasiones que impelen al hombre a desear lo que la razón le ordena; de ahí que hay principalmente dos virtudes morales, a saber, la templanza y la fortaleza, cuya función es regular los bajos apetitos.
Templanza:
La templanza es la que restringe el impulso indebido de concupiscencia por el placer sensible, mientras que la fortaleza hace al hombre fuerte cuando de otro modo huiría, contrario a la razón, de peligros y dificultades inherentes a aquellos actos por los cuales la naturaleza humana se preserva en el individuo o se propaga en la especie. La templanza, entonces, considerada más particularmente, es esa virtud moral que modera de acuerdo a la razón los deseos y placeres del apetito sensual Las clases subordinadas de templanza son:
- abstinencia, que dispone a la moderación en el uso de la comida;
- sobriedad, que nos inclina a la moderación en el uso de bebidas espiritosas;
- castidad, que regula el apetito respecto a los placeres sexuales; a la castidad se puede reducir la modestia, la cual se relaciona con los actos subordinados al acto de reproducción.
Las virtudes anexas a la templanza son:
- continencia, que de acuerdo a los escolásticos, le prohíbe a la voluntad consentir a movimientos violentos o concupiscencia.
- humildad, que restringe los deseos desordenados de la propia excelencia;
- mansedumbre, que vigila los movimientos desordenados de la ira;
- modestia o decoro, que consiste en ordenar debidamente los movimientos externos de la ira; a la dirección de la razón.
A esta virtud de puede reducir lo que Aristóteles llama eutrapelia, o buen ánimo, buen humor, el cual dispone a la moderación en los deportes, juegos y justas, según los dictados de la razón, tomando en consideración la circunstancia de persona, temporada y lugar.
Fortaleza:
Según la templanza y sus virtudes anexas remueven de la voluntad los obstáculos al bien racional que surge de los placeres sensuales, así la fortaleza remueve de la voluntad aquellos obstáculos que surgen de dificultades en hacer lo que requiere la razón. Por lo tanto, la fortaleza, que implica cierto coraje y fuerza moral, es la virtud por la cual uno se enfrenta y padece peligros y dificultades, incluso la muerte misma, y nunca nos desalienta el miedo a perseguir el bien que dicta la razón. (Vea fortaleza.) Las virtudes anexas a la fortaleza son:
- Paciencia, que nos dispone a sobrellevar los males presentes con ecuanimidad; pues como el hombre valiente es el que reprime los miedos que lo hacen retraerse de enfrentar los peligros que la razón le dicta que debe arrostrar, así también el hombre paciente es uno que sobrelleva los males presentes de tal modo de no dejarse abatir excesivamente por ellos;
- Munificencia, la que nos dispone a incurrir en grandes gastos para realizar adecuadamente una gran obra. Difiere de la mera liberalidad en que no se refiere a gastos y donativos ordinarios, sino a aquellos que son grandes. De ahí que el hombre munificiente es uno que da con generosidad reeal, que no hace las cosas en una escala mezquina sino magnífica, siempre, sin embargo, de acuerdo con la recta razón.
- Magnanimidad; que implica el alcance del alma a grandes cosas, es la virtud que regula al hombre respecto a los honores. El hombre magnánimo tiene por objeto hacer grandes obras en toda línea de virtud, por lo que es su propósito hacer cosas dignas de gran honor. Ni la magnanimidad es incompatible con la verdadera humildad. “La magnanimidad”, dice Santo Tomás, “hace a un hombre considerarse digno de grandes honores en consideración a los dones divinos que posee; mientras que la humildad lo hace pensar poco de sí mismo en consideración a sus propios defectos”.
- Perseverancia es la virtud que nos dispone a continuar en la realización de buenas obras a pesar de las dificultades inherentes a ellas. Como una virtud moral no se debe confundir precisamente con lo que se designa como perseverancia final, ese don especial de los predestinados por el cual uno se halla en el estado de gracia al momento de la muerte. Se usa aquí para designar la virtud que nos dispone a continuar cualquier obra buena no importa cuál sea.
(Para un tratamiento más detallado de las cuatro principales virtudes morales, vea virtudes cardinales)
Virtudes Teologales
Todas las virtudes tienen como su ámbito final disponer al hombre a actos conducentes a su verdadera felicidad. Sin embargo, la felicidad de la cual es capaz el hombre es doble, a saber: natural, la cual se consigue por los poderes naturales del hombre, y sobrenatural, la cual excede la capacidad de la naturaleza humana sin ayuda. Dado que, por lo tanto, los principios meramente naturales de la acción humana son insuficientes para un fin sobrenatural, es necesario que el hombre sea dotado de poderes sobrenaturales que le permitan alcanzar su destino final. Ahora bien, estos principios sobrenaturales no son más que las virtudes teologales. Se llaman teologales
- 1. porque tienen a Dios por objeto inmediato y apropiado;
- 2. porque son infundidas divinamente;
- 3. porque sólo se conocen a través de la Revelación Divina.
Las virtudes teologales son tres, a saber: fe, esperanza y caridad.
Fe
La fe es una virtud infusa, por la que el intelecto se perfecciona por una luz sobrenatural, en virtud de la cual, en virtud de un movimiento sobrenatural de la voluntad, asiente con firmeza a las verdades de la Revelación sobrenatural, no sobre el motivo de la evidencia intrínseca, sino sobre la única razón de la autoridad infalible de Dios que revela. Puesto que el hombre se orienta en el logro de la felicidad natural por principios de conocimiento conocidos por la luz natural de la razón, también en el logro de su destino sobrenatural su intelecto debe ser iluminado por ciertos principios sobrenaturales, es decir, las verdades reveladas divinamente. (Vea fe).
Esperanza
Pero no sólo el intelecto del hombre debe ser perfeccionado con respecto a su fin sobrenatural, sino que su voluntad también debe tender a ese fin, como un bien posible de alcanzar. Ahora, la virtud, por la que se perfecciona la voluntad, es la virtud teologal de la esperanza. Se define comúnmente como una virtud divinamente infundida, por la que confiamos, con una confianza inquebrantable basada en la ayuda divina, para alcanzar la vida eterna.
Caridad
Pero la voluntad no sólo debe tender hacia Dios, su fin último, sino que también debe estar unida a él por una cierta conformidad. Esta unión espiritual o conformidad, por la cual el alma está unida a Dios, el soberano bien, se realiza por la caridad. La caridad es, pues, la virtud teológica por la cual Dios, nuestro fin último, conocido por la luz sobrenatural, es amado por razón de su bondad intrínseca o amabilidad, y nuestro querido vecino a causa de Dios. Se diferencia de la fe, en que no considera a Dios bajo el aspecto de la verdad, sino del bien. Se diferencia de la esperanza en la medida en que se refiere a Dios no como nuestro bien, precisamente (nobis bonum), sino como bien en sí mismo (in se bonum). Pero este amor de Dios tan bueno en sí mismo no excluye, como afirmaban los quietistas, el amor de Dios, puesto que Él es nuestro bien (véase quietismo). Con respecto al amor al prójimo, cae dentro de la virtud teologal de la caridad en la medida en que su motivación es el amor sobrenatural de Dios, y se distingue así del simple afecto natural. De las tres virtudes teologales, la caridad es la más excelente. La fe y la esperanza, que envuelven como lo hacen una cierta imperfección, a saber, la oscuridad de luz y la ausencia de posesión, cesarán con esta vida, pero la caridad que no implica ningún defecto esencial durará para siempre. Además, como la caridad excluye todo pecado mortal, la fe y la esperanza son compatibles con el pecado mortal; pero, como tales, son sólo virtudes imperfectas; es sólo cuando son informadas y vivificadas por la caridad que sus actos son meritorios de la vida eterna (véase virtud teologal de la caridad).
Causas de la Virtud
Para el intelecto humano, los principios básicos del conocimiento, tanto especulativos como morales, son connaturales; para la voluntad humana la tendencia al bien racional es connatural. Ahora bien, estos principios conocibles naturalmente y estas tendencias naturales al bien constituyen las semillas o gérmenes de donde surgen las virtudes intelectuales y morales. Además por razones del temperamento natural individual, resultante de las condiciones fisiológicas, los individuos particulares están mejor dispuestos que otros a las virtudes particulares. Así, ciertas personas tienen una aptitud natural respecto a la ciencia, otros a la templanza y otros a la fortaleza. Por lo tanto se puede asignar la naturaleza misma como la causa radical de las virtudes intelectuales y morales, o la causa de esas virtudes vistas en su estado embrionario. En su estado perfecto y completamente desarrollado, sin embargo, las antedichas virtudes son causadas o adquiridas por actos repetidos frecuentemente. Así, por actos múltiples las virtudes morales se generan en las facultades del apetito en la medida en que la razón actúa sobre ellas, y la determinación de los primeros principios (véase hábito).
Las virtudes sobrenaturales son inmediatamente causadas o infundidas por Dios. Sin embargo, una virtud puede llamarse infusa de dos maneras: en primer lugar, cuando por su misma naturaleza (per se) puede ser efectivamente producida sólo por Dios; en segundo lugar, de forma accidental (per accidens) en que puede ser adquirida por nuestros propios actos, pero es infundida por un designio divino, como en el caso de Adán y Cristo. Ahora bien, además de las virtudes teologales, de acuerdo con la doctrina de Santo Tomás, hay también virtudes morales e intelectuales de su misma naturaleza infundidas divinamente, como la prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Estas virtudes infusas difieren de las virtudes adquiridas
- en cuanto a su principio de eficacia, siendo causadas inmediatamente por Dios, mientras que las virtudes adquiridas son causadas por actos de una fuerza vital creada;
- por razón de su principio radical, pues las virtudes infusas se derivan de la gracia santificante como su fuente, mientras que las virtudes adquiridas no están esencialmente relacionadas con la gracia;
- por razón de los actos que provocan, al ser los de virtudes infundidas intrínsecamente sobrenaturales y los de las adquiridas no exceden la capacidad de la naturaleza humana;
- mientras que un pecado mortal destruye las virtudes infusas, los actos de pecado mortal no son necesariamente incompatibles con las virtudes adquiridas, puesto que los actos contrarios no se oponen directamente al correspondiente hábito contrario.
Propiedades de las Virtudes
La Media de las Virtudes
Una de las propiedades de las virtudes es que consisten en el justo medio, es decir, en lo que se encuentra entre el exceso y el déficit. Porque así como la perfección de las cosas sujetas a la norma consiste en la conformidad con esta norma, así también el mal en esas mismas cosas resulta de la desviación de esta norma, ya sea por exceso o defecto. De ahí que la perfección de las virtudes morales consiste en conformar los movimientos de los poderes del apetito a su propia regla, que es la razón, ni más allá ni por debajo de ella. Así, la fortaleza, que hace a uno valiente para enfrentar los peligros, evita por un lado la audacia temeraria y por el otro la timidez excesiva. Este justo medio, que consiste en la conformidad con la recta razón, a veces coincide con la media de la cosa objetivo (medium rei), como en el caso de la virtud de la justicia, lo que da a cada hombre lo debido, ni más ni menos. Sin embargo, el justo medio a veces se toma en referencia a nosotros mismos, como en el caso de las demás virtudes morales, a saber, la fortaleza y la templanza. Puesto que estas virtudes se refieren a las pasiones interiores, en el que no se puede fijar invariablemente la norma de lo correcto, en diferentes individuos varían con respecto a las pasiones. Así, lo que sería la moderación en uno sería el exceso en otro. Aquí también cabe señalar que el medio y los extremos en las acciones y las pasiones se determinarán según las circunstancias, que pueden variar. Por lo tanto, con respecto a cierta virtud, lo que puede ser un extremo de acuerdo a una circunstancia puede ser una media de acuerdo a otra. Así, la castidad perpetua, que renuncia a todos los placeres sexuales, y la pobreza voluntaria, que renuncia a todos los bienes temporales, son virtudes verdaderas, cuando son ejercidas por el motivo de ganar más seguramente la vida eterna.
Con respecto a las virtudes intelectuales, su justo medio es la verdad o la conformidad a la realidad, mientras que el exceso consiste en una falsa afirmación, y el defecto en una falsa negación. Las virtudes teologales no constituyen una media absolutamente (per se), ya que su objeto es algo infinito. Así que nunca podremos amar a Dios en exceso. Accidental (per accidens), sin embargo, lo que es extremo o media en las virtudes teologales puede considerarse relativamente a nosotros mismos. Así, aunque nunca se puede amar a Dios tanto como lo merece, todavía le podemos amar de acuerdo a nuestras fuerzas.
Conexión de las Virtudes
Otra característica de las virtudes es su relación entre sí. Esta relación recíproca existe entre las virtudes morales en su estado perfecto estado. «Las virtudes», dice San Gregorio, «si se separan, no puede ser perfectas en la naturaleza de la virtud, pues no es verdadera prudencia la que no es justa y templado y valiente». La razón de esta conexión es que la virtud moral no puede lograrse sin la prudencia, porque es la función de la virtud moral, al ser un hábito electivo, hacer una elección correcta, cuya rectitud de elección debe ser dirigida por la prudencia. Por otra parte la prudencia no puede existir sin las virtudes morales; porque la prudencia, siendo un método correcto de conducta, tiene como principios de procedencia los extremos de conducta, a cuyos extremos uno se inclina debidamente a través de las virtudes morales. Las virtudes morales imperfectas, sin embargo, es decir, las inclinaciones a la virtud que resultan del temperamento natural, no están necesariamente conectadas entre sí. Así, vemos a un hombre de temperamento natural presto a actos de liberalidad y no presto a los actos de castidad. Las virtudes morales naturales o adquiridas tampoco están necesariamente relacionadas con la caridad, aunque pueden ser de manera ocasional. Pero las virtudes morales sobrenaturales son infundidas simultáneamente con la caridad. Porque la caridad es el principio de todas las buenas obras referibles al destino sobrenatural del hombre. Por lo tanto es necesario que se infundan al mismo tiempo con la caridad todas las virtudes morales por las que uno realiza los distintos tipos de buenas obras. Así, las virtudes morales infusas no sólo están conectadas debido a la prudencia, sino también debido a la caridad. De ahí que el que pierde la caridad por el pecado mortal pierde toda la infusión, pero no las virtudes morales adquiridas.
A partir de la doctrina de la naturaleza y propiedades de las virtudes es muy claro el importante papel que desempeñan en la perfección verdadera y real del hombre. En la economía de la Divina Providencia todas las criaturas, por el ejercicio de su actividad propia, deben tender a ese fin destinado para ellos por la sabiduría de una inteligencia infinita. Pero, como la Sabiduría divina gobierna a las criaturas conforme a su naturaleza, el hombre debe tender a su destino final, no por un ímpetu ciego, sino por el ejercicio de la razón y el libre albedrío. Pero a medida que estas facultades, así como las facultades sujetas a ellos, pueden ser ejercidas para las facultades sujetas a ellas, pueden ser ejercidas para bien o mal, las funciones propias de las virtudes es disponer estas diversas actividades psíquicas a actos conducentes al verdadero fin último del hombre, así como la parte que el vicio juega en la vida racional del hombre es hacerle desistir de su destino final. Si, pues, la excelencia de una cosa se mide por el fin para el cual está destinada, sin duda, entre los principios de acción más elevados del hombre, el que juega un papel más importante en su vida racional, espiritual y sobrenatural es el que en el verdadero sentido de la palabra son justamente llamadas virtudes.
Bibliografía: ARISTÓTELES, Ética; PEDRO LOMBARDO, Sent., III, dist.XXV-XXXVI; SANTO TOMÁS, Suma Teol. I-II., Q. LV-LXXXI, tr. RICKABY, Aquinas Ethicus; SUAREZ, De virtutibus; JOANNES A. S. THOMA, Cursus theologicus, Comment. in I-II; SALAMANTICENSES, Tractatus XII de virtutibus; BARRE, Tractatus de virtutibus; LEQUEUX, Man. Comp. doct. mor de virtut; BILLOT, De virtut, infusis; PESCH, De virtutibus theologicis et moralibus (Friburgo, 1900); JANVIER, Conf. de Notre Dame: La vertu (París, 1906); RICKABY, Moral Fil. (Londres, 1910); CRONIN, Ciencia de la Éica; ULLATHORNE, Base de las Virtudes Cristianas (Londres, 1888); MING, Examen de la Data de la Ética Moderna.
Fuente: Waldron, Martin Augustine. «Virtue.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 15. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/15472a.htm
Traducido por Luz María Hernández Medina.
Fuente: Enciclopedia Católica