VERDAD (JESUS)

DJN
 
SUMARIO: 1. Trascendencia de la verdad cristiana. – 2. La verdad liberadora. – 3. La permanencia como condición. – 4. La mentira como contrapunto. – 5. La verdad y la veracidad. – 6. Incomodidad de la verdad.

Cuando hablamos de la verdad podemos referirnos a la verdad objetiva, que suele definirse como la conformidad o adecuación del entendimiento con un objeto determinado. Podemos pensar en la verdad lógica, que consiste en la conformidad de una afirmación o de un juicio con la realidad sobre la que se pronuncia. En esta ocasión, cuando afirmamos la responsabilidad del hombre ante la verdad nos referimos no a estas clases de verdad, que pertenecen al campo de la filosofí­a, sino a la que, para entendernos, vamos a llamar la verdad cristiana. Con este calificativo entramos de lleno en el campo concreto de la verdad, de la que debemos sentirnos responsables.

1. Trascendencia de la verdad cristiana
Es evidente que los tipos de verdad mencionados y otros que tal vez pudieran añadirse son importantes. Sin ellos serí­a sumamente difí­cil la convivencia humana. En todo caso, la importancia de la verdad adquiere una dimensión trascendente y definitiva cuando entendemos por ella aquella realidad que determina nuestra vida. En este sentido, verdad y vida, pueden llegar a ser sinónimas. Preguntarnos por la verdad significa, entonces, cuestionarnos el sentido mismo de la vida. ¿Tiene sentido la vida o es sencillamente un absurdo? Porque la vida o se construye sobre la verdad o de lo contrario tendrí­a como base la mentira, el pseudós, la inconsistencia… (Mt 7,24-27: parábola de la edificación de la casa, de la vida, sobre la verdad, es decir, sobre la roca, o sobre la mentira, es decir, sobre la arena).

La verdad cristiana es trascendente y determinante de la vida. Ya lo fue así­ en Jesús de Nazaret: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37). Según sus mismas palabras, Jesús presencializa o hace presente la verdad. Más aún: la verdad es una realidad superior a Jesús. El tiene como misión dar testimonio de ella. Su máxima responsabilidad la tiene Jesús frente a la verdad. Nada de particular, por tanto, que el hombre deba sentirse responsable también de ella. Pero es igualmente inevitable el preguntarnos una y otra vez a qué verdad se refiere Jesús y nos referimos nosotros.

Si nuestra respuesta fuese jocosa lamentarí­amos la precipitación de Pilato que, de puro nervioso, no tuvo la paciencia necesaria para escuchar una definición de la verdad -que él habí­a pedido a Jesús y que éste le hubiese dado, ahorrando muchas especulaciones a los filósofos sobre el concepto de «verdad»-, ¿qué es la verdad? (Jn 18,38). En realidad, aunque Jesús no era propenso a dar definiciones, en este terreno se manifestó con absoluta claridad, como consta a lo largo y ancho de todo el cuarto evangelio: Yo soy la verdad (Jn 14,6).

La verdad cristiana se halla, por tanto, inseparablemente unida a Jesús, a lo que él es y significa, a su vida, doctrina, conducta y suerte final, incluida la resurrección. La verdad cristiana se sitúa así­ en el plano o en el terreno de la revelación. De ahí­ que la verdad cristiana tenga una dimensión esencialmente personal y determinante de la vida, tanto por parte de su origen como por parte de su destino. Viene de una persona, viene incluso como persona, para encontrar a otra persona. La persona a la que se dirige, a la que viene, y viene y se dirige a todo el mundo sin excepción, no puede permanecer neutral ante ella; no puede eludir la responsabilidad ante la que es colocada: debe aceptarla o rechazarla, sabiendo que lo que se pone en juego es una determinada concepción y orientación de la vida; debe pronunciarse por esta verdad creadora de vida, de la vida auténtica, o decidirse a vivir en la mentira, necesariamente abocado a una muerte sin esperanza. Pero ante afirmaciones tan absolutas surge inevitablemente otro interrogante: ¿cómo puede una persona ser la verdad?, ¿por qué se autopresentó así­ Jesús?
El concepto de verdad, que habitualmente manejamos, el que tiene el mundo occidental, procede del mundo griego, que considera la verdad o lo verdadero como la realidad que puede ser asimilada, captada y apresada intelectualmente, como una realidad que puede ser conocida. Para el mundo semita, que es el mundo bí­blico, la verdad o lo verdadero, (= emet, lo llama el texto hebreo), es aquello en lo que se puede creer y de lo que uno puede fiarse, bien se trate de personas o de cosas; verdad o verdadero es aquello que ofrece seguridad y consistencia; aquello que, sometido a prueba, no falla ni defrauda la confianza que habí­amos puesto en ello; aquello, por tanto, en lo que alguien puede poner toda su confianza. Para describirlo, la Biblia hebrea utiliza la misma raí­z con la que designa la fe.

La verdad o lo verdadero no es simple objeto de asentimiento interior, sino algo mucho más amplio que pertenece al terreno del compromiso personal, al terreno de la opción, de la aceptación, de la decisión. La verdad, más que conocida, es creí­da y esperada. Este es el concepto predominante de verdad en la Biblia, aunque, como es lógico, también encontremos en ella el concepto griego. (Así­ ocurre en Rom 1,18.25; la verdad de Dios es aquello que puede ser conocido sobre él, Rom 1,19; todo el contexto nos indica que en el pasaje citado no se trata de la realidad divina revelada en el evangelio y en Cristo, sino de la realidad divina tal como es conocida por la razón humana, al estilo griego).

La afirmación de Jesús: Yo soy la verdad, únicamente puede ser entendida teniendo como telón de fondo el concepto bí­blico-semí­tico de verdad. En cuanto designa lo que es absolutamente fiable, la roca inconmovible sobre la que puede ser construida la casa, la base sólida que nunca falla. La verdad es la misma realidad divina. Ahora bien: Jesús es el enviado divino, el revelador del mundo celeste, el aproximador de Dios. Su misma existencia terrena está determinada por la finalidad concreta de ser la verdad y testimoniarla. Porque él mismo es la verdad.

La verdad es la autorrevelación de Jesús, en cuanto que ella es la auténtica manifestación de Dios; la apertura salvadora de la realidad divina en Jesús y en sus palabras. Esta verdad divina es vida y creadora de vida. Cuando le es presentada al hombre se le impone ineludiblemente una opción: si opta por la verdad, entra en la atmósfera de la vida; si la rechaza, es que da preferencia a las tinieblas y a la muerte.

Este concepto bí­blico-semí­tico de la verdad se halla como tónica dominante a lo largo y ancho del NT en expresiones como éstas: «habéis aprendido a Cristo…, y en él habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús» (Ef 4,21); «nada podemos contra la verdad, sino sólo a favor de ella» (2Cor 13,8); «…mediante la manifestación de la verdad nos recomendamos a nosotros mismos a toda conciencia humana delante de Dios» (2Cor 4,2); «¿quién os puso obstáculos para no seguir a la verdad?» (Gal 5,7). Los que enseñan y creen falsas doctrinas «están privados de la verdad» (1 Tim 6,5); «se han desviado de la verdad» (2Tim 2,18); «se oponen a la verdad» (2Tim 3,8; «rechazan la verdad» (Tit 1,14).

2. La verdad liberadora
El concepto bí­blico de «verdad» nos proporciona el marco adecuado para comprender estas otras palabras decisivas de Jesús: «Si os mantenéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discí­pulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres (Jn 8,31-32). La verdad libera, es liberadora. La frecuencia extraordinaria con que se repite esta frase, casi a modo de estribillo, entre nosotros, es un claro indicio de una interpretación incorrecta y tergiversada de la misma. ¿Cuál es, en realidad, la verdad liberadora? Diremos, en primer lugar lo que no es o aquello a lo que no se refiere la frase evangélica:

†¢ No debe ser entendida en un sentido racional-positivo, de simple lealtad y coherencia con los propios principios irrenunciables.

†¢ No es fruto de un conocimiento que descubra la naturaleza í­ntima del ser humano y actúe en conformidad con él. No es solamente eso.

†¢ No se refleja en la posibilidad que, aunque laboriosamente, pueda lograr el hombre de ser él mismo sin influencias ni presiones del exterior.

†¢ No se refiere a la experiencia y satisfacción í­ntimas que puede sentir el hombre cuando llega al convencimiento de que camina por el sendero recto, sin desviaciones ni a la derecha ni a la izquierda, con independencia de criterios deformantes que puedan venir del exterior.

†¢ No es la libertad del hombre frente a sí­ mismo, frente a las tensiones internas que lo desgarran o frente a las presiones externas que lo torturan y esclavizan.

La libertad que, según las palabras de Jesús, viene como consecuencia de la verdad es, fundamentalmente, fruto de la acción í­ntima de Dios en el hombre; fruto, igualmente, del esfuerzo humano por mantenerse fiel a la palabra; es la nueva realidad que se produce en el hombre en su encuentro con la palabra, con la palabra de Dios creadora de salud y de vida; es el nuevo ser -san Pablo lo llama «nueva criatura»- que se hace realidad en el hombre gracias a la acción del Espí­ritu; es la misma existencia escatológica, en la que se hacen realidad las esperanzas humanas y los anuncios proféticos, que hablan de ella como de una realización futura.

Nuestra responsabilidad ante dicha verdad, creadora de la verdadera libertad, está en que ella es regalo; pero, al mismo tiempo, es quehacer, el quehacer del cristiano; es don y, al mismo tiempo, tarea; es gracia y, al mismo tiempo, esfuerzo. El regalo no se recibe fuera del quehacer, ni el don sin la tarea, ni la gracia al margen del esfuerzo.

En nuestra confrontación con la verdad descubierta y amada, la libertad es el premio al esfuerzo por mantenerse fieles a la palabra del Revelador; premio diario al esfuerzo cotidiano; satisfacción í­ntima en el camino oscuro de la fe.

La verdad es la libertad frente a las inconsistentes ofertas salvadoras que le llegan al hombre desde otros «oferentes», que siempre son incapaces de responder satisfactoriamente a las necesidades más profundas del ser humano; es libertad frente a todo lo antidivino que, venga de donde viniere, queda enmarcado dentro de la mentira o pseudós; es libertad frente a todo aquello que -antes y fuera de la óptica de la fe- constituye la base de las esperanzas y aspiraciones humanas; es libertad frente a uno mismo, que le hace capaz de renunciar a la vida -considerada en un nivel puramente humano- por la vida, considerada al nivel de lo que Dios regala.

Esta es la auténtica verdad frente a la que nos sentimos responsables y de la que, a cambio, obtendremos el regalo de la libertad de los hijos de Dios: no esclavizados por aspiraciones o temores; no deslumbrados por el poder o la gloria; no seducidos por apetencias logrables a corto plazo; no doblegados ante dádivas y halagos; no asequibles al desaliento motivado por caminos más brillantes que otros recorren; no desviables del compromiso adquirido ni de la palabra dada. Hablar de verdad liberadora en otro sentido equivaldrí­a a empobrecer este poder creador y redentor de la verdad.

3. La permanencia como condición
El auténtico discipulado cristiano es definido por la permanencia. Es la palabra que aparece obsesivamente cuando se trata de profundizar en la naturaleza del discipulado cristiano (Jn 15). Los discí­pulos de Jesús deben permanecer en él y él en ellos. Esta permanencia o inmanencia mutuas pretenden expresar la proximidad vinculante entre una persona y otra. En efecto, ¿cómo puede una persona estar, hallarse, vivir o permanecer en otra? Esto únicamente puede lograrse mediante actos estrictamente personales: conocimiento, afecto, intercomunicación, confianza, aceptación, acogida, compromiso… Esta permanencia implica una fidelidad a toda prueba, que supone la disponibilidad total de una persona por la otra hasta la entrega de la propia vida por ella (Jn 15,13; 10,11-13).

Si esta permanencia define la condición o estado del verdadero discí­pulo, esto significa que él debe mantener frente a los demás la misma actitud de Jesús. Por fidelidad al mandamiento recibido del Padre, Jesús se entregó por los hombres. Como coherencia lógica, por fidelidad al mandamiento recibido de Jesús, su discí­pulo debe entregarse a los demás. Esta permanencia es vivida en la verdad y exclusión y condenación de la mentira que, fundamentalmente, está en la lí­nea del egoí­smo.

Sólo a esta permanencia le ha sido garantizado el conocimiento de la verdad, de la verdad completa, a la que el discí­pulo llegará gracias a la acción del Espí­ritu (Jn 16,13). Y el conocimiento de la verdad completa producirá en los creyentes la libertad auténtica.

4. La mentira como contrapunto
El evangelio fue escrito en blanco y negro. Esa es su trágica grandeza. No admite las precisiones, matizaciones ni otra clase de atenuantes que nosotros inventamos para sustraernos a sus exigencias radicales. El contrapunto de la verdad no es la ambigüedad, no son los compromisos pactados, no son las medias tintas ni el nadar escondiendo la ropa, no son las circunlocuciones sibilinas gracias a las cuales no decimos lo que debemos, escondemos nuestro pensamiento, nos quedamos en una zona templada que preserva la comodidad de nuestra postura sin ninguna clase de complicaciones. Para el evangelio, el contrapunto de la verdad es la mentira. Así­ de claro, al menos en su enunciación.

a) La oposición a la verdad ¿Qué es la mentira? Algo muy fácil de entender, al menos en principio. La mentira es lo contrario a la verdad, su polo opuesto. Si la verdad es la realidad divina abierta, manifestada y comunicada al hombre a través de y en la persona de Jesucristo, la mentira es la voluntad opuesta a Dios. Si la verdad es dicha realidad divina que descubre a la simple criatura la existencia plenamente auténtica y la posibilita su plena realización desde el plano o planes de Dios, la mentira es el intento de independencia absoluta y de autonomí­a total frente a cualquier tipo de injerencia que proceda de fuera de sí­ mismo, incluso si se trata de Dios. La mentira es la voluntad humana en su rebelión contra o frente a cualquier clase de subordinación ante el totalmente Otro. La mentira es la misma voluntad humana en cuanto que cae en la tentación primordial de «ser como Dios», es decir, norma de sí­ misma, rechazando cualquier otra que le venga ofrecida desde fuera de sí­ misma. Ahora bien, la misma experiencia humana se encarga de descubrir la inconsistencia de semejantes pretensiones. Y, en cuanto inconsistente, esta voluntad humana es mentira, vive de la mentira y, en cuanto mentira, lleva a la muerte.

Estamos hablando de inconsistencia. En ella se encuentra la esencia misma de la mentira. Porque frente a la realidad divina, que es consistente en sí­ misma y da la verdadera consistencia a las personas y a las cosas, todo lo demás, cuando no se construye sobre este fundamento sólido, es inconsistente, aparente, mentiroso. La misma realidad humana, cuando no se apoya en la única base sólida que es Dios, la única verdad plena, es algo aparente frente a la auténtica realidad divina y, en cuanto tal, no solamente no es nada, sino que lleva a la muerte.

La mentira no es una realidad constante y, por tanto, es insegura. Es falsa. No es la realidad que pretende ser o que se pretende que sea.

De forma paralela a la verdad, la mentira debe también ser entendida como una realidad personal que solicita la opción y decisión del hombre. La verdad y la mentira se contraponen como dos poderes que dominan el mundo. De un lado está la verdad, la luz, la vida; del otro está la mentira, las tinieblas, la muerte. Debemos notar, sin embargo, que dichos poderes no actúan mágica o fatalmente por sí­ mismos. Ellas constituyen como una atmósfera, un ámbito, un espacio donde se realiza su poder. Y para que éste sea eficaz se hace necesaria la decisión humana de vivir en uno u otro de los mencionados espacios o esferas. Quiere decir esto que el hombre opta o se decide por la verdad o la mentira. Su opción le sitúa o bien en el mundo o esfera de Dios, de lo divino, de la revelación, o bien en el mundo o esfera de lo antidivino, del maligno, de la autosuficiencia humana. Esta es la mentira radical.

b) La mentira como engaño al prójimo. Lo que normalmente llamamos mentira adquiere su maldad o perversidad desde esta opción radical que vicia el comportamiento humano en sus relaciones con el prójimo. Desde aquí­, muy probablemente, deban entenderse las declaraciones de Jesús en el sermón del monte (Mt 5,37) cuando, manifestándose en contra de cualquier tipo de justificación del juramento, dice a sus discí­pulos: sea vuestro lenguaje «sí­, sí­; no, no». Lo que pasa de eso viene del maligno. Y se explica. Cuando el mundo está presidido y dominado por la mentira, es necesario poner a Dios por testigo de lo que afirmamos. Pero el cristiano sabe perfectamente que Dios se halla siempre presente. Por tanto, no hace falta llamarlo como testigo. Desde esta perspectiva cristiana, bastan el «sí­» o el «no», porque al fin y al cabo equivalen a un juramento por estar pronunciados en la presencia de Dios.

La suficiencia del «sí­» o del «no» en orden a la regulación de la vida humana se halla tan valorada por el mismo Jesús, que dedica a quienes proceden de este modo una bienaventuranza, la de los limpios de corazón. En ella se beatifica o se garantiza la dicha para aquellos en los que es norma de conducta la transparencia de la vida; se declara la dicha para aquellos que actúan con caridad y claridad —ambas realidades son inseparables cuando sonauténticas, cuando la caridad es verdadera-; se promete la visión de Dios a aquellos que actúan sin doblez.

La mentira y el falso testimonio, cuando ocurren o son practicados por alguien que se dice cristiano, son lo equivalente a la doble vida: compromiso con la verdad, que es el mundo de Dios, y condescendencia con el mundo antidivino, que es la mentira; son un intento, necesariamente fracasado, de conciliar la luz con las tinieblas; son el esfuerzo estéril de mezclar el agua y el aceite, porque sus densidades diferentes lo contradicen; en el lenguaje popular equivaldrí­a a encender una vela a Dios y otra al diablo. La verdad y la mentira se excluyen como la vida y la muerte, como la luz y las tinieblas, como el calor y el frí­o, como la esperanza y la desesperación.

Es evidente que, cuando nos manifestamos con este radicalismo, no nos estamos refiriendo a las mentiras menores, a las mentirijillas intrascendentes, personal y profesionalmente, que a nadie perjudican y pueden salvarnos de algún apuro o de situaciones incómodas.

5. La verdad y la veracidad
De la entraña misma de la verdad, en el sentido bí­blico que venimos exponiendo, nace la veracidad. Si la verdad es una realidad sólida, firme, estable y leal (recordemos que estamos mencionando uno de los atributos mayores por los que se define Dios en el A.T., Ex 34,6), quien participa de ella, quien se decide por su mundo, aquel que siente la responsabilidad ante ella, debe ser también leal y honesto; debe desterrar de su vida la trapacerí­a y el engaño, el fraude y la doblez, como exigencia elemental de la opción que ha tomado. La verdad debe traducirse en un comportamiento veraz, que responda a la confianza suscitada por el mismo concepto de la verdad.

La vida en la verdad exige la veracidad. Y esto significa ser leales, sinceros, auténticos y honestos consigo mismo, con Dios y con el prójimo. Teniendo como punto de partida que la verdad absoluta solamente lo es y está en Dios. Nosotros únicamente tenemos una participación parcial y aproximativa de la misma. Por eso, considerarnos en la posesión absoluta y única de la verdad equivaldrí­a a la tentación original de «ser como Dios», convirtiéndonos, de forma petulante, en norma única de la verdad, con la consiguiente exclusión y condenación de todos aquellos que no aceptasen «nuestra» verdad. Serí­a egoí­smo puro y absoluto.

La verdad absolutamente considerada es tan inmensa que Dios mismo ha querido «parcelarla» para que nos sea más provechoso su cultivo y más fácil su comprensión. Y el intento de comprensión de la misma ha llevado al descubrimiento de muchas «verdades» en los distintos campos que nos ofrece la vida. Habrá que hablar de la verdad filosófica, teológica, jurí­dica, sociológica, cientí­fica, polí­tica, psí­quica, técnica, antropológica…

Parcelas todas ellas de la gran verdad, de la que no debieran separarse. Sólo así­ su cultivo redundarí­a beneficioso en un ciento por uno. El sentirnos responsables de la verdad implica el serlo también de la veracidad mediante el reconocimiento de las «verdades», más o menos importantes, que las distintas ramas del saber humano nos van descubriendo desde su adecuada y justa competencia. Más aún: deberí­amos ser capaces de verlas todas dentro del marco de la gran verdad; desde el ángulo de la múltiple manifestación de la realidad divina en la creación, en la historia y en el hombre; dentro de la interdependencia de unas verdades con otras, sin levantamiento de fronteras injustificadas ni declaraciones peligrosas de independencia absoluta.

Desde esta responsabilidad ante la verdad y ante la consiguiente veracidad debe nacer el respeto a la verdad tal como es percibida, aunque sea erróneamente, por aquellos que piensan de manera distinta a nosotros. La posesión gozosa y agradecida de la verdad debe intentar hacerla atractiva a los demás, nunca debe contribuir a que sea repelente para los otros. Esta posesión gozosa de la verdad no puede permitir la confusión de la sinceridad con la falta de respeto ni autoriza el orgullo ofensivo que llevase a la acusación constante del error o de la equivocación en que otros pueden estar o vivir. Obliga, por el contrario, a una investigación más profunda que, dentro de la natural incomprensibilidad, haga más inteligible y aceptable la verdad poseí­da; a utilizar un lenguaje comprensible para aquellos que pueden estar dispuestos a escuchar nuestra verdad; a una respuesta humilde y agradecida por la posesión de la verdad liberadora y creadora de vida y esperanza.

6. Incomodidad de la verdad
La filosofí­a popular ha acuñado varios refranes cuyo contenido es precisamente la incomodidad de la verdad. La verdad es y resulta incómoda. Cada dí­a presenciamos conflictos -públicos o privados, serenos o violentos- provocados por la verdad cristiana. Frecuentemente sus exigencias, derivadas de la ineludible responsabilidad ante la verdad y ante la consiguiente veracidad, chocan con otras mentalidades que no aceptan o rechazan abiertamente estas exigencias y los principios que las justifican.

Quien se siente responsable ante la verdad cristiana no puede aceptar una organización de la vida y de la sociedad como si esta vida presente fuese la última y la única; como si el hombre no tuviese otras dimensiones que las absolutamente controlables por la medida de una verdad puramente humana; como si el ciudadano debiera ser formado para responder únicamente a las exigencias que impone el figurar con un nombre y unos apellidos en el registro civil, sin tener para nada en cuenta la ciudadaní­a de los hijos de Dios que peregrinan a la casa del Padre.

El cristiano se mueve en la lucha por defender su verdad. Cierto que ésta aparecerá en toda su plenitud más allá del tiempo; pero mientras dura éste, aquel que la ha aceptado como norma suprema de su propia vida debe convertirse en signo vivo de la verdad cristiana y de la oferta divina en el mundo en el que le toca vivir. Es una exigencia inevitable de la responsabilidad frente a la verdad. El asumirla o eludirla es signo claro de la aceptación o del rechazo de dicha responsabilidad. Quien no la acepta con todas las consecuencias que implica pasa necesariamente a la clandestinidad. Se convierte necesariamente en cristiano vergonzante. Es una experiencia frecuente en todos los tiempos y que ya se halla recogida en los evangelios (Jn 12,42). Nos referimos, y se refiere el evangelio, a los creyentes calculadores que no arriesgan nada por su fe; que intentan por todos los medios el hacerla compatible con las ventajas derivadas de ocultarla ante aquellos que pueden perjudicarles a causa de la misma; son aquellos que nadan guardando la ropa. Y si quieren ver a Jesús «van de noche» para no ser descubiertos.

Los que así­ actúan comienzan encendiendo una vela a Dios y otra al diablo; de puertas adentro son cristianos, y al asomarse al balcón lo disimulan; profesan su fe cuando no existe ningún riesgo al hacerlo -y más aún cuando puede reportarles beneficio- y la ocultan, prescindiendo de sus exigencias, en el momento en que su profesión pública implicarí­a perjuicios sociales o económicos.

El problema, con ser grave, no suele quedar ahí­. Porque los creyentes vergonzantes no tienen futuro. Como no lo tiene la mentira. Ya dice el refranero popular que se pilla primero a un mentiroso que a un cojo. Llega un momento en el que la marcha de los acontecimientos les obliga a pronunciarse claramente, a salir de la clandestinidad. Es entonces cuando se agudiza el problema en forma de dilema: confesión adecuada de la fe cristiana, asumiendo todos los riesgos que esto conlleva, o abandono de una fe que un dí­a les habí­a entusiasmado. Es el paso de laverdad a la mentira. Comienza abiertamente la vida en la mentira renunciando, incluso con añoranzas a veces, a la vida en la verdad que habí­an descubierto. ->sabidurí­a; logos; maestro.

BIBL.-G.QUELL – G. KITTEL – R. BULTMANN, Atézeia, en TWzNT, 1933; F. ASENSIO, Misericordia et veritos, Roma, 1949; I. DE LA POTTERIE, De sensu vocis Emeth in Vetere Testamento, VD, 1949. Su gran obra sobre el tema, La vérité dans saint lean 1 y II, en «Analecta Bí­blica», 1975; J. GNILKA, Verdad, en «Conceptos Fundamentales de la Teologí­a», Cristiandad (Gnilka desarrolla el aspecto bí­blico de la palabra).

Felipe F. Ramos

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret