VENIDA DE CRISTO

A la venida de Cristo también se le ha llamado el «advenimiento del Señor», ya que en español el término «advenimiento» se usa para una venida esperada y solemne. La palabra viene del latín adventus, que en ciertos contextos corresponde a la griega parousia. Sin embargo, en el NT parousia siempre apunta a la segunda venida, esto es, al segundo advenimiento. Pero en el segundo siglo, el término se aplicó a las dos venidas de Cristo. De este modo, Justino Mártir distinguió entre la primera y la segunda parousia en su Diálogo contra Trifón, capítulos 52 y 121. Una palabra del NT que se usa para referirse a las dos venidas es epifaneia, que en 2 Ti. 1:10 se refiere a la primera venida. Hay dos palabras que sólo se refieren a la primera venida, y son eleusis (Hch. 7:5) y eisodos (Hch. 13:24). Tanto el AT como el NT por igual tienen fija la mirada en una venida anticipada de nuestro Señor. En este artículo nos concierne examinar sólo la primera venida.

Las fuentes de nuestro conocimiento para las circunstancias de la entrada de nuestro Salvador al mundo están limitadas a las narraciones respecto a su nacimiento e infancia tal como se registran en el primer y tercer evangelios. Todo el NT da testimonio del hecho de la encarnación pero sólo Mt. 1:18–2:23 y Lc. 1:5–2:39 nos dicen cómo y cuándo sucedió. Desde principios del siglo veinte se ha puesto en duda la historicidad de estos pasajes en base a diversas razones. Principalmente se objeta el elemento sobrenatural que contienen, a causa de que no se menciona el nacimiento virginal en el segundo y cuarto evangelios, la falta de evidencia de fuentes seculares que apoyen la descripción del empadronamiento, y no menos, por colocarlo entre el período cuando Cirenio era gobernador de Siria (Lc. 2:1–5). Se ha afirmado que estos relatos no formaban parte de los evangelios en su forma original, o que tienen un carácter midrásico (véase Midrash). En respuesta a estas objeciones, se ha dicho que la crítica literaria y textual no brinda ningún apoyo a las teorías que hablan de interpolación. Hoy en día los científicos ya no están tan seguros de descartar la posibilidad de un milagro. Al empezar su relato donde lo hace, Marcos no tiene la ocasión de mencionar el nacimiento de Jesús. Juan, que probablemente tenía conocimiento del relato de Lucas, si es que no conocía también el de Mateo, formula una declaración general acerca de la encarnación (Jn. 1:14), la que por cierto no está en contradicción con ninguna de estas otras dos. No se puede mostrar una sola declaración del NT que esté en desacuerdo con estos relatos evangélicos en cuanto a la forma del nacimiento de Cristo. Por otra parte, si él vino de Dios en un sentido único, no hay nada improbable en el punto de vista de que vino también en una forma única. El repetido testimonio del NT acerca de que Cristo es sin pecado sólo se explica aceptando la veracidad del relato del nacimiento virginal (véase). La objeción que Schuerer y otros han levantado contra el relato de Lucas en cuanto al censo, ya ha sido largamente refutada por Sir William M. Ramsay, Adolf Deissmann y otros eruditos de renombre. Ahora sabemos que en el primer siglo se realizó un censo cada catorce años, al menos así ocurría en Egipto. También sabemos que a quienes estaban fuera de casa se les pedía que volviesen para el empadronamiento. La objeción de Schuerer sobre que el reino de Herodes estaba exento del pago de tributos no tiene peso alguno, ya que él era un rey vasallo, y se sabe que Augusto exigió votos de fidelidad de parte de todos los judíos durante la última parte del reinado de Herodes. Existe evidencia epigráfica que apunta a dos períodos de tenencia de cargo oficial en Siria en el caso de Cirenio. El más antiguo de los dos parece corresponder con los últimos años del reinado de Herodes, o bien a los años que siguieron inmediatamente después de su muerte, acaecida en 4 a.C. Si tomamos esto último, lo que Lucas habría querido decir es que un censo que había comenzado bajo el reinado de Herodes fue terminado durante el tiempo en que Cirenio estuvo en su puesto. A la vez que Vincent Taylor opina que las dificultades del relato de Lucas todavía no han sido del todo superadas, también apunta a la vindicación de la exactitud de Lucas en el caso de Lisanias (Lc. 3:1) como una advertencia en contra de concluir precipitadamente de que Lucas se equivocó en este punto (V. Taylor, The Life and Ministry of Jesus, Macmillan Publishing Co. Ltd., Londres 1955, p. 43). No hay peligro en decir que el apoyo sustancial que la investigación arqueológica ha provisto para muchos de los pasajes de Lucas que primero fueron puestos en duda, hace fuertemente probable su confiabilidad en este caso también.

El contenido de los relatos sobre el nacimiento de Jesús indica que él nació en Belén de Judea, que nació de una madre virgen descendiente de David, en circunstancias humildes y en el año 4 a.C. Aunque para la gran parte del mundo, y aun para el mundo judío, este evento pasó desapercibido, no fue del todo inobservado ni inesperado. Así como en el AT en el caso de Isaac y Sansón, y en el NT en el caso de Juan el Bautista, un ángel comunicó el hecho algún tiempo antes de su acaecimiento, hablándoles primero a María y después a José, con quien ella se había desposado (Lc. 1:26–38; Mt. 1:20–21). En ambos casos se mencionó la acción del Espíritu Santo en la concepción del niño, el nombre que debería dársele, y la naturaleza de su misión; pero el lenguaje usado no fue el mismo, aunque no contradictorio. Pastores piadosos se enteraron del nacimiento del Salvador por un ángel que fue acompañado por un coro de otros ángeles, alabando a Dios sobre los pastizales de Belén (Lc. 2:8–20). Una brillante estrella y una antigua profecía de Miqueas sirvieron de guía a un grupo de magos, que llegaron así hasta el lugar donde se encontraba el niño Salvador (Mt. 2:1–12; Mi. 5:2). El período estuvo marcado por un avivamiento de canciones proféticas que precedieron y siguieron al nacimiento. Las canciones de Elizabet, María, Zacarías y Simeón revelan la íntima familiaridad que tenían con la Escritura, y la piedad reverente y llena de expectación que tenían. Todo esto revela cuál era la característica de los círculos de donde ellos venían (Lc. 1:42–45, 46–55, 68–79; 2:29–33). Tanto los compositores, como los pastores y Ana, representan a aquella minoría que temía a Dios en el tiempo de la venida, cuya actitud se describe de varias formas, como «esperando la consolación de Israel» y «esperando la redención en Jerusalén» (Lc. 2:25, 38). Ellos se daban cuenta, más que nunca, de la necesidad de un avivamiento religioso y esperaban en oración por el cumplimiento de la profecía que contestaría esas oraciones. En contraste con estas agradables evidencias de una aspiración religiosa sincera, los relatos nos entregan una mirada dentro de la indiferencia incrédula de los intérpretes de la Escritura, y también un siniestro cuadro de hostilidad diabólica de Herodes.

Además de informarnos de la influencia que tuvo la profecía de Miqueas para guiar a los magos hasta que encontraron al niño Jesús, Mateo también apunta a otras diversas profecías que fueron cumplidas en el tiempo de la venida de Cristo (cf. Mt. 1:23; Is. 7:14; Mt. 2:15; Os. 11:1; Mt. 2:17–18; Jer. 31:15; Mt. 2:23; ni un solo paralelo preciso). También llama la atención en forma indirecta al cumplimiento de antiguas promesas al trazar la genealogía de Jesús partiendo de Abraham y David (Mt. 1:1). Es difícil armonizar esta genealogía con la que encontramos en Lc. 3:23–38. La solución más probable del problema principal se halla en el hecho de que Mateo entrega la descendencia legal y real, en virtud de la cual, tanto José como Jesús (su hijo adoptivo) podrían haber reclamado el trono si éste hubiera seguido. De este modo, la genealogía de Lucas representa la línea natural a la cual finalmente pertenecía José, como el esposo de María.

Pablo llama al tiempo en el cual tomó lugar el advenimiento «el cumplimiento del tiempo» (Gá. 4:4). Esta expresión puede tener una aplicación doble; indicaría que era el tiempo predeterminado por Dios, pero también daría a entender que las condiciones que en ese tiempo prevalecían en el mundo eran las más apropiadas para la venida del Salvador. La historia de esa época sirve para ilustrar esto.

Desde el año 63 a.C., Palestina pertenecía al vasto territorio que formaba parte del Imperio Romano y que, bajo el gobierno de un gobernante firme y único, unía una gran parte del mundo conocido, como nunca antes había sucedido. La inteligente distribución del ejército, la adaptación discreta de métodos de gobierno provincial a circunstancias locales, los excelentes caminos que unían a Roma a las tierras más distantes gobernadas por los Césares, y mares limpios de piratas, todo esto ayudó a prolongar la paz que gozaban los pueblos sujetos, facilitando también el rápido movimiento de tropas, mercadería y maestros. Al reconocer que el pueblo judío era un pueblo único, y que requería un trato especial, los romanos le concedieron privilegios excepcionales. Julio César colocó su religión en la categoría de aquellas que estaban permitidas en forma oficial; y, en el año 37 a.C., Herodes, quien, a pesar de ser idumeo de nacimiento, era judío en su religión, fue nombrado para que gobernase Judea como rey subordinado.

Por este tiempo, Palestina tan sólo contenía un reducido número del grupo total de judíos que estaban esparcidos a lo largo de todo el imperio. Desde la caída de Jerusalén en el año 586 a.C., su dispersión se extendió por medio de la política colonizadora de Alejandro Magno y los reyes antioquenos. Había un número considerable de judíos en todos los grandes centros comerciales, y donde quiera que residieran diez cabezas de familia se edificaba por lo general una sinagoga (véase). En este lugar se reunían el día designado por Dios para oír la lectura de las Escrituras, y esta práctica junto con el uso continuado de la circuncisión llegó a ser su vínculo de unidad y su distintivo, lo que aseguró su identidad separada entre otros pueblos. Pero, por la providencia de Dios, la sinagoga llegó a servir propósitos más amplios. El idioma griego había tomado una misma forma en todas las comunidades de habla griega. Había ido extendiéndose gradualmente sobre la parte oriental del imperio y, en grado menor, hacia la parte occidental también, llegando a ser el lenguaje del comercio, del estudio y la universidad. Este desarrollo se dejó sentir en la traducción de las Escrituras del AT al griego, en Alejandría. Además, los largos años de guerra y destrucción que precedieron al reinado de Augusto, produjeron mucha inestabilidad social, desorden moral y bancarrota religiosa. La filosofía griega contribuyó sustancialmente a producir el último de los resultados mencionados por medio de minar las antiguas creencias. Habiéndose roto las antiguas amarras, la gente quedó abandonada a merced de las olas pero conscientes de la nueva unidad, sea que los llevara a la desesperación o a la esperanza, multitudes buscaban ansiosamente algún objeto de fe que diera significado a su vida y les trajera paz a su corazón. Algunos buscaron ayuda uniéndose a alguna escuela de filosofía. Otros llegaron a ser devotos de los cultos orientales de misterio. Pero no pocos gentiles que vivían en la perplejidad fueron guiados a aprender por medio de la lectura de la Escritura en las sinagogas algo de la unidad y majestad de Dios, y de la rectitud moral que se demandaba del hombre, y de la esperanza centrada en el Salvador esperado. Muchos de ellos aun acompañaron a los judíos a observar las fiestas que se desarrollaban en Jerusalén, conociendo más de cerca el judaísmo y su centro principal. Pero un sacerdocio mundano materialista, junto con el partido farisaico, obsesionado con el supuesto valor de la obediencia a ordenanzas externas, pero ciego a las demandas internas de la ley divina, formaban un pobre consuelo para los oprimidos espirituales de Palestina, por no decir nada de los ejemplos desconcertantes de piedad profesa a los ojos escudriñadores del extranjero (Mt. 21:13; 23:15).

De modo que, el Salvador fue enviado en un tiempo de amplia corrupción moral, de un acrecentado pesimismo, de hambre espiritual, de debilitamiento en cuanto a las barreras raciales, y de amplio interés en las Escrituras judías.

El enorme significado de la venida difícilmente podría ser sobrestimado. Dio una nueva forma de vida e hizo posible que surgiera un nuevo tipo de civilización. Religiosamente, colocó el fundamento para toda la evidencia de la gracia y bondad de Dios que fue exhibida durante toda la vida de Jesús. Fue algo preparativo en relación con la expiación, la cual es la sola base de perdón y reconciliación con Dios. Demostró, por siempre, la capacidad de la naturaleza humana para reflejar, dentro de sus propios límites, la gloria del carácter divino.

BIBLIOGRAFÍA

  1. Angus, Environment of Early Christianity; K.S. Latourette, History of the Expansion of Christianity, I, pp. 8–44; J.G. Machen, The Virgin Birth of Christ, pp. 202–209.

William J. Cameron

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (631). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología