VATICANO II (CONCILIO)

(1962-1965)
DicEc
 
El >Vaticano I quedó suspendido sine die el 20 de octubre de 1870. Algunos se preguntaban si, después de los decretos sobre el >primado papal y la >infalibilidad, volverí­a a ser alguna vez necesaria la celebración de un concilio. De hecho, las decisivas acciones de >Pí­o X durante la crisis modernista llevaron a muchos a sentirse confiados en la actuación del papa en solitario. No obstante, el Código de Derecho canónico de 1917 trató de los concilios generales (CIC 222-229).

Ya en 1922 >Pí­o XI pensaba en volver a congregar el Vaticano I o en convocar un nuevo concilio. Cuando se examinaron de nuevo los documentos del Vaticano I, se pensó que habí­a suficiente material preparado para un concilio, y los consultores hicieron sugerencias acerca de otros temas. Pí­o XI solicitó la opinión de los obispos de cara a la celebración de un concilio con ocasión del año santo de 1925; sólo la décima parte pareció haberse mostrado en contra. Pero algunos, especialmente el cardenal Ehrle, insistieron poderosamente en desaconsejar al papa la celebración del concilio, y en 1924 se renunció a la idea.

Según parece, fueron bastantes las personas que aconsejaron a >Pí­o XII la celebración de un concilio. El papa decidió que las indagaciones acerca del posible concilio debí­an estar en manos de una comisión especial del entonces Santo Oficio, que se reunió con gran secreto desde marzo de 1948 hasta enero de 1951. La comisión llevó a cabo una gran cantidad de trabajo, desconociendo aparentemente lo que se habí­a hecho en la década de 1920. Se nombraron y actuaron también subcomisiones. Pero hubo divergencias acerca del tipo de concilio que debí­a celebrarse y se previeron dificultades que llevarí­an a Pí­o XII a renunciar a la idea. Los trabajos, sin embargo, darí­an algún fruto: Pí­o XII usó por ejemplo los documentos preparatorios en la encí­clica Humani generis; Juan XXIII autorizó en 1959 a la comisión antepreparatoria del Vaticano II a tener en cuenta los documentos conservados en el Santo Oficio; algunos de los miembros de la comisión de la década de 1940 desempeñarí­an luego un importante papel en el concilio, como los cardenales Bea, Ottaviani, Parente y Brown.

No existe sin embargo una historia crí­tica del Vaticano II; un breve relato de H. Jedin es quizá el mejor relato de que disponemos. Hay en italiano una crónica valiosa e informes periodí­sticos en varias lenguas publicados originalmente en «La Civiltá Cattolica». Estos no obstante, aunque valiosos, han de leerse con precaución, ya que no siempre son enteramente rigurosos y a veces reflejan las reacciones emotivas del momento; a menudo se echa de menos una valoración más sosegada de las personas y de los acontecimientos, [aunque la reciente Historia del concilio Vaticano II dirigida por G. Alberigo en cinco volúmenes y en diversas lenguas puede llenar este vací­o. Los criterios interpretativos usados son los siguientes: 1) el Concilio-acontecimiento como canon hermenéutico; 2) la intención de Juan XXIII; 3) la naturaleza pastoral del Concilio; 4) l’aggiornamento como finalidad del Vaticano II y 5) la práctica del compromiso y de la búsqueda de la unanimidad].

Como es bien sabido, la idea del concilio, que Juan XXIII lanzó a los cardenales el 25 de enero de 1959, fue recibida con frialdad. En general puede decirse que, de la curia romana, el papa recibió poco entusiasmo y muchos impedimentos (>Juan XXIII). Antes del concilio habí­a en la Iglesia un abismo entre los estudios creativos de eclesiologí­a, especialmente desde perspectivas bí­blicas, patrí­sticas y ecuménicas, y lo que manifestaba el magisterio y enseñaban los manuales de teologí­a.

El 17 de mayo de 1959 fue nombrada la comisión antepreparatoria. Recibió 2.812 proposiciones (postulate). El 5 de junio de 1960 se establecieron diez comisiones preparatorias. Junto a ellas estaba el Secretariado para la unidad de los cristianos, que Juan XXIII habí­a instituido en 1960. Hasta iniciado el primer perí­odo de sesiones no alcanzarí­a el Secretariado todo su potencial. A diferencia de la comisión del Vaticano I. la mitad de los miembros de las comisiones preparatorias eran futuros miembros del concilio con derecho a voto; el 28% de ellos eran miembros de la curia romana; los otros eran obispos del mundo entero y teólogos llamados «peritos». Estos cribaban los materiales recibidos y preparaban los borradores, que eran enviados a la Comisión central. Los setenta y seis esquemas eran más bien un resumen de anteriores posiciones del magisterio y contení­an pocas novedades teológicas. Aunque constituirí­an una fuente para el concilio, muy pocos de ellos fueron aprobados en la forma en que habí­an sido enviados al principio a los miembros del concilio. En esta fase los procedimientos estaban en gran medida dominados por los miembros de la curia y por los teólogos romanos presentes en las distintas comisiones. Algunos de los teólogos más destacados de la Iglesia fueron al principio excluidos, llegando a ser peritos sólo más tarde, por la insistencia de los obispos y en algunos casos del mismo papa. Durante los años de preparación hubo signos de tensión: el sí­nodo romano (1960) fue una decepción, ya que fue muy tradicional; la constitución pontificia imponiendo el latí­n como vehí­culo de la formación teológica se consideró regresiva; en algunos paí­ses las expectativas ante el concilio eran muy grandes y la gente esperaba cambios decisivos; el interés por las dimensiones ecuménicas del concilio era creciente.

Cuando se inauguró el concilio el 11 de octubre de 1962 quedó claro que, a pesar de los intensos esfuerzos de preparación, los procedimientos de trabajo no eran apropiados para la tarea. Se encomendó la dirección del concilio a un grupo de diez cardenales; más tarde se nombrarí­an cuatro moderadores para facilitar la marcha del concilio (1963). En la inauguración habí­a 2.540 padres conciliares, menos de una quinta parte de los cuales (379) eran italianos: obispos (incluidos los cardenales y los patriarcas) y máximos responsables (generales) de los institutos religiosos masculinos. Habí­a también observadores de otras confesiones cristianas (siendo los protestantes notablemente más numerosos que los orientales). A partir del segundo perí­odo de sesiones (1963) hubo invitados (auditores, «oyentes»), que no tení­an derecho a intervenir; desde el tercer perí­odo (1964) entre, estos hubo también algunas mujeres.

El lenguaje oficial acerca de la actividad del concilio usaba una terminologí­a tradicional y técnica. Hubo cuatro perí­odos de sesiones (11 de octubre-8 de diciembre de 1962; 29 de septiembre-4 de diciembre de 1963; 14 de septiembre-21 de noviembre de 1964; 14 de septiembre-8 de diciembre de 1965). Hubo diez asambleas (públicas) solemnes: celebraciones litúrgicas, a las que asistí­a el papa, y asambleas de apertura y clausura, así­ como para la aprobación de documentos. El trabajo ordinario del concilio consistió en 186 asambleas generales, dedicadas a discursos y votaciones. Un rasgo particular de las asambleas generales era el hecho de que los obispos que deseaban hablar habí­an de notificarlo con varios dí­as de antelación. De este modo el cruce de intervenciones propio de los debates parlamentarios no era posible, ya que los oradores se sucedí­an pronunciando discursos que ya tení­an preparados. Los miembros podí­an también someter textos a la consideración de las comisiones conciliares. Todos estos discursos e intervenciones escritas, así­ como toda la documentación proporcionada a los miembros del concilio, se han publicado en la actualidad, pero en latí­n, lengua en la cual se hicieron casi todas las intervenciones. Hay que tener en cuenta que los primeros comentarios que se hicieron al Vaticano II no pudieron hacerse disponiendo de este amplio material, y todo habrí­a de revisarse por tanto a la luz del mismo. Muchas tesis doctorales sobre el concilio se han escrito desde que apareció toda esta documentación; en ellas se arroja mucha luz sobre el modo en que se desarrolló la doctrina del concilio sobre cuestiones particulares. Ha llegado el momento para una segunda generación de comentarios, como el que ha aparecido ya sobre el capí­tulo VIII de LG.

La mayor parte de los documentos del concilio se tratan en esta obra en las voces correspondientes. Lo que sigue es un esquema breve de las distintas fases de los trabajos conciliares.

El concilio se inauguró con un discurso importantí­simo de >Juan XXIII. El primer perí­odo de sesiones tuvo una etapa de acomodación, siendo al principio importantes las cuestiones de procedimiento; el gran número de obispos no pertenecientes a la curia elegidos para las distintas comisiones conciliares necesitaba tiempo para aclimatarse. Fue una etapa importante en la historia del concilio, porque empezaron a formarse dos grupos diferentes. Palabras como «conservador/tradicionalista/de derechas», o «progresista/ecuménico/de izquierdas» tienen limitada utilidad en este contexto. Pero es un hecho que habí­a un grupo que representaba básicamente las posturas de la curia vaticana y de sus teólogos, y un grupo más amplio que estaba más abierto a nuevas ideas. Durante los primeros dí­as del concilio se vio ya que los planteamientos curiales, reflejados en la documentación que ya habí­an recibido los miembros del concilio, no iba a ser dominante en el mismo. Juan XXIII, y Pablo VI después de él, se encargó de que esta minorí­a no quedara aplastada, pero tampoco se le permitió dictar los resultados del concilio, el cual al final se las arregló para conseguir el consenso en todos los documentos.

El primer documento que se discutió fue el relativo a la >liturgia, dando lugar a un claro enfrentamiento de posturas. Cuando el concilio entró en un callejón sin salida durante la discusión sobre el documento acerca de la revelación, Juan XXIII resolvió la situación nombrando una comisión mixta presidida conjuntamente por los cardenales Ottaviani y Bea, que representaban sendas posturas fuertemente enfrentadas; la comisión recibió el encargo de revisar completamente el documento. El esquema sobre los medios de comunicación social fue mejor recibido. El concilio consideró luego un esquema sobre las >Iglesias orientales, que tuvo una recepción poco entusiasta. Finalmente se presentó la constitución sobre la Iglesia (>Lumen gentium). El borrador, que reflejaba en gran medida la concepción de la Iglesia como «sociedad perfecta» (>Sociedad y Sociedad perfecta), tí­pica del magisterio del siglo anterior, fue muy mal recibido. Todos estos documentos fueron devueltos para su revisión.

Durante el primer perí­odo de sesiones no se pudo aprobar ningún documento. Pero, aun cuando el concilio no hubiera vuelto a reunirse, la expresión de evidente >pluralismo en que consistió hubiera sido ya un testimonio importante. Este pluralismo de hecho escandalizó a muchos, que vieron en él confusión; pero fue el fin de una soporí­fera uniformidad que vení­a haciéndose pasar en la Iglesia por unidad (>Una).

Al final del primer perí­odo de sesiones se vio claro que habí­a de reducirse el número de documentos y que era preciso agilizar los procedimientos conciliares. Juan XXIII nombró una Comisión coordinadora, que habrí­a de ser vital para los futuros trabajos del concilio. Cuando murió el 3 de junio de 1963 el concilio quedó automáticamente suspendido. Pero >Pablo VI volvió a convocarlo inmediatamente después de su elección el 21 de junio.

Pablo VI dio al concilio cuatro directrices claras en la apertura del segundo perí­odo de sesiones el 21 de septiembre de 1963: una declaración doctrinal sobre la naturaleza de la Iglesia; su renovación interna; la promoción de la unidad entre los cristianos, y el diálogo de la Iglesia con el mundo contemporáneo.

El segundo perí­odo de sesiones se inició con la consideración del documento sobre la Iglesia, y los miembros del concilio pasaron la mayor parte de octubre discutiéndolo. Las cuestiones cruciales fueron la sacramentalidad y la colegialidad del episcopado, el restablecimiento del diaconado y si el concilio debí­a hablar de la Virgen Marí­a (> Marí­a y la Iglesia) en este documento o publicar uno aparte sobre ella. La constitución fue devuelta para su revisión, como lo fue también el decreto sobre ecumenismo (>Ecumenismo e Iglesia católica romana), que se discutió después. Habí­a en él capí­tulos dedicados a los judí­os y a la >libertad religiosa que pasarí­an a formar parte de documentos diferentes. Al final fueron aprobados solemnemente la constitución sobre la liturgia y el decreto sobre los medios de comunicación social.

Después de acabar el segundo perí­odo de sesiones Pablo VI hizo una visita a Jerusalén, donde se encontró con el patriarca ecuménico Atenágoras (4-6 de enero de 1964). Esta iniciativa despertó gran interés y contribuyó a potenciar los esfuerzos ecuménicos del concilio.

El tercer perí­odo de sesiones se abrió con una misa concelebrada por veinticuatro miembros del concilio; se trataba de un acto simbólico que indicaba que la constitución sobre la liturgia ya se estaba aplicando. El concilio volvió a considerar el documento sobre la Iglesia; se sometieron a votaciones de sondeo sus treinta y nueve secciones, siendo positivas todas ellas. Volvió a discutirse el modo en que se debí­a tratar de la Virgen Marí­a. Se discutió el documento sobre el oficio pastoral de los obispos, pero se presentaron 1.741 enmiendas a los dos primeros capí­tulos, indicando que era necesaria una revisión a fondo. El capí­tulo sobre la libertad religiosa del documento sobre el ecumenismo fue vivamente debatido y devuelto para su revisión. Se discutió también la declaración sobre los judí­os, mostrando cómo desde la Edad media los obispos estaban sometidos a la presión de los gobiernos árabes para que no dieran la impresión de reconocer al Estado de Israel. La constitución sobre la revelación, sorprendentemente, se debatió más bien de manera calmada, aunque una minorí­a llamó la atención sobre el modo en que el concilio parecí­a estarse desviando de la lí­nea de pensamiento teológico que tení­a su origen en Trento. Se introdujeron más textos en este perí­odo de sesiones. Todos ellos recibieron muchas enmiendas y fueron devueltos para su revisión: el ministerio y la vida de los sacerdotes (>Sacerdocio ministerial), misiones (>Misión «ad gentes»), apostolado seglar (>Apostolado laical diocesano), renovación de la >vida religiosa, formación de los sacerdotes, esquema 13 sobre la Iglesia en el mundo, >matrimonio.

Se trató de sofocar el documento sobre la libertad religiosa, pero, tras apelar al papa, se dieron garantí­as de que se tratarí­a en primer lugar en el siguiente perí­odo de sesiones. Cuando el decreto sobre el ecumenismo estaba casi listo para la votación, se reveló que Pablo VI habí­a sugerido cuarenta enmiendas al texto; sólo diecinueve fueron aceptadas por la comisión y ninguna de ellas era sustancial.

Tanto esta iniciativa del papa como el hecho de que no todas sus sugerencias fueran admitidas son datos significativos de la dinámica que operaba entre el papa y el concilio. A esto hay que añadir el hecho de que, a pesar de que el papa habí­a recomendado la aceptación del documento sobre las misiones en el aula (la sala conciliar, es decir, San Pedro), este fue decididamente rechazado después de recibir abiertas crí­ticas, especialmente del obispo D. Lamont de la entonces Rodesia del Sur. El papa consideró, por otro lado, que el debate sobre el celibato clerical y la anticoncepción era inoportuno. Los obispos, dándose cuenta de la complejidad de las cuestiones tratadas en el documento sobre el matrimonio, lo remitieron al papa durante el tercer perí­odo de sesiones. El papa influyó además en el concilio de diversos modos; su encí­clica Ecclesiam suam (1964) promovió la idea del diálogo con las otras religiones y con el mundo. Por otro lado, al final del tercer perí­odo de sesiones proclamó a la Virgen Marí­a «madre de la Iglesia», acto que parece haber sido fruto tanto de su convicción personal como de la conveniencia de salir en ayuda de los que se habí­an sentido defraudados por el capí­tulo VIII de la Constitución sobre la Iglesia. La actividad del papa durante el concilio fue pues directa e indirecta. Tomó la iniciativa o aprobó sugerencias para la mejor organización de los trabajos del concilio. Ejerció vigorosamente la dirección a través de los cuatro moderadores, los cardenales Agagianian, Dópfner, Lercaro y >Suenens, a los que nombró al comienzo del segundo perí­odo de sesiones y con los que se reuní­a una vez a la semana durante el concilio.

En la asamblea general final del tercer perí­odo de sesiones (1964) se promulgaron tres decretos: la constitución sobre la Iglesia, el decreto sobre el ecumenismo y el decreto sobre las Iglesias orientales católicas.

El cuarto perí­odo de sesiones se caracterizó por un extraordinario incremento de las votaciones, con pausas para que las comisiones pudieran modificar los textos. Volvió a haber problemas con el documento sobre la libertad religiosa y el documento sobre los judí­os, que pasó a ser una declaración sobre las religiones no cristianas, en la que se trataba también de otras religiones distintas del judaí­smo. Se afirmaba, no obstante, que la culpa de la muerte de Jesús no podí­a achacarse ni a todos los judí­os contemporáneos de Jesús sin distinción ni a los judí­os actuales. En la asamblea general del 28 de octubre de 1965 se promulgaron cinco textos: sobre los obispos, la vida religiosa, la formación sacerdotal, la educación religiosa y las religiones no cristianas. Tras un trabajo frenético en las comisiones, pudieron prepararse dos documentos más para su promulgación en la asamblea solemne del 18 de noviembre: sobre la revelación y sobre el apostolado de los laicos. El resto de los documentos se promulgaron el 7 de diciembre: sobre la libertad religiosa, la actividad misionera. el ministerio sacerdotal y la Iglesia en el mundo moderno. Durante este perí­odo se renunció también a un documento sobre las indulgencias. El concilio acabó con la asamblea solemne del 8 de diciembre de 1965.

Desde un punto de vista sociológico, el concilio tuvo el aspecto de un comité enorme que a través de subcomités lograra elaborar documentos de consenso. Una de las grandes peticiones del concilio fue la descentralización. Es una paradoja el que buena parte de los trabajos posconciliares dependieran de una nueva centralización. Se dejó a Pablo VI la tarea de velar por la aplicación de gran parte del concilio. Este tomó rápidamente la iniciativa en relación con la liturgia, instituyendo el consejo para su aplicación y eligiendo perspicazmente a A. >Bugnini como enérgico y vigoroso secretario. Por medio de la carta apostólica Ecclesiae sanctae, puso las bases para la renovación en tres ámbitos clave: los obispos y los sacerdotes, los religiosos, y las misiones. Ya durante el mismo concilio comenzó la aplicación de los decretos: instituyó una comisión pontificia para los medios de comunicación social; aprobó un nuevo secretariado para los no cristianos con el fin de que colaborara en el concilio; ya el 15 de septiembre de 1965 habí­a puesto las bases para el establecimiento del >sí­nodo de obispos. Al mes de acabar el concilio habí­a instituido cinco comisiones posconciliares: sobre los obispos, los religiosos, las misiones, la educación cristiana y el apostolado de los laicos. Al mismo tiempo confirmó las comisiones existentes: liturgia, medios de comunicación social, reforma del derecho canónico, unidad de los cristianos, religiones no cristianas y no creyentes». Pronto dio pasos para iniciar la reforma de la curia vaticana (>Vaticano I). Aunque por una parte hay que admirar el vigor con que Pablo VI emprendió la aplicación del concilio, cabe señalar que en cierto modo lo hizo más en virtud de su primado que en el ejercicio de la colegialidad; el hecho de que la aplicación del concilio se llevara a cabo en gran parte motu proprio no deja de tener importancia, al menos simbólica. Sin embargo, las tensiones ya presentes en el concilio pronto se desencadenaron en gran parte de la Iglesia. Fue sin duda uno de los grandes logros de Pablo VI el conseguir llevar adelante el programa de renovación del concilio evitando los cismas tanto de derechas como de izquierdas.

Al cabo de más de treinta años de la inauguración del Vaticano II ha sido posible ya hacer algunas valoraciones y señalar algunos de los logros, fracasos e imperfecciones del concilio. En los años que siguieron a su clausura sus textos se vieron sometidos a gran cantidad de interpretaciones, apelándose al espí­ritu del concilio en apoyo de las posturas más diversas. Se puede observar que, comparados con otras reformas de los siglos XI y XVI, hubo en los objetivos y la retórica del concilio una falta de claridad derivada precisamente de la decisión de Juan XXIII de no hacer condenas; toda condena, por su mismo carácter, muestra claramente la posición opuesta, ortodoxa. Por otro lado, las consignas de la actualización y la renovación, implicadas ambas en el lema de Juan XXIII del aggiornamento, podí­an interpretarse de diverso modo, y así­ ocurrió.

Las reflexiones sobre el concilio publicadas a los veinte o veinticinco años del mismo en diversos libros y revistas han mostrado claramente que el concilio fue motivo de enormes cambios en algunas áreas, pero fue menos eficaz en otras». Por cada logro positivo, podrí­a señalarse también un aspecto negativo. Todas las áreas de la vida de la Iglesia se han visto afectadas, pero el concilio no ha sido capaz de provocar una renovación profunda de la Iglesia. Por debajo de tales observaciones superficiales subyace un problema más hondo de interpretación y recepción del concilio . Hay que recordar que habí­a una minorí­a, quizá unos 220 obispos, de corte más tradicional, a la que la mayorí­a tuvo que satisfacer para alcanzar el consenso en todos los documentos. La minorí­a fue aplacada en gran medida por la repetida mención de dos concilios anteriores (la mitad de las referencias conciliares son a Trento y al Vaticano 1) y del magisterio papal inmediatamente anterior (la mitad de las citas de los papas se refieren a Pí­o XII). El consenso no se logró generalmente alcanzando un punto de vista superior que asumiera en una unidad más rica los distintos puntos de vista. En algunos casos, por ejemplo en el capí­tulo VIII de LG, el concilio yuxtapuso puntos de vista diferentes para satisfacer a los distintos grupos. La hermenéutica del concilio tiene que tener en cuenta este procedimiento y no tratar de imponer un punto de vista determinado en la interpretación de ciertos textos. Fue crucial la incapacidad del concilio para ir más allá de los logros de la teologí­a de la década de 1950, poniendo en práctica la creatividad que Juan XXIII consideraba que estaba reclamando el espí­ritu de los tiempos. El concilio, en el mejor de los casos, recogió lo más granado de la teologí­a contemporánea. Recibió también la doctrina de los concilios anteriores, situándola en una perspectiva más amplia; por ejemplo con la reconsideración del primado y la infalibilidad papales dentro del contexto de la colegialidad, o la hondura eclesial y pneumatológica dada a la teologí­a sacramental tradicional de los concilios de >Florencia y >Trento.

Una consecuencia importante del concilio fue abrir la teologí­a más bien estrecha del magisterio reciente. Esto fue fruto de la presencia de teólogos y obispos del mundo entero, que se negaban a ceñirse a la estrecha teologí­a romana de los borradores preparados para los textos conciliares. El papel de los teólogos puede exagerarse; el Vaticano II fue un concilio pastoral de obispos, dentro del cual los teólogos fueron esenciales. Un rasgo de la Iglesia posconciliar es que, ahora que los obispos y sus teólogos ya no están reunidos, ha vuelto a aparecer una teologí­a estrecha en los documentos magisteriales procedentes tanto del papa como de las congregaciones vaticanas —a pesar de los esfuerzos de Pablo VI por internacionalizar la curia—. Ni los sí­nodos de obispos ni la >Comisión Teológica Internacional han sido capaces de escapar siempre a la teologí­a curial, que a veces parece dominarlo todo.

En el perí­odo posconciliar ha habido una dialéctica entre la visión institucional de la Iglesia y la nueva apertura del concilio, especialmente en LG, UR y GS. Aunque nadie haya salido victorioso», parece que en algunos casos tienen más peso los que fueron los temores de la minorí­a del concilio que las iniciativas apoyadas por la mayorí­a. Por eso, a pesar de la dependencia del nuevo Código de Derecho canónico de la eclesiologí­a del Vaticano II, algunos han observado en algunos lugares una cierta ambivalencia. Hay que decir también que, aunque algunos consideran el Vaticano II como primariamente jurí­dico, desde este último punto de vista su eclesiologí­a ha sido acusada a veces de gran ambigüedad e indecisión, lo que ha llevado a muchos a elegir lo que para ellos era el «espí­ritu» del Vaticano II.

No hay una teologí­a del Vaticano II, sino varias. De acuerdo con el frecuentemente citado libro de A. Acerbi, se ha hecho habitual hablar de dos eclesiologí­as del Vaticano II. Aunque tiene razón cuando dice que el planteamiento jurí­dico y el de comunión de la eclesiologí­a no se han resuelto en el perí­odo posconciliar, puede replicarse que en el mismo concilio esta tensión encuentra ya resolución. Para ello tenemos que mirar el capí­tulo II de LG como un planteamiento de comunión y reparar cuidadosamente en que el capí­tulo 11I habla de la comunión jerárquica (>Colegialidad episcopal). El Espí­ritu Santo es el principio tanto de la comunión como de la jerarquí­a (LG 4, 1011). En el perí­odo posconciliar el criterio selectivo de los autores, tanto del campo del magisterio como del de la teologí­a, ha puesto a la Iglesia ante una pasmosa variedad de presentaciones de lo que pasa por ser el verdadero espí­ritu del Vaticano II. Dentro de la misma eclesiologí­a puede decirse que desde la época delconcilio la visión del Vaticano I sobre el papado ha sido, en la práctica, la que ha imperado en la Iglesia, a pesar de ciertos intentos por incorporar elementos de la recepción de este concilio en el Vaticano II.

El >sí­nodo de 1985 fue un examen de la recepción de las cuatro constituciones del Vaticano II: liturgia, Iglesia, revelación e Iglesia en el mundo moderno. La valoración fue en conjunto positiva, aunque se señalaron algunas desviaciones y áreas que estaban reclamando un mayor estudio. Ante los problemas en el uso y la interpretación de la noción de >pueblo de Dios, el sí­nodo prefirió hablar de >comunión. El informe final dice, en efecto: «La eclesiologí­a de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del concilio». Aunque es claro que la noción bí­blica de >comunión, tomada en toda su riqueza, es sin duda una noción profunda y abarcadora, no está claro, sin embargo, que toda la eclesiologí­a conciliar pueda incluirse en ella sin ampliar la noción de comunión hasta tal punto que pierda toda especificidad. La carta de la Congregación para la doctrina de la fe sobre esta cuestión cita una alocución del papa Juan Pablo II, en la que se dice que el concepto de comunión subyace «en el corazón mismo de la autocomprensión de la Iglesia» (n 3). El documento parece reflejar ciertos deseos de usar la comunión como un modo de subrayar el primado de Roma y la universalidad en detrimento de las Iglesias locales, así­ como de privilegiar la expresión dentro del movimiento ecuménico. Puede aducirse, sin embargo, que se trata de una lectura parcial del concilio,ya que no integra plenamente las doctrinas sobre el pueblo de Dios y sobre la Iglesia en el mundo moderno (GS).

Mons. P. Delhaye, de la Comisión Teológica Internacional, hablando en el sí­nodo de 1985, señalaba cuatro áreas que el Vaticano II habí­a tocado pero que desde entonces habí­an ido adquiriendo más importancia: la salvación (el Redentor, la cruz, el pecado y la gracia); los principios morales; el sacerdocio ministerial, y los pobres. Hay que decir, sin embargo, que, sin el impulso del Vaticano II, habrí­a sido muy improbable que hubiéramos asistido a las riquezas de las >teologí­as de la liberación y de las >comunidades cristianas de base, surgidas después del concilio. El Vaticano II ha dado muchos frutos, y aún podemos esperar que siga dando.

Hay que hacer, por último, algunas observaciones. Existe una amplia bibliografí­a sobre las valoraciones protestantes y ortodoxas del concilio, debida tanto a los observadores como a otros autores. Existe también una exigua, pero extremadamente ruidosa, minorí­a de católicos opuestos al concilio y a la renovación subsiguiente. Ejemplo de este grupo es el arzobispo >Lefebvre, pero sus ideas en modo alguno están limitadas a su cí­rculo. Hay dos grupos: los que rechazan categóricamente el concilio y los que lamentan el curso de los acontecimientos después del mismo. Está finalmente la postura opuesta: la de quienes afirman que el concilio ha sido traicionado por la Iglesia oficial, desde las más altas autoridades hasta los pastores locales, y la de quienes piensan que el concilio no hizo más que iniciar un proceso de reflexión y aggiornarnento que ha de seguir planteando nuevas cuestiones. [Con motivo del Gran Jubileo del 2000 la Comisión Pontificia organizó un Convenio teológico sobre la actuación del Vaticano II en febrero del 2000 con cinco ponencias centrales: Del Sí­nodo de 1985 a la TMA (H. J. Pottmeyer), DV (A. Vanhoye), SC (P. Tena), GS (A. Scola) y LG (J. Ratzinger), con treinta comunicaciones complementarias de teólogos de todo el mundo. El papa Juan Pablo II concluyó tal evento proclamando que la Iglesia en el inicio del tercer milenio saca su fuerza de la profecí­a conciliar]

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología