VATICANO I (CONCILIO)

(1869-1870)
DicEc
 
El concilio Vaticano I no puede entenderse si no es a la luz de la enigmática personalidad de >Pí­o IX y de las turbulentas décadas anteriores del siglo XIX. Pí­o IX estaba determinado a que el papado no volviera a humillarse como lo habí­a hecho durante el exilio de los papas Pí­o VI (1775-1799) y Pí­o VII (1800-1823). En su época, por otro lado, los fermentos polí­ticos e intelectuales se veí­an como resultado de la Revolución Francesa y del Racionalismo anterior y, por consiguiente, como hostiles a la Iglesia. La pérdida del poder temporal, que hoy podemos considerar como una condición necesaria para la universalización del poder espiritual del papado, se percibí­a entonces como un desastre: Pí­o IX estuvo convencido hasta el final de su vida de que los Estados Pontificios eran requisito imprescindible para la supervivencia de la Iglesia.

Después del Congreso de Viena (1814-1815) hubo una restauración católica, pero fue de carácter ultramontano (>Ultramontanismo): se centralizaron en Roma el poder y los estudios eclesiásticos; la Ciudad Eterna se convirtió en centro de peregrinación; se recurrió cada vez más al í­ndex librorum prohibitorum (>Censura de libros); el papel y las actividades de los nuncios pontificios se ampliaron; la Iglesia se opuso al liberalismo, aunque en Roma sólo se conocí­a el liberalismo italiano, condenando indiscriminadamente todo tipo de liberalismo y de ideas liberales; el Syllabus (1864, >Pí­o IX) parecí­a poner a la Iglesia a la defensiva tanto del presente como del futuro; se consideraban los nuevos errores como un ataque a la misma constitución de la fe. Ya en 1849 pensaba Pí­o IX en convocar un concilio y, aunque en varias ocasiones lo mencionara, no lo convocarí­a oficialmente hasta 1868. La orientación de los primeros trabajos preparatorios era aprobar solemnemente los temas más importantes del magisterio de Pí­o IX. A comienzos de 1869 la influyente revista La Civiltá Cattolica publicó correspondencia francesa en la que se manifestaba la esperanza en que el concilio se concentrara en tres asuntos: la proclamación solemne del Syllabus, la infalibilidad papal y la asunción de Marí­a. El concilio iba a tener lugar dentro de un marco cultural, espiritual y eclesiológico de una Europa dominada por la restauración de la autoridad y por una Iglesia que urgí­a la necesidad de buscar la seguridad doctrinal e institucional. Sus principales teólogos eran los de la >Escuela Romana.

El concilio se inauguró el 8 de diciembre de 1869 con 744 obispos (el 40% de sus miembros eran italianos; 121 padres procedí­an de América, 41 de Asia, 61 eran de ritos orientales, casi todos del Medio Oriente, 18 de Oceaní­a y sólo 9 de Africa). Pronto quedó claro que el programa de actuación del papa y las normas de procedimiento no permitirí­an gran libertad de expresión para las ideas que no eran de su agrado. Con el paso del tiempo quedó claro que se rebajarí­a hasta la manipulación y las amenazas para conseguir sus objetivos. Se dice que en una reprimenda privada al cardenal dominico Guidi, afirmó: La tradizione sono io («La tradición soy yo»). Hay que plantear, pues, la cuestión de si el concilio fue o no realmente libre. El comentario del distinguido historiador R. Aubert del Vaticano I parece juicioso: «El concilio Vaticano, aun sin gozar de libertad plena y perfecta, tuvo indudablemente bastante para la validez de sus actos». Desde el comienzo mismo hubo división entre los infalibilistas y los anti-infalibilistas, a los que los primeros llamaban «liberales» e incluso «herejes».

El 28 de diciembre de 1869 el concilio empezó a trabajar en el documento sobre la revelación preparado por el teólogo romano J. B. Franzelin. Fue acogido de manera desfavorable. El 6 de enero de 1870 el concilio aprobó una profesión de fe. Se discutieron también documentos sobre el clero y sobre la conveniencia de un catecismo (>Catecismos) universal. Pero ninguna de estas dos iniciativas prosperó.

Después de ser reelaborado el borrador por J. Kleutgen, se discutió el documento sobre la revelación durante cuatro semanas, a partir del 22 de marzo de 1870. Por entonces tení­a ya cuatro capí­tulos, en lugar de los dieciocho iniciales. Se aprobó como constitución Dei Filius el 24 de abril por 667 votos, sin votos en contra ni abstenciones. El prólogo resume los principales errores aparecidos después de Trento: el protestantismo, desmembrado en multitud de sectas (in sectas paullatim dissolutas esse multiplices); el racionalismo o naturalismo; el panteí­smo, el materialismo y el ateí­smo. Observa que algunos miembros de la Iglesia se han desviado siguiendo estos caminos erróneos. El prólogo en nombre de Pí­o IX se refiere a los obispos del mundo entero como sentados y juzgando con él. El capí­tulo 1, sobre Dios, creador de todas las cosas, reafirma la fe en el único Dios verdadero parafraseando el credo de Nicea (concilio de >Nicea 1; >Credos y profesiones de fe). El capí­tulo 2, sobre la revelación, afirma la cognoscibilidad de Dios y la inspiración de la Escritura. El capí­tulo 3, sobre la fe, tiene un importante texto eclesiológico en el que se dice que «la Iglesia por sí­ misma, es decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda suerte de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación». Propone también la distinción entre un juicio solemne y el magisterio ordinario y universal. El capí­tulo 4 trata de la fe y la razón. Siguen catorce cánones sobre anatema, dirigidos contra los errores particulares tratados en los anteriores capí­tulos, especialmente los expresados por G. Hermes (1775-1831) y A. Günther (1783-1863).

Entre tanto, la cuestión de la >infalibilidad iba fermentando por debajo. Casi desde el principio del concilio habí­a quienes querí­an abordar la cuestión de la infalibilidad, y algunos querí­an que se aprobara por aclamación. La Deputatio de fide, la comisión que habí­a de ocuparse del tema, fue copada por los que eran favorables a la definición de la infalibilidad. De ello se encargaron el cardenal Manning y otros, algunos de los cuales hicieron juramento al comienzo del concilio de hacer todo lo posible por conseguir la definición.

Ya el 21 de enero los padres recibieron un esquema sobre la Iglesia elaborado por el alemán K. Schrader, miembro también de la >Escuela Romana, consistente en 15 capí­tulos seguidos de 21 cánones. Se iniciaba con la afirmación de la Iglesia como cuerpo mí­stico de Cristo, pero reflejaba la teologí­a de la «sociedad perfecta» (?Sociedad y Sociedad perfecta). De manera significativa, no trataba ni de los obispos ni de la infalibilidad; no fue bien recibido por los padres del concilio. Se hicieron numerosas observaciones. Mientras se tramitaban estas y mientras se trataba de mejorar la espantosa acústica del aula conciliar, hubo una magní­fica oportunidad para procurar la reconciliación o el acercamiento entre los dos campos, agriamente divididos; pero no existí­a voluntad de hacerlo. Se decidió entonces dejar de lado de momento el esquema sobre la Iglesia y concentrarse en la cuestión del primado y la infalibilidad papales.

El 6 de marzo se distribuyó un texto sobre la infalibilidad, que habí­a de considerarse junto al capí­tulo XI ya existente sobre el primado papal. Este último provocó un gran malestar por el modo en que trataba la jurisdicción del papa sobre la Iglesia. La minorí­a se quejaba de que no sólo no se consideraban adecuadamente sus observaciones, sino de que ni siquiera se tení­an en cuenta.

El 13 de mayo los padres iniciaron un debate general sobre el texto El romano pontí­fice (>Primado papal). Se dedicaron 14 sesiones a la discusión general del borrador, tratando la mayorí­a de las intervenciones sobre la oportunidad o no de una definición de la infalibilidad. El 2 de junio se propuso formalmente poner fin al debate, lo cual fue recibido por la minorí­a como un verdadero acto de violencia. Casi todo el mes de junio y los primeros dí­as de julio se dedicaron a un examen detallado del texto: al prólogo y a los dos primeros capí­tulos se dedicaron dos sesiones; el capí­tulo sobre el primado necesitó cinco sesiones, y el resto del tiempo se dedicó al capí­tulo sobre la infalibilidad. Entre tanto el jesuita alemán J. Kleutgen trabajaba en el borrador La segunda constitución sobre la Iglesia, con diez capí­tulos y dieciséis cánones. Pero las circunstancias hicieron que nunca llegara a ser debatido en el concilio, por lo que la labor conciliar queda incompleta y unilateral. El 11 de julio el obispo Vincent Gasser pronunció un importante discurso de cuatro horas de duración explicando el texto de la infalibilidad.

A pesar de esto, casi un cuarto de la asamblea no dio su voto favorable el 13 de julio. La votación solemne tuvo lugar el 18 de julio: hubo 533 votos a favor de la constitución Pastor aeternus, y dos en contra, probablemente por error. Los 61 que se oponí­an dejaron Roma para evitar el escándalo de votar en contra de los conocidos deseos del papa. Todos se sometieron después a las definiciones del concilio (>Primado papal; >Infalibilidad). Cierto número de católicos, guiados por J. J. >Dóllinger, se negaron a aceptarlas y fueron excomulgados. Algunos de ellos, pero no el mismo Dóllinger, constituyeron la Iglesia cismática de los >viejos católicos. Al dí­a siguiente de las definiciones estalló la Guerra franco-prusiana. Aunque se celebraron algunas sesiones hasta el 20 de octubre, cuando el concilio se suspendió sine die no se habí­a hecho nada relevante.

El concilio no hizo nunca ninguna declaración sobre los obispos, que equilibrara de algún modo la doctrina sobre el papado. Bismarck trató luego de incitar a los obispos alemanes contra el papa, pero fracasó en el intento (>Obispos). Los dos documentos capitales del concilio, sobre la revelación y sobre el papado, servirí­an a la Iglesia durante el perí­odo del >modernismo, ofreciendo orientaciones claras sobre cuestiones clave. A pesar de su desequilibrada eclesiologí­a, el concilio no impidió el surgimiento de una renovación eclesiológica que culminarí­a en el complementario concilio Vaticano II.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología