Pese a todos los obstáculos que podamos encontrar, y a las dificultades del camino, sabemos que la unidad cósmica, planetaria, social, económica, cultural, civil, política y religiosa, la quiere Dios porque Cristo es el centro del cosmos, y todo lo atrae hacia sí. No podemos querer regresar a Egipto. El país al que debemos ir —la unidad planetaria que nos atrae— es «una tierra muy buena. El Señor está de nuestra parte; él nos hará entrar en ella y nos la dará; es una tierra que mana leche y miel. No os rebeléis contra el Señor ni temáis a ¡os habitantes de esa tierra». Por encima de nuestras divisiones y de nuestros miedos, está la esperanza profunda en Cristo, centro del universo, en el que todo converge misteriosamente, aunque dicha convergencia necesite tiempo. No se trata sólo de una esperanza, aunque ésta sea formidable porque es una esperanza teológica; se trata de una experiencia. A lo largo de la historia, hay momentos excepcionales en los que, a pesar de las diferencias teológicas, lingüísticas, culturales y sociales, se constatan extraordinarias experiencias de unidad. Esta unidad es el Espíritu Santo que ha sido derramado en los corazones, es la gracia del Espíritu que lo penetra todo y que, a veces, se manifiesta incluso entre las piedras y los espinos. En estas experiencias de unidad, que llenan de gozo y de certeza, uno se da cuenta de que el misterio de Dios que me mueve a mí, es el mismo misterio que mueve al que está lejos de mí. Es el Espíritu el que hace la unidad mística, espiritual, aquella que ante todo atañe y corresponde teológicamente al Espíritu Santo, que desde la cruz de Cristo y el corazón del Resucitado se ha derramado en el corazón de todos los hombres.
Carlo María Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997
Fuente: Diccionario Espiritual