TRINIDAD: PADRE, HIJO Y ESPIRITU SANTO

SUMARIO: I. Introducción: 1. La raí­z de la revelación trinitaria: la irrupción de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios en la historia; 2. Sentido dinámico, práctico y ético de la revelación trinitaria; 3. El horizonte salví­fico de la Trinidad; 4. Advertencias metodológicas.-II. Los datos y la forma de pensar del NT: 1. ¿Cuáles son, en verdad, las raí­ces del pensamiento trinitario?; 2. Primer nivel: el bautismo de Cristo; 3. Segundo nivel: la recapitulación de Pablo en 1 Cor 15; 4. Tercer nivel: la protologí­a y la escatologí­a joánicas.-Ill. De la Escritura al Concilio de Nicea: 1. Reflexiones previas: la ley de la continuidad y del desarrollo orgánico; 2. La Escritura sigue siendo la «norma nonnormata»; 3. Nuestra situación; 4. De las fórmulas bautismales a las confesiones de fe; 5. Ignacio de Antioquí­a y Atenágoras; 6. San Ireneo; 7. Tertuliano y Novaciano: Dos columnas del pensamiento trinitario; 8. Orí­genes.-IV. El magisterio eclesiástico hasta el Concilio de Nicea: 1. Intervenciones de la sede romana; 2. La crisis arriana; 3. Nicea: el primer Concilio ecuménico.-V. La consolidación de la ortodoxia trinitaria: Atanasio y los Capadocios en Oriente; Hilario y Agustí­n en Occidente. Oriente: 1. Marcelo de Ancira; 2. Atanasio; 3. Los Capadocios: Gregorio de Nacianzo, Basilio y Gregorio de Nysa; Occidente: 4. Hilario de Poitiers; 5. Agustí­n de Hipona: a) El método de la obra, b) Plan y contenido.-VI. Sí­ntesis: 1. La terminologí­a; 2. La SS. Trinidad, centro del misterio cristiano; 3. La SS. Trinidad, centro de la teologí­a.

I. Introducción
1. LA RAíZ DE LA REVELACIí“N TRINITARIA: LA IRRUPCIí“N DE JESÚS, EL CRISTO, EL HIJO DE DIOS EN LA HISTORIA. El tratado sobre la Trinidad no arranca propiamente de la iniciativa eclesiástica. Lo «pone en marcha» el evento único de Jesús de Nazaret. Jesús, que tiene su propia experiencia religiosa fundada en la fe monoteí­sta del pueblo de Israel, manifiesta y, lo que es más importante, comunica su relación de conocimiento, afecto y vida con ese Dios único a quien Jesús llama Abbá, Padre. Esta manifestación y comunicación se realiza en la gracia de la fe y su fruto es la filiación adoptiva.

La manifestación de Dios no la realiza Jesús de cualquier modo. Jesús pasó haciendo el bien y liberando a los oprimidos, porque ésta era la manera de hacer visible el amor de Dios. Ahí­, en ese acercamiento del Señor a los enfermos y oprimidos para curarlos y levantarlos, se produce el testimonio delamor más grande. En la cruz, cuando la entrega de la vida de Jesús a su Padre y a sus hermanos sea total, la revelación del amor de Dios habrá alcanzado la cumbre, y por cierto en la forma más paradójica que consiste en el despliegue del mayor agape en la mayor debilidad.

2. SENTIDO DINíMICO, PRíCTICO Y ETICO DE LA REVELACIí“N TRINITARIA. El camino y la cruz de Jesús constituirán la dote y el distintivo de sus discí­pulos. Cuando reciban el Espí­ritu Santo prometido que les enseñará todo lo que concierne a Jesús y les impulsará con el dinamismo que a El le impulsó, los discí­pulos recorrerán el mismo camino de acercamiento a los hermanos y a la vida de Dios que realizó Jesús en su propio caminar y en su crucifixión y resurrección. Seguir a Jesús no consistirá, por tanto, en un vago subjetivismo. Cada uno de los pequeños, niños, enfermos, ancianos, oprimidos, marginados será una imagen viva de Jesús a quien habrá que acercarse, para acompañarlo, vestirlo, alimentarlo y liberarlo en cuanto sea preciso y posible. De esta manera, los discí­pulos, en el seguimiento de Jesús, se acercarán al Padre que habita en los cielos al mismo tiempo que conoce el secreto del hombre. Y ¿cómo podrí­a realizarse ese dinamismo literalmente divino sin la fuerza espiritual del Don de Dios?
De este modo se ha manifestado la Trinidad de Dios: cuando los cielos se abren en la encarnación y en la pascua de Jesús. De este modo también, la humanidad creyente se incorpora a Jesús en la fuerza del mismo Espí­ritu que él ha recibido de su Padre. Así­, en todopaso pascual de muerte a vida, la humanidad incorporada al cuerpo eclesial de Cristo se ofrece al Padre y entra en la unidad perfecta de su amor, allí­ donde El «será todo en todas las cosas». La revelación de Dios se realiza con una finalidad soteriológica, y, por eso mismo, en un nivel práctico y dinámico.

Por eso la reflexión sobre la Trinidad no puede ni sabe prescindir de «lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo: cómo Dios [Padre] ungió a Jesús de Nazaret con el Espí­ritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien…». No podemos prescindir de «lo de Jesús de Nazaret, profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo». Jesús sigue siendo el lugar de la revelación del Padre y el camino del encuentro con los hermanos llamados a vivir la comunión del mismo Espí­ritu. Esta es la causa, como se ha dicho tantas veces, de que la Trinidad manifestada o «económica» coincida con la revelación que Jesús lleva a cabo.

La Trinidad tiene una dimensión soteriológica, vital y práctica: ella debe mostrar su calidad de buena noticia proclamada y manifestada por Jesús. Equivale a decir que Jesús es el camino que lleva al Padre a través del testimonio del amor, afectivo y efectivo, reflejo del mayor Amor.

3. EL HORIZONTE SALVíFICO DE LA TRINIDAD. El tratado sobre la Trinidad responde, en definitiva, a la salvación ofrecida por Dios al hombre. Pero el hombre ¿cómo podrí­a pretender ser amado por el Padre y alcanzar la consideración de hijo suyo, siendo como es un pobre pecador? Tan sólo si ese pecador se revistiera del Hijo4 podrí­a aspirar a recibir el amor gratuito de Dios, Padre del Hijo único. Pero ¿cómo podrí­a el hombre y no se trata de preguntas retóricas llegar a ser conforme o semejante al Hijo bien amado, si el Espí­ritu del Padre y del Hijo, como «fuerza de lo alto», no le ilumina y no le imprime su dinamismo? La respuesta real a estas preguntas es la revelación del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo, y las consiguientes relaciones que los hombres adquieren con la Trinidad de Dios: la Trinidad se nos ha revelado para que podamos ser hijos del Padre, configurados según la imagen del Hijo Jesús, en la elevación y en la fuerza del Don espiritual.

Esto es exactamente lo que ocurre en la Iglesia de Cristo: en la Iglesia de la plegaria, del bautismo, de la eucaristí­a y del testimonio del Amor más grande, pues esa única Iglesia que ora, celebra y da testimonio es el lugar divino-humano donde se manifiesta y se comunica el Dios Uno y Trino a los cristianos.

4. ADVERTENCIAS METODOLí“GICAS. la. Deriva como una conclusión de lo dicho hasta aquí­: ha sido como una vivisección separar la Trinidad de la economí­a de la salvación y, por tanto, del estudio de Cristo y de la Iglesia, del bautismo y de la eucaristí­a.

2a. Extrae también de las reflexiones anteriores el método que permite progresar en el tema. Rige el criterio: Ad invisibilia Dei per visibilia Christi et Ecclesiae. Nos acercamos al misterio de Dios trino, cuando nos acercamos al máximo a Jesús: al misterio de su Encarnación y de su Pascua, a sus palabras y a las palabras que el NT dice de él. La irrupción de Jesús en nuestra historia nos permite pasar, llevados por el Espí­ritu, de lo visible de la humanidad de Jesús a la invisibilidad de Dios Padre.

3a. No serí­a adecuado estudiar aquí­ cada uno de los pasos trinitarios del NT. Su estudio llenarí­a todo el espacio disponible para bosquejar el conjunto del tema trinitario. En nota se dejará constancia de la práctica totalidad de esos textos trinitarios. En nuestro estudio, bastará profundizar las escenas o momentos clave del NT respecto de la Trinidad. Veremos estos tres momentos: a) En la escena del Bautismo de Cristo, que manifiesta la realidad de la filiación divina; b) En el dinamismo liberador y salvador, por el cual el Hijo resucitado devuelve al Reino del Padre la humanidad redimida del dolor, de las lágrimas y de la muerte; c) En la protologí­a joánica, que aparece en el Prólogo del IV Evangelio, simétrica de la escatologí­a que, en el Apocalipsis, presenta a Jesús como el primero y el último, el eternamente vivo. Entre la protologí­a y la escatologí­a, fluye la historia de Jesús y la de quienes creen en él.

II. Los datos y la forma de pensar del Nuevo Testamento
1. ¿CUíLES SON, EN VERDAD, LAS RAíCES DEL PENSAMIENTO TRINITARIO? No es difí­cil dar razón de esta afirmación contundente de Leo Scheffczyk: «En el Nuevo Testamento se encuentran estas raí­ces. Ya las fórmulas triádicas y trinitarias de las cartas de Pablo prueban que el conocimiento de la relación Dios, Cristo, Espí­ritu -aunque del modo ciertamente asistemático propio de Pablo- apunta, con todo, sensiblemente en la lí­nea que conduce a la doctrina trinitaria de la Iglesia de la época posterior (O. Kuss). […] No puede negarse que la Trinidad Padre, Hijo y Espí­ritu Santo está fundada en la experiencia de la comunidad misma del NT «5.

El NT presenta muchos puntos de contenido o de mentalidad trinitaria, que es útil clasificarlos así­: a) Evangelios de la infancia’; b) Escenas del Bautismo de Cristo’; c) Textos de los Sinópticos que muestran la relación del Mesí­as con el Padre y con el Espí­ritu Santos; d) Textos del IV Evangelio; e) Los grandes textos de san Pablo»); f) La predicación del kerigma en Hechos de los Apóstoles»; g) Otros textos del NT».

Como se ha indicado, más que entrar en el estudio analí­tico de cada uno de estos textos, es conveniente profundizar en los tres niveles o momentos en los que el NT presenta la novedad de la dispensación trinitaria:
2. PRIMER NIVEL : EL BAUTISMO DE CRISTO. La escena de revelación en la que se desarrolla el Bautismo de Cristo manifiesta visiblemente la realidad trinitaria a través de los sí­mbolos propios de la entronización del Mesí­as como profeta escatológico. El lleva a término la irrupción de Dios en la humanidad creyente’.

Esta escena, que tomamos de Marcos pero que es narrada o evocada por los cuatro evangelistas, se abre con la fórmula «en seguida», que sirve para introducir algún evento de importancia. Aquí­ el evento, consiste en que «aparece presentado de forma visible lo que es celeste e invisible’. Así­ la subida (anabaí­non) de Jesús del agua es correlativa al descenso (katabaí­non) invisible del Espí­ritu. Pero, a su vez, esa invisibilidad propia del Espí­ritu es visibilizada por la suavidad de la paloma, ligada al mundo divino. La voz, la entronización del Mesí­as, el Espí­ritu, vienen del cielo que se ha rasgado porque el Hijo que sube del agua y de la tierra ha sido constituido como camino hacia lo divino.

En la escena del Bautismo, Jesús aparece como el Ungido escatológico, amado del Padre, sobre el que desciende el Espí­ritu Santo. Aparece como el paradigma de la nueva humanidad. Jesús enseñará a sus discí­pulos el camino hacia el Padre’ y les revestirá con la filiación divina. No es casual que, poco más tarde, se transforme el entorno humano y se eleve el nivel de humanidad: «Si por el dedo de Dios expulso los demonios, es que ha irrumpido en vosotros el Reino de Dios»‘ . El Reino del Padre irrumpe en la entraña de lo humano, cuando Jesús (con los suyos) expulsa el mal con el dedo mismo de Dios que es el Espí­ritu Santo’. Orí­genes resume la escena con tanta o mayor fuerza teológica que los exegetas actuales:
«Gracias al Bautismo de Jesús, los cielos se han abierto […] y el Espí­ritu Santo ha descendido para que el Señor después de ‘haberse remontado a las alturas llevando consigo la cautividad’ nos comunique ese mismo Espí­ritu que ha descendido hasta él. Y, de hecho, él nos lo ha dado una vez que ha resucitado de entre los muertos y ha pronunciado estas palabras: ‘Recibid el Espí­ritu Santo’. […] ‘El Espí­ritu Santo descendió sobre el Salvador bajo la forma de una paloma’: el pájaro de la dulzura, sí­mbolo de la inocencia y de la simplicidad. También a nosotros se nos ha dicho que debí­amos imitar la inocencia de las palomas. Tal es el Espí­ritu Santo, puro y alí­gero viniendo de lo más alto. Por eso, el salmo 55, 7 pregunta: ‘¿Quién me dará alas como la paloma?’ […] Toda la santidad, la del corazón, la de las palabras y la de las obras, viene del Espí­ritu Santo en Cristo Jesús».

3. SEGUNDO NIVEL: LA RECAPITULACIí“N DE PABLO EN 1 COR 15. San Pablo percibe lo que Padre, Hijo y Espí­ritu realizan en nosotros los pecadores, convertidos y justificados por la fe en Jesús: en un texto de bendición presenta la gracia de Jesús, fruto del amor del Padre, que reúne a los hijos en la comunión del Espí­ritu20. En otro texto, muestra a Jesús, revelador del Padre, como Imagen (eikón) del Dios invisibl’. La categorí­a de la imagen no es sólo un descubrimiento especulativo: el Padre nos ha llamado y el Espí­ritu nos ha sido dado con la finalidad práctica de ser recreados y configurados de acuerdo con esta imagen, en la comunión del cuerpo eclesial de Cristo.

Todo ello lleva a Pablo a descubrir el dinamismo de la Trinidad en nosotros. Los creyentes entramos realmente en un dinamismo de retorno al Padre, unidos al mismo Jesús, como cautividad reconquistada. Podrí­a pensarse que la última palabra de san Pablo acerca de la transcendencia soteriológica de Jesús, el Señor, consiste en quelos hombres, reunidos como los muchos hermanos del Primogénito, formen parte del cuerpo (mí­stico) de Cristo. Pero esa serí­a solamente una penúltima palabra en el mensaje paulino. Más decisiva es la palabra de Pablo acerca del dinamismo que mueve a ese cuerpo (mí­stico) del Señor. Cabe recordar que Jesús, en su historia terrestre, se hizo como uno de tantos, se humilló hasta la muerte en cruz, y resucitado, como Señor en la fuerza del Espí­ritu, ha sido entronizado como Hijo-de-Dios-en-poder a la diestra del Padre’. Esta es la historia de la persona de Jesús después de ser enviado en la plenitud del tiempo.

Su cuerpo mí­stico, formado por todos los configurados a su imagen, va a experimentar ese mismo dinamismo de devolución al Padre, para reinar con él. El tiempo y la historia, desde la perspectiva de la Trinidad, muestran que el cuerpo mí­stico experimentará el mismo dinamismo pascual que movió a Jesús, haciéndole pasar de muerte a vida, y una vez en posesión de esta vida, haciéndole entrar en el poder y la gloria del Padre, allá donde los hombres, reunidos como cortejo del Señor» entrarán en su Reino eterno y donde todos los enemigos del hombre y la última enemiga, la muerte, serán despojados de su poder y sometidos al Reino de Dios.

En este encuentro final, entre el Resucitado con su grey y el Padre, Dios será por fin todo en todas las cosas. Un tratado coherente sobre la Trinidad no puede olvidar ese dinamismo, de tanta transcendencia teórica y práctica, señalado por 1 Cor 15, 20-28. Tal vez la enorme densidad conceptual de este fragmento, sí­ntesis de toda la escatologí­a, explica que en él se omita la explicitación del Espí­ritu Santo. Pero en otros lugares Pablo ha mostrado que el Espí­ritu era el aliento y la fuerza de ese dinamismo escatológico. Concretamente aparte de afirmar que el Espí­ritu ha sido dado a los hombres la epí­stola a los Romanos lo presenta como el Espí­ritu de la resurrección de Jesús, es decir, como la fuerza de la que el Padre se vale para resucitar a Jesús y a los suyos de entre los muertos.

4. TERCER NIVEL: LA PROTOLOGíA Y LA ESCATOLOGíA JOíNICAS. Hemos entendido el Bautismo de Jesús como la intervención de Dios en el mundo, mediante la presencia del Ungido escatológico’. Asimismo, la expulsión de los demonios llevada a cabo por Jesús con el dedo o el Espí­ritu de Dios la entendí­amos como «anticipaciones del Eschaton». Pero la profundización sobre el Principio y el Eschaton aparece en los enunciados protológicos del IV Evangelio o de Filipenses y en las fórmulas sobre la escatologí­a del Apocalipsis. Andrea Milano ha resuelto admirablemente la relación entre protologí­a y escatologí­a en relación con la Trinidad manifestada en la historia de Cristo (oikonomí­a):
Los enunciados protológicos afirman la preexistencia de Cristo en cuanto Verbo de Dios. En concreto: Filipenses 2, 5 afirma que Cristo era de condición divina, y establece las cuatro fases del drama de la encarnación y de la pascua: preexistencia, humillación, retorno y exaltación. El Prólogo de Juan contempla a Jesucristo, «desde arriba», desde la divinidad del Verbo,que en el principio estaba con Dios y era Dios. Así­ se expresa la singularidad de Jesús en su relación con Dios. Estos enunciados surgen en el contexto de las comunidades de origen helení­stico o en las comunidades influidas por la especulación judeo-helení­stica sobre la sabidurí­a personificada como ser celestial preexistente.

El mismo Jesús, maestro de sabidurí­a, se sirvió del lenguaje sapiencia) para expresar su conocimiento de Dios y su relación con El, llamándole «Abbá» y revelándolo como Padre no sólo con sus palabras sino con la entrega total de sí­ mismo. Los esquemas protológicos del judaí­smo tardí­o, por los que se muestra la pertenencia de un hombre al plan y al ser de Dios, los aplica el NT a Jesús de Nazaret. Pero con la novedad de que Jesús no es un personaje del pasado lejano o mí­tico, sino un hombre con una historia que incluye una relación cercana de conocimiento y de amistad con los suyos.

Ver las cosas desde la preexistencia equivale a contemplarlas «desde arriba», desde el punto de vista de Dios. Por eso, según el NT, no es la comunidad cristiana la que «descubre» y atribuye los tí­tulos cristológicos a Jesús. El NT tiene cuidado en mostrar que es Dios mismo quien ha constituido a Jesús como Cristo, Hijo y Señor. Correlativamente, la confesión de la fe equivale a reconocer a Jesús como Cristo y como Hijo desde el punto de vista del Espí­ritu de Dios, no desde la carne y la sangre. La denominación del ser de Jesús por parte de Dios da lugar a una verdadera ontologí­a, pero de tipo bí­blico-judaico, que sirve para determinar el ser de Jesús: no solamente lo «que en él ha acontecido», sino «lo que él es», a saber, que el crucificado y resucitado pertenece desde la eternidad no solo al «plan» de Dios sino a la misma realidad divina.

El lenguaje protológico remite al lenguaje escatológico. Hay una circularidad entre ambos. Según la concepción bí­blica, Dios está al principio porque está al final. En definitiva, en el tiempo último será el Hijo del hombre quien bajará del cielo a la tierra». Con sencillez pero con enorme fuerza, el Resucitado se manifiesta como el Próton y el Eschaton en el Apocalipsis: «Yo soy, el Primero y el Ultimo: el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del Infierno»
La escatologí­a presenta dos caracteres propios: el tránsito de la historia de la salvación a la Trinidad y la universalidad. Cristo no sólo se identifica inseparablemente con el plan universal y divino de la salvación sino con el ser mismo de Dios. Cristo es el valor salví­fico universal porque, con su encarnación, muerte y resurrección, no sólo se relaciona en el tiempo con todos los avatares de sus discí­pulos y de la historia de su pueblo, sino que entra, desde el principio, en relación de pertenencia con Dios, el Padre y, desde ahí­, como Principio y como Eschaton, entra en relación con todos los aconteceres de la historia de la humanidad. De ahí­, que el NT haga, respecto de Jesús, constantes alusiones metahistóricas, como si Jesús además de sentarse junto al pozo de Jacob, perteneciera a un más allá del tiempo y del espacio, a una transcendencia divina, que enmarca su tiempo y su historia terrestres.

Estas coordenadas transcendentes, protológicas y escatológicas, se sustraen a la posesión de nuestra imaginación y de nuestro pensamiento, porque se refieren a la intimidad de Dios. De ahí­ que no podarnos medir la relación protológica y escatológica de Jesucristo con Dios el Padre, en el soplo vital del Espí­ritu, con las medidas humanas de nuestras imágenes, representaciones y conceptos. Si lo intentáramos sin respetar la ley de la analogí­a, caerí­amos en una teologí­a ideológica de tipo gnóstico o hegeliano.

Jesús es el Emmanuel, Dios con nosotros, y ello supone que se dio a conocer humanamente a los suyos, con los que estableció lazos de amistad. Pero las fórmulas que expresen ese conocimiento y amistad humanos se han de encuadrar en otras fórmulas análogas que intenten dar testimonio de la relación metahistórica y transcendente del Hijo del hombre con el Padre del cielo, y con nosotros mismos, sus hermanos. Estas formulaciones son, en concreto, los Sí­mbolos que expresan la confesión de fe en la economí­a trinitaria manifestada en Jesús el Cristo.

De esta suerte la protologí­a y la escatologí­a se muestran como una profundización de la escena del Bautismo, profundización que consiste en señalar que Jesucristo está implicado en la eternidad de Dios, en el principio y en el fin. La visión del principio (en arché) en el ciclo joánico, muestra que el Hijo del hombre es realmente el Hijo de Dios, en la gloria del Unigénito, lleno de gracia y de verdad. (Para Gregorio de Nysa, la «gloria» es el Espí­ritu Santo por la cual Jesús aparece «lleno de gracia y de verdad»). En el final se ofrece la visión definitiva del que fue muerto en Cruz y resucitado para siempre: El ha atravesado el espacio, el tiempo y la muerte para entrar en la eternidad de Dios. Desde la protologí­a, la eternidad de Dios ha dado lugar a la historia de la libertad y de la gracia, pero esta verdadera historia de salvación ha sido devuelta, en la escatologí­a, a la misma eternidad en la que preexistí­a.

III. De la Escritura al Concilio de Nicea
1. REFLEXIONES PREVIAS: LA LEY DE LA CONTINUIDAD Y DEL DESARROLLO ORGíNICO. Desde la formación de la Escritura del NT hasta el Concilio de Nicea, vige simultáneamente la ley de la continuidad y la ley del crecimiento. La continuidad se concibe como analogí­a entre las formulaciones apostólicas y las posteriores, con identidad de sentido entre ellas. Por eso tal continuidad se sitúa entre la pura repetición y la interrupción de la transmisión o la ruptura del sentido. Sobre el crecimiento, disponemos de un criterio constante desde san Vicente de Lerins hasta el Card. Newman: más que evolución ciega y necesaria, es desarrollo orgánico realizado en la conciencia creyente, responsable y libre de la Iglesia.

Junto a estas dos leyes, se da un fenómeno insospechado: la enorme creatividad y riqueza de matices que muestran los Padres, cada uno individualmente, o en relación con los anteriores, a través de una sucesión no exenta de lógica interna, en la que no se limitan a repetir lo dicho sino que profundizan y promueven el crecimiento de la doctrina recibida.

Una última observación se refiere al enorme impacto que causaron las herejí­as, especialmente la ideologí­a gnóstica. Después del tiempo de pací­fica posesión y difusión de la Buena Noticia, viene el vaivén y la lucha por recuperarla y defenderla. El objetivo explí­cito de esta lucha consiste en establecer una continuidad doctrinal homogénea con la enseñanza de la Iglesia apostólica. Las herejí­as tratan de establecer una forma de conocimiento racional del misterio. El ejemplo de Arrio es claro. El busca la «gnosis» del misterio de Dios, Padre, Hijo y Espí­ritu. La respuesta doctrinal de los Padres, de los Concilios y, por tanto, de la Iglesia, aparece entonces en conexión homogénea con la Iglesia apostólica, pero, como efecto de la lucha ideológica, con una fachada más especulativa, más abstracta, más metafí­sica. Aceptar cordialmente esta realidad es algo compatible con el esfuerzo para que esa fachada no ofusque el fulgor de la Buena Noticia, que brota de la Encarnación y de la Pascua de Cristo.

2. LA ESCRITURA SIGUE SIENDO LA «NORMA NON NORMATA». Visto lo ocurrido en la historia de los cuatro primeros siglos, se saca esta lección: en teologí­a, lo bueno y lo mejor consiste en afirmar y ahondar respecto de la Trinidad lo que de ella dice la Escritura. Pero hay ocasiones en que el empuje de la herejí­a no sólo legitima sino que obliga a salir fuera del marco del lenguaje escriturí­stico, para mantener precisamente la continuidad del sentido más allá de la letra de las fórmulas.

Es el caso del famoso homooúsios. Mucho después que el Concilio del año 325 consagrase el uso de este término, en pleno siglo V, los Padres estiman todaví­a como una objeción de peso el hecho de que esta palabra no aparezca en la Escritura. Dionisio de Alejandrí­a experimentaba cierta reserva ante este término, mientras san Cirilo de Alejandrí­a tan sólo se tranquiliza después de hallar una buena razón para usar esa innovación no escrituraria que supone la palabra consustancial La buena razón de Cirilo es el argumento ad hominem: hay atributos divinos, tales como incorporal o infinito, que no están en la Escritura pero que todos aceptan. Los mismos herejes han empleado términos no escriturí­sticos: ousí­a (esencia) y hómoios, que indica tan sólo una semejanza genérica entre el Verbo y el Padre.

Hoy dí­a podemos intuir en este argumento ad hominem más de lo que el mismo Cirilo veí­a: el uso de palabras no escriturí­sticas nació cuando el debate teológico y, concretamente, las herejí­as desplazaron las cuestiones hacia campos culturales nuevos. Para oponerse a la nueva ideologí­a no homogénea con la fe transmitida, el Concilio de Nicea buscó términos nuevos en continuidad de sentido con la fe apostólica («engendrado, no creado», «consustancial», «Dios de Dios») porque serví­an para oponerse de forma estrictamente contradictoria a las nuevas formulaciones heréticas.

Cirilo no sobrevaloraba estas nuevas palabras. Si bien creí­a que los términos «engendrado» y «consustancial» eran del todo legí­timos y útiles para oponerse al arrianismo, indicando que el Verbo-Hijo es de la misma sustancia del Padre44, no creí­a en cambio que tales términos pudieran llevar al conocimiento adecuado y perfecto de Dios. Cirilo aprecia aquel conocimiento imperfecto, pero no erróneo de Dios, que los occidentales calificarí­amos de conocimiento analógico. En efecto, a pesar de «que la divinidad transciende el género, la diferencia [y cualquier concepto], sin embargo serí­amos unos infieles e ignorantes respecto del Dios verdadero, si repudiáramos los medios que nos conducen a un conocimiento restringido de la sustancia divina que lo sobrepasa todo»
3. NUESTRA SITUACIí“N. Nuestra situación es distinta de la que vivieron los Padres «al dí­a siguiente» de Nicea. Nos beneficia el hecho de encontrarnos tan lejanos de las herejí­as trinitarias de los siglos III y IV. Como los restauradores que descubren con mirada limpia las primeras capas de pintura de un retablo, hemos intentado descubrir, contemplar y valorar el contenido y la significación de las fórmulas escriturí­sticas, centradas en la economí­a de la salvación, que la Iglesia nos propone para creer y para vivir, dejando que la doctrina posterior -de funcionalidad antiherética- asuma la tarea de iluminar conceptualmente de qué modo la unidad de Dios subsiste en la comunión del Padre, de la Palabra y del Espí­ritu.

Todaví­a habrá que continuar nuestro estudio en aquel punto en que el Bautismo de Jesús se extiende al bautismo de los discí­pulos. La comunión de los cristianos con el Padre, el Hijo y el Espí­ritu es el fundamento para orientar actualmente a los fieles hacia el deseado sentido comunitario.

4. DE LAS Fí“RMULAS BAUTISMALES A LAS CONFESIONES DE FE. ¿Dónde se puede hallar la presencia de la Trinidad? En la Iglesia que celebra el misterio pascual de Cristo y, por tanto, en el bautismo y en la eucaristí­a. El bautismo, desde el siglo 1, se ha celebrado no sólo en el nombre de Jesús, sino en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo. Por otra parte, la eucaristí­a es la alabanza que el cuerpo de Cristo, ungido por el Espí­ritu, dirige al Padre.

Todo arranca de Mt 28, 19: «Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo». Este texto se cumple en la fe bautismal identificada con la fe trinitaria que brota en las comunidades bautismales y se expresa en las Confesiones o Sí­mbolos de la fe.

Los escritos de los Padres Apostólicos y de los Apologetas, contemporáneos de esos Sí­mbolos, levantarán acta de la dimensión trinitaria del bautismo. En cambio, son muy sobrios en la expliciración de la Trinidad como doctrina. Está claro que, respecto de la Trinidad, el nivel confesante, litúrgico y vital es primario respecto del nivel doctrinal. Este es posterior y derivado. El tratado sobre la Trinidad se despliega como un libro abierto en el acto del bautismo celebrado «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo». Ahí­, aprendemos el significado religioso y mí­stico de la Trinidad revelada. El Bautismo de Cristo prefigura lo que sucede en el bautismo de sus discí­pulos: el Padre los convierte en hijos, a imagen de su Hijo, por la donación del Espí­ritu de la filiación. La Didajé, Hipólito de Roma, san Justino y san Ireneo son los testigos de primera hora que contemplan la donación queel Padre hace del Hijo y del Espí­ritu en el Bautismo.

Las profesiones de fe, de estructura trinitaria, acompañan inseparablemente al bautismo, porque la fe del discí­pulo de Cristo es la fe en el Padre creador, en el Hijo redentor, y en el Espí­ritu Santo, santificador. El bautismo se celebra en la fe de la Iglesia, y la fe del bautizando es eco y participación de esa fe del Pueblo de Dios, que tiene un carácter cristológico y trinitario. Quizás la fórmula más antigua y más concisa es la del texto occidental de Hechos: «Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios» (He 8, 37). Pero las fórmulas trinitarias -como la incluida en Mt 28, 19- son también del siglo I, como lo muestra el texto gemelo de la Didajé
Posteriormente, hallamos la Carta de los Apóstoles, apócrifo que surge en Asia Menor (c. 160-170). Los cinco panes de la multiplicación evangélica -dice- simbolizan los cinco artí­culos básicos de la fe: «en el Padre, dominador del universo,/ y en Jesucristo,/ y en el Espí­ritu Santo,/ y en la santa Iglesia,/ y en la remisión de los pecados» 54
No tardan en aparecer profesiones de fe que, en Occidente conducirán al «Credo» romano y, en Oriente, al Niceno-constantinopolitano. Hipólito de Roma escribe entre el 215 y el 217 la Traditio apostolica, que, en su narración del bautismo, contiene una profesión de fe muy cercana a lo que será el Sí­mbolo apostólico en su forma romana antigua («R»). A mediados del siglo III, fórmulas semejantes surgen en Milán, Ravenna, Florencia, Toledo y Africa, hasta que llega a formarse el Textus receptus («Y), mediado el siglo VII, en las Galias y en Alemania.

Oriente sigue un proceso paralelo: Eusebio de Cesarea, en 325, evoca su propio bautismo, cuya profesión de fe trinitaria podemos situar, por tanto, a mediados del siglo III, en Cesarea. Paralelamente, el testimonio de Cirilio de Jerusalén nos retrotrae a principios del siglo IV. El Credo bautismal de Jerusalén es el precedente del Sí­mbolo Niceno, que introduce el término técnico consustancial, del que recelaba Cirilo.

Esta ecuación Trinidad-Bautismo-Fe proporcionó a la Iglesia, hasta el final del siglo II, un estado de pací­fica posesión: La divina economí­a era celebrada, vivida, e incluso transmitida, a través de una sobria doctrina trinitaria, sin tensión metafí­sica. Durante este tiempo no hay necesidad de defender la pertenencia del Hijo y del Espí­ritu a la unidad de Dios Padre. Ningún hereje la niega. Desde el siglo I, se manifiesta la dispensación trinitaria en el misterio pascual que la Iglesia celebra: el bautismo es el ámbito del amor del Padre, que continúa el enví­o del Hijo Jesús a los hombres, iluminados y sellados por el Espí­ritu Santo y santificador.

Si la celebración es canal transmisor de la economí­a y de la fe trinitaria, hay que adjuntar otras formas de oración incorporadas o paralelas a la liturgia. Es el caso de las primeras doxologí­as que se encuentran en la Versio Latina de la Didajé, en san Clemente`, en el Martirio de Policarpo, en el ya citado Justino y en san Clemente de Alejandrí­a
5. IGNACIO DE ANTIOQUíA Y ATENíGORAS. Pero incluso en el nivel doctrinal, hay unas primeras aportaciones significativas: Ignacio de Antioquí­a, condenado bajo Trajano (98-117), ofrece por dos veces el tipo primitivo de «Credo cristológico», precedente de los sí­mbolos posteriores que ofrecen ya una estructura trinitaria como explicitación o desarrollo del núcleo cristológico. La primera confesión, en la Carta a los Magnesios, toma un matiz antijudaizante, que insiste en la realidad y en la transcendencia de la muerte y resurrección de Jesús: «[Estamos] convencidos del nacimiento, de la pasión y resurrección que ocurrió en tiempos del gobierno de Poncio Pilato. Tales hechos fueron cierta y realmente cumplidos por Jesús Mesí­as esperanza nuestra
La otra profesión de fe ofrece un matiz antidoceta. Por eso insiste en la realidad de la historia humana de Jesús: «La verdad es que nuestro Dios Jesús, el Ungido, fue llevado por Marí­a en su seno conforme a la dispensación de Dios; del linaje, cierto, de David; por obra, empero, del Espí­ritu Santo».

He aquí­ la paradoja de los Padres Apostólicos: Son precisos en la designación de los términos trinitarios de nuestra fe: Dios Padre, Jesús, el Cristo e Hijo de Dios (como decí­an ya Mc y 1 a Jn), el Espí­ritu Santo por obra de quien nace Jesús. Pero no se esfuerzan por explicar la fe a nivel racional, puesto que ninguna herejí­a con relevancia y extensión social la niega. Con naturalidad, se recorre el camino de lo cristológico a lo trinitario. Por eso, después de las «confesiones de fe cristológicas», aparecen en seguida las fórmulas trinitarias:
«…a fin de que todo os salga prósperamente, en la carne y en el espí­ritu,/ en la fe y en la caridad, / en el Hijo, en el Padre y en el Espí­ritu, / en el principio y en el fin».

Quizás la primera especulación trinitaria la realiza Atenágoras, el filósofo cristiano de Atenas, como le llama el epí­grafe de su Legación en favor de los cristianos (escrita hacia el 177). Su valor consiste en que, adelantándose a Ireneo y a Hilario, no teme afirmar la fecundidad del Padre ni tiene por cosa ridí­cula la afirmación de que Dios tiene realmente un Hijo. «Y el Hijo de Dios es el Verbo del Padre, en Idea y operación (enérgeia) «. Pero la unidad del único Dios se mantiene, «estando el Hijo en el Padre y el Padre en el Hijo por la unidad y potencia del Espí­ritu». Estos textos, admirables en sí­ mismos y adelantados a su tiempo (hacia el a. 177) muestran cuán natural le es a la razón, iluminada por la fe, la búsqueda de claridad racional.

6. SAN IRENEO ( *ENTRE 140 Y 160; + INCIERTA). G. Bardy insiste en que Ireneo no es un filósofo o teólogo especulativo sino un obispo, y nada más que un obispo, que, como guardián de la Tradición, y de acuerdo con su vocación pastoral se limita a señalar los términos de la fe cristiana. Sea. Pero la explicitación de esta fe la realiza desde una honda comprensión del misterio, sobria y ortodoxa. Esta es la actualidad de su teologí­a. Y ésta es la cualidad de la buena teologí­a, tanto de los que son pastores como de los que, sin ser obispos, desarrollan asimismo una responsable función pública, no meramente privada, en la Iglesia de Dios: aclarar los términos de la fe en un cierto entendimiento de los misterios».

Ireneo entiende la economí­a trinitaria: a) como fruto de la fecundidad del Padre que engendra el Hijo y Verbo; b) corno misterio que tiene su vértice en la unidad del Padre», unidad perfectamente compatible con la asistencia y la comunión «de aquellos que son, a la vez, su primogenitura y sus manos, a saber, el Hijo y el Espí­ritu, el Verbo y la Sabidurí­a»; c) como un doble dinamismo: de donación o dispensación y de retorno o devolución: «Por el Espí­ritu, el hombre sube hasta el Hijo, y por el Hijo al Padre; y el Hijo, en seguida, remite su obra al Padre».

Junto a esta comprensión teológica, Ireneo demuestra su sabidurí­a al hacer uso, con todo el vigor, de una prudente y analógica teologí­a negativa: nadie conoce -afirma- ni Valentí­n, ni Marción, ni Saturnino, ni Basí­lides, ni siquiera los Angeles y Arcángeles, nadie conoce el misterio de la generación inenarrable del Verbo, distinto de la prolación de un verbo humano a través de la lengua, y cuya realidad sabe tan sólo «el Padre que ha engendrado y el Hijo que ha nacido».

7. TERTULIANO Y NOVACIANO: DOS COLUMNAS DEL PENSAMIENTO TRINITARIO. Hasta las grandes obras del siglo III, el tema trinitario se expone con gran sobriedad doctrinal. Con estos autores -y con Orí­genes en Oriente- surge un nivel mucho más alto de especulación teológica. El teólogo no sólo contempla la divina dispensación (la «economí­a»), sino que intenta de algún modo una cierta inteligencia del misterio trinitario en sí­ mismo.

Tertuliano, en su confesión de fe, distingue con precisión el misterio de la eternidad de Dios, de la manifestación histórica de esa intimidad divina: *»Creemos ciertamente en un único Dios, pero bajo esa dispensación que llamamos economí­a; de modo que la Palabra de Dios, que de Dios procede, sea también el Hijo del único Dios. Por él han sido hechas todas las cosas, y sin él, nada ha sido hecho.

* Enviado por el Padre a la Virgen y nacido de ella, hombre y Dios, Hijo del hombre e Hijo de Dios, y llamado Jesucristo, padeció, murió y fue sepultado, según las Escrituras y resucitado por el Padre y reasumido en el Cielo, se sienta a la diestra del Padre, para venir a juzgar a vivos y muertos.

* El cual, finalmente, envió desde el Padre, según su promesa, al Espí­ritu Santo, Paráclito y santificador de la fe de quienes creen en el Padre y en el Hijo y en el Espí­ritu Santo».

Los dos polos del discurso trinitario son, por tanto, la unidad de la sustancia divina y su manifestación histórica o divina economí­a.

Por la divina dispensación acaecida en la historia empezamos a conocer la Trinidad. Ella muestra, además, que la distinción de las personas no es solamente un modo de manifestarse Dios en relación a nosotros (quoad nos) sino una realidad en la eternidad misma de Dios. En efecto,’ eternamente, el Padre engendra al Hijo, transcendiendo el fluir del tiempo, y por eso es posible afirmar la distinción de las personas del Padre y del Hijo (y también, correlativamente, del Espí­ritu Santo). La Unidad se «distribuye» o dispone en la Trí­ada de personas distintas. De esta suerte, los «tres» son una sola sustancia, pero no son una sola persona. Tertuliano ha llegado al dintel de la fórmula que se hará famosa después de Nicea: Una sustancia, tres personas. En efecto, Padre, Hijo y Espí­ritu Santo, son nombres de personas, no de la sustancia divina. Estos nombres indican distinción, no división»: «Profeso que se da una sola sustancia en tres [personas] coherentes», llega a decir. Son las personas divinas que se distinguen según su propiedad y que cuando llega la plenitud de los tiempos se comunican a la humanidad.

El genio de Tertuliano brilla cuando, de un modo que llegará a ser propio de Occidente, afirma no sólo una cierta unidad de los tres, sino la unidad estricta de la sustancia divina, poseí­da totalmente por el Padre, derivada totalmente al Hijo y expresada totalmente por el Espí­ritu, que también es ex Deo y, por tanto, es Dios
Novaciano dispone su De Trinitate (c. 250) como un inmenso Credo de estructura trinitaria: «La regla de la verdad exige en primer lugar que creamos en Dios Padre y Señor omnipotente….

«La misma regla de la verdad nos enseña a creer, después del Padre, en el Hijo de Dios, Cristo Jesús, Señor y Dios nuestro»
«Hemos de creer asimismo en el Espí­ritu Santo, prometido en otro tiempo a la Iglesia y enviado en el tiempo oportuno […] y que ha inspirado a los Apóstoles y a los Profetas».

De Novaciano cabe destacar la perfección con que da cuenta del dinamismo descendente y ascendente del Verbo hecho carne: «El Verbo, descendió del cielo como el esposo a la carne, para que, por la asunción de esa carne, el Hijo del hombre pudiera ascender allá donde el Verbo, Hijo de Dios, habí­a descendido».

Quizá lo más original de Novaciano sea su madura teologí­a apofática, , que deriva de un hondo sentido de la transcendencia de Dios: «Los profetas no pudieron decir lo que Dios era (quomodo Deus erat) sino únicamente lo que, acerca de Dios, podí­a entender el pueblo (sed quomodo populus capere poterat). Dios no es en modo alguno mediocre, pero sí­ es mediocre el entendimiento humano. Decimos de Dios que es espí­ritu, pero con ello debemos entender algo más amplio que el espí­ritu, puesto que los espí­ritus son creados. Y cuando decimos que Dios es caridad, expresamos lo más grande que puede decirse, pero no debemos entender que ya hemos expresado y entendido qué es la caridad como sustancia de Dios».

Finalmente, Novaciano da el nombre de generación a la procesión del Hijo desde el Padre: » Quando Pater voluit [Filius] processit ex Patre». G. Bardy sospecha que esta manera de hablar de la generación del Hijo, como de un acto voluntario procedente del Padre, implica un cierto subordinacionismo, que ya debió observar Arnobio el Joven, cuando toma las fórmulas de Novaciano para explicar la doctrina de Arrio. No cabe duda que Novaciano fue cismático, cuyos partidarios se llamaban a sí­ mismos «puritanos» (katharoi), pero tal cisma no tuvo su origen en divergencias doctrinales trinitarias, sino que dimana del rigorismo penitencial de Novaciano ante los lapsi . Su De Trinitate aparece equilibrado y globalmente ortodoxo, pero sigue la imprecisión de la época, que no distinguí­a suficientemente entre la procesión eterna y la misión temporal del Hijo. Las palabras «quando Pater voluit… » corresponden sin duda a la misión temporal de Cristo. El tí­tulo de ángel que, según Novaciano, «conviene a la persona de Cristo’, tampoco indica, de suyo, subordinacionismo. Se trata, en efecto, del «ángel del gran consejo», tí­tulo mesiánico según Isaí­as 9, 5 y que, según el mismo Novaciano, corresponde al Hijo de Dios. Y ese Hijo y Verbo es Dios»’. Lo cierto es que la aportación de Novaciano no tiene el vuelo genial de Tertuliano, de quien depende.

8. ORíGENES. Con su Tratado sobre los principios (Peri archón) aparece el primer tratado coherente de teologí­a sistemática. El edificio teológico se amplí­a, pero esta ampliación implica contrapartidas. Por ejemplo, hasta ahora se entendí­a el misterio divino como la revelación de Dios en la muerte y resurrección de Cristo, donador del Espí­ritu. Ahora, el misterio divino será para el teólogo el hecho de que un solo Dios subsista en la trí­ada: Padre, Hijo y Espí­ritu Santo. Y cuanto más se acentúe lo especulativo sobre lo salví­fico, más dificultades surgirán en la recepción y vivencia de la Trinidad en la Iglesia. Incluso la inteligencia de la fe sufrirá distorsiones cuando se la separe de la oración, de la celebración o de la vida de caridad.

La mirada de Orí­genes se centra primero en el Padre: un solo Dios creador y ordenador de todas las cosas. De él brota toda realidad y a él vuelve todo, por el dinamismo del Espí­ritu. El Verbo, engendrado por el Padre antes que cualquier otra criatura, se anonadó en la plenitud de los tiempos al tomar la carne del hombre, en Jesucristo. El Espí­ritu Santo, inspirador de los Apóstoles y Profetas, es asociado al Padre y al Hijo por la tradición apostólica.

La terminologí­a ha progresado: Hay tres hipóstasis: Padre, Hijo y Espí­ritu Santo, numéricamente distintas, pero de la misma naturaleza. Es la Trinidad de las personas en la Unidad de la esencia.

Permanece abierto el debate sobre el posible subordinacionismo de Orí­genes. Dios nunca ha estado sin el Verbo, engendrado desde la eternidad de la sustancia del Padre. El Hijo es engendrado, y nacido, pero no hecho ni creado. J. Quasten aporta un texto que muestra cómo Orí­genes, para referirse al Verbo, acuña incluso el término homooúsios». Como contrapartida se aducirá que el Hijo no es autótheos como el Padre sino que recibe de él una divinidad participada: es deuterótheos». Orí­genes, es un gran especulativo de intuición, intención y terminologí­a correcta para su época. Teniendo en cuenta que el lenguaje de la ortodoxia no cristaliza con anterioridad al Concilio de Nicea, parecerí­a anacronismo tachar como subordinacionista una doctrina de tales caracterí­sticas.

IV. El Magisterio Eclesiástico hasta el Concilio de Nicea
Las Iglesias particulares -Roma, Cesarea, Jerusalén…- confluyeron en la redacción y en la difusión de las fórmulas de profesión de fe bautismales.

Las hemos estudiado ya como piezas del magisterio ordinario.

1. INTERVENCIONES DE LA SEDE ROMANA. Aparte de las dos formas del Sí­mbolo de la fe –romana y nicena cuyo valor magisterial es eminente, hay que señalar dos intervenciones prenicenas de la Sede romana. La primera descarta el patripasianismo. Zeferino Papa atribuye a Cristo la condición de único engendrado de Dios, si bien pasible en la carne: «no es el Padre quien murió sino el Hijo».

La segunda intervención, de san Dionisio Papa (antes de 260), es interesantí­sima porque descarta a la vez a los sabelianos y a los triteí­stas. Dionisio usa un lenguaje, todaví­a no cristializado por el uso ortodoxo: «Este [Sabelio] blasfema, diciendo que el Hijo es el Padre y viceversa. Aquellos [los triteí­stas] predican tres dioses, al dividir la santa unidad en tres hipóstasis (sic) totalmente separadas. Pero es necesario que el Verbo divino esté unido al Dios de todo el universo, y que el Espí­ritu Santo permanezca en Dios y en él inhabite. Es preciso, por tanto, que la Trinidad divina se reduzca («reduci) y se congregue («colligi ), como en un cierto vértice, en el Dios omnipotente de todo el universo […]. [Los verdaderos discí­pulos de Cristo] conocen en verdad que en la divina Escritura se predica la Trinidad, pero en cambio ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento enseñan que haya tres dioses»‘ .

La terminologí­a es imperfecta; la dirección de la fe certera, como un punto de referencia que habrá que tener siempre en cuenta.

2. LA CRISIS ARRIANA. Es una corriente ideológica que constituye, a la vez, una enorme prueba para la Iglesia, envuelta en una lucha que afectó a su propia doctrina y comunión, así­ como a la paz del Imperio. En el año 323, Arrio, presbí­tero de Alejandrí­a y discí­pulo de Luciano, de esa misma ciudad, divulga una doctrina trinitaria, coherente, porque toda ella dimana de la unicidad e incomunicabilidad de Dios Padre. Pero supone en realidad una racionalización rí­gida del misterio de Dios revelado por Cristo y comunicado en el Espí­ritu. He aquí­ los puntos principales:
1°. El Padre es el único y verdadero Dios, eterno y sin principio.

2°. Dios es inmutable y, por ello, no se puede comunicar ni por división ni por emanación. Por eso, el Verbo no es de la sustancia de Dios.

3°. El Verbo, anterior al tiempo pero no coeterno, existe por la voluntad de Dios.

4°. Fuera de Dios, sólo se dan criaturas, la primera de las cuales es el Verbo.

5°. El revela Dios a los hombres. Es su instrumento para crear el universo, pero tan sólo se le puede llamar Dios por acomodación.

6°. Por la Encarnación del Verbo ha tenido lugar el rescate de la humanidad pecadora. Pero, en Jesús, el Logos ocupa el lugar del alma humana (es el «apolinarismo»: la doctrina de Apolinar de Laodicea ).

7°. Admite el Espí­ritu Santo como tercer término de la Trinidad.

Alejandro de Alejandrí­a, obispo de Arrio, escribe una carta a Alejandro de Constantinopla, manteniendo que el Padre es el único in-engendrado, y que el Hijo es imagen y resplandor del Padre, co-eterno como el Padre. No sólo Oriente se conmueve. La lucha religiosa llega hasta el mismo Constantino que juega un papel decisivo en la convocatoria de Nicea.

3. NICEA: EL PRIMER CONCILIO ECUMENICO. El Concilio «de los 318 padres», se celebra el año 325. Tiene como palabra clave homooúsios (consustancial) introducida por Osio de Córdoba, y corno obra, no ciertamente fácil, la promulgación de la fe ortodoxa mediante la fórmula del Sí­mbolo Niceno (a completar, por lo que al Espí­ritu Santo se refiere, por el siguiente Concilio de Constantinopla). El Sí­mbolo, aparte del término homooúsios, contiene otras dos precisiones: El Verbo ha sido engendrado [no creado] de la sustancia del Padre y ha de considerarse Dios de Dios y Luz de Luz. Oriente tení­a dificultades para aceptar el término consustancial, no muy apto para la lucha antimodalista, ya que no llega a disipar una cierta anfibologí­a: como si consustancial significara «idéntico también en el sentido numérico», es decir, constitutivo del mismo individuo. Ahí­ irá a parar Marcelo de Ancira. En cambio, en Roma el término era apreciado, porque allí­ era útil para la lucha contra los triteí­stas y subordinacionistas.

V. La consolidación de la ortodoxia trinitaria: Atanasio y los Capadocios en Oriente; Hilario y Agustin en Occidente
Oriente:
1. MARCELO DE ANCIRA. El primer teólogo importante en Oriente, después de Nicea, es Marcelo de Ancira que, según Eusebio de Cesarea, enemigo suyo, manipula el término consustancial hasta convertirlo en un arma modalista. Marcelo afirma que partiendo de la Trí­ada no es posible llegar a la unidad de Dios. Por ello, de la mónada divina quiere deducir la Trinidad. Pero, si bien tení­a sus riesgos deducir -como Orí­genes- toda la Trinidad de la persona del Padre, no es menos peligroso partir de la afirmación que Dios es una mónada indivisible, no tres hipóstasis. Marcelo admite que en el Padre existí­a el Verbo, del cual la Escritura dice tres cosas: a) Que estaba en Dios desde el principio; b) que es activo para crear; c) que era Dios, porque Dios no se divide, y éste es el sentido del homooúsios. Marcelo distingue el Verbo inmanente y eterno, del Verbo que, en la «economí­a de salvación» avanza (proelthón) para crear, e -incluso- se encarna convirtiéndose en Verbo-Hijo. Al final de esa «economí­a» el Verbo se despojará de la carne y entrará en Dios, encerrándose -por así­ decir- en la unidad de la mónada.

Marcelo asegura el dinamismo de la economí­a de salvación pero anula la distinción de las personas. En efecto: el Espí­ritu Santo -añade- estaba contenido en el Verbo del Padre y no era distinto de él, ni mucho menos separado. Pero en Pentecostés la unidad de Dios se manifiesta plenamente como una trí­ada, transitoria, hasta el fin del mundo, mientras que la unidad es eterna. Marcelo evita el subordinacionismo al precio de caer en la herejí­a modalista, la otra cara del racionalismo trinitario.

2. ATANASIO. Más que especular racionalmente sobre los datos dogmáticos para hacerlos progresar, Atanasio, en su obra Contra arianos, se centra en una visión positiva de la fe de Nicea, de cuyo dogma es el defensor en Oriente. Jesús de Nazaret es una persona histórica,y, a la vez, el Verbo encarnado, el mismo sujeto que el Verbo eterno y consustancial. No se ha de medir la Trinidad por el tiempo: Si el Padre es eterno, eterno es también el Verbo. Y todo lo que es el Padre, lo es asimismo la Imagen suya que es el Hijo, ya que el Hijo todo lo ha recibido del Padre, puesto que ha sido engendrado por él. De esta manera, Atanasio distingue y une: el Engendrador no es el Engendrado, ni es el Amor sustancial, pero el Engendrador, el Engendrado y el Amor -consubstanciales-son un sólo y eterno Dios.
La centralidad de Jesucristo, como imagen visible -abreviada- del misterio trinitario, nos lleva hoy a una consecuente teologí­a de la imagen.

3. Los CAPADOCIOS: GREGORIO DE NACIANZO, BASILIO, GREGORIO DE NYSA. Después de Nicea, el problema trinitario puede presentarse así­: ¿qué es lo que en la unidad de la sustancia divina establece la distinción entre las personas? Basilio se hizo una pregunta semejante, cuando en la Carta 38, a Gregorio de Nisa, afirma que si a la divina esencia (ousí­a) se le añaden las condiciones individuantes (idiótetes) se obtienen las hipóstasis. Este planteamiento es muy delicado, porque podrí­a parecer que las diferencias que se añaden a la esencia, sean como la diferencia especí­fica que se añade a un género para obtener la especie, o como el accidente que se añade a la sustancia. En la Trinidad, la diferencia ha de ser real (puesto que de otra suerte caerí­amos en el modalismo, sin distinción de personas), pero ha de ser divina -ha de identificarse con Dios mismo- ya que a Dios no hay posibilidad alguna de «añadirle» una diferencia accidental.

Por tanto, no es fácil señalar ese elemento diferenciador que permita distinguir las personas. Tendrí­a que ser algo de Dios, algo que pertenezca al mismo ser de Dios que es amor; y algo que promoviendo la distinción no rompa la unidad. Ese algo de Dios es como una acción fecunda en el interior de Dios mismo: es la generación del Hijo y la emanación del Amor espiritual. Es decir, las procesiones. Y el principio de distinción -que supone el Uno y el Otro, pero que no rompe la unidad del único Dios- es la relación. Esto es lo que vieron claro Gregorio Nacianceno, en sus Discursos teológicos, y Basilio en Adversus Eunomium, y por eso, progresa con ellos la inteligencia de la fe. Ambos teólogos responden a estos desafí­os en un doble sentido: En el momento de establecer las distinciones en el interior de Dios, no podemos afirmar tan sólo que se trata de distintos modos de manifestación «económica». Partimos de esas manifestaciones exteriores de la acción divina, pero la distinción de las hipóstasis es algo de Dios mismo. Dios es, en sí­ mismo, tal como se manifiesta en la economí­a de la salvación. En Dios mismo hay una doble procesión inmanente, afirma Gregorio de Nacianzo. El Padre in-engendrado engendra al Hijo. El Padre es Engendrador (Gennetés) mientras el Hijo es Engendrado (Gennetós). De manera análoga, se da la procesión del Espí­ritu Santo, que recibe la sustancia del Padre y que tiene el mismo ser en común con él y con el Hijo. Así­ se establece la distinción. Esta distinción es real y se identifica con el acto paterno de engendrar, puesto que es una relación (schesis), esto es, la paternidad, y ésta es la segunda aportación de Gregorio. Procesiones y relaciones pertenecen dirí­amos hoy a la Trinidad en sí­ misma, pero se dan a conocer a partir de las manifestaciones visibles que son las misiones del Hijo y del Espí­ritu. El Sí­mbolo de Nicea expresa este camino de la fe, que cree en la economí­a divina y apunta así­ al mismo ser inmanente de Dios. El designio divino manifestado en la historia de la salvación remite a una protologí­a eterna e invisible, donde las tres subsistencias distintas, el Padre, el Verbo y el Amor, mantienen la comunión en la unidad estricta de la única esencia divina.

La actualidad enorme de la obra de Basilio Sobre el Espí­ritu Santo (Peri tour hagí­ou Pneúmatos) no es precisamente su punto de partida que no es otro sino la justificación de la doxologí­a basiliana: «Gloria al Padre con el Hijo y con el Espí­ritu Santo», junto a la doxologí­a hasta entonces corriente: «Gloria al Padre, por el Hijo, en el Espí­ritu Santo». La genialidad de esta obra consiste en que de ella brota una teologí­a de la implicación de la Iglesia, «comunidad de alabanza», con la Trinidad. La comunidad creyente es el lugar donde el cuerpo de Cristo realiza la alabanza al Padre en un solo Espí­ritu de amor. Los sacramentos y la caridad de los cristianos se abren corno ámbitos de fe que visibilizan la presencia trinitaria. Esto es lo «moderno» de Basilio, aquello que ha inspirado la actual teologí­a eclesial y sacramental que mira hacia Oriente sin dejar de ser occidental.

Al lado de esta potente visión de Basilio y de Gregorio Nacianceno, que intuyen el equilibrio entre teologí­a (en la eternidad divina) y economí­a (en la historia de la libertad y de la gracia, visibilizadas en la Iglesia como comunión de alabanza) no puede negarse que Gregorio de Nysa, el más filósofo de los tres, adolece de un fuerte platonismo que le lleva a una solución un tanto simplista del problema de la distinción de las personas y de la unidad de la sustancia. En Quod non sint tres dii, afirma que Dios es un nombre de naturaleza, no de persona, como lo son Padre, Hijo y Espí­ritu. Y así­ corno la naturaleza humana es una y real, y no se multiplica por el hecho de que haya muchos hombres, así­ la naturaleza divina permanece indivisible aunque haya tres personas. El ultrarrealismo de las esencias es tan fuerte que las diversas hipóstasis no dividen la naturaleza divina que es una, la misma, absolutamente indivisible y única: «Cuando se ve qué es lo que separa [al Padre y al Hijo] se comprende que la naturaleza no experimenta división alguna’. Porque la distinción proviene únicamente del número o de la individuación, no de la división de la esencia. Sin exageración, puede decirse que se aplica aquí­ el realismo que Platón atribuye a las esencias en sí­ mismas, prescindiendo de los individuos.

OCCIDENTE:
4. HILARIO DE POITIERS. En Occidente, y a mediados del siglo IV, surge un texto importantí­simo: el De Trinitate de Hilario de Poitiers (* c. 310; t 367, según san Jerónimo). Fue seguramente un pagano familiarizado con los clásicos: Virgilio y Cicerón. Se opuso a los arrianos, especialmente a Ursacio y Valente. El Sí­nodo de Béziers provoca su destierro a Frigia en 356. Poco antes o poco después de esta fecha escribe los tres primeros libros De Trinitate, obra en doce libros que finaliza hacia el 360. La defensa antiarriana -patente sobre todo en los nueve últimos libros-pasa por estos puntos:
1°. La divinidad del Hijo no supone que haya dos dioses. Pero la unidad de Dios no supone un Dios solitario, sino la comunión del Padre y del Hijo. 2°. La generación es la clave de la doctrina que hace del Hijo engendrado una persona consustancial al Padre. Hilario prosigue el camino de Tertuliano, propio de la especulación trinitaria occidental, al afirmar que la unidad de la Trinidad se debe a la única sustancia divina: «Dios Padre y Dios Hijo son absolutamente uno, no sólo por la unión de las personas sino por la unidad de la sustancia»
3°. El Verbo de Dios ha asumido la humanidad sin abandonar la divina naturaleza. Se da un sujeto único: Jesucristo.

4°. El Espí­ritu Santo existe y procede del Padre y del Hijo. Existe, ya que «es dado, es recibido, es poseí­do’. Hilario no olvida el papel santificador del Espí­ritu, pero contempla sobre todo las recí­procas relaciones entre el Padre y el Hijo.

5. AGUSTíN DE HIPONA. San Agustí­n escribe sus XV libros De Trinitate durante un largo perí­odo de tiempo: los libros I a XII desde 399 al 412; los tres últimos y la redación final, el año 420. El mismo dice: «La empecé joven; la edité viejo’. Agustí­n se sintió decepcionado de que los primeros libros se divulgaran sin su consentimiento. La insistencia de sus amigos, la urgencia de Aurelio de Cartago, y cierta falta de obras latinas sobre el tema, son los móviles que deciden a Agustí­n a volver sobre su obra inacabada, hasta finalizarla.

a) El método de la obra. Los cuatro primeros libros los dedica a lo que hoy dirí­amos el tema bí­blico: «Primero, es necesario probar cuál es nuestra fe, fundados en la autoridad de las Escrituras. Después, si Dios quiere y nos ayuda, tal vez haremos un servicio a esos raciocinadores ignaros […] ayudándoles a hallar una verdad de la que no puedan dudar»’.
El análisis bí­blico dirá cuál es nuestra fe; después, la reflexión especulativa proporcionará «una cierta inteligencia de los misterios’.

b) Plan y contenido. En los libros 1 a IV Agustí­n estudia en la Escritura el despliegue de las divinas misiones: la misión del Hijo que, desde el Padre entra en la historia, y la del Espí­ritu Santo que se manifiesta en las epifaní­as sensibles de Pentecostés. Los libros V a VII están dedicados a la dimensión especulativa y de defensa del dogma, con los tres grandes temas que se harán clásicos en Occidente y que Tomás de Aquino perfeccionará: Las procesiones, las relaciones y las personas. En la reflexión sobre las dos procesiones -por la ví­a del entendimiento y por la del amor- así­ como en la muy actual doctrina sobrelas relaciones divinas, brilla muy alta la genialidad agustiniana. El libro VIII señala una transición al conocimiento mí­stico de Dios. En el libro IX empieza la famosa analogí­a psicológica de la Trinidad, basada en la mente del hombre, que -entendiéndose a sí­ misma- concibe una idea o verbo (verbum, conceptum) unido a la mente por el amor. Así­ se despliegan las trí­adas agustinianas: mens, notitia et amor; o bien: amans, amatum, amor. Este tema se extiende del libro IX al XIV. Trapé considera el libro XV como el compendio de todo el tratado.

Estos son los grandes sistemas antiguos acerca de la Trinidad. La Edad Media los perfeccionará con el De Trinitate de Ricardo de san Ví­ctor (s. XII), basado en la necesidad que tiene el amor de crear comunión entre personas distintas e iguales, y con la Summa de Tomás de Aquino (s. XIII). Del primero trataremos en el término PERSONA (cf. la voz persona); del segundo en el término RELACIí“N (cf. la voz relación). Ambos son maestros en estos conceptos.

VI. Sí­ntesis
1. LA TERMINOLOGíA. Monarquí­a. Significa la unidad de Dios»‘. El misterio trinitario no sólo no es una regresión del monoteí­smo hacia el politeí­smo, sino una profundización del primero.

Trinidad = Triás. Hacia el 180 empieza a ser usual el uso de este término que indica la comunión de las personas»;. En los Excerpta ex Theodoto publicados por Clemente de Alejandrí­a surge ya el término triás»».

Teologí­a. La.doctrina que busca el saber acerca de Dios en sí­ mismo.

Economí­a = Oikonomia. La doctrina que contempla el propósito del Padre manifestado en el tiempo por Jesucristo, su Hijo, en el Espí­ritu Santo.

Esencia = Ousí­a. Sustancia. Naturaleza. El ser mismo de Dios uno y único, en cuanto es poseido por cada una de las personas divinas. En Dios nada hay que sea accidental (nada adviene a la esencia de modo contingente). Por eso, en Dios todo es sustancial. Y las tres personas son consustanciales. A la esencia divina se le llama también sustancia, de la que -según santo Tomás- es engendrado el Hijo y de la que emana el Espí­ritu Santo. La esencia recibe también la denominación de naturaleza divina, en cuanto es principio de acción.

Subsistencia. En cambio la palabra subsistencia brota en Occidente con Rufino»‘, y sirve ya para designar los distintos modos de subsistir la esencia de Dios en las tres personas. Subsistentia equivale, pues, al griego hipóstasis, término que en Oriente se usa para designar a las personas.

Persona = Prósopon. Se ha visto cómo, antes de que Nicea, los Capadocios y Agustí­n fijen la terminologí­a, en Occidente, se reserva la palabra griega prósopon para hablar de las personas. El papa san Dionisio, al creer sin duda equivalentes los términos hipóstasis y sustancia, considera herético hablar en Dios de hipóstasis separadas. Más tarde, san Agustí­n dirá que los griegos llaman hipóstasis a lo que nosotros llamamos persona, y aceptará la famosa frase mí­a ousí­a, treis hypostáseis, «una esencia y tres hipóstasis», como expresión de la ortodoxia postnicena.

Procesiones. Indican la procedencia de las personas: la procedencia eterna del Hijo respecto del Padre y la emanación del Espí­ritu respecto del Padre y del Hijo. Tomás de Aquino dirá que el Hijo es engendrado por ví­a de entendimiento; el Espí­ritu es emanado por via de amor.

Misiones. Cuando a la procesión eterna del Hijo y del Espí­ritu se le asigna un «término ad extra» tiene lugar la misión: El Padre enví­a a su Hijo al mundo; el Padre y el Hijo enví­an el Espí­ritu Santo a la Iglesia y a los corazones de los fieles, y -de manera especial- inspira a los Apóstoles y Profetas.

Relaciones. Con Gregorio de Nacianzo el uso del término relación (schesis) adquiere carta de naturaleza con enorme relieve teológico. Las relaciones son la paternidad, la filiación, la espiración activa y la espiración pasiva. La paternidad se identifica con la persona del Padre, la filiación con la persona del Hijo y la espiración pasiva con la persona del Espí­ritu Santo. Pero la espiración activa no se distingue de la realidad del Padre y del Hijo de quienes emana el Santo Espí­ritu. Por eso, aunque hay cuatro relaciones reales, hay tres personas distintas.

Nociones. Son notas que dan a conocer a las personas: la innascibilidad y la paternidad (permiten distinguir al Padre), la filiación y la espiración activa (permiten distinguir al Hijo, ya sea en sí­ mismo, ya sea unido al Padre) y la espiración pasiva (permite distinguir al Espí­ritu Santo). La neoescolástica decí­a: Hay cinco nociones, cuatro relaciones reales, tres personas, dos procesiones (engendrar y espirar) y un sólo Dios».

Propiedades personales: Dice santo Tomás en Summa Theol, I q. 30 a 2 ad 1: «Estas tres relaciones de paternidad, filiación y procesión (pasiva) se llaman propiedades personales, como si constituyeran a las personas».

2. LA SMA. TRINIDAD, CENTRO DEL MISTERIO CRIS’T’IANO. Después del Concilio Vaticano II, que en dos espléndidos números trazó la misión de la Iglesia como continuadora de la doble misión trinitaria, estamos en buenas condiciones para apreciar que la SS. Trinidad constituye el centro y el fundamento de todo el misterio cristiano. Dicho aún con más precisión: la Trinidad en sí­ misma -el eterno engendrar el Verbo por parte del Padre y la eterna emanación del Espí­ritu de Amor por parte del Padre y del Hijo- constituye el fundamento de toda la revelación cristiana realizada en la historia. La Trinidad manifestada (o «económica») constituye el centro y la clave del misterio de Dios revelado en la Encarnación y en la Pascua de Cristo, que culmina en la plenitud de Pentecostés, cuando el Espí­ritu es comunicado a toda carne.

Recentí­simamente, la Declaración final del Sí­nodo Especial para Europa de 1991, muestra la necesidad de articular la misma evangelización en su centro trinitario: «El núcleo de esta evangelización es: ‘Dios te ama. Cristo ha venido para ti’. Cuando la Iglesia predica a Dios, no habla de un Dios desconocido sino de un Dios que tanto nos ha amado que su Hijo ha tomado carne entre nosotros. Es un Dios que se comunica, que se une a nosotros, el verdadero ‘Emmanuel’ […] Para hacernos participar de la vida divina, Cristo Jesús se anonadó a sí­ mismo, tomando la forma de esclavo en la Encarnación y haciéndose obediente hasta la muerte en la Cruz. Esta vida divina es comunión de las tres personas. El Padre engendra desde toda la eternidad al Hijo consustancial y el amor mútuo de ambos es el Espí­ritu Santo. Por eso, el Dios de los cristianos no es un Dios solitario, sino un Dios que vive en la comunión del amor del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo. Esta caridad se reveló de manera eximia en el anodadamiento del Hijo».

De manera espontánea aparecen, unidas y centradas, la revelación de la Trinidad, la revelación de Dios que es Amor y por eso nos ama, y la revelación de ese Dios en el misterio de Encarnación y de Pascua, ya que Encarnación y Pascua son los anclajes visibles de la Trinidad manifestada, los mismos que manifiestan el amor más grande 120. Si la Trinidad es el centro, la clave y el fundamento de toda la fe cristiana, se podrá decir con igual razón que es el centro de la teologí­a.

3. LA SMA. TRINIDAD, CENTRO DE LA TEOLOGíA. Por extraño que parezca, no puede decirse que la Trinidad fuera el centro vital y efectivo de la teologí­a, al menos durante el perí­odo que media entre el fin de la gran Escolástica hasta el desbloqueo de la teologí­a trinitaria que llevaron a cabo los grandes teólogos del siglo XX: Congar, De Lubac, Rahner y Hans Urs von Balthasar.

En el volumen IV de los Escritos Teológicos, K. Rahner habí­a denunciado ya la situación de «espléndido aislamiento» en el que se encontraba el tratado de la Trinidad. Este aislamiento no era tan sólo efecto de la rí­gida división por tratados que en la teologí­a llevó a cabo la neoescolástica, sino a una especie de prejuicio o apriorismo según el cual, en teologí­a, mientras se salvara formalmente la distinción de las personas, todo iba a seguir igual tanto si hablábamos del Dios trinitario como si la única magnitud realmente válida en teologí­a fuera la unicidad de la sustancia divina. Y con esta magnitud se operaba incluso al hablar de la Encarnación del Verbo y de la Gracia del Espí­ritu Santo, acentuando cada vez más ese malentendido que mantení­a bloqueado y aislado de los demás tratados el de la Sma. Trinidad.

Fue el mismo Rahner, en su memorable artí­culo en Mysterium Salutis, quien de manera decisiva rompió el malentendido y abrió la ruta al nuevo pensamiento teológico con perspectiva trinitaria. Son ejemplos: la simbólica teologica de Bruno Forte, la reflexión trinitaria de Andrea Milano, la cristologí­a de Piero Coda, la sacramentologí­a de L. M. Chauvet y de A. Ganoczy, o el Diccionario Teológico de W. Beinert. Estos teólogos no tratan de repetir una y otra vez fórmulas trinitarias sino de mostrar, como lo hizo de manera egregia el Concilio Vaticano II, la relación estrechí­sima entre la misión del Hijo y del Espí­ritu y la misión de la Iglesia; la implicación de esa misma Iglesia en el misterio trinitario, ya que la Iglesia no es otra cosa sino la multitud reunida en el Padre, el Hijo y el Espí­ritu; y, finalmente, la relación estrechí­sima entre lo invisible de Dios y lo visible de la humanidad y, en concreto: entre la comunión trinitaria y los hombres que recibimos la comunicación de sus dones mediante la caridad y los sacramentos, es decir, «haciendo visible en la vida aquel misterio de comunión con Dios y entre los hombres que la Iglesia celebra en la Eucaristí­a. Así­ la teologí­a occidental mira hacia los Padres de Oriente, no para dejar de ser occidental, sino para ser más fecunda.

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Josep M. Rovira Belloso

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano