Desde tiempo antiguo, los hombres han venerado lo divino en la tormenta, en convergencia religiosa muy significativa, de manera que hallamos testimonios de su divinización tanto en la India como en Perú, en el viejo mundo griego como en Siria, Fenicia y Palestina. En todos esos y otros casos, el Dios supremo emerge poderoso sobre el orbe con su cetro de rayo. Pues bien, el Salmo 19 ofrece un testimonio muy significativo de Yahvé como Dios de la tormenta. Se trata de Yahvé, Dios israelita, que aparece con los mismos atributos de Baal, Dios cananeo de la lluvia y la cosecha, la fertilidad y el poderío sexual que los profetas rechazaban. Es posible que este salmo formara parte de una liturgia pagana que los israelitas de algún santuario yahvista antiguo (Betel o Dan…) aplicaron a su Dios, introduciendo a Yahvé en un texto que antes se hallaba dedicado a otro Dios, como Baal o Hadad. En su forma actual, este salmo, cuyos orígenes pueden situarse entre 1200 y el 600 a.C., pertenece al culto de Jerusalén. Estas son sus palabras centrales: «Hijos de Dios, aclamad a Yahvé, aclamad la gloria y fuerza de Yahvé. Aclamad la gloria del nombre de Yahvé, postraos ante Yahvé en el atrio sagrado. La voz de Yahvé sobre las aguas: el Dios de la gloria ha tronado, Yahvé sobre las aguas torrenciales. La voz de Yahvé es potente, la voz de Yahvé es magnífica. La voz de Yahvé descuaja los cedros, Yahvé descuaja los cedros de Líbano. La voz de Yahvé lanza llamas de fuego…; la voz de Yahvé sacude el desierto, Yahvé sacude el desierto de Cadés» (cf. Sal 29,1-7). En vez de Yahvé se podría poner el nombre de otros dioses (Indra, Zeus), pero el orante israelita sabe que su Dios es único y, por eso, lo presenta como Dios del cosmos, Dios sagrado que se expresa a través de la tormenta. Estos son los motivos de su canto: revelación de Dios en los fenómenos atmosféricos (trueno, rayo, lluvia) y gesto de liturgia de los hombres que, al unirse con su canto y emoción a esa tormenta, celebran el misterio de un mundo teofánico. Aquí no se puede hablar todavía de una creación estricta, aunque, de alguna forma, el salmo destaca la trascendencia del poder de Dios en su inmanencia cósmica a través de la tormenta. Podemos entender sus partes principales como letra y canto (mito) de una gran liturgia (rito) que se desarrolla a cielo abierto, sobre un mundo hecho tormenta sagrada. Un maestro de coro invita a cantar y los fieles cantan, acompasando sus voces a las voces de la gran tormenta, entendida así como oración. Las aguas de Dios se extienden y avanzan sobre las nubes. Vienen del Norte, de los montes donde crecen los cedros del Líbano; van al Sur, hacia el desierto de Cadés donde se extienden los incultos pedregales. Entre esos extremos, recorriendo el horizonte israelita (o cananeo), cabalga con su fuerza el Dios/Tormenta y lanza el rayo, descuajando así los cedros del Norte (Líbano) e incendiando el páramo del sur (Cadés). Aliento de Dios es el fuego; su espada victoriosa el rayo, su trono las nubes, su voz el trueno, su bendición el agua.
Cf. J. L. Cunchillos, Estadio del Salmo 29, Universidad Pontificia, Salamanca 1976; H. J. Kraus, Salmos I, Sígueme, Salamanca 1993, 526-538; L. A. Schokel y C. Carnlh, Salmos I, Verbo Divino, Estella 1992, 454-466.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra