TEOLOGOS

DicEc
 
Una voz general sobre los teólogos en la Iglesia tiene que dar por supuesto el profundo >pluralismo en el método teológico que caracteriza al perí­odo posconciliar en todas las Iglesias. Ha de reconocer también el hecho de que no existe una definición universalmente aceptada ni de la teologí­a ni del teólogo. Para los efectos, se entenderá por teólogo aquel que trata de explicar e interpretar la revelación tal como es recibida y vivida en la Iglesia. El teólogo tiene un papel conservador, consistente en explicar la fe de la Iglesia, y un papel creativo de mostración y desarrollo de las implicaciones de esta fe para la Iglesia y para la sociedad. Este doble papel aparece ampliamente compartido en el Antiguo Testamento. Era el sacerdote quien interpretaba la ley; el profeta, por su parte, llamaba la atención sobre los desafí­os concretos de la voluntad divina en el presente o en el futuro (Jer 18,18). Ambos tení­an que conocer, comprender experiencialmente las realidades divinas sobre las que habí­an de hablar (Jer 14,18; cf Os 4,6; Mal 2,7).

En el Nuevo Testamento aparecen varios grupos de personas asociados a la enseñanza y la interpretación de la voluntad divina. Los autores sagrados fueron más que teólogos, ya que su reflexión formaba parte de la revelación de Dios a su pueblo. Los >apóstoles, los >profetas y los >maestros estaban todos ellos comprometidos además en el ministerio de la palabra y de la enseñanza. En el perí­odo inmediatamente posterior al Nuevo Testamento estos oficios y carismas continuaron, pero con una insistencia cada vez mayor en el papel del obispo como maestro y garante de la ortodoxia.

En el siglo II encontramos personas que no eran obispos pero que desempeñaban un papel de enseñanza y reflexionaban sobre los misterios. Ejemplos de ello son >san Justino, que era laico, y >Orí­genes, que siendo laico, antes de ordenarse sacerdote, estuvo al frente de una escuela catequética. En la época patrí­stica, sin embargo, los que enseñan la fe y reflexionan sobre sus implicaciones son en su mayorí­a obispos; aunque san Atanasio (+ 373) estuvo presente en el concilio de >Nicea I como diácono, y san Efrén, el único >doctor de la Iglesia sirio, era diácono y estaba al frente de una escuela diocesana de teologí­a. San Jerónimo, otro de los doctores de la Iglesia, era sacerdote.

En la primera Edad media los que se dedicaban a hacer teologí­a eran todaví­a principalmente obispos, pero hacia el siglo XI empezó a ser cada vez mayor la aportación de los monasterios. La teologí­a se enseñó también en las escuelas catedralicias. A finales del siglo XII, las escuelas de Parí­s y poco después de Bolonia y deotros lugares empezaron a convertirse en comunidades de estudio, configurándose cada una como una universitas de estudiantes y un collegium de maestros. En 1222 Parí­s tení­a cuatro facultades: artes liberales, medicina, teologí­a y el Decretum (derecho canónico).

A mediados del siglo XII la institución de las grandes universidades habí­a adquirido la forma que mantendrí­a durante siglos. Un estudiante de teologí­a estudiaba primero las artes liberales y la filosofí­a. Luego, al cabo de unos años, se convertí­a en baccalarius biblicus, que podí­a «recorrer con soltura» (de ahí­ cursor biblicus) un texto de las Escrituras. Con el tiempo pasaba a ser un sententiarius, expositor de las Sentencias de Pedro Lombardo (t 1160), el manual de teologí­a que sirvió de modelo hasta la Reforma. Esta posición era la de un aprendiz de maestro. Uno llegaba a ser maestro a través de un proceso de «iniciación», consistente en un examen público a cargo de otros maestros que duraba dos dí­as. El maestro era por encima de todo un exegeta, magister in sacra pagina. Sólo un maestro podí­a «decidir» una cuestión o determinar el significado de un pasaje de la Escritura; este daba una respuesta definitiva, una determinatio, que en autores medievales como santo Tomás suele introducirse con las palabras respondeo dicendum. Cada universidad tení­a varias cátedras magisteriales de teologí­a: el clero secular tení­a varias, y las órdenes mendicantes una o dos cada una. Habí­a rivalidad entre ellas, a menudo por envidia de los maestros seculares.

Santo Tomás distingue un doble oficio magisterial (>Magisterio), el pastoral y el académico: el de las cathedrae pastoralis/pontificalis de los obispos y el de las cathedrae magisteriales de los maestros de teologí­a. El primero, basado en la caridad consiste en la potestad de enseñar y gobernar; el segundo, basado en el conocimiento, confiere la oportunidad de enseñar a los otros. No parece conveniente usar hoy este lenguaje, ya que podrí­a dar la impresión de que se establece un >magisterio paralelo o alternativo. Las universidades llevaban a cabo también una enseñanza de carácter más público. Las universidades, unas veces, afirmaban doctrinas, como la Universidad de Parí­s, que en 1497 se puso a favor de la inmaculada concepción; otras veces, condenaban errores, como la Universidad de Oxford, que condené a >Wycliffe y >Hus.

Las relaciones entre los obispos y los teólogos han sido a menudo tirantes, desde la Edad media hasta la época actual. Hubo épocas en las que la colaboración fue importante, come en el concilio de >Trento, en el que fueron los teólogos los que realizaron el trabajo preliminar, sometiéndole luego al juicio de los padres conciliares. Después de Trento y tras el establecimiento de los seminarios (>Sacerdocio ministerial), además de enseñar en las universidades, los teólogos se dedicaron a enseñar teologí­a a los que se preparaban para la ordenación. En el perí­odo que va de la Edad media al Vaticano II, casi todos los teólogos fueron sacerdotes u obispos.

El >Vaticano II fue un momento de fructí­fera colaboración entre los teólogos y los obispos. Durante los trabajos de preparación del concilio. los peritos en teologí­a fueron en gran medida conservadores y configurados en moldes romanos. La presión de los miembros del concilio hizo que muchos de los mejores teólogos que habí­a en la Iglesia tuvieran un papel en las labores conciliares, como periti y, en cuanto tales, miembros habituales de una o varias comisiones, o como teólogos personales de los obispos. El gran número de teólogos presentes entonces en Roma aseguró un verdadero pluralismo en los debates conciliares, contribuyendo de manera notable a la riqueza de los textos finales.

Si tomamos en cuenta la descripción operativa que hemos hecho del teólogo como el que explica e interpreta la revelación divina, puede argüirse que todo cristiano es un teólogo en virtud del sentido de la fe (LG 12; >Lumen gentium). Pero, en un sentido más estricto, nos encontramos con dos descripciones importantes del teólogo. En Oriente es una persona cualificada, en posesión de unos grados académicos (licenciatura o doctorado) y que se dedica profesionalmente y de lleno a la teologí­a, generalmente a través de la enseñanza o la escritura.

En Oriente, el acento se pone en otra cosa; la idea fundamental es la de alguien que hace experiencia personal de los misterios divinos. El teólogo se caracteriza, no tanto por la formación, cuanto por la contemplación, especialmente de la trinidad. Por eso, los tres teólogos paradigmáticos son Juan el Teólogo (el Evangelista), Gregorio de Nacianzo (t 389) y Simeón el Nuevo Teólogo (t 1022). Gregorio de Nacianzo pone como ejemplos de grandes teólogos a Moisés, Elí­as y Pablo. Y observa que para ser teólogo hay que cumplir los mandamientos, buscar la pureza de corazón, evitar los meros razonamientos y técnicas humanos y contemplar las cosas celestes. P. Evdokimov señala que la teologí­a es una labor que se realiza en el Espí­ritu, y cita a san Macario, que dice que el teólogo es un theodidaktos («enseñado por Dios»), y a san Simeón, que dice que es el Espí­ritu quien convierte a un erudito en teólogo.

En el perí­odo posconciliar el disenso se ha convertido en una cuestión importante. Se plantean, al parecer, dos problemas. A las autoridades eclesiásticas no les gusta que se publiquen ideas erróneas, en nuestros dí­as frecuentemente crí­ticas. Este primer problema, dada la realidad de los medios de comunicación modernos, es irreversible. Otra queja de las autoridades eclesiásticas se refiere a la enseñanza cuestionable practicada en las facultades de teologí­a, escuelas y seminarios. Especialmente a un nivel de pregraduación, las autoridades de la Iglesia tienen derecho a insistir en que la enseñanza sea ortodoxa. Para garantizarlo existen ciertos procedimientos jurí­dicos: puede exigirse a los profesores una profesión pública de fe (professio fidei, >Credos y profesiones de fe); ciertos tipos de libros pueden necesitar licencia eclesiástica (imprimatur, >Censura); se pueden hacer advertencias (monitum), generalmente por parte de la Congregación para la doctrina de la fe, acerca de la obra de un teólogo. La medida más importante es la «licencia» requerida a los profesores de seminarios y a los miembros de facultades eclesiásticas: «Quienes explican disciplinas teológicas en cualquier instituto de estudios superiores deben tener mandato de la autoridad eclesiástica competente» (CIC 812). Los institutos a que se refiere el canon no parecen ser los seminarios, que tienen su propia legislación: en cada caso es el obispo el que nombra y cesa a los profesores del seminario (CIC 253). Quienes enseñan en facultades eclesiásticas parecen necesitar todaví­a una misión canónica, como solí­a decirse en los documentos de la Santa Sede desde el siglo XIX hasta incluso en 1979, si bien se ha argumentado que la legislación sobre el mandato reemplaza esta necesidad. Conviene notar que, dado que la ley es restrictiva, «disciplinas teológicas» ha de entenderse en sentido estricto, es decir, restringido (cf CIC 18); incluirí­a la teologí­a sistemática o dogmática, así­ como la teologí­a histórica, moral y sacramental, la historia de la Iglesia, la liturgia, la Escritura y el derecho canónico, pero no el resto de las disciplinas.

Los canonistas han apuntado algunos problemas: la situación particular [de las Universidades en todo el mundo] hace que estas disposiciones sean difí­ciles de cumplir; la ley se presta fácilmente a abusos, a intentos de ahogar la libertad académica, y puede suscitar dificultades con respecto a las leyes civiles; no se garantiza suficientemente la posibilidad de recurrir. Como ocurre en cualquier legislación, no se puede legislar confiando simplemente en la aplicación sabia y prudente de las leyes. Lo que está en juego, no obstante, es algo esencial: las autoridades de la Iglesia tienen derecho a asegurarse de que la doctrina oficial se transmita lealmente. En el caso de facultades que, por la ley civil, están fuera del alcance del control de la Iglesia, o, como ocurre más frecuentemente, cuando los profesores tienen su puesto reconocido ante la ley civil, la Congregación romana puede declarar que una determinada persona ha dejado de ser considerado teólogo católico.

La >Comisión Teológica Internacional publicó en 1975 un documento titulado Tesis sobre la relación entre el magisterio eclesiástico y la teologí­a. Aunque ignorado y reemplazado en parte por posteriores documentos de la Santa Sede, muchas de sus ideas siguen siendo válidas. Es probablemente más rico que los documentos a los que hoy acudimos.

Aunque tal vez ocasionada por problemas de disenso, la instrucción de la >Congregación para la doctrina de la fe La vocación eclesial del teólo go tiene muchos aspectos positivos. Desarrolla las cualidades requeridas a los profesores de teologí­a con mayor amplitud que el Código de Derecho canónico (CIC 810; 252; 253-254) y llena un vací­o en las enseñanzas del Vaticano II, que menciona a los teólogos sólo de paso (LG 67; GS 44; PO 19; DV 23; UR 1 1; cf OT 14, 16; UR 10). Subraya que la teologí­a es una búsqueda común de la verdad (nn 1, 21) y que es una labor asistida por el Espí­ritu (nn 5, 6, 17). Los teólogos están en el corazón del pueblo (n 6), haciendo una aportación importante: «En tiempos de grandes cambios espirituales y culturales la teologí­a es muy importante. Sin embargo, está expuesta a riesgos, ya que ha de esforzarse por «permanecer» en la verdad (cf Jn 8,31) teniendo en cuenta al mismo tiempo los nuevos problemas con que se enfrenta el espí­ritu del hombre. En nuestro siglo, especialmente durante el perí­odo de preparación y aplicación del concilio Vaticano II, la teologí­a contribuyó mucho a profundizar en «la comprensión de las realidades y las palabras transmitidas» (DV 8). Pero experimentó también y sigue experimentando momentos de crisis y tensión» (n 1). La instrucción señala las múltiples facetas de la labor teológica: la búsqueda de la comprensión de la fe (n 6); la comunicación de la fe y la esperanza dentro de la Iglesia y en su vocación misionera (n 7); la interpretación de la revelación (n 10), y el uso de normas hermenéuticas para hacer una interpretación correcta de los textos del magisterio (n 34). El trabajo del teólogo es también diverso: sondear la palabra de Dios en la Escritura y en la tradición (n 6); exponer la fe (n 7); tener en cuenta «los requisitos epistemológicos de la disciplina, las exigencias de las rigurosas normas crí­ticas y la verificación racional de cada una de las fases de la investigación (n 9); trabajar interdisciplinarmente (n 10); consagrarse desinteresada y pacientemente al servicio del pueblo de Dios (n 11); gozar de una libertad de investigación real, pero limitada (n 12); estar dispuesto en determinadas circunstancias a plantear cuestiones acerca de las intervenciones magisteriales (n 24); estar animado por el amor a la Iglesia (n 31) e interpretar los textos del magisterio (n 34). En un texto importante se trata de la relación entre la teologí­a y el magisterio —cuestión que subyace en realidad a toda la instrucción—: «La teologí­a y el magisterio ciertamente son de naturaleza distinta y tienen misiones diversas y no pueden confundirse. No obstante, desempeñan ambos funciones vitales en la Iglesia, que han de penetrarse mutuamente y enriquecerse entre sí­ para el servicio del pueblo de Dios» (n 40).

Es tarea de la teologí­a articular esta relación lo mejor posible. Pero se imponen ciertas distinciones necesarias. El magisterio enseña con autoridad, de un modo que reclama la sumisión religiosa de la mente y de la voluntad (LG 25; >Magisterio, >Congregación para la doctrina de la fe). A menos que el teólogo esté exponiendo la revelación, sus afirmaciones no tienen ningún carácter vinculante, sino que han de juzgarse a la luz de los argumentos aducidos. El magisterio se preocupa sobre todo por el mantenimiento de la tradición —tiene una función conservadora en el sentido más propio de la palabra—. Es al teólogo al que le corresponde ser creativo. El teólogo se dedica a investigar y reflexionar sobre la revelación a la vista de los problemas contemporáneos, ejerciendo un papel crí­tico dentro de la Iglesia. El juicio último acerca de la validez de su obra corresponde al magisterio «último» porque está también el juicio de sus colegas teólogos y, más en general, de la Iglesia a través del >sensus fidei. Los teólogos actúan por medio del carisma y del dominio de su disciplina, y pueden ser, aunque no siempre, profetas. El magisterio es por lo general institucional (>Carisma).

Las reacciones ante la instrucción han sido diversas. Aunque se han recibido bien por lo general sus afirmaciones positivas, se ha criticado la estrechez con que trata el tema del >disenso. Parece, en concreto, que subraya el papel interpretativo y conservador del teólogo, sin prestar suficiente atención al papel creativo de la teologí­a. Podrí­a haber ofrecido además orientación más positiva a los que están implicados en la enseñanza magisterial». El documento parece transmitir, por otro lado, la impresión de que, cuando hay problemas, lo más probable es que sea el teólogo el que está equivocado. Probablemente la situación óptima es una sana tensión entre el magisterio y los teólogos. Si esta tensión desaparece, es probable que los teólogos o el magisterio, o ambos a la vez, estén fallando en su función».

 

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología