TEMPESTAD CALMADA

DJN
 
Las narraciones de tempestades calmadas son relatos de salvación. Se cuentan también de Dios, del Salvador, cuando se trata de liberaciones en el terreno de la tribulación espiritual. La tempestad aparece también en las plegarias: «Aplacas el furor de los mares, el furor de sus olas, el tumulto de los pueblos» (Sal 65,8).

El milagro de esta historieta, especie de cuento y de leyenda, es lo que nos lleva a esta conclusión. La unidad literaria se ve forzada a recurrir a una serie de detalles poco verosí­miles para que la perí­copa adquiera el aspecto de lo milagroso: sueño de Jesús en medio de circunstancias poco propicias para el mismo; la forma cómo los discí­pulos le despertaron: ¡Señor!, sálvanos, que perecemos, tiene mayor sabor a exclamación litúrgica o a confesión de fe que a detalle histórico; la recriminación de Jesús a sus discí­pulos «hombres de poca fe, ¿por qué teméis?», que sigue en la lí­nea de la observación anterior; la orden dada por Jesús a los vientos y al mar sigue situándonos en el terreno de la fe; la pregunta de los discí­pulos sobre ¿quién es éste?, al que acaban de llamar «Señor»…

El milagro debe ser entendido como predicación, como anuncio del evangelio. De ahí­ que lo esencial en su narración no sea la reproducción mecánicamente exacta de lo ocurrido. Basta recoger el hecho en sus rasgos esenciales y descubrir su dimensión reveladora. Que Jesús haya calmado la tempestad en el mar no es lo verdaderamente importante para el evangelista. Su intención, detrás del hecho, consiste en presentar a Jesús, a los discí­pulos, a la Iglesia. Dice el texto que «sus discí­pulos le siguieron». Esta frase, que no se encuentra en Marcos, tiene una gran importancia en la narración de Mateo: presenta el rasgo esencial que define al discipulado de Jesús: seguirlo. El texto se refiere a aquellos discí­pulos, a todos los discí­pulos, a la Iglesia. De hecho, el verbo «seguir» en los evangelios es utilizado únicamente cuando el objeto del mismo es Jesús.

Lo propio del discí­pulo es la fe, la confianza, la valentí­a de fiarse del poder de Dios que está por encima de la bravura del mar. De este modo, este milagro afirma que Dios está presente, particularmente en y a través de Jesús, con todo su poder de victoria sobre la muerte y los peligros mortales. Es la convicción profunda que deben tener los discí­pulos de Jesús y la Iglesia como tal.

Felipe F. Ramos

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> mar, miedo). La Biblia conoce y describe las tempestades marinas (cf. Sal 117,23-30). Entre los relatos de tempestad destacan dos paradigmáticos: la tempestad de Jonás*, que quiere huir de Dios a Tarsis, pero queda atrapado en el vientre de la ballena que le arroja de nuevo a la orilla (Jon 1,4-11), y la de Pablo, cuando le llevan cautivo hacia Roma y el barco encalla en la costa de Malta (Hch 27). Sin embargo, las tempestades más famosas son las del lago de Galilea, que Jesús cruza una y otra vez en la barca de sus discí­pulos (cf. Mc 4,35-41; 6,45.52 par; Jn 6,1522). Citemos una de ellas. Jesús y sus discí­pulos quieren cruzar simplemente al otro lado, al lugar donde se encuentra el poseso geraseno (Mc 5,1-20), que es un sí­mbolo de los gentiles que están necesitados de la curación. «Y se alzó una gran tormenta de viento, y las olas chocaban contra la barca, de tal forma que la barca se llenaba; y él estaba dormido en la proa, sobre el cabezal. Y le despertaron y dijeron: Maestro, ¿no te importa que perezcamos? Y levantándose increpó al viento y dijo al mar ¡calla! Y calló el mar y cesó el viento y se hizo una gran calma. Y él les dijo: ¿Por qué estáis miedosos? ¿Todaví­a no tenéis fe? Ellos temieron con gran temor y se decí­an el uno al otro: Pero ¿quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mc 4,37-41). Esta tormenta se sitúa en el contexto de una travesí­a misionera, en medio de la noche. Jesús duerme, el mar se encrespa. Todo nos permite suponer que en el fondo hay un recuerdo de pascua. Esta noche de tormenta evoca la oscuridad y riesgo de la muerte de Jesús, la noche de su ausencia. Los discí­pulos tienen que cruzar al otro lado, para ofrecer allí­ su mensaje. Jesús duerme (¡está muerto!) y sus discí­pulos miedosos le despiertan, pidiéndole ayuda (Mc 4,38). La palabra despertar (en griego egeirein) es la misma que se emplea muchas veces para hablar de la resurrección. La visión pascual va unida, según eso, al paso por el mar: al gesto y compromiso de los discí­pulos que se esfuerzan por atravesar el agua adversa, llevando al Cristo salvador al otro lado, al ancho mundo donde esperan los gentiles. Jesús mismo les ha ordenado que vayan, pero luego parece que les deja abandonados: se desentiende, duerme. Esta es la paradoja de la vida de la Iglesia. Pues bien, Jesús duerme (= ha muerto), pero sigue vivo, más vivo y poderoso que antes, en el cabezal de la barca, presidiendo y guiando su movimiento en medio de la tormenta de la noche. Ha muerto, pero se le puede despertar: los mismos gritos de miedo de los discí­pulos aterrados le hacen ponerse en pie en la noche. Este Jesús pascual es Señor victorioso: ¡Hasta el viento y el mar le obedecen! Los milagros de Jesús han cambiado de nivel: no son ya curaciones de enfermos (tema fundamental del evangelio de Me), sino que implican una especie de transformación cósmica. Jesús aparece como dueño de un poder que desborda todos los poderes de este mundo, poniéndose al servicio de la misión de la Iglesia, es decir, de la travesí­a de la barca hacia la otra orilla. En este mismo contexto se entiende la experiencia final de terror de los discí­pulos. Jesús les echa en cara su falta de fe (como hará la continuación del mismo Me, en clave pascual, en 16,14). Ellos responden en gesto de miedo muy grande (Mc 4,41), que nos recuerda la experiencia final de las mujeres en Mc 16,8. En ambos casos, el anuncio o la visión de pascua se interpreta como vivencia fuerte de ruptura, de nueva creación, de camino que lleva hacia lo desconocido. Jesús resucitado desborda los niveles de esperanza y experiencia normal de los creyentes, capacitándoles, sin embargo, para realizar una travesí­a creadora y misionera, en la barca de la Iglesia.

Cf. X. Pikaza, Pan, casa y palabra. La iglesia en Marcos, Sí­gueme, Salamanca 1997.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra