SOLEDAD

v. Desierto
Psa 107:4 por el desierto, por la s sin camino
Isa 42:15 convertiré en s montes y collados, haré
Isa 64:10 Sion es un desierto, Jerusalén una s
Jer 22:6 sin embargo, te convertiré en s, y como


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Carencia de compañí­a o de relación natural con otras personas. En la medida en que tal situación es una imposición constituye una lesión a la naturaleza humana, que es social por sí­ misma. Pero con frecuencia, en la piedad tradicional de la Iglesia, se buscó la soledad o aislamiento como ascesis, como penitencia o como condición para mayor y más plena dedicación a la oración y a la contemplación de las cosas divinas.

Evidentemente la opción de la soledad, por sí­ misma no puede ser considerada como valor cristiano, al no ser conforme a la naturaleza. Quien la elige por desprecio a lo hombres (misantropí­a), por timidez o por despecho no realiza ningún acto piadoso. Quien hace de la soledad una plataforma de servicio a Dios y a los hermanos descubre su verdadera dimensión al servicio del Evangelio.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. ancianos, contemplación, dolor, silencio)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Entiendo por soledad la situación de todos aquellos que están privados de la ayuda y la compañí­a que de algún modo necesitan, y que debido a eso se encuentran en un estado de postración, de sufrimiento, a veces de desesperación. Está la soledad de los ancianos, que viven solos en su casa (¡cuántos hay en nuestra ciudad!), o que están solos, uno al lado del otro, en los asilos: unos ancianos que casi siempre están enfermos, o tienen achaques que no les permiten cuidar convenientemente de sí­ mismos. Está la soledad de muchos enfermos que no se sienten adecuadamente asistidos por las estructuras públicas, que tienen que guardar colas agotadoras para recibir los cuidados que les corresponden, que no sienten a su alrededor —incluso cuando reciben los indispensables cuidados fí­sicos— ese cariño y esa dulzura que tanto necesitarí­an en su sufrimiento. Está la soledad de los minusválidos, sobre todo de los disminuidos psí­quicos, de los enfermos mentales y de sus familias. También está la soledad de los presos, de los que están en espera de juicio, expuestos cada dí­a a unas tensiones agotadoras; la soledad y las penalidades de quienes, por diversos motivos, trabajan en la cárcel. Y la soledad de los extranjeros anónimos que viven, por decenas de miles, al margen de la legalidad, sin protección ni trabajo fijo. Y, finalmente, están esas soledades que se crean en el seno mismo de las familias y de las comunidades, debido a la incomprensión y a la falta de diálogo. ¡Hay tantas lágrimas amargas que nadie conoce!

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

El concepto de soledad es polivalente. A partir del significado fundamental de separación del hombre del mundo que lo rodea, el término puede tener diversas connotaciones, según el origen y la comprensión por parte del sujeto. Así­ por ejemplo, se puede hablar de una soledad impuesta y de una soledad libremente elegida.

La soledad impuesta. Tiene siempre una tonalidad negativa- En la base hay constricciones de carácter fí­sico, polí­tico o psico-sociológico. En este nivel es como la soledad resulta particularmente ambigua y antitética. La sociedad moderna, que, a nivel empí­rico, parece ofrecer un mundo hecho para la intercomunicación, engendra de forma contradictoria una profunda sensación de soledad. Las nuevas técnicas, unidas al progreso de la informática, que rigen la vida de la sociedad, introducen mecanismos que tienen como punto de mira, no a la persona, sino la eficiencia y el beneficio, lo cual lleva a la selección o al desecho (elección genética, eutanasia, exclusión de la participación efectiva en la producción o en la polí­tica, etc.). En un mundo cada vez más robotizado, el individuo tiene lógicamente la sensación de ser, incluso en medio de la multitud, una persona sin rostro y sin capacidad de dejar oí­r su voz. Siente en su profundidad la soledad de ser hombre.

La soledad libremente escogida. Es una soledad de tipo fundamentalmente positivo, que busca en la interioridad el espacio y la oportunidad para el desarrollo de las propias virtualidades a nivel teórico, estético, pragmático y religioso. Pero también aquí­ está latente la ambigüedad entre autosuficiencia y autotrascendencia.

a) Autosuficiencia. Aparece cuando el movimiento hacia la interioridad, incluso el que se hace por fines terapéuticos, se lleva a cabo en clave autárquica (descubrir y perfeccionar las propias posibilidades, a la luz del principio clásico de la » autosuficiencia del sabio»).

b) Autotrascendencia. La soledad se entiende en este caso como nostalgia de alteridad y de comunión. En efecto, desde lo más profundo de la propia interioridad la inteligencia humana descubre que su ser de persona es constitutivamente experiencia » tensiva» de Dios (X. Zubiri). Pero ni siquiera en este nivel se supera la ambigUedad y la consiguiente zona dolorosa de la soledad. La compañí­a del «totalmente Otro» se desarrolla ciertamente en el silencio, en la obscuridad de la fe, en el contraste entre las metas particulares, intrahistóricas, y la meta definitiva que es, por naturaleza, metahistórica.

El reto de la soledad. Se trata ante todo de un reto de orden metafí­sico, como señal del rechazo de las diversas formas de disolución de la persona en el anonimato del grupo (como en el socialismo) o de los mecanismos técnico-económicos; pero tiene también una dimensión teologal, como testimonio de la irreductibilidad de lo metahistórico a lo histórico, de lo trascendente a lo inmanente. Bajo el impulso de esta experiencia, los grandes hombres de la historia han » descubierto» la verdadera fuente de la comunión interpersonal con Dios.

Esto no representa una fuga de carácter solipsista. La experiencia del Dios del desierto, por parte del pueblo de Israel y de sus profetas, y la experiencia del Dios de Jesús por parte de los cristianos, implica el rechazo radical de todo tipo de soledad impuesta por parte de los hombres. El Nuevo Testamento ofrece numerosas imágenes de la vocación del hombre a la comunión con Cristo y con los hombres, como la de la vid y los sarmientos (Jn 15,1s), la del cuerpo compuesto de muchos miembros (Rom 12,5), la del tempo de Dios del que todos somos piedras vivas (1 Pe 2,4). El cristiano es, por definición, aquel que ha vencido la soledad de la muerte mediante la inserción en la alteridad «plenificante» de Cristo resucitado (Rom 6,3ss). Toda la oikonomí­a del Reino va regida por la corresponsabilidad activa en la comunión (koinoní­a) del espí­ritu (Flp 2,1).

Por eso, el parámetro utilizado en el juicio escatológico no será el de la perfección consumida de manera solipsista, sino el amor efectivo especialmente para con los que son ví­ctimas de la soledad amarga y dolorosa de la sociedad (Mt 25).
L. ílvarez

Bibl.: R, Latourelle, Soledad, en DTF, 13891395: íd., El hornbre y sus problemas a la luz de Cristo, Sí­gueme, Salamanca 1984, 268287. M. Buber, yo y tú, Caparrós, Madrid 1993; Y Serrano, Espiritualidad del desierto, Studium, Madrid 1968: H. Cámara, El desierto es fértil Sí­gueme, Salamanca 1972: E. Lévinas, El tiempo y el otro, Paidós Ibérica, Barcelona 1993.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Una encuesta hecha en un gran paí­s de Europa revela que, para el 65 por 100 de las personas encuestadas, la soledad es la prueba más dura de soportar. En una encuesta paralela, hecha esta vez en ambientes eclesiásticos, los estudiantes han declarado que temen nueve veces más la soledad. que la muerte.

Paradoja del siglo xx, que no habla más que de comunicación, de diálogo, de compartir, pero .que experimenta más que nunca el sentimiento de la soledad. El hombre vive en grupo, trabaja en grupo, piensa en grupo, y por otra parte se siente incomprendido, abandonado, aplastado, rechazado. Se vive la soledad como la más obsesiva de las pobrezas. Trastorna el corazón y el espí­ritu, como si el organismo no tuviera ya anticuerpos para luchar contra el vací­o que lo devora. El hombre se siente expulsado de sí­ mismo, sin que nadie pueda o quiera unirse a él.

La soledad parece ser uno de los rasgos del sin-sentido de nuestra sociedad. Pero si hablamos aquí­ de ella es ante todo porque es inseparable de la condición humana. En este sentido pertenece al misterio del hombre, de su condición de criatura «finita» ante Dios. A su manera, plantea la cuestión del l sentido: un sentido parcialmente accesible a los recursos humanos, pero que nunca se encuentra sin una iluminación de arriba, la de Cristo.

Mas cuando hablamos de soledad, utilizamos un término ambiguo. En efecto, hay muchas clases de soledad: la soledad dolorosa y sufrida, impuesta por los acontecimientos; la soledad mala y agresiva, es decir, el mutismo y el aislamiento; finalmente, la soledad fecunda, aceptada, abierta y acogedora (p.ej., la de los santos, la del mismo Cristo). La verdad es que la única distinción válida tiene lugar entre la soledad mala o aislamiento y la soledad fecunda, la única auténtica. El problema está en pasar del aislamiento a la soledad-recogimiento, de la vida fallida a la vida lograda.

1. FORMAS DE LA SOLEDAD. La primera forma de soledad nos la impone el estilo de vida moderno, sobre todo en las grandes ciudades. En las pequeñas aldeas todos se conocen demasiado. En la gran ciudad, que reúne a tanta gente y que deberí­a desarrollar el sentido de comunidad, se vive como células aisladas o en paralelo, en un perfecto anonimato.,Se roza uno con los demás como se roza con las paredes. En lugar del calor humano, la frialdad de los icebergs. Se puede uno codear con el vecino durante años, sin identificarlo y sin identificarse ante él. Puede morir sin que lo sepamos sin que nos preocupemos de ello. El vecino es raras veces el prójimo. La vida de las grandes empresas, con su maraña de oficinas y de máquinas, no favorece en nada esta situación. A .fuerza de vivir con las máquinas, se corre el peligro de ocuparse maquinalmente de todo y de todos. Se atrofia la aptitud para el encuentro humano. Las salas de televisión, con sus sillones confortables, pero aislados, son el sí­mbolo de una indiferencia que acaba engendrando el abandono, y luego el aislamiento agresivo.

Otra forma de soledad sufrida es la que nace de la falta de comprensión por parte de los que están cerca de nosotros: los parientes, los amigos, los compañeros de trabajo. Soledad tanto más penosa cuanto que proviene de aquellos con los que normalmente deberí­amos poder contar más. Este tipo de soledad se encuentra en las familias en las que los esposos viven amurallados uno frente al otro: «soledad en compañí­a» de las parejas deshechas, en guerra abierta o larvada, antes de «desengancharse» para emprender aventuras ocasionales y desgracias «en cadena»; soledad también del joven «monoparental», que no sabe ya a quién pertenece, presa indicada de todas las tentaciones. Este fenómeno de incomprensión y de soledad consiguiente se encuentra, no menos virulento, entre las diversas clases de la sociedad (obreros y patronos, sindicatos y gobernantes) y entre diversas generaciones: drama de la incomprensión entre hijos y padres (padres egoí­stas o hijos desnaturalizados que desertan del hogar y se unen a grupos clandestinos: parados, inadaptados, drogados).

La tercera forma de soledad sufrida, involuntaria, pero la más penosa y desgarradora, es la que toma los nombres de abandono, de rechazo. Quienes la han conocido ni siquiera quieren acordarse de ella, pues es la experiencia de una desintegración de todo el ser. Experiencia de jóvenes sacerdotes, ardientes y llenos de celo, pero abandonados a sus propias fuerzas, en/ambientes descristianizados, helados y congelantes, sin posibilidad de «llenarse» de nuevo espiritual e intelectualmente. Es la suerte de las personas desplazadas o de los «refugiados». A1 principio se les acoge bien, pero dura poco la luna de miel en el paí­s de adopción. En el tren, en el metro, en el autobús, su acento, sus rasgos o su color delatan pronto al «extranjero». Son raros los hogares y más raros aún los corazones que les acogen con el calor de una amistad fiel.

Pasemos a las personas de la tercera o de la cuarta edad, condición ahora ordinaria en nuestros paí­ses occidentales, en los que ha crecido notablemente la longevidad. La persona anciana se siente muchas veces como un muerto anticipado: pasa la mayor parte de su tiempo en la cama, o frente a la televisión, o sentado a la ventana, contemplando un mundo que ya no le mira, ya que no tiene nada que ofrecer a la sociedad. Apenas se acuerdan de ellos en el perí­odo electoral. En algunos paí­ses la entrada en el asilo es como la antecámara de la muerte, en la que se arroja lo irrecuperable. No es extraño que este abandono engendre la amargura y hasta el aislamiento agresivo.

Los más golpeados por la soledad-abandono son los enfermos graves, los enfermos «crónicos». Se sienten disminuidos fí­sica y socialmente, apartados espacialmente de los demás. No pertenecen ya al mundo de los vivos. Seres en decadencia, molestos, insignificantes, inspiran muchas veces desprecio o repugnancia biológica, como la que se siente ante la podredumbre de la tumba. Se espera su muerte para hacerse con su herencia. El enfermo puede salir de esta crisis purificado y engrandecido, pero puede también hundirse en la «mala soledad», que le aparta de sí­ mismo y de los demás.

Está, finalmente, el abandono-desamparo-rechazo de todos los desvalidos ante la fuerza brutal de los regí­menes de opresión, polí­ticos, militares o económicos. Toda injusticia en el mundo deja «sola» a la ví­ctima, frente a la tentación del suicidio. Es la condición de los pueblos que, desde hace siglos, viven en una soledad «colectiva»: dominados, oprimidos, sometidos, aplastados, sin esperanzas de salir de esta situación, como el náufrago que, después de cada intento por flotar, se siente cogido por la nuca y sumergido de nuevo implacablemente.

Señalemos que la experiencia de la soledad sufrida es una prueba, pero no necesariamente un fracaso de la existencia. A1 contrario, si se la vive en unión con aquel que es a la vez soledad y plenitud, con Cristo, puede convertirse, como la soledad de los contemplativos y la de los que sufren, en la energí­a espiritual más poderosa del mundo. Si no, puede hundirse en el aislamiento, en la soledad mala.

2. LA SOLEDAD MALA O EL AISLAMIENTO. El aislamiento es una soledad que, en vez de madurar, se ha agriado. Se encuentra en las personas que han conocido demasiado pronto el fracaso en su vida, pero sin aceptarlo ni superarlo jamás. El aislado se vuelve amargo, agresivo, arisco frente a todo y a todos. El incomprendido, el mal-amado, se hace malamante; un ser despreciado, que responde con el desprecio. Va arrastrando su vida y lo mira todo con los ojos recelosos. Esta tentación acecha a todo el que envejece y ve cómo van disminuyendo, hasta desaparecer, sus oportunidades de éxito. «Â¡Ya he dado todo lo que tení­a que dar! ¡Ahora que se apañen los otros!» Una vida que podí­a fructificar, se vuelve estéril.

Los ambientes cristianos no están exentos de estas tensiones, no menos feroces que las de las colonias animales. Si uno no pertenece a tal colectividad, a tal ideologí­a, a tal tendencia, se ve excluido de todo, no sólo del poder, de los favores, sino hasta del oxí­geno necesario para respirar. Esos ambientes, en vez de ensancharse en caridad, se convierten en infiernos, en los que cada uno se atrinchera, se~protege, se. defiende… y ataca. Si trata con los demás, es para chocar con ellos o aplastarlos. El miedo está omnipresente, como una guillotina siempre pronta a cortar cabezas. Realmente el hombre aislado es repulsivo: necesita ser salvado.
3. SOLUCIONES A LA SOLEDAD. No hay más que una salida verdadera a la soledad: por arriba, mediante una superación. Pero esta soledad fecunda es una conquista. Exige que uno se recoja para encontrarse, como Cristo cuando se alejaba para orar, para reencontrarse como Hijo en la intimidad del Padre. Sin el recogimiento, el retiro se convierte en sequí­a, en desierto intolerable. .Si uno deja el torbellino, el jaleo, es para encontrarse con el agua tranquila. Vuelve a sí­ mismo para volver a los demás; pero más rico, con algo que ofrecer.

Otro elemento de la soledad verdadera es la apertura a los demás. El recogimiento y la apertura constituyen una sola operación. La soledad, al llevar al hombre hacia el centro, lo revela a sí­ mismo, en su libertad, en el misterio de su insustituible unicidad; en su finitud también, con su necesidad de conocer, de amar y de obrar para realizarse. Si no, se atrofia y muere. La soledad enseña también a ver a los demás con una misma mirada; no como una sombra indiferente o como un objeto que poseer, que explotar, sino como un misterio de libertad y de unicidad que sólo se descubre por el camino de la confianza, del testimonio.libre. El exclusivismo y el totalitarismo son enemigos de la verdadera soledad. Sólo la soledad verdadera conduce a la amistad y al amor auténticos. La soledad se parece entonces a la soledad divina, que es a la vez plenitud infinita y desapropiación infinita. La verdadera soledad conduce, finalmente, a la renovación de sí­ mismo. El que se sumerge en su propio corazón y se abre a los demás, se crea un ser nuevo. La verdadera soledad es fuente de progreso, de creatividad, de integración. La dialéctica de la vida es la de la soledad y la comunión: un ritmo a dos tiempos. Intelectual y espiritualmente, no hay fecundidad sin soledad.

4. SOLEDAD RADICAL INEVITABLE. Dicho esto sobre la soledad auténtica y fecunda, no se ha dicho todo. En efecto, hasta en las condiciones más favorables, hasta en los ambientes más protegidos, se sigue dando en el fondo de nuestro ser una soledad radical, inevitable: la que se debe al hecho de nuestro misterio personal. Percibir lo que somos es tomar conciencia de que somos todos y cada uno «celdas secretas», retiros misteriosos. En algunos momentos esta toma de conciencia se siente como un estado de miseria. Pero puede ser beneficiosa y convertirse en llamada a aquel que se encuentra en donde nadie puede penetrar, más interior a nosotros mismos que nuestro mismo yo; y también una llamada a otras soledades semejantes a la nuestra, las de los que nos rodean, los que nos necesitan y con los que sentimos la necesidad de comunicarnos en un circuito ininterrumpido de simpatí­a y de amor.

Esta soledad radical se debe al misterio de nuestra unicidad (cada uno somos una muestra única, inimitable), que nos empareja con el misterio de la unicidad de Dios. El que no ha sentido nunca esta soledad, no ha penetrado bien en las profundidades del corazón humano. Esta soledad se debe también al hecho de nuestra indigencia. Hechos para Dios, sólo él puede llenarnos. En efecto, aunque no lo sepa, el hombre lleva en sí­ mismo una nostalgia invencible de Dios, una sed de infinito que sólo podrá saciarse en él. Todos los apoyos humanos son frágiles: nos fallarán o nos defraudarán. Algún dí­a, por lo menos el último dí­a, nos encontraremos solos, sin pantalla alguna, ante Dios. Esa es la soledad fundamental, inevitable. Cuanto antes tomemos conciencia de ello, antes se verá colmada nuestra soledad, ya que entonces la plenitud nos cubrirá con su amor y vendrá a colmar nuestra indigencia.

Este encuentro de nuestra soledad con. la plenitud no puede realizarse en medio del ruido, de la agitación, sino en el recogimiento y en el !silencio, que dejan al alma escuchar, abrir la puerta a la gran presencia. Cuando uno se recoge así­, se amplí­a y se deja oí­rla voz de Dios, que es brisa ligera. La soledad se ve poblada.entonces por la presencia del otro, que es luz, calor, nuevo amor, fuerza nueva, gozo nuevo, armoní­a entre Dios y nosotros. Cuando le decí­a a un canceroso en fase terminal: «Te sentirás muy solo en algunos momentos», me respondió con una sonrisa iluminada interiormente: «Â¡No! Cuando estoy solo, siempre estamos dos». No puede decirse mejor. En efecto, la muerte es el encuentro de nuestra -soledad radical, congénita, con el tú divino, que manifiesta finalmente su rostro. La muerte es la soledad que ha llegado a su punto de madurez: la soledad colmada por la plenitud.

5. CRISTO Y NUESTRAS SOLEDADES. En nuestra vida hay momentos de soledad que se deben al cansancio, a una depresión fí­sica pasajera. Recurrimos entonces al médico, a los expertos. Un amigo puede también ayudarnos a superar los malos tragos. Pero aunque nuestra actividad fí­sica sea normal, ‘nunca llegamos a eliminar esas formas de soledad humana que jalonan inevitablemente toda existencia. Hay momentos en que nada puederi los apoyos humanos. Entonces es cuando hay que mirarle a él. Porque Cristo no habló de la soledad como habló, por ejemplo, del amor al prójimo. .El dijo: «No os dejaré huérfanos» (Jn 14,18): pero es muy poco. Más que nunca hemos de recordar que la revelación se llevó a cabo no menos por el ejemplo y la actitud de Cristo que por sus palabras formales. De hecho, la respuesta de Cristo al problema de nuestra soledad no es un discurso, sino una actitud.

Si Cristo no hubiera conocido nuestras soledades, nuestras incomprensiones, nuestros abandonos, nuestros rechazos, podrí­amos murmurar y argumentar contra él, como lo hizo Job. Pero, en el camino de la soledad, Cristo nos precedió hasta el abismo, conociendo literalmente todas las formas de la soledad.

Conoció la traición en la amistad. «Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron» (Jn, 1,11).Amó a su pueblo consolándolo en sus miserias con cariño de madre, iluminándolo y exhortándolo. Amó sobre todo a los doce, haciéndolos compañeros de camino y de mesa. Hasta el final los llamó «amigos». Pero se encontró solo: todos lo dejaron, hasta los más fieles; se convirtió en un «separado», en un «aislado». Pedro lo niega, Judas lo entrega. Los hombres lo abandonan, pero él no’los abandona. Rechazado de todos, él no rechaza a nadie. _
En el momento de su pasión, detenido como criminal, Jesús cae en poder de sus enemigos. El drama de la soledad de Jesús es también el drama del amor despreciado, ridiculizado, condenado, crucificado. Cristo está solo, indefenso, frente a la oposición corijugáda de sus adversarios.’ Los débiles, los envidiosos, los que odian: todos están presentes, unidos contra él. El pecado está allí­, crudo, frí­o, cruel, brutal, contra el inocente. Una voz unánime: «Â¡Que muera! ¡Crucifí­calo! ¡Halo desaparecer!». Lo entregan: se lo van pasando de mano en mano, como un objeto de compra-venta, hasta el verdugo, hasta la cruz. Cristo vivió todo lo que el odio, la crueldad, el miedo, la envidia, la debilidad pueden hacer de nosotros. Experimentó el empeño del hombre en mentir, en hacer sufrir, en degradar, en envilecer, en aplastar a todos los que no piensan como él. Jesús experimentó el sentimiento que todos podemos conocer en las momentos más negros de nuestra existencia: ¡no tení­a nada realmente que esperar de nadie! Pero siguió siendo fiel a esa humanidad capaz de todo. Ni una palabra de reproche, derechazo, de condenación. Jesús nos toma en donde estamos, prisioneros de nuestras negativas obstinadas, de nuestro infierno. Todo el pecado del mundo no logró separarlo del mundo, de nosotros, ni del Padre.

En efecto, Cristo conoció en Getsemaní­ un abismo de soledad que sigue siendo un misterio. Los evangelios nos hacen vislumbrar, sin embargo, algo de esa soledad desgarradora. Marcos habla de espanto y de angustia. Jesús se siente hundido. Si habí­a venido a reunir, llega al resultado contrario: la división. El «unificador»se hahecho fuente de división. Si habí­a venido a predicar el reino, choca con el rechazo del reino por parte de Israel. Es el eco, la soledad de la soledad. El silencio de Dios responde al silencio de los hombres. Pero Jesús sigue proclamando la presencia de aquel que parece estar ausente: «Abbá! ¡Padre!», fiel al misterio de su ser de Hijo. Cargado con los pecados del mundo, hecho leproso, Cristo vive la soledad espantosa, la ausencia desgarradora que crea el pecado entre el hombre y Dios. Si alguien mereció tener éxito, fue Cristo. Pero conoció el fracaso, el odio, la repulsa. En el horror de esta soledad, en estas tinieblas más opacas que la noche, dice, sin embargo, sí­ a la voluntad del Padre: «Tu voluntad, no la mí­a». En ese sí­, Cristo sigue estando vuelto hacia su Padre, como una mano que se agarra a otra mano que salva, pero sin dejar ver el rostro del que salva. La soledad de Cristo, por muy atroz y desmesurada que pudiera ser como experiencia humana, no pudo alejarlo del Padre. El abismo de la soledad coincide con el abandono total al Padre:-Ese es su discurso sobre la soledad: su actitud, su comportamiento.
6. LA SOLEDAD CREADORA EN EL ESPíRITU. La soledad radical, congénita, que llevamos en nuestro ser de criaturas no nos abandonará jamás, hasta que sea colmada por aquel que es plenitud. Pero hay una forma de soledad que nos acecha cada dí­a para destruirnos: la soledad del abandono, de la incomprensión, del olvido, del fracaso inmerecido. Ninguna existencia puede escapar a esta soledad emparentada con la de Cristo. Puede llegar a ser atroz, como un martirio del corazón. Puede encontrarnos y nosotros podemos encontrarla a nuestro alrededor, vivida por los otros, a veces sin sospecharlo siquiera. Entonces todo es negro, tan frí­o, tan duro y tan abrupto tomo la pared de un acantilado. No se ve nada sino ¡la noche! Entonces la soledad puede hacerse mala y volverse contra nosotros, contra los demás y contra Dios. Pero es también el momento en que la soledad, asumida en la fe y en el amor, puede hacerse oportunidad de superación, de salto hacia arriba. Hemos de creer que Jesús, fiel al Padre hasta en el abismo del abandono y del silencio de Dios, nos ha merecido la fuerza de decir con él, después de él, en el horror de la noche: «Sí­, Padre; yo no veo ni comprendo (porque humanamente no hay nada que comprender); pero yo te escojo, escojo tu voluntad; la acepto, la abrazo, para que me conduzca a donde tú quieras. Soy tu hijo, tu hijo para siempre». Adhesión crucificante pero que, hace posible la gracia de la soledad agonizante y crucificada.

Esta soledad, dolorosa y amorosamente aceptada, es la soledad fecunda que nos saca del aislamiento. Los que han reconocido y aceptado esta soledad, nunca están solos. Escapan al vací­o y al sinsabor de la vida, a todas las formas de escepticismo, de hastí­o, de amargura, de envidia y de odio. Cuando la soledad asume esta sublimidad de I sentido, hace creí­ble la revelación que propone esta visión. Esta soledad fecunda y.plenificante es la del cura de Ars, la de Francisco de Así­s, la de Juan de la Cruz, la del padre Foucauld, la de Isaac Joques, la del padre Kolbe. Pero no hemos de ir demasiado lejos. Recordemos a esas personas conocidas que vivieron esta plenitud de gozo y de serenidad en la soledad; personas que pasaron por la vida con su lote de pruebas, a veces más pesado de lo que era menester, pero que conservaron todo su frescor de alma, capaces de conmoverse, de compadecer, de escuchar, de olvidarse, de alentar a los que les rodeaban con su sonrisa inolvidable de bondad, de dulzura, de luz, iluminada por dentro ponla única presencia que colma toda soledad. Vivida de este modo, esta soledad guarda parentesco con la de los «sufrientes» y los «orantes», la energí­a espiritual más poderosa del mundo. Es súplica perpetua al Hijo y al Padre en el Espí­ritu. Y entonces ya no se habla de «fracaso», sino de «éxito» en la vida.

BIBL.: AA.VV., en «Christus» 19 enero 1966; BEAUVOIR S. de, La vieillesse, 2 vols., Parí­s 1970; GUILLET J., «Rejeté des hommes, abandoné de Dleu», en M. DE CERTEAU y F. ROUSTANG (eds.), La solitude, Parí­s 1967; LATOURELLE R., Cristo y nuestras necesidades, en El hombre y sus problemas a la luz de Cristo, Salamanca 1984, 268287; LAVELLE L., Tous les étres séparés et unis, en Le mal et la souffrance, Parí­s 1940, -133-216; LoTz J.B., De la solitude humaine, Parí­s 1964; MERTON J., Thoughts on Solitude, Nueva York 1968; MESTERS C., La misión del pueblo que sufre, Madrid 19862; SANTOS FERREIRA J. M. DOS, Jesus Cristo, Luz e Sentido da Solid&o da homen, Lisboa 1989; TALEC P., L’annonce du Bonheur. Vie et Béatitudes, Parí­s 1988, 151-175; VASSE L., De l isolement á la solitude, en M. DE CETTEAU y F. ROUSTANG (eds.), La solitude, Parí­s 1967,173-185.

R. Latourelle

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

El hombre, creado a *imagen de Dios que, como Padre, Hijo y Espí­ritu Santo, es *fecundidad sobreabundante de *amor, ‘debe vivir en comunión con Dios y con sus semejantes, y de esta manera llevar *fruto. La soledad es, por tanto, en sí­ misma un mal que viene del pecado; puede, sin embargo, convertirse en fuente de comunión y de fecundidad si se une a la soledad redentora de Jesucristo.

I. SOLEDAD DEL HOMBRE. 1. «No es bueno que el hombre esté solo» (Gén 2,18). Según Dios, la soledad es un mal. Entrega a la merced de los malos al pobre, al extranjero, a la viuda y al huérfano (Is 1,17.23); por eso exige Dios que se les proteja particularmente (Ex 22,21ss); tiene, a los que los protejen, por sus hijos y les profesa más cariño que una madre (Eclo 4,10); a falta de apoyos humanos, se constituirá Dios en *vengador de estos *pobres (Prov 23,10s; Sal 146,9). La soledad entrega también a la *vergüenza al que permanece *estéril; mientras no se revela el sentido de la *virginidad invita Dios a remediar esta vergüenza mediante la ley del levirato (Dt 25,5-10); a veces él mismo interviene en persona para regocijar a la abandonada (lSa 2,5; Sal 113,9; Is 51,2). La prueba de la soledad es un llamamiento a la *confianza absoluta en Dios (Est 14,14).

2. Dios quiere que el pecador esté solo. La soledad revela también al hombre su ser de pecador; entonces se convierte en un llamamiento a la *conversión. Esto puede enseñar la experiencia de la *enfermedad, del *sufrimiento y de la *muerte prematura: el desgraciado, viéndose descartado de la sociedad de los hombres (Job 19,13-22), se reconoce en estado de *pecado. Por otro camino revela Dios también que entrega al pecador a la soledad. Abandona a su *esposa infiel (Os 2,5; 3,3); el profeta Jeremí­as debe significar con el celibato que Israel es estéril (Jer 16, 2; 15,17);finalmente, el *exilio hace comprender que sólo Dios puede librar de la soledad proporcionando fecundidad (Is 49,21; 54,Iss).

II. SOLEDAD DE JESUCRISTO. 1. La compañí­a de Jesús solo. Dios dio su Hijo único a los hombres (Jn 3,16) para que los hombres recobren a través del Emmanuel (= «Dios con nosotros», Is 7,14) la comunión con Dios. Jesús llama, pues, a los discí­pulos a «estar con él» (Mc 3,14). Ve-nido para buscar a la oveja perdida, sola (Lc 15,4), restaura la comunión rota entablando diálogos «a solas» con sus discí­pulos (Mc 4,10; 6,2), con las pecadoras (Jn 4,27; 8,9). El amor que exige es único, superior a cualquier otro (Lc 14,26), semejante al que prescribí­a Yahveh, Dios único (Dt 6,4; Neh 9,6).

2. De la soledad a la comunión. Para realizar la comunión de los hombres tomó Jesús sobre sí­ su soledad, y ante todo la de Israel pecador. Estuvo en el *desierto para vencer al adversario (Mt 4,1-11; cf. 14,23), oró en la soledad (Mc 1,35.45; Lc 9,18; cf. lRe 19,10). Finalmente, en Getsemaní­ choca con el *sueño de los discí­pulos que se niegan a participar en su oración (Mc 14,32-41) y afronta solo la angustia de la muerte. Dios mismo parece abandonarle (Mt 27,46). En realidad no está solo, y el Padre está siempre con él (Jn 8, 16.29; 16,32); así­, como grano de trigo caí­do en tierra, no permanece solo, sino lleva fruto (Jn 12,24): «reúne en la unidad a los hijos de Dios *dispersos» (11,52) y «atrae a todos los hombres a sí­» (12,32). La comunión ha triunfado.

La Iglesia a su vez se halla sola en un *mundo al que no pertenece (17,16) y debe huir al desierto (Ap 12,6); pero ahora ya no hay verdadera soledad: Cristo, gracias a su Espí­ritu, no ha dejado «huérfanos» a los discí­pulos (Jn 14,18), hasta el dí­a en que, habiendo triunfado de la soledad que impone la muerte de los seres queridos «nos reunamos con ellos… y con el Señor para siempre» (lTes 4,17).

-> Comunión – Desierto – Fruto – Esterilidad.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas