SOCIOLOGIA Y ESPIRITUALIDAD

SUMARIO: I. Sociologí­a y religión: Precomprensiones culturales: 1. Sociologí­a e historia de la espiritualidad; 2. Espiritualidad y condicionamientos socio-culturales; 3. Relación dialéctica entre lo espiritual y lo temporal – II. La espiritualidad del sociólogo: 1. Actitudes antiespirituales; 2. Hacia una nueva ética profesional del investigador social: a) La sociologí­a como investigación participada. b) La sociologí­a como instrumento diagnóstico y como poder desmitificador – III. Nuevas relaciones entre sociólogos y teólogos: 1. Sociologí­a y eclipse de lo sagrado: a) Cambios del fenómeno religioso. b) Readaptaciones del hecho religioso a la nueva sociedad, c) Supervivencias de la religión en la edad secular; 2. Relativización de la sociologí­a; 3. Previsiones sociológicas sobre el futuro de la religión: 4. Indicaciones sociológicas para una espiritualidad auténtica.

I. Sociologí­a y religión: Precomprensiones culturales
La hostilidad de los cultivadores de la teologí­a frente a las ciencias psicosociológicas se remonta al siglo pasado. Precisamente de estos sectores habí­an partido ataques a fondo, que también se difundieron rápidamente a nivel popular, contra la religión y la espiritualidad. degradadas a expresiones oní­ricas y delirantes de las criaturas oprimidas en busca de evasiones consoladoras, o reducidas a formas ambiguas de cobertura y soporte de las clases dominantes. Estas clases, se argüí­a, con tal de no ceder el paso a nuevas fuerzas hegemónicas, con tal de conservar el poder y no alterar los equilibrios socio-económicos fatigosamente conquistados, estarí­an siempre dispuestas a instrumentalizar el aparato institucional eclesiástico y las mismas actitudes religiosas de fondo. En las perspectivas marxistas relativas al tema de la religión y la espiritualidad -perspectivas ampliamente aceptadas e incluso agravadas y racionalizadas a consecuencia de la afirmación de la mentalidad positivista y cientificista- hay que ver una de las razones principales de que la investigación sociológica, aunque diversamente orientada, haya encontrado serias dificultades antes de obtener el derecho de ciudadaní­a en el ámbito de las ciencias religiosas, incluso sólo en función de partner de la filosofí­a, tradicionalmente ancilla del saber teológico.

Debido, sin embargo, a la progresiva disminución de las precomprensiones negativas frente a la religiosidad, demostrada por importantes corrientes de la investigación sociológica, se ha venido abriendo camino también entre los estudiosos católicos la idea de que los mismos fenómenos de la vida religiosa, en cuanto fenómenos humanos socialmente condicionados, son susceptibles de investigación empí­rica. Es de recordar la influencia positiva de Max Weber, el cual, aunque era personalmente agnóstico, favoreció el ingreso masivo de estudiosos cristianos en el campo de la investigación sociológico-religiosa con la teorí­a del poder carismático y, sobre todo, con una serie de penetrantes intuiciones acerca del origen y el desarrollo de la religión y de las iglesias. Mientras Marx presentaba la religión como una simple derivación supraestructural de variables sociales consideradas más fundamentales y, por lo tanto, como un epifenómeno desprovisto de valor y, en definitiva. contraproducente de cara a los efectos de la innovación social, Max Weber tiende a demostrar, manteniéndose fiel a la metodologí­a empí­rica y no-valorativa del saber sociológico, que el papel de la religión es el de un elemento causal independiente, que influye positivamente en el curso de la historia, al menos desde el momento en que las objetivaciones religiosas se aproximan al tipo de la secta, del carisma y del profeta. En cambio, cuando la religión se institucionaliza en Iglesia y en lugar del carisma y de la profecí­a, aparece en ella el oficio, se verifican fenómenos de conservación, burocratización e inmovilismo. Es bien conocida la tesis weberiana, según la cual el desarrollo de las estructuras socio-económicas marcadas por una racionalización sistemática del trabajo (capitalismo) se encontrarí­a precisamente ligado al predominio de formas religiosas inspiradas en el ascetismo mundano y caracterizadas por experiencias profético-carismática vividas en el cuadro organizativo de la secta (protestantismo-calvinista).

Actitudes comprensivas frente a la religión y a su función social se fueron manifestando en años ya más cercanos a nosotros en corrientes sociológicas americanas y también, en la misma área cultural de inspiración marxiana, en el marxismo abierto y crí­tico. La pretensión exclusiva y totalizante del cientificismo es abandonada, como sucedió en la escuela de Francfort y en pensadores aislados, por lo cual la misma lectura «materialista» del fenómeno religioso ha sugestionado a algunos estudiosos católicos. De ahí­ un cambio radical por parte de los teólogos modernos en relación con la sociologí­a y las ciencias del hombre, que, especialmente en las teologí­as «socializadas» (teologí­a polí­tica, teologí­a de la revolución, teologí­a de la liberación…), se convierten en el nuevo locus theologicus de que parte la reflexión teológica y con el que se confronta incesantemente.

1. SOCIOLOGíA E >HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD – La teologí­a actual se muestra cada vez más concorde con la idea de que no existe una fe (y, consecuentemente, una espiritualidad) ahistórica y atemporal. Es lógico, por lo tanto, que un saber sociológico fiel al método empí­rico y respetuoso de sus propios lí­mites interpretativos resulte precioso para los fines de una reflexión teológica que se proponga la actualización y la reinterpretación del mensaje: «La palabra de Dios, que nos ha sido dada únicamente en la forma histórica de palabras humanas y lenguaje de la experiencia humana, exige, en realidad, una hermenéutica ‘concorde con los datos reales’…; pero, en cuanto mensaje cristiano que es, la reproducción interpretada tendrá que ser inteligible, accesible y adecuada también para nuestro tiempo. De ahí­ que, a causa de nuestros distintos presupuestos, se exija una reinterpretación». Para conocer «las precomprensiones», situaciones y tendencias de desarrollo tí­picas de nuestra época, resulta necesario el recurso a la sociologí­a. Pero esta colaboración se impone por otra razón: se advierte cada vez con mayor agudeza la exigencia de esclarecer los orí­genes de las tradiciones concretas y conceptuales de la teologí­a, así­ como la función y consecuencias sociales -no sólo normativas, sino también prácticas- de la teologí­a, de la predicación y de la doctrina de la Iglesia’. Sin embargo, como tendremos ocasión de aclarar más adelante, este encuentro dialogal entre sociologí­a y teologí­a no se produce sin problemas ni dificultades.

También para conocer la evolución de la espiritualidad y comprender mejor la sucesión de las diversas formas que ha asumido en el curso de la historia, la aportación del saber sociológico puede resultar fecunda. El, en efecto, sugiere hipótesis interpretativas sobre por qué algunas de estas formas de espiritualidad aparecen bien integradas en la realidad histórica de la que surgen, mientras otras aparecen disociadas de la vida real; la sociologí­a ayuda a descubrir condicionamientos estructurales y muchas veces revela las intenciones objetivas, reales pero ocultas, que están por encima de las piadosas intenciones subjetivas y superficiales.

Estudiosos modernos de la evolución de la espiritualidad cristiana admiten, junto a criterios de orden ontológico, otros de naturaleza psicológica. Los primeros se refieren a la presencia y a la acción del Espí­ritu, protagonista de la vida interior del creyente, quien, por su propia naturaleza, escapa a toda pretensión de análisis empí­rico. Los otros criterios, en cambio, son susceptibles de constataciones precisas’. Generalmente se coincide, en efecto, en afirmar que la evolución psicológica condiciona la vida espiritual en su conjunto: las actitudes frente a Dios, la oración y los estados mí­sticos: «Nuestro comportamiento interior frente a Dios no es el de hace diez, veinte o treinta años ni el que será dentro de un determinado número de años, porque nuestra vida interior, en el sentido más general del término, comporta una cierta evolución en todos los ámbitos». Es raro encontrar un reconocimiento tan abierto de los condicionamientos socio-culturales de la espiritualidad; efectivamente, faltan investigaciones rigurosas que, sometiendo a examen los diversos tipos de espiritualidad, pongan de manifiesto las situaciones estructurales que los han condicionado. Está claro que el peligro serí­a establecer un paralelismo riguroso entre los criterios «ontológicos» y los de orden psicológico y social, o, peor aún, olvidar prácticamente la acción del Espí­ritu dando una preferencia exclusiva a los datos sociológicos.

2. ESPIRITUALIDAD Y CONDICIONAMIENTOS SOCIO-CULTURALES – Precisamente porque está orientada a diagnosticar el estado de la sociedad y a auscultar sus ritmos, la sociologí­a pone de manifiesto los nexos existentes entre los hechos y las ideas, entre las situaciones socio-económicas y las variaciones culturales, entre las funciones «latentes» -es decir, consecuencias objetivamente observables de un comportamiento, pero que no entran en su motivación- y las funciones «manifiestas». Por esta naturaleza suya desmitificadora en gran medida, la sociologí­a ofrece aportaciones notables a la comprensión de los procesos de historización e institucionalización de la fe, de las diversas modalidades individuales y sociales, oficiales y populares de la religión, así­ como de las actitudes diversas de la espiritualidad que acompañan a dicha evolución. Tampoco puede separarse la relación interior de quien cree en Dios, o sea, la espiritualidad, de las condiciones sociales concretas en que está situada la persona del creyente, aun cuando muchas veces éste piense de buena fe que es capaz de aislarse y vivir su relación personal con Dios bajo la acción directa del Espí­ritu, poniéndose al resguardo de toda influencia socio-cultural extrí­nseca.

No pocas veces se han perfilado -y vuelven a presentarse en las encrucijadas históricas- ciertas actitudes espirituales de individuos y de grupos definibles como «espiritualidad de fuga», precisamente porque rehúsan sumergirse y encarnarse en la dialéctica histórica con la pretensión -proclamada con vivacidad y legitimada teológicamente- de cerrarse en la intimidad de Dios, solos con el Solo, y de esquivar así­ los condicionamientos negativos de este mundo pasajero. Pues bien, serí­a cometido propio del análisis sociológico descubrir si semejante pretensión, prescindiendo de su legitimidad teológica, está objetivamente fundada o si no oculta también condicionamientos sociales precisos. Se advierte, efectivarente, que estas actitudes espirituales prevalecen en momentos en que las culturas dominantes no aceptan a la Iglesia naciente y ésta sufre persecuciones, o bien cuando, una vez afirmada institucionalmente y convertida en cultura hegemónica, la institución religiosa y eclesial se mundaniza. A las espiritualidades de fuga les suceden -y alguna vez les acompañan- las espiritualidades de encarnación, de testimonio misionero y de confrontación dialogal, las cuales, sin embargo, experimentan también notables variaciones, en las que siempre se encuentra en una cierta medida el condicionamiento histórico; cuando la cultura cristiana es hegemónica y cuando la Iglesia tiene una posición de fuerte control social, la espiritualidad del creyente y la acción pastoral asumen fácilmente unos caracteres triunfalistas; cuando la hegemoní­a cede el paso a una situación distinta de carácter pluralista, el creyente, al tomar más conciencia de la naturaleza transcultural de la fe e instruido por los «signos de los tiempos». intenta los caminos difí­ciles del encuentro con Dios a través de la confrontación con las diversas culturas para animarlas cristianamente allí­ donde sea posible o impugnarlas cuando la animación resulta imposible.

Es muy ilustrativo a este respecto el estudio sociológico de las diversas modalidades de la experiencia de lo sagrado y de la apelación a Dios en los diversos contextos socio-culturales; cuando éstos se ven afectados por un escaso desarrollo de los instrumentos racionales aplicados al conocimiento del hombre y de la naturaleza, prevalece una modalidad sacra de la religión con fuertes caracteres mágico-supersticiosos, enmarcados en la perspectiva del «Dios-tapagujeros». Pero esta misma modalidad «sacral» puede surgir también en momentos de gran desarrollo de la racionalidad cientí­fica y tecnológica, precisamente como «reacción a las pretensiones totalizantes de la ciencia y como `segunda lí­nea de defensa’ contra las inevitables decepciones provocadas por las insuficiencias e incongruencias de la racionalización»». Por el contrario, la modalidad secular de la experiencia de lo sagrado -en la que maduran fácilmente las espiritualidades marcadas por el diálogo y la encarnación en la dialéctica histórica-, modalidad caracterizada por la tendencia a concebir la presencia de Dios en el mundo en términos de trascendencia, surge especialmente en las épocas en que el desarrollo cientí­fico y técnico establece las premisas para una progresiva autonomí­a de lo profano y ofrece los instrumentos cognoscitivos idóneos para la comprensión y utilización del mundo.

Así­ pues, parece que una historia de la espiritualidad cristiana y de cualquier otra espiritualidad surgida en diversos contextos religiosos, no puede prescindir de estas consideraciones sociológicas, si quiere ser adecuadamente interpretativa y superar la crónica supraestructural de las experiencias de lo divino. La mentalidad y la metodologí­a sociológicas resultan también útiles para captar la influencia de las diversas espiritualidades en la convivencia civil y eclesial por lo que concierne a sus aspectos estructurales y funcionales. Si, efectivamente, es cierto que las situaciones socio-culturales dejan su impronta en las diversas espiritualidades -monásticas o laicales, abiertas o cerradas, monolí­ticas o dialogales, de gueto o de animación- éstas, a su vez, dejan sentir más o menos profundamente su influencia en la convivencia humana no sólo eclesial sino también civil. Como ejemplo tí­pico, piénsese en la influencia de la espiritualidad benedictina o franciscana en los contextos socio-culturales del pasado, y en la influencia que las espiritualidades subyacentes a movimientos religiosos contemporáneos -institutos seculares, grupos de intenso compromiso religioso y social-pueden ejercer también en nuestra ordenación social. Seria interesante a este respecto llevar a cabo un cuidadoso análisis sociológico de las mutuas interferencias entre las corrientes teológicas de la liberación y las situaciones de subdesarrollo y dependencia tí­picas de América Latina.

Un sector particularmente interesante y bastante estudiado en la actualidad es el de las relaciones entre religiosidad oficial y religiosidad popular. El tipo de espiritualidad subyacente a la primera presenta los caracteres propios de una espiritualidad más bien elitista y orientada a la consolidación institucional de la religión; en cambio, la segunda, en cuanto expresión prevalente de las clases subalternas, expresa una espiritualidad de resignación, pero con notables potencialidades incluso innovadoras [>Religiosidad popular]. La sociologí­a. ayudada por la psicologí­a social, que interpreta mejor los elementos subyacentes a nivel subconsciente, puede ayudar al estudioso de los fenómenos religiosos a descubrir lo «latente» de estas formas religiosas, además de concretizar sus correlaciones con las estructuras socio-económicas que las condicionan.

3. RELACIí“N DIALECTICA ENTRE LO ESPIRITUAL Y LO TEMPORAL – Son de sobra conocidas las antiguas y recientes diatribas en torno a esta relación», cuya comprensión exacta se ve comprometida incluso por motivos semánticos, puesto que los términos espiritual y temporal están cargados de significados distintos, que les hacen ser ambiguos. El problema de dicha relación vuelve a plantearse también en materia de sociologí­a de la espiritualidad, en cuanto que del análisis fenomenológico parece obligado deducir que la misma vida interior de la persona y su contacto í­ntimo con Dios, lejos de poder ser considerados como una variable independiente exclusivamente ligada a la acción atemporal e incondicionada del Espí­ritu, se insertan en un contexto nosólo psicológico sino también socio-cultural, cuya diversa actitud condiciona etapas y expresiones de la misma espiritualidad.

Las dificultades se acrecientan cuando se trata de determinar la naturaleza del condicionamiento que, según la ideologí­a marxista clásica, habrí­a que interpretar en sentido determinista y exclusivo. En tal caso, la autonomí­a y el carácter especí­fico de lo «espiritual» se perderí­an obviamente. En cambio, si el condicionamiento se plantea de manera que se excluya un rí­gido determinismo y se renuncie a toda teorización ambigua del primado de lo temporal sobre lo espiritual, pero tomando nota con serena objetividad de la mutua correlación dialéctica entre la vida espiritual y sus condiciones históricas, el análisis sociológico resultará evidentemente fecundo «.

II. La espiritualidad del sociólogo
La espiritualidad cristiana, por su carácter totalizante, da nervio y sustancia a la ética de las diversas profesiones [>Trabajador]. No está, por tanto, fuera de lugar intentar una determinación, provisional y abierta a ulteriores desarrollos, de los caracteres espirituales y de las constelaciones de valores en que debiera inspirarse la deontologí­a profesional del investigador, y especialmente del sociólogo. Mas en este punto, análogamente a la metodologí­a seguida en otras voces, es oportuno preguntarse cuál es la «vivencia» de los sociólogos en la actualidad y si en la multiplicidad de las orientaciones ideológicas, muchas veces contrastantes, es posible identificar denominadores comunes, ya sean de signo negativo ya de signo positivo.

1. ACTITUDES ANTIESPIRITUALES – La historia de las diversas corrientes sociológicas y la observación de la realidad contemporánea revelan la permanencia de determinadas investigaciones sociológicas que rechazan deliberadamente toda inspiración ideológica abierta, privilegiando de forma exclusiva la metodologí­a cientí­fica «libre de valores». Es la actitud tí­pica del cientificismo, que no acepta interlocutores y declara «carentes de sentido» todas las formas de saber que no entran en el estrecho perí­metro de la verificabilidad empí­rica. Como ya advertí­amos, por las desmentidas que la misma historia da a la presunción cientificista y debido a las revisiones metodológicas más atentas llevadas a cabo por insignes cultivadores de las ciencias del hombre, esta actitud neopositivista va atenuándose y con ella se van cambiando también los prejuicios antiespiritualistas originados por el cientificismo. Cada vez son más numerosos, efectivamente, los investigadores que se marcan como pauta el respeto a la realidad humana, conscientes de su autonomí­a y densidad, como canon fundamental de su propio esfuerzo. Este respeto es ya un elemento de espiritualidad natural, que el fermento cristiano acepta y desarrolla. No obstante, en el ámbito de nuestra sociedad consumista queda abierta la posibilidad -nada teórica ni remota-de instrumentalizar la investigación según las intenciones del comitente con propósitos de poder y de lucro y, por tanto, en un sentido netamente antiespiritual e inmoral. Con ello, los datos de la investigación no son respetados, sino forzados, secundando los fines ambiguos de los patrocinadores, ya sean dirigentes industriales o personalidades del mundo polí­tico.

2. HACIA UNA NUEVA ETICA PROFESIONAL DEL INVESTIGADOR SOCIAL – A estos horizontes estrechos y ambiguos se contraponen los espacios de una espiritualidad abierta y humaní­stica, susceptible por eso mismo de una animación espiritual y cristiana, precisa y especí­fica, de tipo caritativo y pascual. El sociólogo de inspiración cristiana se da cuenta -quizá con pesar- del lí­mite de su propia investigación y es consciente del carácter provisional y falsificable, tanto de las hipótesis de trabajo formuladas como de las interpretaciones avanzadas sobre la base de los datos recogidos y descifrados. Tiene presente constantemente la enorme complejidad del hombre, cuya realidad sobrepasa el perfil observable de los comportamientos y acepta consecuentemente las referencias y las confrontaciones de carácter interdisciplinar con otros saberes y enfoques de la realidad humana, que permiten lecturas más amplias y profundas.

Una deontologí­a profesional del sociólogo inspirada cristianamente, a la vez que evidencia la necesidad de la competencia -que impone una actualización teórica incesante y un contacto continuo con los sujetos vivos y cambiantes de la propia investigación-, subraya la exigencia de una seriedad moral responsable y vigilante, apoyada en la convicción de que la ciencia, lejos de ser abstractamente «neutral», objetiva y ajena a la mezcla, se ve involucrada en la dialéctica histórica e instrumentalizada por los diversos centros del poder. El investigador cristiano no podrá, por lo tanto, dejar de valorar los fines que guí­an a sus patrocinadores y deberá avanzar sus propias objeciones de conciencia frente a operaciones inhumanas o antipersonales, sin buscar excusas en la presunta «neutralidad» de la investigación. Igualmente resistirá a las tentaciones de lucro y de poder, que podrí­an inducirle a elaborar investigaciones complacientes ad usum delphini.

Por último, la inspiración cristiana llevará al sociólogo a una comprensión profunda de su propia profesión en el ámbito de una espiritualidad de servicio, animación y participación, que, al decir de eminentes cultivadores de esta disciplina, caracterizan precisamente a la sociologí­a.

a) La sociologí­a como investigación participada. La mejor deontologí­a es la que toma en serio la profesión y es capaz de desarrollar todas sus implicaciones positivas. Ello está en consonancia con una espiritualidad de encarnación, como la auspiciada en los documentos del Vat. II, que, sobre todo en el tema de la espiritualidad del laicado (AA 22ss), estimulan a buscar la unión con Cristo en el cuidado de la familia y en los demás compromisos seculares, que convergen en el cometido grave y sublime de la instauración y animación cristiana del orden temporal. Las consideraciones que propone Ferrarotti sobre la fisonomí­a de una sociologí­a «participada y participante» constituyen una buena base de partida para un tipo de deontologí­a de la investigación animada por una espiritualidad «encarnada»; por ello nos permitiremos resumirlas brevemente.

Una sociologí­a que pretenda ser abstracta, neutral, ajena a la mezcla y objetiva igual que una investigación fí­sica, termina siendo una «evasión», fácil de instrumentalizar. Por el contrario, una sociologí­a participada, es decir, acompañada de la conciencia intensa y apasionada de la propia función al servicio de la sociedad y no de los intereses peculiares de los patrocinadores, no se resuelve nunca en una evasión ni pierde su propia autonomí­a conceptual y operativa. Una sociologí­a que se proclama no participante, desprendida y neutral se reduce muchas veces a una simple colección de datos útiles para los patrocinadores, a una descripción rigurosa y minuciosa, pero delimitada y sectorial, que, por carecer de nexos con la sociedad más amplia, se transforma en una justificación de la situación de hecho, en una descripción de los cambios sociales, estructurales y supraestructurales que no saca consecuencias, es decir, que no valora ni juzga en nombre de la neutralidad cientí­fica y de la respetabilidad académica, contribuyendo así­ a echar tierra sobre los problemas y a aplazar sine die las posibles soluciones alternativas.

Una sociologí­a no partí­cipe acaba muy fácilmente siendo una filosofí­a de nivel medio para la sociedad industrial, una filosofí­a inhibida, incapaz de pensar hasta el fondo sus propias ideas; o bien una filosofí­a incapaz de trascender esta misma sociedad y, por lo tanto, obligada a soportarla y justificar su lógica.

b) La sociologí­a como instrumento diagnóstico y poder desmitificador. Con el fin de comprender mejor las posibilidades que ofrece la investigación sociológica a una espiritualidad que se proponga la realización del amor cristiano en términos concretos de servicio y de animación de la convivencia civil y eclesial, convendrá tener presente algunos otros caracteres y funciones del análisis sociológico. Este análisis, llevado con la necesaria severidad, ayuda a aclimatar el desarrollo industrial de forma que no altere la estructura local más de lo necesario; no hace descender de lo alto los procesos innovadores, sino que constituye en protagonistas activos a los interesados en el desarrollo, estimula el nacimiento de una conciencia común en torno a los problemas comunes, ayuda a desmitificar los prejuicios, identifica las necesidades reales y esclarece sus términos, hace que frente al juicio de los planificadores reaccione el juicio de la comunidad, juicio que viene a representar una nueva variable que hace aclimatar localmente el proceso de desarrollo por encima del paternalismo discrecional y del juicio tecnocrático unilateral
Como es fácil comprender, una investigación sociológica que responda a estos caracteres y se fije previamente estos objetivos constituye una forma de servicio de gran trascendencia cristianaa las personas y comunidades locales; impide su manipulación y las implica activamente en los procesos evolutivos. Obviamente, el juicio global sobre los modelos de desarrollo y el tipo de convivencia que se nos propone crear impone la apelación a otros saberes meta-cientí­ficos; sin embargo, la aportación del saber sociológico permanece fundamental. Aunque no señale como ciertas metas preestablecidas dogmáticamente, ni prescriba fines a la acción social, ni juzgue moralmente las opciones, la sociologí­a, «quizá más que cualquier otra disciplina cientí­fica, plantea un problema de compromiso social y humano a sus cultivadores.

En opinión de Ferrarotti, los sociólogos no son dispensadores de paz, felicidad y sabidurí­a referidas a fines últimos, sino testigos o -según se expresa Friedmann- moralistas de la sociedad industrial, que nos hacen tomar conciencia de la situación real y especí­fica en la que nos encontramos inmersos y por la que estamos condicionados; nos informan sobre las lí­neas tendenciales de desarrollo de esta misma sociedad; nos ayudan a atacar los mitos, los prejuicios tradicionales y los estados emotivos carentes de justificación racional y a desmitificar las construcciones ideológicas y las prácticas polí­ticas que, saltando las oportunas mediaciones culturales, pretenden tener un carácter cientí­fico de alcance universal. El efecto del impacto sociológico sobre las religiones polí­ticas laicas y sobre las ideologí­as mistificadas es explosivo, como bien saben los regí­menes autoritarios, que no conceden pleno derecho de ciudadaní­a a la investigación sociológica, sino que tienden a excluirla o a manipularla.

III. Nuevas relaciones entre sociólogos y teólogos
Aunque no exista una sociologí­a cristiana -expresión todaví­a en uso, si bien un tanto ambigua, para indicar la enseñanza social cristiana-, es evidente que, en el marco de una sociologí­a participada, la inspiración cristiana personal del sociólogo y el cuadro de valores en que cree influyen en la misma investigación: en la elección de objetos a los que aplicarla, en la formulación de las hipótesis de trabajo y, sobre todo, en la conciencia del servicio prestado a la comunidad civil y eclesial mediante el riguroso empleo del análisis cientí­fico. Esto se ha verificado especialmente en el ámbito de la sociologí­a religiosa, donde eminentes estudiosos han realizado aportaciones tan importantes y significativas, que han inducido a los teólogos a deponer aquella actitud de desconfianza que habí­a marcado sus primeras relaciones con la ciencia sociológica. Incluso -como ya se advertí­a- las cosas han cambiado hasta el punto de que no pocas corrientes teológicas han dado la impresión de querer que la sociologí­a y las ciencias del hombre suplanten absolutamente a la filosofí­a, partner tradicional de la teologí­a. Con la conciencia cada vez más viva de la naturaleza de la teologí­a, entendida como reflexión humana sobre la palabra de Dios o, mejor, como fe en actitud de búsqueda y de inteligencia crí­tica, los teólogos han advertido la ineludible exigencia de conocer mejor al hombre históricamente situado en orden a actualizar el mensaje y reinterpretar e inculturar la fe dentro de categorí­as sintonizadas con las experiencias, el universo simbólico y las precomprensiones de este hombre. De aquí­ que cada vez sean más numerosas y confiadas las apelaciones a la interdisciplinariedad, al recurso a las ciencias humanas y especialmente al análisis sociológico. De este diálogo con la sociologí­a, ¿qué esperan los teólogos? Obviamente, no sólo informaciones sobre las condiciones y estructuras de la vida social de nuestros dí­as, sino también reflexiones e interpretaciones globales sobre la condición socio-cultural de hoy en orden a poder desarrollar conceptos fundamentales y normas antropológicas para la actuación ético-polí­tica. Mas en este punto surgen graves problemas de método y de contenido; se nos puede preguntar, efectivamente, qué posibilidades cognoscitivas ofrece un método empí­rico y, sobre todo, cuáles son los lí­mites de sus capacidades operativas. Se nos puede preguntar también si los conceptos y los procedimientos de las ciencias sociológicas -hipótesis. experimentos y control de resultados- pueden ser criterio para establecer la posible falsedad de expresiones del proceso teológico de conocimiento: «¿Pero no se acaba de esta forma por abolir la prioridad fundamental de la palabra de Dios?, ¿no se acaba por destruir el carácter doxológico de las afirmaciones teológicas?». Otros interrogantes y cuestiones se plantean en torno al tema de la sociologí­a religiosa, a los que, especialmente por parte de los estudiosos alemanes y franceses, se ha intentado dar una respuesta. ¿Cuáles son las afirmaciones que pueden obtenerse con los medios propios de la investigación sociológica empí­rica respecto a la fe de los miembros de la Iglesia? ¿Qué implicaciones y qué criterios de validez caracterizan a este método? ¿Dónde se encuentran los limites de su facultad de observación? ¿En qué condiciones podrí­a surgir un entendimiento entre la sociologí­a y la teologí­a sobre el tema de la fe?.

Por último, se han suscitado problemas todaví­a más graves quizá por parte de las corrientes teológicas que dan la preferencia al enfoque sociológico, llegando incluso a constituirlo en punto de partida de la reflexión teológica. Los teólogos de la liberación, por ejemplo, ven en la situación histórica de dependencia en que se encuentra América Latina y en la praxis de la liberación un lugar teológico que desvela la verdad cristiana y mitiga al teólogo a reinterpretar profundamente el significado de la fe y el contenido de la misión de la Iglesia. Ahora bien, aunque ningún teólogo de la liberación llegue a pretender que la situación de dominio -tal como la entiende y la interpreta- es el único lugar teológico, eliminando todo recurso a la Escritura y a la tradición, sino que todos reconocen una relación dialéctica entre el mensaje de la fe y el de la realidad, eso no quita que semejante interacción entre el análisis sociológico de las infraestructuras sociales y los datos de la fe constituya una relación muy densa de problemas. Esto vale, sobre todo, para autores como Assmann, Gutiérrez y Galilea, que mayormente insisten en la necesidad de integrar el discurso teológico con el discurso sociológico. «No es difí­cil medir el peso de esta exigencia. Hablar de la infraestructura no es solamente cambiar de vocabulario; es introducir en la teologí­a opciones ético-polí­ticas, puesto que el lenguaje socio-analí­tico no es nunca ideológicamente neutro»». Esta es la razón por la que también ciertos teólogos de la liberación -como Pironio- se niegan a admitir que la praxis histórica con sus opciones ético-polí­ticas forme parte constitutiva del discurso teológico. De ahí­ el interrogante que, entre otras cosas, se dirige a este modo nuevo de hacer teologí­a y a esta nueva forma de espiritualidad que comportarí­a su puesta en práctica: «¿No redunda en detrimento de la Palabra fundarse en la experiencia, puesto que aquélla se cita a posteriori y a tí­tulo justificativo?».

Sin embargo, a pesar de estas dificultades y conflictos, el diálogo del teólogo con los expertos en sociologí­a continúa siendo objeto de una demanda urgente. aunque menos ingenua y más crí­tica. Aparte de las razones expuestas, esta confrontación resulta preciosa para el teólogo, en cuanto le ayuda a desmitificar su mismo trabajo humano de reflexión, el cual, aunque animado y conducido por la fe, no se sustrae a ciertos condicionamientos; por ejemplo, un teólogo que se preocupe de mantener fielmente el patrimonio dogmático del pasado, sin esforzarse por poner de relieve las diferencias frente a las circunstancias reales del presente, se pone inevitablemente al servicio de la consolidación de lo que hoy dí­a está en decadencia en el mundo: «La teologí­a aparece así­ como un factor de estabilización y, además, de legitimación de la realidad». Por eso la sociologí­a le será de gran ayuda al teólogo en orden a eliminar todos aquellos presupuestos objetivos en virtud de los cuales la fe asume muchas veces el aspecto falso de una ideologí­a. Finalmente, por lo que respecta a la inculturación del mensaje de la fe, la aportación de la sociologí­a, especialmente en el sector moral y pastoral, es demasiado obvia para que sea necesario ponerla aquí­ más de relieve. Hoy justamente se insiste en la necesidad de «inculturar» la fe y el mensaje ético del cristianismo, evitando los mecanismos de rechazo que no se derivan ya del inevitable (y saludable) escándalo de la cruz, sino de una falaz presentación de la fe misma, que concede demasiados privilegios exclusivamente a una determinada cultura y pretende imponerla sobreponiéndose a otras 2B. Es ejemplar a este respecto la confrontación que establece Schillebeeckx entre el análisis crí­tico-sociológico de la escuela de Francfort y una investigación teológica que evita precisamente el peligro de la incomprensión y del rechazo, porque instaura un diálogo dentro del horizonte cultural de nuestro tiempo, percibiendo y criticando sus precomprensiones fundamentales de igualdad y de liberación. Una teologí­a que se abandonara a una hermenéutica puramente teórica, sin entrar en la relación con la historia de-la-libertad-emancipadora, no representarí­a ningún papel en la creación dela historia del futuro. Se reducirí­a a ser un sistema de ideas compartido por una minorí­a cada vez más exigua, que no tendrí­a ningún mensaje liberador que transmitir al mundo. Ahora bien, precisamente la correlación entre teorí­a y praxis tal como la propone Habermas es «de vital interés. caso de que uno quiera formarse una idea correcta de la teologí­a como actualización hermenéutica de la fe apostólica».

1. SOCIOLOGíA Y ECLIPSE DE LO SAGRADO – Auscultando la sociedad industrial, la sociologí­a de la religión ha intentado evidenciar los contragolpes que esta sociedad ha inferido al fenómeno religioso y espiritual con sus ritmos de desarrollo acelerado, sus programas eficientistas y productivistas y las correlativas mitificaciones y desmitificaciones (especialmente el desencanto del mundo y la alteración de la relación hombre y naturaleza). Tanto en publicaciones como en congresos se ha hablado de eclipse de lo sagrado y de muerte de Dios; posteriormente. ya con mayor tranquilidad, los estudiosos han pasado revista a los cambios experimentados por el fenómeno religioso, a los intentos llevados a cabo por la sociedad industrial en orden a adaptarlo a sus propios ritmos y, por último, a lo que de él sobrevive incluso en la época secular».

a) Cambios del fenómeno religioso. Los sociólogos ponen de relieve los cambios de carácter cuantitativo; es decir, disminuye el número de comportamientos y de actos de connotación religiosa entre las personas que se profesan tales. Cambios de carácter cualitativo, es decir, nos orientamos hacia una religión más secularizada (uso secular y no sacral de lo sagrado), fundada en diversas formas de conceptualización más cercanas a la praxis vital, a las modalidades de conocimiento y a los contenidos de la sociedad industrial. La religión parece cambiar también en cuanto a difusión; es decir, cambian los espacios socio-geográficos en que se difunde juntamente con las personas que se profesan religiosas. Cambia, por último, en intensidad, porque se atenúa el sentido de lo sagrado y, dentro del fenómeno religioso, disminuye el peso y el significado del aspecto mí­stico-ascético, o sea de la espiritualidad en sentido fuerte30.

b) Readaptaciones del hecho religioso a la nueva sociedad. La sociedad industrial ha intentado por varios caminos captar el hecho religioso y adaptarlo a su naturaleza especí­fica. Enumeraremos a este propósito: la subjetivación de los modelos de creencia, que, al no ser ya transmitidos dentro de estructuras creí­bles y homogéneas, son reconstruidos personalmente; la neutralización de los esquemas oficiales de creencia: la integración del individuo en la sociedad no se produce ya mediante los esquemas oficiales de la Iglesia católica, sino a través de los de la sociedad industrial propagados por los medios de comunicación social; reconstrucción individual de los modelos en función de lo que ofrece el mercado: junto al modelo oficial ofrecido por la Iglesia, el individuo encuentra. efectivamente, toda una gama de modelos alternativos, incluso irreligiosos, en el ámbito de la sociedad pluralista y secular.

Obviamente, la sociologí­a de la religión ha avanzado hipótesis interpretativas de estos fenómenos de cambio y de adaptación del hecho religioso, buscando sus causas en el proceso de secularización y de desacralización, en el fin del uso sacral y mágico de lo sagrado, en las nuevas imágenes de Dios, de la práctica religiosa y de la vida eclesial consiguientes a los cambios socio-culturales tí­picos de la edad industrial y tecnológica. Según Sabino S. Acquaviva, que frecuentemente se refiere al último Maritain, la causa predominante habrí­a que buscarla dentro mismo de la vida de la Iglesia: «La Iglesia católica, en lugar de secularizarse consagrándose, se seculariza desacralizándose. Así­ pues, paradójicamente, por primera vez en su historia el impulso desacralizante y destructivo surge desde el interior de la estructura eclesial»».

c) Supervivencias de la religión en la edad secular. A pesar del incesante declive de la religiosidad oficial eclesiástica, registrado por tantas encuestas y análisis sociológicos a todos los niveles, precisamente los estudiosos de sociologí­a de la religión advierten la presencia de lo sagrado incluso en la sociedad secular 32. Según algunos, el fenómeno religioso permanece en nuestra sociedad urbanizada, secularizada e industrializada en «formas no especí­ficas», es decir, como concepción del mundo y sentido totalizante de la existencia, que puede llamarse religioso en cuanto trasciende el flujo de la experiencia inmediata «. Otros, por el contrario, considerando acertadamente que el elemento especí­fico de la religión lleva consigo una referencia a la experiencia del absolutamente Otro, destacan la persistencia y la reaparición del hecho especí­ficamente religioso, bien sea extra moenia, o sea en los mismos fenómenos de disidencia religiosa que se pueden encontrar en grupos juveniles o no, y dentro del mismo marxismo, ya sea infra moenia, enlos nuevos fermentos y tensiones religiosas de carácter espontáneo, individual y comunitario que han madurado en el ambiente postconciliar.

2. RELATIVIZACIí“N DE LA SOCIOLOGíA – Cuando se tienen presentes los mentí­s que la misma realidad se encarga de dar a las generalizaciones y previsiones demasiado fáciles de los sociólogos, aparecen bastante oportunas y objetivas las consideraciones adelantadas por algunos estudiosos americanos (Luckmann. Berger, Bellah…). Por un lado, la sociologí­a se configura como ciencia desmitificante y relativizante por antonomasia; la sociologí­a del conocimiento. por ejemplo, teoriza las estructuras de atendibilidad, en virtud de las cuales un conocimiento se considera válido mientras el contexto social lo considera como tal, y pierde atendibilidad cuando este mismo contexto se resquebraja. Por otro lado, sin embargo, esta desmitificación relativizante -que tanto miedo ha dado a los teólogos y a los polí­ticos. quienes han intentado escamotearla desterrando con varios pretextos la sociologí­a- acaba perdiendo su carácter negativo, si se piensa que idéntica relativización puede dirigirse contra la misma sociologí­a; en este caso «los relativizadores quedan relativizados; los desenmascarantes desenmascarados: en realidad, la relativización acaba siendo de algún modo liquidada» «. En efecto, según los autores recordados, la crisis de atendibilidad de la religión en el mundo moderno tiene su origen en la situación pluralista tí­pica de la sociedad industrial, que lleva consigo la división del trabajo, la estratificación social y la socialización diferenciada desde las primeras etapas de la vida de la persona. En consecuencia, cada uno de nosotros debe asumir roles diversos y a veces discordantes, por lo cual llegamos a sentir un cierto distanciamiento respecto a algunos de ellos, aceptándolos sólo de manera superficial. A diferencia del hombre primitivo, que, por vivir en una sociedad sencilla, sufre el impacto de una sola estructura de atendibilidad, el individuo moderno se encuentra inmerso en una pluralidad de estructuras de atendibilidad, que intentan prevalecer una sobre la otra y que algunas veces se contradicen entre sí­. De ahí­ se sigue que cada una de ellas, por el simple hecho de coexistir con las demás estructuras de atendibilidad, se encuentra en situación más débil.

Ahora bien, si la causa más importante, aunque no única, de la disminuida atendibilidad de las tradiciones religiosas debe buscarse en esta multiplicidad pluralista de perspectivas, que acompaña indeclinablemente al proceso de secularización, el saber sociológico resulta liberador a este respecto. Porque mientras las demás disciplinas nos liberan del peso muerto del pasado, la sociologí­a nos libera de la tiraní­a presente, ilustrándonos sobre nuestra propia situación de seres socializados; nos libera, por tanto, de las certezas que nuestro tiempo divulga como tales. El mismo Berger, en unas páginas muy sugestivas y con la intención de sustraer la teologí­a al efecto del viento cambiante de las orientaciones y modas culturales del mundo pasajero, intenta engancharla a una antropologí­a humana fundamental; a los gestos humanos prototí­picos (no escondidos en las profundidades del inconsciente, como los arquetipos de Jung, sino constatables en la experiencia común de cada dí­a). en los cuales se pueden percibir los signos de la trascendencia y la presencia del absolutamente Otro: tendencia al orden, dimensión lúdica del hombre, sentido del humorismo, esperanza, que implica también el negarse a claudicar frente a lo inevitable de la muerte, y llamada a la condenación de acontecimientos ante los que aparece inadecuado todo castigo humano».

3. PREVISIONES SOCIOLí“GICAS SOBRE EL FUTURO DE LA RELIGIí“N – La futurologí­a está de moda. Aunque tiene conciencia de los riesgos que entraña adelantar previsiones, sobre todo a largo plazo, la sociologí­a moderna ha cedido a la tentación futurológica también en el campo religioso. Sin embargo, honestamente muchos han sabido desengañarse, tal como se deduce del contraste de opiniones en simposios de sociologí­a religiosa celebrados a intervalos de diez años; mientras en 1969 se proclamaba «la muerte de Dios» y el «eclipse de lo sagrado». en el año 1975 se adelantaban perspectivas bastante más cautas en el segundo simposio de sociologí­a religiosa de Baden y se sometí­an a atento examen las nuevas manifestaciones religiosas de la época secular».

Actualmente, los estudiosos han alcanzado ya una cierta unanimidad, previendo para la religión no un futuro uniforme, sino una pluralidad articulada de evoluciones proyectadas e interpretadas en formas diversas. Las numerosas investigaciones empí­ricas y teóricas ponen de manifiesto lo inadecuado del modelo de previsión que anuncia de forma simplista y unilateral la desaparición de la religión en la sociedad industrial y postindustrial. al menos a plazo corto o medio. En cambio, es más realista la previsión que subraya algunas modalidades caracterí­sticas del cambio, que aún se encuentra en marcha.

Milanesi, del que hemos tomado las presentes sugerencias, considera que es posible sintetizar estas modalidades en cuatro lí­neas principales de orientación: 1) desacralización y degradación de lo sagrado, que no excluye, sin embargo, la reaparición de numerosas sacralizaciones referidas a objetos de naturaleza profana (fenómeno de la dislocación de la simbologí­a religiosa) y la existencia de religiosidades «laicas», como las llama Bellah; 2) agravación de las tensiones dentro de las instituciones religiosas: 3) proliferación de formas religiosas extraeclesiales, a las que subyace una espiritualidad de notable incidencia (Jesús-Movement; interés extraordinario por las religiosidades orientales, budistas e hinduistas; movimientos religiosos holandeses; nuevas religiones africanas: nuevas religiones urbanas en el Japón; sectas mí­sticas americanas; sectas espiritistas en América Latina, etc.); 4) expansión del secularismo (y del ateí­smo en sus diversas formas).

Y he aquí­ la conclusión: «En la multiplicidad de fenómenos previsibles a corto y medio plazo, parece que sólo una hipótesis puede excluirse con seguridad: la separación definitiva y total de toda forma de religiosidad en la sociedad industrial. En cambio, se puede hablar con mayor precisión de una metamorfosis de la religiosidad contemporánea, que va reduciéndose en sus modalidades institucionales, pero persiste en formas latentes y manifiestas, individuales y colectivas. El destino de la religión no parece concluir aún; en su función de expresar los esfuerzos humanos de comprensión de sí­ mismo y del mundo, documenta con su propia crisis profunda la situación de transición en que se debate la sociedad, pero también contiene en su persistencia radical la certeza de que puede alcanzarse un significado trascendente».

4. INDICACIONES SOCIOLí“GICAS PARA UNA ESPIRITUALIDAD AUTENTICA – A la luz de las sugerencias sociológicas brevemente referidas, relativas a la situación socio-cultural en que se mueve y modifica la vida religiosa del hombre moderno en las sociedades muy industrializadas, y sobre todo a la luz de las lí­neas de tendencias concernientes a los desarrollos de un futuro próximo, ¿es posible y legí­timo recabar algunas indicaciones a propósito de una espiritualidad auténtica y óptima bajo el perfil sociológico? Serí­a una ingenuidad deplorable pensar que compete a un saber empí­rico determinar las cualidades intrí­nsecas de la relación interior con Dios y dictarle normas. La espiritualidad cristiana se diferencia de cualquier otra espiritualidad porque toma su elemento especí­fico y caracterizador de la intervención directa de Dios en el mundo del hombre, de Cristo, Hijo de Dios, que entra en la historia y actúa continuamente por obra del Espí­ritu Santo en la Iglesia y en lo í­ntimo de cada uno de los fieles. Obviamente, esta contraseña fundamental de la religiosidad y de la espiritualidad cristianas tan sólo puede fundarse y explicarse mediante una exposición teológica.

Sin embargo, en base a lo que venimos destacando acerca de la relación dialéctica entre espiritualidad y situaciones históricas, entre niveles socio-culturales y expresiones religiosas, parece correcto adelantar alguna que otra insinuación -que deberá ser calibrada posteriormente por un razonamiento teológico- de carácter sociológico, relativa a una espiritualidad sintonizada con la historia y con la cultura contemporáneas. Como se ha visto, las religiones y la espiritualidad, desarraigadas de la tendencia de fondo de nuestra época (por la liberación emancipadora) y disociadas por el calibre de los conflictos que la reconocen, aparecen fatalmente en declive. Por el contrario, ciertas modalidades de desarrollar lo sagrado y algunas experiencias religiosas animadas por una espiritualidad unitaria consiguen incluso hoy dí­a hacer mella y afirmarse con el vigor tí­pico de las minorí­as proféticas. De ello se sigue, desde un punto de vista sociológico, la necesidad de superar todo modelo dualista de vida espiritual que separe la vida interior de la acción social, la evangelización del compromiso de liberación y de promoción humana, favoreciendo las condiciones que garantizan una vida religiosa y.una espiritualidad unitaria y totalizante, es decir, en la que el Espí­ritu asuma la totalidad del proceso histórico conflictivo.

Este camino, que exige el esfuerzo convergente de las ciencias empí­ricas, teológicas y deontológicas para lograr una adecuada praxis pastoral, no está carente de dificultades. Precisamente, al contrario, los estudiosos de la espiritualidad han puesto de relieve que este camino implica una crisis radical; efectivamente, mientras cierra un cuadro de la historia profundamente marcado por dualismos tí­picos de la cultura occidental y platonizante, abre una nueva fase en la que los valores de la tradición, liberados de formas y modalidades ambiguas o anacrónicas, podrán encontrar adecuada realización: «Un nuevo lenguaje de sí­ntesis nos ayudará a intentar unir las necesarias polaridades de la vida cristiana: acción y contemplación, compromiso histórico y celebración sacral, desgarramiento conflictivo de la cruz y luz escatológica de la gloria, ya presente en la lucha histórica del tiempo. Pero tanto las sí­ntesis nuevas como las interpretaciones y lecturas de las experiencias y de las tradiciones no podremos ya considerarlas `definitivas’ o `clausuradas’. Habrán de quedar disponibles a la pluralidad dialogal de un catolicismo en marcha, abierto a la infinita posibilidad de lo real y del Espí­ritu»».

G. Mattai
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad