SIMBOLISMO

[558]
Significación que hay detrás de un sí­mbolo, que es una figura, imagen, emblema o signo de algo, que llega a ser entendido fácilmente por los que se hallan familiarizados con él, con su historia, origen o uso.

En las religiones y en las sociedades vinculadas con las creencias los sí­mbolos han sido usados desde antiguo como lenguaje fácilmente comprensible y comprendido por los iniciados y oscuro para los no adeptos. Por eso ha sido muy importante en las formulaciones religiosas, sobre todo de las creencias provenientes del Oriente.

Por eso el judaí­smo y el primitivo cristianismo están cargados de sí­mbolos, muchos de los cuales proceden de las culturas en medio de las cuales se desarrollaron los creyentes. También se mantuvieron muchos signos heredados de las religiones más antiguas: egipcias, babilónicas, persas, cananeas, fenicias, etc.

Los sí­mbolos se multiplican en el arte, en la literatura, en la música, sobre todo en los ritos religiosos, sociales, funerarios, nupciales. También aparecen con profusión en los libros sagrados.

Sin embargo serí­a inexacto el reducir todas las creencias, o todas las referencias de la Sda. Escritura, a simbologí­as, como hacen determinadas corrientes exegéticas de la Biblia, que entiende todo como productos fantasiosos al estilo de las mitologí­as arcaicas.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DJN
 
El sí­mbolo es un signo o una acción esencialmente ordenada a significar otra realidad de tipo intelectual, moral o dogmático. En los profetas abundan las acciones simbólicas (Jer 19,1-15; Ez 4,1-17; Act 21,10-13). En los evangelios también se dan (Mc 11,12-14). El evangelio de San Juan está prácticamente todo él concebido en un plan simbólico; simbolismo que se detecta fácilmente tanto en las palabras como en los hechos; así­ tenemos que Jesucristo es el cordero de Dios (Jn 1,29), el templo nuevo (Jn 2,19), el pan de vida (Jn 6,35), el agua viva (Jn 4,10), el Buen Pastor (Jn 10,11), la luz del mundo (Jn 8,12), el esposo (Jn 3,20). Las bodas de Caná (Jn 2,1-11) simbolizan los nuevos desposorios de Dios con la humanidad a través de Jesucristo, que es el esposo (Jn 3,29): Marí­a es el sí­mbolo del Israel fiel, que toma conciencia de la terminación de la alianza antigua y pide a Jesucristo su renovación; Jesucristo renueva esas bodas judí­as con un vino superior y abundante, el vino de la caridad evangélica, fuente de alegrí­a inagotable, frente a la frialdad del legalismo y de las ya caducas prescripciones ritualistas simbolizadas en las tinajas que guardaban el agua de las purificaciones. El episodio de los profanadores del templo (Jn 2,13-24) simboliza que al templo de Jerusalén le va a sustituir el templo nuevo que es Jesucristo, morada perfecta de Dios, y que el culto antiguo será sustituido por un culto nuevo al cuerpo glorioso y sacramental de Jesucristo. Nicodemo (Jn 3,1-21), personaje real, es el sí­mbolo y el prototipo de los judí­os doctos y buenos, preocupados por el Reino de Dios, en el que sólo se puede entrar por un nacimiento nuevo a través de las aguas bautismales y por la fuerza del Espí­ritu. El episodio de la Samaritana (Jn 4,1-42) simboliza a la esposa infiel que vuelve al hogar, tipo de la conversión de los no judí­os: a un templo espiritualizado -cuerpo glorioso de Jesucristo- debe corresponder un culto en espí­ritu y en verdad. En el inválido de la piscina (Jn 5,1-47) encontramos la ineficacia casi absoluta de aquellas aguas, la inutilidad de la Ley para dar la salud, que le vendrá al mundo exclusivamente a través de Jesucristo. La multiplicación de los panes (Jn 6,1-71) significa que si hay un templo nuevo, debe haber también una liturgia nueva: la liturgia pascual de la vieja alianza debe ser sustituida por la liturgia eucarí­stica. La curación del ciego de nacimiento (Jn 9,1-41), que ha de lavarse en la piscina de Siloé (enviado), nos manifiesta que la salud la encontramos en Jesucristo, enviado del Padre. La resurrección de Lázaro (Jn 11,1-54) es el sí­mbolo de la luz y de la vida. El lavatorio de los pies (Jn 13,1-17) es un sí­mbolo que entraña una gran lección de humildad. La sangre y el agua que brotan del costado abierto de Jesucristo (Jn 19,34) son el sí­mbolo del Bautismo y de la Eucaristí­a.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

El sí­mbolo (l Semiologí­a, II) aparece con predilección en algunos terrenos de la experiencia humana; surge naturalmente en las actividades psí­quica, poética y religiosa. Destacaremos algunos caracteres comunes a los diferentes tipos de sí­mbolos, antes de centrar más particularmente nuestra atención en el significado del lenguaje simbólico presente en la Sagrada Escritura.

El rasgo más general de la expresión simbólica es el encuentro, en ella, de la representación y del dinamismo: el sí­mbolo es una imagen cargada de afectos. El significado que transmiten los sí­mbolos se sitúa por tanto en un nivel preconceptual, en la penumbra de la sensibilidad y de la afectividad. La imagen puede ser la representación de una cosa percibida o inventada por el sujeto: lo demuestra el unicornio lo mismo que el lobo o que la ballena. Los afectos ligados a las imágenes les dan su peso, su calidad y su diversidad: un afecto masivo e indiferenciado como la angustia, o bien alguno de los sentimientos que constituyen la gama de la afectividad humana, o bien, finalmente, una mezcla de sentimientos, a veces contradictorios- y a veces complementarios.

Estas imágenes cargadas de afectos dan a la vida humana su densidad y su seriedad: indican su dirección, su entusiasmo y sus reticencias, su apertura y.sus bloqueos. Es fácil com. prender entonces que constituyan el objeto privilegiado de la mirada y de la’acción del psicoterapeuta. Quizá sea en el psicoanálisis donde se manifiesta con mayor evidencia la carga afectiva que anima a ciertas imágenes: la angustia impulsiva que se evoca cada vez que el pequeño Hans percibe tal tipo de caballo ilustra muy bien el aspecto dinámico de ciertas imágenes. Igualmente, la obra de un poeta encierra imágenes cargadas de los sentimientos dominantes de su autor; se trata; como dice Gaston Bachelard, de temas que interesan. Finalmente, es bien sabido que la experiencia religiosa se expresa en imágenes fuertemente impregnadas de afectos tales como los que explicita Rudolf Otto en. su obra clásica Lo sagrado.

Las imágenes y los afectos no están fijados de una vez para siempre en un individuo; se modifican en la medida en que éste se desarrolla o retrocede. Así­ es como Karl. G. Jung evalúa el progreso psí­quico de un ser humano según las figuras que surgen regular= mente a lo largo del proceso de individuación. Para Karl Rogers, el éxito de una terapia está en función de la aparición de sentimientos nuevos y diferenciados, que suceden a los sentimientos globales y apenas presentes en el campo de la conciencia; y al revés, una regresión va siempre acompañada de figuras que hacen nacer la angustia. Igualmente, un progreso en la experiencia religiosa irá acompañado, por ejemplo, de una transformación de la imagen de Dios y de los sentimientos vinculados a ella: el padre sustituye al tirano y el amor sucede al miedo; el sentimiento de distancia deja sitio a la certeza de la presencia familiar.

Los sí­mbolos no expresan solamente la experiencia de los individuos considerados aisladamente; pueden igualmente ser compartidos por una colectividad: nación, grupo lingüí­stico, cultura, religión. Algunos sí­mbolos tienen, por consiguiente, una historia y dan origen a una tradición. En cierto platonismo, el cuerpo puede ser considerado como la cárcel del alma, el lugar en donde tiene que pagar su deuda. En las religiones teí­stas, la divinidad suprema es paternal, está relacionada con los cielos, y mantiene con el hombre una relación de palabra y de escucha. A1 contrario en una religión cosmobiológica, el hombre está unido al cosmos por toda una serie de correspondencias vitales. Los grupos pueden desarrollarse o retroceder lo mismo que los individuos. Paul Ricoeur, en La symbolique du mal, ha mostrado cómo en la tradición judí­a del AT se han transformado los sí­mbolos del mal, pasando sucesivamente de la mancha acompañada de un terror ciego, a través del pecado unido al temor de la cólera de Dios, hasta la culpabilidad mezclada con remordimientos de conciencia; al mismo tiempo, cada figura nueva reinterpreta y conserva en sí­ misma las figuras superadas. En sentido inverso, Nietzsche considera como una regresión el hecho de que la figura de Dionysos, central en Grecia y que dio origen a las tragedias de Esquilo y de Sófocles, fuera sustituida por la figura del socratismo en las obras de Eurí­pides y en la enseñanza de Sócrates, subsistiendo tan sólo de forma subterránea en los misterios griegos.
Más aún, algunas experiencias parecen estar compartidas por todos los individuos, sea cual fuere su lenguaje, su cultura o su religión; por tanto, los sí­mbolos que las expresan son universales y pueden recibir el nombre de arquetipos. Jung y su escuela han insistido particularmente en la presencia de imágenes primordiales, que se portan como centros energéticos y que trascienden los lí­mites de los individuos y de las colectividades.

Los sí­mbolos no significan del mismo modo que los.conceptos, sino que obedecen a las leyes de la imagen y del afecto. No expresan un significado uní­voco. Por el- contrario, significan en la medida en que forman como una red, hablándose entonces de «constelación de signos»: imágenes que tienen cierto parentesco entre sí­ y que evocan afectos parecidos apuntan hacia un significado que sugieren sin explicitar. Por eso es posible estudiar los sí­mbolos de un paciente que sigue una cura psicoanalí­tica, de un poeta o de un jefe religioso. De los informes sobre L homme aux rats, de las obras de Ví­ctor Hugo o de los escritos de Juan de la Cruz se han podido deducir «universos» simbólicos, que presentan en cada caso una organización original y coherente. Este estudio puede proseguir en un nivel más elevado y tomar como objeto la configuración imaginaria de movimientos culturales o religiosos, como el romanticismo, el cristianismo o la Auf7dürung. Finalmente, se puede intentar una empresa más complexiva todaví­a: agrupar los materiales simbólicos, sea cual fuere su .origen, dentro de ciertas estructuras bien determinadas. Tal es el proyecto desarrollado por Gilbert Durand, en su obra Les structures anthropologiques de 1 imaginaire. Parte de las tres dominantes reflejas sacadas de la reflexologí­a betcheveriana: la dominante vertical (postural), la dominante nutritiva (ingestión) y la dominante sexual (rí­tmica). Su tesis consiste en constituir tres grandes universos simbólicos en la prolongación de las tres dominantes reflejas. El primer gesto está en correlación con la altura, la luz y la visión, con las técnicas de separación y purificación, simbolizadas frecuentemente por las armas, las flechas y las espadas. El segundo gesto está en correlación con la ingestión, y evoca las materias profundas, como el agua y la tierra, así­ como los objetos que contienen algo, las copas y los cofres. Finalmente, los gestos rí­tmicos están en correlación con los ritmos de las estaciones y los movimientos astrales, y evocan los numerosos sustitutos del ciclo: la rueda, la rueca, el torno y el encendedor. De este modo distribuye todo el campo de lo simbólico en dos estructuras: la diurna, ligada al gesto postural, y la nocturna, ligada a los reflejos digestivo y sexual.

¿Cómo se agrupan los sí­mbolos para formar una red cuya extensión y complejidad pueden ampliarse hasta llegar a determinar una visión global del mundo? Tomaremos como ejemplo un sí­mbolo que el hombre ha considerado siempre como expresivo de su vida, con sus ciclos y sus crisis, sus sufrimientos y sus esperanzas, y que Mircea Eliade estudia en el capí­tulo IV de su Tratado de historia de las religiones.

El hombre ha reconocido en los fenómenos lunares un modelo de su, propio comportamiento: ha comprendido y expresado la modalidad de su existencia en el modo de ser lunar. La luna es el astro que «mide» el tiempo con su propia duración. Tiene una «vida» dramática y patética: nace, crece, mengua y muere. Encarna al tiempo, en la medida en que está en devenir, sujeta a la transformación y a la muerte. Sin embargo, la muerte de la luna no es definitiva, ya que resucita a los tres dí­as. Esta intuición es el punto de partida de una inmensa sí­ntesis, en la que el hombre expresa su visión del mundo y su inserción en el cosmos. Lo mismo que la luna, el hombre nace, crece, va disminuyendo y muere; pero esta muerte no puede ser definitiva. Su esperanza de supervivencia en la muerte y más allá de ella encuentra a la vez su expresión y su confirmación en la luna nueva, que renace de la muerte de la luna vieja.

La «ley» lunar no rige solamente el comportamiento humano; el cosmos entero está sometido a ella como a un principio de unificación y de organización. Toda forma está sometida al devenir y ha de volver al estado caótico; la muerte es una regresión, una entrada en lo informe. Pero la regresión y la muerte no marcan más que una etapa en el proceso cí­clico: la etapa del descanso de las formas, de su hibernación, con vistas a un nuevo nacimiento. La muerte y las tinieblas tienen un valor positivo: es la época de la Noche cósmica en la que todo descansa, en la que todas las formas son posibles, en la que se permiten todas las esperanzas; la muerte constituye un estado en que el tiempo queda abolido y «matado», en provecho de una entrada en lo transhistórico.

El simbolismo lunar puede llegar a extender su imperio sobre todas las esferas cósmicas y a formar un «sistema» perfectamente coherente. Así­ es como toda la vida vegetal se somete al devenir lunar. La planta cumple un ciclo que se renueva sin cesar: vuelve al estado de semilla y de hibernación, durante el cual se regenera el poder vegetal para dar en primavera una nueva vegetación. Consideradas desde el punto de vista simbólico, la tierra y la luna son perfectamente intercambiables; las dos son el lugar de donde parten todas las formas y en donde todas las formas se absorben de nuevo con vistas a su renacer. La tierra es la luna, y la luna es la tierra. También las aguas se integran en la sí­ntesis lunar. Además de estar sometidas a un ritmo periódico, son germinativas, como la tierra y la luna: tienen la función de dar origen a todo lo que tiene forma en el cosmos y de reabsorber en sí­ mismas todas las formas que «han tenido su tiempo». La catástrofe acuática tiene un carácter lunar, y el héroe que sobrevive para inaugurar una humanidad regenerada es el compañero de la luna nueva que ha pasado por la muerte. Otras series de relaciones igualmente importantes se establecen entre la luna y la mujer o entre la luna y los difuntos.

El «parentesco» de estas imágenes nos muestra cómo puede un sí­mbolo como la luna convertirse en núcleo de una red inmensa, en la que cada cosa toma un sentido en la medida en que participa de un aspecto revelado por la luna. De esta forma, una multitud de objetos se convierten en sí­mbolos lunares: el caracol, la serpiente, la rana, el perro, el oso y la araña; las plantas, las hierbas y las conchas; las perlas y el rocí­o; la espiral y el rayo; la rueca y el huso.

Este ejemplo nos permite comprender cómo actúa la ley de la imagen. Los objetos enumerados anteriormente no valen ante todo por su sentido literal y uní­voco. Todos ellos son intercambiables entre sí­ e idénticos a la luna, porque todos ellos expresan el mismo esquema fundamental. Así­ pues, este esquema unifica todo el universo y constituye el lazo de una sí­ntesis en la que «se sostienen» todos los objetos del mundo, sometidos a la misma ley. El mismo hombre forma parte de esta sí­ntesis cósmica, ya que es reconocido en ella con su condición. Su condición, hecha de sufrimiento y de grandeza, de amenaza de muerte y de deseo de vivir siempre, recibe una valoración y una estima al someterse a una ley que la supera. De esta manera, el hombre participa del mismo modo de existencia que el resto del universo. Sus actividades adquieren entonces una dimensión cósmica. La realidad por excelencia se manifiesta en ellos; son portadores de una realidad que hace saltar los lí­mites de su individualidad y les confiere un «sentido de universo».

Este «plus de sentido» o este «sentido de universo» que caracteriza a los sí­mbolos cósmicos ha dejado sus huellas a nivel de los sí­mbolos personales. Imágenes cargadas de afectos, los sí­mbolos expresan, en el plano de la sensibilidad, el modo de ser general del sujeto humano. Esto significa que el significado transmitido por el sí­mbolo precede a toda diferenciación en facultades o virtualidades particulares, cognoscitivas o afectivas, intelectuales o sensibles. La imaginación es precisamente ese lugar intermedio por donde el significado circula libremente entre las diversas funciones humanas: las exigencias corporales se integran en los niveles más elevados de la psique y del espí­ritu; el espí­ritu recibe su complemento sensible necesario, y, finalmente, la imagen y el afecto se ajustan entre sí­.

Esta significación preconceptual, presente en el sí­mbolo, revela por tanto el conjunto del ser humano, en la medida en que se sitúa en el mundo con sus opciones fundamentales respecto a sí­ mismo, a los demás y a Dios. Los sí­mbolos reflejan la condición existencial del sujeto, que vive sus opciones fundamentales en el gozo o en la tristeza, en la paz o en la lucha, en el asombro o en la decepción, en la esperanza o en el desaliento o en una mezcla de sentimientos que se refuerzan o se contradicen entre sí­. Por consiguiente, todo sí­mbolo tiene un plus de sentido en la medida en que evoca la apertura del sujeto a la totalidad de su mundo, en donde sugiere el aspecto absoluto de sus opciones más esenciales. De esta manera el sí­mbolo guarda relación con el absoluto, al que está abierto el sujeto humano; es, por así­ decirlo, su resonancia en su sensibilidad y su afectividad. Más que el concepto tiene aptitud para hacer vislumbrar los infinitos matices que modulan la forma como se sitúa cada uno en la totalidad del universo.

Cuando un sí­mbolo es familiar a alguien, su comprensión consiste en seguir el movimiento de la imagen que lo conduce espontáneamente a lo que ésta sugiere. Pero cuando uno es introducido en un conjunto simbólico que supone una distancia en el tiempo o en el espacio cultural, está obligado a dar un largo rodeo de interpretación. Sirviéndose de los diversos métodos de lectura, puede llegar a alcanzar lo que pretende el texto, es decir, la clase de mundo que le propone el mismo texto.

El hombre actual se encuentra con el texto bí­blico en una distancia que la exégesis tiene la tarea de colmar. Encuentra allí­ sí­mbolos que se arraigan en la tradición judí­a, pero que no son extraños a otras unidades culturales ni quizá a todo ser humano. Sin embargo, incluso para estos últimos, su comprensión exige que se tenga en cuenta su inserción en un contexto de sí­mbolos, en el que adquieren su sentido. Por ejemplo en la Escritura el agua es un sí­mbolo importante. Acoge una serie de valores que parecen casi universales: las aguas disimulan las. formas, borran las culpas, purifican y regeneran, contienen los gérmenes de todas las posibilidades de la existencia. Sin embargo, mientras que otras culturas han desarrollado una cosmogoní­a acuática, el sí­mbolo del agua se reinterpreta en la Biblia en función de un contexto teí­sta y, en el NT, en función de un contexto cristológico. Así­ es como el agua, fuente de vida y de fecundidad universal, viene a su vez de Dios o de Cristo como de un origen más profundo. El agua está en relación con otros sí­mbolos de vida, como el vino o la tierra; pero éstos son recogidos a su vez por un conjunto de sí­mbolos propiamente teí­stas, como la luz, la altura, la palabra, el soplo, el padre, el juez, etc. El sí­mbolo del agua, reinterpretado en un contexto teí­sta, traduce a su vez lo divino, que integra en él los ritmos y los ciclos vitales.

Así­ pues, la significación de lo divino no es uní­voca. Lo divino se revela a medida que se exploran los múltiples sí­mbolos en los que, a lo largo de los siglos, un pueblo ha ido depositando la riqueza y la diversidad de su experiencia, en la complejidad de sus situaciones particulares. Su experiencia de lo divino la inscribió el pueblo judí­o en su vocabulario, con los múltiples matices, representativos y afectivos, que señalan su encuentro con Dios. Estos sí­mbolos se arraigan en el mundo de la altura (Dios es luz, reside en los cielos y se manifiesta a los hombres en la montaña), en el mundo de la vida (Dios es fuente de las aguas, de la vida y de la fecundidad), en el mundo de las relaciones interpersonales (Dios es padre, esposo, rey); etc. Estas representaciones evocan sentimientos variados y contradictorios: la trascendencia y la presencia familiar, el espanto y el cariño, el celo y la misericordia, etc.

Además, en el NT, los sí­mbolos no sólo aluden a lo divino, sino que se identifican con Jesús, como si encontrasen su recapitulación en ese único sí­mbolo portador de lo divino que es Jesús en su humanidad. Jesús es a la vez la luz del mundo, la palabra del Padre, la fuente de agua viva, el verdadero templo, el juez escatológico, el siervo doliente, etc.

La revelación de Dios en Jesucristo, en la medida en que se fijó en un lenguaje rico en sí­mbolos, está pidiendo una cristologí­a que se haga hermenéutica, que recoja y explore las múltiples significaciones de lo divino encarnadas en el tiempo y el espacio y asumidas en Cristo muerto y resucitado. Gracias al proceso infinito de la interpretación es como puede el creyente, sobre la base de su experiencia religiosa inserta en la Iglesia y con la ayuda de diversos métodos de lectura, comprender la clase de mundo que le ha abierto el texto evangélico, designado muchas veces como el reino de Dios o el nuevo nacimiento.

BIBL.: BAUDOUIN Ch., Psicoanálisis del sí­mbolo religioso,, Paulinas, Méjico 1958; CHEvALIER J. y GHEERBRANT A., Diccionario de los sí­mbolos, Hetder, Barcelona, 1986; DURAND G., Les structures anthropologiges de t’imaginaire, Poitiers 19693; ELIADE M., Tratado de historia de las religiones, Cristiandad, Madrid 1974; LONERGAN B.J.E, Método en teologí­a, Sí­gueme, Salamanca 1988; RAHNER K., Para una teologí­a del sí­mbolo, en Escritos de teologí­a 4, Taurus, Madrid 1964 283-321; RICOEUR P., Interpretation Theory: Discours and the Surplus of Meaning, Tejas 19764.

J. Naud

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental