SIGNOS DE LOS TIEMPOS

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Expresión consagrada por varios Pontí­fices (Juan XXIII, Pablo VI) para describir de forma sintética las caracterí­sticas de nuestra cultura y de nuestras circunstancias religiosas.

Juan XXIII solí­a emplear el equivalente de «aggiornamento» y Pablo VI el de «être í  la page», para referirse a la necesidad de la adaptación de la Iglesia a esas circunstancias y condiciones del a vida, de la sociedad y de la cultura de los tiempos recientes.

El Concilio Vaticano II reclamó con insistencia y claridad la necesidad de la Iglesia de conocer la realidad de cada época y la conveniencia de acomodarse a las realidades humanas, rasgos que siempre la Iglesia ha manifestado pues su misión no es defender una cultura, sino anunciar un mensaje de fe.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
La expresión «signos de los tiempos» se puso en circulación por la época del Vaticano II. Aunque habí­a aparecido ya antes en Francia, Juan XXIII la utilizó en la constitución apostólica Humanae salutis, por la que se convocaba el Vaticano II: «Siguiendo la recomendación de Jesús cuando nos exhorta a distinguir claramente los signos… de los tiempos (Mt 16,3), Nos creemos vislumbrar, en medio de tantas tinieblas, no pocos indicios que nos hacen concebir esperanzas de tiempos mejores para la Iglesia y la humanidad». El contexto en el que el Papa usa el término recoge adecuadamente el carácter en cierto modo apocalí­ptico del texto de Mateo, en el que «de los tiempos» es kairôn, con el sentido de momentos importantes del plan divino. En efecto, a través de ellos, «Dios ofrece en cada época indicios de su voluntad… Su palabra es una invitación a la hermenéutica de la historia y, en cuanto tal, un permanente desafí­o para la Iglesia».

En el concilio mismo la expresión aparece varias veces. El texto más conocido es el que se encuentra al comienzo de la constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno, en el que se dice que «es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del evangelio» (GS 4). Pero se usa también en otros textos: el reconocimiento de los signos de los tiempos deberí­a llevar al compromiso con el ecumenismo (UR 4); los sacerdotes han de unirse a los laicos en la lectura de los signos de los tiempos (PO 9); se dice que uno de los signos de los tiempos es la solidaridad entre los pueblos (AA 14). En la constitución sobre la liturgia puede encontrarse una expresión equivalente a «signos de los tiempos»: «El celo por promover y reformar la sagrada liturgia se considera con razón como un signo de las disposiciones providenciales de Dios sobre nuestro tiempo, como el paso del Espí­ritu Santo por su Iglesia, y da un sello caracterí­stico a su vida e incluso a todo el pensamiento y la acción religiosa de nuestra época» (SC 43). Estos cinco ejemplos vienen a coincidir en lo mismo: Dios está actuando dentro de la historia humana y la Iglesia da una respuesta. Esta misma idea se encuentra también en GS 11: «El pueblo de Dios, movido por la fe, que lo impulsa a creer que quien lo conduce es el Espí­ritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios». En la misma constitución se dice: «Es propio de todo el pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espí­ritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina» (GS 44). De hecho, la constitución en su conjunto puede considerarse un amplio ejercicio de lectura de los signos de los tiempos.

Al leer los signos de los tiempos hay que tener en cuenta la ambigüedad de la historia humana: no todo movimiento, por muy popular o amplio que sea, es obra del Espí­ritu de Dios. La historia humana no se identifica con la historia de la salvación. Incluso dentro de movimientos que son claramente de Dios se encuentra fragilidad, e incluso pecado. Por eso es necesaria la tarea teológica del discernimiento. Los movimientos y los acontecimientos han de interpretarse a través de la fe o, en palabras del Vaticano II, «a la luz del evangelio» (GS 4). La frase que circulaba en el Consejo Mundial de las Iglesias (>Ecumenismo y Consejo Mundial de las Iglesias) en la década de 1960, «Es el mundo el que dicta el programa de la Iglesia», por un lado se pasa y por otro se queda corta: es el evangelio, y no el mundo, el que constituye la orientación principal de la Iglesia; la Iglesia no puede ignorar la situación del mundo, pero, en sí­ misma, esta no basta, porque la Iglesia ha de poner su don propio, que es el evangelio, al servicio de la interpretación de la realidad humana.

Aunque las >teologí­as de la liberación no usan con mucha frecuencia el término «signos de los tiempos», son, en los mejores casos, un ejemplo de indagación de los signos de los tiempos a la luz del evangelio.

En cierto sentido podemos hablar de los signos de los tiempos como una tarea de la teologí­a y como un locus theologicus o >fuente de la teologí­a.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

Señales de nuevas gracias de Dios

La expresión «signos de los tiempos», usada frecuentemente por Juan XIII, está inspirada en el texto evangélico «¿Sabéis discernir el aspecto del cielo y no podéis discernir las señales de los tiempos?» (Mt 16,3; cfr. Lc 12-54-56). En el contexto evangélico indica los signos de la venida del Mesí­as. En la aplicación actual es una invitación a descubrir las señales de la voluntad de Dios, que se manifiesta por medio de los acontecimientos.

Juan XXIII, en la convocación del Concilio (1961, Const. «Humanae Salutis») y en la encí­clica «Pacem in Terris» (1963), invitaba a considerar algunos «signos de los tiempos» la renovación de la Iglesia, el respeto por los derechos humanos fundamentales, la entrada de la mujer en la vida pública, la transformación de la familia. Posteriormente se irán añadiendo otros signos el deseo de unidad universal, las situaciones de injusticia o de guerra que reclaman una atención responsable por parte de todos, el progreso rápido y el avance de la tecnologí­a, los cambios frecuentes y rápidos, la información total y universal, etc.

Analizar la realidad a la luz de la Palabra

El concilio Vaticano II usó esta expresión repetidas veces. especialmente en la Constitución «Gaudium et Spes». Se trata de «auscultar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio» (GS 4), puesto que son «signos verdaderos de la presencia y de los planes de Dios» (GS 11). Este discernimiento y valoración sólo es posible «con la ayuda del Espí­ritu Santo» y «a la luz de la Palabra divina» (GS 44).

La realidad toda entera, que incluye los acontecimientos, debe ser analizada no a la luz de una ideologí­a materialista (como si los acontecimientos fueran irreversibles), sino a la luz de la persona y mensaje de Jesús, en quien hay que «recapitular todas las cosas» (Ef 1,10). Sólo así­ se acierta en el discernimiento y se llega a asumir compromisos personales y comunitarios, en un proceso de ver, juzgar y actuar.

En la evangelización

La exhortación de Pablo VI sobre la evangelización, invita a discernir y seguir los signos de los tiempos en ese campo. La Palabra de Dios, siempre viva, comunica nuevas luces para solventar las situaciones nuevas que se presentan en el caminar apostólico. El Espí­ritu Santo «explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio… El es quien hace discernir los signos de los tiempos – signos de Dios – que la evangelización descubre y valoriza en el interior de la historia» (EN 75).

Cada nueva situación humana conlleva también una nueva gracia que ayuda a insertar mejor el evangelio en la historia concreta. La insertar el Evangelio en las situaciones y las culturas, «la fe manifiesta el pan divino sobre la entera vocación del hombre» (GS 11).

Discernir los «signos de los tiempos» atañe a todos. «Es un deber de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpre¬tar, con la ayuda del Espí­ritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor enten¬dida y expresada en forma más adecuada» (GS 44).

Referencias Discernimiento, Espí­ritu Santo, historia, historia de salvación, inculturación, Palabra de Dios, revelación, revisión de vida.

Lectura de documentos GS 4,11,44; SC 45; PO 6,9,15,17-18; DH 15; UR 4; EN 75; RH parte 3ª; CEC 2659-60.

Bibliografí­a M.D. CHENU, Los signos de los tiempos, en La Iglesia en el mundo de hoy (Madrid, Taurus, 1970) II, 253-278; J. ESQUERDA BIFET, Magisterio y signos de los tiempos Burgense 10 (1969) 239-271; G. GENNARI, Signos de los tiempos, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991)1758-1780; L. GONZALEZ CARVAJAL, Los signos de los tiempos. El Reino de Dios está cerca (Santander, Sal Terrae, 1987); F. PLACER UGARTE, A los 25 años de la promulgación de «Gaudium et Spes» los signos de los tiempos en la pastoral y en la teologí­a Lumen 40 (1991) 113-134; X. QUINZA LLEO, Leer los signos de Dios en la posmodernidad Revista Española de Teologí­a 51 (1991)429-473; M. RUIZ, Los signos de los tiempos Manresa 40 (1968) 5-18; R. SCHNACKENBURG, Interpretare i segni del tempo (Brescia, Morcelliana, 1985).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Al parecer, la expresión «signos de los tiempos» aparece en el Vaticano II en febrero de 1964, dentro del denominado texto de Zurich (Esquema XVII) y cuaja en Gaudium et Spes n° 4. M. Chenu, ante las crí­ticas y sospechas que tal acepción recibió, la defendió de esta manera: «El contenido y alcance de los Signos de los Tiempos es en la Escritura estrictamente cristológico y soteriológico». Extenderlo al desenvolvimiento humano, profano o eclesiástico del tiempo es un abuso de vocabulario: «no se puede pasar del acontecimiento, absolutamente transcendente, incluso en sus signos, a los acontecimientos de la historia».

Detrás de esta afirmación de Chenu, se nos está poniendo de manifiesto que el debate se centraba en esta pregunta: «¿Signos de los tiempos» debe entenderse en sentido estrictamente bí­blico mesiánico-escatológico, o su contenido podrí­a ser más amplio y referido a los valores auténticamente humanos que emergen del movimiento de la historia y que debí­an de alguna manera relacionarse con el sentido bí­blico? Esta pregunta recorre, sin resolverse, los textos vaticanos.

Pero el asunto de los signos de los tiempos no sólo se complicaba desde ámbitos propiamente teológicos y pastorales, sino desde ámbitos sociológicos y filosóficos: ¿Qué se puede calificar, desde la hermenéutica filosófica, como «signo de los tiempos»? A esta pregunta, X. Quinzá Lleó ha tratado de responder recientemente, recogiendo la problemática anterior, desde las aportaciones de P. Ricoeur.

Para este autor, un signo de los tiempos serí­a aquel que se muestra en la historia como relevante y significativo, en esa relación dialéctica entre hombre y mundo. El signo histórico encierra ya en sí­ un sentido, y muchas veces nuestra tentación es la de estrujarle, despojándole de su misterio. Los signos indican siempre y en primer lugar dónde vivimos, es decir, junto a quién nos ocupamos en determinar cómo están las cosas. El signo histórico tiene algo de azaroso, de imprevisible, de sorprendente: el hombre es capaz de provocar consecuencias que no contemplaba, o de desencadenar fuerzas que no está en condiciones de controlar. El signo es muy consciente de ser él mismo interpretación de otros signos, pero a la vez está abierto a interpretaciones posteriores.

Afirmado lo anterior, X. Quinzá, siguiendo a A. Cardin, se lamenta de que en estos momentos hemos perdido, en teologí­a y en pastoral, el interés por escrutar los signos de los tiempos, siguiendo la invitación del Vaticano II, y de que hemos prostituido y falseado el significado de la expresión «signos de los tiempos». Por ello se hace necesario purificar el término para redescubrir su sentido. A un doble nivel: uno, socio-histórico, y otro, teológico-pastoral.

En lo teológico-pastoral se relaciona con diferentes campos: con la revelación, porque incide en el modo de comprensión de la Palabra de Dios en la historia; con la cristologí­a, por ser Cristo referencia y lugar de convergencia de todos los signos, Signo él mismo único y definitivo; con la escatologí­a, porque los signos de los tiempos son presencia anticipada en la fragmentariedad del momento histórico; con la pneumatologí­a porque es el Espí­ritu quien causa actualizaciones de la revelación, agudiza la mirada y sustenta toda interpretación y discernimiento; con la praxis-pastoral, porque recibimos la invitación no solamente a leer los signos, sino a ponerlos en práctica, a realizarlos como avance de la salvación y compromiso con la misma; incluso tiene una fuerte relación con las dimensiones catequética y confesante de la fe.

De alguna manera, la teologí­a y la pastoral, según X. Quizá, pudieran denominarse «la conciencia del signo cristiano hoy», ya que tanto en su dimensión hermenéutica como práctica, participan de una bipolaridad bien significativa: hacen presente una experiencia de la salvación que solamente se revela en plenitud desde la transparencia y opacidad del misterio en la historia. Pero a la vez la fe incide en la historia, en una historia calificada tanto de espacio de oposición como de espacio de discernimiento: la fe comporta la convicción fundamental de que el tiempo es el campo de la actuación de Dios.

El signo de los tiempos nos habla en cierta manera de una teologí­a y pastoral no cerradas. Los ST se convierten en lugares desde donde hacer teologí­a; lugares de argumentación, como contexto histórico significativo para elaborar propuestas en la comunidad eclesial. Escrutar y discernir es especialmente tarea del teólogo y de los pastores que deben elaborar modelos de discernimiento teológico y práxico, no sólo espiritual, para leer crí­ticamente la realidad histórica, y señalar la pastoral adecuada al Reino de Dios. La historia para el teólogo, en la que se leen los ST no es algo «especulativo» sino un material de conciencia histórica y colectiva, de presencia del Reino de Dios, de respuesta lúcida y creativa, de realización histórica del misterio de Dios. Los ST son a un mismo tiempo mesiánicos y escatológicos: se dieron en plenitud en un momento de la historia, siguen preñando la historia, y deben seguirse haciendo explí­citos y creí­bles.

V. F. Placer nos señala, con una cierta complejidad y ambigüedad de lenguaje (entre lo pastoral-sociológico y teológico), estos criterios para un discernimiento o hermenéutica de los signos de los tiempos: 1) Observar sociológicamente y psico-sociológicamente los acontecimientos. 2) Situarlos en un lugar determinado, o encarnados en un contexto. 3) Tomar opción y partido por ellos. 4) Actitud de discernimiento desde la fe, y compartida con los no-creyentes. 5) Actitud espiritual: fidelidad al Espí­ritu, desde el seguimiento de Jesús, y desde el compromiso con esos mismos signos.

F. Placer prima el tema de la opción por los pobres, y finaliza afirmando que es una asignatura pendiente en nuestra teologí­a y en nuestra pastoral.

Por su parte L. González Carvajal subraya que este tema de los signos de los tiempos se puso de moda a partir del Vaticano II, y estuvo precedido por algunas alocuciones de Juan XXIII. Todo el mundo pareció hablar de ello en una época, aunque no se delimitaron sus campos ni el alcance de la expresión: ¿son los signos de los tiempos actuales o de los tiempos de Cristo o los de los últimos tiempos? En cualquier caso esta expresión no puede entenderse sino desde la teologí­a bí­blica; más en concreto, desde los «signos» que delatan y expresan y contienen el Reino de Dios. En este sentido, toda la creación está orientada hacia el Reino de Dios; debemos leer los signos de la historia de la salvación y revelación; y no olvidar que los signos de los tiempos, mientras llega la parusí­a, están apartados de los «signos del Reino». Ahora bien, para saber leer los signos de los tiempos, y con ello determinar los lugares teológicos nuevos que van naciendo, debemos intentar una nueva hermenéutica, en la que la simbologí­a no es un elemento externo. Los criterios hermenéuticos para entender los «Signos de los tiempos», pasarí­an por un triple momento o nivel:

1. Análisis sociológico del presunto signo. Y aquí­ es importante discernir desde dónde se hace este análisis (marxismo, funcionalismo, estructuralismo, neoconservadurismo).

2. Análisis teológico del presunto signo: desde la Revelación y sus fuentes. En este sentido no hay que confundir fuentes de la revelación con «lugares teológicos».

3. Referencia del signo a sus destinatarios. La importancia del destinatario es tan grande que podrí­amos comparar el signo a un espejo que nos devolverá diferentes imágenes según la posición desde donde lo miramos. El sí­mbolo es sugerente y nunca se agota en su contemplación desde la realidad. Carvajal apuesta por tres signos de los tiempos: lucha contra la pobreza, conciencia democrática, nueva medicina.

Finalizamos: recientemente los obispos españoles, en un documento sobre el «siglo que termina» (La fidelidad de Dios dura siempre) han hablado de signos de los tiempos como «señales de la presencia activa de Dios en nuestra historia», y, entre dichos signos, han señalado expresamente: el Concilio Vaticano II y los Papas de este siglo, la paz y la concordia, el desarrollo económico y social, la construcción de una nueva Europa.

BIBL. – L. GONZíLEZ CARVAJAL, ¿Se identifican lugar teológico y signo de los tiempos?: «Lumen» 41 (1992) 367-382: L. GONZíLEZ CARVAJAL, Los signos de los tiempos, Sal Terrae, Santander 1987.

Raúl Berzosa Martí­nez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios «MC», Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

Se denominan signos de los tiempos todos los acontecimientos históricos que logran crear un consenso universal y que permiten la comprensión de las etapas fundamentales de la historia de la humanidad.

La expresión «signos de los tiempos» aparece por primera vez en Mt 16,4 (Lc 12,54-56), donde Jesús invita a la perspicacia y a la atención constante al Reino de Dios. En nuestros dí­as, la fortuna de esta expresión se debe al papa Juan XXIII, que, con fuerza profética, volvió a proponer su significado original, En el documento de convocatoria del concilio Vaticano II, el papa afirmaba: » Haciendo nuestra la recomendación de Jesús de saber distinguir los signos de los tiempos, creemos descubrir, en medio de tantas tinieblas, numerosas señales que nos infunden esperanza sobre el destino de la Iglesia y de la humanidad». A partir de este documento, otros pontí­fices han recurrido con frecuencia a esta expresión, codificada por el Vaticano II sobre todo en el documento Gaudium et spes (nn. 4, 11, 44).

Con los signos de los tiempos, la Iglesia expresa ante todo el cambio en sus relaciones con el mundo: ella no quiere compartir el anuncio de los diversos profetas de desventuras, sino que, basándose en el Evangelio y en la resurrección, anuncia en la historia la presencia de verdaderos signos positivos que pueden ser catalizadores de cambio para todos.

Sin embargo, los signos de los tiempos requieren una lectura competente y precisa, va que marcan las etapas de la humanidad. Con esta intención, la Iglesia pide ayuda a los hombres de su tiempo, creyentes y no creyentes, para que le hagan comprender las verdaderas esperanzas y expectativas de la humanidad. Además, a través de los signos de los tiempos es más fácil tener una visión mejor de la historia y del hombre : en efecto, esos signos indican que en cada uno de los hombres existen gérmenes de vida que mueven hacia un cambio positivo y tienden hacia un fin común. Con los signos de los tiempos, sobre todo, la 1glesia está llamada a desarrollar plenamente su actividad profética. Leyendo los signos, ella se compromete ya que, en todo caso, está llamada a recordar el juicio de Dios sobre estos acontecimientos.

De esta manera, es capaz de corresponder a la tensión escatológica que la hace presente en la historia, pero siempre en camino hacia el cumplimiento.

La 1glesia, por consiguiente, está llamada a » escrutar» los signos de los tiempos : esto le permite situarse en el mundo con la atención de quien sabe anticipar el futuro, pero velando siempre sobre el presente. No se puede concebir que el fenómeno de los signos de los tiempos corresponda solamente a una «lectura» de los mismos después de que se hayan realizado. Los cristianos, en virtud de su vigilancia, tienen la tarea de crear nuevos signos, para que se haga cada vez más evidente la victoria del bien sobre el mal, La capacidad de crear signos nuevos será sin duda un testimonio de la responsabilidad que la comunidad cristiana sabe que tiene respecto al mundo, si ella es realmente «experta en humanidad».

No deberí­a caerse en la inflación en el uso de la expresión » signos de los tiempos». debe utilizarse sólo para acontecimientos positivos, no negativos, y para hechos que constituyan realmente historia.

De todas formas, siempre que se ponen los signos, éstos necesitan un real discernimiento para verificar si son verdaderamente » signos para nuestro tiempo». El discernimiento deberí­a llevarse a cabo recordando que estos signos afectan a todos los hombres, creyentes y no creyentes. Si para estos últimos los signos deberán significar la consecución progresiva de la justicia y de la dignidad de la persona, para los primeros tendrán que expresar la presencia de la implicación de Dios en nuestra historia a fin de conducirla a su plenitud.

R. Fisichella

Bibl.: G. Gennari, Signos de los tiempos. en NDE, 1286-1303: R. Fisichella. Signos de los tiempos. en DTF 1360-1369; AA. w , Fe y nueva sensibilidad histórica. Sigueme, Salamanca 1972; L, González Carvajal, Los signos de los tiempos. El reino de Dios está entre nosotros, Sal Terrae, Santander 1987; M, D, Chenu. Los signos de los tiempos. en I Congar (ed,i, La Iglesia en el mundo de hoy 11, Taurus, Madrid 1970, 253-278. .

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Introducción: Origen y uso de esta expresión: 1. Origen material bí­blico; 2. Historia del contenido y de la fórmula primera del Val. II; 3. Presencia de la expresión y del concepto en el Val. II; a) Citas explí­citas, b) Citas implí­citas – II. Historia: del tiempo «cerrado» al tiempo «abierto» – III. «Creencia humana» como lectura-creación de los signos de los tiempos: 1. El rechazo del signo en nombre del presente idolatrado, o la conservación absoluta; 2. El rechazo del signo en nombre del presente totalmente rechazado, o la rebelión absoluta; 3. La acogida del signo: un proyecto en el tiempo – IV. Fe judeo-cristiana: leer y construir los «signos de los tiempos» – V. La revolución nuclear de los signos de los tiempos: 1. Revelación y signos de los tiempos; 2. Fe y signos de los tiempos; 3. Teologí­a y signos de los tiempos; 4. Historia y signos de los tiempos; 5. Hombre y signos de los tiempos; 8. Iglesia y signos de los tiempos; 7. Jesucristo y signos de los tiempos; 8. Espí­ritu y signos de los tiempos – VI. Criterios para leer e interpretar los signos de los tiempos: 1. Escuchar atentamente: a) La ideologí­a. b) El moralismo; 2. Comprender e interpretar; 3. Juzgar – VII. Conclusión. Los signos de los tiempos en la actualidad.

I. Introducción: Origen y uso de esta expresión
Para conocer mejor la naturaleza y el significado de una cosa, es siempre necesario -ha escrito Aristóteles- ponerse a indagar su origen. Esta ley es más verdadera que nunca a propósito de la expresión «signos de los tiempos», que pareció emerger de golpe en la terminologí­a teológica de estos últimos años, después del Vat. II, y que, en cambio, tiene, explí­cita o implí­citamente. una historia subterránea, que nos conduce mucho más lejos.

1. ORIGEN MATERIAL BíBLICO – Materialmente, la expresión es bí­blica; concretamente, evangélica (Mt 16,1-3); pero, en el contexto exacto en que se sitúa, posee un significado directamente mesiánico y escatológico, que trasciende inmediatamente el sentido acostumbrado de tipo meteorológico relacionado con las estaciones del año (del que toma ocasión el mismo Jesús) y se proyecta en el presente mesiánico de la plenitud de los tiempos. Así­ pues, más que de «signos de los tiempos» se debiera hablar en ese pasaje evangélico de «signos del tiempo» o signos de la «hora mesiánica», con una plenitud de significado que se orienta decididamente más allá de todo significado no sólo meteorológico, sino también histórico y natural. El objeto de la reflexión serí­a directamente el punto de encuentro de Dios con la historia en la venida del Mesí­as, y «signos del tiempo» serí­an bien los «signos» en sentido joaneo, como reveladores de la presencia eficaz del Mesí­as, bien el signo definitivo, el «signo de Jonás», el único que se dará a esta generación testaruda y descarriada (Le 11,29). Esta creo que es la razón por la que el Vat. II, aun utilizando y consagrando la expresión «signos de los tiempos», no ha hecho mención de la referencia bí­blica. Es cierto incluso que en un primer momento estaba presente esta referencia; pero fue eliminada precisamente por las vivas protestas de los biblistas, que advirtieron inmediatamente la falta de propiedad de esta mención, dada la irreducible originalidad cristológico-escatológica de la expresión bí­blica. Está claro, pues, que el significado que encierra esta expresión en los textos conciliares no se puede reconocer con la simple referencia material a la Escritura.

2. HISTORIA DEL CONTENIDO Y DE LA Fí“RMULA PRIMERA DEL VAT. II – Pero en el mismo momento en que se verificaba en la subcomisión conciliar el rechazo por parte de los exegetas del uso indiscriminado de la expresión bí­blica «signos de los tiempos», se ofrecí­a por encima de toda conexión exegética una definición de lo que podrí­a significar la expresión en sí­ y del sentido en que su presencia o la de expresiones equivalentes podrí­a introducirse en el texto conciliar. Hela aquí­: «Los fenómenos que, por su generalización y su frecuencia, caracterizan a una época, y a través de los cuales se expresan las necesidades y las aspiraciones de la humanidad presente». Se advierte al punto que la definición es más bien sociológica y carente por completo de densidad teológica; y que, por el contrario, aparecerá como prevalente en los mismos textos de los documentos conciliares, y sobre todo en el uso que se hará de ella en el postconcilio. Pero queda el hecho de que sobre la base de esta definición descriptiva, aunque imprecisa, la expresión se prestaba a entrar en el texto del concilio. Sin embargo, la subcomisión habia aceptado en este momento la fórmula y habí­a dado una definición orientadora de ella, porque se encontraba frente al hecho consumado de la presencia de la expresión misma o de fórmulas semejantes en los textos del magisterio, tanto preconciliar como relativo o contextual al concilio mismo.

Pero también el magisterio habí­a estado precedido, en el curso de los siglos, de pensadores, teólogos y pastores que habí­an acentuado el significado central de la historia y de sus hechos para la fe y para la, salvación. Ya en 1600. Melchor Cano habí­a señalado la historia como «lugar teológico»; y, en nuestro siglo, el cardenal Faulhaber habí­a tomado como consigna episcopal «Vox temporis, vox Dei». Viniendo a los textos del magisterio, Pí­o Xll habí­a anticipado el tema en varias ocasiones, especialmente en el discurso consistorial de 20 de febrero de 1946; pero el término habí­a entrado explí­citamente en el texto mismo de la bula de convocación del concilio, la Humanae salutis, de Juan XXIII (25 de diciembre de 1961), haciendo una referencia, no del todo pertinente desde el punto de vista exegético y simplemente ocasional, al texto evangélico’. Juan XXIII demostrarí­a también en otra ocasión su predilección por esta expresión, y sobre todo por su significado, ya que la introducí­a como elemento cardinal de la arquitectura misma de la Pacem in terris (11 de abril de 1963). Cada una de las cuatro partes de la encí­clica concluye con la indicación de diversos signos de los tiempos, entre los cuales se cuentan la socialización, la emancipación de los pueblos colonizados, la promoción de las clases trabajadoras y el ingreso de la mujer en la vida pública. También Pablo VI en su primera encí­clica, Ecclesiam suam (6 de agosto de 1964), recoge la expresión, el significado y la problemática de los signos de los tiempos, negando que la perfección de la Iglesia se identifique con el inmovilismo y llamando la atención crí­tica sobre los signos de los tiempos como metodologí­a permanente de la vida de la Iglesia en la historia’.

3. PRESENCIA DE LA EXPRESIí“N Y DEL CONCEPTO EN EL VAT. II – Impulsados por sugerencias más o menos explí­citas y formales procedentes del pasado y de la autoridad misma de los papas más recientes, los padres del Vat. II insertaron el tema de los signos de los tiempos en el texto de los documentos, pero sobre todo en la trama teológica de la enseñanza conciliar. No nos interesa aquí­ analizar todas las etapas pendulares a través de las cuales se impuso el tema, tanto en la discusión de la comisión como en el aula; pero es cierto que nadie puede dudar de la verdad de un juicio como éste, relativo a la fórmula y a su significado teológico: «La expresión debe ser considerada e interpretada como una de las tres o cuatro fórmulas más significativas del concilio mismo, tanto en el desarrollo de los trabajos como en su inspiración original’. Refiriéndonos directamente a los textos conciliares, es oportuno, antes de cualquier otro análisis y discusión interpretativa, aducir tanto aquellos en los que aparece explí­citamente la fórmula como aquellos en que está presente por equivalencia de significado teológico, tanto más que, en conjunto, son relativamente pocos; exactamente, sólo nueve.

a) Citas explí­citas. Son, en concreto, tres, a saber: «Para desarrollar este cometido [continuar la obra de Cristo], es deber permanente de la Iglesia escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio…» (GS 4). «… Este santo concilio exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, participen diligentemente en la obra ecuménica» (UR 4). «… [los presbí­teros] estén prontos a escuchar el parecer de los laicos, considerando con interés fraterno sus aspiraciones y alegrándose de su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, de manera que puedan reconocer juntos los signos de los tiempos» (PO 9).

b) Citas implí­citas. Dentro de la variedad de su significación y de su completez, hay por lo menos seis: dos de ellas, en la GS, ocupan un lugar ciertamente central; una de AA, una de PO, otra de DH y otra de escaso valor, en SC 43. Me parece útil reseñar el contenido de cinco de ellas. Importantí­simo y solemne es el siguiente texto: «El pueblo de Dios, movido por la fe, en virtud de la cual cree ser conducido por el Espí­ritu del Señor, que llena el universo, intenta discernir en los acontecimientos, en las exigencias y en las aspiraciones de las que participa junto con los demás hombres de nuestra época, cuáles son los verdaderos signos de la presencia y del plan de Dios. La fe, en efecto, ilumina todas las cosas con una luz nueva…» (GS 11). Este otro texto de la GS es ciertamente pertinente respecto al sentido de la expresión: «Es deber de todo el pueblo de Dios, sobre todo de los pastores y de los teólogos, escuchar atentamente, comprender e interpretar con ayuda del Espí­ritu Santo los diversos lenguajes de nuestro tiempo y saber juzgarlos a la luz de la palabra de Dios, para que la verdad revelada pueda ser entendida cada vez con mayor profundidad, mejor comprendida y presentada de forma más adecuada» (GS 44). También PO, desde su propio punto de vista, vuelve indirectamente sobre el tema de los signos de los tiempos: «Para promover la madurez cristiana, los presbí­teros podrán contribuir a que cada uno sepa descubrir en los acontecimientos mismos, de mayor o menor importancia, cuáles son las exigencias naturales y la voluntad de Dios» (PO 6). Con una indicación precisa, tenemos luego dos textos que concretizan los signos de los tiempos, indicados con fórmulas equivalentes, pero muy próximas, en dos fenómenos actuales: la creciente solidaridad entre los hombres (indicada como un «signo de nuestro tiempo»: AA 14) y el reconocimiento civil del derecho a la libertad religiosa (calificada como uno de los «signos venturosos de nuestro tiempo»: DH 15).

Este modesto complejo de textos constituye la base material sobre la cual tanto el magisterio postconciliar como la teologí­a actual han articulado su fecunda reflexión a propósito de los «signos de los tiempos» y han realizado una adquisición decisivamente central de todo el discurso de la fe en nuestra época. Se ha tratado en realidad de una especie de fisión nuclear doctrinal, ya que nos hemos dado cuenta poco a poco de las múltiples implicaciones que suponí­a y provocaba el ingreso aparentemente irrelevante y silencioso de esta fórmula en la doctrina de la Iglesia yen la investigación teológica. Nuestra intención es ahora evidenciar precisamente este hecho: ver cómo a nivel de la metodologí­a teológica, de los contenidos doctrinales, de los criterios interpretativos, de toda la actitud de la Iglesia y de los creyentes, la noción conciliar de «signos de los tiempos» ha manifestado y provocado notabilí­simas transformaciones y redescubrimientos de amplí­simo alcance. Esto supondrá ante todo una reflexión sobre la noción de historia implicada en la fórmula conciliar, en ese «de los tiempos»; hará que reverberen sus efectos sobre la noción misma de «signo», y, después, como en una progresión geométrica, sobre la noción de revelación, de fe, de tradición, de Iglesia, de mundo, de teologí­a, de hombre, de Dios mismo, y así­ sucesivamente.

II. Historia: desde el tiempo «cerrado» al tiempo «abierto»
La entrada, tan espontánea y al mismo tiempo tan prepotente, de la fórmula «signos de los tiempos» en la letra y, sobre todo, en el espí­ritu del magisterio conciliar y de la teologí­a actual es uno de los efectos relevantes de lo que puede definirse como la mayor y más definitiva toma de conciencia explí­cita y orgánica de la historicidad en cuanto categorí­a fundamental y universal que viene a imprimir su huella en la concepción entera de la revelación, de la fe, de la Iglesia, de la salvación y de la teologí­a.

No es éste el lugar adecuado para describir en detalle el sentido y la trascendencia de esta afirmación; pero no es posible olvidar que una cierta «espiritualidad» ahistórica habí­a impregnado toda la reflexión teológica, presuponiendo más o menos implí­citamente que el encuentro con Dios, y por lo tanto la salvación, se situaba en una dimensión metahistórica, en una cierta región del alma humana no mancillada por el tiempo y el espacio, con el consiguiente alejamiento de las vicisitudes históricas, que se contemplaban como marginales o puramente paralelas y exteriores al quehacer de la salvación y de la vida teologal. Por el contrario, en la reflexión teológica de los últimos decenios, gracias especialmente a teólogos como Newmann, Teilhard de Chardin, Congar, Chenu, Daniélou, Rahner, De Lubac, Schillebeeckx, etc., se impone cada vez más la conciencia de que el tiempo entra plenamente en la vida del espí­ritu humano y constituye una caracterí­stica esencial de toda experiencia humana, incluso de la experiencia de la fe, la cual tiene como objeto permanente y como lugar de realización una «economí­a» de salvación realizada en la historia misma. En este sentido, no hay fe sin historia, no hay salvación sin historia, no hay teologí­a sin historia; porque la fe es respuesta a un acontecimiento, la salvación es acontecimiento en sí­ misma y la teologí­a sólo puede existir partiendo de hechos concretos: desde Abrahán a Cristo y a la Iglesia viva en el tiempo y en el espacio. Hacer teologí­a no es, por lo tanto, abrir un libro cubierto de polvo y plagado de proposiciones fosilizadas en el Denzinger, sino reflexionar cientí­ficamente sobre una materia viva que, a partir de la historia de la salvación, se nos comunica en la existencia histórica actual de la Iglesia. La teologí­a nace en la historia, se lee en la historia y se orienta a la historia, porque Dios se ha hecho palabra y acontecimiento tan sólo en la historia, y el cristianismo no es un sistema de ideas, sino una «economí­a» de salvación’. Aquí­ radica propiamente la novedad decisiva que la revelación ha introducido con respecto al mundo anterior, tanto oriental como helení­stico, en el modo de concebir el tiempo y la historia misma. La comprensión del mundo no se obtiene ya eliminando el tiempo y sus particularidades, eternizando las esencias de las cosas, sino leyendo profundamente en los acontecimientos temporales mismos, que no son un mero obstáculo para el conocimiento de la verdad, sino lugar único de la revelación y realización de la verdad misma. En este sentido, se tiene, con la revelación bí­blica, la superación de toda concepción ahistórica de la realidad, así­ como toda concepción cí­clicamente fatalista y cerrada a toda sorpresa.

El hombre se concibe, pues, como verdadero artí­fice de la historia, y no como simple instrumento en las manos de un destino impersonal, de un hado superior que le abruma y le guí­a férreamente. El destino no existe, y la única predestinación de la que todaví­a es lí­cito hablar a la luz de la revelación es la llamada universal a la salvación, ofrecida a todos y no impuesta a nadie, en el pleno respeto de la libertad autónoma y autodeterminante del hombre en la historia. Pero hay más: la historia misma no es ya un cí­rculo cerrado de acontecimientos que encuentran en sí­ mismos y en su repetición cí­clica el sentido único y real, sino una lí­nea abierta hacia el sentido y hacia el no sentido en una secuencia de acontecimientos que son siempre fruto de una providencia misteriosamente soberana y respetuosa. y de una acogida libre y autónoma, que tiene el cometido de inventar todos los dí­as la vida. Esto significa que el hombre es verdadera y propiamente el constructor de la historia con una autonomí­a viva y realí­sima, misteriosamente vinculada, eso sí­, a la acción providente de Dios, pero no por ello menos real y efectiva. Esto significa también que la historia misma está grávida de significado procedente de quien la construye, Dios y el hombre; y que el encuentro histórico y real de Dios y del hombre es, a la luz de la fe, el verdadero sentido de la historia entera, la cual por eso mismo se convierte en historia salví­fica y en «economí­a de salvación». La verdad que salva no es, pues, una idea o un complejo de ideas que iluminan desde lo alto, sino una historia, palabras, acontecimientos y personas que se nos revelan, orientadas con todo su dinamismo hacia un futuro cargado de significado posible, que tenemos que descubrir, promover, construir, comprender y crear continuamente. La salvación tiene lugar, pues, en la historia y a través de la historia; hasta el punto de que, en visión cabalmente cristiana, la historia entera se convierte de alguna forma en signo posible de la venida salví­fica, en «signo del tiempo» precioso de la salvación.

Aquí­ se ha de llamar la atención sobre este «posible», ya que debemos tener siempre presente que, una vez afirmado el contenido esencialmente histórico de la salvación y de la fe, el dato histórico no es automáticamente y de por sí­ salví­fico como puro hecho acaecido, siempre y en todas partes, sino que tau sólo se lo puede percibir en su significado salví­fico dentro de un horizonte hermenéutico y de una experiencia vivida, que constituyen la realidad de la fe. Sólo en la fe se puede reconocer verdaderamente a Dios en la historia; sin la fe, la doctrina, la experiencia vital y los mismos hechos salví­ficos de nuestra historia se degradan al rango de acontecimientos casuales y sin significado salví­fico.

III. «Creencia humana»
como lectura-creación de los signos de los tiempos
En las frases finales del apartado precedente hemos puesto el acento en la dimensión subjetiva del hombre que lee y hace la historia, así­ como en la no automaticidad de la creación misma del sentido de la historia. Esto nos fuerza a dar un paso hacia atrás con respecto a la fe cristiana y a concentrar la atención en la posible diversificación de las actitudes del hombre histórico frente al mundo y a la vida, es decir, a la historia misma. Porque no se ha dicho que el hombre esté siempre dispuesto a reconocer la historia, los hechos, la vida como signo real de una realidad ulterior, incluso en el orden puramente temporal de la construcción de un futuro nuevo. Reconocer los hechos como «signos» significa, efectivamente, cargarlos de una pregnancia distinta de su objetividad brutal; significa leer en ellos todo lo que todaví­a no está del todo presente, aunque sí­ potencialmente existente, legible y desarrollable en embrión. El concepto y la realidad misma del signo con referencia a otro, en quien se funda y en quien se orienta la intencionalidad misma del signo. Ahora bien, si es verdad que la caracterí­stica esencial del hombre es su capacidad de conocerse a sí­ mismo y al mundo, y de vivirse a si mismo y al mundo conocido, no se dice con eso que por abrir los ojos a sí­ mismo y al mundo todos los hombres estén dispuestos a ver en sí­ mismos y en el mundo, es decir, en la historia, la realidad de signo, de referencia abierta y posible a un sentido ulterior. La toma de conciencia del presente (yo y el mundo) puede conducir al hombre por lo menos a tres salidas diversas, que se configuran precisamente según la disponibilidad a ver en el presente un signo real de otra cosa o bien un hecho sin posibles significados ulteriores.

1. EL RECHAZO DEL SIGNO EN NOMBRE DEL PRESENTE IDOLATRADO O LA CONSERVACIí“N ABSOLUTA – Una primera actitud frente al presente es la de la satisfacción, de la tranquilidad total de quien se contenta viendo cómo van las cosas (yo y el mundo) y desea tan sólo que continúen así­. Este hombre no se sentirá impulsado a actuar, a construir lo nuevo, sino sólo a conservar las cosas tal como están, y su única acción, si es que realiza alguna, será la de impedir que los demás u otras circunstancias cambien las cosas. Ningún impulso hacia una historia real puede surgir de esta actitud. Pero un hombre de esta í­ndole no es ejemplo de la humanidad que construye la historia, sino todo lo contrario -al menos si la historia no es un estanque inmóvil, sino un agua que corre hacia su plenitud en la búsqueda posible de un sentido real más lleno-. Para este hombre, cuya vida idolatra el presente aceptado tal como es, no tiene sentido hablar de los hechos como signo de otra cosa más profunda. El hecho es para él signo de sí­ mismo; es decir, no es signo de nada; es la inmovilidad como historia imposible. Sobre este hombre «instalado», seguro de sí­ y de la situación constituida en statu quo, conservador radical, cae el desprecio de los seres humanos incluso antes que la condena y la maldición del Evangelio (Lc 12,19-20).

2. EL RECHAZO DEL SIGNO EN NOMBRE DEL PRESENTE TOTALMENTE RECHAZADO O LA REBELIí“N ABSOLUTA – Pero frente al presente se puede asumir también una segunda actitud que, aunque parezca diametralmente opuesta a la primera, llega a la misma conclusión paralizante v deshumanizadora a la vez. Puede haber, efectivamente, alguno que, lejos de estar satisfecho del presente y percibiendo lo absurdo del mundo, juzgue negativo el statu quo, pero sin llegar a dar un paso más allá de esta actitud negativa, pensando que no es posible hacer nada para cambiar las cosas. Es la actitud del rebelde desesperado, que permanece estéril para sí­ mismo y para los demás, si no supera su propia rebelión afirmando que es posible realizar un mundo distinto y mejor, y creyendo en la realización de un futuro mayor. El mundo va bien así­, decí­a el conservador satisfecho, y, consecuentemente, no hací­a nada; al contrario, impedí­a que los demás lo hicieran. El mundo va tan mal así­, dice el rebelde desesperado, que no hay nada que hacer para cambiarlo; y tampoco él, si es plenamente coherente con esta tesis, hace nada, al menos nada realmente constructivo. Si permanece así­, es un ser inmóvil y sin esperanza. Es capaz todo lo más de destruir, jamás de construir, ya que no sabe siquiera qué construir ni para qué. También para este hombre el hecho, odiado y despreciado, es sólo signo de sí­ mismo; es decir, no es signo de nada, sino de la muerte de toda esperanza en el tiempo y/o más allá del tiempo.

3. LA ACOGIDA DEL SIGNO: UN PROYECTO EN EL TIEMPO – Por esta razón, la única actitud verdaderamente humana respecto al presente es una tercera, que combina un primer juicio negativo (el presente funciona mal) -capaz de excluir la satisfacción conservadora-con una segunda afirmación positiva (… pero puede y debe ser cambiado), capaz de excluir también la desesperación rebelde y puramente destructiva. Rechazada la actitud del necio conservador, que fosiliza la historia, y la del rebelde desesperado, que por un amor mal entendido la niega y la destruye, tenemos así­ la actitud de quien sabe leer en el presente, a la luz del pasado, los signosde un futuro nuevo que avanza, y avanza precisamente por obra del hombre, que construye la historia, porque lee «los signos de los tiempos», los «signos» en el tiempo, los signos de la realización de un proyecto que germina en su historia propia y en la del mundo entero. Esta es la actitud del «creyente», entendiendo por esta palabra a quien posee una fe, es decir, un proyecto que realizar en la historia y que construir dí­a a dí­a junto con los demás. El «creyente» así­ entendido no sabe solamente que el mundo va mal, sino también que puede ir mejor, que debe ir mejor, que le incumbe a él y a todos los hombres la tarea de construir un mundo distinto y mejor para todos. Este conocimiento suyo es expresión de su «fe», de su «creencia», y no un puro y simple saber geométrico, intelectual y abstracto, sino justamente una «fe». Por eso no le bastan a este creyente los análisis cientí­ficos, ya que lo esencial es la lectura que hace de ellos; no registrando pura y pasivamente los datos de hecho, sino dándoles uno u otro significado, mayor o menor valor según la correspondencia con su fe. que es sabidurí­a° (más que ciencia), y es experiencia del sabor de la vida (más que análisis intelectual de los componentes de ésta).

Por ello el creyente no es alguien que se limita a leer la realidad, ya que su fe implicará una intensa y profunda actividad de descubrimiento, de creación, de invención, de intuición, con sus riesgos y su perenne fecundidad creativa. Esta fe humana se convierte así­ en una diagnosis intelectual y vital de toda la realidad, cuyos defectos y tendencias descubre y la cual interpreta en sus principios y en sus fundamentos, que continúan inexorablemente escondidos a los ojos de quien «no cree». A través de los contornos indecisos de la incertidumbre del presente, la fe lee la figura clara de lo que será el futuro. En la oscuridad de las tinieblas llega a descubrir los reflejos del esplendor que emerge de una luz in crescendo. Sin negar al presente su valor, esta fe le asigna las directrices de desarrollo y de perfeccionamiento que ha de seguir y reconoce en la lectura apasionada del mismo presente los «signos de los tiempos» que le son propios, dado que lleva en sí­ misma la clave de la lectura profética de lo real, clave que no descubre el satisfecho ni el rebelde, incapaces ambos, por razones opuestas, de llevar a cabo una verdadera acción creadora de un futuro diferente, es decir, de un verdadero movimiento de fe. En este sentido, el «creyente» sabe que el mundo presente camina mal y sabe por qué camina mal, puesto que tiene en sí­ mismo un proyecto vital que le proporciona el instrumento necesario para la diagnosis del presente y las lí­neas de una terapia del futuro. No basta decir que el mundo está enfermo. Es preciso saber por qué y actuar sobre las causas para llevarlo a su curación y plenitud. La fe, o creencia humana, es entonces un proyecto intelectual y vital al mismo tiempo, que da al hombre la posibilidad de ser verdaderamente hombre libre y responsable de sí­ mismo y de la historia, capaz de escoger y forjar su futuro. Con esta premisa, está claro que leer los «signos de los tiempos» será un asunto serio y real tan sólo en la medida en que esta lectura tienda a transformar la realidad misma, es decir, a objetivarse en la realidad y no simplemente a enriquecer el bagaje de nociones de quien «lee». Esto implica que exista también en quien lee los «signos de los tiempos» la capacidad de no ser un simple soñador o un ideólogo de profesión, un bibliotecario del futuro posible, sino un testigo apasionado del proyecto que guí­a su lectura y que penetra en su vida, imponiéndose desde ella en la historia. Para que la lectura de los «signos de los tiempos» sea una lectura viva y creadora de historia, el proyecto debe penetrar en lo í­ntimo de la persona que «cree» y convertirse en «pasión», generando la «paciencia», que consiste en la capacidad real de superar los obstáculos y de soportar las pruebas, promoviendo todo germen de historia que sea signo del tiempo naciente.

IV. Fe judeo-cristiana: leer y construir los «signos de los tiempos»
El complejo proyecto-pasión-paciencia, que constituye la creencia humana en la multilateralidad de su dinamismo, no es extraño a la realidad de la fe cristiana. Vista a esta luz, la fe cristiana es un modo singularí­simo de realización de la creencia humana fundamental, con la única diferencia radical de que el proyecto mismo de vida no es inventado autónomamente por el hombre mismo, sino ofrecido y donado por Dios en Jesucristo dentro de la historia de la revelación salví­fica, y con la realización pienamente respetuosa del dinamismo de la creencia a que nos hemos referido. El creyente en Jesucristo no es (no debiera ser) el conservador de un sentido muerto y petrificado ni el rebelde que destruye todo sentido posible, sino aquel que lee y realiza un proyecto que sabe que no es suyo por derecho propio, sino solamente por gracia, por don gratuito de una libertad provocada únicamente por sí­ misma. Este proyecto de Dios, que él acoge libremente y hace suyo en la fe teologal, a través de la cual lee y anticipa el desarrollo de la historia, tiene necesidad de toda su pasión humana, de todo su amor creado (que, asumido por el Espí­ritu, se convierte en caridad teologal) y de toda su paciencia tenaz (que, reforzada por la historia de la salvación, se convierte en esperanza paciente y generadora de inaudita novedad). De esta forma toda la vida teologal: fe, esperanza y caridad, puede convertirse verdaderamente en el modo cristiano de leer y crear la historia.

Y esta constatación es especialmente feliz, pues observamos que todos los análisis que se han hecho hasta el presente convergen espléndidamente en una sí­ntesis nueva. Por una parte, la concepción lineal del tiempo bí­blico, con su desarrollo unitario y progresivo y con su plenitud de gracia, que se convierte en salvación, nos confirma que la fe judeo-cristiana puede constituir el horizonte de una verdadera y auténtica lectura -creación de los signos de los tiempos-, por la superación tanto del tiempo, cerrado circularmente (visión greco-pagana), como del carácter lineal e impersonal de un destino abierto, del cual, sin embargo, el hombre serí­a simple objeto y componente pasivo (visión fatalista del historicismo absoluto). Por otra parte, la realidad de la llamada dirigida al hombre, desde Abrahán a los discí­pulos de Cristo, nos sitúa frente a una historia que ya no está solamente cargada del sentido que encontramos en ella (naturaleza), sino además de un sentido que se le da en cada momento (gracia), y que no anula los múltiples sentidos que cada hombre lee y crea en ella, sino que los vivifica desde dentro con un sentido definitivo y gratuito, que es el sentido del don y de la presencia de Dios en Cristo dentro de la historia humana. De esta forma, el actuar humano, es decir, la historia, es y continúa siendo siempre portador de ese mundo de significados que el hombre crea e inserta en él; pero, además, está investidode un significado ulterior, cuya fuente es la libertad de un Dios que, idénticamente, se hace historia. El hombre crea su historia según la lógica de su necesidad y la búsqueda de su satisfacción; Dios, prometido y dado en Cristo (historia de la salvación: Antiguo Testamento, Nuevo Testamento y tiempo del nuevo pueblo de Dios que es la comunidad eclesial), ofrece en este horizonte la presencia gratuita de la lógica de un don absoluto.

Leer y construir cristianamente la historia es, por lo tanto, discernir y promover continuamente el advenimiento del don. de su lógica, de su nacimiento, y de desarrollarse y florecer dentro de la lógica de la necesidad y de la liberación respecto a ella. Esto significa no perder jamás el sentido de la complejidad real de cada acontecimiento humano histórico, en el que la fe verdadera sabe siempre discernir sin oposición (dualismo), pero también sin absorción total (historicismo moní­stico, integralismo religioso), el rostro de la libertad del hombre y el rostro de Dios, que se entrega, es decir, que viene. En este »entido, la liberación de la necesidad (historia humana hecha por el hombre) y la lógica del don (historia humana invadida por la oferta de Dios en Jesús de Nazaret) se entrecruzan continuamente en una historia que no es ya ni un libro abierto sin misterio (repetitividad prefijada sin fantasí­a alguna de novedad creadora), ni un enigma cruelmente impenetrable, en el que sólo el ciego acaso juega con la libertad ilógica que degrada al hombre al rango de cosa. Se abte así­ el campo a la obra insustituible del efectivo discernimiento cristiano de los signos de los tiempos y de la efectiva promoción, en la misma historia, de acontecimientos que estén realmente impregnados de la lógica del don, dentro de la lógica de la liberación de la necesidad; es decir, que sean efectivamente «signos de los tiempos» en sentido total y pleno.

Así­ pues, «los signos de los tiempos» -es una integración que me parece completar al menos la letra de la enseñanza conciliar, aunque está profundamente inscrita en el espí­ritu que ha animado al mismo Vat. II- no son simplemente «escrutados», «leí­dos», «interpretados», «juzgados», sino que son creados, promovidos, actualizados por quien los toma en serio. Los cristianos no son lectores de la historia, sino sus artesanos, siguiendo las huellas de
Aquel que comenzó a actuar y después a enseñar (He 1,1), en consonancia natural con el grito de sacrosanta rebelión que ha declarado clausurada la época en que era posible limitarse a la lectura del mundo y llegado el momento de empezar a cambiarlo». Más bien quizá este grito sea resultado de que demasiados cristianos ni siquiera han escrutado los signos de los tiempos, satisfechos de un presente que les complací­a, o se han limitado a’leerlos de una forma pasiva, fatalistamente, en la seguridad de que algún otro habrí­a hecho la historia. Estos cristianos simplemente habí­an dado el nombre de Dios al hado greco-latino, sin cambiar en lo más mí­nimo sus connotaciones horribles, que, precisamente en el Dios de la promesa, de la pascua mosaica y de Jesús de Nazaret, constituyen exactamente la cara inversa del destino pagano.

V. La revolución nuclear de los signos de los tiempos
Antes de pasar al intento de concretizar sucintamente cuáles pueden y deben ser los criterios de una lectura e interpretación de los «signos de los tiempos» y cuáles los criterios en la actualidad para nosotros creyentes de la Iglesia de hoy, me parece esencial que dediquemos algunas reflexiones a ese aspecto de «fisión nuclear doctrinal» del que he hablado [supra, 1, 3b] y que para mí­ está representado por el ingreso de la noción misma de «signos de los tiempos» en la doctrina de la Iglesia y en la teologí­a y praxis cristiana. Digo fisión nuclear, ya que una breve fórmula como ésta pudiera parecer inadecuada para revolucionar -tal como apenas ha empezado a hacerlo y lo hará siempre en adelante- la teorí­a y la praxis de la Iglesia y de los creyentes. Sin embargo, es realmente así­. Las consecuencias de la presencia y de la toma en serio de esta noción son prácticamente universales, ya que afectan, tanto desde el punto de vista del método como desde el punto de vista de los contenidos, a la actitud total de la fe frente a la realidad y a toda la interpretación teológico-doctrinal de la fe misma. Es indudable, a mi entender, que esta exposición que estoy haciendo podrí­a también invertirse, por cuanto se podrí­a sostener legí­timamente que la fórmula y la teorí­a-praxis de los «signos de los tiempos» han surgido como consecuencia de la transformación, recibida a nivel teológico y doctrinal, del método y de la presentación de ciertos contenidos de la doctrina y de la fe cristiana. Me parece preferible ver en la doctrina de los «signos de los tiempos» el núcleo elemental de esta formidable transformación doctrinal y práctica. No es el momento, desde esta misma perspectiva, de decidir en cada caso concreto si las diversas transformaciones que a continuación enumeraré son presupuesto o consecuencia de la aceptación de la fórmula y de la doctrina de los «signos de los tiempos». A mi entender, lo que es innegable es la importancia decisiva de esta noción, que se coloca en el centro de la revolución doctrinal y operativa que la Iglesia está viviendo, con la conciencia siempre renovada de la permanencia del depósito irrenunciable, que está por encima o por debajo de toda transformación (unidad de la fe), pero con la conciencia a la vez de la necesidad y el deber de traducir esta unidad en respuesta incesante a las transformaciones históricas del sujeto vivo al que está destinada la fe misma (la humanidad) y el sujeto vivo en el que se transmite esta misma fe (la Iglesia como pueblo del Dios vivo).

1. REVELACIí“N Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS – En el contexto de la doctrina de los signos de los tiempos se transforma, en el sentido indicado, el modo mismo de concebir la revelación. Esta ya no es solamente un mensaje cognoscitivo, sino también, y ante todo, un don histórico. La palabra es, pues, también acontecimiento, la luz es calor, la idea es vida y el conocimiento es presencia. La revelación no es tan sólo teofaní­a, aparición de Dios al que se ve y habla, sino teo-ergia, presencia de Dios que actúa.

2. FE Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS – Algo parecido puede decirse de la fe. Esta no es solamente realidad intelectual y cognoscitiva, sino encuentro personal del hombre con Dios, que se ofrece en la historia en Cristo y en los hermanos reales; no es sólo aceptación mental de un proyecto de Dios sobre el mundo y sobre el hombre, sino pasión militante, que ejecuta este mismo proyecto histórico y metahistórico, y a la vez paciencia tenaz, que supera todo obstáculo y soporta toda lucha en la construcción de un mundo nuevo. No es ya únicamente asenso interior a formulaciones verdaderas reveladas, sino además operatividad exterior, por la que estas verdades se transforman en historia viva; no es sólo espera de las cosas últimas (la eternidad), sino preparación de ellas por la liberación continua de las cosas penúltimas (historia); no es sólo lectura del Evangelio como palabra de Dios, sino lectura de la historia de los hombres, en la cual la palabra ha fijado su morada (Jn 1,14).

3. TEOLOGíA Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS – También la teologí­a sufre el contragolpe de los signos de los tiempos: se transforma en un continuo interrogarse cientí­ficamente con todo el dinamismo de la razón (ciencias humanas y filosofí­a) y de la fe, sobre los modos de presentarse y realizarse la lógica del don absoluto dentro de la lógica de la necesidad, vivida en una comunidad histórica (la Iglesia) de cara a una vida cada vez más comunitaria en la historia y más allá de la historia en continua fidelidad a la tierra y al cielo; por tanto, a las culturas y a las metodologí­as que le son propias, y a la fe y su libertad soberana. Los signos de los tiempos presuponen y crean una teologí­a distinta, consciente de la historicidad, de la provisionalidad, de la fragilidad de las conclusiones del hombre y de la Iglesia misma en cuanto humana y, al mismo tiempo, consciente del peso de eternidad que palpita ahora en la fragilidad histórica de la «carne», en sentido joaneo, desde el momento en que la palabra se ha hecho «carne».

4. HISTORIA Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS – Así­ pues, la historia a la luz de la doctrina de los signos de los tiempos, es unidad sustancial en cuanto actualizada a base de tentativas y alternándose transparencia y opacidad, creación y salvación, libertad humana y gracia, plan providencial de Dios y construcción responsable del hombre. Esto implica un optimismo salví­fico fundamental, cuya base es verdaderamente histórica (creación-promesa-encarnación) y cuyo resultado es verificación plena de todo lo que es historia en una dimensión de don que sobrepasa la liberación de la necesidad (historia humana), verificación definitiva de la encarnación y manifestación gloriosa de los hijos de Dios, más allá del difí­cil camino en el que «toda la creación gime y está en dolores de parto» (Rom 8,22). Se da, por lo tanto, un cierto desvelarse de la historia en su dinamismo y en su lógica; pero subsiste el misterio, ya que es imposible que, por encima de la intuición de fe de esta unidad de camino. afirmada y testimoniada en la historia, percibamos con evidencia absoluta la unidad del camino mismo y la transparencia de la progresiva recapitulación en Cristo: «Desde ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado» (1 Jn 3.2). «Ahora vemos como en un espejo, pero luego veremos cara a cara» (1 Cor 13,12).

5. El. HOMBRE Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS – A la luz de la doctrina de los signos de los tiempos, el hombre ya no puede concebirse como una esencia natural abstracta; como un concepto «predicable» según la clasificación de género. diferencia especí­fica y especie; como humanidad ideal sin referencia a la historia real de cada dí­a y sin poner el acento en su concretí­sima individualidad irrepetible, pero plenamente reabsorbible en estructuras económicas y sociales. El estaticismo abstracto de una falsa metafisica tradicional, que desprecia la historia, el mundo y lo concreto, y, por otra parte, el historicismo absoluto, que disuelve la persona y su emergencia en el anónimo fluir de estructuras materiales o espirituales de cualquier í­ndole, no tienen espacio en el contexto de los signos de los tiempos. La historia no es una entidad aplastante para el hombre; pero tampoco es algo que resbale sobre él sin tocarlo, puesto que el ser del hombre está marcado verdadera y profundamente en su interior por la sucesión de los acontecimientos históricos.

6. IGLESIA Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS – La misma autoconciencia de la Iglesia no podrí­a menos de quedar modificada por la presencia de la fórmula-realidad de los signos de los tiempos en la misma enseñanza de la doctrina cristiana. A la luz de los signos de los tiempos, la Iglesia es el lugar en que el Evangelio está siempre actual y explí­citamente operante en la historia, el lugar en que la palabra se convierte en acontecimiento, historia cotidiana y existencia concreta. Por eso el lugar en el que la Sagrada Escritura está viva sólo puede ser la comunidad de los creyentes, y por eso mismo la tradición de la Iglesia -que es preciso distinguir cuidadosamente de las tradiciones de los hombres, incluidos los hombres de iglesia- no es un elenco de verdades que hay que repetir de memoria, sino una herencia histórica que hay que vivir, una plataforma en la que tomar impulso continuo para construir una historia nueva proféticamente vivida. La vida de la Iglesia, pues, no es solamente anuncio correcto, es decir, ortodoxia, sino testimonio vital, promoción del reino, liberación del don absoluto (gracia), dentro de las liberaciones autónomas de la necesidad (historia), o sea también ortopraxis. Por ello no hay Iglesia sin una experiencia real de la unidad en y a través de la diversidad, de forma que el pluralismo no es una realidad posible para vivir la unidad, sino el único modo real de poder vivir verdaderamente la unidad. Una unidad de profesión y de doctrina no vivificada por la concretez de los acontecimientos a la luz de los signos de los tiempos no serí­a unidad, sino muerte, puesto que constituirí­a una geometrización autoritaria, deshumana, inverificable, imposible de vivir, clerical y eurocéntrica de la fe cristiana. Marcada por la doctrina-realidad de los signos de los tiempos, la Iglesia se descubre como histórica, y por lo tanto grávida de eternidad; misionera, y por lo tanto fundamentada sobre la piedra firmí­sima de la fe; en camino, y por tanto capaz de reconducir todas las cosas a Cristo; imperfecta, y por lo tanto digna de predicar la perfección; múltiple, y por lo tanto capaz de anunciar la unidad; mundana, y por lo tanto llamada a realizar el reino.

7. JESUCRISTO Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS – La doctrina-realidad de los signos de los tiempos concentra nuestra atención en el «señorí­o» de Cristo, que no se concibe en términos metafí­sicos-cosmológicos, sino en términos histórico-vitales. Jesucristo es el Señor de la historia, que vive dentro de lo que palpita; que se construye dentro de ella, reconocible a los ojos de la fe en todo acontecimiento de liberación y de justicia, presente en todo grito de dolor y de piedad, invocado en toda aspiración de novedad y plenitud, capaz de atraer a sí­ todas las cosas de la historia y de la eternidad, recapitulador fraternal de todo impulso de amor verdaderamente humano que destella en la historia. Porque Jesús de Nazaret está vivo en la historia, ésta es ya de alguna forma el reino y no simplemente una etapa de errores y tinieblas, un retraso malhadadamente producido en el proyecto de Dios, un paréntesis desafortunado en el océano imperturbable de una eternidad concebida según el modelo de una inmovilidad deshumana. La historia está llena de Cristo para quien lee los signos de los tiempos.

8. ESPíRITU Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS – También el modo de concebir (y más aún de vivir) la realidad del Espí­ritu Santo en la vida de la Iglesia y de los creyentes ha sufrido una profunda transformación, debido a la doctrina-realidad de los signos de los tiempos. A su luz, es más cierto que nunca que la era de la Iglesia peregrinante es la era del Espí­ritu Santo. El es el gran animador de la historia, que suscita los profetas y los santos, los testigos y los apóstoles. En los acontecimientos de salvación que fatigosamente realizamos con nuestra vida y que descubrimos con nuestra investigación escrutadora de la historia, él es la trama escondida, el verdadero agente soberano, aquel que mueve todo lo que tiende al reino, que inspira la fuerza de luchar contra todo lo que obstaculiza la realización del reino, que recapitula todas las cosas en Cristo (cf Ef 1,10). A la luz de los signos de los tiempos, el creyente busca e intuye con los ojos de la fe, ciegos y a la vez penetrantes sin igual, su presencia operante en la historia propia yen la historia del mundo. El es, el Espí­ritu, quien manifiesta a la Iglesia, igual que al principio, cuando se revela a la luz de Cristo; él quien garantiza y suscita una penetración siempre nueva y una comprensión actualizada de la Escritura. El es la fuente de los carismas y quien está presente allí­ donde se busca la unidad de las iglesias, pero también y simplemente la unidad de los hombres y de los pueblos. Los grandes acontecimientos que transforman el rostro del mundo pueden ser signos de su operatividad, voces suyas que llaman a las iglesias al reino (Ap 2,7ss), invitación del Espí­ritu a la esposa (Ap 22,17).

Es evidente que podrí­amos continuar hasta el infinito subrayando las profundas modificaciones que se han desencadenado, por lo que atañe a nuestro mismo modo de comprender y vivir los contenidos de nuestra fe, en toda la realidad de la vida de la Iglesia y de los cristianos de hoy por la simple presencia operante de la doctrina-realidad de los signos de los tiempos. Pero en este punto surgen como esenciales dos interrogantes ulteriores, que afrontaremos para concluir estas reflexiones antes de intentar una enumeración muy subjetiva de los que, a nuestro parecer, pueden estar indicados actualmente como auténticos signos de los tiempos. Los dos interrogantes mencionados afectan a la lectura-interpretación correcta de los signos de los tiempos y al tema adecuado de la misma.

VI. Criterios para leer e interpretar los signos de los tiempos
A la luz de cuanto precede, es patente la afirmación de que la historia es «rica en signos de la presencia de Dios»; es decir, que la historia tiene un sentido que no sólo responde a la lógica de la necesidad, sino también a la lógica del don, instaurada y ofrecida en la esperanza, cn la presencia y en la memoria de Jesús de Nazaret, el signo pleno y total del «tiempo», y no sólo de este o de aquel tiempo, el signo único y verdaderamente revelador del sentido pleno de la historia entera. Sin embargo, esta afirmación plantea el problema de cómo discernir, sin confundirlos y separarlos, los signos de la historia autónoma del hombre, que se despliegan en el agotamiento histórico de la citada lógica de la necesidad, y los signos de la presencia auténtica de Dios en esta misma historia, que se realizan en el acontecimiento igualmente histórico y libremente gratuito de la lógica del don. Para interpretar, pues, correctamente los signos de los tiempos, será preciso recurrir a algunos criterios de lectura, primero, y de interpretación, después, de la historia entera, que viene a configurarse como historia de la salvación en el sentido de historia en la que ya está presente la salvación, y como «la serie de acontecimientos temporales conocidos con la luz de la fe, mediante los cuales Dios llama al hombre a la salvación y el hombre a su vez responde a esta llamada, y que a través de su mutua relación preparan progresivamente la salvación escatológica». Me parece posible afirmar que de alguna forma el texto de GS 44 citado al principio [supra, 1, 3b] sugiere, aunque con cierta aproximación, los diversos niveles en que debe colocarse quien quiera leer cristianamente la historia. No era, evidentemente, intención del Vat. II sugerir de forma explí­cita la respuesta a nuestra pregunta; pero cuando leemos que «es deber de todo el pueblo de Dios, sobre todo de los pastores y de los teólogos, escuchar atentamente, comprender e interpretar con la ayuda del Espí­ritu Santo los diversos lenguajes de nuestro tiempo y saberlos juzgar a la luz de la palabra de Dios», encontramos una sugerencia que ciertamente viene a nuestro caso.

1. ESCUCHAR ATENTAMENTE – Pienso que la primera cosa que hay que hacer es precisamente la que hemos subrayado en esta expresión con el verbo «escuchar». Ello supone una actitud profundamente respetuosa con la realidad en su configuración precisa y en sus raí­ces reales. En otras palabras, es importante que el hecho-signo se considere ante todo como lo que es, en su exacta configuración, en sus causas reales, en las dimensiones precisas que se imponen a una observación atenta. Eso significa que la lectura cristiana de la historia, atenta a captar en el desarrollo autónomo de la responsabilidad del hombre, como tarea (Aufgabe) de realización-escucha de la lógica de la necesidad, la realidad incipiente y prometedora de la lógica del don (Ausgabe), no puede menos de poner en práctica ante todo cualquier posible instrumento de lectura humana, tomando en escrupulosa consideración los datos reales de la historia misma, estudiada con todas las riquezas y con todos los instrumentos de las ciencias históricas y de las disciplinas humanas. La lectura cristiana de los signos de los tiempos en la historia no puede, por tanto, rechazar, dejar de considerar o contradecir la realidad de los datos de hecho. Por eso a este nivel se descubre lo importante que es para una lectura real de los signos de los tiempos todo el complejo de las ciencias humanas; en una palabra, todo el complejo de la cultura en su sentido más amplio, que incluye las ciencias empí­ricas, las inspiraciones ideales y las aspiraciones morales de los seres humanos de una época determinada. El hecho tiene que ser respetado, pues, en su «facticidad» (para usar un neologismo algo feo, que expresa bien este concepto), y sólo sobre esta base puede leerse e interpretarse a la luz de la salvación como «signo del tiempo», como «signo de la presencia de Dios en el mundo». Esto excluye de la lectura cristiana de la historia -lo cual representa una primera conclusión importantí­sima- dos tentaciones aparentemente contrapuestas, pero que se repiten constantemente y que tienen una estrecha relación entre sí­: la tentación de lo que aquí­ llamo ideologí­a, sin la pretensión de plegar este término absoluto al sentido que ahora le daré; y la tentación de lo que llamo moralismo, insistiendo en la misma precaución semántica.

a) La ideologí­a. Llamo ideologí­a en este contexto a la distorsión, consciente o inconsciente, de un hecho real con el fin de plegarlo a una utilización dentro de un sistema preconstituido. Se hace ideologí­a, por tanto, cuando el hecho es mutilado en su realidad concreta o cuando las proporciones reales del mismo son distorsionadas y ajustadas con el fin de que resulte funcional para una finalidad muy precisa que llega a ser capaz de pretender proyectar su luz no sólo sobre el sentido que el hecho tiene para quien lo lee, sino sobre el hecho mismo. En este contexto, la ideologí­a es mutilación del hecho, negación de los derechos de la verdad efectiva de las cosas, inserción forzada y distorsionante de un acontecimiento en un mundo de significados que no le son connaturales. En este sentido, un ideólogo no es apto para leer cristianamente la historia, porque no lo es para leer la simple historia; no escucha atentamente los hechos, sino que se impone a ellos, los mutila o los amplifica; quiere que los hechos le sirvan a él, y para lograrlo niega su realidad. El ideólogo es siempre, en este sentido, un hombre que odia la realidad, que no le reconoce derechos, que cierra los ojos a una parte de verdad, que construye todo un sistema con pretensiones de absoluto sobre un fundamento extremadamente frágil y falaz. Para aclararlo aduciremos dos ejemplos de actualidad. Es ideologí­a reducir el complejí­simo hecho religioso a alienación pura y simple, a opio del pueblo, a ilusión del deseo irreal, sin respetar la notable realidad de unos hechos que están muy lejos de ser alienantes, adormecedores e ilusorios, y que se verifican en el amplí­simo ámbito que es la historia real de la «religiosidad» humana, e incluso cristiana. Cierto que en la religión, e incluso en la religión cristiana, ha habido y hay también alienación, opio del pueblo e ilusión del deseo; pero los hechos observados en su realidad no pueden legí­timamente reducirse a esta sola dimensión suya. Pero también es ideologí­a falaz reducir simplemente ese enorme hecho que es el movimiento de las ideas y de la acción que arrancan de Marx al socialismo, al ateí­smo de Estado, al odio de Dios y al rechazo del amor. Es ideologí­a también reducir el análisis y las instituciones de Freud a invención desacralizadora y enemiga de la fe. Será preciso tener en cuenta también, por lo que respecta al movimiento marxista, la enorme carga moral de protesta y de amor al hombre que le anima, la capacidad concreta de análisis de la realidad y de los instrumentos que se han puesto en práctica a este nivel por el movimiento en su compleja historia, cada vez más pluralista; las evoluciones más o menos recientes que se han verificado en él y que se encuentran en ví­as de maduración. Y será preciso también tener en cuenta, ciñéndonos a los ejemplos dados, la fecundidad interpretativa y las innumerables verificaciones positivas que el análisis freudiano ha manifestado y refutado respectivamente. El ideólogo es aquel que no sabe escuchar los hechos; y, en este sentido, no hay interés de grupo, ni amor a la causa, ni espí­ritu de cuerpo, ni disciplina de partido o de iglesia que pueda aspirar a ocupar un espacio absoluto en una lectura cristiana de la historia.

b) El moralismo. La segunda tentación que obstaculiza la escucha atenta y que repercute, como veremos, en el núcleo mismo de la lectura y de la interpretación de la historia (y, por lo tanto, en la de los signos de los tiempos), es la tentación del moralismo, que también puede manifestarse como una variante de la tentación de la ideologí­a. Entiendo por moralismo en este lugar la tendencia a considerar los hechos no en el preciso contexto histórico en el que se verifican, sino en su naturaleza abstracta de negatividad o de positividad, de vez en cuando condenada o puesta como ejemplo, pero nunca comprendida suficientemente, es decir, captada en sus raí­ces históricas, ambientales, culturales, etc. No me parece necesario extenderme en esta segunda tentación, porque creo que es una sutil variante de la primera. En efecto, quien lee moralí­sticamente un hecho distorsiona sus raí­ces y sus causas, o incluso no las toma para nada en consideración, precisamente porque, consciente o inconscientemente, siente el riesgo de implicaciones distintas, de una provocación incómoda o de un compromiso más profundo, que se derivarí­a de una consideración no satisfecha con la superficie y que llega a las raí­ces próximas y remotas de un hecho-acontecimiento. También en este caso se trata de una repulsa a tomar en cuenta la «facticidad» real, que induce a la prisa por juzgar de forma defensiva los propios intereses y el propio poder antes de tomarse la molestia de interpretar la realidad en su naturaleza pro-funda y compleja. El «moralista», en este sentido, atribuye a los demás, al hado o incluso a la voluntad divina intenciones, causalidades o hechos que, sise analizaran más de cerca, sin miedo y con mayor calma, se le revelarí­an distintos, inexistentes o responsabilizantes de otra forma. El uso indiscriminado de expresiones como «voluntad divina», «mala suerte», «leyes inmutables de la historia», «necesidades polí­ticas», «derecho a la conservación propia», «libre competencia», «leyes del mercado», etc., revela a veces qué distante y con qué profundidad puede insinuarse el moralismo al que se sitúa frente a los hechos.

2. COMPRENDER E INTERPRETAR – Una vez que nos hemos puesto en disposición de escuchar, no en plan ideológico ni moralí­stico, el acontecimiento-signo y que hemos echado mano para ello de toda la riqueza de los instrumentos de observación analí­tica y objetiva que las ciencias nos ofrecen, se trata no simple ni inmediatamente de juzgar, sino primero de comprender (el texto latino del concilio dice discernir) los signos de los tiempos. Me parece que esta nueva dimensión del itinerario de una lectura cristiana de la historia, y, por tanto, de los acontecimientos vistos como signos de los tiempos y como «signos del tiempo», añade una caracterí­stica esencial a nuestro camino. Discernere, según su etimologí­a, implica la capacidad de dividir en profundidad, de penetrar en el interior, de simpatizar en alguna medida con el acontecimiento humano precisamente en cuanto humano; y, por lo mismo, implica una serie de proyectos, esperanzas, deseos, ilusiones, sufrimientos, etc. Para comprender y para interpretar es, por lo tanto, necesario de alguna forma ponerse en la misma longitud de onda del acontecimiento, entrar en simpatí­a con él, adherirse en algún grado a cuanto implica de humano. Esto significa que no puede comprender el acontecimiento-signo quien no simpatiza, quien no se expone frente a él, quien piensa únicamente en defenderse de los riesgos y evitar los peligros, quien es hostil a priori a la historia, quien no es capaz de arriesgarse él mismo y no sabe lanzarse en medio de las aventuras de los seres humanos. Esto no significará sin más aprobar todo o simular no ver el mal, los riesgos o las posibles distorsiones, sino que exigirá de entrada estar abierto verdaderamente a compartir, a simpatizar con los acontecimientos humanos y a no considerarlos siempre y absolutamente como enemigos. Para comprender el mundo cristiano, es decir, para leer los signos de los tiempos en el mundo, en ese mundo que «Dios ha amado tanto que le ha dado a su Hijo». es preciso mancharse las manos con él, es preciso arriesgarse en él, involucrarse en su historia, estar verdaderamente «en el mundo», aunque sea sin ser «del mundo» en el segundo sentido joaneo de oposición al reino. Quien no se mezcla en la historia, quien no se arriesga en ella, quien no mira a los seres humanos desde ellos mismos, quien no comparte la suerte de los hermanos en todo lo que no es mal y pecado, no puede comprender cristianamente la historia y tampoco los signos de los tiempos en ella porque no los comprende humanamente. Los pájaros de mal agüero, los desconfiados a priori, los «nostálgicos» crónicos, que llevan la verdad en el bolsillo y están convencidos de que no tienen nada que aprender de nadie, jamás comprenden la historia ni leen los signos de los tiempos y, por lo tanto, tampoco los signos de la eternidad, no gustan la vida, no creen existencialmente que creación y salvación son dos realidades positivamente unidas ya en el tiempo. Sin irenismos fáciles y sin olvidar la presencia del mal y del rechazo de Dios y del hombre en la historia, quien quiera leer y construir los signos de los tiempos a la luz del «Signo del tiempo», que es Cristo salvador, no puede dejar de entrar en esta disposición cordial de espí­ritu frente a los acontecimientos; sólo así­ los comprenderá y será capaz de interpretarlos
No son éstas palabras sin importancia o sin consecuencias, que pueden parecer, y realmente lo son, profundamente desconcertantes. Hablar de mundo, hablar de historia significa hablar de los hombres, de la gente, del pueblo. Esto significa que quien no vive con los hombres, con la gente y con el pueblo no puede comprender y leer cristianamente la historia, aunque sea bautizado, sacerdote, obispo, teólogo, teorizador perfecto de dogmas y de oraciones litúrgicas. Por esta razón alguien ha escrito que «el área de la profecí­a es el pueblo» y que todo depende de esto: de estar en medio del pueblo. «Los hombres de iglesia cambiarí­an de golpe el dí­a en que fueran pueblo y pensaran desde allí­, desde el pueblo’. A esto se deben, quizá. ciertos retrasos en nuestro mundo de cristianos, teólogos y hombres de iglesia para comprender la historia y vivir los signos de los tiempos
Las razones de reiterados retrasos históricos por los cuales la Iglesia. en cuanto depende de nosotros los hombres. puede parecer que va a la zaga al menos de una revolución cultural y que acoge las sucesivas conquistas de los hombres tan sólo y precisamente cuando ellos comienzan a dudar de ellas y entran en una nueva fase cultural que les conduce a superarlas, esas razones quizá se encuentren también aquí­. Nací­a la sociedad burguesa, y los hombres de iglesia, separados del pueblo, defendí­an las sociedades aristocráticas; nací­an las sociedades nacionales y democráticas, y los hombres de iglesia, separados del pueblo, defendí­an a los monarcas y el concierto europeo salido del Congreso de Viena (1815): nací­a la sociedad industrial, y los hombres de iglesia, separados del pueblo, elogiaban y defendí­an la sociedad agrí­cola; nací­a la sociedad cientí­fica, y los hombres de iglesia, separados del pueblo, veí­an sólo los riesgos de las ciencias para la fe y la vida cristiana; intenta nacer la sociedad en que la mujer sea verdaderamente igual al hombre [‘V, al final]: el que concierne al sujeto adecuado de la lectura-discernimiento de los signos de los tiempos. Es evidente que de algún modo este cometido atañe a todos los hombres; pero también está claro que atañe plenamente al pueblo de Dios entero (GS 4,11,14), y en él y mediante él tiene sentido que se realicen los diversos modos de concretización de este cometido, que el concilio subraya expresamente. Todo el pueblo de Dios, sacerdotes y laicos -con reconocimiento formal de lo precioso que es el cometido de estos últimos-, y subrayando especialmente el deber de los «pastores y de los teólogos» (GS 44), es sujeto adecuado de la lectura-interpretación-discernimiento de los signos de los tiempos en la historia, que es historia de salvación. Cierto que, precisamente por este énfasis simultáneo y por esta múltiple concurrencia, surgirán problemas de divergencias y convergencias, de interpretaciones diferentes y de juicios discordantes; pero creo que, con el respeto recí­proco y escrupuloso del papel de cada uno y la oportuna autodelimitación del propio cometido, frente a toda tentación de monopolio (y esto vale sobre todo para los pastores y los teólogos) o de puro y simple prurito contestativo (y esto se aplica a los teólogos y a los laicos), estará siempre abierto el camino a una lectura al tanto de la historia en la lí­nea del reino, condición necesaria y suficiente del camino común que han de recorrer todos los hombres y toda la Iglesia hacia los «nuevos cielos» y «nueva tierra» (2 Pe 3.13), donde el único signo será el de la eternidad, porque los tiempos no existirán ya y Dios habrá «hecho nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Entonces, «cara a cara y ya no como en un espejo» (1 Cor 13,12), el signo será la realidad misma, y no tendremos necesidad de preguntar a nadie (Jn 16,23), porque todo y todos seremos al mismo tiempo palabra y presencia y «Dios será todo en todas las cosas» (1 Cor 15,28).

VII. Conclusión: los signos de los tiempos en la actualidad
Llegados a este punto de nuestro itinerario, es evidente que pretender analizar detalladamente e interpretar y juzgar aquí­ los signos de los tiempos hoy equivaldrí­a a pensar, rayando en la locura, que somos capaces de sintetizar todas las posibles investigaciones, análisis, interpretaciones y valoraciones sobre la vida entera de la Iglesia y del mundo actual. Por eso bastará declarar una sola vez que lo que a continuación exponemos es meramente una lista sin pretensiones de lo que hoy dí­a le parece al autor un posible signo de los tiempos, útil en su significatividad y en su provocatividad, para seguir adelante en la lí­nea del reino de Dios y de los hombres purificados en Cristo. Cuando nos limitamos a la enumeración de los signos de los tiempos es evidente el riesgo de malentendidos y de generalizaciones; pero los doy por supuestos anticipadamente y remito a las correspondientes voces de este género y de otros diccionarios a quien quiera buscar cada uno de los «signos de los tiempos».

Si, volviendo a la definición aducida al principio, aunque excesivamente sociológica y poco explí­cita desde el punto de vista teológico, entendemos por signos de los tiempos «los fenómenos que por su generalización y su frecuencia caracterizan a una época y a través de los cuales se expresan las necesidades y las aspiraciones de la humanidad presente», es evidente que algunos fenómenos de nuestro tiempo, a pesar de su posible ambivalencia, deben ser reconocidos entre los signos de los tiempos presentes. Quedará por valorar crí­ticamente, tanto en el plano del simple conocimiento de los hechos y de los instrumentos de investigación como en el de la interpretación y más aún en el del juicio de fe, su alcance teológico; pero su naturaleza de signos de los tiempos, como posible ocasión de revelación y de presencia de la salvación, no puede negarse.

He aquí­, pues, una simple lista de posibles signos de los tiempos para el hoy del mundo y de la Iglesia: la socialización, la secularización, la promoción de la mujer, la civilización del trabajo, la liberación de las minorí­as, la promoción de la clase obrera, la descolonización, la aparición de los pueblos jóvenes, la cultura de la sexualidad humana, la crisis de la autoridad que no está justificada siempre por el servicio real, la exigencia de que las palabras correspondan a los hechos, la aparición del psicoanálisis, el análisis continuo de las causas verdaderas de los fenómenos contemporáneos por encima del moralismo y de las rigideces ideológicas, la necesidad de autenticidad y de sinceridad en todo sentido, el rechazo de una religión que aí­sla de los hermanos, la revaloración del laicado en la Iglesia, la continua afirmación de ciertos análisis marxianos o marxistas de los fenómenos sociales, la conciencia aguda de los fallos históricos de Occidente, el reconocimiento de la originalidad cultural de los pueblos jóvenes, incluso en relación con el posible modo de encarnar la fe, la tercera Iglesia a las puertas, el diálogo entre cristianos y marxistas y la superación del diálogo mediante la experiencia común crí­ticamente atenta y responsablemente eclesial de una posible compenetración entre fe cristiana y cultura marxista, los problemas de la organización ministerial de la Iglesia local, el peligro de la polución ecológica, la violencia como mal en sí­ mismo, los rebrotes de lo «religioso» en su ambigüedad y en su apertura a lo «nuevo», la creatividad social, lúdica, litúrgica y pedagógica, la aparición de la crí­tica de la intolerancia y de la tiraní­a de cualquier signo y de cualquier color ideológico y polí­tico, la exigencia de mayor transparencia evangélica de cuanto lleva el nombre cristiano, el retorno a la contemplación y al interés por la vida «mí­stica» en el sentido renovado de las grandes tradiciones espirituales de Oriente y Occidente, la crí­tica del centralismo laico o eclesiástico, el surgir de las culturas alternativas, el movimiento ecuménico y sus aventuras entusiastas, la exigencia de nuevos lenguajes y de creatividades renovadas en todo ámbito humano, la crisis numérica de vocaciones sacerdotales y religiosas y las nuevas posibilidades para el ministerio sacerdotal y para el ejercicio significativo de los votos religiosos, etc., etc., etc.

Toda esta riqueza de estí­mulos y de sugerencias procedentes de los hechos pueden hacernos comprender la importancia que tiene un exacto planteamiento no sólo en el plano sociológico y estadí­stico, sino en el totalmente humano y explí­citamente teológico y eclesial del problema del significado real -a la luz de la palabra escuchada y vivida en la comunidad- del presente que se despliega ante nuestros ojos y entre nuestras manos. Los signos de los tiempos manifiestan entonces toda su centralidad, y se comprende por qué los acontecimientos históricos, desde que el concilio los ha consagrado definitivamente a la atención de la Iglesia entera, no terminan ya de maravillarnos y de provocarnos hacia el reino.

G. Gennari
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

SUMARIO:
1. Recuperación de un término antiguo;
2. Nueva perspectiva del Vaticano II;
3. Lí­neas para una teologí­a de los signos de los tiempos
R. Fisichella
La atención constante a la historia y la relación del evangelio con ella hacen surgir, teológicamente, el tema de los signos de los tiempos.

Signos de los tiempos es una expresión antigua; su origen evangélico remite a la necesidad que ha de tener el creyente de escrutar constantemente el mundo en que vive para poder comprender ante todo las expresiones positivas o negativas que se dan en él, verificar luego las orientaciones que asume y, finalmente, poder influir en él con la fuerza provocadora y renovadora del evangelio.

1. RECUPERACIí“N DE UN TERMINO ANTIGUO. La expresión aparece por primera vez en Mt 16,3 (Lc 12,5456). Más allá de la autenticidad o no del texto, que muy probablemente se resiente de una interpolación posterior, estamos frente a la dialéctica que opone continuamente Jesús a las exigencias de sus interlocutores: la necesidad de ver un signo como prueba de su divinidad. Como ya en 12,38-39, Jesús remite al «signo de Jonás», que será el único que hará comprender la realidad de su misterio. Aquí­, sin embargo, recurriendo a un simple fenómeno meteorológico, el evangelista parece insertar una explicación ulterior que intenta destacar tanto el carácter absurdo de la exigencia que presentan a Jesús los «fariseos y saduceos» como su incapacidad para saber reconocer en él al mesí­as: «Por la tarde decí­s: Hará buen tiempo, porque el cielo se enrojece. Y por la mañana: Mal tiempo, porque el cielo se enrojece con sombras. Sabéis interpretar el aspecto del cielo, ¿y no sois capaces de interpretar las señales de los tiempos?»
Se trata de una invitación a ser perspicaces, esto es, a saber estar dispuestos a mirar en profundidad, en lo más í­ntimo, la realidad, para poder así­ reconocer lo esencial.

Se debe a la acción profética de Juan XXIII la recuperación del valor y del significado de esta categorí­a para la vida de la Iglesia y para la reflexión teológica. El sentido original del versí­culo de Mateo fue utilizado insistentemente por el pontí­fice con la intención de provocar a los cristianos a saber mirar los cambios del mundo contemporáneo para poder anunciar de nuevo el evangelio de Cristo de forma que pueda ser comprendido.

En el documento de convocatoria del concilio Vaticano II, Humanae salutis, fechado simbólicamente el 25 de diciembre de 1961, se dice textualmente: «Haciendo nuestra la recomendación de Jesús de saber distinguir los signos de los tiempos, creemos descubrir en medio de tantas tinieblas numerosas señales que nos infunden esperanza sobre los destinos de la Iglesia y de la humanidad» («AAS» 54 [1962] 5-13).

Contra los «profetas de desventuras», siempre dispuestos a anunciar acontecimientos nefastos, como si el fin del mundo estuviera siempre acechando (cf Discurso de apertura del concilio, 11 de octubre de 1962), Juan XXIII proponí­a el optimismo evangélico para saber responder a los momentos de crisis de la Iglesia y de la sociedad con una renovada fuerza espiritual capaz de reconocer las virtualidades presentes en los hombres de buena voluntad y la acción constante del Espí­ritu.

Este mismo pathos puede vislumbrarse en la última encí­clica de este papa, la Pacem in terris, escrita pocos meses antes de su muerte. Al final de cada capí­tulo Juan XXIII proponí­a la lectura de algunos signos de los tiempos. Nótese que el texto oficial latino, quién sabe por qué misterio redaccional, no lleva esta expresión, que puede encontrarse, sin embargo, en todas las traducciones oficiales de la encí­clica.

También Pablo VI empleó esta expresión en su primera encí­clica, Ecclesiam suam. En este texto se advierte que hay que «estimular en la Iglesia la atención constantemente vigilante a los signos de los tiempos y la apertura continuamente joven que sepa verificarlo todo y quedarse con lo que es bueno» («AAS» 56 [1964] 609-610).

El concilio, con el nuevo clima que se estaba creando, especialmente en las relaciones Iglesia-mundo, no podí­a encontrar una solidaridad mayor con estos precedentes. En varias ocasiones aparece este término en los diversos documentos conciliares, hasta encontrar en la Gaudium el spes su formulación oficial. «Signos de los tiempos» puede ser considerada, en este horizonte, como una de las formulaciones más originales del concilio en su intención pastoral.

En este punto resulta útil mencionar algunos textos explí­citos en los que aparece esta expresión, ya que son fundamentales para la comprensión de esta categorí­a y constituyen unos puntos muy útiles de referencia para su interpretación teológica.

Por orden cronológico, es fácil señalar el camino de los textos conciliares:
a) «Como quiera que hoy, en muchas partes del mundo, por inspiración del Espí­ritu Santo, se hacen muchos esfuerzos con la oración, la palabra y la acción para llegar a aquella plenitud de unidad que Jesucristo quiere, este santo sí­nodo exhorta a todos los católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, participen diligentemente en la labor ecuménica» (UR 4).

b) «Saludando con alegrí­a los venturosos signos de la época presente y denunciando con tristeza estos hechos deplorables el sagrado concilio exhorta a los católicos y ruega a todos los hombres que consideren con suma atención cuán necesaria es la libertad religiosa, sobre todo en la presente situación de la familia humana» (DH 15).

c) «(Los presbí­teros) oigan de buen grado a los laicos, considerando fraternalmente sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, a fin de que, juntamente con ellos, puedan conocer los signos de los tiempos» (PO 9).

d) «Para cumplir esta misión, es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza» (GS 4).

En estos textos puede verse un continuo progreso en la enseñanza conciliar: partiendo de una perspectiva de vida interna a la comunidad cristiana, mediante la cual se invita a los creyentes al compromiso por la unidad, se pasa progresivamente a reconocer la presencia de signos externos que provocan a la Iglesia en dos frentes: el primero, en el ámbito de la libertad religiosa; el segundo, en el reconocimiento de las conquistas del saber, de forma que se pueda anunciar el evangelio deforma comprensible.

Tras estos textos explí­citos vienen otros muchos textos del concilio en donde es muy clara la referencia a los signos de los tiempos, aunque de forma implí­cita. Una breve ojeada a este punto podrá ayudar sucesivamente a la elaboración de una «teologí­a de los signos de los tiempos» realizada por el Vaticano II.

Hay dos párrafos de la GS especialmente importantes en este tema: «El pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espí­ritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios. La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas» (GS I 1).

Y en el número 44 continúa: «Es propio de todo el pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espí­ritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada».

2. NUEVA PERSPECTIVA DEL VATICANO II. Aunque recuerdan la enseñanza de siempre, es fácil constatar cómo estos textos implantan, ante todo en la reflexión teológica, algunos principios que son básicos para la verificación del intento conciliar sobre las nuevas relaciones que ha de asumir la Iglesia frente a la historia humana y la actuación de los hombres en las diversas situaciones socioculturales.

Las siguientes observaciones pueden permitir un cuadro más global de la teologí­a de los signos de los tiempos realizada por el Vaticano II.

a) Como primer dato, hay que señalar el cambio de lenguaje, que revela una perspectiva diferente en la que se inserta la Iglesia. En efecto, la comunidad cristiana se autocomprende como sierva de la Palabra que se le ha confiado y que tiene la responsabilidad de transmitir en la historia. La Iglesia está, junto con sus contemporáneos, en constante y permanente camino en la búsqueda- y adquisición de la verdad entera (Jn 16,13). Se ofrece a todos y a cada uno como compañera en la búsqueda de la voluntad real de Dios, y por tanto del bien de la humanidad. A los hombres y mujeres de este tiempo que buscan a Dios les ofrece su «compañí­a de la fe», sabiendo muy bien que la acción del Espí­ritu que la guí­a actúa y se dilata también fuera de sus confines institucionales (LG 8).

b) Para cumplir la misión recibida de Jesucristo, la Iglesia pide la ayuda de los hombres de su tiempo, a fin de ser capaz de leer atentamente los fenómenos humanos y las tensiones.que se vienen a crear en la historia. Es una Iglesia «pobre» la que surge de estos textos, una Iglesia que ha perdido toda forma de presunción y arrogancia y que es consciente de que la verdad es búsqueda en común y que ella la posee sólo en la perspectiva dinámica de la escatologí­a. Se deduce, por tanto, la responsabilidad de una solidaridad con todos y la conciencia de un compromiso universal para la consecución de la salvación, por lo que nos salvamos todos juntos o no correspondemos a la misión que hemos recibido.

Es una Iglesia que deja la perspectiva de ser maestra ante el mundo, para recuperar la categorí­a del discipulado, sabiendo que uno solo es el maestro, Cristo (Mt 23,10): «La Iglesia reconoce los muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano… La Iglesia necesita de modo muy particular la ayuda de quienes por vivir en el mundo, sean o no creyentes; conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la razón í­ntima de todas ellas» (GS 44). Nunca se habí­an oí­do en estos últimos siglos palabras tan claras y explí­citas por parte del magisterio respecto al mundo y la ayuda que la comunidad creyente pide a todos, en virtud de su pertenencia a la humanidad y de su competencia en el ámbito cientí­fico. No es preciso demostrar a cuántos años luz están estas palabras de las fórmulas de perplejidad y de condena del siglo pasado frente al «mundo» y el progreso; la Iglesia, de esta manera, ha vuelto a descubrir valientemente un nuevo modo de ponerse ante las culturas y la sociedad. Negarlo equivaldrí­a a olvidar los honrados esfuerzos que se han realizado en este sentido; y olvidarlo significarí­a traicionar el espí­ritu del Vaticano II.

c) La asunción de los signos de los tiempos obliga a la Iglesia, en su enseñanza, a la atención permanente ante las diversas situaciones de vida y las diferentes culturas que subyacen a los modelos de las sociedades. El mundo y su historia se modifican y varí­an a la vuelta de pocos años; cada vez más se imponen las formas de progreso y de técnica, y la información alcanza al mismo tiempo a pueblos muy distantes entre sí­; el evangelio, sin embargo, tiene que ser anunciado y comprendido también en esas situaciones para que llegue a todos el mensaje de salvación.

Los signos de los tiempos pueden orientar entonces hacia una interpretación más universal y global del mensaje salví­fico, ya que intentan presentar aspiraciones y concreciones de ideales que son patrimonio común de la humanidad. En cierto modo pertenecen a la pedagogí­a de la revelación puesto que pueden identificarse con aquellos gérmenes de vida, los logoi spermatikoi, tan apreciados por los padres de la Iglesia, que están colocados en el mundo y en el corazón de cada individuo, para capacitarlos a percibir más fácilmente la acción de Dios, que suscita continuamente fuerzas nuevas para la realización plena de lo creado.

d) Ante los signos de los tiempos, la Iglesia se ve provocada a desarrollar su acción profética, ya que está llamada a comprometerse a leer los signos y emitir el juicio de Dios sobre ellos. En el horizonte de la ! profecí­a que caracteriza a la comunidad cristiana, el juicio estará siempre en el horizonte de la salvación, en cuanto que proviene del centro mismo de la revelación, que presenta al crucificado como lugar definitivo de la salvación, al ser la expresión última del amor del Padre.

A1 emitir este juicio, la comunidad creyente se aparta de los diversos «profetas de desventuras» y reconoce, finalmente, la bondad de la creación en todas sus expresiones, igual que las conquistas positivas del hombre cuando están orientadas al bien de todos. Así­ pues, recoge cada una de estas expresiones en el escenario más omnicomprensivo de la palabra de Dios, para que puedan quedar plenamente iluminadas y orientadas (GS 40-90).

e) Finalmente, los signos de los tiempos mueven a considerar seriamente el horizonte escatológico que caracteriza a la fe cristiana. En efecto, con estos signos, todos, creyentes y no creyentes, se ven relacionados con un futuro como espacio y tiempo definitivo del cumplimiento de sí­ mismo y de toda la historia humana.
Así­ pues, los signos de los tiempos representan aquellas etapas necesarias para los que viven todaví­a la condición de peregrinos, mediante las cuales es posible vivir con vigilancia y con espí­ritu atento la espera del esposo que ha de venir. Si la condición de vigilancia es un deber evangélico para la comunidad, es igualmente una obligación para el no creyente, ya que sólo así­ puede ser capaz de percibir la evolución de la historia y de la cultura y estar dispuesto a dar respuesta a los interrogantes que eventualmente tuvieran que surgir de ella.

A través de la asunción de esta categorí­a creemos que el concilio favoreció ulteriormente aquel procedimiento de personalización de una apologética del signo que ya habí­a iniciado con la Dei Verbum y la Lumen gentium.

Para resumir la novedad de la enseñanza conciliar a este propósito, podemos decir que hay dos datos que resultan determinantes: 1) Jesucristo es el signo fontal de la revelación, y la Iglesia es, en fidelidad a él, su signo sinónimo; éstos son los signos permanentes de la presencia de Dios, y por tanto, fundamentalmente, los verdaderos signos de los tiempos. Estos signos de revelación orientan a la historia escatológicamente y permiten la finalización del devenir histórico. Son signos del tiempo para este tiempo, ya que llevan impresa dentro de sí­ la nota de la universalidad, que los hace plenamente accesibles a todo tiempo y normativos para cada uno. 2) Son igualmente signos de los tiempos todas aquellas aspiraciones de la humanidad que determinan el progreso y orientan hacia la adquisición de formas de vida más humanas.

3. LINEAS PARA UNA TEOLOGIA DE LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS. Recogiendo los diversos datos descritos con vistas a una «definición» de los signos de los tiempos que ayude a la comprensión del fenómeno, podemos decir que éstos son acontecimientos históricos que crean un consenso universal, por los que el creyente es confirmado en la verificación del obrar inmutable y dramático de Dios en la historia, y el no creyente se orienta hacia la individuación de opciones cada vez más verdaderas, coherentes y fundamentales en favor de una promoción global de la humanidad.

Esta «definición» intenta sintetizar algunas ideas constitutivas para la identificación de los signos de los tiempos. Se habla ante todo de acontecimientos históricos; esto significa que no todos los hechos pueden ser considerados signos de los tiempos, sino sólo aquellos que tienen la caracterí­stica de ser acontecimientos. Acontecimiento es lo que constituye una etapa fundamental de la historia de todos; es tan-cualificante que marca una piedra miliar en la marcha de la humanidad. Es un punto de referencia tan necesario que sin él no se alcanzarí­a una plena comprensión de la historia de un perí­odo, de un pueblo o de una cultura. Por tanto, decir que los signos de los tiempos son acontecimientos equivale a darles una dimensión epocal.

Se dice además que se requiere el consenso universal; por eso estos signos deben ser catalizadores de alguna manera. Tienen que expresar una caracterí­stica de universalidad; en efecto, su significado debe ser recibido por todas partes en su sentido más genuino. Por tanto, los signos de los tiempos están llamados a expresar el signo progresivo de unidad de los diversos elementos humanos que, prescindiendo de análisis propios de intereses privados, tienden hacia el bien de la humanidad.

En la «definición» que hemos dada se distingue expresamente entre la lectura del creyente y la del no creyente, bien para subrayar más la nota de la universalidad de los signos que, en cuanto tales, no deben estar sometidos a ningún prejuicio; bien para favorecer el encuentro sobre el alcance de los signos antes de su interpretación; bien, finalmente, para permitir al creyente llevar a cabo una verdadera compañí­a de la fe sin pretensión alguna respecto al «otro»(/ Teologí­a fundamental: destinatario).

Así­ pues, por creyente entendemos al que está inserto en la comunidad cristiana y al que, en virtud de esto, está llamado a leer los signos de los tiempos a la luz de la palabra de Dios (GS 11; 44) y a ver en ellos una presencia peculiar del Creador. El creyente, en virtud de la fe, será llevado a identificar cada signo con las diversas manifestaciones del amor trinitario de Dios revelado en Cristo. Sin embargo, en el reconocimiento y en la lectura de los signos será llamado a realizar el mismo camino que el no creyente y tendrá que caminar con él hasta el fin; sin embargo, luego estará llamado a dar un paso más, puesto que tendrá que llegar a la interpretación cristológica y eclesial del signo.

Para el no creyente, los signos de los tiempos podrán expresar las tensiones y las aspiraciones de los hombres hacia una forma de vida más humana. Sin embargo, si los signos tienen que crear un consenso, esto significa que capacitan también al no creyente para aquel compromiso coherente, a fin de que la verdad única sobre el hombre y sobre la creación pueda ver finalmente la luz plena. Pero al actuar en compañí­a con el creyente, también el no creyente podrá verse provocado a una pregunta ulterior, que podrá desembocar en la cuestión sobre Dios y en la opción de fe cristiana.

Lo que hemos expuesto hasta ahora afecta principalmente a la descripción sobre la naturaleza de los signos de los tiempos. Para una visión global del fenómeno es conveniente añadir algunas observaciones sobre el discernimiento de los signos.

En cuanto signos, participan de la naturaleza del signo (/Semiologí­a, I); son, por tanto, una relación entre un significante y un significado; su lectura y su interpretación están muchas veces sometidas a ambigüedad. ¿Cómo es posible señalar los signos de los tiempos? ¿Y a quién compete su interpretación?

El concilio habí­a ya destacado algunos fenómenos particulares que, por sus caracterí­sticas, parecen atestiguar la presencia de Dios en el mundo y pueden identificarse como signos de los tiempos; entre ellos se reconoce: la santidad personal del creyente, que atestigua la novedad del evangelio (LG 39-42), las aspiraciones profundas por la libertad religiosa (DH 15) y el respeto a la dignidad del hombre (GS 63-72), el martirio como signo supremo del amor y de la coherencia con el ideal de vida (LG 42), la tensión hacia formas de cultura más humanas y universales (GS 53-62), la búsqueda y la dinámica hacia la paz internacional (GS 7790). Todos estos signos, en la perspectiva de los padres conciliares, remiten casi intuitivamente a Dios y crean un consenso universal.

¿Pero cómo proceder en el reconocimiento y en la interpretación de otros signos que de vez en cuando propone la historia?

Puesto que, como se ha dicho, los signos de los tiempos son ante todo acontecimientos históricos, es necesario que su importancia quede confiada primariamente a las ciencias humanas. En varias ocasiones y de forma explí­cita, la Iglesia y la enseñanza del magisterio han manifestado su confianza en la ciencia y en los cientí­ficos (GS 15; 44); se les pide un reconocimiento preliminar de los fenómenos que crean consenso y que de suyo tienden a imprimir en la sociedad formas de vida más humanas. Una vez reconocidos los signos, hay que interpretarlos.

Consideramos que, como principio teológico, el intérprete cualificado de los signos de los tiempos tiene que ser la comunidad creyente. El concilio dice que el sujeto de la interpretación es la «Iglesia» (GS 4); pero inmediatamente después explicita esta afirmación hablando de «todo el pueblo de Dios», especialmente los «pastores y los teólogos» (GS 44). Como puede verse, se da una interpretación que, por una parte, hace referencia a la comunidad entera y, por otra, destaca a los pastores y a los teólogos, probablemente en virtud de su ministerio y de su competencia.

Más en conformidad con la descripción de los signos de los tiempos que se ha ofrecido, podrí­a aplicarse aquí­ para su interpretación lo que sostení­a Pablo VI en la Octogesima adveniens como método de lectura para los fenómenos sociales, en cuanto que se.destaca más a la comunidad particular. Leemos allí­: «Corresponde a las comunidades cristianas analizar objetivamente las soluciones de su paí­s, aclararlas a la luz de las palabras inmutables del evangelio, aplicar los principios de reflexión, los criterios de juicio, las normas de acción» (OA 3).

En unos pocos rasgos encontramos en este texto los principios fundamentales que determinan el modo de situarse ante los signos de los tiempos: reconocimiento, lectura, interpretación, juicio; pero dentro de la comunidad y con la competencia especí­fica de cada uno.

Por tanto, toda la Iglesia local se hace intérprete de los signos de los tiempos, respetando las funciones y los carismas de cada uno, pero caminando «junto con toda la humanidad» (GS 40), ya que forma con ella la única familia de Dios.

Del mismo modo que la comunidad reconoce los signos de los tiempos, que como tales tienen siempre el elemento de la positividad, ya que tienden al progreso de la humanidad y de la comprensión de la verdad revelada, así­ también esa comunidad está llamada al reconocimiento de los anti-signos que, por el pecado de todos, impiden el verdadero progreso y retrasan la acción de liberación global.

El segundo momento que se debe poner en acto es el de la interpretación de los signos. Puesto que los creyentes y los no creyentes están unidos en el reconocimiento, es oportuno que una criteriologí­a hermenéutica no anule la fuerza de este elemento.

Pensamos, por, tanto, que pueden asumirse ciertos criterios generales en cuanto que expresan la intención de compartir en común, y ciertos criterios especí­ficos que caracterizan a la lectura cristológica y eclesial. de los creyentes.

Pueden asumirse como generales dos criterios: el de la dignidad humana, que favorece el reconocimiento de todas las formas que suponen la libertad y la promoción de cada persona, y el de la justicia, que debe considerarse como el punto mí­nimo e indispensable del amor, ya que con ella cada uno se pone en la condición de vivir una vida dignamente humana.

Bajo los criterios especí­ficos es evidente que resulta más determinante la referencia teológica, ya que toca a la comunidad, que, de suyo, vive la realidad que anuncia. Pensamos en tres criterios, que expresamos con el lenguaje bí­blico de:
a) Glorificar a Cristo (Jn 16,14): los signos de los tiempos, en cuanto que son irradiación de la gloria del Señor, tienenque encontrar su plena significación solamente en él. Por eso, cada uno de los signos tiene que volver a Cristo y tender a su gloria, para anunciar ulteriormente la victoria de su muerte sobre toda forma de injusticia y de pecado. Por consiguiente, los verdaderos signos de los tiempos pueden reconocerse porque llevan dentro de sí­ esta dinámica de superación de lí­mites y capacitan para el reconocimiento de.la verdadera libertad.

b) Edificar la Iglesia (Ef 2,22): en cuanto que la comunidad creyente es mediación de la revelación, constituye también su signo histórico permanente que percibe cada uno. Los signos de los tiempos tienen que urgir a los creyentes a la construcción escatológica de la Iglesia, para que a través de las diversas formas de participación en la vida de la humanidad pueda realizarse en su misión. Si por un lado los signos de los tiempos capacitan a la humanidad para formas de vida más humanas, por otro tienen que sostener a la Iglesia en su camino hacia el encuentro con el esposo. La presencia de los diversos carismas y ministerios que se dan para la construcción de la Iglesia encuentran en este horizonte su ambiente más vital. Como expresión del amor y de la actuación de Dios, los signos de los tiempos se comprenden como tales, ya que son reconocidos como formas que permiten a la Iglesia saber corresponder a las exigencias de la historia con la fuerza del evangelio.

c) Recapitular todo en Cristo (Ef 1,10): los signos de los tiempos tienen que orientar a los creyentes para que sepan mirar permanentemente hacia «los cielos nuevos y la tierra nueva», en donde quedará definitivamente desterrada toda clase de muerte. Por tanto, los verdaderos signos de los tiempos abren a la plenitud de la realización cósmica, en donde todo, lo creado, la historia y la humanidad en ella, encontrará su cumplimiento. Si los signos de los tiempos tuvieran que detenerse tan sólo en la referencia inmediata o en la realización temporal, carecerí­an para los creyentes de toda su fuerza de propulsión hacia la construcción del futuro.

Con la lectura que hemos presentado, los signos de los tiempos pueden reducirse a su núcleo esencial, constituido por el acontecimiento mismo de la revelación: el amor trinitario de Dios. De la forma culminante de este amor, constituida por la muerte del Hijo, surgen otras expresiones y formas de amor, para que este único signo permanezca como normativo y reconocible para siempre.

La atención a los signos de los tiempos es una tarea irrenunciable para la Iglesia y una responsabilidad para cada uno. Con ello se hace más inmediato el descubrimiento de todo lo que hay de bello, de bueno y de verdadero en nuestra historia y en el mundo que formamos. Pero, para los creyentes, esos signos tienen un significado ulterior: la presencia permanente de un Dios que, incluso después del acontecimiento de la encarnación, sigue habitando en medio de nosotros y viviendo con nosotros.

La atención a los signos de los tiempos, con sus elementos de reconocimiento, lectura e interpretación, no puede, sin embargo, agotar la tarea de los creyentes de tener que crear continuamente nuevos signos a través de los cuales hacer visible la actualidad de la revelación. Una teologí­a de los signos, que se detuviera tan sólo en su lectura, sin saber proseguir en la voluntad de suscitar nuevos signos, quedarí­a privada de algo esencial. Los criterios adoptados anteriormente exigen que los creyentes estén en disposición de mirar siempre hacia nuevos signos, por estar continuamente atentos a las diversas situaciones de la vida.

Por consiguiente, los signos de los tiempos constituyen un desafí­o que la Iglesia lanza al mundo; con ellos invita a vivir elpresente histórico con toda la intensidad que posee, pero sin olvidar que la mirada ha de orientarse siempre hacia el futuro que está delante.

La capacidad de percibir y de poner nuevos signos de los tiempos estará en proporción con la capacidad de saber hacer revivir también para el dí­a de hoy los tiempos mesiánicos de la presencia de Dios entre nosotros. Es la palabra del Señor la que nos invita a ello: «Os aseguro que el que cree en mí­ hará las obras que yo hago y las hará aún mayores que éstas, porque yo me voy al Padre» (Jn 14,12). Esto supone para cada creyente que no puede permanecer como espectador pasivo; la fe es testimonio de un trabajo coherente y continuo que dura toda la vida, sin conocer el reposo del sábado.

BI$L.: BoFe C., Segni dei tempi, Roma 1983; CHENU D.M., Signes des temes, en «NRTh» 87 (1965) 29-39; FisIeEFuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental