SIETE PALABRAS DE LA CRUZ, LAS.

En los momentos en que acontece la crucifixión, el Señor Jesús dijo algunas cosas. Siendo éste uno de los momentos supremos de su vida y de la historia, es natural que se tenga mucho interés en la significación de esas palabras que fueron recogidas en los Evangelios. Son siete expresiones.

La primera aparece en Luc 23:34 (†œPadre, perdónalos, porque no saben lo que hacen†). Es de notar que se dirige al †œPadre† y que lo que solicita no es que se disminuyan sus dolores, sino que se tenga misericordia de los que lo crucificaban. Reconoce que lo hací­an en ignorancia. Pablo escribirí­a después acerca de la sabidurí­a de Dios, †œla que ninguno de los prí­ncipes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, nunca habrí­an crucificado al Señor de gloria† (1Co 2:8). El Señor, entonces, ruega a su Padre que no les tome en cuenta este terrible pecado que cometí­an los gobernantes y el pueblo de Jerusalén. Intercede por sus enemigos cuando más mal le hací­an.

La segunda palabra es la que dirige al ladrón que mostró arrepentimiento (†œDe cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraí­so† [Luc 23:43]). Aquel ladrón habí­a hecho una declaración asombrosa de fe, puesto que llamó a Jesús †œSeñor†. Reconoció la existencia de un más allá, en el cual las personas están en plena capacidad intelectual, al decir †œAcuérdate de mí­†. E incluso pudo ver en aquel crucificado al futuro rey de Israel, pues le expresó: †œCuando vinieres en tu reino†. Pero la respuesta del Señor sobrepasó sus expectativas, pues oyó que se le dijo que en ese mismo dí­a su oración serí­a contestada, al encontrarse con él en el †¢paraí­so. En el momento de suprema debilidad, el Señor continúa con su autoridad para beneficio de otros y salva a un pecador arrepentido.

Con la tercera palabra, el Señor Jesús demuestra su sentido de responsabilidad hacia su madre, encomendándola a Juan, su mejor amigo (†œMujer, he ahí­ tu hijo. Después dijo al discí­pulo: He ahí­ tu madre† [Jua 19:26-27]). La verdadera humanidad de Jesús resalta en estas palabras. Es un hombre que está a punto de morir y desea conseguir para su amada madre un mí­nimo de seguridad, por lo cual la encomienda a aquel de entre sus discí­pulos más í­ntimos que tení­a cierta posibilidad económica. Además, muchos opinan que †¢Marí­a era hermana de †¢Salomé, la madre de Juan y Jacobo, por lo tanto, tí­a de Juan. Toda las Escrituras sobre el honrar al padre y a la madre tienen en este acto una muestra ejemplar. Además, el Señor estaba ofreciendo un regalo de amor a Juan, una demostración especial de amor hacia su discí­pulo, al poner a su cargo, nada más y nada menos, que a su bienaventurada progenitora.

†œCerca de la hora novena†, según Mateo y †œa la hora novena†, según Marcos (Mat 27:46; Mar 15:34), en medio de una misteriosa oscuridad, se escucha la cuarta palabra: †œ¿Elí­, Elí­, lama sabactani? Esto es: Dios mí­o, Dios mí­o ¿por qué me has desamparado?† (Mat 27:46). Antes se habí­a dirigido a su Padre, ahora se dirige a su Dios. No se trata de un susurro, sino de †œuna gran voz†. Es un grito de desesperación pronunciado por alguien que experimenta la última de todas las soledades: el abandono de Dios. Las palabras del Sal 22:1, que de seguro el Señor conocí­a muy bien, tomaron para él en ese momento su plena significación. Por eso las usa: †œDios mí­o, Dios mí­o, ¿por qué me has desamparado?†. ¿Repetirí­a el Señor todo el resto del salmo en forma inaudible? No se nos dice. Pero, de todos modos, la experiencia que el profeta puso en aquella poesí­a describe mucho de lo que acontecí­a en el alma de Jesús en el momento de la cruz (†œ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor?). Tener sobre sí­ la carga de los pecados nuestros traí­a, necesariamente, el juicio de Dios.

La quinta palabra sale de uno que es verdadero hombre: †œTengo sed† (Jua 19:28). Aunque en castellano son dos vocablos, en griego se trata de uno solo: dipso. De importancia suprema es la consideración de la verdad de que quien sufre y muere es un ser humano, no una aparición o un fantasma. Los soldados habí­an tratado de que el Señor bebiera un sedante compuesto por vino agrio y mirra, †œpero después de haberlo probado, no quiso beberlo† (Mat 27:33-34; Mar 15:23). La jornada, hasta el momento, habí­a sido extenuante. Su cuerpo estaba deshidratado, tal como habí­an predicho las Escrituras: †œComo un tiesto se secó mi vigor, y mi lengua se pegó a mi paladar†; †œ… y en mi sed me dieron a beber vinagre† (Sal 22:15; Sal 69:21).
és, en la sexta palabra, el Señor dice que todo ha llegado a su fin (†œConsumado es† [Jua 19:30]). No es el final de la historia, sino la cúspide de la obra que se le habí­a encomendado: ofrecer su cuerpo, dar su vida en expiación por los pecados de los hombres. Todo su ser estuvo siempre imbuido del deseo de hacer la voluntad del que le envió y acabar su obra (Jua 4:32, Jua 4:34; Luc 13:32). Ahora, tras los muchos sufrimientos que habí­a padecido, reconoció que lo habí­a logrado (†œYo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese† [Jua 17:4]).
, en la séptima palabra, †œclamando a gran voz, dijo: †Padre, en tus manos encomiendo mi espí­ritu» (Luc 23:46), de nuevo usa el término †œPadre†. Se cumple así­ la profecí­a del Sal 31:5 (†œEn tu mano encomiendo mi espí­ritu†). Se nos dice que el Señor †œentregó el espí­ritu† (Jua 19:30). Fue un acto de su voluntad, porque él habí­a dicho: †œ… yo pongo mi vida…. Nadie me la quita. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar† (Jua 10:17-18). Se trata, sin embargo, de una muerte real. El Señor realmente murió. No fue un desmayo ni cosa parecida, sino que él sufrió el †œpadecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos† (Heb 2:9).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano