SEXUALIDAD

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La cualidad natural del hombre que le lleva a prolongar su especie y a engendrar nuevos seres en el mundo es la sexualidad. Ella implica tres elementos esenciales: la conciencia de dualidad de configuración somática y psí­quica en la especie humana, expresada por la naturaleza en forma masculina y femenina; la tendencia reproductora, mediante la complementación psicológica de ambos sexos y la actuación genital; y la consiguiente satisfacción personal ante la fecundidad y la alegrí­a í­ntima que proporciona la paternidad y la maternidad.

Entre el cúmulo de cualidades y rasgos que adornan al hombre, la sexualidad tiene un puesto primordial. Sin ella la vida humana se extingue.

Además, la sexualidad del ser inteligente es muy superior a la animal y a la vegetal, también bipolar y diferenciada. Y la superioridad radica en la conciencia de su instinto que le distancia infinitamente de los demás seres. El instinto en él se rige por la inteligencia, la voluntad, la libertad, la sensibilidad ética y estética, la espiritualidad y la trascendencia.

1. Valor de la sexualidad

Es la fuerza creadora más natural del hombre, la que más le convierte en colaborador de Dios Creador, la que más í­ntimamente le lleva a compenetrarse con otros seres, comenzando con el ser del otro sexo que con él se asocia y con el que, en la intimidad, se siente bien.

Al orientarle a dar vida a otros hombres, la sexualidad constituye una energí­a vital de incalculable valor. Sólo los efectos de su ausencia o las consecuencias de su perturbación, hacen caer en la cuenta de valor y sentido.

1. Valor radical

La sexualidad humana es más que el instinto reproductor. Es la clave que revela la propia identidad de ser creativo, pero no autosuficiente.

En el animal el instinto reproductor le conmueve y mueve a la copulación para prolongar la especie con una mecánica automática y con una perspectiva de simple satisfacción presente. El hombre siente la fuerza animal, pero la supera con la intimidad, la estética, la conciencia ética, la previsión de futuro, el respeto a la otra parte, el altruismo preferente y la trascendencia para el porvenir.

Si le fallan esas dimensiones, su actuación sexual se reduce a lo animal y no se desenvuelve en la dignidad de persona humana.

Acontece lo mismo que en los alimentos o en la agresividad. El animal come por instinto. El hombre come por apetito, pero en relación a los demás. El animal se defiende por instinto. El hombre se defiende con inteligencia y discierne.

La diferencia radical es que el animal no puede dejar de copular, comer y defenderse; el hombre, por el contrario, puede renunciar al placer genital por una razón superior, puede dejar de comer porque es libre, puede renunciar a defenderse, porque tiene voluntad.

Por eso la sexualidad humana no se reduce a la instintividad, a la genitalidad, a la copulación. Es mucho más que todo ello. Es capacidad de realización.

1.2. La plenitud bisexual

La sexualidad abarca desde la satisfacción en la propia identidad sexual hasta la admiración por la originalidad de la persona del otro sexo.

En la medida en que el ser humano se halla dichoso en el sexo en el que ha nacido, domina en su mente y en su afectividad el equilibrio y la satisfacción.

Es tan importante esta identificación del yo sexual, que el hombre puede renunciar a la reproducción y a contribuir a la propagación de la especie humana por diversos motivos; incluso puede sentirse satisfecho con la dedicación a otros servicios más desinteresados en beneficio de la sociedad. Pero no puede, sin perjuicio del propio equilibrio y del ajeno, renunciar al propio sexo o promover sentimientos de insatisfacción por él.

La bisexualidad humana es el eco de toda la existente en la naturaleza vegetal y animal en el cosmos. Pero en el hombre cobra dimensiones de grandeza singular: completa la identidad humana con la variedad, dinamiza el género humano con fuerzas complementarias que aseguran la pervivencia, suscita relaciones de ternura con persona del otro sexo con miras espontáneas a la propagación de la especie humana.

Si la bisexualidad sólo se percibiera como fuente de fuertes sensaciones y de propagación de la especie por la complementación y el ejercicio reproductor, no se tendrí­a el verdadero sentido de esa realidad gratificante de la vida.

En el orden cristiano, la bisexualidad es un regalo del Creador al ser inteligente, más incluso que el regalo de la variedad de razas, de rasgos somáticos, de habitats múltiples o preferencias estéticas. Dios creo a la naturaleza exuberante, no clónica o mecánica.

Por eso dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «La sexualidad abarca todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud de establecer ví­nculos de comunión con otros». (N° 2332)

1.3. Dimensión creacional

La dimensión más noble, profunda y creativa de la sexualidad humana se fundamenta en el placer sublime e incomparable de hacer asequible a nuevos seres el maravilloso amor divino concedido a los humanos.

Creados por Dios, los hombres han sido hechos aptos para producir nueva vida. Por eso se sienten y se saben artí­fices del desarrollo en el mundo de los seres inteligentes.

Son capaces de producir obras magní­ficas, que les llenan de orgullo. Llevan en su naturaleza una vocación de vida y no de muerte. Y esa grandeza se hace presente en la fecundidad.

Por eso el hombre es creador por su bisexualidad, en cuanto hombre y mujer, y se sabe capaz de engendrar nuevos seres a los que extiende su amor humano y su capacidad de amor divino.

La conciencia y la experiencia le dice que puede sentirse llamado a dar vida a otros, no sólo en el orden corporal, sino en el moral, intelectual y espiritual, incluso más allá de los propios gustos y satisfacciones.

Al hablar de esa capacidad creadora de vida, hay que superar los parámetros animales y entender al hombre como productor de maravillas. Sólo la experiencia de la maternidad y de la paternidad puede hacer entender esta dimensión. Por eso, el placer vital, no es sólo el fisiológico de la copulación o el afectivo de la conyugalidad, sino que sublima en el creativo de la paternidad o de la maternidad. Es el placer intelectual, moral y espiritual del originar nuevos seres capaces de ser felices en el orden natural y en el nivel sobrenatural.

El deseo de continuar esa vida superior, cuando los dí­as terrenos de los progenitores se terminen, es una de las dimensiones más sutiles de la sexualidad humana, que jamás podrán alcanzar los animales. Por eso el hombre se proclama, por su sexualidad, creador de nuevas personas: capaces de pensar, aptas para querer con libertad, sensibles, sociables, agentes de nuevas maravillas humanas: técnica, ciencia, arte, progreso, sobre todo vida; y capaces de engendrar, a su vez, nuevos seres libres y con cualidades trascendentes.

1.2. El placer sexual
En el acto fecundador, la naturaleza, o Dios como autor de la naturaleza, ha colocado un placer intenso, que es el sexual. Ese placer, tanto en el ámbito sensorial de las estimulaciones nerviosas que culminan con el orgasmo, como en el orden psicológico y afectivo que culmina en el gozo del amor, es un placer bueno por sí­ mismo, como bueno es el sabor de los alimentos o gratificante el aroma de las flores.

Pero este placer, el más original del ser humano, tiene una función insustituible en pro de la gestación de nuevos seres con las grandes responsabilidades que la formación de un ser humano implica. En esa trascendencia de responsabilidad es donde se halla su peculiar dignidad y consiguiente moralidad.

Las actitudes filosóficas y éticas ante este placer han sido numerosas y dispares, como no podí­a ser otra forma tratándose de algo tan motriz y estimulante en la vida personal y colectiva de los hombres.

Desde los estoicos antiguos y los maniqueos, que lo consideraban malévolo y rechazable, hasta los hedonistas y epicúreos que lo miraban en función de su intensidad y frecuencia, las opiniones y actitudes se extendieron en un gran abanico de axiologí­as que se prologaron a lo largo de la Historia.

En clave cristiana, ese placer es bueno en sí­ mismo, pues ha sido querido por Dios, y no serí­a correcto infravalorarlo o maldecirlo. Gracias a él el hombre se siente gratificado ante los actos reproductores y afronta sus consecuencias posteriores con la generación de la prole, el género humano se propaga, los esposos se agradan mutuamente, las personas se sienten realizadas en su feminidad y en su masculinidad, la compenetración conyugal tiene un apoyo para la permanencia.

Lo que no es bueno es el desorden en la búsqueda de ese placer. Tal acontece cuando predomina el egoí­smo sobre el amor, cuando se busca separado de sus consecuencias naturales respecto a la vida, cuando se atropella el derecho de la otra parte a la que se impone o cuando se desea o se consigue al margen de las leyes naturales de la dignidad humana: compromiso, fidelidad, ternura, estabilidad, moderación, generosidad, que todo ello es verdadero amor.

1.3. Niveles de la sexualidad

La cualidad sexual del hombre es compleja. Por eso, es bueno que exploremos y entendamos los diversos niveles de la sexualidad humana.

De su comprensión y esmerado cultivo depende el variado modo de entender la dignidad sexual y de presentarla cuando se habla de ella a la luz del Evangelio.

1.3.1. Nivel fisiológico.

Es el más elemental, natural y orgánico y resulta el más asequible de entender, como plataforma de partida. Se alude con él a las actividades biorreproductoras, en donde los órganos genitales humanos son la primera referencia en cuanto a su anatomí­a y a su funcionamiento. Tales dimensiones somáticas, como las demás del cuerpo, reclaman conocimiento, atención sanitaria, respeto, protección y adecuada valoración.

El hecho de que la naturaleza los haya constituido en doble forma: los del varón (testí­culos, pene, próstata, espermatozoides) y los de la mujer (mamas, ovarios, óvulos, trompas, útero, vagina, vulva) es una llamada natural a su complementación anatómica y funcional.

Su dignidad en nada disminuye con respecto a los demás órganos, aun cuando el hombre normal, a partir de cierto estadio evolutivo, experimente una natural inclinación (pudor) a ocultarlos a la mirada de los demás (intimidad) o se conviertan en objeto de curiosdiad espontánea, cosa que no acontece con los otros órganos del cuerpo.

Su importancia y dignidad deben suscitar la admiración ética y estética de todos, al igual que las flores, que son precisamente los órganos sexuales de los seres vivos vegetales, despiertan agrado, asombro y fascinación. En educación, es un deber la instrucción sobre la anatomí­a y la fisiologí­a sexual, sobre la misión reproductora del hombre y sobre la responsabilidad peculiar que ella implica.

Con todo es importante no reducir la virilidad y la feminidad a la constitución somática, ya que existen otras dimensiones sexuales más sutiles y constitutivas que los meros atributos anatómicos.

1.3.2. Nivel moral y afectivo.

Se recogen en él todos aquellos rasgos interiores: mentales, volitivos y afectivos, que reflejan la intimidad común en los sexos y expresan la tonalidad especí­fica de cada uno de ellos.

Hombres y mujeres poseen riquezas comunes: criterios, actitudes y sentimientos reproductores. Y los poseen diferentes para ser complementadas por la otra parte. La originalidad psicológica de cada sexo es también un don natural, de modo que su olvido perjudica tanto a cada sexo en particular como a la forma de comunicación mutua.

Los dos sexos se compenetran por ser diferentes. Su culminación se halla en la paternidad y en la maternidad, con las consecuencias í­ntimas para los cónyuges en principio y para los hijos que se conforman bajo su tutela.

Un mal entendido igualitarismo unisexual perjudica tanto a la mujer, que arruina su feminidad en estilos masculinos de vida, en lenguajes y comportamientos impropios, como al varón, que se pierde en la rusticidad o se vuelve feminoide, no femenino.

1.3.2. Nivel social.

Las diferencias fisiológicas y psicológicas entre los sexos han originado desde siempre diferencias sociales y convivenciales. Aunque ellas dependen mucho de cada cultura y de las tradiciones heredadas, los roles se originan por las capacidades naturales y por los hábitos cultivados en cada sexo. Rasgos como la fuerza fí­sica, la menstruación, la sensibilidad intuitiva, generan diferentes gustos estéticos, emotividad y expresividad especí­fica en cada uno.

La diferencia de trato y de usos en nada afecta a la dignidad de la mujer o da predominio al varón. Si ella ha sido con frecuencia tratada como dependiente y él se ha sentido prepotente, no se debe a necesidades naturales sino a abusos culturales que el progreso y la cultura contribuyen a superar.

Cualquier resabio de machismo es tan antinatural y perjudicial como cualquier intento de feminismo generalizado y demagógicamente explotado por intereses polí­ticos o económicos. Ambos se oponen a la dignidad y a la convivencia.

La intercomunicación y la complementación de ambos sexos en la sociedad es factor de equilibro y condición de libertad, seguridad y armoní­a. Sin la función social de cada sexo, sobre todo sin la referencia firme a la maternidad y a la paternidad, existe el riesgo de una promiscuidad destructora de la feminidad y de una desviación de la masculinidad.
A veces se postula una irresponsable igualdad de los sexos, no en cuanto a derechos y opciones, que es justa, sino en cuanto a rasgos de personalidad, que no es correcta

1.3.3. El nivel espiritual.

La sexualidad tiene también una dimensión espiritual en cuanto el hombre es trascendente en todas sus acciones y manifestaciones. La cualidad sexual humana no se reduce a lo simplemente somático ni a lo psí­quico. Le hace al hombre, mujer y varón, capaz de trascender este mundo de forma original.

Le abre la visión de lo «superior» y de lo «posterior». Lo uno afecta a su realidad inmaterial: inteligencia, voluntad, también libertad, responsabilidad, trascendencia. Lo otro le proyectan a lo que está más allá de la muerte, cuando sus dí­as terrenos culminen con el salto a la eternidad.

En relación a los valores espirituales de cada sexo, no se puede hablar de almas, espí­ritus, conciencia, destinos, derechos, deberes, etc., especí­ficamente masculinos o femeninos. Antes que sexuados, los seres humanos deben ser vistos como personas libres y como seres superiores. Pero, en lo referente a la conciencia de identidad personal, sí­ puede haber una sutil distinción: cada sexo es y seguirá siendo diferente.

Y no vale decir que en el cielo «los hombres serán como ángeles de Dios, en donde ni ellos ni ellas se casarán» (Mt. 22.30), pues la identidad personal se mantendrá para siempre. Dios ha hecho a cada uno en forma singular y le ha dado la conciencia de su propio yo o identidad. De esa conciencia se deriva la dignidad. El hombre y la mujer son tales por su espí­ritu y no sólo por sus órganos genitales.

La sexualidad es la clave en la identidad y configura el mapa í­ntimo de la dignidad femenina y de la masculina. En esa identidad se genera la conciencia del propio yo, a pesar de las corrientes periodí­sticas que consideran el sexo sólo como una incidencia, o factor secundario, o que juegan con los cambios de sexo como si de vestimentas superficiales se tratara.

1.4. El ejercicio sexual

El ejercicio y desarrollo ordenado de la sexualidad, en sus diversos niveles, es un valor humano: un derecho, una posibilidad y un deber. Este ejercicio debe ser mirado desde tres ópticas básicas:

– la complementariedad, a la que se opone la homosexualidad;

– el placer sano, que se halla a igual distancia de la ataraxia o anestesia patológica y del erotismo obsesivo;

– la fecundidad, o fruto de la sexualidad, contraria a la esterilidad y a la atrofia genética.

Por naturaleza, los tres elementos se integran como los tres lados de un triángulo se complementan. Y su espectro de acción o compromisos puede oscilar desde los niveles fisiológicos hasta los psicológicos y espirituales.

Por el señorí­o inteligente que el hombre puede conseguir sobre la naturaleza y sobre sus leyes primarias, puede hoy conseguir lo que nunca logró en tiempos pasados: superar las leyes primarias e incluso manipularlas.

Puede separar el placer de la fecundidad con anticonceptivos; y puede desvincular la fecundidad de la complementariedad entre sexos, mediante autofecundaciones o fecundaciones clónicas y portentosos experimentos genéticos.

1.4.1. La revolución sexual

Esa variación de los elementos naturales básicos se halla en el cimiento de la llamada revolución sexual. Esta comenzó cuando se independizó la fecundación de la copulación, con medios fí­sicos o quí­micos. Entonces se pudo buscar el placer deseado sin aceptar la fecundidad no deseada.

Abierta esa puerta en los tiempos de los poderosos medios de la imagen: televisión, cine, prensa ilustrada, propaganda comercial, internet, la revolución sexual fue manipulada de manera desigual por los constructores de ideologí­as. Un existencialismo cerrado y materialista, como el de J. P. Sartre (1905-1980), o un erotismo enfermizo, como el de W. Reich (1897-1957), valoraron la conquista como una liberación de represiones éticas manipuladoras. Un vitalismo inteligente, como el de H. Bergson (1859-1941), o personalista, como el M. Mounier (1905-1950), la miraron como signo de decadencia o al menos de peligro en los tiempos nuevos, los del «impulso vital» o los de la «persona salvaje».

En tiempos recientes se inició una carrera cientí­fica y antropológica que no sabemos del todo a dónde conducirá. Surgieron corrientes fuertes opuestas a los compromisos matrimoniales estables. Se multiplicaron las actitudes y movimientos homosexuales. Se divulgaron las «parejas de hecho», sin apoyos del derecho (compromisos) y sin ligazones religiosas, éticas o sociales.

Incluso la ciencia moderna anunció la posibilidad de la fecundidad de un ser humano, masculino o femenino, sin la copulación, y mediante las procedimientos artificiales, por ejemplo mediante la fecundación «in vitro» o por la autofecundación (la clonación). Ante el progreso biológico en genética, se comenzó a dudar de principios intangibles en ética y el hombre se asustó, en ocasiones, de sus audacias cientí­ficas, interrogándose sobre la licitud ética de tales acciones.

Todo ellos planteó en el pasado, y planteará probablemente en el futuro, crecientes y acuciantes problemas bioéticos, sorpresas antropológicas inesperadas y, seguramente, soluciones diversas que harán inseguras las fronteras de la sexualidad digna.

Es cierto que el hombre tiene capacidad permanente para sobrevivir. Pero se siente temeroso ante el porvenir.

1.4.2. Las exigencias naturales

La mente humana y la reflexión libre tienen que dar una respuesta a los nuevos planteamientos sexuales de la humanidad. Sin aceptar que pueda reducirse a la mera dimensión fisiológica, no podrá mantenerse en el ámbito mágico o mí­tico de que se la ha rodeado en ocasiones.

Al margen de las creencias religiosas y de los diversas actitudes filosóficas o éticas, hay un factor de indiscutible dignidad en todo lo que rodea a la sexualidad, que depende de su conexión con la vida, de su vinculación con la persona y con su conciencia, no menos que de la resonancia que los hechos sexuales puedan tener en la sociedad.

La naturaleza es fuente de inspiración a la hora de asumir criterios y responsabilidades en este terreno. Y difí­cilmente puede ser ignorada o marginada, sin producir consecuencias graves para la libertad y el equilibrio de las personas.

2. Mensaje cristiano y sexo
Desde la óptica del Evangelio, la sexualidad debe ser estudiada, entendida y valorada como un don del Creador del Universo, al igual que lo es la salud y la inteligencia, la sociabilidad y la familia. En lo que se refiere a los niveles fisiológicos, el mensaje cristiano poco tendrí­a que decir acerca del sexo, como no lo dice de la digestión, de la circulación sanguí­nea o de la movilidad corporal.

Pero la sexualidad tiene un significado singular: es la fuente de la vida, origina múltiples ví­nculos entre personas, condiciona la realización plena del hombre en el mundo desde la óptica masculina o femenina.

Dice el Papa Juan Pablo II: «La sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan el uno al otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo í­ntimo de la persona humana como tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente hasta la muerte.» (Familiaris Consortio. 11)

Es normal que se busque la voluntad de Dios creador y la Revelación cuando se trata de descubrir lo que este rasgo representa para el hombre creyente que mira las realidades humanas con ojos de fe. Por eso se busca en la Biblia, en la Tradición y en el Magisterio lo que Dios quiere de la sexualidad y la responsabilidad que implica para los hombres que se rigen por criterios de fe.

2.1. Dimensión bí­blica
El relato bí­blico de la creación del hombre sirve siempre de llamada de atención sobre el plan del Creador. «Dijo Dios: Vamos a hacer al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que mande a los peces del mar, a las aves del cielo, a las bestias de la tierra y a las serpientes del suelo. Creó Dios al ser humano a imagen suya y los creo macho y hembra.

Luego les dio su bendición y les ordenó: Creced y mulplicaos. Llenad la tierra y sometedla. Mandad en los peces del mar, en las aves del cielo y en las serpientes del suelo». (Gen. 1. 26-28)

Esta leyenda bí­blica, eco de las creencias mesopotámicas sobre el origen del hombre, insiste en la grandeza y originalidad de los habitantes del Paraí­so. Expresa la identidad bisexual de la humanidad y la misión propagadora de vida de los primeros progenitores del mundo.

«Dijo Dios: No es bueno que el hombre se quede solo. Le haré una ayuda semejante a él… Porque el hombre puso nombres a todos los animales del campo, pero no halló ayuda como él.

Entonces Dios hizo caer un profundo sueño sobre el varón, le quitó una costilla, llenó el hueco de carne y, de la costilla que habí­a tomado, formó a la mujer y la llevó ante el varón.

Este exclamó: Esta sí­ que es hueso de mis huesos y carne de mi carne… Será llamada varona, porque del varón ha sido tomada. Por eso se hacen una sola carne. Ambos estaban desnudos, el hombre y su mujer, y no sentí­an vergüenza alguna por ello. (Gn. 2. 18-25)

El Antiguo Testamento está dominado por esa referencia creacional y se centra en la fecundidad la valoración que se hace de la sexualidad. Incluso se entiende el valor de la descendencia, el lugar de la mujer, el conjunto de las normas sexuales que aparecen en el Pentateuco, en los Profetas o en los libros Sapienciales, desde la visión oriental antigua de la prolongación de la vida humana como valor primordial.

2.2. Jesús y la sexualidad
Cuando llegan los tiempos del Nuevo Testamento se produce una visión cualitativamente diferente. La mujer cobra importancia como persona, la castidad se señala como deber, hasta se ensalza la continencia virginal como ideal de vida reservado para pocos.

La referencia cristiana sobre la sexualidad es eco de las actitudes y enseñanzas de Jesús. Por lo tanto, al igual que con los otros rasgos humanos, la sexualidad debe ser mirada desde la fe.

Hay que dirigir los ojos a la enseñanza de Jesús para perfilar criterios definitivos de luz y de fe cristianas. En el Evangelio, y de manera especial en las enseñanzas de los primeros Apóstoles, la moral sexual se perfila desde el reconocimiento del matrimonio como signo de la gracia. Se mira como una riqueza que hace al hombre fecundo y se reclama como un cauce de encuentro.

Jesús la valora como una riqueza del ser humano en plenitud; y afirma que la vinculación matrimonial tiene que estar incluso por encima de la mantenida con los padres. Restablece la monogamia y rechaza el repudio de la esposa. Habla de la virginidad por amor al Reino de Dios. Equipara al hombre y a la mujer en derechos y deberes esenciales.

«Se le acercaron los fariseos para tenderle una trampa y le preguntaron: ¿Le está al hombre permitido separarse de su mujer por un motivo cualquiera?
Jesús contesto: ¿Habéis leí­do que, cuando Dios creó al genero humano, los hizo hombre y mujer. Y que dijo: «Por esta razón dejará el hombre a sus padres y se unirá a su mujer, y ambos será una sola carne? Por tanto, ya no son dos personas, sino una sola. En consecuencia, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.» (Mat. 19. 3-6)

Jesús tuvo siempre palabras de respeto y de delicada veneración en relación a los padres, a los esposos, a la mujer. Ve al hombre como hijo de Dios y exige que sea tratado como tal.

Hasta exige respeto y dominio en el terreno de la conciencia: «Habéis oí­do que se os dijo: «No adulterarás». Pues yo os voy a decir más: «Quien mira a una mujer con mal deseo hacia ella, ya peca en su corazón». (Mt. 5. 27-28)

2.3. San Pablo y la castidad
Los Apóstoles desarrollaron la doctrina de Jesús, desde la sorpresa inicial («Si tal es la condición del hombre respecto a la mujer, le conviene más no casarse». Mt. 19.10), hasta la persuasión de que habí­a nacido una Nueva Alianza con Dios, cauce de planteamientos distintos a los del Antiguo Testamento. (Mt. 19. 9; Jn. 8. 41; Mc. 7.21; Hech. 15. 19; 1 Cor. 6. 13; Gal. 5. 19; Col. 3. 5)

Es evidente que estos planteamientos era tributarios de la cultura grecorromana de su tiempo, como no podí­a ser de otra forma, según se advierte sobre todo en la visión paulina de la mujer (1 Cor. 11. 8; 1 Cor. 14. 34; 1 Tim. 2. 9. etc). Pero la visión de la bisexualidad humana reviste rasgos diferentes a los del Antiguo Testamento y a los lenguajes de los autores y de las leyes del mundo romanizado del cristianismo primitivo.

En cuanto virtud cristiana, la castidad se presenta como ideal e implica fortaleza y libertad. Es normal que San Pablo haya hablado siempre de esta cualidad como forma de vencer las malas inclinaciones para conseguir con más plenitud la perfección a la que todo seguidor de Cristo debe aspirar.

A los Gálatas les decí­a: «Vivid de acuerdo con las exigencias del Espí­ritu y así­ no os dejaréis arrastrar por las inclinaciones desordenadas del hombre, puesto que ellas van contra el Espí­ritu. A veces el antagonismo entre Espí­ritu y desorden es tan fuerte que os impide hacer lo que querrí­ais.

Los que viven sometidos a sus instintos, son unos lujuriosos, libertinos, viciosos… Y esos no heredarán el Reino de Dios». (Gal 5.16-18)

Y a Tito, su discí­pulo, le recomienda que forme a todos en las virtudes de que dio muestra Jesús, entre ellas en la virtud de la castidad: «Enseña a las jóvenes a ser esposas y madres amantes, a ser sensatas y castas, a ser buenas amas de casa, bondadosas, respetuosas con sus maridos, para que nadie hable mal del mensaje de Dios. Y a los jóvenes enséñales a que sepan dominarse en todo momento.» (Tit. 2. 4-6)

2.4. Dimensión eclesial

La Iglesia lleva en su mensaje palabras de vida que quiere comunicar a todos los hombres. Las ha recibido del Señor, que vino para dar la vida a los hombres. Busca nuevos creyentes para cumplir con el plan salvador de Dios.

Por la predicación, anuncia su mensaje sin distinción de destinatarios ni de circustancias. Pero sabe que sus miembros son promotores de familias nuevas y que nuevos hombres nacen al amparo de sus palabras de amor y de fe.

Por eso la Iglesia tiene especial interés en ofrecer su visión del amor humano y de la sexualidad. Y convierte en sus doctrinas el amor humano en signo sensible del divino, siguiendo las enseñanzas el mismo Jesús. Por eso para ella la fecundidad humana es inseparable de la divina.

Sabe también que es por la familia cristiana, por la vivencia de fe de los esposos creyentes y por la educación de la fe en los hijos de sus miembros, como va a conseguir que muchos crean y amen al Señor. Vincula el futuro de su misión en el mundo a la fidelidad en la formación de la fe de los nuevos cristianos nacidos en los hogares cristianos.

Su proselitismo es un acto de generoso de amor a la verdad y a las personas que crecerán amparadas por su doctrina y por su atención pastoral.

3. Excelencia del sexo
La igualdad y equivalencia de todos los seres humanos ante Dios y ante los hombres ha sido un principio básico que la Iglesia ha tenido que defender a lo largo de los siglos. La dignidad humana exige el reconocimiento de esa igualdad, no sólo en cuanto al sexo sino también en los demás aspectos: raza, cultura, edad, situación, nivel social, etc.

Es el mensaje de Jesús, que aleja al cristianismo de otras confesiones religiosas, como son el mahometismo con su infravaloración de la mujer, el hinduismo con su actitud ante las castas, el budismo con su pensamiento sobre las trasmigración de las almas.

Por eso la Iglesia, en lo referente a la igualdad de los sexos, proclama principios de equivalencia e igualdad y de la necesaria complementariedad para cumplir con su función creacional.

– El hombre es criatura de Dios y debe estar agradecido por su existencia y ser responsable de su propia vida y de su misión de fecundidad en este mundo. En el otro, la sexualidad se habrá terminado como ejercicio: «En el otro mundo los hombres serán como ángeles: ni lo varones tomarán mujeres ni las mujeres maridos» (Mt. 22.29). Pero no habrá terminado como identidad de cada ser eternamente feliz ante Dios.

– Es condición de equilibrio psicológico y social el sentir el gozo del propio sexo y el ser capaz de admirar las bellezas y los atractivos del otro, pero siempre desde la igualdad entre ambos. Hacerlo desde la arrogancia rompe el plan divino. La igualdad es básica en el pensamiento cristiano: «La mujer no es dueña ya del cuerpo propio, sino el marido; y el marido no es dueño ya de su cuerpo, sino la mujer.» (1 Cor. 7. 4-5)

– La conducta sexual debe regirse por la inteligencia, por la voluntad y por la conciencia, no sólo por el instinto.

Construir con persona del otro sexo un proyecto de vida, con actitud de aprecio a todo lo que implica la propia originalidad sexual, es exigible desde el respeto y desde el amor. «Que la mujer respete al marido, como si fuera el mismo Señor… Y vosotros, esposos, amad a vuestra mujeres, como Cristo amó a su Iglesia.» (Ef. 5. 28-33)

– Es necesario educar al hombre en el amor y para el amor, en el sentido más humano del término, sin utopí­as mí­sticas, pero sin reducir el concepto, como sucede tanto en nuestros ambientes, a lo sensorial. «No amemos de palabra y con la boca sino, sobre todo, con hechos y de verdad. En esto sabremos que vivimos en la verdad y tendremos la conciencia tranquila.» (1 Jn. 3. 18)

– Hoy es preciso proteger, y proteger a los más débiles, de las desviaciones y desajustes que postulan y promueven quienes hace del sexo centro de intereses torpes y, por desgracia, ocasión de ganancias materiales fáciles. «No os mezcléis con los lujuriosos… ni sentarse con ellos a la mesa.» (1 Cor 5. 9 y 11)

El pensamiento de la Iglesia es siempre defensor de la bondad de la sexualidad y de la necesidad de su ejercicio para la prolongación de la especie. Pero reclama entender que no es la belleza del rostro la que se debe convertir en el imán que la pone en funcionamiento, sino otros valores superiores. Blas Pascal (1623-1663) escribí­a: «El que ama a alguien a causa de su belleza, lo ama de verdad? Porque la simple viruela que puede matar esa belleza, sin matar la persona, hará que se deje de amar. Si se me ama por mi mente o por mi memoria, ¿se me ama a mí­ de verdad? No, porque yo puedo perder estas facultades sin perderme a mí­ mismo
¿Dónde está ese yo, si no está en mi cuerpo y en mi alma? ¿Cómo es posible amar el cuerpo o el alma, si no es por sus cualidades?
No se ama nunca a nadie en sí­, sino a través de sus cualidades y aspectos externos.» (Pensamientos. 306)

3.1. El sexo como motor

La sexualidad es una cualidad humana positiva, admirable e insustituible. Es la palanca y el motor de la conservación de la especie, como el alimento y la defensa lo son del individuo. Gracias a ella el mundo se puebla de seres humanos. Sin embargo, no es buen criterio educativo el considerar la sexualidad ante todo como un recurso poblacional. Ello conduce al pragmatismo sociológico y biológico. Es preferible partir de perspectivas superiores, como son las del amor de Dios. Esos hombres están llamados por Dios a la salvación eterna. El amor de Dios a todos los hombres y el poder mostrar en ellos sus maravillas haciéndolos eternamente felices, depende de que alguien colabore con El en hacerlos pasar de la posibilidad a la existencia.

Sólo quienes tienen los ojos limpios, porque cuentan con mente y corazón sanos, son capaces de ver la hermosura y la grandiosidad de este don natural que hace posible la propagación de la vida vegetal, animal y humana, pero que sobre todo abre las puertas de la existencia sobrenatural a seres naturales.

Esta actitud puede parecer utópica y poco frecuente cuando una pareja se siente inclinada a unirse sexualmente, pero es el ideal cristiano final.

Al mirar la elegancia de las flores, que son los órganos sexuales de las plantas, o al contemplar la armoní­a de los colores y los cantares de las aves, que no tienen otro sentido que la estimulación intersexual, advertimos lo que la naturaleza ha hecho para ejercer y aprovechar una cualidad tan radicalmente animal y humana como es la sexualidad.

La existencia de los dos sexos, macho y hembra, y la necesidad de la intercomunicación de las células generatrices, es la clave de la vida y la fuente sabia de la propagación de los seres vivos.

Debe movernos a admirar y apreciar la fecundación, como el paso inicial de un acto creador, en el cual los seres del universo colaboran con el Gran Artí­fice del mismo.

3.2. La profundidad del amor

La sexualidad humana no se reduce a ser sólo una forma más consciente de la sexualidad animal. La inteligencia y la libertad la transforman en otra cosa, que es el amor. Sus rasgos originales son muy superiores a los animales y representan una energí­a espiritual y no corporal. Estrictamente hablando, sólo el hombre puede amar, incluso más allá del instinto reproductor.

Y el amor humano, si es tal, se caracteriza por la armoní­a, la delicadeza y el equilibrio, el respeto y el autogobierno, la capacidad de renuncia. En su peculiar grandeza reside la superior dignidad humana por encima de toda la expresión animal. Sólo impropiamente y en sus aspectos fisiológicos se le puede comparar con el instinto animal.
– El hombre es capaz de elegir con reflexión el ejercicio sexual o la continencia; es capaz de dar sentido inteligente a los encuentros intersexuales. Su fuerza reproductora se rige por la responsabilidad permanente y no sólo de satisfacción sensorial pasajera.

– En él existe la ternura y la intimidad, de modo que su instinto reproductor puede ordenarse desde valores éticos y estéticos, muy superiores a los del impulso o a los del agrado fugaz. El hombre puede amar; y, por amor, puede controlar el acto reproductor, cosa que no puede hacer el animal.

– Introduce en su tendencia y en su actividad sexual la riqueza moral y espiritual: ideales, proyectos, preferencias; por eso se abre a la trascendencia y a la generosidad. Se puede decir que en ella late el espí­ritu y no sólo el instinto.

– En el hombre, el ejercicio sexual es una llamada a la entrega altruista, inmensamente superior a la mera búsqueda egocéntrica del propio placer. Por eso es compatible con proyectos de vida generosa, desinteresada, altruista.

– Y por eso, el ejercicio sexual puede ser tan santificador que se convierte en signo sensible de la gracia divina y de las expresiones del amor eterno del Creador. Es precisamente la esencia del sacramento cristiano del matrimonio.

3.3. Fecundidad como fruto

Por eso el hombre sabe lo que no sabe el animal: que detrás de la acción sexual está la fecundidad. El hombre ha sido hecho por Dios macho y hembra en términos biológicos, varón y mujer con palabras más morales, esposo y esposa en clave cristiana. Esto significa que ambos sexos se necesitan y buscan mutuamente para reproducirse y propagan la especie humana, pero sobre todo para amarse y vivir el reflejo de Dios.

Y significa también que la sexualidad es recurso para amar, como don creacional de Dios. Ha sido dada a los hombres para ser puesta en acción y no para ser reprimida.

Pero, si los animales la ejercen por los solos mecanismos de la instintividad, el hombre, al igual que hace con la comida, con el vestido, con la vivienda y con la autodefensa, debe desenvolverla bajo los imperativos de su inteligencia y de su libertad.

3.3.1. Fecundidad como proyección

Una de las tendencias naturales que resultan gratificantes al hombre es la que le mueve a ser fecundo y productivo ante sí­ mismo y ante los demás.

La fecundidad implica un mundo de posibilidades, al que cada uno accede según la propia vocación. Hay fecundidad artí­stica, cientí­fica, cultural, polí­tica, económica, etc. Además de esa fecundidad general, los hombres sentimos la tendencia natural a la fecundidad vivida en conjunción familiar.

A no ser que un don o una inspiración singular muevan hacia un proyecto personal de celibato o virginidad, se ha de vivir la existencia en clave de fecundidad.

– Es una mutilación y una inmensa pobreza ética el renunciar a la fecundidad por comodidad, egoí­smo, timidez, o por pobreza de mente o de corazón. Es una grandeza moral el vivir fecundamente, asumiendo los esfuerzos abnegados y las alegrí­as familiares como prolongación de la acción sexual compartida.

– Cada hombre o mujer debe buscar el esposo o esposa ideal, pensando en la felicidad de la vida compartida con el ser al que se ama de forma definitiva.

– Se deben mirar los hijos, no como resultado biológico de la fecundación, sino como fruto del amor y de la capacidad creadora del hombre.

En el Catecismo de la Iglesia Católica dice: «Cada uno de los dos sexos es, con una dignidad igual aunque de manera distinta, imagen del poder y de la ternura de Dios. La unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar la generosidad y fecundidad del Creador. El hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer y se hacen una sola carne. De esta unión proceden todas las generaciones humanas». (N° 2335)

3.3.2. Fecundidad como realización

A veces se acusa a la Iglesia cristiana de represora y antinatural, cuando recuerda a sus miembros que el ejercicio sexual humano no puede regirse sólo por el instinto como razón motriz.

En el terreno sexual, la Iglesia no hace otra cosa que transmitir la enseñanza de Jesús sobre la vida, sobre el amor, sobre el hombre y sobre la sociedad. Tiende a valorar la sexualidad a la luz del Evangelio. Es respetuosa con los hermosos dinamismos de la naturaleza, pero recuerda a quien quiere oí­r su mensaje que no son los últimos valores del hombre los goces sensoriales. Pone especial cuidado en recordar la dimensión espiritual de la sexualidad y anima a todos a regirse por la conciencia y por la propia vocación sobrenatural.

Si en tiempos antiguos muchos cristianos miraron lo sexual con ojos maniqueos, es decir menospreciando la bondad y belleza del cuerpo o la grandeza de la intimidad conyugal, la Iglesia insiste en la actualidad en el agradecimiento que se ha de tener con Dios por una fuerza hermosa de la que depende la propagación de la vida.

Y por eso quiere siempre presentar la sexualidad como rasgo noble del ser humano y como plataforma en la que se realiza como persona, en la conjunción complementadora de otra persona de diferente sexo.

4. Moral sexual

El mensaje cristiano sobre la sexualidad esencialmente es positivo, no negativo, a pesar de la fórmula bí­blica del «sexto mandamiento» de la Ley: «No fornicar» (Ex. 20.14 y Deut. 5.19); o como repitió Jesús: «No cometerás adulterio.» (Lc. 18.20; Mc. 10.19; Mt. 19.18)

Es preciso aprender a definir la sexualidad con lenguaje más evangélico, el que también empleo Jesús en otras ocasiones: «Dios los creó varón y hembra. Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos uno solo.» (Mt. 10.5)
Es preciso entender este mensaje como reflejo del lenguaje del amor, de la unidad, de la fecundidad.

La verdadera ley del «Sexto mandamiento», del ejercicio de la sexualidad humana, es positiva: Amor a los hombres, vivencia del plan de Dios desde la sexualidad fecunda, libertad de elección, regulación inteligente del instinto, aceptación amorosa del orden sexual.

No responden a esta ley los desórdenes sexuales que se puedan dar, a cuyo conjunto denominamos lujuria, que es la búsqueda del placer sexual egoí­sta fuera del orden matrimonial y resulta una tentación fácil en los espí­ritus incapaces de entender la grandeza del matrimonio.

Reviste múltiples formas con un común denominador: el egoí­smo. Algunas de ellas son frecuentes.

* La fornicación es la acción sexual fuera del amor matrimonial, aunque se defina con frases tan engañosas como «hacer el amor», «búsqueda de experiencia prematrimonial», «afianzamiento de la virilidad o feminidad», etc.

* La prostitución es la acción sexual por intereses materiales, económicos o de otro tipo, abusando de personas débiles, como mujeres indefensas y explotadas o varones enviciados o con traumas afectivos o mentales.

* La autoestimulación erótica anormal es frecuente en espí­ritus débiles o introvertidos. Reviste formas como la masturbación o autoestimulación sexual por egocentrismo o la pornografí­a o satisfacción fatansiosa por gráficos o proyecciones falaces.

* La homosexualidad es desajuste promovido frecuentemente por engañosa y excesiva propaganda de personas enfermas psí­quicamente o taradas sexualmente, las cuales llegan incluso a pensar que hay un tercer sexo.

* La violencia sexual, en sus diversas formas psicopáticas, constituye una deformación de la naturaleza. Tal es el masoquismo, el sadismo, la pederastia, la satirí­asis o la ninfomaní­a.

La trivialización, o desprecio de la belleza sexual que prolifera en muchos medios de comunicación social (cine, prensa, televisión, fiestas, etc. ), en nada contribuye a que, sobre todo los jóvenes, aprecien, respeten, valoren y cultiven con alegrí­a su sexualidad compartida y vivan según nobles ideales.

Sin embargo hay muchas personas inteligentes y sensibles, también entre los jóvenes, que saben protegerse y superar los engaños ambientales. Promocionan su riqueza sexual por encima del hedonismo, del materialismo, del machismo; y la ponen al servicio de ideales superiores sabiendo esperar el momento del amor y del compromiso.

Ellos se preparan para descubrir la riqueza de su sexualidad: ven en la intimidad un valor digno de ser defendido; sienten la ternura como una cualidad que hace hermosa la vida; asumen el pudor como una riqueza de personas delicadas; desarrollan su afectividad y sensibilidad como valores incalculables.

4.1. La castidad

La virtud de la castidad es, en términos tomistas, la «parte integrante de la templanza» que nos lleva a vivir la sexualidad al estilo superior de los hombres fuertes y no bajo los impulsos comunes con los animales. Exige energí­a en la persona, moderación en el apetito, austeridad, dominio y sobriedad.

Implica grandeza de ánimo y categorí­a moral elevada. Siempre fue mirada como una virtud significativa en el cristianismo, cuyos máximos modelos, Cristo y su Santa Madre, son fuentes permanentes de inspiración para los creyentes.

La continencia es el aspecto material de la castidad como virtud. Reclama firmeza especial de la voluntad, capacidad de elección y visión positiva.

El celibato es la continencia convertida en sistema voluntario de vida. Se desarrolla cuando, por motivos sociales, culturales o morales, se opta por la vida continente, no matrimonial. Pero se convierte en virtud cuando se asume por motivos espirituales.

También hablamos de virginidad, si el celibato se vive por motivos morales o religiosos expresados de manera formal. Añade a la continencia y al celibato la actitud de compromiso, sea este expresado por la dedicación generosa a los demás, por la entrega apostólica o con la formulación de votos ante Dios, al estilo del estado sacerdotal católico o de los religiosos de diversas confesiones.

Ni que decir tiene que tanto la continencia y el celibato como la virginidad no significan atrofia y mutilación o renuncia de la persona en su dimensión sexual, lo cual no serí­a coherente con una visión cristiana de la vida, sino una elevación, perfeccionamiento y sublimación.

Si alguien renuncia al ejercicio sexual por temor o pusilanimidad, por egoí­smo o inseguridad, por traumas psí­quicos o mutilaciones fí­sicas, más que la castidad, como virtud, lo que practica es la continencia, como huida.

Es virtud sólo cuando implica motivación superior, libre aceptación, cultivo progresivo y consciente. Y, como estos valores sólo se dan en el hombre maduro y responsable, la inocencia del niño, su pureza o ternura, apenas se puede identificar con la virginidad o la castidad, salvo como forma de metáfora.

El hecho de que no se realicen actividades sexuales orientadas a la reproducción y a la fecundidad orgánica, no impide al hombre la fecundidad moral, intelectual y espiritual.

Precisamente la castidad, en cuanto energí­a que asegura el dominio de sí­ y la valoración de los demás más allá de su cuerpo, hace posible multitud de actividades superiores: promoción de la ciencia y de la cultura, servicios altruistas a los demás, afianzamiento de la propia personalidad y, evidentemente, eficacia y servicio apostólico y eclesial.

4.2. Los modelos.

Interpretando el mensaje de Jesús y las enseñanzas de los Apóstoles, los cristianos de todos los tiempos han visto en la castidad una fuente de energí­a para mayor entrega al Reino de Dios. Ha sido presentada como el mejor camino hacia la santidad.

En la Escritura se ensalza su naturaleza y dignidad con términos diferentes: pureza, continencia, virginidad. En el Nuevo Testamento 21 veces se emplea el término de «agneia = limpieza», 61 veces los derivados del verbo «kazairo = limpiar», 16 veces el concepto de «parzenia: virginidad» y docenas de referencias aluden a equivalencias como estar «sin mancha», «sin tacha», «sin pecado», etc.

Con la castidad, entendida como continencia, el hombre se hace más fuerte en las dificultades de la vida, se siente más libre en las relaciones con los demás, se capacita más para empresas difí­ciles. Pero con ella, entendida como dominio sexual por el Reino de Dios, el hombre se hace «siervo de Dios», apóstol de Cristo, testigo del Reino, reflejo de la pureza infinita de Dios.

Por el contrario el desorden sexual le conduce a la atrofia las cualidades personales y profesionales y le hiere en su dignidad o le hunde en el pecado, que es alejamiento de Dios.

La Historia de la Iglesia está llena de personas que se han mantenido en la castidad y han sido modelos de padres y madres capaces de ordenar hogares felices, de ministros del Evangelio entregados a todas las tareas de caridad, de héroes de santidad, llamados ví­rgenes (ellos y ellas), admirados por toda la comunidad creyente. Con el ejemplo de Cristo, hombre encarnado y virgen, y de su Santa Madre, el único modelo de madre virgen, la Iglesia ha enarbolado siempre la bandera de la pureza como condición de más acercamiento a Dios.

Es evidente que la virginidad, testificada por Cristo y por su Madre Marí­a, no indica ni sugieren ninguna infravaloración de la sexualidad matrimonial.

Pero el hecho de que el plan salvador de Dios se forjara contando con el estado no matrimonial de Jesús, en quien el Verbo se encarnó, en la madre virgen que le prestó su vientre puro para que la encarnación se realizara, es muestra expresiva de que algo de bello, fecundo y sublime hay en la virginidad, que mereció tales modelos y testigos.

Para quienes sienten su llamada decí­a el Concilio Vaticano II: «Ayudándose de los oportunos auxilios divinos y humanos, aprendan a vivir su renuncia al matrimonio, de modo que no sólo no sufra menoscabo alguno su vida y actividad a causa del celibato, sino que más bien logren más profundo dominio del cuerpo y del espí­ritu y una más completa madurez y perciban de modo más perfecto la bienaventuranza del Evangelio.» (Optatam tot. 10)

Los «placeres de la carne», puestos por Dios con un fin de fecundidad, son un beneficio compatible con la virtud de la castidad, si se asumen dentro del orden matrimonial. Pero los «placeres del espí­ritu» son más sublimes y «divinos».

«Debido al momento excepcional en que vivimos, es bueno que el hombre permanezca como está. ¿Está casado? No se separe. ¿Está soltero? No busque mujer… Pero el soltero está más en situación de preocuparse de las cosas de Dios». (1. Cor. 7. 27.33)

5. Educación sexual

Si la virtud debe ser un ideal para los cristianos, hay que educar a todos los creyentes para vivir virtuosamente. Este principio es la esencia del Evangelio: «Sed perfectos como Dios, vuestro Padre, es perfecto» (Mt. 5.48)
La educación sexual es una necesidad del hombre y del cristiano. Como hombre debe ser educado en la sexualidad y en la castidad, en cuanto ella es la virtud natural que regula este rasgo esencial de la vida y de la persona.

Pero para el cristiano no basta la educación sexual en el orden de la razón y de la conveniencia natural. Su nivel es otro y necesita la educación en la virtud de la castidad en cuanto ella es un reflejo del plan divino. Y debe ser educado en ella desde la fe y como hijo de Dios que vive en conformidad con la voluntad de Dios.

5.1. En el nivel humano

El orden natural es primordial. Y es tan importante como la educación en otros campos: la justicia, la paz, el trabajo, la sociabilidad, etc. Con toda la razón nos dice que hay algo en la sexualidad que requiere singular atención.

Las demás virtudes quedan de alguna manera en la persona. Si fallan es la persona y sólo ella la que se perjudica. Sin embargo, la sexualidad está hecha para asegurar la reproducción humana y detrás de ella están los nuevos seres que surgen de su ejercicio.

Hay, pues, una dimensión de trascendencia humana, de responsabilidad, de futuro, que otras virtudes no poseen en el mismo grado. Requiere una atención singular.

5.1. Terrenos educativos.

La educación sexual requiere atención primero en el terreno instructivo. Es lo que solemos definir como «información sexual» que toda persona debe poseer por motivos sociales, morales y hasta sanitarios. Pero la sexualidad no sólo es genitalidad. Por eso hay que informar e instruir en los aspectos afectivos, morales, convivenciales. Hay que llegar a presentar y valorar lo que representa de equilibrio afectivo, de conciencia de dignidad, de influencia en la convivencia.

Y hay que abrir a la persona en lo humano, tratando de llegar a la educación integral y hasta espiritual; y, en lo cristiano, hay que aspirar al descubrimiento del plan de Dios y de su palabra eterna.

5.1.1. Información sexual.

Desde los primeros años de la vida se adquiere «experiencialmente» instrucción sexual, más o menos como acontece en los demás aspectos: por los hechos ambientales o personales, por las transformaciones del propio cuerpo, por las observaciones, lenguajes, datos que se reciben, por los estudios escolares biológicos y sociológicos, etc.

En la vida moderna juegan papel decisivo los medios de comunicación social, con sus capacidades expresivas: noticias de prensa, ilustraciones, escenas, filmes, reportajes.

El hombre adquiere su instrucción en la vida cotidiana. Pero, como pasa en geografí­a y en matemáticas, necesita cierta sistematización, orden y corrección en los datos, para que ellos no sean incompletos, desproporcionados, incluso falsos.

La instrucción se sitúa, como en un punto de partida, en la claridad de la conciencia y de la inteligencia. Pero no se debe reducir a sólo los aspectos biológicos, afectivos o sociales. Debe afectar también a las dimensiones morales y sobrenaturales. Es tanto más necesaria y obligatoria cuanto la ignorancia conduce a desviaciones y perturbaciones personales y colectivas. La ignorancia origina desórdenes, vicio, rusticidad.

De forma natural se debe acompañar al niño y al joven que crecen en este terreno, con sugerencias y respuestas concretas a sus interrogantes y, sobre todo, con diseños hábiles instructivos que compensen las deficiencias de los aprendizajes vulgares o de las manipulaciones a las que puede ser sometido el hombre, tanto el varón como la mujer.

De forma especial se deben prevenir las «aberraciones», que son datos exagerados desde la perspectiva real, y que tanto suscitan los medios de comunicación, ávidos de beneficios mercantiles asociados al sexo.

El hogar familiar, la escuela, los grupos de pertenencia, la catequesis parroquial, son los lugares en que se hace posible la aclaración sexual correcta, oportuna y adaptada a cada persona.

5.1.2. Formación más que instrucción

Es superior a la simple instrucción. Es más importante, por cuanto tiene objetivos y abarca dimensiones mejores que la simple información. Se suele denominar «educación en el amor», aunque la expresión no es del todo feliz, pues implica ciertas connotaciones limitantes en la mayor parte de los ambientes.

Educarse en este terreno: criterios, valores, actitudes, sentimientos, opciones, etc., es un deber de toda persona libre, sobre todo en los perí­odos juveniles, en los que puede despertarse a veces el erotismo empobrecedor si el sujeto se obsesiona por las transformaciones sexuales de su cuerpo, o también si se adopta formas excesivamente intimistas, poéticas, utópicas y románticas.

Son muy importantes los criterios y los valores correctos, sobre todo si ayudan a situar positivamente la vida sexual personal y a valorar con respeto y sentido ético la ajena.

Es evidente que los buenos criterios no surgen en la mente por generación espontánea. Se precisan ayudas externas que orienten adecuadamente. Desde luego, estos criterios rectos no vendrán de quienes no vean en la sexualidad nada más que la dimensión fisiológica.

La correcta educación de la sexualidad no se logra con la represión, en la soledad o desde utópicos idealismos y románticos ensueños. Es un rasgo que reclama encuentros intersexuales graduados y desarrollados en el orden y bajo el amparo de ideales nobles.

Son necesarias las oportunidades de descubrir, apreciar y respetar a las personas del otro sexo, con las que se establecen relaciones de cercaní­a. La vieja costumbre de mirar al otro sexo como un peligro, y no como un complemento, provoca traumas e inhibiciones.

5.1.3. Vivencia evangélica

La educación sexual del cristiano se debe mover en un tercer nivel, más elevado que el del amor humano y el de los mismos planteamientos éticos.

El mensaje del Evangelio camina entre lo espiritual y lo sobrenatural. Por eso se debe asociar a conceptos tales como voluntad divina, plan creacional, capacidad santificadora, función eclesial, vida matrimonial, etc.

Esas dimensiones quedan reflejadas en las enseñanzas de Jesús (fidelidad, igualdad, virginidad, continencia por el Reino de los cielos) y en las complementarias de los Apóstoles (matrimonio, signo sensible de la unión de Cristo y de la Iglesia, conveniencia del ejercicio sexual: «Más vale casarse que abrasarse» (1. Cor 6.9), etc.

En los textos paulinos se reflejan aspectos básicos como la justicia, la igualdad y la superioridad de la sexualidad cristiana, entendida como cooperación divina y no sólo como copulación humana: «Ni el varón esté sin la mujer, ni la mujer esté sin el varón, pues si la mujer fue formada del varón, también el varón lo es de la mujer; y todo esto procede de Dios.» (1 Cor. 11. 12)
La sexualidad, vista desde el Evangelio, es un camino de liberación. Decí­a San Pablo.»Quisiera que todos los hombres siguieran mi ejemplo, pero cada uno tiene su propio don de Dios» (1. Cor. 7. 9)
Educar conforme a estos criterios es condición de vida cristiana. Quedarse sólo en una visión naturalista y no iluminar la conciencia con la Palabra divina, es perder el camino de una educación cristiana.

En este terreno el catequista tiene poco en qué escoger. O propone a Cristo y a su Madre Santí­sima como modelos o se pierde en el pluralismo de ofertas desviadas con que se encuentran con frecuencia los catequistas en su entorno. Su catequesis debe aspirar a ser evangélica y evangelizadora. Si el matrimonio es el camino general de los hombres y mujeres, no se debe ocultar la posibilidad también del celibato sin complejos y de la virginidad sin temores, si ella entra en los planes de Dios para cada uno. Es la palabra de Dios para cada alma la que se debe proponer y de la que se debe disponer en la educación sexual.

5.2. Ambitos.

También es conveniente recordar que la educación sexual requiere el reparto de funciones entre los diversos espacios educativos en los que se configura la personalidad del hombre.

5.2.1. En la familia

La familia, por naturaleza, es la primera plataforma de educación sexual, lo cual no quiere decir que lo sea siempre de la instrucción en este terreno.

En los primeros años los padres son los naturales depositarios de las curiosidades sexuales y de las preguntas. Su disposición debe estar abierta a respuestas cómodas, prontas y fáciles.

A medida que el niño crece, sus fuentes informativas y formativas se diversifican. Cuando llega la edad de la preadolescencia, la hipersensibilidad de chicos y chicas bloquea el protagonismo paterno por regla general y se orienta la satisfacción de la curiosidad hacia otros manantiales informativos más cómodos.

No quiere ello decir que no tenga entonces la familia ya misión que cumplir al respecto. El cultivo del clima de confianza, el ejemplo del amor sincero entre los esposos, la generosa disponibilidad de los hermanos y hermanas mayores para dar buenos ejemplos, la información indirecta con libros disponibles, el control prudente de los medios de información como la televisión o las tecnologí­as de la comunicación libre, como internet, son recursos que presagian una orientación correcta en este importante terreno educativo .

Nunca los padres deben inhibirse y ceder sus derechos y responsabilidades a los compañeros y amigos de los hijos o a elementos nocivos que pueden abundar en determinados ambientes.

5.2.3. En la escuela.

Del mismo modo, la escuela tiene una misión informativa y educativa de indiscutible valor. La tiene en temas importantes como la justicia, la paz, la laboriosidad y la sociabilidad y debe reclamarla en la sexualidad.

Una buena escuela cuida con esmero sus planes y estilos en lo que a educación sexual se refiere. Afecta a los aspectos más técnicos, como son los orgánicos y los sociológicos. Pero también a la promoción de los valores y de los ideales cristianos, sobre todo si ofrece esta perspectiva confesional a la familia que la demanda. Y cuando las relaciones entre educandos y educadores son fluidas y excelentes, las orientaciones sexuales, tanto para los grupos como para las personas, con las aclaraciones a los interrogantes que van surgiendo en la tarea cotidiana, son oportunas y claras.

Quien se inhibe en esta misión formadora por prejuicios integristas o quien la abandona por indiferencia, timidez o parsimonia hace un mal servicio a las personas que se educan en su seno.

Desde luego una escuela cristiana no puede omitir este deber. Y su misión especifica es ofrecer informaciones e invitaciones educativas en la lí­nea del Evangelio.

5.2.4. Grupos de convivencia

Del mismo modo se debe aludir a los diversos grupos de convivencia formativa a los que puede pertenecer el creyente: catecumenales, parroquiales, congregaciones y cofradí­as, movimientos cristianos juveniles. Todo ellos deben desarrollar, en el contexto de sus planes y objetivos, un acompañamiento adecuado de los niños y jóvenes en su proceso de la maduración de su fe.

Así­ como en otros terrenos se orienta cristianamente la maduración en esos grupos: honradez, fraternidad, fe, caridad y oración, del mismo modo se deben abordar temas sexuales cuantas veces sea preciso. Sin polarizaciones y sin marginaciones, se debe acompañar el desarrollo sexual de las personas, sobre todo con la práctica de las virtudes cristianas que conducen al dominio del cuerpo y a la regulación del corazón en lo que a afectos y experiencias sexuales o intersexuales se refiere.

5.3. Estadios y niveles

Es evidente que no todas las edades tienen las mismas demandas respecto a los deberes y actitudes que la sexualidad humana requiere.

5.3.1. Infancia elemental

Los primeros años de la vida demandan en el catequista el fomento de la confianza en las curiosidades naturales, en las relaciones y en las respuestas a las preguntas de contenido sexual que el niño hace individualmente o en grupo.

La referencia al hogar y los ví­nculos familiares son aspectos imprescindibles para abordar lo que se refiere al propio sexo, a la originalidad del otro sexo y a las relaciones entre ambos.

Lo más importante en este momento evolutivo es que el niño se sienta satisfecho con la propia identidad sexual y cultive actitudes profundas de alegrí­a por su ser femenino o masculino. Se ha de evitar que el entorno genere actitudes contrarias.

Son desafortunados los padres que no aceptan con gusto el sexo del hijo y son perjudiciales aquellos educadores que ensalzan un sexo a costa del otro (machistas, feministas) o no aciertan a orientar el despertar sexual del niño.

La tarea educadora será tanto más beneficiosa cuanto más natural resulte.

5.3.2. Infancia superior

Al crecer el niño y llegar al estadio de la infancia social y activa de los diez y doce años, se despierta la curiosidad sexual con más precisión y frecuencia, sobre todo si los estí­mulos ambientales son improcedentes. Es conveniente que los temas sexuales se aborden con sencillez y delicadeza, de modo que los intereses respecto de los fenómenos reproductores no se repriman, pero tampoco se exacerben.

La serenidad y la claridad deben acompañar a las informaciones sobre los hechos sexuales, los cuales deben ser vistos y asumidos en sus dimensiones estéticas y éticas preferentemente, y no sólo en sus aspectos fisiológicos.

Corresponde a todas las instancias educativas el trato sexual adecuado, pero varí­an las personas en cuanto a sus preferencias informativas.

La clarificación de los acontecimientos que surquen por la mente del niño, es imprescindible, evitando que los mitos o los errores de forma o de fondo se apoderen de su mente infantil. Tal acontece cuando escenas improcedentes transcurren por sus ojos: televisión, cine, ilustraciones gráficas, la calle, etc. y no halla alguien que les ayude a serenar sentimientos y a interpretar los hechos.

Es momento interesante para el descubrimiento del mensaje evangélico respecto a la vida, al amor, a la familia y a la compañí­a del otro sexo. Se debe acudir ahora con frecuencia a los relatos bí­blicos, previendo su importancia para etapas posteriores.

5.3.3. Preadolescencia

Es la etapa más importante para la educación de los sentimientos intersexuales y para la orientación de las actitudes básicas de la personalidad con relación a la fecundidad.

Los fenómenos sexuales propios de la pubertad: los cambios anatómicos como la menstruación o las poluciones, la curiosidad por el otro sexo, la exacerbación de la fantasí­a por sobrecarga de estí­mulos en los medios sociales de comunicación, las experiencias ajenas o propias de las que el preadolescente puede ser testigo o protagonista, son motivos de reflexión.

Pero la formación sexual en sentido cristiano requiere ante todo la promoción de valores evangélicos profundos: ejemplos y palabras de Cristo, enseñanzas de la Iglesia, modelos en la vida de los santos, reclamos de la conciencia recta.

Los planteamientos deben ser purificadores primero y constructores después, pero siempre desde la óptica cristiana.
El educador debe ponerse siempre en disposición de clarificar lo que es amor, desenmascarar las falacias y engaños de la falsa sexualidad existente en el ambiente: aberraciones: homosexualidad, pornografí­a. Luego vendrá el descubrir y aceptar el sentido del plan de Dios en la bisexualidad: dualidad de sexos, bondad del placer, responsabilidad, conciencia, valor de los hijos, etc.

Pero los mensajes deben ser constructivos y alentadores: excelencia de la ascesis sexual como cauce de crecimiento, apertura al altruismo y superación del egoí­smo erótico, valoración de la intimidad, del pudor, de la conciencia, referencia a la voluntad divina y a su presencia indiscutible en la vida de las personas creyentes, etc.

Hay que promover el protagonismo del mismo adolescente en la formación de su conciencia y no caer en la trampa de la casuí­stica que a estas edades se pretende imponer como hilo del dialogo con los adultos.

Y hay que saber también respetar la libertad y la intimidad a esta edad, sin aprovecharse de los perí­odos frágiles para provocar confidencias sexuales de cuya comunicación después el sujeto se arrepiente.

5.3.4. Adolescencia y Juventud

Es etapa en la que el joven y la joven comienzan a plantearse su actitud y su situación en la vida. En lo relativo a la sexualidad, hay una gran diferencia en este perí­odo vital entre enfocarla en sentido cristiano de respuesta a la voluntad de Dios y mirarla como simple oportunidad de placeres sensoriales.

El joven que aprenda a entenderla como simple descarga genital, ocasional e intrascendente, se condena a no entender jamás lo que es el amor, ni el humano ni el divino. Se incapacita para admirar la belleza, para apreciar la ética de la fecundidad, para descubrir el gozo de la entrega, para cultivar la madurez espiritual que conduce a la felicidad.

Es preciso a esta edad, en la medida de lo posible, clarificar y desenmascarar los planteamientos sexuales erróneos o los ideales de vida pobres: vivir para el gozo erótico, noviazgos prematuros, experiencias sexuales infravaloradas, pornografí­a audiovisual o gráfica machacona aceptada, triviliazación rústica de lo genital, egoí­smo e inmediatez en los proyectos sensorioperceptivos.

Hoy no se puede ocultar el peligro que implican las estimulaciones de una actividad sexual precoz o desenfocada. Hay muchas personalidades enfermizas: obsesionadas por el sexo, distorsionadas por estí­mulos, carentes de ideales.

Quien trata con jóvenes debe conocer las situaciones vitales en las que ellos se desenvuelven y debe actuar en consecuencia. A pesar de todos los problemas que pueden plantear estos estados, el educador de la fe cristiana no puede ni debe suavizar o infravalorar el mensaje evangélico relacionado con la sexualidad: necesidad del dominio, grandeza de la fortaleza, igualdad de los sexos, responsabilidad, etc.

A veces se corre el riesgo por parte del catequista de caer en la demagogia ética y de disimular el mensaje evangélico. Es actitud contraproducente para lo que se persigue, que la verdadera formación de la conciencia. El alejamiento de los ideales superiores de vida resulta a la larga empobrecedor. El mensaje cristiano debe ser claro en todos los aspectos: castidad, fidelidad, indisolubilidad matrimonial, aborto, homosexualidad, erotismo, experiencias sexuales.

El matrimonio se ha de presentar como una realidad santificadora y como un compromiso deseable para las personas, para la sociedad y para la Iglesia. Requiere preparación adecuada en quienes quieren vivirlo como vocación.

Es importante una buena catequesis del noviazgo, que es el tiempo en que una pareja establece relaciones de singular afecto y solidaridad para conocerse y para prepararse a los profundos compromisos matrimoniales.

No es tiempo de matrimonio y reclama responsabilidad, respeto, intimidad, sinceridad y solidaridad. Y también reclama continencia, que es la mejor forma de disponer la sexualidad propia y ajena a la función reproductora que posee.

El tiempo de noviazgo requiere inteligentes medidas de prudencia y reflexión. Cualquier precipitación suele resultar perjudicial. Pero también provoca un desgaste natural su excesiva prolongación, cuando la indecisión afectiva, o los reclamos sociales, imposibilitan que culmine en el fruto del compromiso.

Hay que ofrecer criterios sanos a los jóvenes para que miren el noviazgo con ojos de fe y como algo muy serio y personal, por lo que realmente es, no como un enlace de prueba y ensayo.

Los jóvenes no encuentran muchas facilidades en los ambientes erotizados actuales, en los que la superficialidad y la falta de respeto a la mujer convierte este perí­odo en un engaño disfrazado de ternura o en un entretenimiento más de significación social que de auténtico compromiso moral y personal.

Pero es importante que el educador no se desanime por las dificultades o por las circunstancias. Su tarea no está en acertar, sino en anunciar la belleza, la bondad, el ideal, el mensaje.

5.4. Obstáculos y desviaciones

No hay que olvidar, por otra parte, que los hechos y los criterios sexuales han ido cambiando con el tiempo y pueden ser diversos según los entornos de cada cultura. Desde el secretismo sexual de otros tiempos a la naturalidad sexual de los tiempos recientes se ha atravesado un itinerario interesante. Hoy se ha conseguido un mejor trato: más natural, más sincero, más clarificador, de los aspectos sexuales en la educación.

El educador debe adaptarse a las situaciones y a los ambientes, pero guardando fidelidad a las condiciones básicas y a los valores de las personas y debe recordar que es algo difí­cil adaptar las exigencias evangélicas a las circunstancias sociológicas de los tiempos o ambientes en los que predomina el erotismo. Hablar del amor humano como reflejo del amor divino, decir que el amor entre esposo y esposa es signo sensible del que Jesús tiene a la Iglesia, (1 Cor. 6. 15-17; 2 Cor. 11;.2 Ef. 5. 29), no deja de ser una aventura eclesial y evangélica.

5.4.1. Erotismo como riesgo

El educador debe mantenerse alerta, sin alarmismos ni lamentos peyorativos, ante los influyentes medios de comunicación social: el cine trivializa el matrimonio y su indisolubilidad, la televisión viola la intimidad del hogar y multiplica las ofertas sexuales en busca de rentabilidad económica, la navegación internéutica facilita las ofertas eróticas anónimas y las aberraciones sexuales de manera desconocida en otros tiempos, las campañas manipuladoras pretenden hacer natural el «tercer sexo» (homosexualidad), con ignorancia sorprendente de las exigencias de la naturaleza, incluso se adelantan a la infancia los estí­mulos sexuales para no perder tiempo en la captación de adeptos.

Es difí­cil armonizar esas ofertas ambientales del placer sexual como mito, desprovisto de todo sentido fecundador, con el mensaje exigente de la sexualidad a la luz del Evangelio: amor, fidelidad, respeto, autodominio, matrimonio.

No hay que desanimarse por las dificultades. Siempre habrá personas iluminadas capaces de leer las alabanzas del Cantar de los Cantares con los ojos sutiles y poéticos de S. Juan de la Cruz.

Y, aunque no todos lleguen a esa sensibilidad sublime, al menos sospecharán que hay en el amor intenso y total algo más que sensaciones orgásticas y que «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por el amigo» (Jn 15. 13; 10.11; 13.34) o que «en el cielo los hombres serán como ángeles» (Lc. 20.36).

Y lograrán entender de alguna forma que el mismo Señor, según los evangelistas, se declaró el Esposo amante de la comunidad de sus seguidores. (Jn. 3. 29; Mt 22. 1-14 y Mc. 2. 19)

El mensaje del amor hay que presentarlo en medio del erotismo, de igual modo que el mensaje de la paz puede ser descubierto en tiempos de guerra o el de la vida en momentos de enfermedad o de muerte. Es precisamente la labor del educador de la fe: anunciar continencia en los mismos lugares del desenfreno. Debe en este terreno, como en otros (justicia social, perdón de los enemigos, respeto a la vida) proclamar sólo lo que verdaderamente es mensaje del Evangelio.

En lo referente a la sexualidad, aunque vaya contra corriente, hace más bien a los espí­ritus diciendo la verdad que apareciendo como condescendiente con el erotismo.

5.4.2. Situaciones conflictivas

En el terreno sexual se reclaman hoy ciertas adaptaciones y revisión de criterios éticos para que sean firmes, claros y sinceros. Así­ se podrán contrarrestar las influencias nocivas de las informaciones e insinuaciones de los medios sensacionalistas que llegan a todos los rincones del planeta.

Entre los interrogantes que suelen surgir, hay cuestiones conflictivas y fronterizas que preocupan a los jóvenes y adultos. Algunos pueden ser los siguientes:
– La moralidad del control de natalidad por medios naturales y artificiales ya sean contraceptivos o sean abortivos. Si los contraceptivos fí­sicos, como los preservativos, o quí­micos, como los productos anovulatorios o reguladores, son conquistas de la inteligencia y plantean interrogantes en la conciencia de los usuarios, los abortivos, sea cual sea su naturaleza y eficacia, resultan rechazables en cuanto destructores de la vida ya en gestación.
– La fecundación artificial, o reproducción asistida, con sus diversas modalidades naturales (apoyos) o adúlteras (inseminación con principios fecundantes ajenos al cónyuge matrimonial). Los diversos procedimientos son numerosos y las inquietudes éticas que plantean complejas y diversamente respondidas.

Si se deben aceptar los que suponen la puesta en juego de la inteligencia para el servicio de la salud, de la persona o de la vida, serán rechazables los que traspasan las limitaciones naturales de la ética conyugal, la cual reclama la imprescindible complementariedad de los esposos.

La espectacularidad de la ciencia y las nuevas destrezas del ingenio no son criterios éticos en sí­, sino reclamos para la reflexión y para el discernimiento.

– El ejercicios de la sexualidad extramatrimonial es terreno discutible y discutido y claramente iluminado desde los criterios del Evangelio. No es admisible, por no ser coherente con los planes divinos. Y, sin embargo, en la sociedad actual, que tanto estimula prematuramente a las personas juveniles, y hasta infantiles, y que demora los compromisos matrimoniales por diversos motivos, resulta difí­cil la continencia y el cultivo de la ascesis exigida por el amor.

Eso genera tensiones y hábitos distorsionantes y origina discrepancias con respecto a la comprensión de los diversos comportamientos sexuales. El terreno de los principios choca con las prácticas frecuentes de los individuos y de los grupos, con los modos de diversión y con la valoración ética de los hechos.
– Se puede aludir también al exceso de provocación erótica que existe en los medios de comunicación social, a la facilidad de acceso a estí­mulos pornográficos y a las aberraciones frecuentes en determinados ambientes (pederastia, prostitución fácil, turismo sexual, homosexualidad regulada incluso por leyes de emparejamiento, etc.) contra los que es obligado proteger a las personas, sobre todo juveniles.

– La regulación (aceptación o interrupción) de la gestación en estadios previos a la configuración suficiente (hominización) del feto (estado cigótico o germinal). Incluso, cuando hay motivo objetivo de rechazo (por violación, imprevisión, malformación), se presentan también situaciones de conciencia conflictivas que no siempre pueden ser dilucidadas con suficiente claridad.

Todas las cuestiones aludidas, y otras que tienen que ver con el control biogenético o con aspectos de bioética, no dejan de ser interrogantes imprescindibles en los tiempos modernos, incluso con más urgencia de lo que pudo ser preciso en tiempos anteriores.

5.5. Metodologí­as

Son muchas las formas de armonizar los procedimientos instructivos y los afanes educativos en este terreno de la formación ética en el terreno sexual. En todos los campos, y en este también, es preciso acertar en la elección de los mejores procedimientos, siendo tales los que faciliten la consecución de un buen fin. Más o menos, las preferencias metodológicas se orientan por un triple camino que debe ser objeto de reflexión por parte del educador.

5.5.1. El naturalismo

Pretende mirar los hechos reproductores con exclusivos criterios naturales: instinto, cohabitación, convivencia, etc. Conduce a la atrofia de los valores trascendentes y a la alabanza de los planteamientos preferentemente naturales.

El naturalismo ensalza el instinto y el afecto y difumina hábilmente los reclamos trascendentes y la conciencia.

Con el pretexto de que los fenómenos sexuales son primordialmente fisiológicos, olvida la dimensión espiritual y conduce a la infravaloración del amor verdadero en el hombre.

Entendida la sexualidad sólo como genitalidad instintiva, el naturalismo no supera las visiones animales de la vida. Pero el espí­ritu humano demanda otros dinamismos. Hay que descubrir la llamada divina a la formación de nuevos seres inteligentes, libres y espirituales, y no sólo de meros mamí­feros superiores.

La reproducción humana es mucho más que un fenómeno natural. Se eleva a la categorí­a de coparticipación con Dios en la creación de nuevos seres.

5.5.2. Misticismo y rigorismo

Tal vez sea menos conveniente el riesgo de sublimar lo sexual y olvidarse de sus dimensiones naturales. Desconocer la función del placer somático y psí­quico del enlace matrimonial y caer en un misticismo inabarcable, en un moralismo distorsionante o en un rigorismo sexual fatigador, es condenarse a no entender nunca la sexualidad.

Determinadas corrientes o estilos cristianos de pensamiento pretenden imponer a sus simpatizantes esa visión restrictiva, tan improcedente como la permisiva del naturalismo.

Mal servicio prestan los defensores de los criterios rigoristas en temas de conciencia. Y muchos de los hechos sexuales: enlaces, libertad, intimidad, experiencias amorosas, paternidad responsable, etc. son cuestiones de conciencia, la cual es inviolable.

El educador puede ofrecer criterios, pero debe respetar opciones. Su labor es anunciar el mensaje cristiano con humildad y apertura y dejar a cada creyente que asuma sus propias responsabilidades morales.

5.5.3. Realismo

Más concordancia con el mensaje evangélico ofrece el sano realismo, que es una manera de mirar los hechos y las personas desde las circunstancias en que se desarrollan. Exige situarse en el mundo real de las personas.

En lo relativo a los criterios sexuales, se debe alejar por igual del doctrinarismo rigorista y del relativismo laxista. Se debe ofrecer al educando por igual libertad de criterios (ausencia de prejuicios y obsesiones) y aprecio al gobierno de sí­ mismo (autodominio y continencia).

Un problema o desafí­o que se presenta en los tiempos actuales, en relación con la fecundidad y con la reproducción humana, es la llamada explosión demográfica en el mundo, la cual puede afectar a amplias regiones. Mejor serí­a denominarla distorsión poblacional, pues en ciertos lugares o paí­ses acontece lo contrario, que es la ausencia y disminución de natalidad por predominar el egoí­smo sexual sobre los ideales familiares y vitales de futuro.

Lo que la Iglesia defendió siempre es el respeto a la vida. Rechazó cualquier forma lesiva para la misma, como es el aborto. Amó a cada ser humano en camino y exigió el respeto y, sobre todo, el amor. Siempre asoció la acción sexual a la apertura a la vida y condenó la tendencia moderna a separar el placer genital de su concomitancia fecundante y su búsqueda independiente.

Por otra parte, advirtió a los padres, sobre todo cristianos, que sus hijos no deben ser fruto sólo del instinto ciego, sino de la inteligencia y de la voluntad.

Los seres humanos son seres espirituales con vocación sobrenatural. En esta referencia apoyó siempre la Iglesia la dignidad del acto sexual, hermoso por su significado biológico, gratificante por su dimensión afectiva, trascendente, en lo humano, por su proyección de eternidad. Por eso, la doctrina cristiana armoniza la «paternidad responsable» con la «fecundidad generosa».

6. Catequesis de la sexualidad

El educador cristiano debe diferenciar, en lo posible, lo que es la educación sexual exigida por la naturaleza racional del hombre y lo que debe ser la catequesis sobre la sexualidad, apoyada en la palabra divina y en la enseñanza consiguiente de la Iglesia.

La formación en el amor es un deber pedagógico para orientar la tendencia de un ser humano hacia otro y la apertura a la vida y a la fecundidad.

La catequesis va más allá. Presenta al hombre lo que Dios quiere de él en el terreno del sexo y le ayuda a iluminar sus opciones a la luz del mensaje divino sobre amor sexual y en referencia a los planes de Dios sobre su vida. Le enseñanza a pensar en el matrimonio, si es su vocación; y a desear la virginidad, si es lo que Dios quiere.

6.1. Criterios más que normas

La catequesis sobre la sexualidad plantea las enseñanzas sobre el amor, la sexualidad y la vida a la luz de los planes divinos.

– Presentar la vida, la reproducción y el amor, como dones divinos dados a los hombres. La persona entra en juego en esos planes, según la vocación de Dios para cada uno y con la libertad de cada ser inteligente en su respuesta a Dios.
– Tanto porque es una riqueza humana radical, como porque el mismo Jesús ha querido ofrecer su mensaje al respecto, la educación cristiana mira y valora la sexualidad desde el Evangelio: dignidad, fidelidad, fortaleza, generosidad, sentido de trascendencia.

– El hombre ha nacido para amar y su madurez cristiana está vinculada con su capacidad de dar a los demás amor. El amor sexual se enmarca en el único mandamiento de Cristo: que es «amarse los unos a los otros como él nos amó primero.» (Jn. 13. 34). En lenguaje cristiano, la fecundidad y las delicias humanas del amor sólo tienen sentido en clave de amor al prójimo.

– Dios es autor de la vida y quiere que los hombres y las mujeres se unan para propagar nuevas vidas en el universo. Vivir la sexualidad matrimonial es cumplir la voluntad divina.

– Ese amor matrimonial se ha de expresar en forma de sacramento, es decir de signo sensible que hace de cauce para la gracia que Dios concede a quienes lo reciben.

Es, por lo tanto, un hecho religioso, además de natural. Dios tiene que contar mucho en él. Lo es el acto sacramental del compromiso y se prolonga en cada acto de amor por el que los casados se abren a la vida y al amor.

– La sexualidad debe ser analizada de forma positiva, como posibilidad creadora; y no de manera negativa, como deber de represión. La ley cristiana relativa a la sexualidad se debe formular de manera comprometedora: «Vivir el amor en la forma que Dios quiere para cada uno: en el matrimonio o en el celibato»; y no es suficiente hacerlo de forma negativa: «no fornicar».

La Castidad se debe apreciar como una virtud positiva, no como una mutilación. Sólo así­ se capta su belleza, así­ como la del celibato, la virginidad, la consagración, belleza que nunca se pudo entender en las coordenadas del Antiguo Testamento.
– La Iglesia, Esposa virgen de Jesús virgen y sensible al amor, entiende, valora, orienta y alienta el amor humano como don maravilloso de Dios. Educa al hombre en esa dirección.

6.2. Adaptación a las etapas

Estos criterios del Evangelio deben ser presentados como fuente de inspiración pedagógica en cada uno de los momentos evolutivos del catequizando.

6.2.1. En la infancia

Las mentes y los corazones sanos aprecian, desde los primeros año de la vida, la belleza del amor si, desde la experiencia de la unión de los padres y desde su vida de hogar, son formados para descubrirla y apreciarla.

Es importante enseñar a mirar los ejemplos del mismo Jesús y alabar con frecuencia el plan divino de que les hombres se propaguen.

Con el debido tacto, se debe asociar los primeros descubrimientos de la genitalidad a los planes del Padre Dios, que quiere que los hombres se unan por amor y los hijos nazcan del amor. Supuesta la progresiva instrucción sexual, anatómica y funcional, el catequista de niños sabe responder a todos los interrogantes con referencia al querer divino.

6.2.2. En la preadolescencia

Surgen nuevos interrogantes y tensiones que la concupiscencia, intensificada en paralelo a las transformaciones corporales y afectivas que se producen, puede desviar de la referencia divina.

Los ejemplos vivos de Jesús, y de la Madre virgen que le trajo al mundo, son más persuasivos que todos los razonamientos sobre la belleza de la virtud o sobre los planes del cielo.

Es tiempo de intimidad, sensibilidad, reflexión y curiosidad. En la catequesis se deben evitar polarizaciones sexuales; pero no se deben eludir todas las referencias que el preadolescente demande.

Lo interesante es centrar su pensamiento en el plan de Dios y evitar el subjetivismo y la autocontemplación. Hay que saber presentar la sexualidad en su justa orientación de plan divino para todos los hombres y para cada preadolescente en particular. Se debe descubrir que, más que estorbo para la felicidad, es una oportunidad para la creatividad.

Cierto idealismo sobre la pureza y continencia, sobre el amor, sobre la intimidad del sexo, es conveniente en este perí­odo de apertura a la vida, sobre todo si se presenta como regalo divino para la felicidad del hombre. Y una gran precaución ante las ideas o sentimientos desajustados, que proceden de los ambientes erotizados, conduce al catequista a presentar el sexo del hombre como un don, al igual que los ojos o el cerebro.

Es el momento de descubrir el plan divino para cada persona y de sentirse protagonista inteligente y libre en ese plan divino.

6.2.3 Adolescencia y juventud

Conviene poner el centro catequí­stico de atención en la excelencia del amor del matrimonio, sin dejarse impresionar por formas pasajeras de unión sensorial y superficial. Importa mucho saber promover criterios rectos sobre los hechos que rompen el plan divino: el autoerotismo, la fornicación, el adulterio, la homosexualidad; y también, de forma especial, hay que llamar la atención sobre los abusos de débiles que están detrás de la prostitución, del escándalo, o de la explotación sexual.

Pero no basta aludir a razones de honradez y dignidad para asegurar una buena catequesis. La atención preferente ha de estar en los planes divinos sobre la sexualidad.

El joven no corrompido y creyente sabe descubrir en muchos estí­mulos hedonistas de la cultura moderna la pobreza y el vací­o del erotismo materialista que en nada ayuda al progreso moral, al encumbramiento espiritual y al desarrollo de la sociedad. Y lo valora como frontalmente opuesto a los designios divinos.

El catequista comprende las dificultades juveniles para asumir hechos y misterios, que muchos espí­ritus no bien formados son incapaces de entender: virginidad de Marí­a, continencia habitual fecunda, posibilidad de la renuncia sexual por amor al Reino de los cielos. Pero no hace de estos temas motivo de controversia ante quienes los rechazan como reales, sino que los proclama como realidades que sólo desde la fe se asumen y aceptan, e incluso se imitan.

Es importante que el joven aprenda a mirar los designios de Dios sobre la propia vida. Y que sea capaz de entender el matrimonio o el celibato como una vocación libre y no como una situación irremediable, la cual debe ser contemplada desde la voluntad de Dios en la propia vida.

6.3. Catequesis posible

Es importante tener claro en la tarea pastoral que la catequesis de la sexualidad es una posibilidad y un deber, un derecho de las personas y una necesidad de las sociedades en las que abundan los espí­ritus creyentes.

La tendencias hedonistas de los tiempos modernos llevan a muchos educadores de la fe a sospechar que es éste un terreno de especial dificultad.
Desde el fatalismo o el derrotismo no es posible descubrir el ideal de la sexualidad fecunda. Muchas veces la tarea educadora resulta embarazosa en este terreno por los complejos y los temores de los educadores, más que por la dificultad de la materia o por la desconfianza de los receptores de los mensajes educativos.

Al igual que en otros temas básicos: la justicia, la paz, la solidaridad, la oración, la vocación a los estados de perfección, el catequista no debe desanimarse ante las dificultades que el terreno sexual pueda platear. Debe «buscar el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás ya vendrá por añadidura.» (Mt. 6.33)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

La realidad del propio sexo

La sexualidad es la caracterí­stica del ser humano, en cuanto que es hombre o mujer. Así­ es imagen de Dios, en relación y complementación con el otro sexo (cfr. Gen 1,27). Toda la persona en su integridad y durante toda su existencia, «en la unidad de cuerpo y alma» (GS 14), queda matiza por esta realidad constitutiva del mismo ser humano. Cada uno, hombre o mujer, se reconoce en su identidad, diferencia y complementariedad. La sexualidad es un elemento básico de la personalidad, como expresión del amor humano que es siempre donación.

La sexualidad tiene muchos y diversos niveles, relacionados pero independientes entre sí­ afectivo, interrelacional, genital… En el aspecto más profundo, es esa realidad del propio sexo con su conjunto de cualidades para relacionarse y complementarse en la amistad y donación leal, respetuosa y sincera. La sexualidad «concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer ví­nculos de comunión con otro» (CEC 2332).

La realidad hombre-mujer

La relación hombre-mujer está orientada por el amor, a imagen de Dios y a ejemplo de Jesucristo. Siempre es donación respetuosa, que se expresa de distinto modo en la vida humana en general, en la amistad verdadera o en el matrimonio. Esta donación mutua debe respetar la diferencia de sexos, la igualdad de las personas, la conplementariedad de las mismas en la creación y en la nueva creación. Esta relación supone una formación adecuada, a nivel humano y espiritual.

En la vida matrimonial, «la diferencia y complementariedad fí­sicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar» (CEC 2333). Por el sacramento del matrimonio, la sexualidad actuada en la donación mutua es expresión del amor de Cristo a su Iglesia (Ef 5,25-33) y fundamenta la unidad, la fidelidad y la fecundidad. Entonces la sexualidad es fuerza positiva, orientada hacia la madurez de la persona.

No hay que olvidar le realidad débil del ser humano después del pecado original, sometido a tentaciones, como aparece en toda la historia bí­blica y como han recordado todos los santos. La Escritura reprueba muchos abusos sexuales, especialmente la homosexualidad (cfr Gen 19,1-19; Rom 1,24-27; cfr. CEC 2357-2359). Toda debilidad en este campo se puede superar con la ayuda de la gracia y con la propia colaboración. Jesús, al recordar esta debilidad (cfr. Mt 5,27-28), no deja de afirmar la bondad de la realidad sexual humana en los planes de Dios Creador (cfr. Mt 19,4-6).

A nivel personal, la sexualidad se integra dentro de la totalidad de la persona que va madurando como donación, sin dejarse arrastrar por la inmadurez del egocentrismo. A nivel interpersonal, la relación no es utilización, sino donación respetuosa. A nivel matrimonial se actúa sin cerrarse directamente a la fecundidad, en amistad í­ntima y en la paternidad o maternidad responsable, en la forma de donación total propia de este estado. A nivel de vida consagrada y sacerdotal, la sexualidad se expresa de modo eminente por la intimidad profunda con Cristo y por la donación incondicional a los campos de caridad consecuentes con el propio carisma y la misión. Siempre se necesita la iluminación del Espí­ritu Santo, el Espí­ritu de Dios Amor, que es la expresión personal e infinita del amor entre el Padre y el Hijo.

Formación y apostolado

La formación en la sexualidad debe ser personalizada, puesto que cada persona es irrepetible, y se indicará siempre su dimensión moral y su inserción en la realidad honda del amor humano, que es siempre donación no egoí­sta. Esta formación se hará en forma clara y en edad o tiempo oportuno.

En el apostolado, la amistad y la complementariedad entre hombre y mujer, deben reflejar siempre el modo de amar de Jesús, que no utiliza a las personas, sino que él mismo se hace donación desinteresada. En ese campo apostólico, las cualidades de cada uno se necesitan y complementan audacia o agresividad, lógica, fuerza, seguridad… (en el varón); perseverancia, intuición, delicadeza, fidelidad… (en la mujer). Los privilegios no tienen razón de ser. En toda colaboración apostólica debe aparecer el amor de Cristo a su Iglesia (cfr. Ef 5,25ss), sin apropiarse los derechos de Cristo Esposo sobre las almas.

Referencias Afectividad, castidad, educación, formación, matrimonio, virginidad.

Lectura de documentos VS 4, 47, 49, 81; CEC 2331-2391.

Bibliografí­a A. ALSTEENS, Diálogo y sexualidad (Madrid, Studium, 1975); A. ALVAREZ VILLAR, Sexo y cultura (Madrid, Biblioteca Nueva, 1971); M. BELLET, Realidad sexual y moral cristiana (Bilbao, Desclée, 1973); T. GOFFI, Etica sexual cristiana (Salamanca, Sí­gueme, 1974); A. KOSNIC, la sexualidad humana nuevas perspectivas del pensamiento católico (Madrid, Cristiandad, 1978); P. TREVIJANO, Madurez y sexualidad (Salamanca, Sí­gueme, 1988); G. VERONESSE, Corporeidad y amor. La dimensión humana del sexo (Madrid, Ciudad Nueva, 1987).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El matrimonio es una institución divina en orden a la procreación (Gén 1,27-28). En este marco las relaciones sexuales, con el placer concomitante, no sólo son legí­timas, sino obligadas y santas. El A. T. habla con absoluta claridad y libertad de cuánto importa la vida sexual, como la cosa más natural, ordenada por Dios. Eso sí­: las aberraciones sexuales son tratadas con la mayor severidad. Jesús afirma la superioridad de la virginidad sobre la legí­tima vida sexual en el matrimonio (Mt 19,10-12; 1 Cor 7,1526; 11,28) y declara pecado la concupiscencia (Mt 5,28).

E.M.N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

La sexualidad es una caracterí­stica esencial, constitutiva, del ser humano.

Es lo que hace de él un hombre o una mujer. Es la modalidad substancial de ser de la persona, no solamente un simple atributo o una capacidad funcional de la misma. En cuanto «unidad de alma y cuerpo» (GS ]4), la persona está marcada por la sexualidad en todo su ser y durante toda su existencia, La sexualidad afecta integral y dinámicamente a la persona: de la estructura de sus células, a través de su configuración orgánica, hasta su vida psí­quica y espiritual; y condiciona el iter evolutivo del ser humano, su camino hacia la madurez y su inserción social, según los textos del Génesis, la sexualidad es una realidad buena, querida por Dios creador. La diferenciación sexual del individuo está va presente en el proyecto creador’, como varón y hembra la persona es imagen de Dios (Gn 1,27); su significado consiste en la integración recí­proca de los dos miembros de la pareja («los dos serán una sola carne». Gn 2,24) y en la tarea de procreación («sed fecundos y multiplicaos»: Gn 1,28), La sexualidad, en cuanto que pertenece a todo el ser humano, está también marcada por el pecado. El alejamiento de Dios lleva también al desorden en la esfera sexual.

En efecto, la Biblia conoce la debilidad y la tentación a la que está sometida la sexualidad, el dolor del parto y la imposición del hombre sobre la mujer, aun cuando el cuadro global, en el modo de entender la sexualidad, siga siendo substancialmente positivo.

Jesús confirma la bondad de la sexualidad basada en la creación de Dios. Apela al relato del Génesis sobre la creación del hombre como varón y hembra y a su unidad humana total (Mt 19,4-6; Mc 10,6-8). La llegada del Reino de Dios, que se realiza en su persona, relativiza todas las cosas terrenas y también, por consiguiente, la sexualidad humana. La relación directa con Dios es ahora mucho más importante que la relación entre el hombre y la mujer. Jesús invita a los que desean dedicarse exclusivamente al Reino de Dios a abrazar la continencia voluntaria (Mt 19,12), que es otra modalidad de vivir la sexualidad al lado del matrimonio.

En la economí­a del nuevo pueblo de Dios la sexualidad, en su doble función de procreación y de autorrealización, queda potenciada y elevada por encima del plano natural e inscrita en el plano de la historia de la salvación mediante un carisma especial, el sacramento del matrimonio, En el amor, en la entrega mutua, en la fidelidad, en la educación de los hijos, cada uno de los esposos es mediador de salvación para el otro y en éste para todos, La sexualidad actuada en el sacramento del matrimonio. Como dice san Pablo, tiene como modelo supremo la relación de amor que une a Cristo con su Iglesia: se trata de una entrega mutua incondicionada.
La tradición cristiana desde sus comienzos conoció el enfrentamiento con varias tendencias ideológicas, por cuyo contacto se dejó a veces influir Estas corrientes crearon sobre el mensaje bí­blico original una pátina de pesimismo y de desprecio de la sexualidad, de la corporeidad y del placer sexual, Esta actitud dejara ; su huella en el camino posterior de la Tradición, que permanecerá mucho tiempo anclada a una visión ascético-rigorista. Tan sólo a mediados del siglo xx se logró pensar en términos antropológicamente más ricos y suavizar gradualmente la rigidez dé las posiciones morales tradicionales.

El Magisterio de la Iglesia tocó sobre todo el tema de la sexualidad en el ámbito de la doctrina sobre el matrimonio, El reconocimiento oficial de la sacramentalidad del matrimonio en el concilio de Trento (DS 1800, 1801) constituye una etapa importante. La unión conyugal, en su integridad de realidad espiritual y corpórea, es reconocida como sacramento. Esto lleva a ver también la sexualidad bajo una luz más positiva, superando las afirmaciones que admiten su ejercicio sólo con vistas a la procreación o como algo que hay que tolerar para evitar otros pecados. El valor de la sexualidad se fue posteriormente aclarando y destacando por parte del Magisterio de la Iglesia a través de otros importantes documentos, que aceptan cada vez más la visión personalista del mismo: Casti connubii, de pí­o XI (]930), Gaudium et spes, del Vaticano II (1965), Humanae vitae, de Pablo Vl (1968), y Familiaris Consortio, de Juan Pablo II (1981).

En la búsqueda de criterios éticos para el comportamiento sexual, respecto a un modelo tradicional basado en la naturaleza y en la finalidad del acto conyugal, se prefiere actualmente un modelo centrado en la persona, De la visión personalista de la sexualidad y de sus significados se derivan hoy algunos criterios éticos. Estos son los fundamentales:
– de la dimensión personal de la sexualidad, como valor que estructura a la persona, se deriva la responsabilidad del individuo ante sí­ mismo de secundar y promover el camino de maduración mediante la integración del elemento sexual dentro de la totalidad personal, El que se abandona a los impulsos de una sexualidad instintiva bloquea el camino de crecimiento y de maduración de la persona, fijándola en unos niveles de inmadurez (marcisismo, egocentrismo).

– de la dimensión interpersonal surge la instancia ética de tomar en serio a1 otro como persona, sin reducirlo a objcto de consumo y de intercambio de conductas sexuales. Nace también la exigencia de vivir la sexualidad, no va en sentido individualista, sino abierto a la dimensión social:
de la dimensión procreativa nace la responsabilidad para decidir si y cuándo hay que procrear (procreación responsable) y para ponerse frente al fruto de la procreación como frente a una persona.

– de la idea dinámica de una sexualidad que acompaña y determina el devenir y el hacerse dé una persona, se deriva finalmente la importancia de una pedagogí­a sexual que ayude a descubrir y a vivir el sentido del amor y de la sexualidad, que es decisivo para el sentido de la vida del hombre en la tierra y para su destino futuro.

G. Cappelli

Bibl.: M, Vidal, Sexualidad, en CFP 943960; íd» Moral del amor y de la sexualidad, Sí­gueme, Salamanca 1971; P. Grelot, La pareja humana en la Escritura, Euroamérica, Madrid 1963; A. Hortelano, Comunicación interpersonal de la pareja, Madrid 1981; A Kosnik, Sexualidad humana: nuevas perspectivas del pensamiento católico, Cristiandad, Madrid 1978.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Premisa – II. Sexualidad psicodinámica personal – III. La sexualidad en la palabra revelada – IV. Hombre y mujer – V. Vida sexual como vida virtuosa – VI. Caridad y sexualidad -VII. Sexualidad y llamada a la santidad – VIIl. Imagen de Dios y sexualidad – IX. Erotización de lo sagrado y sacralización de lo sexual.

Tradicionalmente, la espiritualidad ha intentado desarrollarse fuera de los lí­mites de la sexualidad. El asceta propendí­a a olvidar hasta el término sexualidad y quedar a oscuras en cuanto a su contenido. Hoy dí­a, no parece admisible una experiencia espiritual válida si no implica de alguna forma una aportación constructiva de la sexualidad. La modificación del punto de vista espiritual es fruto de una concepción cultural totalmente nueva de la sexualidad.

El asceta de nuestros dí­as desearí­a ser instruido incluso sobre la forma en que Cristo vivió el testimonio de la sexualidad. Se sabe que Jesús tení­a amistad con Marta y Marí­a; que habí­a convertido a mujeres como Magdalena y la samaritana; que otras mujeres habí­an sido curadas de enfermedades; que algunas de ellas le habí­an seguido y presenciado su desgarradora pasión y cruz. Jesús cultivó preferencias entre las mujeres que le rodeaban con admirada devoción: tuvo predilección por Marí­a, que permanecerí­a toda absorta, meditando su palabra; por Marta, que se entregaba a rodear de atenciones su persona fí­sica; tributó alabanzas a Magdalena, la cual, con expansivo amor, trató su cuerpo como un sacramental que la ayudó a convertirse al reino de Dios.

La sexualidad es una actitud personal comunicativa, que Jesús utilizó para estrechar relaciones amistosas, para expresar su afectividad profunda y delicada, y para dar testimonio de su intimidad de amor con el Padre. Y en virtud de su sexualidad, sus contemporáneos pudieron experimentar su humanidad como sacramento de comunicación del Espí­ritu y de la palabra del Padre.

Hoy dí­a, la sexualidad, al ser un problema para el conocimiento de Cristo, constituye un punto de suma importancia en la espiritualidad del cristiano. Desde esta perspectiva espiritual, procedemos a su examen.

II. Sexualidad psicodinámica personal
¿Cuál es el sentido cultural que tiene hoy la sexualidad? La sexualidad es como un dinamismo difuso y operante en todo el ser humano. Impregna todas las facultades y actividades personales y caracteriza al yo como individuo singular. El hombre es un ser totalmente sexuado, aunque la sexualidad no sea el único constitutivo del hombre. La facultad de razonar, de querer y el mismo creer y amar con caridad se expresan según una forma de individuación.

La sexualidad, difundida y operante en todo el ser personal, influye y revela la evolución del yo, su maduración y su progresiva transformación en adulto. Al mismo tiempo, el incesante dinamismo sexual vuelve al yo insatisfecho, orientado siempre hacia una maduración ulterior, en busca de una comunicabilidad cada vez más profunda y de la expresión de una auténtica entrega oblativa. Si la apertura al otro se percibe como exigencia sexual perfectiva, al mismo tiempo se sufre como la dimensión personal más profundamente ausente. Es una meta intensamente ambicionada, que por su inasequibilidad se convierte en fuente de frustración, de sufrimiento y de experiencia dolorosa. En la sexualidad la persona encuentra una invitación a comprometerse de forma renovada en la superación de la incomunicabilidad que anida en lo profundo del yo, a suprimir la incomprensión que ofusca a todo espí­ritu humano y a hacerse pobre entre los pobres y los que sufren para sustraerlos a su marginación solitaria.

La sexualidad va imprimiendo una evolución verdaderamente profunda a todo el yo. Si al comienzo impele a la persona a desarrollarse preferentemente en el aspecto carnal, posteriormente la incita a evolucionar sobre todo en el aspecto psí­quico-espiritual. Por ejemplo, de la infancia a la adolescencia, la sexualidad despunta en modalidades especí­ficas, localizadas en sucesivas zonas del cuerpo: sexualidad disfrutada en la zona oral (el chupar), después en la zona anal y luego en la fálica. Es una transformación sexual que marca el distanciamiento de un goce de sí­ mismo exclusivo e irrealista para canalizarse en órganos que logran sacar al sujeto fuera de sí­ para darse a los demás.

En la sucesiva evolución adolescente, la sexualidad se va estructurando de forma más personal, no expresándose ya en algo orgiástico de sí­ a los demás, sino según el eros y la agape. Se perfila la dinámica del amor, que va de la fase del amor interesado (amar a aquellos que son útiles por la satisfacción que ofrecen) hasta el narcisismo socializado (aceptación del grupo, que se descubre como importante para los éxitos propios) y el amor oblativo (olvidando la propia individualidad para expresarse en don al otro). Un iter evolutivo de toda la persona, que la fuerza sexual va configurando de forma singular en sintoní­a con los esfuerzos responsables del sujeto y de la influencia ambiental. Por este motivo, la educación sexual no puede estandarizarse, sino que se centra en el sujeto individual.

La personalidad, por ser resultado de una historia originada por una experiencia sexual impregnada de amor, puede tener configuraciones ambivalentes, está llamada a manifestarse de forma cada vez más humanizada; pero de hecho puede experimentar desorientaciones concretas, retrasos, fijaciones indebidas y regresiones imprevistas. Estas perturbaciones, que detienen o hacen retroceder el desarrollo personal, son la causa de las psicopatologí­as [>Patologí­a espiritual], las cuales afectan al modo de amar, a las formas sociales de amistad y a los estilos afectivos de colaboración.

¿Por qué motivo se configura la sexualidad como primordial fuerza constitutiva de la personalidad hasta el punto de ser causa de desarrollo o de desviaciones del yo? La sexualidad es el sustrato natural a través del cual influye el amor en el yo. Según que sea robustecida por un amor oblativo o desgarrada por un amor captativo egoí­sta, despertará las profundas potencialidades humanas del yo o las esterilizará. Existe una diferencia sustancial entre el ser divino y el ser humano. Dios es amor creativo de amabilidad: no ama a un ser porque sea amable, sino que lo hace amable porque lo ama; lo hace existir amándolo. El amor divino es verdadera dilección, pura creatividad, auténtico abrirse como un don al otro sin ser provocado por ningún otro. En cambio, el hombre tiene necesidad de ser despertado por el amor para hacerse amable. De esta manera, la sexualidad humana constituye el dinamismo que espiritualiza todo el yo, a condición de que ella misma esté dispuesta a dejarse invadir por un amor noble.

Un joven ha podido testimoniar: «Yo creo ante todo porque soy amado; pienso incluso que éste es el motivo más profundo y más verdadero subyacente a mi fe. Evidentemente, este ser amado no se refiere sólo a alguien que ha venido hace tiempo, sino que se refiere también a personas bien precisas que he encontrado en el trayecto de mi vida. Pienso que, experimentando la autenticidad de este amor, he canalizado mi libertad y mi voluntad por el sendero de Cristo». Se podrí­a afirmar: «Yo estoy totalmente armonizado con los amores con que he sido beneficiado. Mi sexualidad personal se ha despertado y se ha iluminado en relación con las experiencias de amor con que ha sido favorecida». La propia conducta presente es como un fragmento que se debe leer en el tejido de la propia historia afectiva.

Toda la vida sexual, incluso la genital, debe vivirse en el contexto de un amor oblativo; debe estar í­ntimamente regulada según el dictamen de las virtudes sociales; debe testimoniarse como don de la persona al otro. Para una sexualidad así­, espiritualmente educada, el yo se percibe a sí­ mismo en relación al otro como un tú. No es un coloquio cualquiera; exige del yo manifestarse a sí­ mismo mediante el otro, promocionarse humanamente en virtud de su relación interpersonal. La sexualidad está profundamente comprometida en despertar al yo a una relación comunitaria consciente, a una serie de relaciones interpersonales conscientemente libres y a una recí­proca humanización promocional.

La promoción recí­proca en la sexualidad interpersonal tiene lugar a través de la mediación del propio cuerpo. El gesto y la actitud corpórea son palabras en las que uno se expresa y despierta al otro a la propia acogida. La caricia es el intento con el que dos quieren revelarse recí­procamente en la propia carne. «La caricia revela la carne del otro como carne para mí­ y para él» (J. P. Sartre). Mas para expresarse como sexualidad personalizarte, se requiere que el gesto sea expresivo de los componentes comunicativos superiores del yo, que se ofrezca como vivo coloquio personal, que se revele como relación de amor altruista. El diálogo sexual tiene sentido tan sólo si nace del amor y es cauce de amor.

La comunicación interpersonal, al realizarse a través del cuerpo, aparece necesariamente delimitada y de alguna manera opaca. El >cuerpo no indica sólo cómo debe vivirse la unión con el otro, sino también la dificultad en realizarla. En la época actual se tiene mayor conciencia de la contradicción en que se ve sumido el yo humano; su sexualidad le impele a experimentar una comunicación cada vez más profunda con el otro y, al mismo tiempo, le hace sentir la amargura de la propia originalidad incomunicable.

III. La sexualidad en la palabra revelada
La revelación no ofrece un tratado sistemático sobre el tema de la espiritualidad de la sexualidad, sino tan sólo una serie de indicaciones derivadas de situaciones históricas. La palabra revelada prefiere narrar más que extenderse en exposiciones doctrinales; describe acontecimientos salví­ficos realizados en el seno de la historia humana, pero no expone una doctrina teórica. Esto permite reconstruir y vivir la espiritualidad bí­blica sobre la sexualidad en el marco de diversas concepciones doctrinales condicionadas por propios conceptos culturales y eclesiales. La presente indicación espiritual es una entre las posibles sistematizaciones bí­blico-espirituales de la sexualidad.

El pueblo hebreo antiguo sentí­a vergüenza y pudor en relación con su vida sexual genital (Lev 20,21); la consideraba como inherente a la esfera animal personal, que habí­a que relegar al terreno de lo privado y de lo reservado, cuya experiencia concreta contaminaba por estar totalmente sometida a la acción de fuerzas peligrosas o tabúes (Gén 34,5; 1 Sam 21,5; Lev 15.2s). Cuando alguien habí­a realizado un acto sexual, debí­a purificarse para poder acercarse a prácticas de culto a la divinidad (Núm 6,22-21; Lev 7,19-20; Jn 11,55). Si entre los griegos, debido a la religiosidad mistérica y a la filosofí­a, la concepción de la pureza ritual sufrió un proceso de interiorización y de moralización (es decir, se redujo a una exigencia de honestidad moral interior), en el pueblo hebreo la catarsis (o práctica de las purificaciones) va formalizándose en diversas prescripciones detalladas (cf Jn 2,6; Mc 7,3s). Semejantes prácticas purificatorias de la vida sexual ayudaban al pueblo hebreo a no dejarse atraer por la prostitución religiosa, que se habí­a difundido en torno a los santuarios de Grecia y en los templos de Baal (cf Jer 3,1s; 5,7s; Ez cc. 16 y 23).

En la comunidad cristiana primitiva no existen prescripciones de purificación ritual para el culto religioso, pues ya no tiene importancia la pureza cultual. ¿A qué se debe esto? Según la enseñanza de Jesús, no se produce la impureza por el contacto con las cosas, siempre que exista pureza de corazón (Mt 5,8). «Lo que sale del hombre sí­ que contamina al hombre» (Mc 7,15s). La impureza la produce únicamente el pecado. «Todo es limpio para los limpios [por la fe]» (Tit 1,15; Rom 14,20), incluso la práctica sexual. Un acto sexual no contamina, sino que sólo exige ser realizado moralmente, es decir, con «dominio de sí­» (eukrdteia). Sólo hay que purificarse de la impureza que nace del pecado (1 Jn 1,7; Heb 9,22). Pero ¿de qué modo? La purificación del pecado se obtiene mediante la sangre de Cristo (1 .In 1,7) y gracias a su palabra (Jn 15,3)
Si está claro el principio evangélico del cese de las purificaciones rituales inherentes a la vida sexual, tal principio no es acogido sin dificultades en la comunidad eclesial apostólica. Pedro, reacio a olvidarse de las prescripciones sobre la pureza ritual, es amonestado en una visión: «Lo que Dios ha purificado no lo llames impuro» (He 10,15; 15,9). El mismo Pablo constata cómo la comunidad está dividida a causa de las impurezas cultuales y cómo la nueva práctica evangélica liberadora puede suscitar escándalo entre algunos. «Todas las cosas son puras, pero es malo para el hombre comer con escándalo» (Rom 14,20). Y a los esposos preocupados por su vida sexual les sugiere: «No os privéis el uno del otro si no es de común acuerdo por cierto tiempo, para dedicaros a la oración» (1 Cor 7,5).

En la palabra revelada, la sexualidad no sólo queda liberada de la supraestructura cultual de impureza, sino que además es tratada en su sentido auténtico. Es considerada como una relación humana; incluso como la más profunda de las relaciones interpersonales. Por este motivo se confí­a a la sexualidad la función procreadora (Gén 1,28s), que ha de ser ejercida únicamente dentro del matrimonio monogámico (Gén 1,26; 2,18s; Dt 17,17). Si la Sagrada Escritura autoriza la poligamia de manera provisional y excepcional, lo hace únicamente para favorecer la misión procreadora.

En relación con la sexualidad, la revelación se preocupa no tanto de dictar normas morales o reguladoras cuanto de indicar su sentido más profundo en relación con el acontecimiento salví­fico. La sexualidad es utilizada como simbolismo para describir las relaciones de alianza entre Dios y su pueblo (Os 1-3; Jer 3,8s; 2,1; Ez 16 y 23; Is 50,1). Al pueblo elegido se le inculca vivir su experiencia sexual de manera que refleje la alianza entre Dios y su pueblo. De la misma forma en que se instauró la alianza, debe vivirse la sexualidad conyugal, pues ésta debe ser un espejo simbólico de cómo vive Dios en unión con los seres humanos (Mt 24,38; Lc 17,27; 14,20). Por esta razón en la alianza cristiana la unión de los esposos está llamada a simbolizar cómo Dios está unido en Cristo al pueblo constituido en Iglesia. Y cuando se le plantea a Jesús el problema de si existirá o no experiencia conyugal sexual en la vida futura, recuerda él que en la alianza escatológica se consumará la comunión total de amor con Dios, lo cual hará innecesario todo simbolismo sexual: «Cuando resuciten de entre los muertos, no se casarán ni los hombres ni las mujeres, sino que serán como ángeles en los cielos» (Mc 12,25).

¿Prefiere el Evangelio el celibato porque es una experiencia anticipadora del estado de vida bienaventurada? La vida de la caridad escatológica es totalmente distinta incluso del estado virginal en este mundo. En la vida terrena la misma caridad virginal es experimentada dentro de un componente sexual personal. En cambio, en la vida futura la existencia será completamente nueva según el espí­ritu resucitado. En el Evangelio se sugiere el celibato terreno como servicio apostólico, como mayor disponibilidad a una misión eclesial, como posibilidad de ofrecerse libre para una actividad misionera itinerante: si no nos casamos es para poder servir mejor al reino de Dios (Mt 19,12). «El célibe se preocupa de las cosas del Señor y cómo agradarle» (1 Cor 7,32). Existe otra utilidad más; dado que «pasa la escena de este mundo» (1 Cor 7,31), «el que no se casa hace mejor» (1 Cor 7,38), porque evita muchas tribulaciones.

¿Cómo vivir en el tiempo presente la experiencia sexual conyugal? Estamos en una alianza eclesial de transición pascual: de la vida según la carne a la vida según el espí­ritu. Un tránsito que tiene como meta conducir a los individuos y a toda unión matrimonial a la formación de un solo cuerpo con Cristo y en Cristo. «Os he desposado con un solo varón para presentares a Cristo como virgen casta» (2 Cor 11,2). Los cónyuges, unidos entre sí­ como una sola carne (Mt 19,6), deben buscar ofrecerse a Cristo como una «pequeña iglesia», alimentada y santificada por la carne inmaculada de Cristo (Ef 5,29-30).

Esta meta no es nunca enteramente actualizable al presente. Los esposos, más que ser ya una sola cosa en Cristo, están comprometidos a redimirse recí­procamente, a comunicarse la gracia sacramentalmente recibida del Espí­ritu de Cristo. Cada uno de ellos es ministro en relación con la vida pascual del otro; es salvador del cónyuge en cuanto se siente salvado por el Señor; es corredentor en el ambiente familiar, porque está sacramentalmente unido al morir-resucitar de Cristo. Los cónyuges cristianos están estrechamente unidos en su realizarse espiritual; deben vivir su vida sexual de modo que ejerzan un dominio mortificativo pascual de ella, que se manifiesten como caminantes hacia una unión en el amor y se propongan una meta más allá de su experiencia sexual. «Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran» (1 Cor 7,29).

En conclusión, la sexualidad se presenta en la palabra revelada de acuerdo con aspectos dialécticamente entrelazados. Representa en sí­ misma una realidad buena creada por Dios (Gén 1,27), aunque desorientada por el pecado (Gén 3,7). Debe ser vivida en sí­ misma liberándola de todo condicionamiento de impureza cultual, aunque se debe intentar vivir superándola para caminar mejor hacia el reino de Dios. Debe ser aceptada en su sentido humano realista por encima de todo aspecto mitológico-cósmico, aunque debe ser ejercida como simbolismo de la alianza con Dios en Cristo. La palabra de Dios no se detiene a investigar la sexualidad en su acepción cientí­fico-psicológica, aunque de hecho la replantea inculturada según los contextos culturales que aparecen en la historia salví­fica. Esta visión bí­blica tan compleja sobre la sexualidad permitirá a la comunidad cristiana señalar la espiritualidad en torno a lo sexual, de conformidad con la gracia eclesial y con la cultura propia de cada época.

IV. Hombre y mujer
El texto revelado presenta a Dios comprometido en una creación continuada: quiere conducir tanto al hombre como a la mujer a ser imagen suya (Gén 1,2). Por esta vocación, el hombre y la mujer constituyen valores autónomos; entre ellos se da no ya una complementariedad de seres incompletos e interdependientes, sino reciprocidad. Responsablemente adultos, están llamados a ofrecerse en relaciones interpersonales de servicio y de don (Gén 2,18).

Para poder instaurar una vida comunitaria noblemente interpersonal entre hombre y mujer. Dios ha llamado a cooperar en ella a la misma actividad de los seres humanos. Estando la acción creadora divina vinculada a la operosidad humana, se sujeta a las vicisitudes de la historia del hombre; permite que las relaciones interpersonales entre hombre y mujer conozcan experiencias desde puntos de vista diferentes, unas veces negativos y otras positivos. No existe la posibilidad de instaurar en la tierra una armoní­a perfectamente auténtica y definitiva entre las potencialidades del varón y de la mujer.

El texto revelado recuerda las consecuencias del pecado en las relaciones entre hombre y mujer mediante expresiones inculturadas, propias de la época israelí­tica (Gén 3,16; Ex 20,17; Les. 15,195): la mujer induce al hombre al mal (Gén 3,6-12); el hombre intenta subyugarla (Gén 3,16); en su propia intimidad se sienten extraños y avergonzados el uno frente al otro (Gén 3,7). La historia sucesiva representará en formas continuas variadas el intento de instaurar la reciprocidad entre el hombre y la mujer. Pero entre ambos aflorarán en formas diversas la incomunicabilidad y la voluntad de dominio del uno sobre el otro.

Esta experiencia de desigualdad entre hombre y mujer influirá en el modo mismo de imaginar y representar a Dios. La Sagrada Escritura cuando habla de Dios, aunque lo declara como un ser asexuado (Job 9,32) y «espí­ritu» (Jn 4,24), lo trata implí­citamente como varón. El mismo Verbo de Dios al encarnarse es Cristo Jesús, Dios-hombre. Todo esto ha avalado implí­citamente la supremací­a del hombre sobre la mujer.

Redención y palabra de Cristo son realidades que perfeccionan las perspectivas ya sugeridas por los profetas del Antiguo Testamento, a la vez que se comprometen a superar estos condicionamientos que sirven de obstáculo a la comunión plena entre hombre y mujer. A través de la transformación pascual, el hombre y la mujer están destinados a una vida mí­stica en la caridad, a ser una «sola cosa» en el espí­ritu de Cristo (Jn 17,22), a ofrecerse recí­procamente mediante un amor libre y liberador (Mc 10,44). Están llamados a alcanzar por la gracia las relaciones que existen en Dios de una manera perfecta por naturaleza. Semejante utopí­a evangélica puede y debe expresarse ya desde ahora en algunos signos, aunque estén en gran medida condicionados cual compromisos históricos, que, sin embargo, deben desempeñar una indicación profética.

San Pablo recuerda la indicación utópica del Evangelio: hombre y mujer constituyen un mismo ser en la alianza de caridad con Dios en Cristo (Gál 3,28; 1 Cor 11,11-22); asimismo, la mujer, en el ejercicio de ministerios y profecí­a, es igual al hombre (1 Tes 5,19-20; 1 Cor 11,4-5). Al mismo tiempo, san Pablo se declara respetuoso de las costumbres de su época (1 Cor 11.2.16). Siguiendo estas costumbres y partiendo de la vida caritativa de Cristo viviente en la Iglesia, exige que la mujer esté sometida al marido (1 Cor 11,3), que lleve velo en señal de sumisión (1 Cor 11,10), y que permanezca silenciosa en la asamblea dejándose instruir por el marido (1 Cor 14,34-35; 1 Tim 2,11-12). La motivación caritativa, si por una parte comunicó una inspiración evangélica a las costumbres dominantes, al mismo tiempo las hizo más estables, sacralizándolas (cf Ef 5,25-29). Es posible que san Pablo no tuviera clara conciencia del influjo que la caridad debe ejercitar al revolucionar de modo explosivo las costumbres existentes.

En los santos Padres apunta la conciencia de la existencia de disparidades irrenunciables entre hombre y mujer. Mientras, por un lado, a propósito de la soteriologí­a cristiana, proclaman la elevada dignidad de la mujer, especialmente en la virginidad’, por otra, interpretan de forma más insistente las descripciones históricas de la Biblia como enunciados teológicos de desconfianza respecto a la personalidad moral de la mujer, que tiene el deber de estar sometida al hombre.

El magisterio de la Iglesia, a través de su enseñanza social, inculca la dependencia de la mujer respecto al hombre como ley natural impuesta sobre todo por la í­ndole misma de la familia humana: «En ningún tiempo ni lugar es lí­cito subvertir la estructura esencial de la familia misma y su ley firmemente establecida por Dios» (Pí­o XI, encí­clica Casti connubii, 12). Y si la actual costumbre social exige la presencia activa de la mujer en la vida social y polí­tica, «la igualdad de derechos con el hombre ha sometido a la mujer, con el abandono de la casa, donde era una reina, al mismo peso y tiempo del trabajo. No se ha dado importancia a su verdadera dignidad y al sólido fundamento de todos sus derechos, es decir, el carácter peculiar de su ser femenino y la í­ntima coordinación de los dos sexos» (Pí­o XII, discurso de 21 de octubre de 1945, 17 y 27). Semejantes valoraciones del magisterio estaban influidas por las situaciones sociales del momento, que eran negativas para la mujer, así­ como por preocupaciones de moralidad pública. Al lado de estos enunciados de delimitación de la autonomí­a social y familiar de la mujer, el magisterio ha proclamado de forma bastante teórica la igualdad de dignidades entre hombre y mujer en todos los terrenos (cf GS 29,49; AA 9-10; Juan XXIII, encí­clica Pacem in terris, 41; Pablo VI, Octogesima adveniens, 35).

No sólo la enseñanza del magisterio, sino la misma costumbre eclesial ha propendido a exaltar a la mujer por el lado teórico (proclamándola persona, hija de Dios, reencarnación de las gracias de Marí­a Santí­sima, templo del Espí­ritu Santo, etc.), mostrando luego desconfianza respecto a su personalidad concreta (declarándola ocasión de pecado, legitimando la opresión social respecto a ella, considerándola de modo habitual bajo la exclusiva visión sexual de madre o de núbil). Todo esto se debe a que la comunidad cristiana se ha encerrado sobre todo en preocupaciones moralizantes: ha temido que resultara peligroso desvincularse de las modalidades de las costumbres sociales del momento, y ello por inconsciente reflejo del poder eclesiástico masculino sobre la vida humana. Por el contrario, serí­a deseable que la comunidad eclesial supiera anunciar proféticamente y apoyar pastoralmente la liberación efectiva de la mujer; que supiera comunicar la inspiración evangélica a la nueva experiencia social en proceso de actualización respecto a las relaciones interpersonales de marido-mujer, padre-madre, padres-hijos, hombre-mujer. De esta forma la comunidad cristiana, a la vez que se deja instruir por las iniciativas sociales de promoción femenina, puede evangelizar las nuevas experiencias polí­ticas. La asamblea cristiana vive en una tensión constante, jamás resuelta en términos definitivos, entre el ideal evangélico y sus realizaciones históricas concretas. Serí­a fatal que se agazapase en una ideologí­a capaz de neutralizar la tensión evangélica; debe aceptar las reivindicaciones feministas, transformándolas en propuestas de enunciados evangélicos proféticos [>Feminismo].

Pero serí­a injusto pensar que la desconfianza hacia la mujer es una actitud exclusiva de la mentalidad eclesiástica. Con mayor profundidad ha estado presente en la amplia experiencia cultural humana. En general, se podrí­a asegurar que en las diversas civilizaciones se han vivido las relaciones entre hombre y mujer en dependencia del significado y del valor otorgados a la sexualidad. Según Aristóteles, y después según los teólogos medievales, la sexualidad se limita a la esfera biológica corporal. En consecuencia, la complementariedad entre hombre y mujer aparece limitada simplemente a la procreación, «porque para cualquier otra actividad el hombre recibe un mejor servicio de otro hombre que el que recibe de la mujer» (S. Th., 1, q. 2, a. 1). La mujer, con respecto al hombre, es un ser al que le falta su perfección (mas occasionatus); se presenta en inferioridad de condiciones en el campo cultural y social, a pesar de que por el lado existencial convive con el hombre en auténtica relación de amor (S. Th., 1, q. 92, a. 2).

Posteriormente, la sexualidad se ha considerado bajo la dimensión humana y psicológica como fuente de dotes y cualidades totalmente particulares. Las caracterí­sticas psicológicas de ambos sexos constituyen un dato de naturaleza determinable ulteriormente por factores culturales; entre ellos se establece una integración dialéctica. Tan sólo la unión de las cualidades masculinas y femeninas permite establecer la plena integridad del hombre. El hombre proyecta y transforma el mundo, mientras que la mujer custodia la vida. El hombre es abstracto y la mujer concreta, el hombre es razón y la mujer sentimiento, el hombre se orienta hacia las cosas y la mujer más bien hacia las personas.

Hoy se prefiere sostener la idea de que las diferencias entre hombre y mujer son un producto cultural y social (ejemplo, K. Marx, M. Mead). «No se nace mujer, se hace. Ningún destino biológico, psí­quico, económico, define la figura que reviste dentro de la sociedad la hembra humana; es el conjunto de la sociedad el que elabora este producto intermedio entre el macho y el castrado, que es calificado como femenino. Sólo la mediación del otro puede constituir a un individuo como otro». A la mujer no se la debe relegar al sexo, a la maternidad y al hogar, sino que se le debe restituir su condición de persona libre que se proyecta a sí­ misma en el mundo.

¿Cómo valorar estas interpretaciones culturales y eclesiales deformes sobre la sexualidad varón-hembra? ¿Es posible tener preferencias entre ambas? ¿Serí­a deseable saber considerar la sexualidad varón-hembra al mismo tiempo bajo todos los aspectos indicados? ¿Y por qué? La sexualidad tiene un componente corpóreo fisiológico, que se diferencia en el hombre y la mujer. Este componente corpóreo tiene reflejos y repercusiones en la esferas de los instintos, en el campo psicológico, en los comportamientos sociales y en las expresiones espirituales más elevadas. Y, sin embargo, no es posible distinguir en estas diferencias lo que es sustrato psicológico natural y lo que es fruto de la cultura y la educación. Al mismo tiempo, se trata de diferenciaciones bastante útiles y preciosas. Por este complejo sexual natural-cultural, el hombre y la mujer tienden a enfrentarse y a colaborar de forma autónoma. pero recí­procamente integrativa. En ellos no se debe suprimir la polarización de los sexos, sino los aspectos de desigualdad y de alienación que les acompañan. Su comportamiento no debe reducirse a un modo moní­stico, que todo lo nivela de forma uní­voca. La alteridad y la originalidad son irreducibles en el hombre y la mujer. Por otra parte, la sexualidad, en cuanto reciprocidad en el amor, es posible tan sólo allí­ donde existe la alteridad.

La mujer debe realizarse según su propio estilo original, y no como imitación del hombre. Debe recrearse según su propia cultura, sin confrontarse con todo lo que el hombre ha conseguido. Lo contrario serí­a siempre reconocer la preeminencia de la creatividad masculina; serí­a legitimar una sociedad de predominio de uno sobre el otro, y no de comunión entre lo masculino y lo femenino. Instaurar un orden interpersonal objetivamente válido entre el hombre y la mujer es un presupuesto importante para una vida espiritual. Cierto que la mujer ha sabido santificarse subjetivamente también en la experiencia de una costumbre antifeminista, pero no ha podido testimoniar en ella una espiritualidad eclesial femenina objetivamente auténtica.

La comunidad eclesial debe favorecer la instauración de un movimiento cultural realizador, inherente a la liberación personal y social de la mujer. Al mismo tiempo, debe comprometer todo nuevo aspecto promocional del sexo femenino en una perspectiva eclesial de caridad; debe testimoniar que el bautismo hace posible una experiencia de igualdad interpersonal del hombre y de la mujer en Cristo (Gál 3,27-28). La comunidad cristiana está comprometida en favorecer la promoción femenina no de acuerdo con la mera fórmula propugnada por la cultura feminista de hoy, sino en cuanto experiencia original de comunión eclesial de caridad.

V. Vida sexual como vida virtuosa
La vida sexual debe vivirse según un orden moral, desde una perspectiva espiritual, de manera virtuosa. Para alcanzar este fin, san Pablo aconsejaba a los cristianos el matrimonio (1 Cor 7,2). La misma invitación repetí­a con mayor insistencia san Juan Crisóstomo: «Estos son, efectivamente, los dos motivos por los que se ha introducido el matrimonio: para que nos conservemos castos y seamos padres. De estos dos motivos, el principal es, sin embargo, el de la castidad. Desde el momento en que entró en el mundo la concupiscencia, entró también de hecho el matrimonio con la finalidad de subsanar los excesos desordenados. Según Crisóstomo, la sexualidad matrimonial logra plantearse en forma virtuosa únicamente cuando entre los cónyuges se establece la paz y la armoní­a, de forma que se sepan amar como Cristo ama a la Iglesia’. Viviendo el matrimonio «como una palestra de virtudes», «haces que tu casa sea una iglesia» 9
Santo Tomás asumirá con rigor cientí­fico el argumento de la vida sexual en cuanto vida virtuosa. Comportarse de una forma virtuosa equivale a actuar según la razón (S. Th., II, q. 141, a. 1). La sexualidad, que tiende a exorbitarse por el placer intensamente seductor que implica, aparece como actividad virtuosa cuando está regida y regulada por la razón (S. Th., 1-II, q. 55, a. 3). En cambio, es pecaminosa en la medida en que se expresa caprichosamente fuera de la dirección y control racionales. La regulación virtuosa puede afectar al acto sexual genital o a las demás partes erógenas sensuales. «Respecto al placer principal del coito mismo se tiene la virtud de la castidad, y para los placeres periféricos [por ejemplo, los dimanantes de besos, caricias y abrazos] se establece la virtud del pudor» (S. Th., lI-II, q. 143, a. único). La castidad recibe el nombre de continente, es decir, imperfecta, dificultosa y combativa, cuando la libido es refrenada por la razón a base de muchos esfuerzos: «Mientras quede algún atractivo para la voluptuosidad, no se es casto, sino continente’. La castidad recibe el nombre de temperante cuando el instinto sexual aparece í­ntimamente reordenado de forma constante y espontánea dentro de los lí­mites de la bondad moral (S. Th., 11-II, q. 145, a. 3, ad 1).

Esta visión tomista de la sexualidad virtuosa es ciertamente muy precisa, 1ógicanlente encuadrada dentro del contexto moral escolástico, pero suscita dificultades a la mentalidad cultural de nuestros dí­as. La castidad tomista introduce la sexualidad en comportamientos limpios, bien regulados, rigurosamente medidos; sin embargo, parece caracterizarse más bien como mortificación que como promoción interpersonal entre los cónyuges. En sus cartas a Abelardo, Eloí­sa advierte con claridad cómo un compromiso virtuoso debilita y mortifica de por sí­ un amor abierto en entrega al amado. Al decir de Aristóteles (Ethica, XI) y de santo Tomás (S. Th., 1-I1, q. 34, a. 1, ad 1), la sexualidad debe ser castigada porque en su mismo ser entitativo está desordenada: en su punto máximo de placer anula toda posibilidad de ejercicio de la reflexión racional. En consecuencia, la castidad debe presentarse como freno de la sexualidad, dado que ésta no sabe actuarse sino en contraste con la facultad de la razón; debe caracterizarse como una forma mortificativa del acto placentero sexual para armonizarlo con otros posibles valores de la persona.

La cultura de nuestros dí­as, al concebir la sexualidad como una expresión profunda del sentido personalista-comunitario, interpreta el posible desvanecimiento de la conciencia en el orgasmo sexual como abandono de la individualidad del yo y del tú por un nosotros unitario conyugal. La inculturación ética de nuestros dí­as nos exige pensar y vivir la castidad no exclusivamente como moderación del placer, sino ante todo como orientación de la vida sexual dentro de la promoción personal en el amor interpersonal. D. Bonhoeffer escribí­a a su novia: «Nuestro matrimonio sera un si a la tierra de Dios. Fortificará nuestro valor para actuar y llevar a cabo alguna empresa en la tierra».

Sobre todo, parece que la virtud de la castidad, tal como se ha descrito habitualmente, se queda alicorta y carente de todo impulso espiritual; ignora la voluntad de introducirse en la experiencia del Espí­ritu de Cristo. Se ha sugerido el ejercicio virtuoso de la sexualidad como una práctica que sólo se adapta a almas mediocres, como compromiso para personas atacadas por el pecado original. Escribí­a san Jerónimo a Eustoquio: «Sepas que la virginidad es el estado de la naturaleza, mientras que el matrimonio vino tan sólo después del pecado». En cambio, hoy dí­a es necesario ver la virtud de la castidad configurada en una perspectiva más optimista, en una formulación más marcadamente cristiana, en una visión evangélicamente caritativa, a la manera de una promoción espiritual, al modo como ha sido pensada y vivida la virginidad.

Los intentos de hacer vivir la vida sexual virtuosamente se han dado también en la cultura laica profana, aunque fueran intentos sugeridos por motivaciones extrañas a la instancia moral. Podemos recordar algún que otro ejemplo. En la Edad Media, el amor romántico idealiza a la mujer. cuyo amor como meta a conquistar aparece infinitamente precioso e inalcanzable si no es mediante empresas enormemente comprometedoras. Semejante amor se reducí­a a una contemplación extática por encima de la intimidad sexual y se sublimaba en sí­mbolos y expresiones de poesí­a, que le ayudaban a conservar un cierto halo espiritual. ¿A qué se debe semejante ascesis ennoblecedora? El eros se carga de una pretensión absoluta al contacto arrobador con la mujer. Pero cuando la mujer es poseí­da, revela su limite; ella se caracteriza como realidad negativa de aquel absoluto que habí­a hecho soñar; es una promesa jamás mantenida. El hombre puede hacerse genio, héroe o santo por amor de una mujer, siempre que ambicione merecerla sin haberla gozado jamás en realidad. Semejante amor cortés ha encontrado su manifestación más pura y más lí­rica en la poesí­a de Dante. De hecho, en el romanticismo tenemos una nueva formulación de la castidad como virtud, estructurada no sobre la razón reguladora, sino sobre la fantasí­a erótica; una fantasí­a totalmente empeñada en hacersoñar la grandeza de la unión de amor con la otra persona.

S. Freud, para humanizar la sexualidad, ha sugerido la sublimación: una transformación del fin y del objeto del instinto sexual, de suerte que cuanto «originariamente es impulso sexual encuentre su cumplimiento no ya sexual, sino que experimente una valoración superior en sentido social o ético». El instinto sexual no se transforma en impulso espiritual, sino que entra a formar parte de un comportamiento humano más amplio como fuerza integradora del mismo. Es cierto que Marcuse ha afirmado que la sublimación ha sido una manera hábil de explotación y de represión utilizada por las clases dominantes en perjuicio de las clases inferiores pobres. Sin embargo, Freud podrí­a precisar que la sublimación no es tanto una represión cuanto una orientación del impulso sexual dentro del contexto global del hombre: «Es probable que debamos nuestros más grandiosos éxitos culturales a la aportación de energí­a obtenida con la sublimación de nuestras funciones sexuales» (Freud).

Es sumamente grato presentar la vida sexual ennoblecida no sólo por la forma evangélica del amor, sino también según categorí­as humaní­sticas tí­picas de la época cultural que nos toca vivir. Todos los hombres, creyentes o no creyentes, deben ser educados a vivir con dignidad y con provecho su propia sexualidad en un plano humaní­stico y dentro de una esfera espiritual. Por este motivo es oportuno presentar la sexualidad según una expresión virtuosa laico-profana. Hoy se la podrí­a presentar culturalmente como un dinamismo o fuerza difundida en todo el yo humano, que impele a la persona hacia su maduración adulta. Perfección personal que se expresa cuando sabe abrirse con amor oblativo al otro, en el servicio respetuoso de la autonomí­a de los demás, en la aceptación delicada de la intimidad del hermano, ayudando a todos a vivir en la seguridad de un mundo interpersonal lleno de paz.

Al mismo tiempo, se deberí­a habituar a las personas a valorar la castidad no tanto en su significado genérico y abstracto, sino en el concreto de experiencia noble tí­picamente masculina o femenina. Debe aparecer claramente lo diverso que es vivir la castidad como hombre que como mujer: dos experiencias que deben mostrarse integradoras entre sí­ de una castidad más ricamente compleja. San Francisco y santa Clara vivieron su sexualidad personal como expresión de pobreza evangélica. Para san Francisco, la continencia (o pobreza en la sexualidad) tení­a el significado de una renuncia a una posición familiar personal y a expresarse como dominador de una mujer. Con esta renuncia conquistó el honor de ser un jefe espiritual reverenciado, seguido por um escuadrón de hombres y de mujeres. Para Clara, la continencia consagrada significó la renuncia a un amor posesivo, a ser cortejada, a buscar imponerse con su vanidad afectiva. Pero mediante esta renuncia pudo sentirse unida en la intimidad caritativa con Dios y con Francisco el «Poverello». Ambos vivieron la sexualidad a su manera; cada uno según su propia sensibilidad masculina o femenina, pero ambos en un plano de caridad evangélica.

La cultura actual sugiere, en fin, que veamos la misma indicación ética sobre la sexualidad como una formulación imperfecta, necesitada, por lo tanto, de una revisión espiritual periódica. Por ejemplo: lo que hoy se indica como obligatorio desde el punto de vista de la virtud podrí­a ser, al menos parcialmente, expresión de una sociedad que se impone para poder conservarse tal como es en la actualidad, o para permitir que continúe la explotación de las clases inferiores. En ambos casos, no parece pensable una ética sexual social formulada de una manera perfecta; está siempre condicionada por el contexto en que se plantea. Es ineludible, quizá, que implique algún que otro aspecto deformante, acaso en el acto mismo en que se propone como reguladora de la conducta sexual. La ética sexual se incluye en las categorí­as sociales del dominio de los demás; mas todo poder humano tiende a expresarse en aspectos abusivos. Es una norma también social; ahora bien, la socialidad humana tiende a institucionalizarse en una mediocridad. Como toda realidad humana, también la ética de la castidad y de la continencia debe encuadrarse en el acontecimiento pascual; debe purificarse según las exigencias del Espí­ritu de Cristo, disponiéndose así­ a ser cada vez más ley evangélica nueva.

VI. Caridad y sexualidad
¿Está capacitada la sexualidad en sí­ misma para vivir í­ntimamente animada por la caridad? Se afirma que el eros «lleva en sí­ más que así­ mismo. ¿Cómo, en efecto, podrí­a haber soportado una sublimación tan alta de no llevarla ya en sí­ mismo de alguna manera, bien sea latente o como énfasis inauténtico de la propia verdad?». Quizá sea más apropiado afirmar que la sexualidad es capaz de expresarse con animación caritativa no por sí­ misma, sino en cuanto está transformada por el misterio pascual de Cristo. En la raí­z de la vida cristiana se encuentra el bautismo, el cual introduce al yo, en relación con su misma dimensión sexual, en la experiencia pascual, en el morir-resucitar en Cristo y con Cristo. En la medida en que el yo se transforme en espí­ritu resucitado, se capacitará también para vivir en caridad.

La caridad tiene el cometido de impregnar toda la actividad humana, incluida la sexual. Por la caridad, el ser sexual tiende a vivir en unión nupcial con Dios y está llamado a expresarse según el amor de Dios; es invitado a integrarse como componente y participante del cuerpo mí­stico de Cristo, a amar a Dios y a los hermanos de la misma forma que Dios ama en Cristo (Flp 2,5), a ofrecerse en don a los demás como el Señor se sacrificó por amor nuestro, a participar en las amistades tal como sugiere el Espí­ritu Santo, a vivir de amor sobrenatural como Dios Padre manda que viva su Iglesia. Jesús reza: «Como tú, Padre, en mí­ y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros» (Jn 17,21). El invocó para sus discí­pulos aquel mismo amor caritativo del que el Padre le habí­a hecho partí­cipe.

El cristiano no está capacitado en este mundo para vivir la caridad en su expresión más pura, en el contexto de una vida í­ntegramente resucitada según el Espí­ritu, en entrega total a Cristo integral. La caridad del cristiano peregrinante está homologada con la forma de ser y actuar totalmente humana de la sexualidad personal, con las condiciones socio-culturales en las que el yo tiene que obrar. Así­ se dispone de varios modos iniciales de caridad, que se van formulando dentro de las potencialidades inherentes a la sexualidad.

Podemos recordar algunas expresiones de caridad incipiente dentro del dinamismo sexual. Ante todo, la caridad (comunicada por el Espí­ritu en el bautismo) está llamada a inspirar y vivificar la totalidad de las manifestaciones afectivas de todo cristiano. La persona, a medida que se abre a los sentimientos y a las decisiones de nivel más adulto, deberí­a saber vivirlos en unión caritativa con Dios mediante el Espí­ritu de Cristo; deberí­a manifestarlos como momento de su propio encaminarse a vivir la vida divina de la Trinidad. Es solamente una orientación hacia la vida caritativa, puesto que ésta es la existencia del hombre perfecto mediante el don del Espí­ritu y su medida de la plena estatura de Cristo (Ef 4,15). La educación pastoral debe establecer la integración afectiva con el otro sexo y ser un modo de amar a Dios en los hermanos; debe indicar la sexualidad «como un signo y un estí­mulo de la caridad» (LG 42); debe comprometer a vivirla «como un bien para el desarrollo integral de la propia persona» incluso desde el aspecto espiritual (PC 12).

¿Es infundida la caridad por el Espí­ritu en la sexualidad personal como una experiencia carismática? ¿Qué significa? El carisma es don del Espí­ritu Santo orientado a la salvación de los hombres, pero a través de y mediante la edificación del cuerpo mí­stico, que es la Iglesia. Los cristianos deben vivir sus relaciones interpersonales, actuadas por su ser sexual, según una inspiración caritativa que participe de la agape, difundida en la Iglesia. La sexualidad de los fieles debe dar testimonio de la caridad, que es carisma de credibilidad de la misma Iglesia. Quien observa al creyente viviendo en amor oblativo de caridad debe poder exclamar: «Â¡Qué grande es la Iglesia, que hace capaces a sus hijos de vivir un amor tan noble!». El cristiano se muestra lleno de un amor caritativo encantador precisamente porque lo bebe en las fuentes sacramentales de la Iglesia. La comunidad eclesial demuestra ser auténticamente salvadora por el amor de Cristo, participado a sus miembros y reflejado en sus formas instintivas. Así­ ora la asamblea litúrgica: «Señor, confirma en la fe y en el amor a tu Iglesia peregrina en la tierra».

La caridad, como carisma eclesial, es vivida según dos formas particulares de sexualidad personal: el estado virginal y el estado matrimonial. Cuando la caridad se vive en forma virginal, anhela proclamar que la comunidad eclesial se orienta por su propia vocación y de manera total a sumirse en la intimidad divina. Y eso aunque semejante anhelo no se pueda realizar í­ntegramente en la vida actual. Es un enunciado de la tensión terminal de la Iglesia: ser toda de Dios en Cristo (1 Jn 4,15). La virginidad es «un signo y un estí­mulo de la caridad» (LG 42), es un buscar incansablemente vivir sólo de Cristo (Flp 1,21), al igual que en el martirio. La virginidad presupone una sexualidad resucitada y pneumatizada en el Espí­ritu del Señor. La verdadera experiencia virginal, como vida de caridad resucitada, solamente puede practicarse en la era escatológica [>Celibato y virginidad].

La caridad también está llamada a ser vivida en la sexualidad conyugal. El amor de Dios en Cristo no induce a olvidar la afectividad matrimonial, sino que penetra en ella para hacer fermentar su sentido pascual, para convertirla a una vida según el Espí­ritu, para encaminarla hacia la forma definitiva del reino. Mediante la experiencia caritativa de los cónyuges cristianos, la sexualidad matrimonial «nutre la esperanza de ser ella también liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8,21). De esta forma el amor conyugal tiene una vocación carismática: dar testimonio de cómo la Iglesia alimenta un amor nupcial con Cristo (Ef 5,32). «El matrimonio entra en el ámbito de la vocación cristiana y aparece como un carisma, como un don del Espí­ritu Santo destinado a la edificación de la Iglesia [>Familia].

En el corazón del cónyuge cristiano hay una aspiración caritativa virginal: ser receptivo ante el amor de Dios en Cristo hasta poderlo comunicar y difundir en su amor conyugal. La caridad virginal es vocación de todo cristiano. El apóstol Pablo recordó a los cónyuges esta vocación suya virginal caritativa cuando afirmó que por el sacramento del matrimonio participan del misterio de Cristo y de su Iglesia. «Efectivamente la Iglesia total es una virgen, desposada con Cristo como único esposo, según las palabras del Apóstol (2 Cor 11,2). ¡De cuánto honor son, por lo tanto, dignos aquellos miembros suyos que guardan también en la carne lo que ella guarda por entero en la fe!».

VII. Sexualidad y llamada a la santidad
El Vat. II ha recordado la doctrina cristiana de siempre: «Todos los fieles están invitados y obligados a tender a la santidad y a la perfección de su propio estado» (LG 42; 40). Los fieles deben tender a ella con disponibilidad total, aunque no como a una realización de su propia iniciativa, puesto que esta meta es un don de Dios. «… La Trinidad una e indivisible, la cual en Cristo y por medio de Cristo es la fuente y el origen de toda santidad» (LG 47; cf 1 Cor 12,11) [>Santo[.

¿Es posible conocer el designio por el que Dios llama a cada uno a una santidad particular? El designio divino sobre la perfección de los hombres ha sido revelado, si bien en una forma que no nos resulta netamente comprensible: las diferentes vocaciones a la santidad encuentran su justificación en el Cristo integral. «A cada uno de nosotros ha sido dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo […] para la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4,7.12: Rom 12,3.6; LG 40). Los creyentes pueden llegar a la visión beatí­fica de la Santí­sima Trinidad únicamente en su condición de miembros del Cristo integral.

La sexualidad, que caracteriza al individuo en una determinada personalidad masculina o femenina, no es elemento capaz de predestinar o incluir en la gracia o en la caridad posibles. «Cuantos en Cristo fuisteis bautizados os habéis revestido de Cristo […]. No hay varón ni mujer» (Gál 3,27-28). Que el dinamismo sexual estructure al ser humano según una determinada formación aptitudinal bí­o-psí­quica no tiene importancia para la llamada a la santidad caritativa. «La caridad, excediendo la proporción de la naturaleza humana, no depende de ninguna virtud natural, sino tan sólo de la gracia del Espí­ritu Santo que la infunde. Y, por lo tanto, la cantidad de la caridad no depende de la condición natural o de la capacidad de la virtud natural, sino sólo de la voluntad del Espí­ritu Santo, que distribuye sus dones como quiere» (S. Th., II-II, q. 24, a. 3).

La perfección cristiana está constituida no sólo por la oferta de la caridad según la perspectiva del Cristo integral, sino también por las disposiciones personales, por la correspondencia, por la capacidad de testimonio del don del Espí­ritu. La santidad se expresa como transformación de todo el ser humano según el espí­ritu caritativo. ¿No podrí­a la configuración sexual de la persona constituir una predisposición que influyera en la gracia yen la caridad? La capacidad dispositiva es ofrecida por el yosexual, pero no en base a un perfeccionamiento natural suyo. sino por el modo en que se ha dejado espiritualizar bajo la influencia de la gracia pascual. Es cierto que santo Tomás atestigua: «Quien tiene un natural más perfecto recibe en mayor medida la perfección infusa» (1 Sent., d. 17, q. 1, a. 3). Este santo teólogo no pretende afirmar que la llamada a la gracia esté determinada por la perfección natural que cada uno posee, sino por la disponibilidad a la vocación caritativa difundida en la sexualidad personal, es decir, por la forma en que el potencial humano esté imbuido del sentido pascual.

¿No tiene de por sí­ la sexualidad, que caracteriza al yo personal, influencia sobre la vida espiritual? ¿No puede ser considerada como signo indicativo de la calidad de santidad a la que uno ha sido llamado? La sexualidad es el dinamismo que determina la modalidad del ser espiritual del hombre en su situación terrena. En el plano de las virtudes adquiridas. el hecho de ser varón o mujer puede predisponer a una práctica natural de las virtudes diferentes en cada caso. La llamada a la perfección, como comportamiento limitado a las relaciones humanas, puede ser sugerida embrionalmente mediante la configuración bí­o-psí­quica del yo.

Santo Tomás habí­a precisado: el alma es una forma proporcionada a un cuerpo determinado («cuanto mejor dispuesto está el cuerpo, tanto más le toca un alma más noble», S. Th., 1, q. 85, a. 7). El alma y el cuerpo pueden predisponer de manera diversa a las virtudes adquiridas, ya que «tanto las virtudes intelectuales como las morales están en nosotros por naturaleza según un cierto comienzo en aptitud» (S. Th., I-II, q. 63, a. 1). Es sólo una predisposición, que puede ser corregida profundamente por la gracia, por la educación y por la práctica ascética personal. En este sentido, se afirma que las virtudes «están en nosotros por aptitud e incoativamente, y no por su perfección» (S. Th., 1-11. q. 63, a. 1).

La sexualidad personal afecta intensa y difusamente a la vida espiritual según como se modela en la ciudad terrena. Condiciona la manera de practicar las virtudes según su expresión humana, orienta como aptitud a las esferas que pueden desarrollarse en la comunidad cí­vica y sugiere las formas prácticas de ascesis personal. Pero luego debe ser sobrepasada mediante la transformación pascual para disponerse a ser vivida en el seno de la experiencia caritativa.

VIII Imagen de Dios y sexualidad
El hecho de ser hombre o mujer, ¿es expresivo de una determinada imagen de Dios? ¿O bien la cualidad sexual es opaca a todo rasgo de imagen divina? En el principio del texto sagrado se afirma: «Dios creó al hombre a su imagen,/ a imagen de Dios lo creó./macho y hembra los creó» (Gén 1,27).

La sexualidad personal irradia e impregna todo el ser humano: matiza y se difunde hasta en las realidades más diversas y espirituales del hombre; influye intensa y extensamente en todo lo humano. Por la irradiación de la sexualidad en la misma facultad cognoscitiva y amatoria, y en la medida en que se asume tal irradiación, hay quien habla de imagen divina reflejada en la sexualidad: por su misma virtud, la sexualidad condiciona el aspecto espiritual humano y sigue sus vicisitudes. Santo Tomás afirma: «Tanto en el hombre como en la mujer se encuentra una imagen de Dios idéntica por lo que constituye principalmente la razón de ser de la imagen, es decir, por su naturaleza racional […]. Mas por algún motivo secundario la imagen de Dios que se encuentra en el hombre difiere de la que se encuentra en la mujer» (S. Th., 1, q. 93, a. 4, ad 1).

Para otros, se puede hablar de imagen de Dios por parte de la sexualidad humana, dado que ésta es el principio de relación interpersonal: «La caracterí­stica de la esencia de Dios -que consiste en ser un Yo y un Tú- y la caracterí­stica del ser humano -que consiste en ser hombre y mujer- se corresponden exactamente» «. Para M. J. Scheeben, el trí­o creado (hombre, mujer e hijo) revela de manera visible y sorprendente la í­ntima fecundidad y la comunión de las personas que el misterio de la Trinidad supone en Dios; es una analogí­a de tipo social. Teniendo presente que Dios es uno y trino, la sexualidad, contemplada a la luz misma de la psicologí­a, es la realidad relacional tí­pica, que se actúa de forma completa en un ritmo de tres dimensiones: padre, madre e hijo». En cambio, H. Doms considera que la sexualidad es la imagen de la encarnación, y más propiamente de la relación nupcial de Cristo con su Iglesia, como nos lo recuerda la carta a los Efesios .

Por su parte, el hecho de que la sexualidad familiar sea designada como una analogí­a trinitaria por parte de los padres de la iglesia oriental, ha permitido a alguno lamentarse de que los teólogos no profundicen la doctrina de la «sexualidad como imagen de Dios-Trino, en la cual las personas se definen únicamente por su realidad relacional».

Frente a este coro que vitorea a la sexualidad como posible imagen de Dios, se han elevado algunas que otras voces contrastantes. San Agustí­n no admite que la familia humana pueda constituir una imagen de la Santí­sima Trinidad». En el mismo sentido insiste santo Tomás (S. Th., 1, q. 36, a. 3, ad 1). ¿Podemos aceptar como válida la afirmación de que la sexualidad constituye el presupuesto de la imagen humana de Dios? ¿Puede presentarse semejante teorí­a como fundadamente teológica?
Es preciso partir de una premisa teológicamente cierta: Cristo resucitado «es la imagen del Dios invisible» (Col 1,15; 2 Cor 4,4). Los hombres han sido creados no ya como imágenes perfectas de Dios, sino con la vocación de hacerse imágenes suyas, uniéndose como miembros al Cristo integral. Toda persona está destinada a hacerse «hija en el Hijo de Dios». Como imagen de Dios, el hombre no es una realidad, sino una promesa. Con la venida de Cristo, el hombre ha adquirido la posibilidad de iniciar la realización de su vocación y de comenzar a ser realmente imagen de Dios». Nos transformamos en su misma imagen [de Cristo], resultando siempre más gloriosos, conforme obra en nosotros el Señor, que es Espí­ritu (2 Cor 3,18; 1 In 3,2). Si en la vida terrena el hombre es ya en cierto modo imagen de Dios, lo es tan sólo en la medida en que participa de la vida caritativa del Señor.

La sexualidad es el sujeto en el que se inserta el desarrollo de la caridad, es decir, el desarrollo de la configuración con Cristo, imagen del Padre. El matrimonio se puede constituir en sacramento en cuanto su vida sexual de relación pueda traducirse en expresión de vida caritativa en Cristo en la Iglesia, es decir, en cuanto pueda hacerse manifestación de la imagen caritativa de Dios. Lo que constituye la verdadera imagen de Dios no es el hecho de la presencia de la sexualidad, difundida en toda la persona humana, ni el hecho de que tal sexualidad sea actuada como relación interpersonal familiar, sino el hecho de que la vida sexual se transforme en vida caritativa de Cristo. En otras palabras, el hombre es imagen de Dios cuando y porque «Cristo es todo en todos» (Col 3,11). Por este motivo san Pablo proclamaba la superación de toda dimensión sexual en la era escatológica: «No hay varón ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). [>Hombre espiritual].

IX. Erotización de lo sagrado y sacralización de lo sexual
Entre los pueblos primitivos se constata la sacralización del acto sexual en formas y modos diversos. Lo sexual se considera religioso si adquiere un significado que trasciende su realidad material, si se introduce en un logos que le confiere un sentido superior nuevo y si se traslada del orden de la naturaleza bí­o-psí­quica al orden simbólico.

¿Cuál es el acento simbólico que sacraliza el acto sexual? Lo sexual es vivido a veces como ceremonial religioso que conmemora los mitos de la creación, que renueva las gestas de la divinidad inherentes a la supervivencia primordial del mundo y que permite al mundo poder continuar en la existencia. Otras veces, constituye el ritual del sacrificio ofrecido a la divinidad: la mujer es asumida como la ví­ctima inmolada por el hombre en favor de Dios.

Para que la sexualidad pueda expresar verdaderamente su propio simbolismo, se la ritualiza; los órganos sexuales son recreados en su función sagrada mediante la circuncisión, la escisión o la subincisión. El acto sexual se considera religioso no en sí­ mismo, sino por ser practicado según determinadas reglas, de manera que se convierte en un lenguaje cultual y se desarrolla según el logos del mito o de la liturgia. No se legitima una orgí­a sexual mediante una práctica sagrada; lo sexual se mantiene siempre dentro del orden del simbolismo.

En la sacralización del acto sexual, entre los pueblos primitivos hay ciertos elementos naturalmente comprensibles. La sexualidad afectiva, precisamente porque se encuentra en la raí­z de la programación de la personalidad, entra de derecho en la experiencia cultual: se sitúa y se plantea públicamente según una riqueza creativa del hombre. Y esto permite que la sexualidad pueda ser recreada en su í­ntima aspiración a significar el elemento religioso trascendente. Schlegel, recordando sus gestos de amor, observa: «No tomaba estos actos y estas obras por lo que se dice que son. Eran para mí­ un sí­mbolo auténtico: todo se referí­a a la amada, que era mediadora entre mi yo fragmentado y la humanidad indivisible y eterna»».

La presencia del simbolismo sexual en el cristianismo adquiere una acentuación mayor; la realidad sexual, además de ser vivida con simbolismo, aparece reducida a mero simbolismo espiritual. Los mí­sticos cristianos, cuando quieren expresar su propia experiencia inefable de Dios y en Dios, recurren a términos y a expresiones propios de la vida de amor sexual. Ya encontramos ejemplos de ello en la palabra revelada. Los profetas inculcan el hecho nupcial entre Yahvé e Israel (Os 2,21; Is 49,18; Jer 5,7; Ez 5,13). San Pablo lo proclama existente entre Cristo y la Iglesia (2 Cor 11,2; Ef 5.23), mientras que el Cantar de los Cantares utiliza el sí­mbolo nupcial para describir las relaciones í­ntimas entre Dios y las almas individualmente consideradas [>Sí­mbolos espirituales]. La literatura monástica desde el s. vi al xii interpreta el tema nupcial prevalentemente en relación con la vida de la Iglesia. Desde el s. xii (sobre todo con san Bernardo, Hugo y Ricardo de San Ví­ctor) se da una explicación mí­stica de este tema, aplicándolo tanto a la comunidad monástica como al alma en particular. Corresponderá a santa Teresa de Avila con su Castillo interior (año 1577) y a san Juan de la Cruz con su Cántico espiritual (año 1586) introducir con precisión definitiva la interpretación nupcial de la vida espiritual: el sí­mbolo nupcial valoriza el contenido real del amor espiritual e indica el correspondiente perí­odo en las últimas etapas del itinerario mí­stico.

¿Cómo valorar la experiencia mí­stica nupcial? Algunos psicoanalistas (J. Leuba, M. Bonaparte) han dado al simbolismo erótico de los mí­sticos un significado especí­ficamente sexual. Para ellos el mí­stico se compensa de manera inconsciente por la frustración sufrida en el plano carnal y en relación con el amor sexual. Convencido de haber excluido el sexo por contrastar con la propia vida mí­stica, el asceta goza de él, camuflado en el seno de la misma vida mí­stica. Generalmente, los teólogos dan una interpretación opuesta. Consideran que entre los mí­sticos la terminologí­a erótica es un simple lenguaje alegórico, puramente literario y tradicional, ajeno por complejo a repercusiones eróticas personales; un lenguaje literario no experimentado en sentido psicológico.

Da la impresión de que la solución adecuada se encuentra en una interpretación intermedia. Hay que recordar que puede existir una sexualidad camuflada en quien se entrega a una práctica espiritual; puede ocurrir que el ejercicio ascético se revele como una compensación oculta de una avidez carnal reprimida. ¿No se lamentaba ya san Buenaventura de que algunos «se masturbaban mediante actitudes extáticas»? Ciertamente, nos encontramos aquí­ en presencia de formas patológicas o, por lo menos, de falsos mí­sticos. Juan Casiano recuerda que un alma mí­stica debe erradicar de su ser todo deseo sexual incluso inconsciente: «Una castidad no puede ser perfecta mientras no se sume a la continencia del cuerpo la integridad del alma»». Toda la sexualidad del mí­stico debe ser transformada por la caridad pascual; su yo ha de saber expresarse de forma integral en un coloquio í­ntimo con Dios.

¿Debemos pensar entonces que entre los mí­sticos auténticos se utilizan únicamente palabras esponsales, pero sin implicar ningún componente sexual personal? Los dinamismos de la vida bí­o-psí­quica no son fuerzas separables de las espirituales. Las energí­as bí­o-psí­quicas se compenetran con las espirituales, formando una unidad completa, que constituye a la persona humana. Las mismas necesidades sexuales individuales están destinadas a apaciguarse profundamente cuando toda la persona sabe elevarse en una experiencia mí­stica: el asceta debe adiestrarse en vaciar en el amor de Dios el dinamismo del amor erótico. No se trata de escandalizarse porque en el amor caritativo espiritual se encuentre un componente sexual; este componente se transforma en un dinamismo al servicio de un plano personal trascendente. La composición de fuerzas heterogéneas interiores expresa la estructuración de la rica composición del yo.

Por otra parte, la misma actividad sexual tiene necesidad, para expresarse en toda su riqueza personal, de realizarse poniendo en juego actividades y aspiraciones de orden superior. El placer sexual es más intenso y prolongado cuando se realiza despertando al mismo tiempo amor y sensibilidad espiritual hacia la persona amada: las fuerzas espirituales deben ser asumidas como integrantes de la experiencia sexual.

El psicoanalista Ferenczi advierte que el orgasmo se caracteriza «por una restricción considerable o incluso por una abolición completa de la conciencia». Este salir de sí­ mismo en el orgasmo sexual para introducirse en una situación erótica de éxtasis puede explicar por qué el mismo éxtasis mí­stico se describe a veces en términos de voluptuosidad erótica. La sexualidad, al llevar consigo una pérdida del yo, puede ser contemplada, más que como una variación cuantitativa del placer, como expresión de ese confundirse el yo con el tú. El mí­stico advierte que la unión erótica extática expresa en sentido simbólico su sumergirse y su anegarse en el oceánico amor de Dios.

Hadewych de Amberes describe así­ en Minne su amor mí­stico a Cristo: «Se acercó a mí­ y me tomó toda entre sus brazos y me estrechó contra sí­, y todos mis miembros sentí­an el contacto de los suyos tan completamente cuanto -siguiendo a mi corazón- lo habí­a deseado mi persona. Así­ fui satisfecha y saciada exteriormente […]. Una sensación externa como la del amante con la amada, que se dan el uno a la otra en la plena complacencia de mirar, de sentir y de mezclarse». Hadewych es una auténtica mí­stica; no se entretiene nunca en el sensualismo; se sirve de sus expresiones y de sus imágenes para tender con todo su ser hacia la unión caritativa con el Señor. En ella es recuperado el eros desde su raí­z original religiosa, y el amor sexual es captado en su aparición primitiva como impulso nacido de Dios y tendente a sumergirse en Dios. Y a través de este contexto sexual, reordenado y replanteado en su purificación originaria tal como habí­a salido de Dios, la mí­stica Hadewych llega a expresar su experiencia caritativa en el espí­ritu de Cristo.

T. Goffi
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. La sexualidad en el mundo contemporáneo:
1. Contenido de tabú;
2. Objeto de consumo;
3. ímbito de reapropiación;
4. Inductor de miedos.
II. Mensaje cristiano y sexualidad:
1. En la Biblia;
2. En la historia de la teologí­a;
3. En el magisterio de la Iglesia.
III. Comprensión actual de la sexualidad:
1. Dimensión personal;
2. El tú y el nosotros;
3. Apertura a la vida;
4. El goce y el placer;
5. El significado proyectivo.
IV. Búsqueda de criterios éticos:
1. Un modelo centrado en el acto;
2. Un modelo centrado en la persona.
V. Una pedagogí­a para la sexualidad.

I. La sexualidad en el mundo contemporáneo
Interrogar a la realidad es una operación indispensable cuando se intenta incidir en ella a través del discurso ético. Sin embargo, las más de las veces se obtiene una respuesta tan variopinta y articulada, que luego resulta difí­cil reducir todo a un denominador común. Es la sensación que se tiene también cuando nos asomamos al tema de la sexualidad y formulamos la pregunta sobre cómo la concibe el mundo contemporáneo. Ya la í­ndole compleja de la respuesta es un elemento que hay que tener en consideración: en el mundo de hoy la sexualidad no tiene un rostro único; la vivencia se escribe en plural, puesto que en el contexto en el cual los hombres y las mujeres de hoy viven su vida, y por consiguiente también su sexualidad, es pluralista. No obstante, es posible ponerse a buscar factores comunes, lí­neas de tendencia que permitan individuar los rasgos salientes de un cuadro cuyo reconocimiento es importante para la construcción del discurso ético.

Tener en cuenta contemporáneamente lo fragmentario de las experiencias y de las conductas, pero también la posibilidad de obtener un diseño especificante, es condición imprescindible para superar algunos equí­vocos. Por una parte, el que tiende a dar una lectura uní­voca, carente de diferenciaciones y de matices. En este equí­voco suelen caer los que se complacen en esquematizar en categorí­as demasiado masivamente unificadoras una realidad cotidiana que, por el contrario, aturde por su carácter poliédrico. Se termina así­ coloreando con tintas iguales una realidad polí­croma, incurriendo en el defecto de emitir juicios generales, en los cuales se pierde de vista la complejidad. El otro equí­voco consiste en vaciar de significado la realidad, como si no tuviera nada que decir en orden a una reflexión sistemática. Cuando se vací­a el contenedor que es la historia, se obtiene una separación esquizofrénica entre praxis y teorí­a, entre reflexión orgánica y experiencia existencial.

En el intento de permanecer equidistantes de estos dos riesgos, se propone aquí­ un análisis sumario de algunas indicaciones que se desprenden de la actual situación sociocultural considerada en el contexto occidental, para poder comprender en qué categorí­as se piensa hoy la sexualidad.

1. CONTENIDO DE TABÚ. En toda cultura existen mecanismos particulares de control social para el correcto funcionamiento de la vida colectiva. Entre estos mecanismos hay que mencionar el de la prohibición para organizar la conducta en orden a un determinado fin. La sexualidad se ha visto siempre afectada por estos mecanismos: se ha regulado socialmente mediante una rí­gida malla de obligaciones prohibitivas, para evitar que la base instintiva que la sustenta se impusiese y que la arbitrariedad de la conducta del individuo disgregase el tejido social. El tabú (de la lengua polinesia tapu = prohibido) tiene una función positiva de defensa de formas avanzadas de degradación (piénsese en el tabú del incesto presente en todas las culturas). Sin embargo, la utilización del tabú como elemento de persuasión y de educación en los valores suscita grandes reservas; el recurso indiscriminado a él lleva a un comportamiento neurótico. En el ámbito de la sexualidad es algo que está claro si revisamos la historia de las costumbres: se nos presenta plagada de un sufrimiento indescriptible de los individuos a causa de su incapacidad para adecuarse a las normas morales dictadas por el grupo. En la cultura contemporánea destaca como clara lí­nea de tendencia el esfuerzo, ambivalente en sus resultados, pero ciertamente positivo.en su intento, de liberar a la sexualidad de la esfera del tabú para restituirle dignidad y fuerza de convencimiento sin recurrir a otras esferas de autoridad moral. Esto no quiere decir que la sociedad no deba defenderse de eventuales tendencias destructoras, ni tampoco que la persona deba ignorar su responsabilidad social. La fuente de inversión de la dimensión moral debe desplazarse hacia los niveles de la concienciación y de la adopción consciente de la propia responsabilidad personal.

Como contenido de tabú la sexualidad recibe su más fuerte ataque de la tesis de Wilhelm Reich, el cual, en la segunda posguerra, teoriza la «revolución sexual» como elemento de crecimiento hacia la madurez personal y colectiva. La cultura contemporánea se hace intensamente eco de la llamada y de las intenciones de Reich y ha desarrollado una actitud de liberación y de permisividad, sobre cuyas proporciones y consecuencias habrí­a que discutir sin duda.

2. OBJETO DE CONSUMO. Liberada de los mecanismos de control y entregada nuevamente al individuo, no siempre previamente educado para ella, la sexualidad se ha con vert~do en objeto de amplio consumo, tanto en sentido privado como en sentido público. Cautiva de la c»í­mlización consumista, donde crece la demanda dei tener y disminuye la demanda del sentido, la sexualidad se convierte en objeto de intercambio materializado. El ejercicio de la actividad sexual. asume la dimensión de un banco de prueba del propio valor. Entre adolescentes y jóvenes (pero no raramente también entre adultos de nombre) triunfar en el intento predatorio supone una autoafirmación, una confirmación de la propia imagen. De ahí­ se deriva una conducta sexual medida cuantitativamente por la prestación que se consigue ofrecer, por una fuerte reducción de la sexualidad a acto sexual, preferentemente genital.

Evidentemente, el consumo es concepto correlativo al de oferta. Se desarrolla así­ una red de persuasión más o menos oculta para optimizar el consumo sexual. En ello piensa por una parte, de modo indirecto, la técnica publicitaria explotando la necesidad de visualizar, tí­pica de una civilización de la imagen como la nuestra. El sex appeal se convierte en una presencia marcada: a él recurre todo el que desea publicitar eficazmente su producto. El resultado es hacer crecer el apetito sexual. También la moda concurre a llamar la atención sobre el cuerpo, con el juego ambiguo del cubrir y desnudar. Pero, indudablemente, mayor relevancia social en el fenómeno del consumismo sexual ha de atribuirse a la ocurrencia de los últimos decenios de adornar las principales ciudades norteamericanas y europeas de sex-shop. La comercialización del sexo es un fenómeno antiguo (piénsese en la /prostitución, que está presente en todas las sociedades); pero la tipologí­a contemporánea del fenómeno muestra aspectos del todo inéditos, haciendo que el «affaire sexual» adquiera un volumen insospechado, no rara vez relacionado con otros mercados negros. La explotación de condiciones de soledad, de desadaptación, de desarraigo, en que están inmersos tantos posibles adquisidores del producto (ya sea real o imaginario), es un hecho espeluznante, que modifica el modo de sentir y de vivir la sexualidad hoy.

3. AMBITO DE REAPROPIACIí“N.

La oleada de /feminismo, que ha sacudido la cultura machista en los últimos decenios, ha tenido un peso notable en el cambio de la cultura sexual contemporánea. En el camino de la liberación de antiguas formas de esclavización se ha venido consolidando en la mujer una nueva conciencia de su feminidad, de su corporeidad y, por consiguiente, de su sexualidad. La mujer se ha rescatado de objeto de consumo que era a medida del macho y se ha reinventado como objeto de historia, partí­cipe y artí­fice de su propia vida personal no ya en sentido funcional, sino en sentido originario.

Esta revolución feminista ha producido algunas consecuencias importantes. Ante todo ha nacido un modo más consciente de vivir la sexualidad: su ejercicio, depurado de brutalidad y dominio, está más frecuentemente incluido en un contexto de ternura y se concibe menos como pretensión por parte del varón y más como deseo, como petición y desenlace en una nueva subjetividad de la pareja. Otra consecuencia es la mayor atención al control de los mecanismos biológicos y fisiológicos que presiden el complejo sexual-genital, y de ahí­ una mayor- posibilidad de armonizar el deseo sexual con el resultado reproductivo a él ligado. A su vez, la aportación de los conocimientos cientí­ficos al respecto ha contribuido a distinguir las funciones de la sexualidad que se vení­an comprendiendo cada vez más como diversificadas: armonizables, pero también desmontables. Para el ejercicio de la sexualidad se ha derivado de ahí­ una mayor liberación de la angustia de embarazos no deseados, y, para la mujer en particular, una mejor participación en la dinámica de la relación. Por supuesto, no se quiere afirmar de manera uní­voca que la separación entre sexualidad y procreación favorezca siempre y en todas partes una mejor cualidad (piénsese, p.ej., en el riesgo de vulgarización a que están expuestos sujetos irresponsables, «protegidos» por la práctica anticonceptiva). Únicamente se quiere subrayar que a la sexualidad en cuanto tal, y no inmediatamente al efecto reproductivo, se le asigna una nueva posición central, que sin duda implica la posibilidad de una vivencia más armónica y responsable.

4. INDUCTOR DE MIEDOS. Un fenómeno del todo nuevo afecta a la conducta sexual en los últimos años. La difusión cada vez más creciente del sí­ndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA) y la comprobación del alto riesgo de transmisión de la enfermedad precisamente por medio de la práctica sexual (independientemente de la naturaleza especí­fica de ésta) llevan a reconsiderar los propios hábitos sexuales de modo nuevo. Sobre todo el miedo de ponerse en contacto con sujetos infectados ha suscitado una búsqueda de garantí­as que con mucha frecuencia condiciona la elección del compañero y la práctica sexual. Estamos ante una creciente demanda de tipo higienista. Esta exigencia de protegerse de la infección puede suscitar una mentalidad en la cual la preocupación principal en el ejercicio de la sexualidad quede desplazada de la calidad personal e interpersonal de la relación a la simple limpieza del mismo.

II. Mensaje cristiano y sexualidad
De la descripción del contexto cultural actual, atravesado por tendencias de liberación y por el deseo de humanización, pero sofocado también por una exaltación desproporcionada y funcional de la sexualidad, se desprende el peligro de que la realidad sexual se tnvialice reduciéndose a objeto de juego y de consumo. La amenaza más grave es que la sexualidad venga a encontrarse en una condición de pérdida de sentido, de caí­da de significado, para la cual todo discurso sobre la dimensión ética, que debe atravesar y recorrer el sentir sexual, pierde su mordiente.

Quien desee exponer el mensaje cristiano sobre la sexualidad puede partir precisamente de esta amenaza. Mas para contribuir a la salvación del mundo sexual mediante la proposición del mensaje cristiano, se necesita un conocimiento, aunque sea sucinto, de cómo se ha venido formando, teniendo en cuenta que se trata de un hecho vivo, dinámico, históricamente condicionado positiva y negativamente, y que por eso refleja elementos evolutivos, pero también involutivos.

1. EN LA BIBLIA. Con valoraciones enteramente precipitadas e injustificadas se ha atribuido comúnmente a la Biblia una visión negativa, atrasada y discriminada de la sexualidad. Claramente desmiente estas suposiciones la imagen que nos presentan tanto el AT como el NT, aun= que con evidentes diferencias.

a) El A T. Pertenece al ser del hombre en sentido propio e intrí­nseco ser varón o mujer. Esta es la tesis de fondo que se deduce de los relatos de la creación de Gén 1-2, contrariamente a la visión del mito andrógino, para el cual la división en sexos habrí­a que atribuirla a sucesivos estadios de decadencia. Como varón y mujer, el hombre es imagen de Dios (Gén 1:27); y puesto que el ser varón o hembra es inconcebible sin el cuerpo y la especificación sexual, se sigue que el hombre es imagen de Dios justamente en la integridad de su unidad de cuerpo y alma. El AT desconoce el dualismo de cuerpo y alma, que, por el contrario, influirá tanto en la tradición patrí­stica. Más bien considera al hombre en su integridad articulada, diferenciada, pero no jerárquica, donde todo el hombre vive en su alma (por lo cual es un ser viviente) y en su cuerpo (por lo cual es ser mortal). Por eso el hombre entero puede describirse como alma o como cuerpo (Sal 44:26; Gén 3:1).

No es en absoluto tí­pica del AT una actitud de desprecio del cuerpo, precisamente por la carga de imagen de Dios que le recorre. El cuidado de la belleza es visto positivamente (Gén 1:3; Est 2:12); incluso como elemento de apertura al otro, de atracción sexual y como momento del amor. Este amor es el contexto de la sexualidad y le confiere una dimensión creativa: creativa de unidad (el ser «una sola carne», Gén 2:24) y creativa de continuidad («creced y multiplicaos», Gén 1:28). Todo esto forma parte no de un imperativo, sino de una bendición; o sea, no es una orden, sino un don; especifica un significado de la sexualidad humana, pero no agota su horizonte de sentido.

El AT tiene una posición liberadora y positiva frente a la corporeidad, la sexualidad y la reproducción. Se ve de modo totalmente claro en el Cantar de los Cantares, que, sin embargo, no puede considerarse un himno ingenuamente eufórico y una exaltación infundada e irrealista de la experiencia de amor. El AT conoce también la debilidad y la tentación a que está expuesta la sexualidad; nos habla también del dolor del parto y de la tristeza del dominio del varón sobre la mujer; encontramos allí­ las historias de infidelidad y de pecado que desfiguran el rostro de la sexualidad. Pero el cuadro global es positivo, y no demonizante. El AT permite concebir la realidad de la diferenciación sexual como algo querido directamente por Dios y con la cual se confirma el juicio positivo sobre el orden de la creación: «Vio Dios todo lo que habí­a hecho y era muy bueno» (Gén 1:31).

b) El NT La enseñanza especí­fica de Jesús sobre la sexualidad es muy parca; en pocas circunstancias se expresa al respecto. Sin embargo, el tenor de fondo es positivo, y se inspira en la imagen originaria del hombre y de la mujer propia del AT (Gén 1:27), a la cual por dos veces el NT hace referencia explí­citamente: Mar 10:6 y Mat 19:4. Evidentemente, la sexualidad no debí­a constituir un problema particular para la tradición evangélica, a la cual sustancialmente le interesaba repetir que la sexualidad es un dato querido por Dios, no un mal ni una maldición, ni tampoco sólo una función del ser humano, sino su modo de ser. A esta visión veterotestamentaria le atribuye Jesús mayor autoridad justamente por el hecho de referirse a ella explí­citamente; hecho de gran importancia si se piensa en lo diferente, pesimista y negativa que era la visión agnóstica y dualista de la época.

En los dos textos (Mar 10:6-9; Mat 19:4-6) en los que se encuentra la referencia a Gén 1:27 y 2,24; Jesús no hace mención explí­cita de la finalidad procreativa de la sexualidad: ¿deseo de subrayar más bien la dimensión unitiva de apertura humanizante al otro? La sexualidad asume aquí­ un aspecto de proyecto («serán una sola carne’, no de mecanismo biológico. Al añadir luego en ambos textos a la cita de Gén 2:24 las palabras «no separe el hombre lo que Dios ha unido» (Mc, v. 9; Mt, v. 6), Jesús muestra que como fundamento del amor entre el hombre y la mujer, del cual la sexualidad es signo e instrumento, está el amor creador de Dios, que se hace presente justamente mediante el amor de los hombres.

Bajo el influjo de corrientes religiosas y filosóficas de la época se perfila en Pablo una enseñanza diversa respecto a la sexualidad. En la primera carta a los Corintios, en efecto, se encuentran expresiones que hacen pensar en una visión negativa de la sexualidad, como remedio contra la concupiscencia: «A los solteros y a las viudas, que se queden como yo; pero si no pueden guardar continencia, que se casen. Es mejor casarse que consumirse de pasión» (7,8-9). Pero estas expresiones no agotan la enseñanza paulina sobre sexualidad. Hay que recordarlas en una lí­nea interpretativa de conjunto, que de algún modo las rescata. Justamente antes de este pasaje, concretamente en 5,12-20, se contiene una argumentación digna de observarse. Reaccionando contra la conducta de los habitantes de la disoluta Corinto, que pensaban poder hacerlo todo, Pablo les exhorta a pensar que el cuerpo tiene su dignidad propia que no puede venderse. Al que corre el riesgo de confundir libertad y libertinaje le recuerda que el cuerpo no es una cosa, un instrumento, sino la expresión de la persona, y que no se lo puede degradar so pena de deteriorar también la dignidad de la persona. Vaciar el cuerpo de la dimensión de relación intersubjetiva y convertirlo en objeto de desenfreno significa perder de vista la naturaleza de icono de Dios que posee en cuanto templo de la presencia del Señor, la cual funda la humanidad del hombre.

A esta luz hay que leer también las otras expresiones del pensamiento paulino, si no se quiere caer en valoraciones unilaterales y mancas.

2. EN LA HISTORIA DE LA TEOLOGíA. El cristianismo primitivo conoció también el pulular de diversas tendencias ideológicas, con las cuales estuvo a menudo en contacto, dejándose influenciar. Estas corrientes depositaron en el mensaje bí­blico originario una pátina de pesimismo y de desvalorización de la sexualidad y de la corporeidad, que luego penetró de manera manifiesta en la literatura patrí­stica. Mientras que los Padres griegos ven en la sexualidad, en el matrimonio y en la procreación una consecuencia del pecado, los Padres latino-occidentales maduran una visión más realista y más ligada al mundo jurí­dico: en el ámbito matrimonial lo importante es atenerse al conjunto normativo de la sexualidad en orden a la procreación y no condescender a la tentación del solo placer de la carne.

En este panorama cultural es digna de observarse la posición de Agustí­n. Por un lado intenta él oponerse a las tesis maniqueas y defender la sacralidad del matrimonio y el carácter positivo de la procreación. Por otro toma partido contra los pelagianos y afirma con todo vigor que el pecado de origen ha contaminado al hombre y su sexualidad, de manera que su uso no está nunca exento de pecado, a menos que se practique en orden a la procreación. Manifiestamente, en esta visión no queda espacio para la valoración positiva del placer; se lo condena o, en el caso de la procreación, únicamente se lo tolera. Gregorio Magno aceptará plenamente esta tesis de condena del placer sexual y la transmitirá al resto de la tradición. Es interesante observar que para muchos cristianos después de Agustí­n la discusión sobre la moral sexual se restringirá a la cuestión de si es pecado o no la búsqueda del placer: un elemento parcial ocupa el puesto de la totalidad, condicionando su valoración.

En esta visión más bien pesimista se enciende una luz con los escritos del filósofo y teólogo Pedro Abelardo (1079-1142), el cual reconoce la naturalidad de la búsqueda del placer sexual, bien entendido en el ámbito del matrimonio. Del mismo parecer es también Alberto Magno, que aduce ulteriores elementos de especificación y habla del placer como goce espiritual por la presencia y la cercaní­a del compañero.

Como reacción contra las costumbres más bien libres de cátaros y albigenses, Tomás de Aquino reitera la restricción del ejercicio de la sexualidad al fin meramente procreativo y cede al influjo de conocimientos biológicos precientí­ficos cuando considera el semen masculino como un «homúnculo». Consiguientemente, en él y en otros teólogos de la alta Edad Media se llega a la condena de la masturbación como pecado de aborto o de muerte de seres vivientes.

Siguiendo una tradición que se consolida en una visión más bien rigurosa (si no rigorista), en el siglo xvlli -cuando la teologí­a moral se convierte en disciplina teológica autónoma, destacada de la dogmática- se llega a la formulación de una doctrina común, según la cual en cuestión de pecados sexuales no se da «parvitas materiae» (desde el punto de vista objetivo el pecado es siempre grave). A fin de dar una clara exposición de esta parte de la moral, sobre todo para uso de los confesores, se desarrolla una casuí­stica detallada, que intenta englobar de manera minuciosa el mundo entero de la realidad sexual. La doctrina así­ expuesta es uniforme en los siglos siguientes, casi hasta nuestros dí­as.

Sólo hacia mediados del siglo xx gracias también a adquisiciones de carácter, cientí­fico- se .conseguirá pensar en términos antropológicamente más ricos, disolviendo gradualmente la rigidez de los tratados morales en orden a una comprensión más positiva de la sexualidad.

EN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. No se puede decir que exista un magisterio de la Iglesia en el tema de la sexualidad aislado del nexo temático sexualidad-matrimonio. Por eso sólo en el ámbito de la doctrina sobre el l matrimonio se podrán encontrar directrices relativas también a la sexualidad. En virtud de este lazo, ya de suyo elocuente, será útil referirse aquí­ a algunos pasajes del magisterio de la Iglesia cuyo objeto es primariamente la ordenación de la materia matrimonial.

El reconocimiento del matrimonio como sacramento se produce al cabo de un proceso largo y tortuoso. Preparado por las afirmaciones de teólogos (recuérdese, p.ej., Hugo de san Ví­ctor), desemboca en la declaración oficial de sacramentalidad en el concilio de Trento (DS 1800; 1801). La unión conyugal, en su integridad de realidad espiritual y corpórea, es reconocida como sacramento. Esto lleva a ver también la sexualidad a una luz más positiva, superando las afirmaciones que admiten su ejercicio sólo en orden a la procreación o como algo que se debe tolerar para evitar otros pecados. Obviamente el ámbito de ejercicio de la sexualidad sigue siendo el matrimonio, y su finalidad la procreativa.

También la encí­clica Casti connubii, de Pí­o XI (1930), propondrá esta doctrina sin dar una profundización ulterior al tema de la sexualidad, aunque contiene afirmaciones relativas a la unión espiritual de los cónyuges y al amor humano en su valor positivo.

Bajo el pontificado de Pí­o XII (1939-1958) se asiste a un desplazamiento del acento: de hablar sobre bona matrimonii (bonum prolis= procreación; bonum fidei=fidelidad; bonum sacramenta=sacramentalidad) se pasa a hablar de los fines y de la jerarquí­a entre fin primario y fines secundarios. Es verdad que en este contexto queda poco espacio para la presentación del valor de la sexualidad humana, que también aquí­ es considerada sólo en el horizonte del acto conyugal, es decir, dentro de los lí­mites de la realidad matrimonial y de la finalidad procreativa. Sin embargo, se puede notar que justamente Pí­o XII introduce elementos interesantes: considera el ejercicio de la sexualidad conyugal bajo el aspecto de la unión de las personas de los cónyuges, cuando en el célebre discurso a las matronas, de 1951, responde a la pregunta sobre la licitud o ilicitud de recurrir a prácticas de inseminación artificial. La í­ndole personal de la intimidad conyugal y su inseparable unidad con la apertura procreativa son criterios de valoración moral para rechazar las nuevas técnicas de fecundación.

Un reconocimiento de la verdadera dignidad del acto conyugal como gesto personal y momento de intercambio en el don de sí­ dentro del matrimonio llegará más tarde (1965), con la constitución pastoral Gaudium et spes, del concilio Vat. II (nn. 48-52): en él confluyen las reflexiones de teólogos y pastores que prepararon el concilio, y en particular se acepta el personalismo en el que se inspira la visión conciliar entera, pero sobre todo la citada constitución.

En la encí­clica de Pablo VI Humanae vitae (1968) se presenta una visión positiva del amor conyugal, rico en cualidades múltiples: es verdaderamente humano, personal, total y fecundo (n. 9).

El magisterio de Juan Pablo II ha dedicado amplia atención al tema de la sexualidad y de la corporeidad, afirmando en términos positivos la í­ndole esponsal del cuerpo y la naturaleza dialogal de la sexualidad. El personalismo, que penosamente se habí­a abierto camino en la reflexión teológica precedente, es adoptado por el papa como el horizonte propio en el que colocar el anuncio cristiano y la llamada a la responsabilidad para una construcción positiva de la sexualidad (cl` bibl.).

Junto al magisterio directo de los pontí­fices hay que mencionar la toma de posición de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe, que con fecha 29 de diciembre de 1975 promulgó una «declaración sobre algunas cuestiones de ética sexual» (Persona humana). Aunque, como lo admite explí­citamente el documento mismo (n. 6), no se quiso afrontar todo el conjunto de la moral sexual cristiana, sino sólo algunas cuestiones (relaciones prematrimoniales, homosexualidad, masturbación), el documento tiene una importancia no secundaria por la afirmación inicial (n. 1) de que la sexualidad no es un simple atributo, sino la modalidad sustancial de ser de la persona humana (la sexualidad «debe considerarse como uno de los factores que dan a la vida de cada uno los rasgos principales que la distinguen. Del sexo, en efecto, la persona humana deriva las caracterí­sticas que… la hacen hombre o mujer…’. Si bien la parte normativa del documento sigue anclada en la visión tradicional, acoger en la doctrina oficial esta visión no funcional, sino esencial de la sexualidad humana es un punto que es preciso subrayar.

III. Comprensión actual de la sexualidad
De la descripción histórica trazada se sigue claramente que, al afrontar el mundo sexual, la atención se ha fijado sólo en el dato primario de la procreación. El otro dato, destacado y objeto de experiencia inmediata, a saber: el placer, ha sido mantenido bajo control o marginado mediante los imperativos morales. La reducción de la sexualidad a «función» no está presente de todas formas sólo en la tradición teológica o en el magisterio de la Iglesia. Puede encontrarse igualmente en las concepciones no religiosas de la sexualidad, sobre todo como efecto proveniente de un complejo de conocimientos biológicos primitivos y limitados. De modo que la monovalencia de la sexualidad era y no podí­a menos de ser el ambiente cultural y el condicionamiento ideológico para su comprensión.

El conjunto de conocimientos sobre la sexualidad de que puede disponer la humanidad contemporánea se ha enriquecido fuertemente en los últimos años. Por una parte los resultados de la investigación biológica han llevado a abandonar ciertas precomprensiones negativas sobre la función de la mujer en la procreación, confiriendo paridad y complementariedad a ambas partes. Pero la investigación sobre el sistema endocrino y sobre la función hormonal ha abierto también nuevas perspectivas. Sobre todo se ha comprendido con mayor precisión que la sexualidad, ya bajo el aspecto biológico, tiene un conjunto de significados que es preciso distinguir y tematizar si se quiere tener un cuadro completo.

Una aportación decisiva para la comprensión de la sexualidad se deriva de las ciencias psicológicas. Dentro de la inmensa variedad de escuelas y de corrientes, las intuiciones de fondo sobre la función de la sexuafdad en la estructuración de la persona y en la dinámica de las decisiones morales ofrecen una nueva luz para la interpretación de la realidad sexual. Pero también de otras disciplinas, como la antropologí­a cultural, la etologí­a y la sociologí­a, se sacan elementos importantes. El dato común es que la sexualidad no puede ser objeto de una ciencia única, sino que debe ser afrontada con la lente de la interdisciplinariedad, y que en todo caso la monovalencia tradicional es inadecuada para la comprensión del fenómeno. Por tanto hay que trasladarse a un clima de apertura, de pluralidad de significados, de polivalencia de sentido.

La estratificación de los niveles significantes de la sexualidad puede afrontarse con el análisis detallado de sus diversas dimensiones.

1. DIMENSIóN PERSONAL. En el niño recién nacido está ya todo el hombre que llegará a ser; sin embargo, llegará a ser ese hombre sólo a través de una larga secuencia de etapas y de fases. En efecto, ser hombre no es un dato estático, sino la realización dinámica de un proyecto. En la realización de este proyecto la sexualidad juega un papel de primera importancia, tanto que S. Freud ha podido afirmar con la exageración tí­pica de la unilateralidad: la historia de una persona se puede identificar con la historia de su sexualidad.

El yo que se va estructurando emerge del conflicto y armonización del mundo del es con la instancia del superyó. El magma pulsional derivado de la realidad biológica de la sexualidad se confronta con los niveles normativos representados por la autoridad paterna y social y con las exigencias éticas. El yo se forma y se identifica justamente en el choque y encuentro que experimenta a diversos niveles, según la fase de desarrollo en que se encuentra. Pero la constante es que todas las dinámicas acumuladas y desarrolladas en las diversas fases tienen que ver con la realidad sexual, de modo que puede considerarse la sexualidad como la fuerza estructurante del yo y la energí­a básica en el proceso del devenir hombre.

En este camino por etapas se coloca el descubrimiento del propio cuerpo como modalidad de estar presente en el mundo para el ser masculino y femenino. La relación que la persona consigue madurar respecto a sí­ misma puede variar según la escala de una aceptación serena, de una indiferencia que aplana o de un rechazo que hace problemático cualquier desarrollo ulterior. También esto tiene que ver con la propia sexualidad y a su vez la condiciona.

El significado de la sexualidad como fuerza estructuradora induce a acoger y subrayar la í­ndole dinámica de la persona humana, la cual, también para las opciones éticas, recorre un itinerario por etapas y puede afrontar las decisiones morales sólo cuando ha adquirido y madurado las exigencias que cada nivel de camino le presenta.

2. EL Tú Y EL NOSOTROS. En el cuadro de una antropologí­a personalista no cuesta trabajo comprender la dimensión interpersonal de la sexualidad. El hombre en devenir descubre su identidad y la diferencia que le separa del otro. En esta confrontación con la alteridad del otro ve él también la posibilidad de la relación comunicativa, a la cual orienta su esfuerzo de maduración para colmar la insuficiencia y salir de la soledad. El cuerpo propio y el del otro son el lugar donde se realiza la posibilidad del encuentro; por eso la sexualidad, que marca al cuerpo, se convierte ella misma en lugar de la experiencia del estar frente al otro y del poder construir con el otro una relación.

En la relación con el otro la sexualidad no es un contenido, sino que cumple la función del lenguaje: no es el objeto que se pone en común, sino el modo de ponerse uno frente al otro, en el descubrimiento creativo de lo que puede unir. Muy a menudo, especialmente en una cultura de consumismo sexual, la sexualidad, reducida a cosa, es lo que tiene en común la relación entre dos. Pero este tipo de lazo padece asfixia y, lejos de abrir horizontes nuevos para la existencia de la pareja, se limita a poner las premisas de una unión depauperizante. En este sentido no puede decirse que la sexualidad posea una dimensión comunicativa, interpersonal; no marca un camino del uno hacia el otro en orden a la construcción del nosotros, sino que estigmatiza dos yo que permanecen siempre extraños el uno al otro.

La tensión que existe en toda forma de comunicación entre contenido y lenguaje; la búsqueda de la autonomí­a del contenido del lenguaje y del lenguaje del contenido, se reproponen también en el contexto de la sexualidad. Esto no ha de entenderse en el sentido de que la sexualidad deba reducirse sólo al rango de expresión; tiene también en sí­ misma una carga de contenido. Se quiere subrayar únicamente que, vaciada de todo significado de comunicación, la sexualidad queda reducida a ejercicio de actos, a técnica de relación, y no conduce a un salto cualitativo en el camino de maduración hacia el devenir persona y la construcción de la relación interpersonal.

3. APERTURA A LA VIDA. La fisiologí­a de la sexualidad manifiesta una apertura inmanente a la creación de una nueva vida, que en el sujeto masculino abarca un espacio cronológico muy amplio, casi coextensivo a la existencia entera, mientras que en el sujeto femenino se limita a algunos perí­odos particularmente breves entre el menarca y el climaterio. Si en el pasado se hací­a consistir el significado de la sexualidad casi exclusivamente en su dimensión procreativa, esto era debido en gran parte al condicionamiento proveniente de conocimientos biológicos erróneos. La llamada teorí­a del homunculus, que se consideró válida desde el medievo hasta finales del siglo xlx, llevaba a concentrarse en el semen masculino como elemento único del que tiene origen la vida. Ahora bien, el semen está ciertamente en el origen de la vida, pero junto con el óvulo proporcionado por la mujer. A1 descubrirse el óvulo femenino (1827), hubo que revisar esta visión de las cosas. Por otra parte, el mismo esperma está presente en el organismo masculino de manera totalmente sobreabundante; sólo en mí­nima parte se emplea para la consecución de la finalidad procreativa. Por eso en la consideración de la dimensión reproductiva de la sexualidad hay que aportar correcciones a partir de los datos de la moderna biologí­a.

A pesar de ello hay que afirmar de modo claro esta dimensión, sobre todo si se tiene presente la modalidad en que el sujeto humano tiende hoy a vivir la sexualidad. Aunque se debe superar la fijación procreacionista, que produce la atribución de una desproporcionada centralidad a los mecanismos biológicos -asumidos luego impropiamente como criterios de moralidad-, es preciso subrayar, sin embargo, el valor positivo que se deriva para la sexualidad del reconocimiento de esta función suya creativa y procreativa. En efecto, en el origen de cierto miedo patológico respecto al futuro hay que colocar la tendencia generalizada al rechazo de la procreación (piénsese en el fenómeno del crecimiento cero en tantos paí­ses industrializados). Además, el cierre ante la vida puede suponer una restricción de horizontes en la vida de la pareja y un repliegue de ésta en sí­ misma. Por eso es importante buscar un equilibrio entre la visión procreacionista a toda costa y la visión en la cual la sexualidad es solamente objeto de vivencia intersubjetiva sin apertura a otras criaturas. Así­ como del aislamiento del yo sólo se sale mediante una sexualidad abierta al tú en la tensión creativa del nosotros, igualmente del aislamiento del nosotros-pareja sólo se sale mediante una sexualidad abierta al valor creativo del nosotros-familia.

4. EL GOCE Y EL PLACER. Del trazado histórico de la sexualidad (l supra, 11, 2) resulta lo extraña que ha sido a la visión tradicional la consideración positiva del placer y del goce sexuales. En el frente opuesto, pensadores paganos habí­an teorizado el placer como sentido de la sexualidad: piénsese en las corrientes hedonistas de algunos discí­pulos de Sócrates, con las cuales el cristiano primitivo tuvo que medirse.

El hedonismo de la antigüedad revive en el curso de los siglos en las obras de numerosos asertores de tendencias neohedonistas. Pero sobre todo en la época moderna es cuando se afirma y se teoriza la necesidad de liberar la sexualidad de las formas esclavizantes del tabú.

No pretendemos lo más mí­nimo identificarnos con estas corrientes unilaterales al recordar aquí­ una consideración positiva del sentido del goce que una sexualidad ordenada está destinada a producir. Simplemente se quiere subrayar la función armonizante que una sana conducta sexual, dentro del respeto de todas sus dimensiones, puede cumplir.

La capacidad de vivir con alegrí­a el propio cuerpo como propio yo y la voluntad no torcida de ponerlo en relación con el cuerpo y la vida del otro producen la sensación de placer que atraviesa el cuerpo e impregna a la persona entera.

Quizá la sensibilidad del hombre contemporáneo sea más capaz de entender el valor positivo de este sentimiento de goce, que tiene mucho que ver con la categorí­a del juego, no en el sentido banal del término, sino como conducta de relación que gratifica contemporáneamente a las dos partes. Cuando se habla de «densidad lúdica» de la sexualidad, es preciso superar el equí­voco verbal y mental de la lucidez como trivialización y como ocasión de engaño. No se trata de jugársela al otro, sino de `jugar» con el otro, en la fiesta de la vida que se abre y que se da. Es preciso también salir del prejuicio de que este juego es fácil, que puede practicarse sin demasiada responsabilidad. Nada de eso; es altamente comprometedor y requiere arriesgar una responsabilidad permanente para evitar el peligro de deslizarse en las amenazadoras regiones del abuso, de la prepotencia, de la violencia tanto de los consentimientos como de los cuerpos.

La dimensión lúdica de la sexualidad está en relación directa con la capacidad de discernir y resolver las valencias de agresividad y de predominio que pueden siempre atacar y desfigurar los aspectos de la sexualidad. A1 juego armonioso sólo puede dedicarse el que, en la esfera del matrimonio, ha superado la problemática del instinto de muerte, que corre paralelo con la pulsión sexual.

En este sentido el juego de la sexualidad es un valor, y la búsqueda del placer como efecto de tal juego está muy lejos de la actitud hedonista de una civilización que cosifica el sexo y trivializa la sexualidad.

5. EL SIGNIFICADO PROYECTIVO. La conciencia contemporánea, sacudida por los movimientos de revolución polí­tico-social desde finales de los años sesenta, ha asimilado ya la tesis de que toda expresión del vivir, aunque en dosis y modalidades diversas, tiene una dimensión polí­tica. La í­ndole social de la persona humana deja ciertamente espacio a la esfera de la propia intimidad. Pero también esta esfera participa de algún modo del carácter metaindividual de la experiencia humana.

La sexualidad es una realidad personal, pero no en sentido individualista. Su densidad pública se ha subrayado siempre también en el pasado; no sólo mediante la formulación de prohibiciones para prevenir desórdenes o de sanciones para reparar infracciones, sino también con la nota de publicidad que en las diversas culturas acompañaba siempre a la estipulación del pacto conyugal. Aquí­ se pretende describir la dimensión metaindividual de la sexualidad recurriendo a la categorí­a de proyecto.

Vivir una sexualidad integrada, armónica, capaz de acoger el cuerpo propio y de abrirse al otro en el servicio creativo a la vida, quiere decir en último análisis concurrir a echar las bases de una comunidad humana pacificada, en la cual se superan las laceraciones producidas por el miedo del otro y se arreglan las divisiones fruto de agresividad y de prepotencia. Vivida como proyecto que mira no sólo a la relación con el otro y a la apertura a la vida en el seno de la familia, la sexualidad juega un papel importante en sentido social. Por tanto, hay que ser conscientes de esta valencia suya que lleva a salir del aislamiento de la familia particular para hacer de la humanidad una familia de familias. Puede decirse que una sexualidad vivida de modo maduro ayuda a componer la instancia del nosotros-familia con la instancia del nosotros-humanidad.

IV. Búsqueda de criterios éticos
El puesto central que la experiencia sexual ocupa en la historia de la persona, la importancia que tiene en sentido í­nter y meta personal, la complejidad de las dimensiones y de los significados de la sexualidad, la condición concreta en que se vive en el mundo contemporáneo exigen ahora proceder a la búsqueda de criterios de fondo para formular juicios éticos al respecto.

No se puede negar que hoy son cada vez más insistentes los interrogantes sobre el aspecto ético en esta materia, quizá sobre todo porque nos encontramos en presencia de conductas que hasta ayer eran simplemente inauditas. Esta nueva sensibilidad moral equilibra de algún modo la tendencia concomitante a sustraer la tendencia sexual al dominio de la moral para asignarle una indiferencia ética que la traslada drásticamente al ámbito de lo privado.

Por eso será útil intentar discernir el modelo ético en el que poder inspirarse.

I. UN MODELO CENTRADO EN EL ACTO. La lí­nea constante de la tradición moral muestra que el modelo en el que se inspiran las normas éticas en materia de sexualidad está centrado en la realidad, en la finalidad y en la naturaleza del acto conyugal. Esta elección era a su modo obligada, dadas las condiciones históricas y culturales en las que el cristianismo primitivo tuvo que implantarse. Al mismo tiempo se reconoce el valor positivo y el papel que este modelo ético ha ejercido a lo largo de la tradición, sobre todo por haber creado una regla clara de comportamiento: la sexualidad se expresa en el acto conyugal, dentro del matrimonio, en orden a la procreación.

Sobre el acto conyugal han investigado los tratados de los manuales; se han enumerado las circunstancias en las cuales el acto podí­a o debí­a situarse. Todo lo que se conocí­a a propósito de la naturaleza fisiológica del acto conyugal se iba sucesivamente adoptando como sostén de la norma moral, que por ello estaba ligada cada vez más al ámbito de la comprensión biológica.

En este modelo era suficientemente clara también la noción de pecado como transgresión material de la norma. También en orden al pecado se redactaron listas de circunstancias que reducí­an o excusaban de la responsabilidad subjetiva. Sin embargo, se afirmaba la í­ndole siempre grave, desde el punto de vista objetivo, de todo acto pecaminoso en materia sexual (non datur parvitas materiae). Sólo a propósito del abuso del placer relacionado con el acto conyugal se discutí­a sobre la posibilidad de considerarlo pecado leve, claramente en el contexto del matrimonio y de la finalidad procreativa.

La reflexión teológico-moral no ha podido indagar sobre la conexión entre acto y /actitud, entre persona en su ser y en su entender y persona en su obrar. Por eso la historia intencional y la vivencia condicionante de la persona no podí­an tomarse como elementos en la formulación del juicio moral; al máximo se consideraban, en su materialidad, como circunstancias.

2. UN MODELO CENTRADO EN LA PERSONA. El giro antropológico que penetra en la filosofí­a y la teologí­a en los últimos decenios permite una confrontación con el modelo ético tradicional, antes aún que con sus normas concretas, sus supuestos y sus lí­neas inspiradoras.

La instancia que emerge de modo claro de la praxis de vida de los creyentes de hoy y de la reflexión sistemática tanto de los teólogos como de los cultivadores de las ciencias humanas es que una moral sexual adecuada a la nueva situación debe ser de í­ndole dinámica y no estática. En la formulación del juicio moral esto comprende, en primer lugar, que el acento se desplace de la materialidad definida y siempre fácilmente verificable del acto, a la complejidad del proceso de maduración de la decisión concreta en la que se expresa la visión de conjunto y la opción ética fundamental de la persona; en segundo lugar, que la vivencia sexual en sí­ se considere en todo su carácter polifacético y en su complejidad, lo que difí­cilmente permite llegar enseguida e inequivocablemente a un juicio definitivo. En otras palabras, la instancia de una moral sexual dinámica refleja y replantea la exigencia de asumir como regla formal en la que fundar el juicio el criterio de compensar y sopesar los diversos valores que confluyen en la vivencia sexual y que pueden también encontrarse en conflicto entre sí­.

El paso de la lógica del acto a la lógica de la persona hace indudablemente más laborioso el discernimiento de los criterios que fundan las normas de comportamiento y de los juicios morales. En el centro tenemos la categorí­a de responsabilidad del que obra, ya sea para consigo mismo, ya para con los otros. Del desplazamiento a la órbita de la persona y a su capacidad de responder de su obrar no se deriva en absoluto una pérdida de rigor moral, sino más bien un mayor compromiso de la persona misma en la totalidad de su ser para devenir sujeto de opciones éticas. En un modelo dinámico de moralidad, la persona, debiendo proceder a una valoración comparada de los diversos bienes implicados, no puede descuidar las instancias que brotan y maduran de los diversos niveles interpelados.

En el intento de cargar de contenido el criterio formal de la responsabilidad en que se inspira este modelo ético, se trazan aquí­ algunas lí­neas orientativas.

a) El yo, llamado a ser persona. La primera se refiere a la sexualidad en su aspecto de valor estructurante de la persona. Respecto a sí­ misma, la persona tiene la responsabilidad de secundar y promover el camino de maduración que hará de ella un ser adulto mediante la integración del componente sexual dentro de la totalidad de la persona.

Pero la sexualidad puede convertirse también en el lugar en que van a obstaculizarse y a bloquearse los impulsos de crecimiento y el camino hacia el devenir-persona; puede constituir el lugar de parada o de regresión a fases precedentes. En este nivel la instancia ética muestra la responsabilidad de salir de estos bloqueos, que a menudo se expresan en formas involutivas de narcisismo, de egocentrismo, y se traducen en conductas sexuales ipsí­sticas (piénsese en una cierta fenomenologí­a de la masturbación: l Autoerotismo) o en una búsqueda patológica de seguridad. Hacerse persona quiere decir saber encontrar un justo equilibrio entre componente pulsional y ejercicio de libertad. El que se abandona a los impulsos de una sexualidad instintiva, sin meta, no inscrita en un proyecto de valores, en cierto sentido esteriliza las valencias positivas de moralidad que la propia sexualidad podrí­a desarrollar bajo la guí­a moderadora de la libertad.

b) La persona del otro. La í­ndole dialogal y comunicativa de la sexualidad se estructura a partir de la instancia ética del reconocimiento del otro como distinto de mí­ y como persona en sí­ misma.

Una sexualidad egocéntrica no toma en serio la presencia del otro como persona, sino que lo reduce fácilmente a objeto de consumo o de intercambio de conductas sexuales. Hay que cultivar el respeto de la naturaleza propia y de las exigencias que el otro manifiesta si se quiere vivir una sexualidad verdaderamente sana y constructiva de relaciones interpersonales sanas. Esto obliga a la persona a trabajar responsablemente en sí­ misma para resolver sus dinámicas de agresividad, de posesividad, de explotación, y poder así­ establecer con el otro de verdad y con sinceridad un encuentro auténtico.

Una conducta sexual marcada por factores de dominio y de abuso ignora la instancia de la alteridad como punto de partida para la unión interpersonal. A menudo se tiende a hacer al otro menos otro, más asimilado a uno mismo, destruyendo la originalidad propia y exclusiva del otro como persona humana. Esta búsqueda de servirse del otro para la propia autorealización destruye el germen de verdad que debe expresar la relación.

La brutalidad con que nos acercamos y nos servimos del cuerpo del otro es una condición de envilecimiento de la sexualidad y no se aviene con la í­ndole interpersonal de la unión. A este respecto la ética deberí­a exigir una educación más marcada en el sentido de la ternura, del l pudor, de la discreción, virtudes sin las cuales la sexualidad no serí­a ya lugar de humanización de. las relaciones, sino fuente de nuevas conflictividades. La violencia en el ejercicio de la sexualidad reduce a esta última a algo inhumano, desvirtúa el gesto del encuentro, rebajándolo a conducta indigna del hombre.

c) El hijo será una persona. Son diversos los factores que hoy inducen a pensar en la transmisión de la vida en un contexto de mayor responsabilidad. Sin embargo hay que subrayar que también para esta función de los cónyuges es necesario inspirarse en la ética de la responsabilidad, no sólo para decidir si y cuándo procrear [l Procreación responsable], sino también para situarse frente al fruto de la procreación como una persona.

El carácter central de la función reproductiva en la sexualidad humana, tal como se afirmaba en el pasado, podí­a suponer el riesgo de una fijación de la conducta sexual en la sola esfera genital. La superación de esta unilateralidad es hoy posible gracias justamente ala consideración de la polivalencia de la sexualidad. Pero también a la actitud de fondo que lleva a la decisión de procrear debe reservársele gran atención y responsabilidad. A menudo aquí­ obran deseos inconscientes de autorrealizarse en el hijo y mediante el hijo; a menudo el ser que ha de nacer es investido ya en el seno materno de un carácter no originario, sino funcional. El riesgo de cosificar, de despersonalizar la espera del hijo envilece la vivencia sexual y el acto mismo por el que se llega a la procreación.

La necesidad de cargar de valencia ética la elección procreativa y el acto de por sí­ apto a su realización lleva a ver, también desde otro punto de vista, lo inadecuado de una ética sexual basada estáticamente en el criterio del acto. Este puede ponerse de manera de suyo correcta según las reglas de la naturaleza biológica en el contexto de un matrimonio válido, y sin embargo puede estar igualmente carente de niveles positivos éticos por la intención no justa -o sea, no centrada en el verdadero bien del ser que ha de nacer- con que se realiza.

d) Ecologí­a del cuerpo. La corporeidad no es un atributo; es la modalidad de ser de la persona; por eso pide que se la viva con responsabilidad, a fin de que pueda expresar verdades y valores. Una sexualidad reducida a actos genitales ignora las exigencias más profundas de la corporeidad, fuerza al cuerpo a convertirse en máquina productora de satisfacción material y no en lugar de encuentro gozoso y fecundo con el otro.

El respeto del cuerpo es una categorí­a moral muy presente en la tradición, sobre todo en continuidad con la afirmación positiva de la unidad cuerpo-alma-espí­ritu del AT y con la predicación neotestamentaria sobre el cuerpo como templo del Espí­ritu. Estas lí­neas de pensamiento es preciso descubrirlas hoy para llegar a una ecologí­a de la corporeidad en términos positivos.

V. Una pedagogí­a para la sexualidad
El modelo tradicional de ética sexual tení­a en el fondo una imagen estática de la sexualidad. La comprensión actual, en cambio, nos proporciona un cuadro todo él penetrado por la idea dinámica de una sexualidad que acompaña y determina el devenir y el hacerse de la persona. Esta, pues, no es un dato, una realidad toda ella finita y definida, sino que se descubre, se vive y se construye en una pluralidad de etapas y se expresa en una pluralidad de modos, sin excluir el del don del corazón indiviso al Señor en el celibato o en la I virginidad consagrada.

La importancia de una pedagogí­a sexual es hoy tanto más urgente cuanto más marcada es la presión a que la persona es sometida por parte de diversas empresas de persuasión. Especialmente los muchachos y los jóvenes han de educarse en el descubrimiento del potencial afectivosexual que se va desarrollando en su personalidad; hay que seguirlos en la obra de integración de los diversos componentes de la capacidad de amar, que se hace presente en ellos en la experiencia directa y refleja. Esta educación ha de estar centrada en subrayar el valor positivo del tema del amor, de la corporeidad, de la atracción sexual, de la relación interpersonal. Introducir prohibiciones superfluas, o sea, no dictadas por instancias éticas; causar miedos y culpabilidad puede perjudicar el presente y el futuro de la persona bloqueando su armónico desarrollo. Esto no quiere decir que no haya que poner de manifiesto también la serie de riesgos, de amenazas a que está expuesta la sexualidad, sobre todo por el ataque trivial y designificante de una cultura superficial e irresponsable que, a pesar de la aireada apelación a la liberación, sólo produce nuevas formas de esclavitud.

La sexualidad es un devenir-con de la persona. La educación en el sentido del amor y en la sexualidad debe saber apoyarse en esta realidad y dosificar las etapas de la exigencia moral según el grado de crecimiento, de evolución y de responsabilidad que el sujeto puede expresar. Esto vale tanto para los gestos y la conducta que hay que superar y eliminar para no producir regresiones y fijaciones, como para los gestos y el lenguaje que a su tiempo hay que aprender para ajustar el crecimiento afectivo a la capacidad de expresar el amor. Semejante obra de paciente pedagogí­a ayuda a descargar la tensión que a menudo se forma en adolescentes y jóvenes.

El hombre es obra de las manos de Dios; también la sexualidad es obra del Creador. Aunque ésta, como la realidad creada entera, vive en el dramatismo de la historia, que comprende evoluciones e involuciones, aspectos positivos y negativos, amenazas para el éxito y deseo de realización, sin embargo es la modalidad obligada con que cada ser humano vive en la historia, es sujeto activo y responsable suyo y acoge el don de la salvación. Ella ofrece grandes posibilidades de humanizarse, de humanizar las relaciones, de hacer humana la convivencia de los hombres en la tierra.

[Para una visión completa de la ética sexual y matrimonial: /Autoerotismo; /Corporeidad IV, 3; /Educación sexual; /Matrimonio; /Noviazgo; /Procreación responsable].

BIBL.: AA. V V., La sexualidad en el catolicismo contemporáneo, en «Con» 100 (1974); AANV., Sexualidad, religión y sociedad, en «Con» 193 (1984); BALESTRO P., Legge e libertó sessuale, Rusconi, Milán 1982; CANTALAMESSA (dirigido por), Etica sessuale e matrimonio nel cristianesimo delle origini, Vita e Pensiero, Milán 1976; DAVANzo G., Sessualitá umana e etica dell ámore, Ancora, Milán 1986 ELIZARI F.J., Reconciliación del cristiano con ~la sexualidad, PPC, Madrid 1982; EQUIPo1NTERDISCIPLINAR, Sexualidad y vida cristiana, Sal Terrae, Santander 1982; GATrI G., Morale sessuale educazione dell ámore, Ldc, Turí­n 19882; GIUNCHEDI F., Significato umano e cristiano della sessualitá, en «CC» 135 (1984) 11, 444-454; GOGGI T., Etica sexual cristiana, Sociedad de Educación Atenas, Madrid 1973; HXRING B., Libertad yfidelidad en Cristo II, Herder, Barcelona 1983, 510-584; HORTELANO A., El amor y la sexualidad en Problemas actuales de moral 11, Sí­gueme, Salamanca 1982, 225-303; JUAN PABLO 11, Catechesi sulla sessualitá (dirigido por G. CONCETTI), Logos, Roma 1984; KOSNIK A. (ed.), La sexualidad humana. Nuevas perspectivas del pensamiento católico, Cristiandad, Madrid 1978; NVGREN A., Eros y agape, Sagitario S.A., 1969; PIANA G., Orientamenti di etica sessuale, en AA.VV., Corso di morale, Queriniana, Brescia 1983, Il: Diakonia, 269-366; RGBINSON J., El cuerpo. Estudio de teologí­a paulina, Ariel S.A., Barcelona 1968; Rossl G., II rapporto uomo-donna, en AA. V V., Trattatp di etica teologica, Dehoniane, Bolonia 1981, II: L úomo in relazione, 400-494; Rossl L., 11 piacere proibito. Per una nuova comprensione della sessualitñ, Grabaudi, Turí­n 1977; SALVONI F., Sesso e amore nella Bibbia, Lanterna, Génova 1970; SNOECK J., Ensayo de ética sexual, Paulinas, Bogotá 1988; TREVIJANO P., Madurez y sesualidad, Sí­gueme, Salamanca 1988 VALSECCHI, Nuevos caminos de la ética sexual, Sí­gueme, Salamanca 19762; VIDAL M., Moral de actitudes 11, 2.° parte: Moral del amor y de la sexualidad, PS, Madrid 19916.

A. Autiero

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

/Corporeidad 11-111; /Mujer II, la-e; 2 d; /Hombre MI

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

A) Dimensión antropológica. B) Moral sexual. C) Pedagogí­a sexual.

A) DIMENSIí“N ANTROPOLí“GICA
A lo largo de siglos la opinión doctrinal predominante en teologí­a atribuí­a a la s. del hombre un carácter meramente funcional; en analogí­a con la s. animal la s. humana se valoraba preferente o casi exclusivamente bajo el punto de vista de la procreación (control de la -> natalidad). En virtud de una antropologí­a con orientación personal e integral, hoy dí­a en la interpretación y valoración de la s. se ofrecen nuevos puntos de vista, que conducen a modificaciones y complementaciones. La s. tiene también su función en la constitución óntica del hombre; configura su estructura integral como varón o mujer y determina asimismo esencialmente la conducta del individuo hasta en lo más í­ntimo de sus manifestaciones espirituales. En virtud de esta visión antropológica previa, el teólogo encuentra hoy incluso en el testimonio de la revelación puntos de apoyo para una valoración integral de la sexualidad.

I. Declaraciones de la revelación
1. En las declaraciones del AT ha quedado depositada una experiencia original del hombre sobre su propia naturaleza y sobre su existencia creada como hombre y mujer. Esta diferenciación sexual ha sido puesta ya por el mismo creador y contribuye a que el hombre sea imagen de Dios (Gén 1, 27). Sin embargo está lejos de los textos bí­blicos toda problemática -> cuerpo-alma, tal como es propia de la antropologí­a griega.

El hombre entero ha sido creado como bueno; por esta razón la s. debe ser aceptada plenamente como don de Dios. Aun cuando se prohí­ba toda proyección de una diferenciación sexual a Dios y a la Trinidad, sin embargo en la relación amorosa y en la comunidad de hombre y mujer se refleja en cierto modo la donación del amor divino en la comunidad trinitaria. En el relato de la creación del yahvista, la creación del hombre y la orientación del mismo hacia su pareja aparece como la primera acción de Dios en el mundo, visto completamente desde un punto de vista antropocéntrico (Gén 2, 18-24). El varón y la mujer están referidos a una comunicación completamente con el tú de su pareja sexual. Antes de que el hombre ponga su mirada en el tú de Dios, se encuentra ya con su socio humano. El parecido de los términos hebreos ïs (varón) e ïssa (mujer) podrí­a considerarse como indicación de que en esta «sociedad» originalmente no hay ninguna subordinación ni superioridad. En la base de la representación poética-plástica de la creación de Eva de la costilla del varón, se encuentra el hebreo previamente dado del eros, la experiencia original de la tendencia mutua entre los sexos. El «hacerse una sola carne» contiene algo más que una mera unión sexual transitoria entre varón y mujer; significa la total unidad de ambos, que llega a romper los anteriores lazos de sangre y de familia (Gén 2, 22ss). También Cristo recoge posteriormente esta afirmación y funda sobre ella sus exigencias respecto de la indisolubilidad del -> matrimonio (Mc 10, 6-9). La realización de la entrega total en el plano sexual se designa en el AT como «conocer». En este encuentro interhumano tan profundo se descubren ambos consortes en su más í­ntima y profunda esfera personal; tienen lugar un conocimiento y una apertura que no pueden deshacerse ya. Pero, por encima de esto, en principio Dios impone al hombre el deber de transmitir la vida (Gén 1, 28). De acuerdo con la afirmación del yahvista, el pecado del hombre no sólo ha conjurado la ira de Dios, sino que ha producido una perturbación en el orden de la creación y de la relación mutua entre los sexos. El hombre, llamado a la responsabilidad de su acción autónoma, aparta de sí­ la culpa atribuyéndola a su compañera (Gén 3, 12). El perjuicio que el pecado ha causado en las relaciones interhumanas afecta también a la esfera sexual, dentro de la cual se realizan en definitiva estas relaciones en su profundidad última. Más allá de esa afirmación fundamental, el yahvista trata de ofrecer una descripción más exacta de la «lesión» de la naturaleza humana producida por el pecado. Para ello se refiere también a datos condicionados por el tiempo y la cultura, que entonces se consideraban como un mal y por esta razón se interpretaban como consecuencia del pecado original y como correlato de la culpa: así­ la tendencia de la mujer al hombre, es decir, el eros, e igualmente el dominio del hombre sobre la mujer, o sea, el patriarcalismo dominante en Israel (Gén 3, 16). También la vivencia de los lí­mites del pudor corporal respecto de la desnudez, condicionado en parte por la cultura, experimenta una valoración teológica: se pierde la naturalidad de los seres humanos en su presencia ante los demás (Gén 3, 7). En su desnudez el hombre se siente descubierto en su mismidad (J.B. Metz).

2. El NT adopta una actitud serena frente a lo sexual y nunca mezcla este aspecto con las leyes cultuales de pureza propias del AT. Las leyes cultuales que están en vigor a este respecto son rechazadas expresamente por Jesús, que las sustituye por una determinación fundamentalmente nueva del concepto de pureza (la recta intención que procede del corazón: Mc 7, 1-23). Gracias a la predicación del reino de Dios, que alborea con Jesús, se subraya de tal manera la relación escatológica del hombre, que la s. y su realización en el matrimonio ya no aparecen como el camino exclusivamente normal o absolutamente único del hombre en este mundo, sino que junto a él se ofrece asimismo el camino de la -> virginidad como auténtica posibilidad (Lc 20, 27-36).

En la perspectiva religiosa de la historia de la salvación, la s. resulta algo relativo. Con relación a Cristo la diferencia sexual se hace «indiferente» (Gál 3, 26ss). De acuerdo con la valoración coetánea de la s. humana, Pablo no pudo conocer todaví­a toda la amplitud de su variación y toda la plenitud del matrimonio; así­ permanece más o menos insensible ante la significación del eros (cf. 1 Cor 7). Pero, en general, las afirmaciones bí­blicas acerca de los hombres y su s. están completamente abiertas para la comprensión transformada de este campo en nuestro tiempo; por lo menos en su contenido kerygmático fundamental, no ofrecen ningún punto de apoyo para un desprecio dualista o maniqueo de la s. y para una represión de las fuerzas inherentes a la misma.

II. Significación antropológica
1. Una antropologí­a integral de la persona se esfuerza hoy no sólo por comprender la s. en su realidad biológica, sino también por mantenerse abierta a todos los valores que le dan sentido y por ordenarla en la totalidad de la persona humana. Según esto la diferenciación sexual de varón y mujer pertenece a la constitución del hombre. La s. se expresa también en la imagen psicológica de su manifestación, y por esto no puede considerarse ni en forma aislada ni en forma meramente funcional. Todo ser humano vive en la situación sexual, como varón o como mujer. La s. no se añade como un estado a un ser humano neutro, sino que determina al hombre como varón o como mujer. Sin embargo, nos mantendremos reservados frente a una tipificación de lo «varonil» o de lo «eternamente femenino»; pues los sociólogos (H. Schelsky) resaltan las caracterí­sticas completamente diferentes de la función femenina y de la masculina según los ciclos culturales. La s. es de importancia eminente para el desarrollo de la personalidad del ser humano. Ya mucho antes de que alguien contraiga matrimonio, está integrado en el campo de fuerzas de su s. y sellado por ellas. También el célibe sigue siendo un ser sexual. Por esta razón la s. no puede tratarse exclusivamente en el marco del tema del matrimonio; pertenece simplemente a la antropologí­a.

2. El hecho de que el ser humano no sea ni el varón ni la mujer por separado, sino sólo el varón y la mujer en su relación mutua – teniendo en cuenta sus caracterí­sticas propias, pero en plena igualdad de derechos -, remite esencialmente al hombre a una comunicación con el tú. Por esto sólo en la diferenciación de varón y mujer pueden realizarse plenamente las posibilidades y tareas humanas. En la s. el hombre experimenta su insuficiencia y su dependencia del tú del otro, y esto primeramente en la lí­nea horizontal: del tú de la pareja de otro sexo. Pero como la s. que se realiza en el matrimonio no termina de alcanzar la plenitud definitiva y última, esa s. apunta hacia más allá de la pareja humana. El teólogo ve aquí­ un punto de apoyo para la dirección vertical del hombre y para su dependencia de Dios. El hombre sólo halla su más profunda realización en el encuentro con el tú de Dios; pero tal encuentro sigue siendo en definitiva un hecho escatológico. Esta visión cristiana del hombre como un ser «llamado» por Dios e «invitado» a realizarse plenamente en él, capacita al cristiano para una profunda visión y valoración de los fenómenos humanos y hace que en la s. humana, la cual nunca llegará plenamente a su realización integral, el hombre vislumbre la relación trascendental.

3. Como lo sexual se funda en el centro personal del ser humano, toda persona en cuanto tal se siente afectada por su actualización consciente. Por esta razón las auténticas relaciones sexuales primarias (sexo), para que estén de acuerdo con la peculiaridad y dignidad del hombre, requieren constantemente una integración en el eros como inclinación y amor que se dirigen hacia la persona integral del otro, y esto no sólo por la propia indigencia (eros), sino también porque se ama a esa persona del otro por su esencia personal (philia), aceptándola en su totalidad. Pero esta aceptación sólo hace plena justicia a la dignidad de nuestro semejante cuando se realiza, no en un mero enamoramiento narcisista y egocéntrico del yo, sino que corre pareja con un amor referido al tú, que hace donación de sí­ y está dispuesto al sacrificio (agape), y que, finalmente, constituye un débil reflejo del -> amor de Dios que se entrega totalmente.

Precisamente la s. humana, a diferencia de la animal, no está configurada por el instinto, sino que es «plástica» (Gehlen; Schelsky); espera una configuración en la philia y el agape. Cuando no se da esa configuración, cuando el sexo y el eros se desprenden de lo personal y la actuación sexual no representa ya el medio y la expresión de la vinculación personal, sino que se busca por sí­ misma, pierde el sentido que le corresponde y su legitimidad. Justamente en la inseguridad instintiva y en la apertura a una configuración personal se ve la peculiaridad de la s. humana, su superioridad, pero también su vulnerabilidad. En este sentido la s. está totalmente al servicio de lo personal y no puede separarse de esa dimensión. El sexo y el eros necesitan, por consiguiente, una transformación por la philia y una integración en el agape.

4. El profundo efecto personal del acto sexual, que se indica ya en la Biblia y se experimenta en la vida, exige asimismo una aceptación y una correspondiente integración del mismo en la vida total del hombre. La realización de la total entrega sexual conduce a «la concesión y aceptación de un conocimiento y una complementación que afectan al hombre entero. Cuando tienen lugar una complementación y un conocimiento semejantes, los seres humanos no pueden separarse como si nada hubiera sucedido. Pero tampoco pueden entrar en la total comunión de amor que hace posible esto, si no existe la voluntad irrevocable de comunidad durante la vida entera, voluntad que ambas han de expresar y aceptar obligatoriamente» (Auer). Así­, pues, en cuanto el acto sexual es expresión de la unidad de ambos consortes y del mutuo amor y entrega total y es capaz de comunicar un conocimiento que imprime un sello muy profundo, se exige como indispensable condición previa para su legitimidad la voluntad manifestada mutua y claramente de una aceptación y vinculación total y duradera. Pero, según eso, sólo en el matrimonio monogámico válidamente contraí­do se realiza todo el contenido de lo significado en tal entrega.

5. En el desgajamiento del sexo frente al conjunto del amor humano, en la tendencia hacia la autonomí­a y autosuficiencia, el hombre experimenta las «consecuencias del pecado», la destrucción del orden interno. Una s. practicada y valorada aisladamente conduce al desprecio del compañero, que queda degradado y convertido en «objeto» de la propia satisfacción y, con ello, lesionado profundamente en su dignidad. Cuando el sexo se desliga de lo personal, comienza a vagabundear; entonces no se puede entender en modo alguno por qué no podrí­a cambiarse de «pareja» según capricho. Toda promiscuidad, todo caos sexual es signo de una crisis en la persona del afectado.

III. Configuración de la sexualidad: sublimación
El enorme exceso de impulso sexual y la plasticidad de la s. humana apuntan hacia el hecho de que el hombre tiene la posibilidad de servirse de estas fuerzas para ulteriores objetivos, de sublimarlas. Esta transformación elevadora no representa una represión de las fuerzas instintivas, sino una utilización positiva de las mismas para otras esferas de la vida, en las que hay que realizar diversas tareas. S. Freud define la sublimación como un cambio del objeto y meta del instinto, con lo cual lo que «originalmente era un instinto sexual, encuentra una realización que ya no es sexual, sino que representa un superior valor social o ético». Según él, se trata primeramente de una desexualización y, por otra parte, de una socialización de este instinto. Precisamente la renuncia libremente elegida e interiormente superada a la actuación de la s., si no consiste en una falsa represión, sino en la aceptación y elaboración de estas energí­as instintivas, permite que se liberen grandes energí­as aní­mico-corporales que pueden traducirse en grandes realizaciones religiosas, caritativas y culturales. «Por consiguiente, la sublimación no es una misteriosa y automática transformación de los impulsos sexuales en impulsos espirituales, sino su ordenación en una más amplia conducta humana integral» (Auer). Se presenta como una tarea para todo hombre y constituye la condición previa para la maduración de la personalidad, así­ como para el resultado feliz de todo encuentro interpersonal.

La peculiaridad de la s. humana y el dinamismo inherente a ella impiden al hombre un mero dejarse llevar y exigen una formación y disciplina de estas energí­as. H. Thielicke establece la proporción: «Cuanto más instintivo soy, tanto menos busco el único e inconfundible tú del otro, y tanto más me importa el mero ejemplar, el mero «representante» del otro sexo, que para mí­ es indiferente en su peculiaridad individual, pero muy importante en su significación instrumental.» Cuando no hay una auténtica configuración del instinto, sino sólo una conservación o represión del mismo, se cierra el camino a una maduración de la personalidad, lo cual puede conducir a falsas actitudes, a excesos repulsivos o perversiones.

IV. Consecuencias para la conducta moral
1. Una recta valoración de la s. exige primeramente un sí­ claro a la propia s. y a su desarrollo, y luego un conocimiento acerca del dinamismo y fuerza propios del sexo y del eros, así­ como del peligro de falsas represiones y de la tarea de una auténtica sublimación de estas fuerzas (cf. pedagogí­a sexual, después en C). De acuerdo con esto hay que prestar asimismo atención al encuentro adecuado con el compañero de otro sexo. En el recto compañerismo, que se plantea como tarea incluso para los no casados, se ponen en marcha tanto en el varón como en la mujer importantes energí­as que sirven a una integración de todas las fuerzas del instinto sexual del hombre y preservan de funestas represiones. Gracias a la explicación teológica del sentido de la duplicidad de sexo se pone de manifiesto la importancia del eros para la maduración de la totalidad de la persona y para toda relación interpersonal.

Como todo encuentro sexual implica un abrirse mutuo ante otro y una entrega a él, sólo deberí­a realizarse con conciencia de esta responsabilidad, como una preparación más o menos próxima al matrimonio.

2. Una recta ordenación de la s. prohí­be toda mojigaterí­a y todo exhibicionismo; exige una aceptación del pudor. Aquí­ deberí­a subrayarse de manera especial la significación integral humana del pudor, que protege la esfera í­ntima de la persona frente a injustificadas intervenciones. Por mucho que el sentimiento del pudor pertenezca a la esencia del hombre, que peligra en su dignidad, sin embargo no se pueden determinar sólo a partir de una base cristiana o religiosa los lí­mites de lo que en cada caso está sometido al pudor; en buena parte eso depende también de la tradición cultural correspondiente y de aquello que puede poner en peligro precisamente la esfera í­ntima de la persona. Sin caer en el desnudismo, frente a la evolución que nos llega dentro de la sociedad pluralista, deberá tomarse en consideración, con las debidas precauciones, una formación ordenada a un encuentro sereno con el cuerpo desnudo.

3. En tanto la maduración hacia la forma plena de la personalidad y la integración de las energí­as sexuales encomendada al hombre tiene lugar lentamente y en diversas etapas, se plantea la cuestión de si en esta esfera, es decir, en la realización del orden sexual, hay también grados. ¿Se pueden señalar también aquí­ objetivos parciales o se debe exigir en todo momento la totalidad? En el trasfondo de esta cuestión se encuentra la discusión de si en el sexto mandamiento, en materia de impureza, puede darse también una materia levis. La moral tradicional ha negado esta cuestión sin una fundamentación convincente. La impureza se contaba hasta ahora entre los pecados mortales, ex toto genere suo gravis, de modo que, si se realiza libre y conscientemente, jamás admite objetivamente un pecado leve.

En esta doctrina se expresa la experiencia de que toda actuación sexual libremente buscada desarrolla un dinamismo interno que con demasiada facilidad impulsa a una satisfacción egoí­sta-narcisista del propio instinto. La llamada «doctrina de la materia grave» procede de una época que todaví­a no tení­a abiertos los ojos para un amor auténticamente personal y para el eros y la philia, y que por tanto valoraba todo encuentro erótico sólo en su dinamismo sexual. Sin embargo, esta doctrina, negada hoy dí­a por muchos teólogos, los cuales sostienen que no todo pecado contra el sexto mandamiento es objetivamente grave, deberí­a matizarse mejor en el siguiente sentido: La s. posee una importancia tan decisiva para la maduración de la persona del hombre y para su integración en la comunidad humana, que en principio todo desenfoque teórico o práctico de la misma arrastra consigo un desorden notable, y por eso debe valorarse objetivamente como falta grave contra la estructura del ser y de la acción humanos.

Respecto de la cuestión de la culpa en caso de infracción del sexto mandamiento, deberán tenerse en cuenta los actuales conocimientos de psicologí­a profunda, y, dada la debilitación del conocimiento y de la voluntad en este campo, puede suponerse que con frecuencia se trata de una imperfectio actus. Por consiguiente, no podrá enjuiciarse cada una de las faltas sin tener en cuenta la actitud fundamental conjunta y la orientación del afectado.

4. Han de rechazarse como modos falsos de comportamiento tanto la represión de la apetencia natural del placer como, por el contrario, una afirmación hedonista y egocéntrica del sexo. Lo mismo cabe decir del comercio sexual prematrimonial; este último podrí­a actuar como grave impedimento en el equilibrio psí­quico de los futuros consortes. Por esa razón, la continencia prematrimonial tiene una importancia que no debe menospreciarse para la maduración de la personalidad y para su preparación al matrimonio. Sin una total voluntad de vinculación, no se puede asumir plenamente la responsabilidad para con el compañero y la eventual descendencia. Por eso, ante la radical exigencia de amor en el NT, en principio queda prohibido todo comercio sexual pre o extramatrimonial. A causa de su eminente importancia supraindividual, todas las culturas se han esforzado por una regulación de lo sexual, aun cuando en diferente medida. Tanto su desvirtuación funcional, como también su mágica supravaloración dentro de la sociedad actual, podrí­an atajarse desde un punto de vista humano y cristiano mediante la correcta afirmación personal de la s. (Weber). Sin embargo, una afirmación con sentido de la s. personal presupone ya una determinada imagen del mundo y del hombre. (Cf. seguidamente en B y C: moral sexual, pedagogí­a sexual.)

BIBLIOGRAFíA:
1. FUENTES: Alocuciones de Pí­o XII., AAS 37 (1945) 284-295, 44 (1952) 779-789; Vaticano II, De Ecclesia in mundo huius temporis (1965) n. 29; Conferencia plenaria de los obispos alemanes marcando las lí­neas de la pedagogí­a sexual en el apostolado de la juventud (D 1964).

2. MONOGRAFíAS: FI. Giese (dir.), Die Sexualität des Menschen. Handbuch der medizin. Sexualforschung (St 1955); H. Schelsky, Soziologie der Sexualität (H 51956); L. J. Suenens, Amour et maitrise de soi (Bru); J. Verrneire, Sexuelle Hygiene (Kasterlee); I. Lepp, Psychanalyse de 1’amour (P 1959); J. B. Metz, Christliche Anthropozentrik (Mn 1962); F. X. v. Hornstein – A. Faller (dir.), Du und ich. Ein Handbuch über Liebe, Geschlecht und Eheleben (Mn 31963); F. E. v. Gagern, Die Zeit der geschlechtlichen Reifung (F 31964); H. Thielicke, Theol. Ethik III (T 1964) 507-590; S. Freud, Drei Abhandlungen zur Sexualtheorie (F 31965); Ch. Bourbeck (dir.), «Zusammen». Beiträge zur Soziologie und Theologie der Geschlechter (Witten 1965); L. M. Weber, Mysterium Magnum (Fr 21965); A. Auer y otros, Der Mensch und seine Geschlechtlichkeit (Wü 1967); F. Leist, Liebe, Geschlecht, Ehe (Mn 1967); M. J. Buckley, Morality and the Homosexual (Lo 1959).

3. INVESTIGACIí“N HISTí“RICA: J. Fuchs, Die Sexualethik des hl. Thomas von Aquin (Kö 1949); L. Brand!, Die Sexualethik des hl. Albertus Magnus (Rb 1955); D. Doherty, The Sexual Doctrine of Cardinal Cajetan (Rb 1966).

4. ARTíCULOS: A. Auer: HThG I 498-506 (bibl.); L. M. Weber: LThK2 IV 803-807; idem, Eros, Erotik: LThK2 III 1038-1041; idem, Sexus, Eros, Liebe als Problem der Jugendzeit: Anima 16 (1961) 21.29; idem, Ethische Problematik der Biotechnik und Anthropotechnik: Arzt und Christ 11 (Sa 1965) 227-234; idem, Bejahung personaler Geschlechtlichkeit: L. Prohaska, Problematik der Geschlechtserziehung (W – Mn 1966) 123-134; G. Scherer, Die Geschlechter in anthropologisch-psychologischer Sicht: Handbuch der Elternbildung, bajo la dir. de J. A. Hardegger, I (Kö 1966) 225-255; J. Duss v. Werdt, Der Mann. Eine anthropologisch-gamologische Skizze: Ehe 3 (T – Berna 1966) 145-158.

5. ESTUDIOS PASTORALES: J. M. Reuß, sexualidad y amor (Herder Ba 21966); B. Stoeckle, Gottgesegneter Eros (Ettal 1962); L. Prohaska, Pedagogí­a sexual (Herder Ba 31967); idem, Pedagogí­a de la madurez (Herder Ba 1974); idem, Pedagogí­a del encuentro (Herder Ba 21970); de Smedt, El amor conyugal (Herder Ba 21967); Tilbnann, Educación de la sexualidad (Herder Ba 31968); Strätling, Sexualidad: ética y educación (Herder Ba 1974); Trevet, La Iglesia y el sexo (Herder Ba 1967); H. Moritz, Sexualidad y educación (Herder Ba 1971); W. Heinen, Werden und Reifen des Menschen in Ehe und Familie (Mr 1965); A. Heimler, Reifung und Geschlecht (Mn 1966); J. Grün-del, Gottgewollte Geschlechtsentfaltung: KatBl 90 (1965) 28-31; idem, Moraltheol. Erwägungen zu den Sexualpädagogischen Richtlinien der deutschen Bischöfe: Bericht über die 22. Jahrestagung der Leiter deutscher Ordensgymnasien (Bigge 1966) 6-24; idem, Leib, Geschlechtlichkeit und Geschlechtserziehung: Pastorales Forum 4 (Mn 1967) fasc. 2, 12-31 E. Ell – H. Klomps, Jugend vor der Ehe (Limburg 1967); F. Böckle – J. Kähne, Geschlechtliche Beziehungen vor der Ehe. Probleme der prakt. Theologie, V (Mz 1967); Lestapis, La pareja humana (Herder Ba 1971); P. Chauchard, Voluntad y sexualidad (Herder Ba 1971); Celap, Sexualidad y moral cristiana (Herder Ba 1972); A. Alsteens, La masturbación en los adolescentes (Herder Ba 1972).

Johannes Gründel
B) MORAL SEXUAL
La moral sexual se entiende como parte de la ética cristiana y de la teologí­a moral; intenta mostrar el sentido, la finalidad y el cometido de la s., así­ como la relevancia moral de las relaciones entre hombres, en cuanto éstas atañen a los hombres como seres sexuales y tienen un carácter erótico-sexual. Sin embargo, la s. no se puede comprender correctamente a partir de un sentido utilitario, sino sólo a partir de una valoración personal del hombre y de sus relaciones. Por ello también la moral sexual está ligada a la doctrina moral cristiana como un todo, y no deberí­a desligarse de ella como parte independiente.

1. La tradicional moral sexual cristiana.

Esta se basaba ampliamente en una visión estrecha de la s., la cual se caracterizaba por el predominio del aspecto funcional. La s. fue valorada preferentemente, y en algunas épocas exclusivamente, desde el punto de vista de la procreación. Por ello el -> matrimonio aparece aquí­ como el lugar legí­timo para el ejercicio de la s., porque en él la finalidad que le da sentido (la procreación y educación de la prole) queda garantizada al máximo. Para los restantes ámbitos fuera del matrimonio, sólo prohibiciones y la inculcación de la continencia determinaban la conducta sexual del hombre.

En esta interpretación de la s. humana late un planteamiento biológico unilateral, el cual – con la influencia de corrientes extracristianas, principalmente de concepciones estoicas y romanas del derecho natural – quisiera deducir la norma para los hombres a partir de la conducta sexual de los animales, que está ligada a los tiempos de celo. Además de esto, tesis gnóstico-maniqueas y una infravaloración, debida al estoicismo, del placer y del apetito sexuales, influyen (ora subrepticia, ora abiertamente) en una moral entendida como cristiana. Aunque Agustí­n destaca la bondad natural y la santidad del matrimonio, fundamentada en Dios, sin embargo, es él quien pone los cimientos teológicos de un pesimismo sexual que ha perdurado durante siglos. Bajo la influencia de cristianos judaizantes se dio entrada en la moral sexual incluso a prescripciones cultuales de purificación procedentes del AT. Más tarde, la estructura fisiológica o la «naturaleza» del acto conyugal se convirtió en lí­nea directiva para la reglamentación moral de la conducta sexual. Incluso cuando se intentó formular otras «finalidades del matrimonio» y se vio en él «un medio curativo contra el apetito», no obstante, la base biológica con la teorí­a de la procreación no ofreció ninguna posibilidad de ver la s. humana en su valor propio, en su carácter de signo y expresión del amor y afecto humanos, y en su radicación personal.

Una supravaloración – predominante hasta el s. xix – del semen masculino en el sentido de la biologí­a griega, que ignoraba todaví­a la ovulación de la mujer y veí­a ya en el esperma al hombre total, llevó también a que cualquier forma de desperdicio del semen masculino no utilizado para la procreación, si ello se hací­a voluntariamente, fuera tenida como algo muy próximo al asesinato. Era significativo que – apoyándose en la autoridad de Agustí­n – se adujera como «prueba bí­blica» el relato de Gén 38, 8ss, según la cual Onán no cumplió su obligación según la ley del levirato y fue castigado por Dios con la muerte porque habí­a frustrado la concepción. Aquí­ pasó desapercibido que el móvil del matrimonio veterotestamentario entre cuñados era de tipo mesiánico, y que el motivo del castigo de Onán no fue su conducta sexual. El concepto (usual hasta nuestros dí­as) de onanismo, que designa el coitus interruptus o también la masturbación, recuerda todaví­a esta falsa interpretación del citado texto bí­blico.

En cuanto en la moral sexual del pasado hallaron entrada tales influencias extracristianas, las cuales condujeron a una falsificación de la ética cristiana, parece obvio que se exija una revisión crí­tica de la tradición anterior. Pero, al mismo tiempo, también las cuestiones acerca del contenido y finalidad que dan sentido a la conducta sexual deben responderse nuevamente en la actualidad desde una concepción cristiana; y han de buscarse nuevas imágenes directivas para la conducta correcta en el ámbito de la s., así­ como para el matrimonio. Estas imágenes habrán de estar determinadas por las condiciones de una -> libertad cristiana correctamente entendida; a lo cual debe unirse la aceptación y configuración de la s. propia, así­ como la aceptación responsable de tales relaciones interhumanas, a partir del espí­ritu del amor cristiano. El cristiano rechazará, en el ámbito de lo sexual, cualquier difamación del eros y del placer sensual, cualquier ascetismo falso o táctica de mera represión, pero rechazará igualmente cualquier idolatrí­a parcial del eros y del placer en el sentido de un hedonismo.

2. La «revolución sexual»
Este concepto insinúa el colosal derrumbamiento que se produce en nuestra época. Ese fenómeno no consiste solamente en que, como reacción contra una moral sexual tradicional y cristiana, la cual ya no convence, se supriman normas superadas y se destruyan tabúes. Otros deberes más importantes centran más intensamente la atención del hombre, así­, p. ej., la repulsa contra una falsa represión de la s. y la exigencia de una personalización auténtica en las relaciones sexuales.

De todos modos, por «revolución sexual» también se entiende a veces la concepción de aquellos ideólogos que, en un optimismo propiamente ingenuo, glorifican el placer y esperan de una satisfacción sin trabas de las tendencias la supresión de toda agresión y una plenitud de la vida humana. A. Kinsley, y en su seguimiento algunos biólogos y sociólogos que, frente a una coacción por parte de la norma, se hacen a sí­ mismos abogados de un realismo sexual, por la supresión de la diferencia entre la escala de normas y la conducta fáctica del hombre tienden a una eliminación de la tensión sexual, con la esperanza de reducir así­ también los conflictos sociales.

Allí­ donde una «revolución sexual» así­ entendida desgaja la s. de la unidad espiritual-corporal de la persona y la deja a la arbitrariedad y al gusto de cada uno, a sus deseos y a la felicidad de un instante, ya no se puede hablar de moral sexual, sino más bien de un amoralismo. Una promiscuidad sexual sin elección, que rechaza cualquier lí­mite y ordenación, que conduce a una despersonalización en la cual la actividad sexual es equiparada simplemente a las necesidades de comer y de beber, y que no considera para nada la realidad del encuentro personal, convierte la s. en oferta de un producto de consumo. El comercio sexual es ejercido entonces simplemente para la satisfacción y para el placer. Pero allí­ donde la s. se degrada hasta la condición de simple medio de placer, se destruye la unidad de sexo y cros y con ello se pierde también el sentido de la conducta humana, pérdida que puede conducir a una brutalización alarmante de la s. en nuestra sociedad. Cualquier deshumanización de este tipo en el campo sexual, hace al hombre incapaz para lazos personales auténticos, para un amor plenamente humano, lo incapacita para el matrimonio; con ello el hombre se convierte en un factor importante de la deshumanización de la sociedad (Wendland).

A la revolución sexual no hay que oponerse con prescripciones morales, sino con una nueva comprensión del matrimonio y del amor personal. Además, el cristiano deberá determinar a partir de la revelación su imagen del hombre y su comprensión del amor.

3. Sentido y fin de la sexualidad humana
Sobre la necesidad de una configuración y dirección de los impulsos sexuales reina amplio consentimiento, pero no puede decirse lo mismo sobre los criterios por los que deben lograrse las orientaciones de la moral sexual. El elemento moralizador respecto de la s. no puede enfocarse satisfactoriamente ni sobre una base meramente biológica o sobre una tendencia a la mera evolución biológica, ni mediante modelos de conducta dados previamente, ni partiendo de una naturaleza humana concebida en forma puramente abstracta; más bien, debe enfocarse a partir de las relaciones personales, sociales y antropológicas. Lo mismo que la pedagogí­a sexual (cf. luego en C), también la moral sexual presupone una visión de conjunto del -> sentido y fin del -> hombre y de su s. A esta cuestión del sentido está ligada la pregunta sobre la esencia y la dignidad del hombre, sobre la significación de la -> persona y del conjunto de sus obligaciones. El cristiano no puede contestar a estas cuestiones sin las verdades de fe reveladas.

Una interpretación del sentido de la s. humana también atenderá de lleno a los conocimientos nuevos de las ciencias empí­ricas, especialmente a la investigación de la conducta, así­ como a las coincidencias y diferencias entre la s. humana y la animal. Precisamente las peculiaridades cualificadas de la s. humana: s. permanente, que no se reduce a ciertos momentos de celo, la posibilidad de un aislamiento del placer sexual respecto de la procreación, la reducción del instinto y de la inseguridad del hombre, y el exceso de tendencia sexual que se relaciona con todo ello; para una convivencia humanamente digna exigen un control orgánico de las elevadas energí­as sexuales. Hacen obvias la configuración y la ordenación institucionales de las relaciones sexuales. También aquí­ se expresa la necesidad de cultura que tiene el hombre.

El criterio y fin de la moral no puede buscarse en la acción de la naturaleza, como pretendí­a una moral sexual ya superada; la tarea del hombre no es la neutralización, sino la humanización de lo sexual. Por ello lo sexual no puede ni debe convenirse en mero medio de satisfacción de un impulso, o en un estupefaciente del que fácilmente se puede disponer. Lo sexual remite al hombre más allá de sí­ mismo. En cuanto la s. se inserta en una ordenación con sentido de la convivencia humana, en cuanto al mismo tiempo ve su responsabilidad ante los hombres, ante la sociedad y ante el futuro, se logra también su «humanización». Sólo la liberación del hombre de su yo aislado hacia el todo posibilita el recto desarrollo del mismo.

El hombre en su relación dialogí­stica, tal como le ve también la revelación, nunca puede actualizar la s. en una valoración puramente egocéntrica, sino sólo orientándola al sentido que le da su referencia a otro. El otro es presupuesto necesario para el desarrollo de la propia persona y para la realización del propio ser. La s. proporciona al hombre la capacidad de ponerse a disposición y de permitir que la pareja de sexo contrario disponga sobre él. «El fin de la s. es conducir, por medio de esta comunicación, la propia persona y también la del otro a la perfección más alta posible. Allí­ donde esa disposición no está orientada a la totalidad de la persona del otro hay una carencia en la estructura sexual de la persona» (K. Ruf). Por consiguiente, la aceptación y la entrega exclusivas son presupuestos para la actualización de la s. con su sentido pleno.

4. La relación social de la sexualidad
La s. es expresión de la referencia a otro; el hombre sólo puede realizar su existencia propia en la experiencia del otro y en su aceptación. Sexo y eros no son puramente individuales y personales, sino que tienen a la vez el carácter de lo público y de lo í­ntimo. Por esto lo sexual en ninguna sociedad se ha dejado a la pura voluntad privada, sino que ha estado siempre sujeto a una norma nocial. La moral sexual también es siempre moral social, pues la conducta sexual tiene sus presupuestos y condicionamientos en la sociedad y en los cambios de la misma, y así­ exige que se tenga en cuenta la importancia de la comunidad.

Toda configuración auténtica de las fuerzas sexuales y su sublimación conducen auna cierta desexualización y socialización de los impulsos instintivos. Sin esto la capacidad de amor que tiene el hombre cae en el riesgo de quedar fijada en un narcisismo, o de ser destruida por los impulsos autónomos de la s. Ni una represión desorientada de los impulsos sexuales ni una satisfacción a la ligera de los mismos conduce a su maduración.

Si la s. no se toma en serio según su radicación personal y su referencia social, si el comportamiento con la pareja se orienta sólo a un aspecto funcional – p. ej., la procreación o el placer -, entonces se produce una perversión de la facultad sexual. Con lo cual el sentido que ésta entraña no puede llegar a su pleno desarrollo.

5. Fundamentación de las normas de la moral sexual
Hoy está en primer piano del interés de la moral sexual la cuestión del método de fundamentación antropológica y teológica de sus normas. La etnologí­a ha puesto de relieve los contenidos, condicionados por la cultura, de cada sistema de normas y su relatividad; el hombre moderno ya no acepta sin más las normas morales que le da una autoridad o una comunidad, sino que pregunta por su legitimación. Precisamente en el ámbito de la s. se siente cohibido por un número excesivo de normas que, en parte, llegan a ser ajenas al objeto. Por otro lado, los estudios sociológicos y antropológico-culturales acentúan ampliamente la necesidad fundamental de normas humanas de conducta para el gobierno y la descarga de las fuerzas instintivas previamente dadas y para asegurar la libertad. Este cometido es y fue desempeñado también hasta ahora por el orden social; pero aquí­ hemos de advertir que las concepciones vigentes de valor, las leyes morales y jurí­dicas son siempre expresión de un orden que en cada caso ha de revisarse siempre de nuevo. Estas leyes son el resultado de una experiencia y de una regulación hechas por los grupos, y permanecen siempre absolutamente condicionadas por el tiempo.

Tampoco una moral sexual cristiana puede derivar simplemente un sistema absoluto e invariable de normas morales concretas a partir de la revelación del NT proclamada por la Iglesia como su fuente principal de moralidad; más bien, comprobando constantemente sus orientaciones en la revelación, intentará insertar los órdenes de vida relativos a la s. en las relaciones personales. La cuestión del sentido y fin de la vida y de la s. desde una perspectiva cristiana, es tema que debe someterse a reflexión y responderse siempre de nuevo. Aquí­ tienen su puesto aquellas afirmaciones que se derivan de la estructura fundamental del ser y de la conducta humana o de la naturaleza del hombre; en relación con lo cual debe notarse que hoy, ante la nueva visión dinámica e histórica que la teologí­a tiene del derecho natural, éste no puede concebirse como una estructura fija de orden, sino que ha de entenderse como una dimensión condicionada por el tiempo.

Además, también deben tenerse en cuenta los conocimientos de las ciencias empí­ricas, en cuanto éstos son moralmente relevantes, así­ como la experiencia concreta del hombre que obra moralmente. Las normas e instrucciones de una moral sexual, no pueden, pues, lograrse ni de un modo puramente deductivo ni de un modo meramente inductivo, sino que han de sacarse de la dialéctica constante entre ambos métodos.

Ahora bien, quien se satisface con la moral vivida y adopta como regla «la fuerza normativa de los hechos», en último término renuncia a establecer una finalidad para la moral sexual y a una auténtica educación del hombre. Ignora que el hombre tiene plenamente la capacidad y misión de configurar activamente su propio desarrollo. Deben tenerse en cuenta tanto la realidad o facticidad de lo dado como lo posible y necesario. Sin embargo, se examinará la conducta fáctica a la luz de sus contenidos normativos; y cuando aquélla es expresión de una convicción í­ntima, resultado de una ética, no puede ignorarse simplemente, sino que ha de verse como expresión – a veces deficiente – de un interés justificado. Desde este punto de vista, también las estadí­sticas tienen cierta importancia para el campo normativo.

6. El mandato cristiano del amor
La vigencia universal del mandato del amor también y precisamente en el ámbito de la moral sexual permanece fuera de toda discusión. La problemática está solamente en llenar su contenido. En el amor – que se entrega y redime – de Dios al hombre por Jesucristo, la revelación del NT ofrece un modelo o prototipo de agape, que debe ser para los cristianos un ejemplar y canon de todo amor entre los hombres. Sexo y eros encuentran en el agape su integración y su sentido personal y religioso. Los testimonios de la revelación proclaman que el amor humano por esencia debe tener rasgos altruistas.

Por esto en el cristianismo un amor egocéntrico y narcisista recibe una condenación radical. Todo amor erótico y sexual, tras el cual no se halle la persona entera y que, por tanto, no esté dispuesto a aceptar los deberes y la responsabilidad, no se puede entender como verdadero amor. El cristiano deberá medir una y otra vez en el radicalismo de la comprensión cristiana del amor su referencia al otro y las exigencias que se plantean a su amor.

Para el cristiano se abre un sentido todaví­a más profundo, un aspecto teológico-salví­fico de la s. por el hecho de que el hombre espera del otro la configuración de su propia persona y, para esta finalidad, se une exclusiva e irrevocablemente con su pareja en el sentido de una comunidad de vida y de destino. Con esto él crea el presupuesto para la eficacia de la acción salví­fica de Cristo. En el matrimonio una parte se hace para la otra mediadora de la salvación. Por esto la s. nunca tiene un valor por sí­ misma, sino que lo recibe solamente por el hecho de que se convierte en expresión de la voluntad entera del hombre.

Desde una perspectiva escatológica la s. y el matrimonio en cierto modo resultan relativos para el cristiano, pues «en la resurrección de los muertos ni los hombres se casarán ni las mujeres serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25). Precisamente esta distancia escatológica lleva al hecho de que en el cristianismo tiene sentido y ha de tener su puesto la decisión de no casarse, fundamentada en la libertad y en el carisma; esa decisión adquiere formas especiales en la -> virginidad y el -> celibato.

Pero el radicalismo de las exigencias del amor cristiano aparece excesivo en casos particulares si a la vez no se tiene en cuenta su carácter de don, así­ como su momento de perdón y de gracia. El hombre ha de aceptar que se le regalen muchas cosas; en la fe adquirirá certeza del perdón de su conducta errada, por la que deja de llegar a su fin. El pensamiento del perdón (cf. Jn 8, 1-11) y de la gracia constituye el envés de las altas exigencias morales del amor cristiano, que con ello ya no son excesivas, ni producen efectos neuróticos, sino que, más bien, tienen un efecto liberador. Por mucho que en el transcurso del tiempo la moral sexual realice siempre una adaptación a las normas sexuales, sin embargo, permanece siempre confrontada con el evangelio, que le sirve de norma crí­tica.

7. La actitud moral de base
La disposición del hombre a afirmar su s. y aceptar su papel sexual especí­fico, así­ como a reconocer los impulsos sexuales en su carácter í­ntegramente personal y social y a ordenarlos en el conjunto de su vida y de sus relaciones, es caracterizada en la tradición como castidad. Hoy, sin embargo, este concepto ha perdido ampliamente el contenido positivo de su valor. Castidad no equivale a lo que se llama «pureza» o continencia, sino que es «la tendencia a una ordenación y configuración correctas de las fuerzas sexuales al servicio de las relaciones humanas». El fin de la castidad está en la capacidad de amor personal bajo la modalidad especí­fica del sexo y también en la preparación del hombre para el matrimonio. Sólo está capacitado para el matrimonio el que es capaz de amor en un sentido total.

En cuanto la s. no es un sistema autónomo dentro de la totalidad de la persona sino que constituye una condición fundamental del ser humano, es funesta no sólo una infravaloración o negación de la misma, sino también cualquier exageración o aislamiento del sexo, o sea, una imagen del hombre que destaque tanto el ámbito biológico-animal a costa de la configuración espiritual-personal, que el hombre sea considerado únicamente como ser sexual. Precisamente una actitud fundamental de este tipo serí­a deshonesta, pues una valoración puramente funcional de las fuerzas sexuales lleva pronto a la exigencia de un derecho a gozar solitariamente de la s., a la válvula de escape de la satisfacción exigida por la tendencia, a probar y ejercitar la actividad sexual y a gustar el placer sexual hasta el hastí­o. En tal emancipación de la tendencia sexual la pareja queda fácilmente degradada a la condición de objeto de los deseos propios, aunque finalmente se intenta evitar conflictos mayores por medio de reglas de conducta meramente externas, p. ej.: No debes herir los sentimientos del otro; o bien, «jamás debes engendrar un niño no deseado» (A. Comfort).

La impureza no debe ser descrita de un modo funcional como «abuso» de la capacidad sexual. La impureza indica aquella actitud que no está dispuesta a reconocer la s. en su radicación í­ntegramente personal y a ordenarla con sentido en el todo de la vida, aun cuando esa actitud durante mucho tiempo no haya llevado al abuso de las fuerzas sexuales. También una consideración de la s. unilateralmente biológica y libre de valoración deberí­a tenerse por impura cuando pretende ser el enfoque exclusivo.

Sin embargo, si hay una actitud fundamental correcta y, aun cuando se presenten fracasos particulares, se tiende renovadamente a ella, entonces se puede hablar de un hombre casto, pues la virtud sólo se pierde por un abandono total del fin, es decir, de la orientación de base.

8. Veracidad en la conducta particular
En las relaciones sexuales se exige ante todo veracidad. La sinceridad exige que cada parte no se defraude a sí­ misma ni a la otra, que no «ponga en juego esperanzas o afirmaciones falsas» (Trillhaas). Quien, apelando a la naturalidad, quiere dejarse ví­a libre para un ejercicio desenfrenado de sus pasiones e impulsos, no se toma en serio ni a sí­ mismo ni a su pareja como auténtica persona humana.

Aquí­ deberí­a atenderse también al carácter de signo del comportamiento sexual. Este recibe su sentido de la significación que se da al signo particular. Ciertamente la función de los signos particulares cambiarí­a según la costumbre y la manera individual de sentir; pero, no obstante, la forma suprema de unión corporal, el contacto sexual, deberí­a también permanecer expresión de la suprema forma de unión personal humanamente posible. Y ésta sólo queda garantizada si tiene como fundamento que la asegura la voluntad mutua de vinculación en ambas partes. Y así­ es condición fundamental de la entrega sexual, la total e irrevocable aceptación de la pareja como persona.

La experiencia corporal de placer brota de la experiencia más profunda de la intimidad en la comunidad de vida; tiene un carácter extático. La finalidad y la expresión de la plenitud de la s. humana no es el máximo placer posible en el orgasmo, sino la experiencia de la intimidad de dos seres humanos. Por cuanto la vivencia de felicidad tiene un carácter momentáneo y en el plano del cuerpo desaparece más rápidamente que en la experiencia espiritual, la s. tiende a la repetición. El signo quiere ser puesto siempre de nuevo, pero sólo garantiza un presentimiento de la plenitud definitiva, que permanece siempre una promesa para las dos partes. Si la s. se cuenta entre los elementos de la estructura de la persona humana, entonces el contenido último de su sentido no se llena sólo por una vivencia de placer experimentada corporalmente, ni tampoco por una transitoria armoní­a personal en el sentido de una comprensión amorosa, sino en cuanto el impulso sexual queda vinculado a la voluntad de obligarse mutuamente, a la común responsabilidad mutua, y a la forma acuñada por el agape de un amor que se entrega.

Incluso cuando la pareja en principio está de acuerdo con una entrega sexual sin compromisos, en forma de un comercio carnal pre o extramatrimonial, con todo éste contradice al contenido que de suyo expresa ese acto. No se puede dudar de que muchas personas en su entrega sexual no reconocen la singularidad inconfundible del tú y no tienen la experiencia de la pertenencia y vinculación mutuas, sencillamente porque en virtud de sus intereses egoí­stas no poseen la apertura y la atención exigidas para un amor auténticamente referido al tú. El deseo de pertenecer a la pareja «para siempre y eternamente» no se realiza ahí­ en modo alguno.

Ahora bien, sin una voluntad total de unión no se puede asumir una responsabilidad plena para con el cónyuge ni para con la prole que eventualmente pueda proceder de este amor. Entonces la entrega se convierte fácilmente en una pérdida de sí­ misma. Si el acto sexual debe ser signo del amor y de la total entrega mutua, en consecuencia detrás de él debe estar necesariamente toda la persona con su conocimiento y voluntad. Ante la exigencia radical de amor que hay en el NT, todo comercio carnalpre o extramatrimonial es falso y, en último término, irresponsable (F. Böckle). La significación de la s. para toda la humanidad y la responsabilidad social hacen que también la sociedad tenga un derecho de intervención en la regulación del matrimonio y en el acto de contraerlo. A este respecto el comienzo del matrimonio no siempre podrá fijarse en forma puramente jurí­dica.

En cuanto toda persona sana y corporalmente madura está incluida en el campo de fuerzas de la s., se plantea para la moral sexual la cuestión de si y hasta qué punto hay ciertos grados de ejercitación en la experiencia de la propia s., los cuales, aunque sean distintos para cada individuo, puedan, sin embargo, ser valorados como grados transitorios para la persona que va madurando. Cabe preguntar además qué formas de relaciones sexuales tienen sentido en el camino hacia el matrimonio y, por ello, son moralmente lí­citas. Por lo que se refiere a la valoración de los estí­mulos sexuales sobre una base heterosexual, tal como éstos se presentan en los juegos estimulantes, la pregunta por su sentido y licitud no se puede contestar mediante una casuí­stica perfilada. Si el necking y el petting (besarse y acariciarse) se entienden en sentido amplio, no apuntando meramente a una satisfacción sexual, sino como examen de la disposición erótica de la otra parte y como prueba de amor, no se pueden rechazar de antemano y globalmente. Por más que sea propio de los jóvenes acumular experiencia, sin embargo, no puede pasarse por alto la cuestión del sentido y de la finalidad.

Para el comportamiento prematrimonial puede establecerse como principio: en tanto tiene sentido y es lí­cita la expresión corporal del amor, también la de í­ndole erótica y sexual, en cuanto existe la disposición interna a dar. Hay distintos grados de vinculación entre dos personas, desde la amistad inestable, a través de la amistad para siempre, hasta aquel amor temporalmente ilimitado que es la caracterí­stica del amor matrimonial. El saber sobre el propio engaño, sobre la proyección del tipo de alma o de ánimo; exige la correspondiente autocrí­tica y la apertura para el consejo de otros. La ordenación correcta y la configuración de la s. es para la persona humana un cometido de toda su vida; aquí­ la moral sexual sólo puede mostrar el fin hacia el cual el hombre ha sido enviado y puesto en camino. Y así­ pueden muy bien darse ciertos grados de desarrollo y de maduración.

9. Conductas erróneas
Puesto que la s. es expresión esencial de la orientación y vinculación personales del hombre, toda actividad sexual que se busca sólo por sí­ misma y no llega a una vinculación corporal-espiritual, yerra su sentido pleno. Y así­ se traduce en un enunciado parcial e incluso falso. El valor moral de tal acción se mide por el valor personal del ser que en ella se presenta. Una moral sexual que en la s. ve solamente las funciones del placer y de la propagación (así­ H. Kentler), ha abandonado la radicación personal de la s. y cae en una valoración apersonal y aislada de las fuerzas del estí­mulo sexual. Todo egocentrismo y narcisismo que valora la otra parte solamente como objeto del egoí­smo propio o que no ve la propia s. en su referencia social, es una conducta errónea.

Para la educación no se deberí­a proponer una imagen ideal estática, sino que habrí­a de tenerse en cuenta cómo se da necesariamente un desarrollo, y cómo el hombre conoce estadios en los que la integración sexual tiene todaví­a el carácter de lo imperfecto, de lo no logrado y configurado totalmente. Además, una conducta deficiente no se valorará únicamente por sí­ sola, sino que aquí­ se atenderá a la historia de la vida de cada uno, a toda su actitud y orientación fundamental. Para los jóvenes hay grados transitorios de conducta sexual, los cuales deben ser aceptados y elaborados correctamente. En todo caso no pueden ignorarse la tendencia a la repetición y el peligro de acostumbrarse a una falsa conducta sexual y quedarse fijado en ella.

Precisamente en los años de desarrollo la capacidad de amor del joven corre el peligro de quedarse fijada en un narcisismo o de ser destruida totalmente por las fuerzas autónomas del impulso sexual. Ni una represión ciega de las fuerzas sexuales ni una satisfacción ingenuamente aceptada de las mismas sirven a la maduración humana. La masturbación, que es una forma (muy extendida entre los jóvenes) de satisfacción sexual extramatrimonial, en buena parte debe considerarse como fase transitoria de un desarrollo sexual o como distensión en una atmósfera de excitación. Excepto el caso en que se trate de una fijación neurótica, hay que guardarse de dramatizaciones. Sin embargo, no es una forma correcta y plenamente válida de actividad sexual, y por ello no puede aprobarse simplemente.

El fenómeno de la homosexualidad hoy ya no puede abordarse en forma puramente negativa e indiferenciada. El trato con personas homosexuales exige una solución «pastoral» adecuada. La llamada de la moral se estrella precisamente en los homosexuales, si bien «gran parte de ellos lo son voluntariamente y, dentro de sus lí­mites, son también capaces de buscar uniones duraderas y «totales» lo mismo que las personas «normales»» (H. Ringeling). No hay duda de que Pablo rechazó la homosexualidad como sí­ntoma del pecado original del hombre, en correspondencia con su valoración de la pederastia coetánea como signo de depravación y decadencia. Pero allí­ donde hoy la homosexualidad se perfila más como enfermedad que no puede ser «superada» simplemente mediante esfuerzos morales, sino que, por el contrario, parece incluso tener un carácter irreversible, habrá que ayudar a estos hombres en el marco de las posibilidades todaví­a existentes. Un hombre tal busca de manera absolutamente sincera la totalidad de la otra persona, pero no alcanza la forma cristiana de encuentro con ella (Thielicke). Por esto, una persecución jurí­dica de la homosexualidad se exigirá sólo allí­ donde se trata de la seducción de jóvenes y personas dependientes, de acciones contra la moralidad pública y de una explotación de la homosexualidad con fines lucrativos.

10. La cuestión de la culpa
En las infracciones contra la ordenación y configuración de las fuerzas sexuales se atenderá, para enjuiciar la culpabilidad, a los conocimientos de la -> psicologí­a profunda. No pocas veces se da aquí­ una considerable merma del conocimiento y de la libertad de la voluntad. Por lo que se refiere al conocimiento, podemos decir: Los estados de tensión sexual repercuten perjudicial y opresivamente en la actividad de la corteza cerebral, que es el lugar donde se desarrolla el proceso espiritual. La reflexión retrocede más o menos; se olvida la precaución con que normalmente se procede; y finalmente el pensamiento queda cautivo más y más del impulso sexual. En este estado ya no se puede hablar de capacidad para un conocimiento claro. El afectado tampoco ve claramente la importancia moral ni el alcance de su acción. Lo sexual se le impone con su dinámica propia. Sólo después de la distensión sexual y de la desaparición de la presión sobre la corteza cerebral cesa la «ofuscación» del pensamiento (cf. Gagern).

Precisamente desde este punto de vista resulta también claro que el enjuiciamiento aislado de un «solo acto» es necesariamente insuficiente, y que importa más bien la totalidad de la actitud fundamental y orientación del hombre. El que busque la ordenación correcta de lo sexual y conozca la dinámica de estas fuerzas, no se expondrá sin reflexión a la «próxima ocasión». Pero allí­ donde, a pesar de un esfuerzo intenso, uno es «arrollado» de nuevo, a veces como consecuencia de las caí­das anteriores, deberá procederse con cautela antes de declarar como «pecado mortal» un caso particular, y si hay duda se decidirá pro reo.

En lo tocante a la voluntad, a pesar de una posición fundamental correcta, con frecuencia puede faltar aquella madurez (exigida para pecar mortalmente) que se requiere con un consentimiento plenamente voluntario y libre, y puede faltar especialmente en los jóvenes durante su pubertad. No todo consentimiento puede valorarse de antemano como decisión plena de la voluntad. Con frecuencia se trata de un consentimiento que se requiere para realizar un acto, pero que es más bien un ceder de la voluntad débil ante el poderoso empuje sexual. Son dos casos distintos el del que lucha seriamente por una ordenación e inserción correcta de sus impulsos sexuales y el del que se deja llevar abúlicamente por ellos.

Para la magnitud de la conducta falsa, o para la gravedad del pecado, es decisiva la medida del amor lesionado o falsificado en la infracción sexual. También en el ámbito sexual se distinguirá entre las dificultades sexuales que se oponen ineludiblemente al joven en el camino o proceso de maduración hacia una recta ordenación, por una parte, y las auténticas trasgresiones sexuales, por otra. Aunque éstas últimas de ningún modo han de tenerse por simples bagatelas, puesto que pueden ser muy perjudiciales parala capacidad de amor y el desarrollo de la personalidad, sin embargo, tampoco en ellas deberí­an verse los pecados peores. Precisamente hoy, en la ética cristiana ya no está en primer plano la regulación de la conducta sexual, aunque a veces todaví­a se le reprocha esto (A. Comfort).

En todo caso, el cristiano no podrá abordar la cuestión de la culpa sin tener también en cuenta la disposición al perdón exigida por el evangelio (cf. Jn 8), y el perdón de la culpa y de los pecados propios que se ha experimentado por la fe en la obra redentora de Cristo.

BIBLIOGRAFíA:
1. MONOGRAFíAS: F. E. v. Gagern, Die Zeit der geschlechtl. Reife (F 1952); D. S. Bailey, The Man-Women Relation in Christian Thought (Lo 1959); P. Ricoeur (dir.), Sexualité (P. 1960); Der homosexuelle Nächste (H 1963); Sexualität und Verbrechen (F – H 1963); Thielicke III 507-810; S. Keil, Sexualität, Erkenntnisse und Maß-Stäbe (St 1966); Sex and Morality. A Report to the British Council of Churches (Lo 1966); H. Baltensweiler, Die Ehe im NT (Z – St 1967); G. Barczay, Revolution der Moral? Die Wandlung der Sexualnormen als Frage an die evangelische Ethik (Z – St 1967); F. Böckle – J. Kähne, Geschlechtl. Beziehungen vor der Ehe: Probleme der prakt. Theologie V (Mz 1967); F. Leist, Liebe, Geschlecht, Ehe (Mn 1967); M. Müller, Grundlagen der kath. Sexualethik (Rb 1968); H. Ringeling, Theologie und Sexualität (Gü 21968); H, van de Spijker, Die gleichgeschlechtl. Zuneigung. Homotropie: Homosexualität, Homoerotik, Homophilie – und die katholische Moraltheologie (Olten – Fr 1968); H. Greeven – J. Ratzinger – R. Schnackenburg – H. D. Wendland, Theologie der Ehe (Rb – Gö 1969); G. Scherer – W. Czapiewski – H. Koester, Ehe – Empfängnisregelung – Naturrecht (Essen 1699); J. Gründel, Fragen an den Moraltheologen (Mn 21969); A. Alsteens, La masturbación en los adolescentes (Herder Ba 1972); W. Wickler, Sind wir Sünder? Naturgesetze der Ehe (Mun – Z 1969).

2. ARTICULOS: Härings III 273-399 (hihi.); B. Häring, El matrimonio en nuestro tiempo (Herder, Ba 41973); F. Böckle, Discusión sobre el derecho natural (Herder Ba 1971); A. Alsässer, Geschlechts-verhalten in Partnerschaft und Ehe: Für eine glückliche Liebe (bajo la dirección de G. Geissler) (Mn 1968) 173-185; idem, Rechtes Verhalten in der Zeit der geschlechtlichen Reife: ibid. 185-199; A. K. Ruf, Humansexualität und Ehegemeinschaft: NO 22 (1968) 241-252; J. Vernet, Chromosomes et criminalité: Etudes (1968) 207-217; J. Gründel, Das neue Bild der Ehe in der kath. Theologie: Das neue Bild der Ehe (bajo la dir. de H. Harsch) (Mn 1969) 37-73: idem, Das christl. Menschenbild – Ausgangspunkt und Ziel geschlechtlichen Erziehung: Geschlechtlichen Erziehung in der Schule (bajo la dir. de E. Wiesböck) (Mn 1969) 16-58.

Johannes Gründel
C) PEDAGOGíA SEXUAL
1. Peculiaridad y problemática
La educación sexual sólo puede realizarse fructí­feramente en el marco total de una educación moral y personal; no se puede realizar prescindiendo de toda valoración e ideologí­a y presupone una visión recta de la s. (cf. antes en A). Aquí­, más que de una proclamación moralizadora de las normas morales correspondientes, se trata de aquella ayuda que el hombre joven necesita dentro de un proceso de maduración. Una pedagogí­a sexual que renuncie a la cuestión del sentido y de la finalidad de la educación se destruye a sí­ misma. Todo tabú y toda mistificación falsa en el campo de lo sexual han de suplantarse por el necesario conocimiento objetivo y por una introducción profunda y sin escrúpulos en las cuestiones vitales del hombre, en la significación de la s. para el desarrollo de la personalidad propia y para las relaciones humanas y sociales, y principalmente en las cuestiones del amor y del -> matrimonio. A este respecto se requiere una visión conjunta de todas las cuestiones de la vida a la luz de la revelación.

La -> psicologí­a profunda prohí­be valorar lo sexual meramente como un sistema autónomo dentro de la totalidad de la persona; más bien, lo sexual pertenece al ser humano en general. Por ello la acuñación y la maduración í­ntegramente humanas dependen en gran parte de una ordenación correcta de lo sexual. En consecuencia hay que rechazar toda valoración meramente funcional, toda exigencia arbitraria y toda vivencia aislada del placer sexual. Tales pretensiones aparecen hoy ampliamente como reacciones unilaterales ante una moral sexual concebida negativamente.

Si la s. se trata de un modo puramente biológico, psicológico o incluso sociológico, con ello todaví­a se ha hecho poco para su integración personal. Precisamente aquí­, todo aislamiento es funesto, pues una s. no integrada correctamente puede convertirse en una amenaza social con la dinámica de su impulso.

La problemática de una educación sexual acomodada a los tiempos reside también en que aquí­ se encuentran siempre dos generaciones.

2. Punto de partida y finalidad
Como punto de partida y finalidad de la educación sexual hay que considerar la unidad de s. y eros, de amor personal y responsabilidad de los dos amantes por sí­ mismos y por la sociedad. A partir del eros, que se entiende como amor dirigido a la persona y abarca a la otra persona í­ntegramente, crece también la disposición al matrimonio. La mera s. y el comercio carnal aislado carecen de este eros personal.

Para el cristiano una pedagogí­a sexual correcta exige una referencia a la imagen cristiana del hombre y a la ética cristiana del matrimonio y del amor. En la actitud de la pedagogí­a sexual deberán tenerse en cuenta, a partir de la revelación, las afirmaciones histórico-salví­ficas sobre el pecado, la necesidad de redención, la redención efectiva y la santificación del hombre. Hay que rechazar toda discriminación, pero también toda acentuación exagerada y mágica de lo sexual. Ni una interpretación pesimista del hombre en el sentido de una naturaleza totalmente corrompida, ni un naturalismo, unido a una fe ingenua en el progreso, corresponden a la valoración cristiana del hombre y de su sexualidad.

A pesar de toda actitud natural, serena y sana ante el ámbito de lo sexual, el cristiano sabe que también este campo está vulnerado a causa de la condición pecadora del hombre.

Una educación para la ordenación correcta de lo sexual debe necesariamente permanecer unida con una introducción a la vivencia axiológica. Cuanto más aflore el estí­mulo sexual, que requiere una sublimación, tanto más debe ofrecerse a los jóvenes en su crecimiento una ayuda decisiva para la ordenación de sus fuerzas sexuales. Por esto hay que tender necesariamente a una profundización de la conciencia personal. En último término, la finalidad de una educación sexual correcta es la capacitación para un encuentro personal en el amor, con la disposición a aceptar la responsabilidad por sí­ mismo, por la pareja y por la vida nueva que pueda llegar.

También deberí­an darse a conocer crí­ticamente al joven los distintos contenidos de la palabra «amor». Porque todo encuentro de los sexos presupone una determinada madurez de vida.

3. Método e «ilustración»
La madurez sexual depende de la acuñación í­ntegra del hombre y de la historia de cada uno desde su fase pregenital, de si en su mundo circundante reina una atmósfera educadora llena de confianza, de la conducta de la madre para con el niño y del amor familiar. La pedagogí­a sexual atenderá a la educación según las fases. De acuerdo con los conocimientos de Freud, según el cual son ya importantes los impulsos libidinosos de los primeros años de la infancia y su configuración, se prestará cuidado también al desarrollo de la s. en la niñez, en la juventud y principalmente en la pubertad, y según la capacidad receptora del niño, se transmitirá de acuerdo con las fases el conocimiento necesario. Toda falta de veracidad en relación con la instrucción de los niños (historia de la cigüeña) y toda mojigaterí­a, contradicen a una pedagogí­a sexual seria y acarrearán su venganza en el transcurso del desarrollo del niño. Una instrucción colectiva sobre las funciones sexuales resulta problemática cuando se contenta con una exposición puramente fisiológica y biológica del tema, sin abordar la tarea de una formación personal y de la configuración de todo el hombre. Solamente aquel saber que se encuadra en una educación total, puede favorecer a un desarrollo í­ntegramente humano de la personalidad. Una instrucción sexual objetiva deberá concluirse en cierto modo al principio de la pubertad, es decir, antes de la primera polución o de la primera menstruación.

Sin embargo, una mera transmisión de saber es insuficiente. Tras el concepto de «ilustración sexual» se oculta con frecuencia unoptimismo discutible en torno a la instrucción objetiva sobre los hechos biológicos y fisiológicos. Ahora bien, en cuanto se trata del problema de una educación humana integral, por pedagogí­a sexual no puede entenderse simplemente la ilustración sexual. Precisamente una valoración cristiana del hombre, de su corporalidad y de su s. prohí­be desligar lo sexual de la responsabilidad personal. La tendencia de los impulsos sexuales, su inseguridad instintiva y su intensidad excesiva exigen un esfuerzo constante para la ordenación correcta de estas fuerzas en el todo de la persona. Si la configuración de tales fuerzas no ha de tener un carácter represivo, sino que ha de convertirse en una educación para el amor correctamente entendido, se requiere una integración de los impulsos sexuales que deje espacio libre para el encuentro con otra persona. También la relación matrimonial de amor entre hombre y mujer sólo se logrará si ha recorrido ya una fase de distancia sexual. Mientras no sea todaví­a posible para el joven una comprensión plena del sentido y significación de la s. él necesita absolutamente una protección y dirección. En el camino hacia una recta ordenación y configuración de la s. hay sin duda alguna grados de desarrollo y de madurez. Una casuí­stica alambicada no es suficiente para precisar lo que en un caso particular es correcto y bueno o lo que es absurdo, malo y, por consiguiente, pecaminoso (cf. antes en B).

Aunque en el joven, ante la súbita irrupción de los impulsos sexuales, debe evitarse todo dramatismo y así­ no se puede hablar de pecado en todo acto solitario, sin embargo, se mostrará al afectado la dirección donde llama la s. De lo contrario, una fijación falsa y narcisista podrí­a perdurar hasta los años posteriores y crear así­ dificultades al joven en su transición desde una referencia al yo hacia un auténtico altruismo. La liberación de un egoí­smo infantil exige una revisión de ciertas proyecciones de arquetipos inconscientes, especialmente de la imagen asexual de los padres. Sin embargo, si se mantiene excesivamente después de la pubertad una s. egocéntrica, eso puede ser sí­ntoma de una crisis en el ser personal o expresión de un carácter infantil o neurótico.

4. Los pedagogos en esta materia
El cometido de la educación sexual corresponde en primer lugar a los padres. En una atmósfera familiar sana ellos deben llenar en cada caso la necesidad infantil de información y, teniendo en cuenta el saber ya existente en el niño, prepararlo para las modificaciones corporales y espirituales. Las frecuentes cohibiciones y dificultades de los padres en encontrar la palabra adecuada para los niños, sin duda se basan en el hecho experimental de que la intimidad más profunda de hombre y mujer en el acto sexual permanece en último término oculta bajo el velo del pudor y de la reconditez, y así­ lo que propiamente debe decirse y experimentarse no puede articularse. Sin embargo, con el transcurso del tiempo, los reparos demasiado fuertes pueden conducir a tabúes que impiden o malogren la confianza que debe reinar entre padres e hijos.

También la escuela, en su tarea educativa, seguirá desarrollando los conocimientos existentes. Sin embargo, la educación sexual que ella imparte podrí­a entenderse ampliamente como subsidiaria. Es cosa dudosa que la educación sexual haya de constituir una materia especial; pues aquí­ se trata de un problema que afecta a la totalidad del hombre, y que no sólo debe abordarse en el ámbito de la biologí­a, sino también en otras disciplinas, entre las cuales ocupa un puesto importante la instrucción religiosa y la formación de la conciencia del educando.

BIBLIOGRAFíA:
– 1. FUENTES: Plenarkonferenz der deutschen Bischöfe, Sexualpädagog. Richtlinien für die Jugendseelsorge (D 1964).

– 2. MONOGRAFíAS: A. Gruber, Jugend im Ringen und Reifen (Fr – Bas – VV ‘1961); D. Gritsch, Lebensgeheimnisse. Gespräche mit Kindern und Jugendlichen. Versuch einer Sexualpädagog. für Eltern und Erzieher (W 1962); M. J. Buckle)), Morality and the Homosexual (Lo 1959), dt.: Homosexualität und Moral. Ein aktuelles Problem für Erziehung und Seelsorge (D 1964); L. Prohaska, Pedagogí­a sexual. Psicologí­a y antropologí­a del sexo (Herder Ba ‘1973); F. E. v. Gagern, Die Zeit der geschlechtl. Reife (F ‘1964); ders., Harmonie von Seele und Leib (F ‘1966); A. Heirnler, Reifung und Geschlecht (Mn 1966); K. H. Wrage, Mann und Frau. Grundfragen der Geschlechtserziehung (Gü 1966); A. Auer – G. Teichzweier – H. u. B. Sträfling, Der Mensch und seine Geschlechtlichkeit (Wü 1967); F. Böckle – J. Kähne, Geschlechtl, Beziehungen vor der Ehe: Probleme der prakt. Theologie V (Mz 1967); W. Bokler – H. Fleckenstein, Die sexualpädagogischen Richtlinien in der Jugendpastoral: Probleme der prakt. Theologie VI (Mz 1967); E. Eil, Grundlagen der Erziehung zu Partnerschaft und Ehe (Limburg 1968); R. Hof-mann – J. B. Lortz – G. Struck, Aufklärung un Geheimnis in der S. (Karlsruhe 1968); B. Strätling, Sexualidad: ética y educación (Herder Ba 1973); E. Wiesböck (Hrsg.), Geschlechtl. Erziehung in der Schule (Mn 1969) (con bibl.); P. Chauchard, Voluntad y sexualidad (Herder Ba 1971); L. Prohaska, El proceso de la maduración en el hombre (Her-der Ba 1972); P. Chauchard, Fuerza y sensatez del deseo. Análisis del eros (Herder Ba 1974).

– 3. ARTíCULOS: A. K. Ruf, Humansexualität und Ehegemeinschaft: NO 22 (1968) 241 bis 252; J. Gründel, Das christl. Menschenbild – Ausgangspunkt und Ziel geschlechtlicher Erziehung: Geschlechtl. Erziehung in der Schule, hrsg. von E. Wiesböck (Mn 1969) 16-58.

Johannes Gründel

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica