SAMARITANO, EL BUEN

Lc 10, 25-37
DJN

El pasaje, previo a la parábola (10, 25-27), es común a los tres Evangelios Sinópticos (Mt 22,34-40; Mc 12,28-31), aunque con ciertas variantes. En Mt y en Mc el maestro de la ley pregunta a Jesucristo cuál es el primer mandamiento, el más importante de la ley. En Lc la pregunta es ésta: «¿Qué debo hacer para conseguir la vida eterna?».

Sea cual fuere el original de la pregunta, está muy claro que el maestro de la ley pretende tentar, poner a prueba a Jesús, como lo constata Lucas, pues la respuesta a esta pregunta, impropia de un experto en las Sagradas Escrituras, la sabe todo el mundo, hasta los niños desde que tienen uso de razón.

Jesús, siguiendo las técnicas pedagógicas rabí­nicas, contesta preguntando: «¿Qué dice la Biblia? ¿Qué lees en ella?». Contestó: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espí­ritu y a tu prójimo como a ti mismo» (ver Dt 6,5; Lev 19,18). Jesús le dice: «Tu respuesta es exacta; haz eso y vivirás».

Jesús le deja públicamente en ridí­culo y hasta humillado, por haber formulado una pregunta tan simple, que cualquiera de los presentes sabe responder. Para salir más airoso del lí­o en que se ha metido y para demostrar que no es un ignorante, le formula una nueva pregunta más difí­cil y complicada: «¿,Quién es mi prójimo?».

En las escuelas rabí­nicas, y en el pueblo, se discutí­a a quién habí­a qué considerar como prójimo. Para unos «prójimo» es sólo el conciudadano, el de raza judí­a; para otros es también el extranjero residente que, tras haber sido debidamente instruido en la ley y adquirir el compromiso de cumplirla, habí­a sido circuncidado y bautizado y, en consecuencia, se habí­a integrado en el pueblo judí­o; en plenitud de derechos y deberes; para los fariseos «prójimo» es sólo el fariseo. Para todos el gentil nunca es prójimo. Los apóstatas, los herejes y los delatores (aunque sean de raza judí­a), tampoco son «prójimos». Los esenios mandaban «amar a todos los hijos de la luz y odiar a todos los hijos de las tinieblas».

Jesús le contesta con la parábola del Buen Samaritano.

«Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó». El descenso es de unos mil metros en un recorrido de unos 27 kilómetros por un camino sinuoso lleno de peligros que atraviesa todo el desierto de Judá y donde era frecuente que los bandidos atracaran a los caminantes.

«Un hombre», cualquier hombre, un ser humano, sin distinción de raza, nacionalidad o religión. Puede ser un judí­o, un pagano, un cismático o un idólatra.

Y este hombre cae en manos de salteadores que le despojan de cuanto lleva y le dejan tirado medio muerto. Pasan por allí­, uno después de otro, un Sacerdote y un Levita que vendrí­an de cumplir su turno semanal de ofrecer el culto en el templo de Jerusalén y se dirigí­an a Jericó, una ciudad residencial de Sacerdotes y Levitas. Los dos pasan de largo del hombre medio muerto sin prestarle auxilio. Y es que no hay nada que seque más el corazón que el egoí­smo de las prácticas religiosas. La exagerada repetición de ceremonias y de ritos realizados con gestos ypalabras dirigidas a Dios, sin pensar para nada en los hombres, les ha asfixiado su capacidad de compasión.

Están acostumbrados a escuchar la voz de Dios, o lo que se imaginan que es la voz de Dios, en el templo y tienen los oí­dos taponados para escuchar la voz de Dios que clama con gemidos en el camino del dolor humano. Sin querer vienen a la memoria las palabras que el profeta pone en boca de Dios: «Quiero amor, no sacrificios» (Os 6,6). La santidad no está en el culto, está en el amor operativo.

A renglón seguido pasa por allí­ un samaritano. Al escuchar la palabra samaritano, al maestro de la ley se le convulsionaron sus sentimientos racistas y religiosos. Los samaritanos ya no eran judí­os, se habí­an dejado contaminar por los asirios tras ser invadidos por ellos en el año 721 a.C., habí­an mezclado su sangre con la suya, eran, por tanto, una raza mestiza; habí­an aceptado el culto a los dioses paganos a los que adoraban en los santuarios que habí­an erigido en los lugares altos, y al mismo tiempo daban también culto a Yavé en el templo que habí­an levantado en el monte Garizí­n como un desafí­o al templo de Jerusalén, el único agradable a Yavé.

Por todas estas razones los samaritanos eran odiados por los judí­os y tenidos como enemigos mortales.

Y he aquí­ el contraste, el samaritano hace lo que no hicieron el sacerdote y el Levita, representantes oficiales de la religión judí­a. Le cura las heridas con aceite y vino, le monta en su cabalgadura y él va a pie sujetándole para que no se caiga, le deja en una posada cercana entregando, para que le cuiden, dos denarios, el jornal de dos dí­as, con la promesa de que volverá pronto y pagará lo que hiciera falta.

Hay que hacer referencia a «la regla de tres» usada en las escuelas rabí­nicas. Se presentan tres personajes, unas veces en lí­nea descendente en cuanto a su categorí­a personal, como aquí­ y en Mt 23, 14 y 30 y otras, en lí­nea ascendente (Lc 20,10-12) y otras al mismo nivel (Lc 14,18-20), Y a continuación viene la enseñanza.

Termina la parábola y Jesús hace al maestro de la ley esta pregunta: «Según tu parecer, ¿cuál de esos tres hombres se portó como prójimo del hombre que cayó en manos de los salteadores»? El contestó: «El que se mostró compasivo con él». Y Jesús le dijo: «Vete y haz tú lo mismo». Si quieres salvarte, haz lo que no estás haciendo, obras de amor, pues sólo salva la acción caritativa.

La conclusión es tan patente, que hasta el mismo maestro de la ley se ve obligado a admitir que el samaritano ha realizado el ideal de «prójimo», un modelo de persona, un enemigo de los judí­os que tiene por prójimo a sus enemigos los judí­os.

La parábola da un concepto internacional de «prójimo», nos enseña quién es nuestro prójimo, cualquier miembro de la familia humana, y cómo hay que portarse con él. Prójimo es el que se encuentra en estado de necesidad, al que hay obligación de socorrer, y al que asiste el derecho a ser socorrido. Ambas cosas están perfectamente encarnadas en el samaritano.

La Iglesia de Jesucristo, por su propia naturaleza, es una Iglesia samaritana. Donde hay una necesidad, alguien que requiere ayuda, allí­ está ella. Si así­ no lo hiciere, no serí­a la Iglesia que fundó Jesucristo. Un cristiano, sin amor activo, es un imposible, no es un cristiano, es otra cosa. ->prójimo; escriba; culto; amor; extranjero; sacrificios.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret