SACRAMENTOS

(signos sagrados, obligación solemne sagrada).

Son signos sensibles, instituidos por Jesucristo, por los que se comunica al alma la gracia invisible y la santificación. Senalan las verdades principales del cristianismo, y nos dan la participación en los beneficios redentores de la muerte y resurrección de Cristo. El numero: Son 7: Bautismo, Confirmación, Confesión, Eucaristí­a, Orden: (sacerdocio), Matrimonio y Extremaunción. Ver cada uno en particular, «Bautismo», etc.

Dos son de muertos: Porque se reciben en pecado: El Bautismo y la Confesión.

Cinco son de vivos: Porque se deben recibir en gracia de Dios: Confirmación, Eucaristí­a, Sacerdocio, Matrimonio y Extremaunción: (o unción del enfermo).

Imprimen carácter el Bautismo, Confirmación y Sacerdocio, porque son para siempre, indelebles: Su efecto permanece hasta la muerte: (o eternidad), aunque la persona peque o pierda la fe, ¡son imborrables! Sacramentales: Son signos externos que transmiten la gracia o algún efecto divino espiritual. Se diferencian de los Sacramentos en que no producen su efecto en virtud del rito; su efecto depende, no en el rito mismo, como ocurre en los Sacramentos, sino en la disposición y oración del individuo: Así­, la imposición de manos para sanación, la señal de la cruz, el agua bendita, la bendición del papá o mamá o sacerdote, etc.

En sentido amplio «sacramento» es toda señal externa sensible que produce o senala una realidad sobrenatural, como la Iglesia es sacramento de Cristo y el cristiano debe ser sacramento de Jesucristo, o el matrimonio sacramento del amor.

Sacramento de la Reconciliación: Es otro nombre que se da al Sacramento de la Confesión o Penitencia.

Sacramento del Altar: Es la Santa Hostia, que se expone a los fieles en el Altar, o se reserva en el Sagrario.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

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La palabra «sacramento» significa «cosas santas» (sacer, sagrado) y, por lo tanto alude a objeto, acción o estado relativo a la santidad. Los griegos empleaban el término misterio, (algo oculto, secreto) para decir lo mismo.

Los romanos, ya en el siglo I, usaban en ocasiones el término con idea militar de «juramento secreto», o acto juramentado como la jura de bandera. En el uso jurí­dico se aludí­a a fianza o compromiso jurado.

1. Concepto religioso
Ya en el siglo III se usa el término con sentido religioso y se alude con él al acto o gesto que produce santidad. Por eso, para los cristianos, significa lo que ofrece gracia.

En la traducción de S. Jerónimo de la Biblia, la Vulgata, convierte el término griego misterio en el latino de sacramento: Tob. 12, 7; Dan. 2. 18 y 4, 6; Sab. 2. 22 y 6, 24.

De las 28 veces que aparece en el Nuevo Testamento el término «misterio», no siempre lo transcribió por «sacramentum», tanto en la primitiva «vetus latina» como en la «Vulgata»; a veces usó términos equivalentes, si no se trataba de acciones concretas, sí­mbolos, gestos santos: Ef. 5. 32; Apoc. 1. 20 y 17. 7.

Un significado especial del término «sacramento» es el de acontecimiento salvador y santificador de Jesús, como redentor misterioso y amoroso de los hombres: Ef. 1. 6.; Col 1. 26.

Los primeros escritores tendieron a llamar sacramento a toda la religión cristiana, en cuanto ésta es una suma de verdades e instituciones misteriosas; y también lo aplicaron a los ritos de culto.

1.1. Evolución del concepto
Se fue progresivamente orientando a significar las acciones santas y un tanto misteriosas, aunque sensibles y acompañadas de plegarias o invocaciones, como las que se realizaban en el Bautismo o en la Eucaristí­a. Fueron los actos religiosos que primero recibieron el nombre de sacramento.

San Agustí­n decí­a sobre el Bautismo: «Si quitas las palabras, ¿qué es entonces el agua, sino agua? Si al elemento se añaden las palabras, entonces se origina el sacramento.» (In Jn. 80. 3 y Serm. 6). Lo define en ocasiones como signo sagrado, (sacramentum, id est sacrum signum) (De civ. Dei X. 5)

San Isidoro de Sevilla, en su afán de explicar las cosas por las palabras, hace del «sacramento» la descripción de lo que se emplea en las acciones sagradas, por ejemplo agua, pan, vino y óleos y unciones. «Se llama sacramento a lo que aparece en forma corporal, pero concede alguna virtud misteriosa y secreta.» (Etimologí­as 19. 40)

En tiempos escolásticos el término se precisó desde la idea agustiniana y se le definió al sacramento ya como un instrumento de la gracia, (Hugo de San Ví­ctor, Pedro Lombardo y otros).

1.2. La realidad sacramental
La realidad sacramental quedó precisada en el Concilio de Trento, cuando se salió al paso de las actitudes más subjetivas y fragmentarias de los Reformadores. No formuló este Concilio una definición dogmática, pero lo presentó como «signo visible de una realidad sagrada e invisible, que es la gracia.» (Denz. 876)

Es el Catecismo Romano el que define definitivamente el sacramento: «Una cosa o acción sensible que, por institución divina, tiene la virtud de significar y operar la santidad y justicia, es decir la gracia santificante.» (III. 8)

Según esta definición, son tres los rasgos del concepto de sacramento: un signo exterior y sensorial, que significa la gracia; la acción misteriosa de producir la gracia santificante; la institución por Dios, es decir por Jesucristo.

Trento resaltó la idea de Sto. Tomás, de que el sacramento es fundamentalmente un signo: «Es el signo general que significa y otorga la gracia en particular.» (Summa Th. III. 60. 1)

Los signos sacramentales no son las cosas o las acciones: agua, pan, crisma, etc., sino ellas unidas a las palabras y a las intenciones. Por eso no son signos lo que define su contenido religioso, pues lo natural por sí­ no puede dar lo sobrenatural, sino la referencia divina, la institución por Cristo, que es lo que hace a la realidad natural producir tales efectos.

Además, se insiste por parte de diversos autores postridentinos que no son realidades teóricas y especulativas, las que dan la gracia sino las acciones intencionales sencillas, eficientes y prácticas.

1.3. El Concepto protestante
Los reformadores, en su afán obsesivo de quitar toda intermediación que no fuera directamente la de Cristo, negaron el valor santificador de los actos sacramentales. Redujeron su importancia a ser simples rememoraciones de la acción del Salvador o estí­mulos para ello.

Los sacramentos, pues, son «recordatorios» para despertar y avivar la «fe fiducial», que es la única que justifica. No son medios o cauces estrictamente hablando. «Los sacramentos han sido instituidos no para dar, sino para recordar la voluntad divina de perdonarnos y para excitarnos a la fe y confirmarnos en el perdón de Dios.» (Confessio Aug. art. 13).

Calvino decí­a incluso: «El único sentido de los sacramentos es recordarnos la promesa divina de estar con nosotros» (Inst. IV. 14. 12). Su efecto es pues, sólo psicológico y simbólico, de ninguna manera son, ni pueden ser, instrumentos de la gracia.

Con estas actitudes es normal que, en el protestantismo, los sacramentos hayan desaparecido, quedando sólo el Bautismo como signo y recuerdo del perdón, no como purificación objetiva y real del pecado. Una y otra posturas fueron rechazadas como heréticas por el Concilio de Trento.

Posteriormente la aversión protestante, sobre todo entre los racionalistas del siglo XIX, hizo de los sacramento una simple imitación de los ritos paganos o de las supersticiones de los diversos pueblos en los que el cristianismo fue arraigando.

2. Elementos del sacramento
Para entender el concepto de sacramento es preciso ver lo que se hace (la acción o el objeto) y por qué se hace (la intención expresada en la fórmula o palabras). Tradicionalmente se ha hablado de materia y forma en cada sacramento, aludiendo a lo sensible (ojos, actos), a lo visible y a lo audible (invocaciones).

2.1. La materia y la forma
Cada uno de los sacramentos tiene sus rasgos peculiares. Pero hay un común denominador en todos ellos, que es el signo externo y sensible por una parte y es la intención espiritual y el efecto sobrenatural, por otra.

Se suele llamar materia, en el sentido de realidad palpable, al hecho, gesto, objeto o acción, que se presenta o ejecuta en cada sacramento.

La materia puede ser el agua, el pan y vino, el óleo santo, que no pueden ser cambiados sin que se altere y anule el sacramento. Y la palabra es la expresión también visible y sensible, que acompaña a la acción para expresar la voluntad humana de hacer lo que la voluntad divina quiere que se haga, en una dimensión comunitaria. Todo ello constituye el «sacramento».

Materia y forma, acción y expresión de intención, tienen que ir unidas, para que se realice el signo sensible que es cada sacramento. Hasta la época escolástica no se hizo problema de la precisión o unión formal de ambos elementos. Pero las discusiones teológicas del siglo XII y del XIII contribuyeron a clarificar la naturaleza de los sacramentos.

El primero que usó los dos términos en el sentido hilemórfico o aristotélico, que por entonces se impuso en la Iglesia, fue Hugo de San Caro (hacia 1230), que hizo oportunos y claros comentarios sobre la materia y la forma en cada sacramento.

Desde entonces, y como efecto de la influencia dominica (de S. Alberto Magno y de Sto. Tomás de Aquino) se convirtió en el modo ordinario de hablar de los teólogos católicos de Occidente. El «Decretum pro Armenis», del Concilio unionista de Florencia (1435), recogido en la Bula de Eugenio IV Exultate Deo del 22 de Noviembre de 1439 declaró: «Los sacramentos se hacen reales por tres elementos: la cosa, como materia; la palabra, como forma; y la persona del ministro, como encargado de conferir el sacramento con la intención de hacer lo que la Iglesia hace. Si falta alguno de esto tres elementos, no hay sacramento.» (Denz. 695)

3. Eficacia y realidad sacramental

Sin embargo, la doctrina católica hace del sacramento un verdadero instrumento de la gracia, porque Cristo quiso poner en nuestro camino unos «signos sensibles» a través de los cuales El da el perdón y la gracia.

Los antiguos escritores cristianos ya atribuyeron al signo sacramental la purificación y la santificación del alma. Sobre todo fue el Bautismo el que más mereció su atención y sus comentarios. Dios quiso poner en el agua bautismal una fuerza misteriosa, real y eficaz, de modo que hasta quienes lo reciben sin darse cuenta, como en el caso de los niños en el Bautismo, quedan purificados del pecado.

San Juan Crisóstomo comparó su eficacia con «la misma fecundidad del seno maternal, sobre todo del virginal de la Virgen Marí­a, donde se produce la vida con sólo realizar la acción. Dios lo quiso así­ y tenemos que admitir lo que Dios quiso y no lo que nosotros juzgamos». (Sbr. Jn. homil. 26. 1)

Esa eficacia auténtica, no mágica y supersticiosa, sino real y misteriosamente vinculada al signo sensible, es lo que se ha llamado entre los teólogos eficacia en virtud de la misma acción realizada.

Tradicionalmente se dijo eficacia «ex opere operato» (automática), para diferenciarla de la «ex opere operantis» (según el receptor y sus disposiciones)

A esa acción por sí­ misma se debe añadir la preparación, la conciencia, la intención, la acogida del que recibe el sacramento. Pero la una no condiciona la otra, aunque el ideal ascético y pedagógico es que vayan unidas.

Por eso podemos hablar de una eficacia objetiva y de una subjetiva, recogiendo expresiones escolásticas, que se usaron ya desde el siglo XII. Y debemos dar importancia al rito sacramental que se realiza y a la disposición de quien lo realiza y de quien lo recibe.

Y conviene, sobre todo en la formación de los cristianos, resaltar el regalo que suponen los sacramentos y lo lejos que se hallan de convertirse en ritos fetichistas. Ellos son instrumentos gratuitos y regalados a los creyentes, que incluso les santifican sin ellos darse cuenta, del mismo modo que las medicinas producen efectos buenos, incluso sin que lo adviertan quienes las toman de propio gusto o por influencia ajena.

Pero, al mismo tiempo, es importante la mejor conciencia en la recepción sacramental, es decir la preparación personal, para aumentar los beneficios con la mayor libertad y la mejor disposición de los receptores.

4. Efectos de los Sacramentos
Dios quiso que existieran estos signos sensibles para concedernos su gracia, de una forma incipiente (Bautismo o Penitencia) si no se tiene, o de una forma proficiente (Confirmación, Eucaristí­a, Unción de enfermos) si ya se posee; o incluso, de una forma relativamente perfectiva o culminativa (Orden, Matrimonio) cuando se llega a cierta plenitud de vida en la comunidad eclesial.

4.1. La gracia santificante
Los sacramentos confieren la gracia santificante, o amistad con Dios, a quienes los reciben. La dan de forma inicial (Bautismo) o la incrementan de manera progresiva con su recepción (Eucaristí­a).

Es la enseñanza de la Iglesia desde los primeros momentos y es la persuasión que se ha defendido siempre contra cualquier hereje que haya dudado de esta realidad. La concesión de la gracia la encontramos en múltiples texto del Nuevo Testamento, aunque es el Bautismo el que más fue señalado como fuente de justificación: 2 Tim. 1. 6; Jn 3. 5; Tit. 3. 5; Ef. 5. 26; Jn. 20. 23; Sant. 5. 15; Hech. 8. 17; Sant 6. 55.

Antiguamente se llamaban «sacramentos de muertos» a los que dan la gracia por primera vez, por no tenerla (Bautismo) o por haberla perdido (Penitencia). Y se llamaban «sacramentos de vivos» a los que suponen ya la amistad divina y su función es incrementarla y afianzarla (Eucaristí­a y los demás). Estas expresiones son válidas relativamente, pues la misma naturaleza de los sacramentos, como intermediarios de la gracia, reclama cierto reconocimiento del ser vivo que busca y acepta el misterio divino en las almas.

Con la gracia divina general, los sacramentos conceden o aumentan todos aquellos dones con ella vinculados: los dones del Espí­ritu Santo, los méritos sobrenaturales, las virtudes infusas o regaladas de fe, esperanza y caridad.

4.2. La «gracia sacramental»

En la doctrina habitual católica se habla también de que cada sacramento confiere una «gracia sacramental» especí­fica. Por eso precisamente existen diversos sacramentos.

Así­ el Matrimonio o el Orden otorgan a los casados o a los «ordenados» una fuerza sobrenatural y divina para cumplir con los deberes de su estado o misión eclesial. La Confirmación otorga una energí­a nueva para vivir la plenitud del mensaje cristiano. Y la Unción de los enfermos prepara para el tránsito supremo hacia la casa del Padre.

La existencia de la gracia sacramental es algo que se deduce naturalmente de la finalidad de cada sacramento. Se discute entre los teólogos si se trata de la misma gracia o amistad divina en general, aplicada a cada circunstancia diversa, o si realmente hay un «don peculiar y diferencial». Como otras muchas cuestiones teológicas, esta discusión corre el riesgo de enfangarse en el nominalismo y la semántica; pues, al tratarse de concesiones divinas, difí­cilmente se las puede encerrar en terminologí­as humanas.

Lo mejor es asumir con naturalidad su existencia, sin pretender sutiles diferencias sobre su naturaleza, y pedir a Dios que conceda sus dones en función de las particulares necesidades de las personas o de los grupos.

Santo Tomás habla de que esta gracia es la misma gracia general convertida en «cierto auxilio divino añadido a la gracia general para cumplir el fin propio de cada Sacramento.» (Summa.Th. III. 62.2)

Tal vez esta idea de la gracia sacramental especí­fica es la que más tiene que ver con la disposición y pedagogí­a de cada acción sacramental. La Iglesia recomendó siempre la buena preparación para recibir los sacramentos con más provecho y consciencia.

Así­ lo hizo la primitiva Iglesia con la práctica del catecumenado. Y así­ lo hace siempre que recomienda catequesis de primera comunión, catequesis penitenciales para recibir el perdón de los pecados, catequesis de confirmación, la preparación para el matrimonio sacramental, entre otras prácticas habituales.

4.3. El carácter sacramental
Hay tres sacramentos: Bautismo, Confirmación y el Orden, que imprimen en el alma un carácter, es decir, una «marca espiritual indeleble y definitiva» que diferencia a los que los han recibido y los hace irrepetibles.

Es difí­cil explicar y entender lo que es ese carácter; por eso se suele definir el carácter de forma metafórica, y se le denomina marca, sello o señal de identificación.

El Concilio de Trento declaró contundentemente su existencia contra los Reformadores que entendí­an el Bautismo como acto externo y simbólico y por lo tanto repetible: «Si alguno niega que los tres sacramentos: Bautismo, Confirmación y Orden imprimen un carácter en el alma, es decir un sello imborrable que los hace imposibles de repetir, que sea condenado.» (Denz. 695)

En el Nuevo Testamento no se habla explí­citamente de ese sello sacramental imborrable, pero se deduce de algunas expresiones paulinas que aluden a la fuerza transformadora del Bautismo: «Es Dios quien a nosotros y a vosotros confirma en Cristo, nos ha ungido, nos ha sellado y ha depositado las arras del Espí­ritu en nuestros corazones,» (2 Cor. 15. 21) «En El, desde que creí­steis, fuisteis sellados con el Espí­ritu Santo prometido.» (Ef. 1. 13) «Guardaos de entristecer al Espí­ritu Santo de Dios, en el cual habéis sido sellados para el dí­a de la redención.» (Ef. 4. 30)

En la teologí­a del siglo XII se perfiló la existencia del carácter sacramental que impide la repetición de los tres sacramentos mencionados. El teólogo Pedro Cantor (+ 1197) fue el primero que argumentó con razones sólidas sobre la irrepetibilidad de esos tres sacramentos por el sello o marca imborrable que dejan en el alma y la hacen diferente a como era antes de sus recepción.

Los grandes teólogos que discutieron o escribieron sobre este punto doctrinal (Alejandro de Hales, S. Buenaventura, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino) defendieron este sello como causante de la transformación definitiva del alma bautizada, confirmada y ordenada sacerdotalmente y la repetibilidad de la Penitencia, de la Eucaristí­a, de la Unción de enfermos o del Matrimonio.

5. Sacramentos y vida
La religión cristiana es sacramental por voluntad del mismo Cristo. Es decir, Dios quiso que hubiera unos cauces humanos y sensibles para comunicarnos su gracia por su medio. Es importante asumir esta economí­a de salvación que Dios determinó. Podí­a haber sido otra, pero la realidad es lo que es y no lo que podí­a haber sido.

La conveniencia de instituir signos sensibles de la gracia se escapa nuestro razonamiento. Pero se asume bien cuando nos damos cuenta de la condición sensible que los hombres tenemos y de lo difí­cil que resulta llegar a situaciones de abstracción elevada en la mayor parte de las personas sencilla.

Por eso Cristo quiso acomodarse a sus seguidores y les dio los apoyos sacramentales que reflejaran, en los sentidos, sus riquezas interiores.

5.1. Conveniencia de signos
Por eso, el cristiano tiene su vida espiritual y su nivel de gracia sobrenatural vinculado a los sacramentos y se pregunta por lo que es la voluntad de Jesús. Encuentra en los sacramentos los medios y recursos para cultivar su espí­ritu. Acepta los signos sensibles, el agua, el pan, el vino, las unciones, no como ritos mágicos, sino como acciones externas instrumentales que producen la amistad divina. Comulga y recibe la absolución de sus pecados, y también se alegra del agua bautismal recibida o de la unción confirmacional que acogió como regalo.

Cada sacramento tiene una finalidad querida por Cristo. Unos son de frecuente recepción. Otros se reciben sólo una vez y son el comienzo de una nueva vida y la causa de un nuevo estado en la comunidad cristiana. El buen cristiano sabe ver en acciones y objetos tan sensoriales el misterio de Dios que en ellos late.

5.2 Causalidad de los Sacramentos
Con todo es bueno para el cristiano el saber diferenciar entre el signo y lo significado. El sacramento no es el fin en sí­ mismo, el regalo, el don, sino el medio y el instrumento, el envoltorio del don que es la gracia divina.

Ellos son causa y condición de la gracia. Hay que cuidarlos como tales, pero no confundirlos. Por eso el cristiano no confunde el rito con el amor, el gesto con la intención que hay en el gesto.

La Teologí­a explica que los sacramentos no son sólo estí­mulos o recordatorios de la gracia, sino su cauce.

No se puede explicar del todo cómo y por qué se produce esta instrumentalidad, pero el Señor Jesús lo quiso así­ y hemos de asumir su carácter misterioso.

Entre los teólogos se trató de explicar cómo se producí­a esa comunicación de la gracia por medio de los signos.

– Los tomistas hablaron de «causalidad fí­sica», es decir natural, automática, imperceptible, pero real. Simplemente Dios quiso darnos su gracia por los signos sensibles, sin excesivas complicaciones para nosotros.

– Los franciscanos y escotistas, junto a la escuela teológica jesuí­tica, hablaron de una causalidad moral. Ello significarí­a que la concesión de la gracia no es automática, sino voluntaria y libremente querida por el que los recibe.

Al margen de lo que significan estas posturas teológicas, lo que interesa es que el sacramento es el vehí­culo de la gracia; que hay que agradecer que exista, pero que hay que colaborar con el instrumento que cada sacramento es.

Si uno recibe un sacramento en malas disposiciones o por rutina, la gracia no se concede de igual modo que si se prepara adecuadamente para él.

Si las disposiciones son tan malas (estado de pecado) que se bloquea o paraliza la acción de la gracia, queda ésta como latiendo y como esperando la rectificación de la intención o de la disposición para actuar en el alma. A eso se suele denominar «reviviscencia sacramental» o posibilidad de hacer vivo lo que de momento queda latente.

6. Institución por Cristo
Un aspecto decisivo de los sacramentos es que no han sido inventados o instituidos por la Iglesia, sino queridos por el mismo Jesús. Y es claro en la Iglesia que Jesús quiso éstos y sólo estos, los siete, que la Iglesia trasmite.

De algunos, como la Eucaristí­a, nos quedan entrañables testimonios evangélicos, claros, precisos y contundentes. De otros, como la Unción de los enfermos, no hay referencias explí­citas en el Nuevo Testamento.

Sin embargo, la Iglesia nos enseña que todos los Sacramentos del Nuevo Testamento fueron instituidos directamente por Jesucristo y lo declara verdad de fe. El concilio de Trento condenó a los protestantes que sólo admití­an algunos: Bautismo y la Cena como sacramentos y negaban la verdadera institución divina de los otros cinco signos sacramentales: «Si alguno no confiesa que todos los sacramento de la nueva Ley han sido instituidos por el mismo Jesucristo, sea condenado.» (Denz. 844)

Es, por lo tanto, rechazable la opinión de quienes ven en los sacramentos el fruto de una evolución histórica de la comunidad cristiana a partir del recuerdo de algunos acontecimientos de la vida de Jesús: última cena, bautismo en el Jordán, boda de Cana, perdón de los pecados, etc. Esta opinión de los teólogos del siglo XIX llamados modernistas fue rechazada por la Iglesia, en concreto por el Decreto del 3 de Julio de 1907 «Lamentabili», de Pí­o X. (Denz. 2039)

6.1. Institución inmediata
El modo como Cristo instituyó cada sacramento queda escondido, o supuesto, en algunos de los sacramentos y se manifiesta más explí­cito y claro en otros, como es el caso del Bautismo, la Eucaristí­a y del Orden.

Por eso, salvando la institución directa por parte del Señor de todos ellos, se puede afirmar que de algunos, como la Eucaristí­a, quedó más grabada en la mente y en el recuerdo de los evangelistas, pues Cristo les dijo que «hicieran eso en memoria suya.» (Lc. 22. 19)

Y de otros, como en el caso de la Confirmación, pudo resultar más implí­cito y quedar englobado en algunos actos de fortalecimiento de la fe de los discí­pulos. Sólo más tarde sus seguidores revivieron su existencia, caso de la Unción de enfermos, de la que habla sólo la Epí­stola de Santiago (Sant. 5.14); o incluso quedó latente en la Iglesia hasta más tarde. No se puede establecer una teorí­a precisa que ilumine este aspecto.

Algunos teólogos escolásticos, como Hugo de San Ví­ctor, Pedro Lombardo y S. Buenaventura, enseñaron que Cristo quiso los siete sacramentos, pero que alguno de ellos, como la Confirmación y la Unción de enfermos, lo hizo a través de los Apóstoles más tarde. San Alberto Magno y Santo Tomás enseñaron lo contrario: que por igual fueron todos instituidos por Jesús directamente, aunque no tengamos testimonios escritos de ello en el Evangelio (Summa. Th. III. 64. 2), pues «otras muchas cosas dijo e hizo el Señor de las que están escritas en este libro». (Jn. 20. 30)

De verdad resulta clara la conciencia de los Apóstoles de ser sólo «administradores de los misterios divinos» (1 Cor. 4. 1 y 1 Cor. 3. 5), no protagonistas e inventores de ellos.

La Iglesia no se siente dueña de lo que ha recibido. No puede ni suprimir los sacramentos ni alterarlos en lo esencial. Debe limitarse a administrarlos como el mismo Jesús ha querido. Este principio es válido para todos, desde el Orden al Bautismo, desde la Penitencia al Matrimonio.

Esto es importante para entender hasta dónde puede la Iglesia introducir elementos, ritos, fórmulas, usos o modos de actuación en cada sacramento. Ella explora la voluntad de Jesús y se adapta a las necesidades de los hombres. Pero ama y respeta la voluntad del Señor.

6.2. Ritos accidentales
Con todo, la misión de administradora de la Iglesia reclama sensibilidad histórica y geográfica respecto al hecho de la administración. Debe analizar cuál es lo que mejor se acomoda a cada ambiente cultural o histórico para que el signo sensible sea más significativo de la gracia que el sacramento concede.

Por eso la Iglesia se ha ido adaptando en lo ritual a las conveniencias variables de los tiempos. Hoy, por ejemplo, reclama una administración más atenta a lo esencial, la gracia, en cada sacramento y en tiempos pasados tal vez resaltó más la acción ritual, lo litúrgico. Hoy se supera más lo individual o lo expresivo de la piedad personal y se reclama más la dimensión comunitaria, como acontece en la Eucaristí­a y en la Penitencia.

En consecuencia es importante en la acción catequí­stica advertir está variación de procedimientos, sin alteración de las dimensiones teológicas.

Los educadores de la fe deben diferenciar, pues, entre los ritos esenciales de los sacramentos, que dependen de la voluntad institucional divina, y aquellas formas complementarias y pedagógicas que se pueden y deben usar en su administración. Por ejemplo, la Iglesia puede admitir en la Eucaristí­a diversas formas celebrativas: cánones, lenguas vernáculas, ritos y plegarias, lugares y tiempos, etc.; pero no podrí­a sustituir el pan y el vino con el que celebró Jesús por arroz y té, por muy usuales que resulten en determinados ambientes o culturas. O bien podrá hacer la celebración matrimonial más familiar, festiva y incluso tribal o popular o más í­ntima y personal; pero no podrá sustituir el mutuo consentimiento de los esposos por un acuerdo o transación de los familiares cercanos, aunque resulte frecuente en determinados ambientes o tradiciones sociales.

Siempre habrá que estar atento a lo que Cristo ha querido en temas a veces conflictivos o teológicamente discutibles: ordenación de la mujer, absoluciones colectivas, matrimonios a prueba, ordenaciones sacerdotales temporales. De lo contrario, se puede caer en desviaciones perniciosas y destructoras de la fe.

El educador de la fe debe, en temas sacramentales, diferenciar lo que es periodí­stico de lo que es teológico, lo que es fiducial y lo que es disciplinar.

7. Número de los sacramentos
Del mismo modo, es preciso explorar la voluntad de Jesús sobre lo que es sacramento cristiano y lo que no lo es. La Iglesia, en el concilio de Trento, confirmo la enseñanza tradicional de que son siete y sólo siete los sacramentos.

La clarificación progresiva de la doctrina sacramental llegó a definitiva en el siglo XII, cuando se purificaron las creencias de épocas anteriores sobre la sacramentalidad de otros ritos, como la coronación de los reyes, la consagración de ví­rgenes cristianas, ciertas peregrinaciones penitenciales o el enví­o de los cruzados medievales. Tales practicas «piadosas» en ocasiones se consideraron como sacramento verdaderos. Pero la reflexión teológica ayudó a discernir su identidad y su sentido.

Contra los Reformadores, que después de diversas vacilaciones redujeron sus creencias sacramentales sólo al Bautismo y a la Eucaristí­a, el Concilio de Trento definió el número de siete como enseñanza dogmática católica: «Si alguno afirma que los Sacramentos de la nueva ley puede ser muchos o pocos y no solamente siete, debe ser condenado.» (Denz. 844)

Las razones que ayudaron a clarificar este número fueron de tres tipos.

7.1. Argumento de prescripción
Tal fue el número que se fue haciendo claro en los razonamientos de los antiguos Padres y que los autores de la primera Escolástica asumieron como indiscutible. Quedó consagrado en los concilios de Lyon (1274) y de Florencia (1438-1445) (Denz. 465, 695, 424, 665).

La argumentación bí­blica que en ocasiones se aludí­a (Jn. 14. 26) no resultaba suficiente, sino meramente orientadora e indicativa. Pero la reflexión y el discernimiento, más por eliminación de otros gestos o ritos tradicionales, que por explí­cita clarificación de los siete tradicionales, condujo fácilmente a la definitiva conclusión.

La identidad de algunos de los sacramentos, como la Confirmación, no estuvo al principio clara y diferenciada del rito bautismal. Tampoco se hizo objeto de singular atención ante los usos y tradiciones que rodearon su administración eclesial.

Pero se aplicó de forma natural la opinión agustiniana de valorar lo usual en la comunidad: «Lo que toda la Iglesia profesa y no ha sido instituido por los Concilios, sino que siempre se ha mantenido como tal, eso creemos con razón que ha sido transmitido por autoridad apostólica».» (De Baptismo IV 24. 31)

7.2. Argumento analógico.

Puede servir de ayuda en Occidente el testimonio septenario de la Iglesia ortodoxa griega y de los demás grupos orientales estrechamente enlazados con la tradición. Ellos, aunque separados en la disciplina y en la obediencia del Primado romano, no vacilaron en lo referente a las celebraciones sacramentales.

A pesar de las distancias afectivas, la comunidad de doctrina sacramental fue interesante ayuda para la determinación exclusiva de lo siete sacramentos. y esa creencia nunca fue objeto de discrepancia entre ambas Iglesias.

A este respecto resulta interesante la respuesta que el Patriarca de Constantinopla, Jeremí­as II, ofrecí­a el año 1576 a los teólogos luteranos Martí­n Crusius y Jacobo Andreae, profesores de Tubinga, que enviaban una versión griega de la Confesión de Augsburgo, para que se usara en los encuentros mutuos entre ambas confesiones religiosa: «Los misterios o sacramentos existentes en la misma Iglesia católica de los cristianos ortodoxos, son siete, a saber: el bautismo, la unción con el myrron divino, la sagrada comunión, la ordenación, el matrimonio, la penitencia y los santos óleos.» Eran palabras estaban tomadas de Simeón de Tesalónica (De sacramentis 33) y dilucidaban con claridad la creencias sacramental de Oriente.

7.3. Prueba especulativa
Evidentemente el número siete en referencia a los sacramentos no tiene ningún sentido ni simbólico ni mágico ni mí­tico. Es así­ por que Cristo lo quiso, como podí­a haber querido otra cosa. Los comentarios antiguos y modernos para justificar la sacramentalidad de algunos otros ritos nunca resultaron suficientes.

Con todo, hay que reconocer que no deja de ser metáfora ingeniosa, pero incompleta, el razonar en base a un paralelismo entre la vida natural y la sobrenatural, la del cuerpo y la del alma, para avalar la conveniencia del número siete. Es lo que hace Sto. Tomás en la Suma Teológica: por el Bautismo se engendra la vida sobrenatural, por la Confirmación se llega a la madurez, por la Eucaristí­a se recibe alimento, por la Penitencia se cura la enfermedad, por el Matrimonio se propaga la vida a otros, por el Orden se acrecienta la comunidad, por la Unción de enfermos se prepara su final. (Summa Th. III 65. 1; San Buenaventura. Breviloquium VI 3; Decreto de los Armenios. Denz. 695).

Más sencillo y definitivo es aludir a la voluntad soberana del Señor, sin necesitar más argumentos racionales.

8. Ministro de los sacramentos

Por ser signos sensibles y humanos, cada sacramento requiere un ministro o administrador capacitado entre los hombres. El tiene por función realizar la acción o proclamar las palabras sensibles que aseguran la administración.

Cada sacramento tiene caracterí­sticas especiales y unos reclamos ministeriales concretos. En el Matrimonio, los ministros son los mismos creyentes que lo contraen con su consentimiento mutuo y público. En el Orden se requiere la autoridad y el poder de quien lo ha recibido directamente de los Apóstoles y lo transmite con la imposición de sus manos, que es lo que hace y lo que es el Obispo.

Detrás de la persona humana del ministro se halla la persona divina del mismo Cristo encarnado, que realiza mí­sticamente, por medio del hombre, su acción divina. Por eso, en todo sacramento se halla misteriosamente la presencia del Señor.

Lo decí­a S. Agustí­n hablando del Bautismo: «Si bautiza Pedro, El [Cristo] es quien bautiza; si bautiza Pablo, es El quien bautiza; si bautiza Judas, El es quien bautiza.» (In Jn. 6. 7).

Es importante enseñar al cristiano a ver, en el ministro humano, el misterioso ministro que actúa por su medio. Ahí­ está la fuerza del sacramento: es signo visible de lo invisible.

Por eso todo sacramento reclama fe y conciencia ilustrada, pues de lo contrario se reduce su efecto misterioso y hasta se puede perder su fuerza, pues no resalta su carácter de signo y se desen­foca su forma de rito.

La dignidad de quienes actúan como ministros sacramentales reclama conciencia, entrega y preparación. Así­ lo decí­a S. Pa­blo: «Es preciso que los hombres nos consideren como servido­res de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios.» (Ef 5. 26).

Y por eso es necesario que los administradores tengan conciencia clara de la dignidad de siervos y representantes de Cristo que asumen en sus acciones sacramentales. «Somos embajadores de Cristo». (2 Cor. 5. 20)

Salvo para el Bautismo y el Matrimonio, la administración válida de los demás sacramentos reclama la «ordenación sacerdotal». No es asumible la teorí­a de que el «sacerdocio bautismal», tan grandioso y radical en sí­ mismo, es suficiente capacitación para la administración de todo sacramento.

Cristo ha querido en su Iglesia el sacerdocio ministerial para la función sacramental y es necesario entender y respetar esa voluntad divina.

El concilio de Trento rechazó la opinión defendida por los Reformadores que atribuí­an a los laicos (bautizados) toda la capacidad ministerial en la administración de los sacramentos. Esta actitud. que con frecuencia se halla en boga en algunos ámbitos cristianos y católicos, olvida esa voluntad de Cristo y, evidentemente, invalida muchas acciones en este sentido, las cuales se convierten en sacrí­legas si se realizan con ligereza o intención torcida.

Tratándose de una acción sacramental, en la que es Cristo quien concede la gracia a través de los cauces humanos, la dignidad del ministro, su ortodoxia o su virtud, no inciden en la validez del sacramento. Lo que es exigible para la realidad del sacramento es la claridad de conciencia, la libertad de decisión y la intención concreta de administrar cada sacramento según la voluntad de la Iglesia. Por eso se requiere la fidelidad a las acciones o formulaciones que definen cada sacramento. La integridad en el signo sensible propio de cada sacramento es condición de licitud en su administración. La existencia de lo esencial en ese signo sensible, es condición de validez.

9. Sujeto de los sacramentos

El sujeto de cada sacramento, o posible receptor del mismo, es el hombre racional y libre que voluntariamente quiere o admite recibirlo.

La persona que recibe el sacramento del Bautismo es el creyente que se adhiere a él con intención y opción. En el Bautismo de los niños se acepta la inten­ción o elección subsidiaria o vicaria de sus padres o responsables como sufi­ciente, dada la í­ndole purificadora de este sacramento. Inocencio III declaró en 1201, a propósito del bautismo de los niños: «El pecado original, que se contrae sin consentimiento, se perdona también sin consentimiento, en virtud del sacramento.» (Denz. 410).

Pero todos los demás sacramentos, supuesta como existente la cualidad de bautizado de quien los recibe, reclaman ya otras particulares condiciones o exigencias. Por eso no hay acción sacramental si domina la ignorancia, la coacción o el dolo.

También resulta imprescindible la suficiente información y formación que evidentemente cada persona recibe según sus capacidades y cualidades. El sacramento que se recibe sin intención o contra la propia voluntad es, por tanto, inválido, que es lo mismo que inexistente como sacramento, aunque se ejecute como rito.

La Iglesia puede poner otras condiciones, como por ejemplo la edad núbil para el matrimonio válido, la limpieza de intención para la Ordenación sacerdotal, o la autorización previa para el acto sacramental del perdón de determinados pecados importantes.

Precisamente por eso se ha dado en la Iglesia tanta importancia a la preparación catequí­stica para los sacramentos: Bautismo, Eucaristí­a, Confirmación, Matrimonio, Orden. Y con frecuencia se ha hecho de los sacramentos el motor, eje y cauce de la formación cristiana.

El inconveniente que ha tenido esta práctica catequética de las iniciaciones sacramentales ha sido a veces el riesgo de ritualizar la sacramentalidad. Ha sucedido cuando, la preparación ha agotado y terminado los esfuerzos, olvidando que no es importante iniciar un camino sino llevarlo a su término que es la mejora continua de la vida cristiana.

10. Necesidad de los sacramentos

Algo parecido podrí­amos decir sobre la necesidad de los Sacramentos para la vida cristiana. Cristo podí­a haber prescindido de ellos y establecer otras for­mas de comunicación de la gracia. Sin embargo, quiso esta de los signos sensibles como instrumentos y cauces.

Conocida la voluntad del Señor, lo importante es someterse a ella, no discutirla o tratar de razonar sobre ella. Con todo resultan interesantes determinadas aclaraciones

10.1. Por parte de Dios

Los sacramentos son necesarios como forma ordinaria de la gracia porque Dios lo ha querido. Mas el Señor puede también comunicar sus dones sobrenaturales sin ellos.

No deja de ser un misterio insondable el que Dios haya querido someterse a los cauces sacramentales de forma ordinaria. Pero resultan sorprendentes los cauces excepcionales, como es el caso de los regalos que otorga a algunas almas mí­sticas por El elegidas.

Hay que pedir a Dios su ayuda y amistad a través de los actos penitenciales, por medio de las celebraciones eucarí­sticas y por el Matrimonio o el Orden, cuando la vida se ordena por uno de esos caminos vitales de consagración.

La economí­a de la salvación querida por Dios vincula la vida cristiana a la práctica sacramental. A ella se asocian las virtudes tanto teologales (la fe, la esperanza, la caridad) como las demás que podemos practicar (las morales y las cardinales)
Por ejemplo, la fortaleza se halla estrechamente relacionada con la penitencia sacramental y la fidelidad en la fe, es fruto de la vida que ofrece el Bautismo y se fortalece en la Confirmación.

Pero hay que estar también abiertos a cuantas señales Dios tiene dispuestas para cada alma a la que El ama de forma singular. Es decir, también determinadas «gracias actuales» pueden acechar al hombre en su camino de viador: actos heroicos de caridad, servicios apostólicos de singular abnegación, incluso el martirio por la fe o el deber.

10.2. Por parte del hombre

El hombre creyente necesita los sacramentos para crecer espiritualmente. Si Dios ha querido los sacramentos no es ya posible otro camino de salvación que su frecuente recepción celebrativa y la continua conversión del corazón por las luces y energí­as espirituales que los signos sacramentales promueven.

No serí­a cristiano menospreciar esa vida o intentar crecer en el amor divino de forma autónoma, aislada y al margen de la sacramentalidad.

Cristo ha vinculado a los Sacramentos la comunicación de la gracia. Tenemos, pues, necesidad de los mismos (necesidad de medio) para conseguir la salvación, aunque no todos los sacramentos sean necesarios para cada persona.

El Concilio Vaticano II decí­a: «Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo Mí­stico y a dar culto a Dios. No sólo suponen la fe, sino que, a su vez, la alimentan y la robustecen.» (Sacros. Concil. 59)
El Concilio de Trento, contra quienes negaban esta necesidad y sólo postulaban la fe, declaraba: «Si alguno dice que los sacramentos no son necesarios para la salvación y considera que sólo la fe es suficiente para obtenerla, junto con la gracia divina, que sea condenado.» (Denz. 847)
Si su necesidad resulta indiscutible en la doctrina católica, y de su frecuente recepción depende la vida cristiana, el creyente, desde la llegada al uso de la razón, debe instruirse y prepararse adecuadamente para ellos.

Primero de forma general, para la vida sacramental, descubriendo a Dios a través de los signos sensibles. Pero también de forma especí­fica, cuando se acerca a la recepción de cada uno de ellos: La Confirmación, la Eucaristí­a y la Penitencia, el Matrimonio, el Orden.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Los signos de la presencia activa de Cristo

Cristo está presente en su Iglesia por medio de «signos» establecidos por él son signos de su misma persona (los «Apóstoles»), de su palabra, de su sacrificio redentor (Eucaristí­a), de un nuevo nacimiento (bautismo), de la unción del Espí­ritu (confirmación), del perdón (reconciliación), del servicio de dirigir la comunidad (jerarquí­a)… Todos estos signos son una actualización de la cercaní­a de Cristo, «luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9).

La humanidad de Cristo, a través de la cual descubrimos «su gloria» de Hijo de Dios (Jn 1,14; 2,11), se expresa eficazmente a través de la sacramentalidad de la Iglesia. El sacramento «original» de la humanidad de Cristo se concretiza en el sacramento «general» de la Iglesia y, de modo especial, en cada uno de los siete «sacramentos» propiamente dichos. Los sacramentos «constituyen la Iglesia» (San Agustí­n, De Civ. Dei 22,17)).

Siete signos especiales por su eficacia

Los siete «sacramentos» son signos eficaces y de la presencia y de la acción salví­fico del Señor y de su misterio pascual. Son pues, signos salví­ficos, portadores de la salvación de Cristo, inmanente y trascendente. Toda la Iglesia es un conjunto de signos de la presencia activa y salví­fica de Cristo. Pero esa sacramentalidad de la Iglesia (como signo transparente y portador de Cristo) encuentra su punto culminante en la celebración litúrgica, y, de modo especial, en la celebración de los sacramentos.

La gracia sacramental de encuentro y configuración con Cristo, que es peculiar en cada sacramento, es una capacitación para el camino de la santidad (caridad) y de la misión. En los diversos sacramentos, la misma gracia santificante produce efectos especiales. Entonces se llama gracia «sacramental», que es comunicación peculiar del Espí­ritu Santo, con sus dones, virtudes y carismas, como «vigor especial» o aplicación peculiar de la misma gracia. Es gracia que dará origen a otras gracias posteriores y que exige un crecimiento continuo hasta la perfección.

A veces, es un don o «sello» («carácter») del Espí­ritu Santo, como en el caso del bautismo, confirmación y orden. Por medio de estos sacramentos se comunica un sello («carácter»), que es don permanente e imborrable del Espí­ritu. Entonces el corazón humano queda marcado con sello de amor y de pertenencia total a Cristo y a sus planes salví­ficos. Es signo que configura y consagra a Cristo, cualidad espiritual o «sello del Espí­ritu» (Ef 1,13), «arras del Espí­ritu» (2Cor 1,21-22), «prenda de nuestra herencia» (Ef 1,14). Es la garantí­a de que no sólo somos llamados a la santidad y misión como participación de la misma vida de Cristo, sino que podemos llegar a la perfección, hasta ser «gloria» o expresión suya (Jn 17,10).

El «carácter», según Santo Tomás, es una «potencia cultual» (III, q.63), para hacer de la vida personal y de toda la humanidad una oblación unida a la oblación amorosa de Jesús al Padre (Jn 17,19). «Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la reli¬gión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia» (LG 11).

Sacramentos de la fe eclesial, vivida y anunciada

La sacramentalidad de la Iglesia se hace misión, en el sentido de comunicar eficazmente el misterio de Cristo a toda la humanidad. Los sacramentos son la máxima expresión de la sacramentalidad de la Iglesia y, consiguientemente, también de su misionariedad. Entonces la Iglesia expresa de modo especial su realidad de «sacramento universal salvación», como signo transparente y portador del misterio de Cristo para toda la humanidad.

La misión eclesial, además de la predicación de la Palabra, incluye «realizar la obra de salvación mediante el sacrificio y los sacramentos» (SC 6; EN 47) «Id…, bautizad a todas las gentes» (Mt 28,19); «esto es mi cuerpo entregado por vosotros» y «por todos», «haced esto en memoria mí­a» (cfr. 1Cor 11,24-25; Mt 26,28); «como mi Padre me envió, así­ os enví­o yo…, a quienes perdonareis los pecados les serán perdonados» (Jn 20,21-23).

Los sacramentos de la Iglesia se llaman «sacramentos de la fe», porque son portadores de la Palabra que reclama asentimiento y porque educan a la comunidad y a cada uno de los fieles a celebrar, vivir y anunciar esta misma fe. «No sólo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones» (SC 59; cfr. EN 47). Son sacramentos de la Iglesia escatológica o peregrina, y de vida eterna, porque transmiten la vida divina instando a llegar a la perfección en esta tierra y a la plenitud de visión y encuentro en el más allá (cfr. CEC 1130).

La educación en la fe no serí­a perfecta si la comunidad eclesial no asumiera la responsabilidad apostólica que deriva de los sacramentos. Los sacramentos, por su misma celebración, urgen a la comunidad a llevar el mensaje salví­fico de Cristo a todos los pueblos. A partir de los sacramentos de la iniciación (bautismo, confirmación, Eucaristí­a), los demás sacramentos son otras tantas etapas de un caminar eclesial, personal y comunitario, hacia la pascua definitiva juntamente con toda la humanidad.

Referencias Bautismo, confirmación, Eucaristí­a, Iglesia misterio, liturgia, matrimonio, misterio pascual, reconciliación (penitencia), Orden, sacramento universal de salvación, unción de los enfermos.

Lectura de documentos SC 6, 59; LG 11; PO 5; CEC 1113-1134, 1210-1211.

Bibliografí­a AA.VV., Los sacramentos hoy Teologí­a y libertad (Madrid, San Pí­o X, 1982); Ph. ANDRE, Sacramentos y vocación cristiana (San Sebastián 1967); R. ARNAU, Tratado general de los sacramentos ( BAC, Madrid, 1994); V. CODINA, C. FLORISTAN, Los sacramentos hoy teologí­a y pastoral (Madrid, Edic. Pí­o X, 1982); H. DENIS, Sacramentos para los hombres (Madrid 1979); J. ESPEJA, Para comprender los sacramentos (Estella, Verbo Divino, 1994); J. ESQUERDA BIFET, Los signos del encuentro (Barcelona, Balmes, 1995); L. EVELY, La Iglesia y los sacramentos (Salamanca, Sí­gueme, 1980); G. FOUREZ, Sacramentos y vida del hombre (Santander, Sal Terrae, 1983); A. GONZALEZ, Los sacramentos del evangelio (Bogotá, CELAM, 1988); R. HOTZ, Los sacramentos en nuevas perspectivas (Salamanca, Sí­gueme, 1986); J.L. LARRABE, El sacramento como encuentro de salvación (Vitoria 1993); J.M. LECEA, Los sacramentos, pascua de la Iglesia (Barcelona 1967); J. LLOPIS, ¿Qué es un sacramento? (Madrid, CCS, 1984); A.G. MARTIMORT, Los signos de la nueva alianza (Salamanca, Sí­gueme, 1967); J.E. MEDINA, Los sacramentos en la Iglesia (Buenos Aires, Claretiana, 1978); M. NICOLAU, Teologí­a del signos sacramental (Madrid, BAC 1969); A. PALENZUELA, Los sacramentos de la Iglesia (Madrid 1965); A.M. ROGUET, Los sacramentos, signos de vida (Barcelona 1963); H. RONDET, Los sacramentos cristianos (Bilbao 1974); Th. SCHNEIDER, Signos de la cercaní­a de Dios (Salamanca, Sí­gueme, 1986); J.M. TILLARD, Iniciación práctica a la teologí­a. Los sacramentos de la Iglesia (Madrid 1985).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: I. Signos del misterio de Cristo: 1. El sacramento como signo religioso «cristiano»; 2. Simbolismo y presencia sacramental – II. Cristo en el origen de los sacramentos: 1. Datos bí­blicos y patrí­sticos; 2. Teologí­a y magisterio; 3. Cristo, «autor» de los sacramentos – III. Desarrollo de la tradición: 1. La reflexión pretridentina; 2. El concilio de Trento y la reforma protestante – IV. La eficacia de los sacramentos: 1. Sí­ntesis histórica sobre la causalidad de los sacramentos; 2. Reflexión sistemática.

Los sacramentos son signos eficaces del misterio de salvación de Cristo; son, en efecto, su realización en el «tiempo de la iglesia». Para comprenderlos es necesaria una exacta visión del valor soteriológico de Cristo, de la posición de la obra salví­fica de Cristo en la historia de la salvación en cuanto dimensión temporal de realización del designio divino sobre el hombre. Así­, mientras que la cristologí­a, integrada por su momento esencial soteriológico, nos da la verdadera visión de Cristo «cabeza del cuerpo, es decir, de la iglesia» (Col 1:18), el conocimiento de los sacramentos como realización de la salvación en el tiempo nos hace descubrir a la iglesia en su formación y crecimiento como «cuerpo de Cristo» en la historia.

La doctrina de los sacramentos es una de las partes más vivas y agitadas de la tradición de la iglesia; pero el punto básico, esto es, que los sacramentos son los vehí­culos normales de comunicación con la obra salví­fica de Cristo, jamás ha sido impugnado. Solamente en la época de la reforma protestante este punto base fue en cierto modo puesto en duda por la afirmación de que «la sola fe es causa de justificación»; y así­ ocurrió que solamente en el concilio de Trento la iglesia se sintió obligada a formular en términos de magisterio su propia doctrina sobre los sacramentos. La doctrina entonces formulada ha permanecido hasta hoy como la enseñanza común de la iglesia, aunque hoy se reconoce y se admite cada vez más que el discurso teológico del concilio de Trento estuvo condicionado sobre todo por la actitud apologética en la confrontación con los innovadores protestantes. En este punto, es decir, respecto a la doctrina tridentina, el Vat. II no ha introducido novedades doctrinales. Ha abierto, no obstante, nuevos horizontes en el plan disciplinar y práctico, que invitan a una profundización de la teologí­a de los sacramentos.

1. Signos del misterio de Cristo
Al decir que los sacramentos son signos del misterio salví­fico de Cristo, queremos indicar de un modo general que entre los sacramentos y el misterio de Cristo (= salvación realizada en Cristo) existe el nexo í­ntimo que siempre se da entre el elemento significante y la realidad significada, pero sin pretender restringir la relación a la de pura y simple significación. Usamos el término signo, que es el que hoy se usa más comúnmente en relación con los sacramentos, sobre todo porque introduce en cierta medida la idea de que los sacramentos pertenecen a la esfera de las realidades simbólicas, de las que siempre se ha servido y se sigue sirviendo la religión en todos los lugares y tiempos, aunque a diferentes niveles. Hoy el signo no solamente se ha revalorizado, en contraposición con posturas crí­ticas mantenidas a lo largo de los últimos siglos, sino que es objeto de especial atención, porque es una de las ví­as que mejor favorecen la comprensión de la religión en general y de cada una de las expresiones y formas religiosas en particular.

1. EL SACRAMENTO COMO SIGNO RELIGIOSO «CRISTIANO». Agustí­n afirma que cuando un signo dice relación a cosas divinas se llama sacramento. Esta afirmación no pretende ser ni la explicación etimológica del término sacramento ni una definición verdadera y propia del mismo: es sólo una constatación de hecho a propósito del modo con que el término se usaba en tiempos de Agustí­n, uso que va desde el ver sacramentos en los acontecimientos/personajes/palabras del AT, en cuanto referibles al NT, hasta designar como sacramentos las acciones/ gestos/palabras de Cristo, o también e incluso principalmente -desde los ss. iv-v en adelante– los ritos sagrados de la iglesia. Este modo de hablar del «sacramento como signo relativo a las cosas divinas» nace ciertamente del hecho de que ya en la latinidad precristiana el término sacramento tiene un significado estrictamente religioso-sacra]; pero sobre todo denota que en la mentalidad de los padres ese término resume el modo de actuación de la historia de la salvación. Con otras palabras: los padres, al calificar como sacramentos tanto los acontecimientos/ palabras del AT como los acontecimientos/palabras de Cristo y luego los ritos sagrados de la iglesia, pretenden presentar todo el tiempo y la realidad de la revelación (AT-NT) bajo el máximo común denominador de la sacramentalidad: la revelación de Dios acontece siempre a través de signos sagrados.

El término sacramento entra en el lenguaje cristiano por medio de Tertuliano a principios del s. III. Originariamente, en la lengua clásica, sacramento es el acto de consagración mediante el cual el soldado promete fidelidad total a su emperador. De esta consagración lleva impreso en su cuerpo un signo-sello. Tertuliano llama, por analogí­a, sacramentum militare al bautismo, en cuanto inscripción a la milicia de Cristo, y así­ el rito de iniciación conocido como misterio, comenzará a designarse también con el nombre de sacramento, aun cuando los dos términos no se equivalgan del todo en su significado.

El misterio era primariamente un rito que tení­a como finalidad el «hacer presente un acontecimiento de salvación» ocurrido en tiempos lejanos, y sólo secundariamente implicaba una consagración (en cuanto que el misterio se realizaba para consagrar a alguien a la divinidad salví­fica). El sacramento, por el contrario, evoca ante todo y casi exclusivamente la idea de consagración. Tal vez se deba a la convergencia-polivalencia de los dos términos el hecho de que en la traducción latina del NT mystérion se traduzca unas veces por sacramentum (Ef 19; Col 3:3.9; Col 5:32; Col 1:27; 1Ti 3:16), y otras, en cambio, se haga solamente la transcripción del término griego en su forma latina mysterium (Mat 13:11; Mar 4:11; Lev 8:10; 1Co 2:7; 1Co 4:1; 1Co 13:2; 1Co 14:2; 1Co 15:51; Efe 3:4; Efe 6:19; Col 1:26; Col 2:2; Col 4:3; 2Ts 2:7; 1Ti 3:9). Este hecho nos autoriza a conservar el sentido pleno de la palabra misterio, aun cuando en la correspondiente traducción latina se lea sacramento. El misterio, que en el lenguaje corriente moderno viene a significar algo difí­cil o imposible de comprender -y, en el lenguaje cristiano, una verdad de fe conocida por revelación-, en su significado antiguo indicaba el modo ritual de actuación sensible en el tiempo presente de un acontecimiento primordial que habí­a sucedido en una época fuera del tiempo y del espacio.

San Pablo usa la palabra misterio-sacramento para indicar «el designio divino escondido desde todos los siglos en Dios» (Efe 3:9; Col 1:26), pero que ahora «se ha manifestado en Cristo» (Col 1:27). Más aún; Cristo mismo es el misterio-sacramento de Dios, si se contempla tal misterio, no en la dimensión de «designio eterno en Dios», sino en su «existencia temporal», como se ha realizado en Cristo. Con la venida de Cristo, el misterio salví­fico divino se hace «revelación manifiesta» («epifaní­a»: 2Ti 1:9-10; Tit 2:11) y «presencia» entre los hombres (Jua 1:9-14; Apo 21:3 : «Dios-con-los-hombres). La linea histórica de la salvación halla su punto culminante, pasa de la sombra a la luz plena en Cristo, luz que ahora se proyecta hacia adelante en el tiempo, que se llama por eso «tiempo del NT», o «tiempo de la iglesia». Con Cristo se ha llegado a la «plenitud de los tiempos» o a la «consumación del tiempo».
Consumación, pero no detención del misterio, en Cristo. Siendo él la «plenitud» del designio divino a nivel de realidad, en adelante llenará de sí­ mismo todos los tiempos futuros, aunque siempre, naturalmente, en su dimensión de misterio-sacramento, y por consiguiente, también en el tiempo de la iglesia la salvación se realizará sacramentalmente: son los «sacramentos de la iglesia».

Toda la historia de la salvación se realiza, por consiguiente, en sus tres fases (antes de Cristo, en Cristo, después de Cristo) en el plano sacramental, en cuanto que Cristo, que es esencialmente misterio-sacramento, actúa precisamente en esta su dimensión antes (en aquellos que miran hacia adelante, hacia el Cristo-venidero) y después (en los que miran hacia atrás, hacia el Cristo-ya-venido). Contacto con la salvación por medio de la fe, que alcanza la realidad del misterio superando el signo. por lo mismo, fe siempre igual e igualmente salví­fica, porque la realidad es siempre la misma (Cristo); los signos (sacramentos) serán diversos en el AT y en el NT (signos de realidades por venir, signos de realidades acaecidas). Los sacramentos del AT cesan; permanecen, no obstante, los elementos materiales para incluir la realidad en lugar de la promesa. Los padres de la iglesia son los grandes defensores de esta visión unitaria de la historia de la salvación a nivel sacramental. Es la afirmación de la unidad de los dos Testamentos, en los cuales la diversidad de los sacramentos no destruye la unidad de la gracia.

2. SIMBOLISMO Y PRESENCIA SACRAMENTAL. Los padres de la iglesia, hablando de los sacramentos, se sirven de una terminologí­a que es útil indicar, porque aunque se valgan de categorí­as mentales propias de una cultura determinada, nos comunican por medio de ellas unas lí­neas teológicas que merecen ser conocidas. Los términos más corrientes en materia sacramental son: imagen, semejanza, tipo, sí­mbolo, misterio, sacramento. Esta terminologí­a patrí­stico-litúrgica nos conduce al campo del simbolismo y nos explica su naturaleza. De todos estos términos resulta un dato común: todos los sacramentos, cada uno según su propia dimensión, producen presencia: la cosa (en el caso de los sacramentos: el acontecimiento salví­fico de Cristo) de la que son a su vez imagen, semejanza, tipo, etc., se hace presente de uno u otro modo. Pero no en el sentido de que la cosa está presente como imagen, como semejanza, etc., porque esto equivaldrí­a a quitar toda realidad a la presencia, como si dijéramos que la cosa tiene valor de imagen, de semejanza, etc. Se trata más bien de la presencia de una cosa (acontecimiento) en la imagen, en la semejanza, etc.; y es lo mismo que decir que una cosa (acontecimiento), además de existir realmente en sí­ misma, tiene una realidad de presencia diversa de la originaria, pero igualmente real, existente en la imagen y en la semejanza con la cosa en el tipo, en el sí­mbolo, en el misterio y en el sacramento de la cosa. Precisamente en virtud de esta capacidad de representación el simbolismo es ante todo un medio de comunicación objetiva de la realidad, y en esto se distingue del conocimiento intelectivo-conceptual, que es la aprehensión subjetiva de la verdad de la cosa.

Pensemos en una celebración litúrgica, que se desarrolla por completo en el plano simbólico: la cosa que se hace presente en el sí­mbolo ritual no se ofrece a nuestra conciencia intelectiva como una cosa que se nos pone delante en su realidad objetiva fuera de nosotros, sino que se nos ofrece como una realidad que se identifica con nosotros, envolviéndonos en nuestro existir y en nuestro ser. Está claro que la realidad de la presencia de la cosa en la imagen, etcétera, depende de la realidad que la cosa (acontecimiento) tiene en sí­ misma. En el caso del simbolismo litúrgico cristiano, éste se refiere siempre, en sus diversas formas, a un acontecimiento de la historia de la salvación, que por el hecho de ser perceptible como acontecimiento salví­fico sólo por la fe, no por eso cesa de ser acontecimiento histórico. Aquel que para los habitantes de Nazaret era sólo «el hijo del carpintero José», para la fe y en realidad era el que restauraba la generación de los hijos de Dios en el mundo (Luc 3:23-38), aquel en el cual «hoy -es decir, en un tiempo histórico- se estaba cumpliendo la Escritura ante sus oyentes» (Luc 4:21), es decir, ante hombres también históricos. Pero el simbolismo por el que estamos ligados a un acontecimiento de salvación se realiza en la historia en cuanto acción de un individuo o de una comunidad concreta. Esta hace que los sacramentos de la iglesia, justamente en virtud de su simbolismo, mientras introducen el acontecimiento-misterio de Cristo en nuestra historia, nos unen a la historia de Cristo. En efecto, el simbolismo no rehace ni renueva el acontecimiento de Cristo, porque entonces serí­a un acontecimiento nuevo, distinto del de Cristo, sino que hace presente entre nosotros el mismo acontecimiento salví­fico realizado por Cristo en la historia, porque es un acontecimiento salví­fico realizado una sola vez para todos los tiempos. Es realmente el acontecimiento cumplido por Cristo «una sola vez» el que se hace presente «todas las veces» que el rito simbólico lo reclama (cf la oración sobre las ofrendas, segundo domingo ordinario: «Concede nobis, quaesumus, Domine, haec digne frequentare mysteria, quia quoties huius hostiae commemoratio celebratur, opus nostrae redemptionis exercetur»).

Naturalmente, todo esto es posible y acontece no en virtud del simbolismo en cuanto tal, el cual, como medio de comunicación total de la cosa simbolizada, de suyo transmite sólo a nivel psicológico y emocional. Este hecho -unido por lo demás a la fuerza poética del simbolismo-no serí­a suficiente para crear un sacramento en el sentido cristiano, que quiere ser presencia real-objetiva del hecho del que es signo. Esta presencia, como veremos en seguida, derivará de una causa bien determinada, esto es, del hecho de que el sacramento depende de Cristo (institución).

II. Cristo en el origen de los sacramentos
Bajo esta formulación generalí­sima tratamos el argumento que suelen tratar los teólogos bajo el nombre de institución de los sacramentos.

1. DATOS BíBLICOS Y PATRíSTICOS. Es evidente que la Escritura del NT no nos ofrece ni una teorí­a ni un testimonio preciso sobre el origen de los sacramentos en su conjunto, aun cuando el IV evangelio pueda ser entendido en clave sacramental. Del NT se puede decir claramente que en la iglesia apostólica existí­an ritos religiosos que, aunque no se presenten con el nombre especí­fico de sacramentos, la tradición de la iglesia los ha identificado siempre con los que en tiempo posterior fueron llamados sacramentos. Así­ se habla del bautismo (Heb 2:38.41; Heb 8:12.16.38, etcétera; Rom 6:3; 1Co 1:13-17; 1Co 12:13; Gál 3:27; Efe 4:5; 1Pe 3:21); de una imposición de manos para el don del Espí­ritu Santo (Heb 8:17; Heb 19:6); de una fracción del pan (= eucaristí­a) (Heb 2:42.46; Heb 20:7.11; 1Co 10:16) llamada también cena del Señor (1Co 11:20); de una unción de los enfermos (Stg 5:14); de una imposición de las manos para constituir a uno en la jerarquí­a o en el ministerio (Heb 6:6; 1Ti 4:14; 2Ti 1:6). Los padres de la iglesia tratan de uno o de otro de los sacramentos sin plantearse explí­citamente el problema; tratan de ello como de un hecho que creen provenir de Cristo, apelando a la «tradición apostólica», de la que la iglesia los ha recibido directamente. Pero con frecuencia, sobre todo a propósito del bautismo y de la eucaristí­a, recurren al dato de Cristo: «Bautizad…» (Mat 28:19); «Haced esto en memoria mí­a» (Luc 22:19).

2. TEOLOGíA Y MAGISTERIO. La doctrina tradicional de que todos los sacramentos han sido instituidos por Cristo pasa generalmente a la teologí­a posterior, hasta que encuentra una primera oposición de modo explí­cito en los protestantes, los cuales sostienen que solamente el bautismo y la eucaristí­a (penitencia) tienen un origen directamente cristiano, mientras que los demás sacramentos los atribuyen a la iglesia medieval. En época más reciente la teologí­a liberal y los modernistas han afirmado que los sacramentos deben atribuirse -al menos en cuanto a la práctica institucional- a la iglesia apostólica, y en general a la iglesia antigua, la cual, sin embargo, se inspiró en Cristo y en sus enseñanzas. En este proceso sacramental de la iglesia muchos afirman que la praxis de la iglesia se ha visto influida en muchos puntos por la «religión de los misterios» contemporánea a la iglesia primitiva, sobre todo por obra de Pablo (iglesia sacramental paulina contra la iglesia «moral-escatológica petrina). Hoy no faltan autores que admiten como posible el origen de los sacramentos directamente de la iglesia, considerada como el principal sacramento y como tal instituida por Cristo (K. Rahner).

El concilio de Trento ha definido a este respecto explí­citamente que «todos los sacramentos, precisamente los siete sacramentos, han sido instituidos por Cristo» (DS 1601), poniendo el acento en «todos», pero sin especificar qué se entiende por institución ni cómo y cuándo ocurrió esta institución. La teologí­a posterior, apoyándose en santo Tomás en lo que respecta a la idea de institución (S. Th. III, q. 64, a. 2, sed c) acepta la definición según la cual institución significa: «Agregar a cosas sensibles el poder de significar y producir la gracia». Por lo que respecta al cómo y al modo de la institución de parte de Cristo, las opiniones son diferentes, ya sea por razones de principio (naturaleza del sacramento como medio de gracia), ya sea por razones históricas (dificultad de probar por la Escritura que los sacramentos procedan directamente de Cristo). Así­ se plantea la cuestión de si provienen de Cristo por institución inmediata: Cristo habrí­a establecido personalmente que una gracia determinada fuese otorgada por medio de un rito externo; o bien por institución mediata: Cristo, queriendo conferir la gracia por medio del rito, habrí­a dado a los apóstoles el poder de determinar el rito mismo y el número de los sacramentos. En general se afirma que la definición tridentina debe referirse a la «institución inmediata» por parte de Cristo. Pero nos preguntamos si el rito ha sido determinado por Cristo: en lí­nea general, confiere la gracia por medio del signo, por ejemplo, de la comida (eucaristí­a) o del agua (bautismo); o bien en lí­nea especí­fica, determinando el alimento como cena-convite y el uso del agua como baño; o bien en particular, la cena con pan ácimo y vino de uva; el baño con agua corriente o con agua común.

3. CRISTO, «AUTOR» DE LOS SACRAMENTOS. El tratamiento sobre una institución de los sacramentos por parte de Cristo nunca ha faltado en la teologí­a de los padres, pero comenzó a adquirir un nuevo sentido en el medievo, cuando el término institución adquiere una acentuación fuertemente jurí­dica. Una prueba evidente de esta tendencia es la misma definición de santo Tomás cuando escribe: «Se dice que uno instituye alguna cosa cuando da a la cosa fuerza y vigor, como es evidente en el caso de las instituciones de las leyes» (S. Th. III, q. 64, a. 2, sed c). Este modo de expresarse supone: a) que el sacramento exista sólo en virtud de un explí­cito mandato-ley de Cristo; b) que la institución no tiende en primer término a la comunicación de la gracia, sino más bien al hecho de ser atribuido a una cosa sensible el poder de conferir la gracia, la cual de suyo podrí­a darla Dios independientemente de todo elemento exterior. La consecuencia de esta posición jurí­dica será la preocupación de determinar sobre todo cuáles son los elementos sensibles que constituyen el sacramento.

A nuestro juicio, para esclarecer realmente en qué sentido Cristo está en el origen de los sacramentos, hay que recorrer un camino muy diverso de la institución de trasfondo jurí­dico: a) Si examinamos cuidadosamente los principales textos que hablan del bautismo y de la eucaristí­a (los dos sacramentos de los que es certí­sima la fuente neotestamentaria), no resulta que su origen deba ponerse en la lí­nea de una promulgación jurí­dica de su signo sacramental por parte de Cristo. El mandato de bautizar y de hacer la eucaristí­a se refiere en realidad al ejercicio del sacramento, no a su origen ni a su autor. b) Cristo ha dado origen y es autor de los sacramentos por el hecho mismo de ser él personalmente, en su concreta y visible humanidad, sacramento primordial y esencial de la salvación. Los sacramentos de la iglesia no son, en realidad, más que imágenes reales del misterio-sacramento de Cristo. Ya sabemos qué quiere decir Cristo sacramento de salvación. El, en su humanidad de Verbo encarnado, revela y comunica la salvación divina, de la que, en cuanto Dios, es el autor, y en cuanto hombre, es el portador; es, por tanto, su signo eficaz. Todo el que por la fe descubre en él esta realidad de salvación, toca, es decir, encuentra la salvación tocando su humanidad (signo de salvación para el que cree). Ahora bien, Cristo es signo eficaz de salvación porque ha dado eficacia, es decir, ha hecho reales, ha llevado a su cumplimiento aquellos que eran ya signos anunciadores de la salvación, esto es, la palabra de Dios y los acontecimientos unidos a ella. Cristo, en efecto, es salvación, porque es «encarnación de la palabra». Por consiguiente, como los signos del AT -aun prescindiendo del mandamiento divino- eran signos de salvación, porque eran realizaciones (parciales) de la palabra que prometí­a y anunciaba la salvación, así­ los sacramentos del NT son y actúan -aun prescindiendo del mandato de Cristo- como signos eficaces de salvación, porque son realizaciones de la palabra encarnada. Decir esto no es solamente hacer una analogí­a con el AT, sino que es como decir que Cristo no ha inventado la palabra, sino que la ha realizado, así­ como no ha inventado los signos, sino que les ha dado cumplimiento y realidad. Vemos, pues, que los signos sacramentales de Cristo son idénticos a los que preexistí­an antes de él, pero sólo como anunciadores de él: el bautismo-paso a través del agua para indicar la liberación; la eucaristí­a-banquete de alianza. La diferencia no consiste en el rito como tal, sino en el hecho de que el signo de anuncio ha pasado al nivel de realización alcanzada en Cristo. El signo sacramental es a la salvación y a su realidad lo que la humanidad de Cristo es a la salvación y a su realidad; es decir, le da la eficacia real en el mismo momento en que la vela. Sólo la fe puede alcanzarla tanto en Cristo como en el sacramento de la iglesia.

Concluyendo: si la definición tridentina de que Cristo «instituyó todos los siete sacramentos» quiere ser una afirmación de fe, que no mira sólo al origen externo y jurí­dico de los sacramentos, sino que quiere indicar que en él hallan su eficacia sobrenatural y que son necesarios para la salvación de los hombres, entonces no hay otro camino ni otra razón sino la que hemos dicho: Cristo es el autor-institutor de los sacramentos de la iglesia porque es el gran sacramento de la salvación. De este modo los sacramentos permanecen ligados a Cristo no por medio de un simple mandato y no aparecen como ritos que manifiestan genéricamente la fe en Cristo, sino que dependen del mismo ser sacramental de Cristo como de una fuente sacramental de la cual brota en los sacramentos aquella salvación que, siendo una realidad revelada, siempre tiene necesidad de signos a fin de ser percibida por el hombre. Los sacramentos son, pues, la continuación del sacramento de salvación, hecho real de una vez para siempre en Cristo. Por eso los padres, aludiendo al simbolismo ciertamente intencionado de Jua 19:34 («uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza, y seguidamente salió sangre y agua»; cf 1Jn 5:6), dicen con frecuencia que «del costado de Cristo durmiente, esto es, muriendo en la cruz -es decir, desde el momento culminante de la salvación que se realizaba en Cristo-, brotaron los sacramentos por los que se ha constituido la iglesia» °.

III. Desarrollos de la tradición
1. LA REFLEXIí“N PRETRIDENTINA. Una formulación doctrinal conjunta y autoritativa sobre los sacramentos no existí­a antes del concilio de Trento. Los sacramentos, siendo parte de la vida cotidiana de la iglesia, eran objeto de una continua catequesis, en la que la iglesia subrayaba la práctica ritual de los sacramentos. Si se busca una teologí­a sacramental, para ciertos aspectos sólo se la encuentra en san Agustí­n, aunque frecuentemente está en la base de todas las catequesis sacramentales de los padres de la iglesia. El obispo de Hipona, aunque no presente una teologí­a sistemática ni sobre el sacramento ni de cada uno de los sacramentos, ofrece, no obstante, los primeros rasgos de una teologí­a de la sacramentalidad, es decir, de lo que constituye el ser sacramental según una lí­nea que en parte ha formado toda la mentalidad teológica posterior.

Hablando de la acción ritual llamada sacrificio, Agustí­n la define como el «sacramento, o sea, el signo sagrado visible del sacrificio invisible (interior)» 5, y declara que «se llaman sacramentos aquellos signos que se refieren a las cosas divinas» Para Agustí­n, el signo tiene como propiedad el que «hace pensar, además de aquello que presenta a los sentidos, en otra cosa diversa de sí­». Esta otra cosa puede ser múltiple, y por tanto, indeterminada. Para evitar la indeterminación, en el sacramento interviene la palabra, que, siendo de Dios, da el significado preciso querido por Dios mismo, y hace del sacramento una «palabra visible de Dios» que, como tal, tiene una eficacia operativa: «Quitada la palabra, ¿qué es el agua solamente? Añade la palabra al elemento (al agua) y se hace el sacramento, el cual es luego una palabra visible»‘.

Esta posición de Agustí­n recorrerá los siglos y no creará problemas en una época como aquélla, en que se viví­a bajo la enseña del sacramento, designando como tal la palabra y el personaje del AT, Cristo y los ritos de la iglesia. Pero con el tiempo se sintió la necesidad de restringir el área de la sacramentalidad, y por lo mismo empezó a buscarse una definición de sacramento más precisa, que pudiera aplicarse a los que entonces se llamaban sacramentos mayores para distinguirlos de los así­ llamados sacramentos menores (= sacramentales) [I Sacramentales, II]. Es lo que hizo en el s. xii Pedro Lombardo: «Se dice propiamente sacramento lo que es signo de la gracia de Dios y forma de la gracia invisible, de tal modo que es imagen y causa de la gracia»’. La definición de Lombardo se fundaba en el principio de hilemorfismo (del griego hyle = materia + morphé = forma) aristotélico, asumido por la teologí­a escolástica como principio básico del conocimiento del ser creado. Tal definición aplica al signo sacramental en su conjunto (materia y forma =-elemento material y palabra) una causalidad directa en la producción del efecto de gracia, de la que el sacramento era al mismo tiempo el signo. En qué manera, es decir, por qué ví­a y bajo qué formalidad ejercita el sacramento (compuesto de elementos naturales y sensibles) esta su causalidad de gracia (realidad sobrenatural y no sensible), no quedaba definitivamente explicado. Santo Tomás se distinguirá entre los demás sobre todo por haber acentuado el carácter instrumental de los sacramentos, en cuanto ellos serí­an respecto a Cristo como la mano a la cabeza; son, en efecto, «la prolongación de la mano de Cristo», que daba la salvación a los que tocaba. Otro aspecto notable en santo Tomás, que mejor lo une a la tradición de los padres, es aquel por el cual, distinguiendo un triple aspecto o referencia en el signo sacramental, hace de él un signo rememorativo del hecho salví­fico obrado por Cristo, un signo indicativo del hecho salví­fico realizado en el presente por el sacramento, y un signo prognóstico, que indica el término último de la salvación (S. Th. III, q. 60, a. 3).

En todo este proceso, relativo sobre todo a la causalidad de los sacramentos, uno de los puntos que se afirmará con mayor interés es el de la eficacia del sacramento ex opere operato, en que se distingue de la eficacia de los sacramentales, que es ex opere operantis. La expresión «efficacia ex opere operato» quiere decir que el sacramento, cuando se confiere en los términos y con la intención querida por Cristo y por la iglesia, para Dios es medio válido y apto para producir la gracia. Pero esto no significa que de hecho la gracia se produzca, si faltan las debidas disposiciones en el sujeto receptor. En cambio, la eficacia del / sacramental está ligada totalmente al valor del que lo hace, o al menos de la iglesia que lo ordena y se compromete. Desgraciadamente la comprensión del opus operatum viene muchas veces comprometida por una visión demasiado material del sacramento, que se considera siempre eficaz por el hecho mismo de administrarse, prescindiendo de las condiciones del que lo recibe.

En base a esta situación teológica trabajó el concilio de Trento para formular en términos de fe la doctrina de los sacramentos; pero no se puede decir que, al hacer esto, quedara inmune de muchos influjos de la teologí­a de la época. Es cierto además que también la negación protestante se moví­a en el mismo terreno teológico. La consecuencia fue que el discurso de fe cerrado sobre las ví­as que la teologí­a precedente habí­a esbozado, y por lo mismo la misma doctrina de Trento, no enriquecieron sensiblemente la fe ni provocaron un cambio real en la teologí­a para una comprensión más profunda de este aspecto tan fundamental del cristianismo.

2. EL CONCILIO DE TRENTO Y LA REFORMA PROTESTANTE. El concilio de Trento no se preocupó de dar una sí­ntesis doctrinal completa, sino que intentó ante todo responder con afirmaciones de fe a lo que los protestantes poní­an en duda, negaban o explicaban de un modo diverso del que siempre ha mantenido la tradición (DS 1600). En efecto, la doctrina tridentina sobre los sacramentos debe ser deducida de los cánones, o sea, de las fórmulas de condenación de los errores opuestos. Los cánones en cuestión vienen presentados con un breve proemio en un grupo de trece afirmaciones propuestas en un rí­gido esquema: «Si alguno dijere que…, ¡sea anatema!»: a) Los sacramentos instituidos por Cristo son solamente siete; todos son sacramentos, pero no todos de la misma dignidad (DS 1601; 1603); b) Los sacramentos cristianos difieren de los del AT en el contenido, y no sólo en el rito exterior (DS 1062); c) Los sacramentos son necesarios para la salvación en la realidad, o al menos en el deseo (in voto), aunque no todos los sacramentos son necesarios para todos (DS 1604); d) Los sacramentos contienen la gracia que significan y la confieren siempre a quien no pone óbice a la misma; no son, por lo mismo, sólo signos externos, no son simplemente signos que distinguen a los fieles de los infieles (DS 1606), ni han sido instituidos sólo para alimentar la fe (DS 1605); e) Los sacramentos producen la gracia ex opere operato (DS 1608), cuando el ministro tiene al menos la intención de hacer lo que hace la iglesia (DS 1611) y, aun estando en pecado mortal, cumple aquello que es esencial al sacramento (DS 1612); f) Entre los sacramentos hay tres: bautismo, confirmación y orden, que imprimen carácter, signo espiritual indeleble, que impide su reiteración (DS 1609).

Por importante que parezca y sea la doctrina tridentina sobre los sacramentos, es vista y considerada principalmente en la óptica particular provocada por la oposición protestante a todo el mundo sacramental tradicional; y a esta luz, al menos en parte, se la juzga hoy. Por otro lado, no se puede olvidar el peso que la teologí­a contemporánea y precedente al concilio ha tenido en la formulación de la doctrina y en los términos que en tal exposición se usaron.

En el proemio a los «cánones sobre los sacramentos en general», el Tridentino afirma que quiere con estos últimos ofrecer un «complemento a la doctrina de la justificación», porque es «por los sacramentos por los que toda verdadera justicia (santificación) o comienza, o comenzada se aumenta, o perdida se repara» (DS 1600). La í­ntima dependencia de la doctrina sacramental de la relativa a la justificación, es decir, al libre don divino por el cual el hombre viene trasladado por gracia al estado de hijo adoptivo de Dios, como viene afirmada por la iglesia en la enseñanza del Tridentino, también era mantenida en el pensamiento de los primeros reformadores (Lutero y Calvino). Pero todo dependí­a precisamente del modo de concebir la justificación, o sea, la llamada gracia santificante: y el modo era diverso en la fe de la iglesia y en la predicación protestante.

El movimiento protestante nace como movimiento de reforma de la iglesia, tomando como punto de partida la situación moral y espiritual concreta que la iglesia presenta en los comienzos del s. xvt, pero que es el resultado de una decadencia que iba progresando desde hací­a mucho tiempo. Uno de los aspectos más importantes en los que se manifestaba esta decadencia en la iglesia de la época era ciertamente la praxis cultual en su conjunto, que con mucha frecuencia revelaba una mentalidad supersticiosa, la cual luego, en el uso de los sacramentos, no pocas veces caí­a prácticamente en los excesos de la magia. En la obra de reforma, como los protestantes la intentaban, queriendo superar por completo esta situación, impugnaron no sólo los abusos, sino la misma razón de ser de los sacramentos, en cuanto que negaron a la economí­a sacramental toda realidad de eficacia en la comunicación de la gracia. Partiendo de la idea (equivocada) de que la eficacia ex opere operato atribuida a los sacramentos por la tradición católica era elevar la obra humana a un valor objetivamente salví­fico y, por tanto, admitir que la justificación es fruto de la obra del hombre (mientras que es cierto -decí­an- que sólo puede provenir de la gracia divina, y que ésta a su vez es el don que Dios otorga «sólo a la fe» y no a las obras del hombre), los protestantes sostení­an que a los sacramentos se les deberí­a reconocer únicamente la función de ser expresión y predicación-presentación de la fe. Celebrándose por mandato de Cristo y conteniendo su palabra, los sacramentos en el protestantismo son vistos como puras ceremonias religiosas, en las que los fieles que los reciben expresan externamente su fe, la misma fe que prestan a la palabra de Dios, puesto que los sacramentos no son más que la «palabra hecha visible» en el rito.

Además de esto, los protestantes niegan que todos los sacramentos hayan sido instituidos por Cristo. Reconocen como de institución divina el bautismo y la santa cena; pero en la práctica conservan también los otros sacramentos (confirmación, penitencia, ordenación y matrimonio). Sólo el sacramento de la unción de los enfermos no ha dejado rastro alguno entre ellos.

A esta total abolición de la realidad sacramental como comunicación de gracia divina ha contribuido no sólo el modo protestante de concebir la justificación, sino también una interpretación del espiritualismo cultual cristiano. Basándose en el dicho de Cristo que exige «adoración en espí­ritu y verdad», los protestantes han tomado el espí­ritu en contraposición a cuerpo/materia, y por consiguiente han vaciado de significado el aspecto exterior del culto, ignorando que si entre los hombres no se admite un cuerpo sin espí­ritu -porque no es más que un cadáver-, tampoco puede existir un espí­ritu sin cuerpo.

Todo lo que aquí­ se dice de la oposición protestante a los sacramentos sirve como explicación del contexto en el que ha sido formulada la doctrina del concilio tridentino. Con el andar del tiempo, ciertas posiciones asumidas inicialmente por los protestantes, después de haberse radicalizado en sentido más negativo aún en los ss. xvu-xvni, hoy se van atenuando o se van integrando -sobre todo por efecto del movimiento litúrgico y de estudios más profundos de teologí­a bí­blica-, en cuanto que existe un sensible acercamiento a las posiciones católicas. Esto, empero, no quiere decir que la crí­tica o la negación protestante de ciertas tesis católicas no deba también ser considerada de un modo positivo y promocional.

IV. La eficacia de los sacramentos
Es el tema conocido desde los tiempos de la escolástica como uno de los puntos culminantes de la especulación teológica, que lleva el nombre de causalidad de los sacramentos; halla su expresión en la fórmula corriente: «Los sacramentos son medios eficaces de la gracia».

1. SíNTESIS HISTí“RICA SOBRE LA CAUSALIDAD DE LOS SACRAMENTOS. Dado el contexto de procedencia veterotestamentaria en el que se mueve el NT y que halla absolutamente normal que los gestos más o menos rituales fueran considerados como portadores de una potencia divina activa, vemos que tanto Jesús como los apóstoles se sirven de gestos o también de cosas materiales al realizar acciones que tienen siempre un valor espiritual, ya se trate de milagros o de actos interiores, como la comunicación del Espí­ritu. Cf, por ejemplo, la imposición de las manos para bendecir (Mar 10:16), para curar (Mar 8:23ss; Mar 16:18; Luc 4:40; Luc 13:13; Heb 9:12; Heb 28:8), para otorgar el Espí­ritu (Heb 8:17; Heb 19:6); la unción con aceite para curar (Mar 6:13); el uso de la saliva (Mar 7:33; Jua 9:6), etc. En esta lí­nea se debe ver también el uso del agua en el bautismo. Tampoco a los padres de la iglesia les crea problemas el uso de las cosas materiales para obtener efectos espirituales 9. El elemento material adquiere un nuevo poder por efecto de la palabra de Cristo que consagra, que trae la presencia del Espí­ritu, que hace que actúen en el elemento el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo. En los ss. XII-XIII la escolástica se plantea de modo especí­fico y especulativamente el problema de la causalidad de los sacramentos: 1) Qué son los sacramentos; 2) Qué modo de causalidad ejercen. A la primera cuestión responden: «Los sacramentos causan la gracia que significan». A la segunda, los escolásticos (santo Tomás) responden en general que los sacramentos obran a modo de causa instrumental: son instrumentos de los que se sirve Cristo para comunicar la gracia.

Esta causalidad de los sacramentos acontece ex opere operato; es decir, en el momento en que a un elemento material (materia) se une la palabra (forma), que determina su significado de un modo uní­voco a nivel de revelación, queda constituido el sacramento en su ser y en su obrar, esto es, causa la gracia que significa independientemente de las disposiciones subjetivas del ministro y del sujeto que lo recibe. Precisamente en esto difiere el sacramento de otras acciones sagradas, cuyo efecto se determina proporcionalmente al modo de actuar del sujeto, más o menos justo moral y espiritualmente (opus operantis). Para comprender bien esto, hay que distinguir la obra del sacramento (opus operatum), que es la gracia, que siempre la recibe el sujeto; y la obra de la gracia, es decir, la acción que la misma gracia produce en el sujeto que la recibe, que está siempre condicionada a las disposiciones (opus operantis) con las que se recibe el sacramento. Si faltan estas disposiciones subjetivas, es claro que en esta explicación el sacramento produce objetivamente su efecto, que es el don de la gracia; pero el don no es acogido en el modo debido, por eso la gracia conferida por el sacramento permanece estéril.

En la explicación del modo de causar la gracia propia de los sacramentos, mientras que los teólogos tanto de la escolástica como los posteriores hasta nuestros dí­as están de acuerdo en reconocer al sacramento una causalidad instrumental, las opiniones se dividen cuando se trata de explicar en qué sentido los sacramentos son instrumentos de gracia, distinguiendo entre una causalidad fí­sica y otra moral.

También en el capí­tulo de la causalidad de los sacramentos el concilio de Trento, más que exponer una doctrina completa, quiere proponer en aquello que afirma los aspectos doctrinales que cree son puestos en duda o negados por los protestantes de la época. Las posiciones protestantes se pueden resumir en los siguientes puntos: a) Los sacramentos son signos de la palabra que promete la salvación; b) Los sacramentos son sólo signos que atestiguan nuestra fe en la promesa de Dios; c) La gracia se recibe (en el AT y en el NT) sólo por la fe, no por los sacramentos. El concilio de Trento contrapone así­ la doctrina católica: a) Los sacramentos son necesarios para la salvación porque la gracia de la justificación no se puede recibir por la sola fe (DS 1604); b) Los sacramentos contienen y confieren a quien no pone impedimento la gracia que significan, y no pueden considerarse como meros signos exteriores de la gracia (recibida únicamente por la fe), ni sólo como signos externos de profesión cristiana (DS 1606); c) Los sacramentos no han sido instituidos sólo para alimentar la fe (DS 1605); d) La gracia viene conferida por los sacramentos ex opere operato (es decir, es efecto de la acción misma sacramental) y no basta para recibir la gracia la sola fe en la promesa divina (DS 1608).

Como se ve, el Tridentino no entra en la cuestión discutida sobre el modo de actuar el sacramento en la comunicación de la gracia (con su realidad fí­sica movida por el agente principal Cristo; o bien presentando en su signo a Dios los motivos -voluntad salví­fica y pasión de Cristo- para que él confiera la gracia). Más aún, el concilio está tan lejos de pretender entrar en el discurso teológico, a fin de no correr el riesgo de hacer propia una u otra de las dos tesis contrapuestas, que evita incluso el término tí­pico caracterí­stico causare-causa; en cambio, las partes contendientes deducen cada una del concilio el sentido de su interés: causa fí­sica o causa moral.

2. REFLEXIí“N SISTEMíTICA. También para nosotros el lenguaje del concilio de Trento es suficiente en la formulación que nos ha dejado sobre la doctrina de la «colación de la gracia por medio del sacramento». No nos detenemos, por tanto, en la cuestión de la causalidad instrumental fí­sica y la causalidad instrumental moral de los sacramentos. Partiendo siempre del principio bí­blico de Cristo-sacramento [t supra, II, 3] y permaneciendo en esta lí­nea, creemos que podemos hacer un tratado teológico que supere aquella inútil polémica. Para valorar de lleno la gracia conferida por los sacramentos y, consiguientemente, para tener una idea más perfecta del sacramento, preferimos mantenernos en la lí­nea seguida en la explicación ya sea del valor-de-signo del sacramento, ya sea de su origen; y esta lí­nea es la que nos viene dada por la relación existente entre los sacramentos de la iglesia y el sacramento-Cristo. Es lo que vamos a hacer procediendo por proposiciones sintéticas y progresivas.

Primera proposición: Los sacramentos producen no aquello que significan en el plano natural, sino aque!lo que significan en el plano revelado de la salvación, según la realidad de Cristo.

En la explicación del efecto de los sacramentos se recurre con frecuencia a la fórmula: «Los sacramentos producen aquello que significan», y, procediendo por ví­a de analogí­a, el significado-acción de los sacramentos viene especificado principalmente en la finalidad operativa que se descubre como propia en el elemento material (agua, pan-vino, aceite, etcétera) de que se compone cada uno de los sacramentos: así­ el agua, que significa lavar, produce una purificación interior; el pan-vino, que significa alimento, produce una manutención de la vida espiritual, etc. Tal explicación es evidentemente insuficiente para describir el efecto del sacramento en cuanto tal, es decir, de la acción simbólica sagrada que quiere ser expresión del sacramento-Cristo; pero también de cada sacramento da un conocimiento sólo analógico y además incompleto, en cuanto que no concede espacio a la palabra, la cual se añade al elemento material precisamente para absorber su valor simbólico natural y transformarlo en valor simbólico convencional, que le viene al sacramento de la institución y es transmitido por la palabra, pero que no coincide necesariamente con el suministrado por el elemento natural.

Por otra parte, la insuficiencia de este procedimiento analógico no es menor cuando, identificado en la gracia el significado-efecto del sacramento (cf la formulación de Trento: «Los sacramentos confieren la gracia que significan»), la misma gracia viene después ilustrada recurriendo todaví­a al significado-efecto natural del elemento material del sacramento, y así­ se permanece aún en la analogí­a. Esto sucede porque se ignora que los elementos materiales forman parte del sacramento cristiano no en virtud de su significado-efecto natural, sino por el valor simbólico salví­fico que han adquirido en la historia de la salvación a partir de la revelación del AT.

Por consiguiente, el dar la explicación del efecto del sacramento en el plan de la salvación según la realidad que ésta ha tenido en Cristo quiere decir que el valor-de-signo del sacramento se debe descubrir ante todo en el significado que sus elementos materiales han tenido ya en la revelación, comenzando por el AT y pasando de aquí­ al NT. Así­, por ejemplo, en el AT el agua viene a significar: en el diluvio, la destrucción del pecado; en el paso del mar Rojo y del Jordán, el paso de la esclavitud al reino de Dios (tierra prometida). Los dos significados se recogen en el bautismo de Cristo (NT), porque Jesús recibe el bautismo de Juan el Bautista, que anunciaba la remisión de los pecados y se concretaba en un paso a través del agua del Jordán para indicar que en Cristo se habrí­an cumplido ambas cosas según una realidad que estaba indicada en el signo, pero que superaba el signo del AT. Así­ el pan y el vino en el rito pascual del AT no era sólo una comida destinada a mantener la vida en el cuerpo fí­sico, sino que era el convite que Dios habí­a preparado a su pueblo, para que éste supiese que era el único pueblo de Dios, y no ya un grupo compuesto de diversas tribus, y comprendiese que comer aquel pan y beber aquel vino querí­a significar la aceptación de la salvación espiritual que Dios habí­a traí­do a Israel y la ratificación de su alianza eterna.

Segunda proposición: Los sacramentos en tanto se revelan eficaces de salvación en cuanto realizan en nosotros el misterio de Cristo; según los momentos distintos que diversifican e integran la historia de la salvación.

Como se ha dicho [-> supra, II, 3], el nombre Cristo no indica la persona histórico-empadronada de Jesús de Nazaret, sino aquel en el cual el misterio de la salvación se ha hecho salvación total de toda la humanidad, en el sentido de que en la humanidad de Cristo la humanidad entera ha hallado la salvación que le habí­a sido prometida ‘°. La realidad de salvación que en Cristo se desborda sobre todos los hombres es un hecho de carácter ontológico, que afecta a toda la naturaleza humana en cuanto tal. Pero la naturaleza humana no existe más que en dimensión individual y personal; entonces, lo que por medio de Cristo ha acontecido en la humanidad permanece un hecho potencial para cada individuo. Los que pertenecen a la naturaleza humana son sujetos efectivos de salvación sólo cuando existen, y esta salvación se hace real en ellos cuando conocen y aceptan a Cristo-sacramento de salvación de la humanidad. El conocimiento de Cristo-sacramento se hace en la fe; la aceptación se lleva a cabo en los sacramentos, por los que en el tiempo del NT se prolonga el tiempo salví­fico de Cristo. Con otras palabras: los sacramentos son los medios por los que el acontecimiento salví­fico de Cristo, que ha afectado a todos los hombres a nivel de naturaleza, adquiere la consistencia de un hecho de elección personal, y por consiguiente responsable, cuando interviene el anuncio de la fe. Este estado de cosas hace que, si uno no ha recibido tal anuncio, pero vive su vida con honradez natural, ciertamente se salva, puesto que en la humanidad asumida por Cristo también él estaba presente.

Pero en la fase de la realización es asimismo preciso distinguir los diversos aspectos de la salvación, que se integran recí­procamente y la hacen completa. Porque la salvación consiste en hacer que el hombre vuelva a ser imagen perfecta de Dios, es decir, en restablecerlo en la situación en que fue creado: hijo de Dios (= imagen), portador del Espí­ritu de Dios en el mundo y adorador perfecto de Dios con la santidad de vida (obediencia a Dios). Cristo fue ciertamente, a partir del momento de su encarnación, sacramento perfecto de la salvación en sus tres aspectos. Pero en el ámbito del signo, también en Cristo se debe advertir un progreso en la realización del designio salví­fico. Su nacimiento de Marí­a fue el signo de que en el mundo a partir de entonces existí­a un hijo de hombre que era hijo de Dios; en el bautismo se manifestó la presencia del Espí­ritu; en la muerte se reveló como sacerdote y ví­ctima, que en el Espí­ritu Santo se presenta al mundo como adorador perfecto en su sacrificio. En los sacramentos de la iglesia se observa el mismo proceso. Todo sacramento es actuación del Cristo-sacramento de salvación, pero respetando la sucesión de los momentos-de-signo que se observan en la realización que la salvación ha tenido en Cristo. Cada uno de los sacramentos es una proyección particular del único sacramento, o sea, momentos sucesivos de todo el proceso de salvación: así­ como en un prisma se descompone la única y misma luz del sol en los distintos colores que la componen; mientras que, al sobreponerse sucesivamente un color al otro, se forma de nuevo la única luz blanca del sol. Como se ve, los sacramentos son momentos diversificantes del único Cristo-sacramento de salvación y, no obstante, son en su misma diversidad elementos que se integran recí­procamente hasta llegar a formar en el hombre la salvación única y completa de Cristo.

Tercera proposición: Los sacramentos no tienen como efecto la producción de una doble gracia: santificante y sacramental, sino que son actuaciones del único misterio de Cristo, o sea, de la única gracia santificante, que en virtud del diverso signo sacramental es actuación diversificada del predicho único misterio de Cristo.

Los teólogos, al explicar el axioma del concilio de Trento: «Los sacramentos producen la gracia que significan», han introducido en el sacramento un doble efecto: como efecto común, la gracia santificante; y como efecto propio de cada sacramento, la gracia sacramental. A nuestro juicio, si el concilio en el enunciado de lo que constituye la razón misma del sacramento no distingue dos tipos de gracia, es abusivo introducir tal distinción; además, esta distinción supone una idea de la gracia que prescinde de la visión del Cristo-sacramento de salvación: la única gracia que se ha realizado en el hombre es la gracia que ha venido a ser un hecho (en griego eghéneto) en Cristo (Jua 1:17), justamente en cuanto y porque Cristo es sacramento. Todo don de gracia que adviene al hombre es, por consiguiente, una gracia sacramental, porque (por el camino de los sacramentos) proviene del Cristo-sacramento. Esta afirmación no se contradice ni siquiera con el hecho cierto de que Dios puede dar la gracia también sin el sacramento. En efecto, también en este caso la gracia: a) tiene su origen en el Cristo-sacramento; b) está siempre -al menos in voto, es decir, en el deseo explí­cito o implí­cito- en conexión con el sacramento; y quien excluyese positivamente el sacramento no recibirí­a ninguna gracia. En suma: la gracia, si no es sacramental, no existe, porque una gracia que quiere ser, como debe ser, una comunicación de la vida divina no existe como tal en absoluto, sino sólo en relación con el Cristo-sacramento.

Al decir que todos los sacramentos son «actuación de la única gracia santificante», puesto que esta gracia santificante proviene de los sacramentos, afirmamos que «la gracia santificante existe como sacramental»; más aún, existe «en cuanto sacramental»: es en realidad la diversificación del único misterio salví­fico de Cristo que es actuado en momentos sucesivos. Todo sacramento nos pone en comunión con el misterio total de Cristo, pero según los diversos aspectos que integran la salvación: el ser recreados a imagen de Dios en Cristo como hijos de Dios, como portadores del Espí­ritu, como sacerdotes y adoradores perfectos de Dios. Si esto vale para los tres sacramentos de la iniciación cristiana (bautismo, confirmación, eucaristí­a), vale igualmente para los demás sacramentos. La penitencia, en efecto, quiere restaurar la imagen de Dios afeada por el pecado, y en ella se comunica de nuevo el Espí­ritu de Cristo muerto y resucitado (cf Jua 20:22-23); la unción de los enfermos se celebra por un cristiano al que la enfermedad ha puesto en una situación del todo particular, para que en el desmoronamiento fí­sico de la enfermedad se reafirme su fe en la salvación de Cristo, y en vista de tal salvación una su propio sufrimiento al sufrimiento de él, convirtiéndose así­ también el enfermo por este camino sacramental en «el siervo sufriente de Yavé»; el matrimonio es participación en el misterio de Cristo en cuanto él es el que actúa el proyecto nupcial que Dios siempre ha tenido respecto a la humanidad; el orden o ministerio, que comprende el diaconado como servicio y el presbiterado-episcopado como sacerdocio, es también participación en el misterio de Cristo, considerado en su función de «siervo de Dios y de los hombres» y de «sacerdote»; pues es en virtud de su encarnación, que lo convirtió en «sacramento de salvación», por lo que Cristo fue «siervo» y «sacerdote».

Digamos para concluir: todo sacramento comunica la gracia santificante, que es participación en el único misterio de Cristo según una relación cualitativamente diferenciada sobre la base del distinto signo sacramental. Por consiguiente, la gracia sacramental no es una gracia que se añade al sacramento, como gracia actual distinta de la gracia santificante, ni constituye un don particular que crea en el sujeto el derecho a obtener auxilios especiales necesarios para mantener la gracia santificante recibida por el sacramento. Este modo de pensar la gracia sacramental empobrece enormemente el sentido y el valor de los sacramentos y de su diversidad; pero sobre todo destruye el valor y el sentido del signo sacramental, al no ponerlo en relación directa con el Cristo-sacramento de salvación. Toda teologí­a sacramentaria será verdadera en el plano de la revelación cuando en el plano de la práctica individual y pastoral se ponga cada vez más en contacto con la realidad del Cristo-sacramento de salvación. Aun cuando los sacramentos constituyan un régimen de signos, éstos no deben convertirse en velos opacos, sino que debemos poder decir con san Ambrosio: «No por espejos ni por enigmas, sino cara a cara te has mostrado a mí­, oh Cristo, y YO TE ENCUENTRO A TI EN TUS SACRAMENTOS» (S. Ambrosio)
S. Marsili
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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
Introducción:
1. Una definición preconciliar;
2. La problemática teológica actual.
I. Referencias históricas:
1. Origen y desarrollo del término sacramento;
2. La sí­ntesis escolástica;
3. La crisis protestante;
4. La doctrina del concilio de Trento y la contrarreforma;
5. Las tendencias contemporáneas.
II. Para una teologí­a de los sacramentos:
1. El sacramento, un sí­mbolo religioso;
2. El rito, expresión universal de la religiosidad;
3. El rito religioso como necesidad y como don;
4. El rito cristiano: un lenguaje para el encuentro entre el hombre y Dios.
III. Cristo, origen y forma de los sacramentos:
1. Cristo, sacramento primordial;
2. El misterio pascual, nueva alianza;
3. El Espí­ritu, presencia del ausente;
4. La Iglesia, cuerpo sacramental (mí­stico) de Cristo;
5. Una salvación a través de los signos: estructura sacramental de la salvación.
IV. El sacramento: la salvación confiada a un signo:
1. La Iglesia recoge la herencia del maestro;
2. Los sí­mbolos sacramentales en la historia de la Iglesia;
3. Libertad relativa de la Iglesia en la adopción de los signos sacramentales;
4. Diversidad de signos, identidad del don;
5. El número septenario y una realidad toda ella sacramental.
V. Un acto salví­fico de Cristo por el ministerio de la Iglesia:
1. Acto salví­fico de Cristo;
2. Por el ministerio de la Iglesia;
3. La eficacia del rito sacramental. Respuestas inadecuadas;
4. La verdadera respuesta está en el sí­mbolo;
5. Ventajas y lí­mites de la comunicación simbólica.
VI. La eficacia de mediación del sí­mbolo sacramental:
1. El sí­mbolo: una mediación eficaz;
2. El «ex opere operato»;
3. Eficacia del bien celebrar;
4. Sacramento y vida litúrgica;
5. Sacramentos y vida moral.

Introducción
El concilio Vat. II, aunque no produjo una nueva teologí­a de los sacramentos, ha contribuido de manera decisiva a la afirmación y a la divulgación de una idea del sacramento que renueva profundamente la comprensión preconciliar de los signos sacramentales.

1. UNA DEFINICIí“N PRECONCILIAR. «Un signo sensible, instituido por Jesucristo, que produce la gracia que significa» (A. PIOLANTI, De Sacramentas, 15 18). Esta era la doctrina teológica más difundida y acreditada en la teologí­a romana en ví­speras todaví­a del concilio. Era la teologí­a de los manuales, la que serví­a de fondo a las declaraciones del magisterio, a los diversos catecismos y al derecho canónico. Es la doctrina del concilio Florentino (1439; DS 1310) y del concilio Tridentino (1547; DS 1606), tomada directamente de la teologí­a escolástica y a partir de entonces elevada a doctrina oficial de la Iglesia católica como bandera contra los errores de los protestantes. En aquella definición habí­a también una aportación más reciente, no contenida en las fuentes del magisterio antiguo: el término efficax (de efficere, producir). Los concilios se limitaban a decir «contienen» (continere) y «dan», «confieren» (conferre); la teologí­a más reciente (neoescolástica) preferí­a decir «producen» (efficere), después de haber entrado este término oficialmente en un documento del magisterio (LEóN XIII, Apostolicae curae et caritatis, 1896: DS 3315). Ello parecí­a más en consonancia con la doctrina de la causalidad fí­sica instrumental de la escuela tomista. Y daba mayor fuerza a la lí­nea antiprotestante del catolicismo postridentino.

El número rigurosamente septenario de los sacramentos y su origen y fundamentación rí­gidamente atribuible a Cristo son sólo algunos de los rasgos caracterí­sticos de una teologí­a que después del Vat. II ha perdido notablemente terreno en favor de una comprensión menos jurí­dica y más abierta al misterio, más respetuosa de la parte del hombre y de la libertad de acción del Espí­ritu.

Una prueba evidente de esta mayor sensibilidad a la dimensión teológica del sacramento puede encontrarse en la definición que sirve de introducción a la sección De Sacramentis en el nuevo Código de derecho canónico: «Los sacramentos del NT, instituidos por Cristo Señor y encomendados a la Iglesia, en cuanto que son acciones de Cristo y de la Iglesia, son signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe, se rinde culto a Dios y se realiza la santificación de los hombres, y por tanto contribuyen en gran medida a crear, corroborar y manifestar la comunión eclesiástica» (can. 840). El viejo Código de 1917 se limitaba a declararlos a todos instituidos por Cristo y «medios especialí­simos (praecipua) de santificación y de salvación» (can. 731, § 1).

2. LA PROBLEMíTICA TEOLí“GICA ACTUAL. En la base de esta reconsideración de la teologí­a de los sacramentos hay factores diversos, de diverso peso y valor. -Ante todo la preferencia cada vez más neta por el método inductivo y positivo que la investigación histórica sobre las fuentes y sobre las formas de la liturgia y la mayor atención a los datos de la Escritura han ido poco a poco imponiendo. -Del mismo modo, una nueva atención a las adquisiciones de las llamadas ciencias humanas ha obligado a una relectura crí­tica del concepto de signo que la teologí­a católica habí­a hecho propio. De ahí­ se ha derivado una fuerte revalorización de la categorí­a simbólica, hasta aquí­ demasiado desestimada en favor de la categorí­a de lo real en el plano ontológico y de la del concepto en el plano gnoseológico. Los teólogos hablan cada vez menos de «signo sensible» y cada vez con más frecuencia de sí­mbolo y de lenguaje simbólico. -También la institución de los sacramentos por parte de Cristo se interpreta hoy de manera menos literal que en el pasado. Si aparece cierta la intención de Jesús acerca del bautismo y la eucaristí­a, es mucho menos evidente la parte que él tuvo en la determinación material de los otros signos sacramentales. Ciertamente él perdona los pecados y manda que se haga otro tanto; impone las manos a los enfermos y ordena a sus discí­pulos que lo hagan también ellos; confiere a los doce una potestad real sobre la comunidad de los creyentes; declara indisoluble el matrimonio, revelando la intención divina originaria sobre él; sopla sobre los discí­pulos para que reciban el Espí­ritu; pero serí­a difí­cil ir más allá de todo esto. Por otra parte, en el curso de los siglos la Iglesia ha intervenido tan repetidamente para disciplinar, adaptar, uniformar e incluso introducir y suprimir gestos y sí­mbolos sacramentales, que será del todo justificado considerarla de algún modo, y de forma subordinada, responsable y casi «dueña» de los mismos. Y ello, naturalmente, por aquel poder divino que le ha sido conferido por el don del Espí­ritu. -El número septenario, aunque se canonizó solamente a comienzos del segundo milenio, después de la declaración tridentina no ha sido generalmente discutido. Sin embargo, se afirma la tendencia a integrar los siete sacramentos en una visión más vasta y orgánica de la sacramentalidad de toda la economí­a salví­fica de la salvación. A la teologí­a contemporánea toda la economí­a salví­fica le parece estructural, í­ntima y hasta necesariamente sacramental. Cristo, la Iglesia, la palabra revelada: todo es signo (manifestación mediata, y por eso velada) de Dios y de su voluntad de salvación. A esta luz los siete sacramentos no son las únicas realidades sacramentales en la historia de nuestra salvación; son solamente los momentos culminantes, la plenitud y la perfección de esta «sacramentalidad difusa». -Un punto muy delicado y controvertido, sobre el cual es dado registrar, hoy como ayer, el más amplio abanico de opiniones, es el de la eficacia sacramental. ¿Cómo puede una acción humana, puesta por el hombre con la ayuda de instrumentos (sí­mbolos) humanos e incluso materiales, contener, o dar, o incluso producir una realidad espiritual y sobrenatural (la gracia)? La explicación tradicional no parece bastar ya. El recurso a la categorí­a escolástica de causa instrumental fí­sica no parece ya adecuado. No tiene debidamente en cuenta la estructura simbólica del lenguaje humano y la función de la metáfora en la expresión de lo inefable. No tiene sentido querer hablar del sacramento (realidad simbólica por definición) con los conceptos y las categorí­as de la realidad fí­sica. También la doctrina del ex opere operato adquiere un significado diverso y una justificación más convincente a la luz de las nuevas adquisiciones. -Hoy se pregunta también por la naturaleza y por el don propio de cada sacramento. Cada vez aparece más desprovista de adecuada justificación histórica la afirmación, convertida en lugar común, de que los sacramentos han permanecido siempre iguales a sí­ mismos, tanto en cuanto al rito, como en cuanto al sentido, como en cuanto a la disciplina canónica. Cambios importantes han tenido lugar en todos los siete sacramentos desde cualquier punto de vista que se los quiera mirar. Ha cambiado su orden interno («de serie», podrí­amos decir), la edad de conferirlos, las condiciones y circunstancias legitimantes, el sí­mbolo material (la materia de los escolásticos), la fórmula esencial (la forma), el ritual, la disciplina canónica, la interpretación teológica. Algunos sacramentos (o grados de un sacramento) han encontrado dificultad para ser reconocidos como realidad sacramental autónoma (confirmación) y auténtica (matrimonio), o han experimentado eclipses (episcopado) o hipertrofias (presbiterado). Algunos sacramentos han cambiado (también repetidamente) de nombre. Hechos éstos que se repiten también en nuestros dí­as, e incluso se dirí­a con particular evidencia y abundancia. Circunstancias éstas que justifican una nueva reflexión y una nueva sí­ntesis.

I. Referencias históricas
El término sacramento no ha tenido siempre el mismo significado en el curso de la historia. Damos aquí­ un rápido cuadro de su evolución semántica.

1. ORIGEN Y DESARROLLO DEL TERMINO SACRAMENTO. El primero que usó la palabra sacramentum en un contexto cultual cristiano parece haber sido Tertuliano. El término no era nuevo; era corriente en el lenguaje no cristiano y tení­a una valencia religiosa precisa (como lo indica claramente la raí­z sac-): sacramentum era el juramento de fidelidad del soldado al emperador y, en el lenguaje jurí­dico, la suma de dinero que habí­a que pagar al templo por parte del que perdí­a una causa civil. Esto justifica el uso preferentemente bautismal que tuvo el término al principio: el bautismo pudo muy bien aparecer a los primeros cristianos como el equivalente de un juramento de fidelidad a Cristo por parte de quien se aprestaba a entrar en su «milicia», y también como un acto de culto al Dios que salva.

En los siglos sucesivos de la edad antigua el término tuvo gran fortuna e incluso una gran variedad de aplicación: sacramento pudo traducir el término griego mysterion (también trasliterado en mysterium) en su acepción paulina de designio divino de salvación realizado y revelado en Cristo (en este sentido, según G. van Roo, el uso de sacramentum es más antiguo que Tertuliano); e igualmente pudo traducir las categorí­as, propias de la exégesis bí­blica de los Padres, de imagen, figura, tipo, semejanza. Sacramentos eran, del mismo modo, los personajes del AT y NT, las gestos y las palabras de Jesús, los ritos y los sí­mbolos de la liturgia de la Iglesia.

En la época de san Agustí­n es cuando el término sacramentum comienza a tener un significado más preciso y casi técnico. El mérito de esta transición se atribuye en general al gran doctor de Hipona, pero es posible que la tendencia se hubiera difundido ya en la Iglesia latina. En efecto, mientras Agustí­n dice lo que es un sacramento, proponiendo definiciones esclarecedoras («sacramento es el signo sagrado visible del sacrificio invisible», De civ. Deu 1:10, Deu 1:5; «los signos, cuando se refieren alas cosas divinas, son llamados sacramentos», Ep., 7; «si los sacramentos no tuvieran alguna semejanza con las cosas de las cuales son sacramentos, no serí­an sacramentos», Ep.,Deu 98:9), pero aún llamando sacramentos también al sí­mbolo apostólico, al padrenuestro y a la sal bendita, el papa Inocencio I, en su carta a Decencio, obispo de Gubbio (416), demuestra que tiene ideas bastante precisas sobre lo que es y lo que no es sacramento: niega él el uso del aceite (de los enfermos) a los penitentes, puesto que el aceite «genus est sacramentis». El razonamiento es lúcido: si a los penitentes se les niegan todos los sacramentos, ¿por qué habrí­a que permitirles sólo éste? (DS 216). Ciertamente no se piensa entonces en el número siete, pero el sentido de la palabra, como se ve, se va restringiendo.

En el siglo vi Isidoro de Sevilla subrayará el aspecto del misterio. Misterio entendido justamente en el sentido de oculto, secreto, encerrado («unde et graece mysterium dicitur quod secretam et reconditam habeat dispositionem», Etimologiae VI, 19).

Esta gran variedad de significados durará aún largo tiempo. Bernardo de Claraval (can. 1150) hablará todaví­a de «sacramento de la Trinidad».

2. LA SíNTESIS ESCOLíSTICA. La edad de la escolástica vio la gran obra de sistematización de la teologí­a de los sacramentos. He aquí­ sus principales adquisiciones.

a) El número de los sacramentos. La escolástica sintió la necesidad de poner orden en el concepto y en el uso indiscriminado del sacramento. Se distinguió entre sacramentos (mayores, o sacramentos verdaderos y propios) y sacramentales (o sacramentos menores), fijándose el número (siete). Esta identificación, ya perfilada en el.siglo xi, se convierte en definitiva y canónica a partir de Pedro Lombardo en el siglo siguiente.

b) El concepto de sacramento. La escolástica elaboró un concepto de sacramento destinado a ser clásico y a informar toda la teologí­a sucesiva. «Se llama propiamente sacramento lo que de tal modo (quod ita) es signo de la gracia de Dios y forma (forma) de la gracia invisible, que lleva (en sí­ mismo) la imagen (imaginem) de la gracia y que es su causa» (PEDRO LOMBARDO, Lib. Sententiarum IV, 1,4). Los teólogos posteriores sólo tendrán que completar, pero no mucho que añadir.

c) La eficacia del sacramento. La pregunta que los escolásticos se hacen es cómo puede una realidad material y sensible producir una gracia espiritual y sobrenatural. Las respuestas son muchas y diversas: los sacramentos son ocasión de gracia, contienen la gracia, disponen a la gracia. Escuelas enteras de teólogos se encuentran en estas respuestas. Santo Tomás y su escuela propusieron la causalidad instrumental. Más recientemente (s. xvi) se habló de causalidad moral, es decir, libre. En la teologí­a posterior prevaleció, ciertamente, la doctrina de santo Tomás, que pareció garantizar del modo más seguro la eficacia del rito sacramental.

d) El «ex opere operato» La fórmula, entre las más afortunadas de la teologí­a, ha de entenderse en relación con su uso contrario, el ex opere operantis (ecclesiae). La fórmula intentaba salvaguardar el sacramento del peligro de reiteradas tentaciones donatistas, garantizando la validez y la eficacia del sacramento independientemente de la santidad o indignidad del ministro celebrante. La intención, aunque legí­tima, no bastó para evitar que con el tiempo tal doctrina diese ocasión en la práctica a una visión, casi mágica de la eficacia sacramental.

e) El hilemorfismo. El redescubrimiento medieval de Aristóteles como maestro del pensamiento filosófico y teológico llevó a considerar también los sacramentos en función de la teorí­a hilemórfica (materia y forma). Para cada sacramento se intentó distinguir el elemento material y el formal; si para algunos sacramentos la empresa pudo resultar bastante fácil (bautismo, unción de los enfermos), para otros no faltaron las dificultades y las controversias más acaloradas. Controversias no sólo entre las diversas escuelas, sino también y sobre todo entre las diversas confesiones o Iglesias.

f) La institución de los sacramentos. La Iglesia habí­a vivido siempre en la fe de que en el origen de sus sacramentos estaba Cristo; pero la escolástica se planteó el problema con particular urgencia, intentando definir lo que querí­a decir institución (y en qué sentido se podí­a hablar de ella para cada sacramento) por parte de Cristo. No faltó tampoco la tentativa de fijar para cada sacramento la fuente neotestamentaria que comprueba su institución. No todos los resultados de este esfuerzo estuvieron a. la altura del empeño prodigado. El carácter preferentemente jurí­dico dado al concepto de institución, la lectura claramente apologética de los textos del NT, la aproximación de los conocimientos históricos, de la exégesis y del método crí­tico llevaron a resultados no siempre convincentes y a veces incluso paradójicos y extravagantes en los autores menos controlados. Santo Tomás dice que instituir significa dar fuerza y vigor a las cosas, «como en el caso de institución de una ley» (S. Th., III, q. 64, a. 2, sed c.). Esto implicaba la necesidad de probar la institución del sacramento directamente por parte de Cristo, con el riesgo muy real de introducir violencias. Violencias que darán pretextos muy tentadores a la impugnación de los reformadores protestantes.

g) La antropologí­a sacramentarí­a. La praxis de la Iglesia contemporánea, no compensada por un conocimiento crí­tico de la historia de los sacramentos, llevó a los escolásticos a considerar el uso vigente como uso normal en todas las épocas de la Iglesia. Los sacramentos se leyeron así­ en función de la praxis de una época: confirmación con la primera edad de la razón, unción de los enfermos dada en el punto de muerte (extremaunción)… Ello condujo a una interpretación antropológicamente inspirada en el desarrollo de la persona humana, desarrollo que los sacramentos deben acompañar y ayudar. El lí­mite de esta lectura es el lí­mite mismo de aquella praxis y de aquella pastoral.

3. LA CRISIS PROTESTANTE. Nacida en otros terrenos de la teologí­a y de la disciplina canónica, la crisis protestante hizo sentir su peso y tuvo sus éxitos también en el campo de los sacramentos. El objeto inmediato de la crí­tica de los reformadores es la doctrina de los sacramentos formulada por la escolástica, o mejor por aquella escolástica que habí­a llegado hasta Lutero, Calvino y a los otros grandes teólogos de la reforma: una teologí­a frecuentemente invalidada por un vací­o conceptualismo nominalista.

En particular se impugnó y negó la eficacia sacramental entendida como capacidad de dar, y sobre todo de producir, la gracia significada en virtud de lo que se considera una especie de automatismo mágico, el ex opere operato. Esto es absolutamente inconciliable con la gran verdad de la reforma protestante, según la cual la justificación (y consiguientemente el don de la gracia que la hace posible) es un hecho de absoluta iniciativa divina, totalmente gratuito y de ningún modo exigible. Ningún rito podrí­a forzar nunca a Dios a hacer el don. El ex opere operato es, para todos los teólogos de la reforma, una hipoteca de la libertad de Dios, una especie de pretensión mágica: la pretensión de condicionar a Dios.

Otros puntos de la doctrina católica tradicional son impugnados por la reforma; entre éstos, el número siete de los sacramentos y su institución por parte de Cristo. Los protestantes (no sin excepciones) reconocen la institución divina sólo del bautismo y de la eucaristí­a, mientras que la niegan para los otros sacramentos. Camino y puente por los cuales el Espí­ritu llega hasta nosotros (Lutero); abandono confiado en el poder y en la fidelidad de la palabra de Dios (Calvino); expresión de nuestra memoria de las acciones salví­ficas de Cristo y de nuestra fe en su virtud para todos los tiempos y para todos los hombres; memoria por la cual esperamos ser a nuestra vez alcanzados por el Espí­ritu, que realiza en nosotros la misma salvación (Zuinglio): tales son las tesis principales contra las cuales intervendrá con sus declaraciones el concilio de Trento.

La fidelidad a estas tesis clásicas de la reforma no ha impedido en tiempos más recientes una cierta recuperación de ciertos signos sacramentales tradicionales y un serio esfuerzo de acercamiento, al menos en algunos ámbitos del protestantismo, a la tesis de la tradición católica. Los católicos, por su parte, renunciando a una actitud de rechazo global y prejuzgado de todo lo que sabe a «reformado», han tomado muy en serio ciertas objeciones de los protestantes, abriéndose a un diálogo constructivo.

Es verdad que las respectivas posiciones permanecen todaví­a muy $lejadas. En la visión protestante ‘los sacramentos, al no ser considerados actos de Cristo, son vistos esencialmente como actos humanos, como profesión de fe, como «palabra hecha visible»; son, sin embargo, útiles, porque son la ocasión y el medio de que se sirve Dios para llegar al hombre, o a través de los cuales el hombre intenta acercarse a Dios. Ellos nutren la fe y la expresan. La misma pretendida doctrina católica de reservar el ejercicio sacramental para un sacerdocio ordenado, igualmente impugnado por una gran parte de las Iglesias reformadas, es considerada como el signo de una degeneración que lleva a la Iglesia a enredarse en una lógica que parece pertenecer al espí­ritu de la ley mosaica; precisamente de aquella ley para librarnos de la cual Cristo vivió y murió.

4. LA DOCTRINA DEL CONCILIO DE TRENTO Y LA CONTRARREFORMA. El concilio de Trento es la sí­ntesis doctrinal más imponente jamás realizada por el magisterio de la Iglesia en cuestión de sacramentos. Mucho más que el concilio de Florencia, que aproximadamente un siglo antes (1439) habí­a establecido algunos puntos firmes de la doctrina católica para someterlos a la profesión de fe de los armenios en orden a la recomposición del cisma entre las dos confesiones, el Tridentino es un concilio «contra», a saber: contra la reforma y contra los errores de sus maestros.

La estrategia de Trento es esencialmente la del dique, del muro contra muro. Trento afirma lo que los protestantes niegan y niega lo que ellos afirman. Su mirada raramente va más allá de la grave contingencia que le ocupa y que ha decidido su urgencia y su misma existencia. Esto es importante cuando se intenta una hermenéutica de los decretos tridentinos. Nos limitamos a enumerar: -los sacramentos cristianos («de la nueva ley’ son siete, ni más ni menos (De sacram. in genere, c. 1: DS 1601ss); -esencialmente diversos de los del AT (c. 2); -instituidos por Cristo (c. 1); -necesarios para la salvación, aunque no todos lo sean para todos los fieles (c. 4), y no simplemente útiles para alimentar la fe (c. 5); -contienen (continere) la gracia que significan y la confieren a quien no pone obstáculos (c. 6); -obran ex opere operato (c. 8), y por tanto, «por lo que depende de Dios», «semper et omnibus» (c. 7); -de estos sacramentos, tres, por conferir carácter, no son reiterables (bautismo, confirmación y orden) (c. 9); -la eficacia del sacramento válidamente puesto es independiente del estado de gracia del ministro (c. 12); -no todos los fieles bautizados pueden conferir (administrare) todos los sacramentos (c. 10).

Además de establecer estas afirmaciones generales, el concilio trata aparte. de cada uno de los sacramentos, con su doctrina, sus cánones y sus anatemas. La doctrina teológica que sirve de base a estas declaraciones es la doctrina de la schola, que los protestantes, en cambio, repudiaban en bloque. Trento reafirma su validez y la hace suya en gran parte. La solemnidad de las declaraciones conciliares constituirá un punto de referencia seguro para el futuro de la teologí­a, pero creará también no pocas dificultades al desarrollo ulterior del pensamiento católico en materia sacramental (si quis dixerit… anathema sit). Tanto más que no faltan anatemas sobre materias puramente disciplinares.

Las proposiciones de Trento, ya duras y categóricas de por sí­, se volvieron aún más rí­gidas (y de algún modo más extremas) por los teólogos de la contrarreforma. Animados por fuerte y a veces violento espí­ritu polémico frente a los reformadores (que por lo demás correspondí­an gustosos con la misma moneda), los teólogos postridentinos desarrollaron su reflexión como exegetas de los decretos conciliares, sacando consecuencias extremas y como empeñándose en ampliar y hacer más profunda la fosa que los dividí­a de la reforma que en salvar las distancias y reducir las divergencias.

Habrá que esperar mucho tiempo para que el espí­ritu de controversia y de recí­proca excomunión ceda el puesto a una inspiración ecuménica ordenada a buscar más lo que une que lo que divide. Un camino ecuménico del cual en nuestros dí­as comienzan a apreciarse los primeros tí­midos frutos (documento de Lima, p.ej., 1962).

5. LAS TENDENCIAS CONTEMPORíNEAS. La primera mitad del siglo xx está dominada por el pensamiento neoescolástico, doctrina oficial de la escuela teológica romana y de las universidades pontificias. El esfuerzo se centra en un retorno al pensamiento genuino de los grandes escolásticos, en particular de santo Tomás. Las respuestas son naturalmente diversas en los diversos teólogos; pero difí­cilmente podrí­an encontrarse en sus escritos elementos de segura originalidad, en todo caso capaces de permitir un progreso real en la comprensión del delicado problema.

Un verdadero paso adelante se da, en cambio, hacia mediados de siglo con la recuperación de una categorí­a epistemológica demasiado tiempo olvidada y desvalorizada, la única probablemente capaz de situar la investigación en su verdadero terreno, el de la expresión y del lenguaje: la categorí­a del sí­mbolo.

La intuición es de por sí­ muy simple: si el sacramento pertenece al género y a la categorí­a del sí­mbolo, también su eficacia, o sea, su modo de producir el efecto, habrá que buscarlo en el ámbito de la eficacia (causalidad) simbólica. En otras palabras, el sacramento producirá su efecto del modo que es propio del sí­mbolo (y de la acción simbólica). En esta lí­nea se mueve ahora la más acreditada teologí­a contemporánea. Pero no se trata de una teorí­a uniforme. La misma dificultad de llegar a una definición satisfactoria y universalmente aceptable del sí­mbolo hace la empresa más ardua aún.

Diversamente fundadas en una estrecha conexión entre cristologí­a y eclesiologí­a (E. Schillebeeckx), en la estructura ontológica de la misma realidad (K. Rahner), en la antropologí­a (actividad simbolizante como autoconstrucción por interacción del individuo y de la sociedad juntamente: L.-M. Chauvet) o en otras bases todaví­a, todas estas respuestas tienen en común la intuición de que el sacramento, en cuanto sí­mbolo, obra diciendo (expresando), no haciendo. Es decir, obra y produce un efecto no en cuanto hace algo (mojar, partir el pan, ungir, etc.), sino en cuanto, al hacer algo, dice y deja entender el verdadero fin para el cual se pone. El efecto del sacramento no hay que buscarlo en lo que se está haciendo «inmediatamente», sino en aquello a que se alude con la acción. Y alcanza su fin y produce su efecto precisamente porque, con su acción material, remite (vislumbrándolo eficazmente con la alusión simbólica) a aquel efecto. Sin esta intención (intendere) esencialí­sima, el efecto de la acción simbólica no podrí­a alcanzarse nunca.

Si esta ví­a es ahora bastante conocida y está adquirida en el plano teórico, queda aún muchí­simo por hacer en el plano de la práctica. Las deducciones pastorales y litúrgicas (prácticas) han sido en realidad mucho menos consecuentes y animosas que el pensamiento especulativo.

II. Para una teologí­a de los sacramentos
El término sacramento encuentra en los padres de la Iglesia un riquí­simo campo de aplicación, que le viene del hecho de ser usado como traducción del griego mysterion. San Agustí­n dará de él una definición que será clásica durante siglos y de la cual partimos para nuestra aproximación antropológica: «Aquellos signos que se refieren a las cosas divinas son llamados sacramentos» (Ep., 7: PL 33,528). De forma más sintética todaví­a el mismo obispo de Hipona dirá «sacramentum id est sacrum signum» (De civitate Deu 1:10, Deu 1:5 : PL 41, 282). En este sentido el término sacramento puede también salir del ámbito cristiano, como veremos enseguida.

1. EL SACRAMENTO, UN SíMBOLO RELIGIOSO. Después de la época patrí­stica la palabra sacramento, en el ámbito del pensamiento teológico y del derecho canónico, fue especializándose cada vez más hasta quedar reservada en sentido propio a los solos siete actos cultuales considerados capaces de «producir gracia»: exactamente los siete sacramentos.

En este sentido preciso el término sacramento pertenece de derecho al culto y a la teologí­a cristiana. Sin embargo, en la terminologí­a histórico-etno-religiosa la palabra ha entrado ya para indicar «un rito que se explicita a través de signos o materias visibles y que constituye una peculiar relación con el mundo de poderes o una entrada en lo sagrado, en virtud de su eficacia mágico-automática o también en virtud de una carga eminentemente religiosa (cuando, p.ej., expresa también la posición de dependencia de quien es admitido al acto sacramental)» (A.M. Di NOLA, Sacramento, en Enciclopedia delle religioni V, 648). De este modo una realidad cultual cristiana se ha convertido en parámetro y criterio de clasificación de los «más varios comportamientos rituales, que, en todo caso, tienen lejanas analogí­as con los sacramentos cristianos» (ib): ritos de iniciación (también con colación de carácter), sacrificiales y totémicos, que de algún modo recuerdan «el esquema llamado ex opere operato del sacramentalismo cristiano» (ib). Los cientí­ficos enumeran listas enteras de ritos de carácter sacramental, es decir, de ritos eficaces por sí­ mismos (abluciones, bautismos, unciones…).

Este modo de proceder de los investigadores de historia de las religiones podrá disgustar al teólogo cristiano, que teme ver reducirse la teologí­a del sacramento a pura fenomenologí­a del rito. Sin embargo, justamente este hecho puede ofrecer una base preciosa de partida para una teologí­a de los sacramentos que no quiera limitarse a repetir lo ya dicho y que, sobre todo, no se resigne al apriorismo abstracto e ideológico, sino que aspire, por el contrario, a fundarse en la sólida base de la realidad y de la experiencia.

2. EL RITO, EXPRESIí“N UNIVERSAL DE LA RELIGIOSIDAD. Existen, ciertamente, religiones sin prácticas rituales de tipo «sacramental» (p.ej., el islamismo); pero en su gran mayorí­a las religiones son ricas en ritos y en gestos rituales, tanto públicos y solemnes como privados y quizá domésticos. Lo que el hombre busca en el rito es, en cada caso y para decirlo también con A.M. Di Nola, «un vehí­culo de participación en la sobrenaturaleza», «un contacto gratuito con el plano divino», «un signo mágico de transmisión de poder». En las religiones históricas o reveladas (y a menudo también en los cultos mágicos), esto ocurre mediante un rito que mira a hacer posible el encuentro entre un acontecimiento pasado, considerado portador de una potencia salví­fica o en todo caso benéfica, y el individuo que vive en un aquí­ y ahora de la historia diverso de aquél del acontecimiento de referencia, pero que debe entrar de algún modo en relación con ese acontecimiento si quiere tener parte en sus efectos benéficos. En los diversos casos podrá tratarse de una relación mágica o religiosa, pero la instancia es la misma: el acontecimiento debe poder alcanzarme. El rito ofrece la mediación entre el acontecimiento pasado y el presente de mi historia.

Se trata, como se ve, de un poder de evocación que actualiza el acontecimiento pasado. Acerca del origen de ese poder, las respuestas serán siempre diversas en los diversos casos. En la magia se podrán tener, bien la transmisión benévola del poder mágico, bien la apropiación furtiva del mismo. En las religiones, en cambio, especialmente en las superiores ese poder se creerá que es concedido y transmitido «institucionalmente por el fundador a los discí­pulos para que usen de él y lo transmitan a su vez. Para ciertas prácticas mágicas, el automatismo rito-efecto es absoluto y tiene lugar también sin saberlo o contra la voluntad del destinatario. En cambio, donde predomina el aspecto religioso, la voluntad del beneficiario es determinante; es más, el efecto será proporcional a su empeño personal.

3. EL RITO RELIGIOSO COMO NECESIDAD Y COMO DON. El rito religioso es, pues, el encuentro entre la necesidad del hombre y el don de una salvación ofrecida por un poder benéfico, quizá por mediación de un fundador. Este, si es consciente del don que está haciendo, ofrece él mismo una respuesta a la necesidad de los discí­pulos en los ritos que les confí­a. En los otros casos es el grupo de los discí­pulos el que elabora un sistema ritual capaz de transmitir los efectos benéficos de la obra del fundador. De este modo el acontecimiento queda sustraí­do a la ley del tiempo y a la caducidad de la historia y sobrevive (o mejor, revive) en el rito. Lo que lo mantiene eficaz es el encuentro entre la voluntad-palabra del fundador y la fe del discí­pulo, que está seguro de entrar en contacto, mediante el rito sacramental, con la persona o con el acontecimiento del que espera obtener la salvación de los peligros que le amenazan.

4. EL RITO CRISTIANO: UN LENGUAJE PARA EL ENCUENTRO ENTRE EL HOMBRE Y DIOS. El hecho de que el modelo cristiano haya servido a los cientí­ficos para clasificar y denominar un aspecto del fenómeno cultual no quiere decir, evidentemente, que sea el modelo ritual originario y primitivo del cual se derivarí­an luego los otros. El fenómeno es mucho más antiguo y extendido que el cristianismo mismo, y ya algunos ritos hebreos (uno por todos, la pascua) y los misterios del mundo grecorromano presentan rasgos de semejanza absolutamente sorprendentes. Los teólogos han discutido por extenso sobre el sentido de estas afinidades, y justamente el debate sobre la «teologí­a de los misterios» de O. Casel ha constituido uno de los capí­tulos más fascinantes de los sacramentos del siglo xx. Hoy, sin embargo, es posible ver las cosas a una luz parcialmente diversa; y una aplicación más adecuada de la teologí­a de la encarnación a los sacramentos, junto con una más atenta consideración de la estructura simbólica del lenguaje ritual, permiten una aproximación más satisfactoria al problema.

En esta perspectiva el lenguaje sacramental, como lenguaje simbólico aplicado «a las cosas que se refieren a Dios» aparece como uno de los aspectos humanos que el Hijo de Dios, al encarnarse, (hubo necesariamente de apropiarse. Al hacerse hombre, Dios asume todo lo humano y transmite su don de salvación y de gracia a través de los que son los canales e instrumentos accesibles al hombre. Debiendo hablar al hombre, Dios no puede hablar más que un lenguaje humano. No es condescendencia; es necesidad. La lengua del diálogo la impone el destinatario del mensaje. El que quiere darse a entender debe adaptarse a la lengua de aquél a quien quiere llegar. Ciertamente no podí­a ser el hombre el que aprendiera la lengua de Dios. Por fuerza debí­a ocurrir lo contrario. A1 hacerse uno de nosotros, uno como nosotros, debió y quiso hablar como uno de nosotros, sirviéndose de nuestros instrumentos y criterios de expresión y de comunicación. Lo que tení­a que decir no podí­a ni describirlo m explicarlo; sólo podí­a anunciarlo. Para hacerlo usó la lengua de la gente sencilla y de los pobres, de los poetas y de los mí­sticos, el lenguaje de la pasión y del amor, de la experiencia cotidiana y de la mí­stica, el lenguaje de la oración, de la emoción, de la profecí­a: lenguaje alusivo, pregnante, que arrastra, hecho de sí­mbolos y de signos, de gestos y de figuras, de metáforas y de parábolas. Un lenguaje común y universal, por estar hecho de imágenes comunes a todos, construidas sobre la experiencia de todos, tejidas con el hilo de la vida cotidiana. Un lenguaje universal, una verdadera koiné, para cuya comprensión no habí­a que aprender nuevas palabras y ni siquiera nuevos sí­mbolos, porque eran los que todos conocí­an, pertenecientes a todas las culturas y civilizaciones humanas.

Pero al asumir las palabras de todos los dí­as y al proponerlas a quienes le escuchaban, las iba cargando de significados nuevos, de valores inéditos. Repetí­a los ritos religiosos de sus coterráneos y correligionarios; pero al usarlos los renovaba, convirtiéndolos en vehí­culos de una salvación real y perfecta, y no ilusoria o parcial. A1 hombre, que desde hací­a siglos andaba expresando en los ritos su ansia de salvación, fingiéndose una respuesta que vení­a de su misma necesidad, Dios quiso darle la única respuesta que podí­a apagar su sed, la única válida y verdadera, fundada en la fuente de salvación y de esperanza que el mundo conoce: la vida, la palabra, la pasión, la muerte, la resurrección, la glorificación de Cristo. Las palabras de imploración son siempre ésas, lo mismo que las palabras de la respuesta: el pan, el agua, el vino, la vida, la muerte, la purificación, el perdón. Lo que cambia es «sólo» el contenido de las palabras, la razón de la esperanza, el fundamento de aquellas promesas y de aquella fe. Lo que equivale a decir todo.

Desde que Dios se hizo carne, el cristiano no condiciona ya su fe, la certeza de su verdad, a la originalidad de la forma, a la materialidad del gesto. El sabe que en esto la parte del hombre, salvo detalles secundarios; es siempre la misma, porque siempre la misma es la tierra que pisa, de la cual viene y ,a la cual tiende; siempre la misma es el agua de la fuente que lo lava y le sacia, la muerte que lo aferra, el deseo de vida que le hace gritar al cielo. Lo que cambia es justamente el que responde a este grito, el interlocutor. Y el don que el interlocutor hará.

III. Cristo, origen y forma de los sacramentos
El don de Dios es Jesucristo. El es la respuesta de Dios a la invocación del hombre, la palabra pronunciada de una vez por todas y para que sea válida para siempre. Palabra que anuncia la verdad, maestro que enseña el camino, modelo de fidelidad a la voluntad del Padre, dispuesto a la obediencia hasta la muerte de cruz, sacerdote de la nueva y eterna alianza, Cristo es también y sobre todo un don: el don del Padre para la salvación del hombre pecador. Cordero de Dios, es inmolado para que lleve sobre sí­ y quite de una vez por siempre los pecados del mundo.

1. CRISTO, SACRAMENTO PRIMORDIAL. Cristo es la perfecta revelación del Padre y de su amor al hombre. Y es al mismo tiempo la perfección de aquella adoración en espí­ritu y verdad (Jua 4:23-24) que es obediencia, fidelidad, abandono de sí­ hasta la muerte, culto grato a Dios por encima de cualquier otro.

Revelación del amor de Dios y perfección de la obediencia de la criatura, Cristo es en sentido pleno y radical el sacramento de la salvación realizada por Dios en la historia. Su humanidad al mismo tiempo revela y ejecuta, anuncia y realiza una intervención de gracia. Toda su humanidad y su obra son al mismo tiempo don de Dios al hombre y adoración del hombre a Dios. En él se realiza finalmente el proyecto primordial: la perfecta adhesión entre la voluntad de Dios y la voluntad del hombre, en una obediencia que no es servilismo, sino amor, aceptación de una ley que a su vez es expresión no de una voluntad tiránica, sino de una paternidad solí­cita y, providente.

La muerte de Cristo es el vértice de esta revelación de amor (el Padre acepta ver inmolada la vida del Hijo) y de este abandono a la obediencia (la criatura acepta perderse en la voluntad de Dios); al mismo tiempo es lo sumo del escándalo: todo parece naufragar, el proyecto de Dios parece fracasar, la obediencia del hombre aparece como una derrota. Cristo, en el momento de su muerte en cruz, es en sumo grado revelación y encubrimiento, ocultamiento y manifestación. En una palabra, «sacramento».

2. EL MISTERIO PASCUAL, NUEVA ALIANZA. La salvación es el fruto de un pacto de alianza renovada entre el hombre y Dios. Una alianza nueva (Luc 22:20; 1Co 11:25) y eterna (oración eucarí­stica I). La proclamación de esta alianza, su sanción definitiva, es la resurrección. Al resucitar a Cristo, que con su sangre habí­a renovado la alianza, el Padre declara grato el sacrificio y se compromete en favor del pueblo que nacerá de aquel sacrificio, la Iglesia.

Este es el acontecimiento que servirá ahora de fondo a la fe y al culto de las generaciones futuras, el acontecimiento de salvación que hay que hacer revivir en el misterio de la acción ritual: la muerte y la resurrección del Señor; en una palabra, su misterio pascual. Dejar que nos alcance será garantí­a de salvación. El rito sacramental se encargará de hacerlo posible, haciendo revivir el acontecimiento en la acción cultual.

3. EL ESPíRITU, PRESENCIA DEL AUSENTE. Cuando se disponí­a a dejar a los suyos en el mundo para volver al Padre, Jesús les prometió el don del Espí­ritu (Jn 15-16). Este perpetuarí­a en medio de ellos su presencia, permaneciendo para siempre con ellos (Jua 14:16); les hablarí­a con las mismas palabras que él habí­a dicho, ayudándoles a recordar lo que les habí­a enseñado (Jua 14:26); darí­a testimonio de él, ayudándoles a dar testimonio ellos a su vez (Jua 15:26-27); darí­a fuerzas y sustancia a su oración. Los guiarí­a por los caminos de la historia como habí­a guiado sus caminos de Galilea y de Judea, harí­a de muchos un solo corazón y un alma sola (Heb 4:32). Mantendrí­a viva su fe y alimentarí­a su caridad; no los dejarí­a nunca solos, y les enseñarí­a cómo ser fieles a la memoria y a las enseñanzas del maestro. Hasta su vuelta.

Aquel mismo Espí­ritu que habí­a revestido de poder sus obras y colmado de sabidurí­a sus palabras, darí­a valor y eficacia a su predicación y a sus ritos: regenerarí­a a los hijos de la luz con el agua del bautismo, confirmándolos con su poder; unirí­a en un mismo cuerpo a los que se alimentaran con el mismo pan y con el mismo cáliz; perdonarí­a los pecados de aquellos sobre los que fuera invocado; robustecerí­a los miembros de los enfermos sobre los cuales la Iglesia invocara su poder; revestirí­a de autoridad y de santidad a quienes hubieran de perpetuar la función que el Señor habí­a confiado a sus apóstoles; bendecirí­a y santificarí­a el amor de quienes, en el sacramento del amor conyugal, pusieran sus cuerpos y sus corazones al servicio del amor creativo de Dios.

4. LA IGLESIA, CUERPO SACRAMENTAL (MISTICO) DE CRISTO. La Iglesia, comunidad de fe pensada y querida por el maestro como continuación de su obra y perfeccionamiento de su ministerio, tiene la función de prolongar en la historia y en el mundo la obra de su fundador. Ella vive su misión consciente de ser para él una «humanidad de suplemento» (sor Isabel de la Trinidad), una extensión sacramental o mí­stica (los dos términos son sinónimos, pero nosotros preferimos decisivamente el primero) de su primera humanidad, de su cuerpo terreno. La Iglesia vive esta misión suya continuando en sí­ misma la actitud de adoración al Padre y de servicio a los hermanos, colaborando a la obra de la redención dejando que la «use», prestándole su propia humanidad para que él se posesione de ella y la penetre, asumiéndola como propia, en un «crescendo de encarnación» que tendrá término sólo al fin de los tiempos. Ella repite y transmite fielmente las palabras del maestro y renueva sus gestos que llevaron la salvación a la humanidad sufriente y pecadora que él se encontraba en su camino. A ella le ha confiado el Señor una y otra tarea, y ella las cumple fielmente, aunque no sin debilidades y pecados. A1 hacerlo, revela el amor de Dios, manifiesta la presencia salví­fica del Señor resucitado, pone en acción el poder de su gracia para la salvación de todos. Al mismo tiempo, a causa de la debilidad de su carne, constituye una pantalla y un obstáculo a la transparencia de lo divino que hay en ella. Como todo sacramento.

5. UNA SALVACIí“N A TRAVES DE LOS SIGNOS: ESTRUCTURA SACRAMENTAL DE LA SALVACIí“N. La estructura sacramental de la economí­a salví­fica del Dios de Jesucristo no es tanto una elección de la misericordia divina cuanto una necesidad impuesta por la estructura misma de las cosas. La salvación ofrecida por Dios no puede menos de pasar a través de los signos. Será, pues, necesariamente sacramental. Esta sacramentalidad es estructural, y por tanto necesaria, no funcional y facultativa.

Esto subraya la importancia de la aportación humana, y al mismo tiempo basta para justificar lo precario y los riesgos de tal economí­a. De ningún modo ésta podrá estar exenta de las deficiencias y de los lí­mites propios de toda contribución humana. Riesgo éste que Dios conocí­a, pero que no podí­a evitar, toda vez que ha decidido salvar al hombre con el hombre. Este, en efecto, no podrí­a de ningún modo prescindir de los signos, a pesar de sus lí­mites. La parálisis serí­a total a todos los niveles, especialmente si nos aventáramos en la expresión de las realidades más complejas y misteriosas. Y la experiencia religiosa se cuenta entre éstas. La Iglesia y la salvación que ella anuncia y comunica están igualmente involucradas. Por lo demás el maestro les habí­a dado ejemplo y él precisamente les habí­a enviado por este camino arduo y necesario. El mismo habí­a practicado gestos profundamente simbólicos, evocativos, confiándolos luego a la comunidad para que los practicase a su vez y los transmitiese. Y la comunidad ha sido fiel a la consigna.

IV. El sacramento: la salvación confiada a un signo
Como todo profeta de Israel, Jesús, el profeta de Nazaret, confió a la fuerza y a la elocuencia del sí­mbolo gran parte de la eficacia de su mensaje. Incluso se pueden quedar sorprendidos al ver lo poco que Jesús «argumenta» en sus discursos. Rara vez éstos están construidos sobre la fuerza de las deducciones. En cambio están llenos de las imágenes usuales y cotidianas de sus parábolas y de las semejanzas. Jesús no siente nunca la necesidad de demostrar. Se limita a anunciar, a afirmar, a ilustrar.

También muchas de sus acciones, como a menudo habí­a ocurrido entre los antiguos profetas, son esencialmente alusivas, simbólicas y contienen ya en sí­ mismas la clave de su interpretación: el agua cambiada en vino anuncia otro cambio, el de la última cena (Jua 2:4; Jua 13:1); un lisiado que vuelve a caminar recuerda a todos la parálisis del pecado y hace entrever los efectos de la venida del reino (Lev 5:20-24); un frasco de perfume que una mujer derrama sobre sus pies es considerado como anuncio de su sepultura (Jua 12:7); una higuera estéril se convierte en imagen de un pueblo que no ha respondido a las expectativas de Dios, y la maldición de la higuera anuncia un castigo para todo aquel pueblo (Me 11, 12-14.20; par.); un sorbo de agua pedido por caridad en un ardiente mediodí­a en Samarí­a puede anunciar un don que es para la vida eterna (Jua 4:7-11). Y se podrí­a continuar indefinidamente.

Junto a estas palabras y acciones proféticas, están los gestos rituales a los que Jesús se sujeta lo mismo que todos sus hermanos de estirpe y religión (bendiciones, oraciones, imposiciones de manos, bautismos en el Jordán, banquete pascual, peregrinaciones); pero no rara vez, en sus manos estos gestos usuales adquieren un significado completamente nuevo (el pan es su cuerpo, el vino es su sangre para una alianza nueva y eterna, su bautismo no será sólo en el agua, sino en el agua y en el Espí­ritu).

Otros gestos parece improvisarlos: sopla en el rostro de los apóstoles (Jua 20:12); hace lodo con la saliva y lo pone en los ojos de un ciego, que comienza a ver (Jua 9:6); toca las orejas y la lengua de un sordomudo, y le devuelve el oí­do y la palabra (Me 8,33); toma la mano de la niña muerta y le devuelve la vida (Me 6,41).

En estos gestos, en estas palabras y en la virtud que les acompaña se contiene un mensaje que ningún discurso razonado podrí­a expresar con la misma eficacia. La multitud lo percibí­a y se sentí­a conmovida. Ante la desarmada «pobreza» de aquel lenguaje, el hombre de todos los tiempos se queda pensativo. Aquel lenguaje es capaz de seguir hablando.

1. LA IGLESIA RECOGE LA HERENCIA DEL MAESTRO. Jesús habí­a indicado un camino. Otros gestos del maestro fueron comprendidos enseguida en toda su densidad profética. Para otros habrá que esperar a su muerte y glorificación a fin de que sean comprendidos plenamente. Esto vale tanto para las palabras como para los gestos.

Ciertamente, la palabra de aquel profeta, que declaraba al hombre superior al sábado (Me 2,27), contení­a mensajes de una libertad hasta entonces inaudita. Y sus gestos no lo eran menos. Una y otros merecí­an ser recogí­ os y conservados en la memoria. Palla algunos de ellos el maestro mismo dio la orden de repetirlos (bautizar, partir el pan, perdonar los pecados); otros eran tan familiares a todo israelita piadoso que para repetirlos no habí­a necesidad de dar preceptos particulares (imponer las manos, ungir a los enfermos, dar gracias). Estaban inscritos en la cultura religiosa de todo el pueblo.

2. LOS SIMBOLOS SACRAMENTALES. EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA. Es fácil imaginar con qué cuidado y fidelidad la Iglesia naciente guardó y transmitió los gestos aprendidos de su Señor. Y con qué fe y entusiasmo los practicó a su vez. Mas no todos aquellos gestos tuvieron un futuro igualmente afortunado. Algunos cayeron pronto, otros permanecieron en la Iglesia como patrimonio común de los cristianos y de los judí­os; otros, finalmente, fueron aceptados como propios por los discí­pulos del Nazareno.

Pero el patrimonio ritual de la Iglesia no se detendrá en los gestos recibidos directamente de Cristo. La Iglesia misma introducirá otros después de él y a imitación suya: gestos tomados del AT, de la praxis apostólica y también de las nuevas culturas con las que el evangelio entraba en contacto. La Iglesia, cuerpo sacramental de Cristo, podí­a hacerlo, porque así­ lo habí­a hecho su maestro.

Aquella «selección» no se hizo tanto bajo el impulso de preocupaciones doctrinales cuanto más bien -parece- para responder a las exigencias concretas de una comunidad. De hecho, durante muchos siglos, usos y ritos diversos pudieron convivir en la misma región, en comunidades vecinas y hasta en la misma comunidad.

Fiel a los gestos ordenados, la Iglesia dejaba espacio también a la creatividad del Espí­ritu que habitaba y obraba en ella, y concedí­a «libertad de palabra» a los profetas (Didajé, 10,7).

Así­ el mismo rito podí­a tener formas y desarrollos muy diversos y expresarse con palabras no precisamente idénticas, e incluso muy diversas. Todo este complejo y riquí­simo sistema de sí­mbolos, y cada uno de los sí­mbolos mismos, eran lo que en la Iglesia antigua se llamaba, con palabra griega, «misterio», y, con palabra latina, «sacramento»: un signo que contiene un don divino de gracia y de salvación.

3. LIBERTAD RELATIVA DE LA IGLESIA EN LA ADOPCIí“N DE LOS SIGNOS SACRAMENTALES. Sólo con el correr del tiempo la Iglesia sintió la necesidad de poner orden en la praxis sacramental, buscando en la unidad de la disciplina una defensa contra las tendencias disgregadoras de la herejí­a. Paradójicamente, precisamente esta voluntad unificadora, justificada siempre por la fidelidad a la palabra del Señor y a la tradición viva, constituye la prueba más evidente de aquel espacio de libertad de que la Iglesia ha podido disponer siempre en la determinación de la disciplina sacramental; espacio de por sí­ relativamente amplio, como podrá demostrarlo abundantemente una rápida revisión histórica.

En realidad, la historia de los sacramentos ha conocido cambios también importantes en las palabras (fórmulas), en el signo sacramental (gesto o «materia apta»: fórmula tomada del nuevo Ritual de la unción de los enfermos, Praenotanda 20), e incluso en la comprensión del don y en la función de cada sacramento en el conjunto de la economí­a sacramental general. Si es justo reconocer que nunca ha faltado la conciencia de la intención original de cada uno de los sacramentos, es igualmente obligado admitir que su existencia teológica y ritual ha podido conocer vicisitudes muy diversas y oscilaciones incluso muy amplias.

– Bautismo. El rito, al menos en Occidente, pasó de la inmersión a la infusión; los candidatos, al principio preferentemente adultos (como puede ocurrir todaví­a hoy en tierra de misión), fueron luego casi exclusivamente niños. Del sacramento de la conversión y del compromiso consciente e irrevocable (sacramentum como juramento, en el sentido originario del término) a rito de la purificación del pecado original. Naturalmente, aquí­ se simplifica quizá en exceso.

– Confirmación. El gesto esencial (o la materia apta) ha oscilado continuamente entre la imposición de las manos y la unción con el crisma. Su vocación originaria es el perfeccionamiento, por las manos del obispo, de lo que el bautismo ha iniciado. Quien confirma es, pues, la Iglesia. Segundo sacramento de la iniciación, la confirmación precedió siempre normalmente a la eucaristí­a. Sin embargo, durante siglos las Iglesias de Siria no tuvieron un rito propio para este sacramento. El don del Espí­ritu se otorgaba en el bautismo. En Occidente el ministro ordinario es el obispo, en Oriente lo confieren los presbí­teros al niño apenas bautizado. Hoy se va afirmando la tendencia, sugerida por exigencias pastorales y alentada por todos los episcopados nacionales, a diferir la confirmación a una edad de mayor madurez, hacia los dieciocho años, varios después de la primera comunión. El segundo sacramento se ha convertido en el cuarto: es el candidato que confirma su compromiso bautismal.

– Eucaristí­a. Es ciertamente el sacramento más celosamente custodiado y «defendido»; sin embargo, tampoco en él han faltado cambios notables. Materia apta: desde el pan fermentado al ácimo; comunión bajo una sola especie, más bien que bajo las dos; fracción del pan, reducida ahora a gesto insignificante; oraciones eucarí­sticas diversas (con o sin relato de la institución; con o sin epí­clesis); comunión primero en las manos y que se llevaba a casa, y luego en la boca. Hoy, finalmente, en la mano o en la boca, libremente.

– Penitencia. De la corrección fraterna al rigor de la penitencia canónica antigua, con una sola reconciliación posible en la vida (penitencia segunda, casi segundo bautismo), realizada únicamente por el obispo; de ésta a la penitencia tarifada, reiterable y administrada por el presbí­tero, con penas todaví­a severas, pero conmutables y rescatables también con limosna en dinero; de la penitencia corporal que precede a la reconciliación, a una reconciliación que anticipa la penitencia hasta determinar su casi total desaparición; desde la absolución que sigue necesariamente a la confesión a la reconciliación dada antes de la confesión detallada de los pecados: posibilidad prevista sólo en caso de necesidad (tercera forma de la penitencia, según el nuevo rito); de una confesión que se justifica sobre todo como acto «judicial» en orden a una penitencia-pena que hay que imponer, a confesión «por el rubor», única y suficiente pena que hay que expiar. Cuarto sacramento según el orden tradicional, ahora se ha convertido casi universalmente en el segundo.

– Unción de los enfermos. De la gran liberalidad inicial, que concedí­a su uso también a los laicos (Tradición apostólica, Inocencio l), a su progresiva administración por parte de los presbí­teros (justamente lo que excluí­a Inocencio I). Materia apta: desde el óleo bendecido por el obispo después de la misa dominical al crisma y al óleo de los enfermos (hoy el presbí­tero puede bendecirlo cada vez). A la extremaunción se llegó después de un largo perí­odo de uso muy liberal, y cuando la unción de los enfermos se asimiló a la entrada en la penitencia canónica.

– Orden. Materia apta: desde la imposición de las manos a la entrega de los instrumentos (concilio Florentino), y de nuevo a la imposición de las manos. Grados: durante siglos se dudó o se excluyó que el episcopado fuese un sacramento (el Vat. II ha disipado toda duda); todaví­a el Código anterior de derecho canónico citaba los tres grados de presbí­tero, diácono y subdiácono.

Matrimonio. Durante muchos siglos la Iglesia no tuvo un rito matrimonial propio. El rito civil, con la intención de casarse según la voluntad de Dios, constituí­a ipso facto el sacramento. De ahí­, por etapas sucesivas, se pasó al matrimonio in facie ecclesiae, y finalmente al rito actual, en el cual el matrimonio religioso es condición necesaria para la validez sacramental del matrimonio.

4. DIVERSIDAD DE SIGNOS, IDENTIDAD DEL DON. Estas variaciones en la historia de los sacramentos caen bajo las leyes del lenguaje, a cuya amplia categorí­a pertenece el rito sacramental. En este campo el cambio no es í­ndice de volubilidad o de infidelidad, sino de crecimiento y de respeto. Crecimiento en la comprensión del mensaje recibido y que hay que transmitir, respeto y atención al destinatario del mensaje. El Fidelidad al mensaje: nadie vive siempre del mismo modo la misma realidad. Consiguientemente, nadie expresa siempre del mismo modo la propia comprensión de la realidad. En la tercera edad no se vive el matrimonio como se lo vivió durante la luna de miel. La fidelidad al don se reviste de forma y de modelos de expresión diversos, pero igualmente auténticos. O Atención y respeto al destinatario: no se puede hablar de la misma cosa del mismo modo a dos personas culturalmente muy diversas, o bien a la misma persona en fases diferentes de su desarrollo cultural. El mensaje debe expresarse en un lenguaje proporcionado a las exigencias y a la comprensión del destinatario.

Lo que vale para el individuo, vale también para las culturas y las sociedades. Se sigue de ahí­ que cada cultura tiene derecho a recibir el mensaje traducido en sus propias categorí­as culturales. En efecto, así­ como toda lengua tiene su léxico y su sistema de signos gráficos y fonéticos, igualmente cada cultura tiene un patrimonio simbólico propio e inconfundible. Este patrimonio tiene ciertamente muchos elementos capaces de acoger y de expresar el misterio de Cristo y de ofrecer aportaciones propias y originales a su comprensión. Lo que ocurrió en la cultura del mundo grecorromano puede ocurrir también en otras culturas. En una óptica de fe, esto es también fidelidad y obediencia al Espí­ritu, que obra en la Iglesia y que actúa para el discernimiento de todo lo que es útil para el crecimiento del reino de Dios.

5. EL NÚMERO SEPTENARIO Y UNA REALIDAD TODA ELLA SACRAMENTAL. El número septenario no debe hacer perder de vista la realidad más amplia de la sacramentalidad global de la economí­a global de la economí­a salví­fica. Con esta conciencia vivió la Iglesia durante más de un milenio, y el sentido de aquella realidad no se perdió nunca. Un exceso de sacramentalismo no ha ayudado a la pastoral, ni tampoco a la vida litúrgica y a la piedad cristiana. En realidad, en la Iglesia todo es sacramental, en el sentido de que todo lleva en sí­ una figura y un anuncio de amor y de salvación. La tradición ha fijado esta conciencia en la categorí­a de los sacramentales, distintos de los sacramentos por no estar instituidos por Cristo y porque su eficacia no es ex opere operato, sino ex opere operantes ecclesiae.

Si Trento dice que los sacramentos son siete, «ni más ni menos», esto ciertamente significa que la Iglesia no podrá renunciar nunca a aquellos signos. ¿Se excluirá también que la Iglesia pueda establecer otros gestos que tengan relieve y valor análogo, entre los muchos que el Señor le ha confiado? ¿No será posible pensar en otros signos sacramentales añadidos o que sustituyan en parte a los tradicionales? Formulada en estos términos, la pregunta podrí­a parecer brutal y sin perspectivas reales. Pero siempre podrá preguntarse si lo que está ocurriendo con el sacramento de la confirmación no es en el fondo justamente un ejemplo de esta posibilidad. No se trata ciertamente de pensar en un octavo sacramento, sino de prever diversos resultados posibles para los varios sacramentos, con diversos significados y diversos modelos celebrativos.

V. Un acto salví­fico de Cristo por el ministerio de la Iglesia
El Vat. II ha renunciado a dar una definición de sacramento. En SC 59 se dice sólo que los sacramentos «están ordenados a la santificación de los hombres, ala edificación del cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios; pero, en cuanto signos, también tienen un fin pedagógico». En otra parte dirá que en torno a los sacramentos «gira toda la vida litúrgica» de la Iglesia (SC 6).

1. ACTO SALVIFICO DE CRISTO. El carácter absolutamente central de la liturgia y dedos sacramentos, «cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y fuente de donde mana su fuerza» (SC 10), se explica por la presencia especialí­sima de Cristo en las acciones litúrgicas. Cristo «está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, sea sobre todo bajo las especies eucarí­sticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último cuando la Iglesia suplica y canta salmos» (SC 7). Esta presencia basta para fundar la cualidad primera y más esencial del culto cristiano: todo acto de culto, especialmente sacramental, es un verdadero acto de Cristo.

2. POR EL MINISTERIO DE LA IGLESIA. El concilio lo repite a menudo: «Por medio de sus sacerdotes…; en esta obra tan grande, Cristo asocia siempre a sí­ a su Iglesia ….; en ella se ejercita por el cuerpo mí­stico de Cristo; a saber: por la cabeza y por los miembros, el culto público integral…; toda celebración litúrgica es obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia» (SC, passim). Esta mediación tiene lugar en diversos niveles: del ministro que obra in persona Christi et ecclesiae, y de la asamblea, diversificada en los múltiples ministerios, que obra y habla por Cristo, con Cristo y en Cristo al anunciar y realizar la salvación y al dar alabanza al Padre eterno.

3. LA EFICACIA DEL RITO SACRAMENTAL. RESPUESTAS INADECUADAS. Vuelve aquí­ la pregunta que dio que hacer al ingenio y a la fe de los teólogos de la escolástica: ¿Cómo puede un acto humano y un sí­mbolo material comunicar (o incluso producir: efficere) una gracia espiritual?
Reduciendo las diversas respuestas sólo a dos grandes filones, puede decirse que la teologí­a ha oscilado siempre entre una causalidad instrumental fí­sica y una causalidad instrumental moral. En las dos respuestas el agente o causa principal es naturalmente Dios, el Dios trinitario diversamente comprometido es el acto sacramental de salvación, mientras que el rito sacramental mismo obra como un instrumento en las manos de Dios. -En la primera respuesta (instrumentalidad fí­sica) el rito concurre a determinar la naturaleza del efecto procurado (efficiens gratiae), justamente como el instrumento concurre de manera esencial al efecto de la acción: no puedo coser sin aguja, cortar sin cuchillo, disparar sin fusil. En esta perspectiva el sí­mbolo sacramental (agua, vino, pan, aceite…) es esencial para la consecución del efecto; tanto que, si cambia el sí­mbolo (materia o gesto adecuados), cambiarí­a (o simplemente faltarí­a) también el efecto. Luego si el bautismo purifica de los pecados, es porque utiliza el agua que tiene la propiedad de lavar; si puede hacer renacer a una vida nueva, es porque el agua tiene por su naturaleza un poder vital generador y regenerador. El agua, pues, produce un efecto espiritual proporcionado a sus propiedades fí­sicas. El «prodigio» está en el hecho de que, mientras realiza su acción natural en el cuerpo (lavar), «produce» un efecto espiritual (purifica de los pecados) análogo al fí­sico. -En la segunda respuesta, en cambio, la instrumentalldad se entiende en sentido moral y, en las diversas teorí­as, puede ser bivalente: en el sentido de que dispone el corazón del hombre al don de la gracia o le da a Dios ocasión de hacer su don, o bien en el sentido de que la dignidad del sacramento mueve a Dios a conceder la gracia invocada. En esta óptica el sacramento puede llamarse instrumento porque produce las condiciones necesarias para el don de Dios. Y esto es lo sumo que se le podrí­a pedir al signo sacramental.

4. LA VERDADERA RESPUESTA ESTí EN EL SíMBOLO. Si lo que se ha dicho ! supra, II, es cierto -o sea, que el sacramento pertenece a la gran categorí­a del sí­mbolo, y por tanto del signo-, entonces es evidente que la naturaleza y los modos de su eficacia no podrán buscarse sino dentro de la eficacia simbólica.

– El sí­mbolo como medio. Es evidente que el que decide recurrir al sí­mbolo para expresar algo piensa en el sí­mbolo como en un medio. Así­, el artista y el poeta usan sí­mbolos para expresarse y para comunicar. A este fin se sirven de ellos. El sí­mbolo es un medio de expresión y de comunicación.

– Un medio su¡ generis. Pero el sí­mbolo no puede llamarse instrumento, y su mediación se limita a la función cognoscitiva. Toda su eficacia y todo su efecto habrá que buscarlos en este campo. El sí­mbolo informa, transmite, comunica y ayuda a comprender. Incluso cuando parece dotado de eficacia performativa (hace lo que dice), es más cierto el otro axioma: el sí­mbolo dice lo que hace; o también: dice lo que está ocurriendo por mediación suya. Es la realidad la que condiciona y suscita el sí­mbolo, y no viceversa (K. Rahner). También en el caso de un rito ciertamente eficaz -(p.ej., la investidura mediante imposición de una insignia o entrega de un diploma) habrá que reconocer que no basta ese gesto para fundar la nueva prerrogativa o dignidad; su función se limita a comunicar y a garantizar el sentido y la validez del acontecimiento. Pero la razón fundante de ello está en otra parte, en la voluntad del único que tiene autoridad para conferir esa dignidad o ese mandato. El rito por sí­ solo sin esa autoridad, no basta para conferir la investidura, ni siquiera aunque se realice a la perfección. Podrá incluso engañar a los presentes, pero la transmisión de poderes no tiene lugar.

– Medio, no instrumento. Como medio, el sí­mbolo ofrece una mediación, pero no soporta la instrumentalidad. El instrumento es algo objetivo, capaz de ofrecer garantí­as al que lo usa del modo debido. Un cuchillo corta siempre, si se lo utiliza del modo debido en una materia apta. Una eventual resistencia interior no basta para detener el bisturí­ o el puñal. El artesano sabe siempre qué instrumentos usar para conseguir su fin. No es así­ con el sí­mbolo. El sí­mbolo es siempre un riesgo. El sí­mbolo, una vez liberado y puesto en la existencia, vive con su vida propia, dotado de un dinamismo interior que puede producir resultados muy diversos, independientemente de la cualidad de la acción puesta. Un gesto simbólico, incluso puesto del mejor modo, puede ser absolutamente estéril, incluso contraproducente. Las causas podrán ser múltiples y de lo más diversas, y provenir de cada uno de los factores en juego. La aproximación, la escasa sensibilidad, la falta de arte en quien realiza el gesto; la indiferencia, la ignorancia, el hábito, el rechazo del destinatario del mensaje; el carácter cultural extraño, la oscuridad, la excesiva abstracción del sí­mbolo,`- son todas ellas causas que pueden tener consecuencias negativas en la comunicación simbólica. Raramente se podrá tener el, control de todas las variables; simpre podrá escaparse algo incluso a la más sabia dirección. Por eso es lí­cito decir que el sí­mbolo vive con tantas vidas cuantas son las personas que se le acercan; no es nunca igual a sí­ mismo y jamás produce el mismo efecto idéntico en dos personas diversas. La comunicación simbólica supone siempre, junto a 1~ objetividad del signo las subjetividades del emitente y del receptor. Se trata de elementos necesarios. Querer eliminarlos (o reducirlos) es eliminar (o reducir) el sí­mbolo. Un teorema o se comprende o no se comprende. En cambio, el sí­mbolo tolera diversos niveles de comprensión o de fruición.

5. VENTAJAS Y LIMITES DE LA COMUNICACIí“N SIMBóLICA. Estas propiedades del sí­mbolo pueden constituir una ventaja o una desventaja, según los diversos puntos de vista.

El mérito más evidente y más importante está en el hecho de que el sí­mbolo no es nunca definible, porque no es nunca igual a sí­ mismo ni se pone nunca de una vez por todas. Está en un continuo hacerse, en un continuo crecimiento. Crece con la comunidad y con el individuo que lo ponen, justamente mientras lo ponen. Cada dí­a puede ser diverso, nuevo, inédito, según el que lo pone, el que lo recibe y el estado de ánimo y las circunstancias que le acompañan. Vive de lo individual y de lo social, de lo, cotidiano y de lo excepcional, y se enriquece con la experiencia del individuo y de la memoria histórica de la comunidad. Su carácter dúctil y huidizo, al sustraerlo de toda codificación definitiva, lo hace respetuoso y garante de la libertad de todos; cada uno puede entenderlo y vivirlo según su grado de crecimiento, de sensibilidad y de experiencia. Nadie podrí­a decir que posee la clave única; si esto ocurriera, serí­a la muerte del sí­mbolo. Cada uno está llamado (y autorizado) a sacar de él según su propia capacidad y su necesidad. Al escoger hablar por medio del sí­mbolo, Dios ha elegido el respeto a la libertad de cada hombre.

Lo que constituye el gran mérito del sí­mbolo constituye, desde otro punto de vista, también su lí­mite. La libertad de interpretación puede prestarse, en efecto, a verdaderas distorsiones, e incluso a aberraciones. La historia ha conocido muchas, y la Iglesia ha intentado ponerlas remedio, pero padeciendo a su vez pérdidas. A1 dejar perderla pregnancia del sí­mbolo, se contentó con la exactitud del signo al servicio del concepto. La liturgia se convirtió en una práctica de «clero» (etim. separado); en un huerto vallado, cerrado a los sencillos y a los «pobres de espí­ritu». Una lengua incomprensible a la mayorí­a ocultó sus ya múltiples misterios; se contentó con realizar lo que estaba prescrito, aunque no se lo comprendí­a. De la rí­gida uniformidad ritual, de la suma abstracción de los signos, se aprovechó el rigor del lenguaje teológico, evitándose el riesgo de divagaciones e improvisaciones. Al sí­mbolo se le hizo decir sólo lo que se esperaba que dijese, pero el rito perdió su impetuosa vitalidad. El lenguaje simbólico quedó empobrecido y el éxito del sacramento confiado por entero a la eficacia del ex opere operato. «No es necesario que comprenda el hombre. Basta que comprenda Dios» (san Roberto Bellarmino).

VI. La eficacia de mediación del sí­mbolo sacramental
Al presente es posible decir algo más sobre la mediación del sí­mbolo en el acto sacramental. Ante todo parece necesario renunciar a considerar el sacramento como un instrumento fí­sico «en mano» de Dios. Si Dios hubiese querido instrumentos realmente «eficientes», no hubiera elegido los sí­mbolos, que son ciertamente los menos de fiar entre todos los instrumentos posibles.

1. EL SíMBOLO: UNA MEDIACIí“N EFICAZ. El signo sacramental cumple una función de mediación, la de poner al hombre frente a Dios, al pecador frente al redentor, para que también a él pueda llegarle y alcanzar la salvación. La celebración del sacramento tiende a introducir al hombre en el radio de la acción salví­fica de Dios. El sí­mbolo, en efecto, propiamente no produce, sino que significa, anuncia la realidad que intenta comunicar. Y justamente, al anunciarla, la hace posible, provocando la respuesta esperada. En esta respuesta es donde el verdadero «agente» puede intervenir con su acción. El don de una rosa no produce el amor del donante, lo revela; y, al revelarlo, «puede» provocar una respuesta de amor. Sobre esta respuesta se volcará el verdadero don de amor que la rosa habí­a anunciado y expresado.

Del mismo modo, el sacramento no «produce» la gracia; más bien revela la intención de Dios respecto a mí­ y me solicita y me dispone a responder a esa clamada, a abrirme a ese don. En el rito todo concurre a este fin: la evocación de los acontecimientos de la historia de la salvación, figuras y «sacramentos» ellos mismos de las realidades futuras y definitivas que ahora me interpelan; el recuerdo de la voluntad de Dios y de su designio de amor sobre el hombre; la llamada a las exigencias de una vida moral digna de la vocación cristiana y que el don sacramental sostiene; finalmente, la oración que abre el corazón del hombre a la intervención de Dios y lo dispone al don mismo: la gracia del sacramento, acontecimiento de salvación en función del cual existe y se justifica todo el rito.

Este don, mucho más que constituir el efecto del sacramento, representa su verdadera causa final. Más que producir lo que significa, el rito sacramental significa -dice, anuncia, declara- la intención de Dios y solicita del hombre una respuesta. Su eficacia no está en condicionar de algún modo a Dios (instrumental, moralmente o de otra manera), sino en disponer y ayudar al hombre a abrirse al don de Dios, de modo que el don pueda tener lugar realmente y dar el máximo fruto, y el hombre pueda obtener una ayuda eficaz para la salvación.

De ningún modo, pues, el sacramento obra en Dios, sino en el hombre. No es puesto por el hombre para obtener un don de Dios (serí­a difí­cil escapar a la acusación de magia), sino que es puesto por Cristo para conceder su don al hombre. Para conceder ese don, Cristo se sirve hoy de su cuerpo sacramental, la Iglesia, como ayer se serví­a de su cuerpo fí­sico.

El gesto o rito sacramental le sirve a Cristo para preparar al hombre a su intervención de salvación, para anunciar el don que guarda para él, para llamarlo e inducirle a la conversión, para hacer nacer en su corazón el deseo del don y, del deseo, la oración: como con la samaritana en el pozo de Jacob (Jua 4:15), como en la multiplicación de los panes (Jua 6:6) o como hicieron los apóstoles con el cojo en la puerta Hermosa del templo (Heb 3:4-7).

Es evidente que este modo de entender el sacramento exige considerar acto sacramental no sólo el gesto y la fórmula llamados «esenciales», sino toda la celebración, desde el principio al fin. Un cuerpo no vive sólo de corazón; una mentalidad excesivamente jurí­dica mata el sí­mbolo, exactamente igual que un exceso de conceptualización. La liturgia de la palabra, en particular, y las varias partes eucológicas deberí­an considerarse partes igualmente esenciales y constitutivas del sacramento, y sólo por razones de suma gravedad deberí­an poder omitirse, y siempre a condición de que de algún modo pueda repararse la falta (o en voto o en consideración a una preparación ya ocurrida).

2. EL «EX OPERE OPERATO». La visión del sacramento tal como hemos venido exponiéndola impone una comprensión más atenta de la categorí­a del ex opere operato. Mientras hay que citarla en sus términos justos, ‘que son los mí­nimos, como siempre debe ocurrir con una definición dogmática (concilio de Trento, DS 1608): el sacramento «produce su efecto» por virtud propia, por el hecho mismo de ser, no en virtud de quien lo pone.

¿De dónde le viene esa propiedad? La respuesta deberá ser muy matizada y articulada, porque la realidad misma aparece sumamente compleja. Desde este punto de vista, en efecto, la eficacia del rito sacramental debe considerarse desde muchos ángulos, tantos como son los elementos que a él concurren. Y a menudo se trata de ángulos también muy diversos entre sí­.

a) «Ex parte ministri» La posición de Trento es incontrovertible: puesto válidamente el rito (que es acción de Cristo, realizada por medio de su cuerpo sacramental), el efecto de gracia no puede menos de seguirse necesariamente en lo que concierne a la parte del ministro. Ninguna indignidad puede hacerlo ineficaz. El bautismo vale también aunque lo celebre un hereje o un pecador, porque no es Pablo o Pedro el que bautiza, sino que es Cristo el que bautiza. Sólo un defecto contra la integridad del rito, y tal que atente contra su validez, podrí­a impedirle dar su fruto. Esta es por lo demás una condición imprescindible de toda acción ritual, a la que no puede seguir una prueba experimental. Serí­a demasiado grande el riesgo que nacerí­a del principio opuesto. ¿Quién podrí­a nunca jurar por lo que se oculta realmente en el corazón de un hombre? Incluso el más irreprensible de los ministros podrí­a ser en rigor un hipócrita.

b) «Ex parte suscipientis». Trento reconoce al que recibe el sacramento la posibilidad de hacerlo ineficaz; al afirmar que la gracia se da ciertamente «a los que no oponen obstáculo» (DS 1606), reconoce implí­citamente que no se concede a los que ponen obstáculos.

Pero el sacramento tiene a menudo efectos diversos, que se sitúan en planos distintos de la vida del fiel. Será preciso entonces distinguir si se trata de un obstáculo que atenta contra la validez misma del rito (p.ej., si un divorciado intenta con engaño volver a casarse por la Iglesia) o contra la eficacia espiritual del sacramento (como en el caso de un matrimonio válido, pero celebrado en «estado de pecado mortal’. En el primer caso, el matrimonio es simplemente inválido y, desde el punto de vista espiritual, no produce fruto alguno, sino que es un pecado más; en el segundo, el matrimonio produce su efecto canónico y eclesial (el matrimonio es válido y los dos son realmente marido y mujer), pero el don de gracia no tiene lugar; permanece como suspenso, en espera de que se remueva el obstáculo.

Lo que precede vale naturalmente también para el bautismo, para la confirmación y para el orden, y, al menos en lo que concierne a la dimensión eclesial (reconciliación), también para la penitencia; es decir, para todos aquellos sacramentos que comprenden un verdadero cambio en el estado eclesial del fiel y en su relación a la comunidad. Por algo este aspecto particular del ex opere operato es común a muchos cultos religiosos no cristianos. En realidad es una necesidad primaria de todo ordenamiento ritual y religioso; ninguna sociedad, ni siquiera civil, podrí­a soportar una alteración cualquiera de este tipo.

3. EFICACIA DEL BIEN CELEBRAR. El ex opere operato no quita importancia al elemento subjetivo de la celebración, lo que la teologí­a escolástica habí­a expresado en la fórmula del ex opere operantis (ecclesiae). No nos detendremos aquí­ en el sentido exacto de la expresión, aplicada sobre todo a los sacramentales». Bastará que recojamos las instancias profundas.

Puesto que el sacramento pertenece a la categorí­a de la comunicación, su eficacia será tanto mayor cuanto mayor sea su capacidad de cumplir su cometido, que es el de decir el don de Dios, hacer oí­r su llamada, provocar la confrontación saludable entre la conciencia y la palabra divina, suscitar la oración; en una palabra, disponer el alma al encuentro con Dios y al don salví­fico de su amor, removiendo todos los obstáculos que podrí­an retrasar o hacer imposible el don mismo.

Aquí­ entran en juego las posibilidades propias del lenguaje simbólico; puesto del modo debido, con propiedad y «arte», el rito es capaz de hablar por sí­ solo (ex opere operato, que se dirí­a). No representará un obstáculo para la fuerza de ese lenguaje el estado de carencia de gracia o la situación psicológica del ministro. En cambio la perjudicará mucho más un lenguaje o un estilo celebrativo desaliñado y aproximativo, prolijo o apresurado, aunque el ministro personalmente sea irreprensible.

Esto valdrá también, y ante todo, para el que recibe el mensaje ritual; si es extraño a aquel lenguaje e ignora, por así­ decirlo, su «código»; si está distraí­do, ausente o rebelde, el fruto que obtendrá será ciertamente muy reducido, y en todo caso proporcional a su grado de participación.

De todo esto se derivan dos exigencias. La primera se refiere al ministro: será deber suyo preciso poner gran cuidado para hacer la celebración lo más eficaz posible (o sea, más alusiva, evocadora y participada). La otra se refiere al que recibe el mensaje ritual: éste deberá saber que no basta ir, estar presente, escuchar y ver de algún modo para obtener la plenitud del don de gracia que el sacramento promete. No puede alcanzar a Dios normalmente si no se deja alcanzar.

4. SACRAMENTO Y VIDA LITÚRGICA. Lo que se ha dicho de celebrar bien vale también para la importante relación entre liturgia y vida. Es éste uno de los puntos más deficientes de la conciencia cristiana de gran número de fieles, en los cuales la idea del sacramento eficaz «de todos modos» va frecuentemente asociada a la de un deber de cumplir de todos modos, porque de todos modos tendrá su efecto. Ejemplo tí­pico de esta mentalidad general es el /precepto festivo y el de la comunión pascual, al que se antepone una confesión hecha de cualquier modo, sin profundidad y sin sinceridad de convicción. Esta ruptura entre vida litúrgica y vida moral es al mismo tiempo consecuencia y causa de la superficialidad de la práctica cultual y de su incapacidad para reflejarse en comportamientos éticos de claro compromiso cristiano. La responsabilidad de ello no puede hacerse recaer en uno u otro elemento de la realidad cristiana y de la práctica cultual. Por su naturaleza es tal que impregna toda la estructura eclesial, desde la jerarquí­a a los simples fieles.

a) La responsabilidad de la jerarquí­a. Es innegable la parte de responsabilidad de la jerarquí­a eclesiástica en el proceso de separación del pueblo de la liturgia; una liturgia que, olvidando su vocación popular, ha ido configurándose cada vez más como culto del clero, querido por el clero para el clero. Si, como se ha dicho muchas veces, es cometido del rito anunciar el don de Dios en el sacramento (haciendo resonar la palabra que provoca la respuesta de fe, suscita la oración y llama a la conversión), ¿cómo podrí­a una liturgia elitista y en nada popular obtener estos resultados entre fieles puestos en la condición de no comprender ni siquiera el sentido de lo que se dice y se les anuncia? Y esta situación ha durado durante un número casi increí­ble de siglos. Es verdad que se ha dado un gran paso hacia adelante con la reforma conciliar, pero será preciso tiempo para recuperar el terreno perdido. Además son muchos todaví­a los pasos que quedan por dar. El lenguaje de la liturgia está lejos de ser popular, aunque la lengua sea materna. Los problemas de la adaptación y de la inculturación están todaví­a todos ellos sobre el tapete. Es un grave desafí­o que la Iglesia debe recoger y superar sin vacilaciones.

b) La responsabilidad del ministro. La nueva conciencia, que al presente comienza a difundirse, sobre las leyes del lenguaje simbólico y ritual, obliga al ministro a revisar muchos de los esquemas a los que estaba habituado. Ya no basta para poder decir que se celebra bien observar escrupulosamente las rúbricas. Es más, estas mismas apelan a menudo a una creatividad sana y obligada del ministro. A diferencia de cuando se celebraba en latí­n, mirando al altar y de espaldas al pueblo (porque bastaba que «sólo Dios entendiese’, ahora las palabras también pueden tener significados muy diversos según el tono de voz y la expresión del rostro del que las pronuncia. Entre la palabra dicha y el actor que la dice podrí­a crearse también tinta ruptura, una contradicción. La prisa o la prolijidad, el desaliño y la pedanterí­a, el tono aburrido o el énfasis excesivo pueden llevar a los fieles a reaccionar muy negativamente a la celebración. El peligro de manipular la palabra de Dios y de alterar el sentido de las oraciones litúrgicas es absolutamente real, igual que el de su práctica insignificancia. Hoy más que nunca celebrar es una responsabilidad; la eficacia de la palabra de Dios y del mismo sacramento puede verse altamente favorecida o comprometida por una celebración inadecuada.

c) La responsabilidad del fiel y de la asamblea. Hablamos de ellos en conjunto, porque la asamblea, simplificando un poco los conceptos, es tal como la hacen cada uno de los fieles y el ministro juntos. También para ellos la reforma litúrgica, al ofrecer un tesoro más rico de gracia, ha aumentado la responsabilidad individual y comunitaria. Hoy un fiel no puede ir a misa para rezar a su modo. No puede ya permanecer ajeno, ni aunque lo quiera, a sus vecinos, como se permití­a en cambio -e incluso se recomendaba- hasta hace algunos decenios. La asamblea vive de la presencia de muchos hermanos, cada uno de ellos bien consciente y contento por la presencia del otro y por estar juntos. Cada uno debe poner su parte, cada uno debe aportar su contribución. El compromiso de cada uno es el don ofrecido al otro, para que la mesa común resulte más rica.

Y al salir de la iglesia cada uno debe llevar a los hermanos lo que, también por mediación de los hermanos, ha recibido del sacramento; igual que, al llegar a la iglesia, llevaba al altar común todo lo que habí­a recibido de otros hermanos en el mundo. Es éste el aspecto de la misión que sigue necesariamente al don, y del compromiso con el cual todo fiel acepta y asume la misión que el Señor le confí­a. Para la salvación de los hermanos. Porque la salvación cristiana pasa necesariamente por los hermanos, y nadie podrí­a esperar razonablemente salvarse solo. También esto, en efecto, está contenido y «significado» en el sacramento que los hermanos celebran juntos.

5. SACRAMENTOS Y VIDA MORAL. Los sacramentos no son solamente un acto de culto con el cual el hombre y la Iglesia tributan «por Cristo, con Cristo y en Cristo» una alabanza perfecta al Padre, ni son solamente un don del amor salví­fico de Dios a su criatura. Son «fuente» de la vida cristiana, en el sentido de que los fieles deben manifestar en la vida lo que han llegado a ser gracias a los sacramentos recibidos en la celebración del culto. [Sobre este aspecto importante /Religión y moral III, 2-3]. Además, son una escuela y un modelo de vida moral y de espiritualidad.

a) Un modelo de vida moral, tanto comunitaria como individual.

– Comunitaria: la celebración del sacramento no es nunca un hecho totalmente individual, ni siquiera cuando es el individuo el que lo pide, frecuenta o celebra. Esto es así­ siempre: cuando el sacerdote celebra solo la misa, cuando el penitente se acerca privadamente al confesonario, cuando el enfermo o el anciano comulga en su casa o en el hospital. El sacramento es siempre un hecho de Iglesia; es el signo de una solicitud que la comunidad cristiana ha aprendido de su maestro y que la hace estar atenta a las necesidades de todos los hermanos. En general, el modelo normal de la celebración sacramental no es el individual, sino el comunitario, del cual el momento privado es como prolongación y derivación: juntos, los catecúmenos en la Iglesia antigua iban a la fuente en la noche del sábado santo, mientras que la comunidad entera estaba reunida para orar por ellos alrededor del baptisterio; la eucaristí­a, es por excelencia el sacramento dé la unidad y del compartir; rehusar partir el pan con los hermanos es desmentir el sentido y neutralizar gran parte del valor y de la eficacia del banquete eucarí­stico (1Co 11:20-22); la comunidad entera ora por los candidatos a los diversos grados del orden; los sacerdotes y los familiares oran por el enfermo y toda la comunidad se alegra y hace fiesta por el matrimonio de dos de sus miembros.

La vida cristiana es exactamente lo opuesto del individualismo cerrado y celoso. No ciertamente de la vida solitaria y apartada, ya que ésta puede muy bien estar poblada de hermanos, tanto presentes en espí­ritu como ausentes en el cuerpo, sino del egoí­smo que lleva a excluir de nuestro horizonte las necesidades ajenas por temor a que vayan a perturbar nuestra paz o a obligarnos a compartir con ellos nuestro tiempo y nuestras fatigas. El sacramento está ahí­ para recordarnos que, así­ como lo hemos obtenido y recibido todo gratuitamente, también gratuitamente debemos dar (cf Mat 10:8).

– Individual: acercarse al sacramento con plena conciencia obliga al cristiano a confrontarse con la realidad que está celebrando, con la palabra que está escuchando, con los signos que está ejecutando. No puede menos de penetrar con la mirada de la fe en lo secreto de la propia conciencia para valorar delante de Dios la calidad de su testimonio ante los hombres. Advertirá el peso de un contraste dramático entre lo que profesa y lo que practica, y oirá repetir, como dirigida a él personalmente, la invitación a la conversión que las palabras de la Escritura y de la liturgia continuamente le proponen. No está dicho, ciertamente, que los efectos de esta frecuentación hayan de traducirse en la práctica en poco tiempo; quizá haya que esperar años antes de que la voz que le llama mueva al hijo lejano a volver a la casa paterna. Lo peor que podriá ocurrir es que el hijo, abrumado por la conciencia de su culpa, no supiera encontrar el valor para levantarse y emprender el camino que le llevarí­a a la salvación. Y a veces será justamente la severidad de ciertos predicadores y confesores lo que, más que ayudarle a encontrar ese valor, constituirá el golpe de gracia para una voluntad ya demasiado débil e incierta.

b) Un modelo de espiritualidad. Si la oración alimenta la vida moral con la fuerza que le infunde, el sacramento y la vida litúrgica en general representan una escuela eficací­sima de oración y de espiritualidad. En efecto, en la dinámica del acto sacramental se realiza con plenitud todo el designio salví­fico que el Señor ha dado a conocer a los suyos.

La llamada de Dios (convocación): incluso cuando es el hombre el que pide el sacramento, ocurre siempre porque Dios le ha alcanzado con su gracia. El es quien ha hecho brillar ante los ojos de la fe la posibilidad de una salvación ofrecida y prometida. Sólo por eso la criatura se mueve hacia el sacramento.

La escucha de la palabra: si Dios llama es porque tiene algo que decir o que dar. Y lo que quiera dar, querrá también decirlo. Es el momento de escuchar: Dios habla, y el hombre permanece a la espera de conocer la voluntad de Dios y su plan de amor respecto a él. Y Dios le dirá lo que tiene que darle; pero le dirá también con qué condiciones ese don podrá dar fruto. La ley de Dios resuena junto con.las palabras de su promesa. La primera invita al hombre a la confrontación y la conversión; las segundas justifican aquellos propósitos haciendo destellar el premio que tendrá a cambio.

La profesión de fe: no sólo en el sentido de recitar el sí­mbolo, sino más bien como expresión completa de la actitud de la criatura ante su Señor. Un acto de culto total, perfecto; disposición de todo el ser a la adoración, a la obediencia, a la aceptación del don y de sus exigencias.

La imploración: la fe en la palabra oí­da, la aceptación del don de salvación, el reconocimiento de la propia dependencia del Creador y Señor, junto con el sentido de la propia finitud y radical impotencia, mueven al hombre a elevar su oración al único que puede darle lo que necesita, y que por lo demás ha brillado ante él como promesa de un don. Esta oración es la que moverá al Señor a dar lo que habí­a prometido y a llevar a cumplimiento su proyecto de amor.

El sacramento: ahora Dios puede dar su don, y el sacramento realiza su acción salví­fica. La criatura es alcanzada y tocada.

La acción de gracias: atraí­da así­ a la esfera de la salvación divina, la criatura puede elevar su canto de alabanza a aquel que la ha admitido a participar de él con toda la comunidad de los creyentes. La eucaristí­a (acción de gracias precisamente) es la actitud espiritual que más connatural le es al cristiano.

La misión: pero el don de Dios no tiene nunca por fin sólo la ventaja del individuo. Es siempre para toda la comunidad de los hijos. El cristiano lo oye repetir en el momento mismo en que se le da el don. Muchos sacramentos prevén expresamente la misión; en los otros podrá estar implí­cita, pero no menos real. «Ve a llamar a tu marido» (Jua 4:16); «Ve a mis hermanos y diles…» (Jua 20:17); «Anda, y no peques más» (Jua 8:11).

El compromiso: a esta misión el cristiano responde con su compromiso, que es al mismo tiempo acto de humildad e inteligencia de fe. Es la prueba de que el don no se ha dado en vano; ha producido lo que debí­a obtener, porque ha podido hacer de un hombre pecador y necesitado de salvación un misionero de la palabra y un cooperador de aquel que ha venido para llamar a los pecadores (cf Mat 9:13). Este es ciertamente el resultado supremo y más alto.

[/Gracia; /Iniciación cristiana; /Religión y moral].

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A. Santantoni

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

I. Introducción y visión histórica
«Sacramento» en el sentido teológico-eclesiástico aquí­ usado es un concepto que abarca siete realizaciones litúrgicas – con eficacia salví­fica – de la vida de la Iglesia, a saber: -> eucaristí­a, -> bautismo, -> confirmación, orden (-> órdenes sagradas), ->matrimonio, -> unción de enfermos y -> penitencia. La teologí­a de los s. que comienza ya en la sagrada Escritura, y se va configurando cada vez más en el transcurso de la historia, esencialmente en relación con preguntas soteriológicas, busca, además de la comprensión de cada sacramento como tal, conocer también lo común que los caracteriza a todos internamente. Mas no puede decirse que el concepto de sacramento se logre simplemente por una pura abstracción. Y menos todaví­a ha de considerarse como un concepto a priori o revelado del que cupiera deducir especulativamente la esencia especí­fica de cada sacramento. Correctamente entendido, el concepto de sacramento participa de la peculiaridad del concepto de -> vida. «Vida» es un concepto eminentemente concreto y, sin embargo, «universal». La vida se desarrolla en multitud de realizaciones particulares, sin cuya comprensión no puede entenderse ni expresarse más en concreto qué sea la «vida». De modo semejante, la realidad originariamente única de los sí­mbolos salví­ficos llamados s. de la Iglesia, realidad que Dios concede en la gracia y que el hombre debe percibir y aceptar, se desarrolla en actos distintos y experimentables bajo modalidades particulares, por medio de las cuales la Iglesia y sus miembros participan hoy de la salvación prometida por Dios a través de Cristo como palabra suya, y producida victoriosa y escatológicamente por él como mediador e Hijo encarnado de Dios. Así­ entendido, el concepto de «sacramento» en su sentido pleno, aunque se haya logrado relativamente tarde, no es una abstracción secundaria, puramente teorética, de orden teológico u ontológico.

Es indudable que el concepto de sacramento así­ entendido no se da en la sagrada Escritura. Pero a partir de ésta puede formarse legí­timamente una expresión común para designar las mencionadas realizaciones de la vida eclesiástica. Para la fundamentación bí­blica hay que remitir en primer lugar a lo dicho con ocasión de cada sacramento en particular. Pero hay además suficientes fundamentos bí­blicos para una comprensión teológica de los s. en general. Qué extensión y valor deba concederse a estas germinales afirmaciones bí­blico-teológicas, depende decisivamente de la previa inteligencia teológica (actual) de cada sacramento, así­ como de las decisiones tomadas ya anteriormente, las cuales, por tanto, deben presuponerse en la teologí­a sacramentaria, conrelación a la doctrina de -> Dios, a la -> antropologí­a, a la teologí­a de la -> gracia, a la -> cristologí­a, a la -> escatologí­a y a la -> eclesiologí­a, sin que por ello pueda recortarse el derecho a la -> analogí­a de la fe, por la que la teologí­a sacramental rectamente formada ha de tenerse en cuenta en los tratados mencionados. Además, en la cuestión del fundamento bí­blico de la teologí­a general de los s. y en el enjuiciamiento de su historia, es siempre importante distinguir entre la historia de la palabra y del concepto «sacramento» y la cosa ahí­ significada, que está siempre viva en la Iglesia (aunque en medida distinta) como realidad recibida, transmitida, vivida y forjadora de respuestas.

Del texto de 1 Cor 10, 1-22 resulta claro que ya en la Iglesia originaria por lo menos el bautismo y la eucaristí­a se consideraban bajo un aspecto común, y que tanto soteriológica como pastoralmente eran vistos como «medios de salvación» con un carácter análogo. Lo mismo aparece, p. ej., en Ef 5, 21-33, donde, no sin fundamento, el matrimonio, el bautismo y la eucaristí­a son vistos bajo un aspecto común (que debe determinarse más en concreto). De acuerdo con esto hay otras afirmaciones de la sagrada Escritura que ofrecen principios esenciale’s para la posterior penetración teológica de la vida eclesial sacramentaria; estos textos son aducidos al tratar de cada sacramento (y véase también -> palabra; -> sí­mbolo). A partir de estos – y otros semejantes – puntos de apoyo teológicos del NT es comprensible que los padres al principio no subsumieran inequí­voca y definitivamente los s. bajo la palabra única «sacramento» (o mysterion, u otra expresión correspondiente). Sin embargo, cada vez más esclarecen los unos signos sacramentales por los otros, elaboran sus aspectos comunes y su unidad, los reúnen de esta o de aquella manera, y así­ avanzan cada vez más hacia lo que en la edad media pasa a ser doctrina teológica común.

Sin embargo, la expresión «sacramento» experimenta aquí­ una reducción, siempre progresiva, desde un uso totalmente común (pero especí­ficamente cristiano) para realidades sagradas especiales (sagrada -> Escritura, -> fe, misterios de salvación y de fe, medios de salvación, ritos cultuales, y también alegorí­as, tipos, etc.) hasta aquellos medios de salvación que después, enfáticamente y con cierta exclusividad, son llamados los siete (y solamente siete) sacramentos.

Para la acuñación del concepto y de la teologí­a de los s. fueron decisivos Tertuliano, Ireneo y Cipriano, y sobre todo Agustí­n, aunque en él no se da todaví­a una doctrina «sobre los s. en general». En el ámbito griego hay que citar ante todo, por lo que se refiere al concepto de mysterion, totalmente afí­n al de sacramentum, a Gregorio Niseno y Juan Crisóstomo. Para los padres en conjunto hay que notar cómo ellos formaron su teologí­a sacramentaria preferentemente por deducciones de las realidades que se dan en los s. particulares, principalmente en el bautismo y en la eucaristí­a. Isidoro de Sevilla y los teólogos carolingios transmiten a la escolástica primitiva la concepción patrí­stica de los s. En la escolástica son esenciales las aportaciones de Hugo de san Ví­ctor, Pedro Lombardo y, más tarde, Tomás de Aquino.

Lo mismo que en la formación de otros conceptos teológicos y expresiones técnicas, también en la noción de «sacramento», a causa de la progresiva delimitación del concepto, se produce una reducción o visión unilateral de la «cosa» misma. Esto aparece ya mediante una comparación de la teologí­a sacramentaria occidental con la de los teólogos de la Iglesia oriental. Sin embargo, en estos últimos tiempos, por influjo del movimiento litúrgico y de la nueva eclesiologí­a – que están respaldados por el Vaticano ii -, ha hecho su irrupción un fuerte impulso hacia un nuevo conocimiento de la mayor plenitud de la vida eclesiástico-sacramental, a la que, de todos modos, se opone con cierta extrañeza el pensamiento actual, sobre todo por lo que se refiere a la comprensión de la realidad sacramental del sí­mbolo.

II. Afirmaciones fundamentales del magisterio eclesiástico
Como lo prueban la historia de la teologí­a y la de la Iglesia, una doctrina del magisterio de la Iglesia que abarque en común los siete s. se da por primera vez desde la edad media. Un compendio de esta doctrina, decisiva hasta hoy (prescindiendo de algunas completaciones posteriores), lo ofrece el concilio de Trento. Merece destacarse:
1º. Aunque la Iglesia habla también (DS 1348 1602) de s. veterotestamentarios (los cuales en su tiempo eran válidos y a su modo obraban la salvación), sin embargo, su doctrina se refiere a los s. neotestamentarios, en los cuales lo decisivo es que han sido instituido por Jesucristo (DS 1601 1864 2536 3439) y, concretamente, según su «substancia» (DS 3857), sobre la que, por tanto, la Iglesia no tiene ningún poder (DS 1728 3857).

2.° Según su esencia los s. que internamente formen siempre una unidad, compuesta de «materia» (elemento, res) y «forma» (palabra: DS 1262 1312 1671 3315), son signos «visibles» (DS 3315 3857) o sí­mbolos de la gracia «invisible» (DS 1639). Son medios que dan la gracia, los cuales, como «fuerza santificante» (DS 1639), o sea, como «causa instrumental» (DS 1529), designan y «contienen» (DS 3858) la gracia que les es propia de tal modo que la transmiten y producen ex opere operato (DS 1608 3544ss), es decir, no por mérito propio del que los administra o del que los recibe. La manera más precisa de este «producir» la gracia «instrumentalmente» no está aclarada. Parece, sin embargo, especialmente a causa de la necesidad – a veces afirmada – de los s. para la salvación (DS 1604), que este enunciado se orienta hacia una causalidad real (instrumental). El opus operatum no debe entenderse como si los s. produjeran su efecto de una manera «automática o mecánica», o de una forma «mágica». Más bien, la donación de la gracia, tanto en su realidad como en su medida, también depende esencialmente de la disposición del sujeto (como condición, no como causa), es decir, de la -~ fe que se abre a la gracia sacramental y se la apropia (DS 1528ss), así­ como de la intención del ministro y del sujeto «de hacer lo que hace la Iglesia» (DS 1611s 1617).

3.° La gracia transmitida por los s. corresponde a lo que cada sacramento, como sí­mbolo, significa y contiene (cf. cada sacramento en particular), y es verdadero efecto de los mismos, si bien efecto procedente de una causalidad instrumental. La gracia sacramental es, o bien la gracia justificante (DS 1604 1606), o bien su desarrollo y crecimiento (DS 1638 1310-1313), o sea, es una gracia correspondiente a la especí­fica realidad simbólica de cada momento (cf. DS 1310-1313). Además de esto, algunos sacramentos producen un carácter sacramental especial (DS 1313 1609), y por eso se pueden recibir una sola vez.

4.° Para la Iglesia en conjunto, los s. son necesarios para la salvación (DS 1604), pero esta necesidad se concreta en cada miembro de la Iglesia según su modo especí­fico de ser miembro.

5° De acuerdo con la esencia de los s., que son medios de salvación instituidos por Jesucristo, a quien Dios (Padre) ha dado todo poder (Mt 28, 18ss; Heb 2, 10; 5, 10), y que él ha confiado como tales a la Iglesia; alguien puede administrar un sacramento en nombre de la Iglesia sólo en virtud de la potestad que procede de Cristo o de la Iglesia (DS 1610 1684 1697 1710 1777). Para la administración válida y eficaz de los s. es además necesaria la recta aplicación de la «materia» y la «forma», así­ como también la recta intención, pero no son necesarios ni el estado de gracia ni la fe ortodoxa (DS 1310 1612 1617). También se requiere en el sujeto la intención suficientemente consciente de recibir el sacramento, prescindiendo de casos especiales (como el -> bautismo de niños»); y con relación a esto se exigen condiciones distintas según el sacramento particular de que se trate.

6.° El número de los s. neotestamentarios de la Iglesia es «ni más ni menos que siete» (DS 1601), a saber, los citados en el apartado I. Pero hay en ellos una gradación por lo que se refiere a su dignidad, a su necesidad y a su importancia para la salvación (respecto de cada cristiano particular: DS 1603 1639).

7.° Las afirmaciones fundamentales aquí­ compendiadas del magisterio eclesiástico deben complementarse necesariamente con las declaraciones que se refieren a cada sacramento.

8.° Por lo dicho en el apartador resulta comprensible que estas afirmaciones doctrinales precedentes deban entenderse siempre a partir de la situación histórico-eclesiástica en que han surgido. Por eso, de cara a una plenitud y amplitud mayores en consonancia con la actual comprensión de la vida eclesial sacramentaria, hay que superar la unilateralidad de bastantes formulaciones y de planteamientos del problema.

Los intentos ya existentes en la teologí­a a este respecto, han encontrado su confirmación en el concilio Vaticano II. Por esto, entre las afirmaciones del magisterio, también hay que citar necesariamente las declaraciones más importantes de dicho concilio sobre la Iglesia y sus sacramentos. Sin duda es decisiva la (restablecida) afirmación de que la Iglesia misma es «en Cristo, como un sacramento o señal e instrumento de la í­ntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, n.° 1). Los s. particulares son considerados como realizaciones de la vida de la Iglesia, cuyo misterio consiste precisamente en que ella, «en y desde Cristo» como su cabeza, es el sacramento originario, el cual, puesto que la Iglesia es vista como comunidad personal de un sacerdocio regio, constituido y santificado por Dios a través de Cristo en su espí­ritu, se actualiza en los s. particulares y, por medio de éstos, en los miembros de la Iglesia bajo una actividad receptora o mediadora. Y, respondiendo vitalmente desde la santidad así­ conseguida, dicho sacramento originario se realiza de cara a Dios (Padre). Con ello está fundamentalmente superada aquella visión de los s. y de su gracia que en las afirmaciones anteriores del magisterio tení­a un cariz individualista y objetivante. De todos modos, la apertura – confirmada por la Iglesia – de la teologí­a de los s. hacia un descubrimiento más amplio de la vida eclesial sacramentaria, está todaví­a en las primicias de sus frutos.

III. Teologí­a de los sacramentos
1. La cuestión de los puntos de apoyo teológicos
Puesto que el concepto de sacramento, según lo dicho en el apartado i, no es todaví­a un concepto bí­blico, aunque es un concepto teológico formado legí­timamente; la amplitud, estrechez o plenitud de significado con que se comprenda la expresión «sacramento» (y «sacramental») y la realidad ahí­ designada, dependen ampliamente de la teologí­a misma y de las convenciones y determinaciones históricas de la Iglesia. Ciertamente, de ningún modo se trata aquí­ de limites determinables arbitrariamente. Pues, aunque el concepto de sacramento – si no ha de determinarse sin tener en cuenta su historia – está relativamente abierto, sin embargo, no es teológicamente legitimo el intento de definirlo a partir de determinados «conocimientos previos»), sin suficiente elaboración teológica, o bien a partir de ciertos prejuicios, para establecer luego, sobre la base de ese concepto previo, la esencia de aquellas realizaciones de la vida de la Iglesia que deben llamarse «sacramentos».

En primer lugar hay que considerar como tales realizaciones eclesiales las siete acciones salví­ficas enumeradas y, concretamente, tanto en sí­ mismas como en su relación mutua. La consideración comparativa de los s. en particular (cada uno de ellos) permite conocer que éstos poseen un determinado parecido mutuo y, sin embargo, una desigualdad quizá mayor. Por esto, no es posible un concepto de sacramento válido de igual modo para todos ellos en los más pequeños detalles y en todos sus elementos. Mas eso no es óbice para ver cada vez mejor aquella esencial unidad interna que fuerza a comprender los s. como desarrollos de la vida eclesial, originariamente única, concebida por Dios en forma de gracia. Todos los s. se presentan como «autorrealizaciones constitutivas de la Iglesia como sacramento originario; en ellas la Iglesia concreta su esencia propia – como presencia escatológica, histórica y social de la promesa de Dios al mundo – de cara a los hombres particulares y a sus situaciones salví­ficas esenciales» (K. Rahner).

Sin embargo, esta definición no es suficiente. P. ej., si se quiere superar la distinción desafortunada (porque generalmente separa) entre la eucaristí­a como «sacrificio» y como «sacramento», para restablecer – cosa imprescindible hoy dí­a – la visión total de los padres sobre el misterio eucarí­stico, que también como «sacrificio» es sacramento; entonces hay que incluir necesariamente en la concepción del sacramento otro aspecto, que apenas tiene menor importancia para los otros s., a saber: junto con la consideración de los s. como realizaciones de la Iglesia dirigidas a cada miembro en particular, debe introducirse otro enfoque en el que se vea cómo la Iglesia en sus miembros (y éstos a través de ella) por medio de los s. se realiza a sí­ misma de cara a Dios (Padre) en actos de gratitud y respuesta. Si así­ el concepto de la gracia (sacramental), y de la salvación concedida con y por ella, de nuevo se ve suficientemente en su dimensión eclesial histórica, con ello se amplí­a también la visión excesivamente reducida del ministro y sujeto del sacramento como miembros individuales. Entonces los s. aparecen de nuevo, en un sentido paulino como desarrollos peculiares y concreciones, que se realizan hoy, de aquella plenitud de vida que Dios a través de Cristo ha prometido a los hombres y al mundo, y de la que éstos han sido hechos partí­cipes de manera irrevocable, escatológica y definitiva. Y a su vez esa plenitud, como percibida y recibida sacramentalmente en la realidad donada de los sí­mbolos, se expresa también y desarrolla como signo sacramental dirigido al Padre, en una doxologí­a eucarí­stica sacramental que reflexiona y agradece, en una apropiación eclesial y personal. Todo depende de que los s. se experimenten y comprendan de nuevo como los gloriosa commercia (con diversas configuraciones) de la vida personal que mana eternamente de Dios (Padre), y que el hombre ha de apropiarse por la palabra y el espí­ritu divinos, aceptándola personal y eclesialmente, y dándole una respuesta de gratitud; de una vida que así­ se desarrolla «entre» Dios y el hombre «por medio» de los s. (y de otras acciones) como reales sí­mbolos personales y actuales.

Por el hecho de lo acontecido en Cristo, toda comprensión del ser y de la vida debe desarrollarse a partir de él por la fe. Así­ resulta el conocimiento teológicamente fundamental de que todá realidad del ser creado (del «natural» y del «sobrenatural»), ya por la -> palabra de Dios – a partir del Padre y en el Espí­ritu Santo -, está constituida hacia ella y, puesto que existe en la palabra y por la palabra, debe ser comprendida como palabra (por participación) y, en cuanto tal, como «proclamación» y «sí­mbolo» (bajo modalidades diversas) de lo otro o del otro, y así­ en último término de Dios (cf. Sal 8 y 19 entre otros). El «hecho de Cristo» significa además el misterio de la redención, el cual presupone la creación, la gracia original y el pecado en el horizonte histórico-salví­fico. Puesto que la salvación escatológica ha sido efectuada por la encarnación del Hijo de Dios en la carne pecadora, por la cruz y la resurrección de Jesucristo, y ha sido prometida y concedida irrevocablemente a la humanidad y al mundo, en consecuencia los s., como acción salví­fica así­ realizada y como sí­mbolo real y actual, que aplica y representa el efecto de la redención salvadora también participan necesariamente de la «necedad de la cruz» (1 Cor 1, 23) y de la «fuerza y sabidurí­a de Dios» (1 Cor 1, 24), que se atestigua y actúa en la «debilidad de Dios» (1 Cor 1, 25), es decir, participan de la promesa y apertura ahí­ escondidas – pero accesibles a la fe por la benevolencia divina – del sentido y del ser contenidos en la vida dada por Dios para el tiempo de la Iglesia y para el eón venidero, vida que en la resurrección del Señor ha sido concedida definitiva y escatológicamente a su Iglesia.

La visión, ganada a la luz de Jesucristo, de la plenitud del misterio de la creación y de la redención como autocomunicación de Dios, histórica y escatológica, que fundamenta y consuma, es capaz de impedir en principio todos los enfoques unilaterales y malentendidos por los que se ve amenazada una y otra vez la teologí­a de los s.: un dualismo de «-> naturaleza y gracia»; un mecanicismo o materialismo pseudosacramental y mágico de la salvación; un espiritualismo inhumano y nada divino, porque es hostil al cuerpo y al mundo; un materialismo pagano del mundo presente; una rivalidad no cristiana entre la palabra de la proclamación (evangelio) y los s.; un sacramentalismo exagerado, el cual olvida que los s. no son las únicas realizaciones personales y eclesiales de vida en las que Dios se promete y comunica salví­ficamente a los hombres por medio de Jesucristo, pues hay también otras maneras semejantes e imprescindibles de signo y de mediación de Dios configuradas por Jesucristo, como, p. ej., la sagrada Escritura, la predicación, la ayuda a los necesitados (Mt 25, 31-46) y las demás obras de misericordia.

2. Lí­neas fundamentales de una concepción teológica de los sacramentos
Según se desprende de las reflexiones precedentes, partiendo de una base ontológico-teológica e histórico-salví­fica suficientemente amplia, en la comprensión teológica de la realidad simbólica de los s. el hombre de hoy en principio ya no puede encontrar más obstáculos que los ineludibles para la fe cristiana en general, con tal no se hagan recortes apriorí­sticos en el esclarecimiento cristiano de la realidad.

a) A pesar de las dificultades evidentes que dificultan al hombre de hoy un conocimiento imparcial y una valoración de la realidad simbólica o sacramental de la Iglesia, no obstante, él puede hallar puntos de apoyo antropológicos para una comprensión de los s. tal como responde a la fe cristiana. Un primer punto de apoyo serí­a el conocimiento – todaví­a hoy ineludible – de la posibilidad y necesidad originariamente humanas, experimentables en todas partes (porque en forma consciente o inconsciente actúan permanentemente), de «expresarse» a sí­ mismo ante los demás. El propio ser personal, los propios pensamientos y estí­mulos de la voluntad, para poder existir necesitan expresarse en uno mismo y en «otro». Así­ el alma existe en su esencia «propia» en cuanto se corporaliza y acuña en «su» cuerpo como su «otro», y precisamente así­ es ella misma y hace existente y operante su esencia. Algo semejante puede decirse sobre las actitudes aní­micas o espirituales, que sólo son reales y se hacen operantes en cuanto se expresan en gestos y palabras y acuñan otra cosa. Con esto queda indicado lo que en un sentido auténtico y amplio significa «-> sí­mbolo».

En una visión más profunda se pueden reconocer, además del cuerpo, toda una serie de tales sí­mbolos que pertenecen simplemente a la esencia concreta del hombre y que se sirven de facultades propiamente humanas de expresión, como las distintas posiciones corporales, el «lenguaje» de las manos y del rostro, la palabra, que designa, contiene y hace operante la persona. Hemos de recordar también que el commercium interpersonal y las actitudes personal-colectivas se expresan tomando cuerpo en múltiples formas, de modo que solamente se hacen realidad auténtica cuando están configuradas por la comunidad de muchos. La mirada a la historicidad del hombre permite reconocer además sí­mbolos o autoexteriorizaciones de una persona o de una comunidad surgidos históricamente, los cuales han sido fijados por la voluntad humana y, por tener un carácter interpersonal, son reconocidas como vinculantes, sobre todo cuando muestran estructuras universales del hombre.

Otro punto de apoyo para la comprensión de los s. puede ser el conocimiento de la peculiaridad y singularidad de determinados actos de la vida, de determinados dí­as y momentos de la misma que pertenecen ineludiblemente al hombre y a su existencia, y que, como tales, bien en sí­ mismos, o bien a manera de representación conmemorativa, son operantes en cada hoy, p. ej.: nacimiento, muerte, comida, diálogo, matrimonio, familia e instituciones sociales, con sus servicios y potestades que han de configurarse en cada caso. Se puede mostrar que las acciones sacramentales particulares de la vida eclesial corresponden a tales configuraciones de la vida natural del hombre que se actualizan en las acciones particulares, aunque sin confundirse plenamente con ellas. A todos los sí­mbolos y configuraciones mencionados, en los que se hacen reales y eficaces la vida y la existencia humanas por cuanto se expresan en «otra cosa» es común el hecho de que, a pesar de toda la positividad de su forma y contenido concretos, se apoyan en estructuras fundamentales del hombre, las cuales vienen dadas ineludiblemente con el ser humano como tal, por fundarse en la constitución espiritual-corporal del hombre y, por tanto, en la «positiva» voluntad creadora de Dios.

b) A estos posibles puntos de apoyo para la comprensión actual de los s. se añaden datos fundamentales de la historia (especial) de la revelación y de la salvación, y, por cierto, como algo históricamente «nuevo» que se debe a la acción creadora de Dios. Una vez reconocida la -> revelación (especial) y con ello la autocomunicación salví­fica del Dios único y trino que dispone benignamente todo ser y vida, en principio queda abierto también el acceso a las formas «positivas» y explí­citas de autocomunicación divina, que Dios ha puesto libre y creativamente. Desde un punto de vista concreto e histórico hay que ver como fundamentación de toda la especial acción salví­fica de Dios el establecimiento del pacto con su pueblo, Israel, pacto histórico que Dios instituyó de manera singular, irrevocable y libre, y que debe ser aceptado, disfrutado y respondido por el hombre. En virtud de ese pacto Israel, en calidad de pueblo de Dios, fue instituido como signo (de salvación) entre los pueblos: toda salvación viene de los judí­os (cf. Jn 4, 22; Rom 9-11). Este pacto está fundamentado, cumplido y sellado por encima de los tiempos en el cordero pascual (en el primero y en el de cada año).

Este rito, lo mismo que otros «ritos» salví­ficos del AT ordenados a él, a la luz del NT, aparecen como «sacramentos» precursores, que tendí­an a la plenitud de la acción escatológica y definitiva de Dios en la alianza nueva y eterna.

Así­ como los s. veterotestamentarios fueron para Israel, es decir, para cada israelita, concreciones salví­ficas siempre actualizadas «hoy», conmemorativas y prognósticas, de la anterior promesa de Dios, acreditada en las acciones salví­ficas particulares (p. ej., en la liberación del pueblo de la esclavitud en Egipto), así­ también en los s. neotestamentarios está como base la plenitud consumada, victoriosa y escatológica de la comunicación de Dios mismo en Cristo. Precisamente esta culminación histórica e irrepetible (porque está consumada escatológicamente) de la historia de la salvación y, con ello, la absoluta comunicación de Dios mismo, en su manera de darse tiene el carácter divino de palabra y de «sí­mbolo» radicalmente originales, que fundamentan todas las formas «sacramentales» (en sentido estricto) y todas las demás formas de mediación.

Esa culminación se ha dado por la palabra una y perfecta de Dios en la que él de tal modo se pronuncia en otro a sí­ mismo como autor de todo ser y de toda vida, que por ello este otro se llama Hijo de Dios, y él mismo se llama Padre (ambas cosas en el sentido consumado del NT). Y a la vez el mutuo «ser con» y «para» del Padre y del Hijo en su vida interpersonal constituye un «otro» divino y personal, el Espí­ritu Santo, como «expresión» del amor personal y divino. Está realidad originaria de vida comunicada plenamente en el commercium divino del amor realizado personalmente, que tiene un fruto personal y que se manifiesta perfectamente en el otro, ha sido prometida y concedida en forma consumada y escatológica a la humanidad y al mundo en Jesús, el Logos-Dios encarnado. El hombre Jesucristo, instituido por Dios en virtud de la unión hipostática como el mediador humano-divino, como el único mediador, es así­ por antonomasia el único sacramento originario y personal de Dios y del hombre. Por el Espí­ritu Santo como divino «con» y «para» personales, que habita en Cristo con plenitud divina, está en él como hombre el Espí­ritu en su mediación originaria, es decir, la prenda y el «alma» presente y operante en toda vida, que desde Dios brota eternamente hacia la humanidad y el mundo, y que se pronuncia a sí­ misma «en» y «por» «otro», precisamente en el Espí­ritu y en sus «gemidos inenarrables» (Rom 8, 23-27), y lo hace por medio de la palabra encarnada, llena de Espí­ritu, dirigida al Padre en respuesta agradecida. Esta comunicación absoluta de Dios mismo estaba y está ligada a la manera de existir del Logos encarnado de Dios. Para que dicha comunicación llegara personal e históricamente a todo hombre, Cristo tuvo que irse (cf. Jn 16, 7). Dios quiso hacer divina y eterna la mediación de Cristo, exaltándolo por la resurrección y dándole la plenitud del poder divino, a fin de que Cristo comunicara a «otro» su Espí­ritu como prenda y principio de vida, y ese otro es su «cuerpo» y «plenitud».

El otro así­ configurado, vivificado por el Espí­ritu, es la Iglesia, el «pueblo de Dios» escatológico, que el Padre por medio de Cristo ha instituido como signo y sacramento originario. Esta Iglesia así­ entendida, en su condición de «cuerpo» de Jesucristo, el eterno y sumo sacerdote poderosamente exaltado, realiza en numerosos actos y manifestaciones de vida lo que, por ser «sacramento en Cristo», le ha encargado él, que es su cabeza.

c) Desde este enfoque, en que la Iglesia es entendida como pueblo de Dios (Padre) y cuerpo de Jesucristo vivificado por el Espí­ritu Santo, la cuestión de la Institución de los s. coincide con la de la institución de la Iglesia por Jesucristo. Lo mismo que en lo referente a la Iglesia, con relación a los s. Jesucristo debe ser entendido como mediador que cumple la voluntad del Padre. Así­ la Iglesia y los s. aparecen anclados de manera igualmente fundamental en la voluntad de Dios (Padre). Y lo mismo la Iglesia que los s., están ahí­ (han sido instituidos) y son posibles como actos de vida en la medida y plenitud en que lo acontecido en Cristo ha experimentado su consumación. En consecuencia tanto la Iglesia como los s. quedan instituidos de manera plenamente válida y con virtud operante cuando Jesucristo ha cumplido su obra salví­fica y ésta ha sido aceptada y confirmada por el Padre, a saber, «después» de la resurrección y misión del Espí­ritu. Sólo si se ve de esta manera, está en su debido horizonte el tema de la «institución» de los sacramentos «por» Cristo.

E igualmente puede ponerse de manifiesto en qué medida los s. (en su forma concreta de cada momento histórico) participan del misterio de Cristo o del Señor glorificado: son siempre la realización actual de la vida dada a la humanidad y al mundo en la singular acción salví­fica de Jesucristo, de una vida que, conmemorando y anticipando, proclamando y esperando el misterio de Cristo, se prepara para aquella consumación escatológica en la que la Iglesia, edificada definitivamente como cuerpo perfecto de Cristo, por medio de él, su cabeza, en acto de agradecimiento y homenaje se postrará como pueblo de Dios a los pies del Padre, para que así­ Dios sea todo en todo (1 Cor 15, 20-28). Los s. son, pues, por un lado realizaciones de la vida de la Iglesia durante este eón; y su eficacia ex opere operato se deduce de la consumada y victoriosa acción salví­fica de Cristo, la cual, en su poderí­o irrevocable, ciertamente puede ser recibida con gratitud o rechazada, pero no necesita ningún «complemento» humano. Por otro lado los s., lo mismo que la Iglesia, muestran un carácter esencialmente escatológico, de manera que la plenitud de gracia dada en ellos participa y hace participar decisivamente de la esperanza cristiana escatológica, que en la acción de cada hoy se dispone y proyecta hacia la venida definitiva del Señor.

Así­ los s. se presentan como sí­mbolos actuales y personales llenos de realidad, los cuales han sido establecidos por Dios mediante una acción creadora y han recibido una configuración humana e histórico-salví­fica en la obra de Cristo. Los s. proceden de la Iglesia como cuerpo de Cristo y sacramento originario. Por medio de ellos (y de otras formas de mediación igualmente esenciales y acuñadas por Cristo) puede y debe conocerse, experimentarse y gustarse qué y quién es y será Dios para los hombres como salvación suya. Los s. son signos de que Dios ha aceptado y agradecido de nuevo al hombre entero en su constitución personal y corporal, junto con su mundo material configurado por el espí­ritu; y por medio de ellos el hombre así­ agraciado puede realizarse en la Iglesia a través del Verbo divino hacia el Dios Padre en la vida eterna del Espí­ritu Santo.

BIBLIOGRAFíA: Cf. la bibliogr. espec. de K. Prümm – R. Schnáckenburg – J. Finkenzeller – K. Ráhner – E. Kinder, S.: LThK2 IX 218-232; F. Lakner, Sakramentale Gnade: LThK2 IX 232 f.; K. Ráhner, Sakramentetheologie: LThK2 240-243; E. Kinder – E. Sommerlath – W. Kreck: RGG V 1321-1329. – P. Neuenzeit – H. R. Schiene, S.e: HThG II 451-465; Schmaus D IV/1 (61964) (bibl.). – B. Geyer, Die Siebenzahl der Sakramente in ihrer hist. Entwicklung: ThG1 10 (1918) 325-338; J. Pinsk, Die sakramentale Welt (Fr 21941); Th. Filthaut, Die Kontroverse über die Mysterien-lehre (Warendorf 1497); A. Kolping, Sacramentum Tertullianeum (Mr 1948); E. Biser, Das Christusgeheimnis der Sakramente (Hei 1950); H. Schillebeeckx, De sakramentele Heilseconomie (An 1952); 0. Semmelroth, La Iglesia como sacramento original (Dinor S Seb 1962); A. M. Landgráf, Dogmengeschichte der Frühscholastik III/1 (Rb 1954); J. Pieper, Weistum, Dichtung, Sakrament (Mn 1954); L. Kruse, Der Sakramentbegriff des Konzils v. Trient u. die heutige Sakramentetheologie: ThG1 45 (1955) 401-412; Rahner II-VI passim; A. Piolanti, I Sacramenti (Fi 1956); H. Asmussen, Das Sakramente (St 1957); H. Schillebeeckx, Sakramente als Organe der Gottbegegnung: FThH 379-401; O. Semmelroth, Personalismus und Sakramentalismus …: Schmaus ThGG 199-218; H. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del hombre con Dios (Dinor S Seb 31966); M. M. Philipon, Les sacrements dann la vie chrétienne, P 1946; G. van der Leeuw, Sakramentales Denken. Erscheinungsformen u. Wesen der außerchristl. u. christl. Sakramente (Kassel 1959); H. R. Schlette, Kommunikation und Sakrament (Fr 1959); 1. Pieper, Symbol u. Öffentlichkeit. Über den sakramentalen Sinn: Hochland 52 (1959/60) 497-504; O. Semmelroth, El sentido de los sacramentos (Fax Ma 1966); 0. Casel, Das christliche Kultmysterium (Rb 41960); 1. Jorissen, Materie u. Form der Sakramente im Verständnis Alberts d. Gr. (Mr 1961); K. Rahner, La Iglesia y los sacramentos (Herder Ba 21967); J. M. R. Tiilard, La triple dimension du signe sacramental: NATh 83 (1961) 225-254; E. Kinder, Zur Sakramentlehre: Neue Zschr. für Systematische Theol. 3 (B 1961) 141-174; B. Leeming, Principles of Sacramental Theology (Lo 21961); B. Häring, La nueva alianza vivida en los sacramentos (Herder Ba 21971); idem, La vida cristiana a la luz de los sacramentos (Herder Ba 1972); R. Schulte, Iglesia y culto, en El misterio de la Iglesia (Herder Ba II 1966) 303-424; B. Piault, Was ist ein Sakrament? Aschaffenburg 1964); H. Kühle, Sakramentale Christusgleichgestaltung (Mr 21964); A. Van Roo, De sacramentis in genere (R 1966); A. Winklhofer, La Iglesia en íos sacramentos (Fax Ma 1971); (bibl.); Ch. Anciaux, Pastoral de los sacramentos (Sí­g Sal 1968; B. Bro, El hombre y los sacramentos (Sí­g Sal 1968); F. Quadri; Sacramentos y vida (Espirit Ma 1968); K. Rahner, Vida espiritual-Sacramentos (Taurus Ma 31968); J. P. Schanz, Los sacramentos en la vida y en el culto (S Terrae Sant 1968); M. Nicoláu, Teologí­a del signo sacramental (E Cat Ma 1969; J. L. Lárrobe, El sacramento como encuentro de salvación (Fax Ma 1971). Cf. Ios manuales de teologí­a dogmática (p. ej. J. Auer – J. Rátzinger, Curso de teologí­a dogmática vr (Ba Herder 1975) teologí­a moral y teologí­a pastoral; cf. igualmente la bibliografí­a de cada uno de los sacramentos en los manuales mencionados y en esta enciclopedia teológica.

Raphael Schulte

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

[Véase la nota aclaratoria al pie de este artículo.] Cuando se usa en su sentido teológico técnico, para describir ciertos ritos de la fe cristiana, la palabra “sacramento” (lat. sacramentum) pertenece a un período de elaboración de la doctrina muy posterior al NT. En algunos lugares la Vg. traduce así el gr. mystērion (Ef. 5.32; Col. 1.27; 1 Ti. 3.16; Ap. 1.20; 17.7), término que, no obstante, se vertía más comúnmente mysterium (* Misterio). En el uso eclesiástico primitivo sacramentum se usaba en sentido amplio para cualquier observancia ritual o cosa sagrada.

En el uso cotidiano esta palabra se ha aplicado en dos formas: (1) para la prenda o garantía depositada en custodia pública por los litigantes en un juicio y cedida para un fin sagrado; (2) para el juramento que hacía el soldado romano al emperador, y por extensión para cualquier juramento. Estas ideas se combinaron luego hasta llegar al concepto de rito sagrado con sentido de prenda o voto, cuya recepción comprendía un juramento de lealtad, y esto llevó con el tiempo a la circunscripción del vocablo “sacramento a los principales ritos instituidos divinamente, o sea el bautismo y la Cena del Señor. El uso más amplio siguió vigente durante muchos siglos. Hugo de San Víctor (s. XII) puede hablar de nada menos que treinta sacramentos, pero Pedro Lombardo en el mismo período estimaba que eran siete. Esta última estimación es aceptada oficialmente por la iglesia católica romana.

La definición corriente de sacramento aceptada tanto por las iglesias reformadas como por la romana es la de una señal externa y visible, ordenada por Cristo, que declara y asegura una bendición interior y espiritual. Esta definición le debe mucho a las enseñanzas y el lenguaje de Agustín, quien escribió sobre la forma visible que tiene cierta semejanza con la cosa invisible. Cuando a este “elemento”, o forma visible, se le agregaba la palabra de institución por Cristo, se convertía en sacramento, de modo que se podía hablar del sacramento como “la palabra visible” (véase Agustín, Tratados sobre el Evangelio de Juan 80; Epístolas 98; Contra Pelag Fausto 19.16; Sermones 272).

¿Enseña el NT que los ritos sacramentales son obligatorios para todos los cristianos? ¿Qué beneficio espiritual produce su recepción, y cómo se hace efectivo dicho beneficio?

La obligación de continuar con los ritos sacramentales depende de: (1) su institución por Cristo; (2) su mandato expreso de que sean continuados; (3) su uso esencial como símbolos de actos divinos que forman parte de la revelación evangélica. Hay sólo dos ritos obligatorios para todos los cristianos que cumplen estos requisitos. No hay justificativo bíblico para otorgar a los otros ritos llamados también sacramentales (e. d. confirmación, orden, matrimonio, penitencia, extremaunción) el mismo rango que el *bautismo y la *Cena del Señor, los que desde el principio se asocian conjuntamente con la proclamación del evangelio y la vida de la iglesia (Hch. 2.41–42; cf. 1 Co. 10.1–4). Se los vincula con la circuncisión y la pascua, ritos obligatorios del AT (Col. 2.11; 1 Co. 5.7; 11.26). La vida cristiana se asocia desde su comienzo y en su continuidad con compromisos sacramentales (Hch. 2.38; 1 Co. 11.26). Algunas de las lecciones más profundas en torno a la santidad y la perfección están implícitas en lo que la Escritura dice en relación con las obligaciones sacramentales del cristiano (Ro. 6.1–3; 1 Co. 12.13; Ef. 4.5). Es posible que haya referencias a los sacramentos en muchos pasajes donde no hay mención explícita de los mismos (p. ej. Jn. 3; 6; 19.34; He. 10.22). La gran comisión del Señor resucitado a sus discípulos consiste en ir a todas las naciones; manda específicamente que se administre el bautismo y claramente da a entender que se ha de observar la Cena del Señor (Mt. 28.19–20). Cristo promete estar con sus siervos hasta el fin del tiempo. La obra a la cual los ha llamado, incluida la observancia de los sacramentos, no se completará hasta entonces. Pablo entiende, también, que la Cena del Señor se debe continuar, como proclamación de la muerte de Cristo, hasta que él venga (1 Co. 11.26). Cierto es que Mateo y Marcos no registran el mandamiento “haced esto en memoria de mí”, pero las pruebas en cuanto a su práctica en la iglesia primitiva (Hch. 2.42; 20.7; 1 Co. 10.16; 11.26) compensan sobradamente esa falta.

La eficacia de los sacramentos depende de la institución y el mandamiento de Cristo. Los elementos en sí mismos no tienen ningún poder; es el uso fiel de los mismos lo que cuenta. Porque por medio de ellos los hombres entran en comunión con Cristo en su muerte y resurrección (Ro. 6.3; 1 Co. 10.16). El perdón (Hch. 2.38), la purificación (Hch. 22.16; cf. Ef. 5.26) y la vivificación espiritual (Col. 2.12) se asocian con el bautismo. La participación en el cuerpo y la sangre de Cristo se realiza mediante la santa comunión (1 Co. 10.16; 11.27). El bautismo y la copa aparecen vinculados entre sí en la enseñanza de nuestro Señor cuando habla de su muerte, y en el pensamiento de la iglesia cuando ella recuerda sus solemnes obligaciones (Mr. 10.38–39; 1 Co. 10.1–5).

Los sacramentos son ritos que hablan de pacto: “Esta copa es el nuevo pacto” (Lc. 22.20; 1 Co. 11.25). Somos bautizados “en su nombre” (Mt. 28.19, cf. °vm mg, pb mg). El nuevo pacto se inició mediante el sacrificio de la muerte de Cristo (cf. Ex. 24.8; Jer. 31.31–32). Dios transmite las bendiciones del mismo mediante su palabra y su promesa en el evangelio y sus sacramentos. Hay claras pruebas de que muchos fueron bendecidos en la época apostólica mediante la administración de los sacramentos acompañada de la predicación de la palabra (Hch. 2.38ss). La palabra o promesa del evangelio que acompañaba la administración de los sacramentos era lo que daba sentido y eficacia al rito. Los que habían recibido el bautismo de Juan únicamente fueron bautizados nuevamente “en el nombre del Señor Jesús” (Hch. 19.1–7). Resulta evidente también que algunos recibieron los sacramentos sin beneficio espiritual (Hch. 8.12, 21; 1 Co. 11.27; 10.5–12). En el caso de Cornelio y su casa (Hch. 10.44–48) tenemos un ejemplo de personas que recibieron los dones que el bautismo sella antes de haber recibido el sacramento. No obstante, no dejaron de recibir el sacramento como prenda de bendición y como indicación de obediencia.

En el NT no se insinúa ningún conflicto entre el uso de los sacramentos y la espiritualidad. Cuando se los recibe como corresponde los sacramentos son portadores de bendición para el creyente. Pero dichas bendiciones no se limitan al uso de los sacramentos, y cuando se las efectiviza mediante los sacramentos su otorgamiento de ningún modo entra en conflicto con el fuerte acento bíblico que se pone en la fe y la piedad. Los sacramentos, cuando se administran de conformidad con los principios estipulados en las Escrituras, nos recuerdan continuamente el gran fundamento de nuestra salvación, Cristo en su muerte y resurrección, como también la obligación que tenemos de caminar como es digno de la vocación a la cual hemos sido llamados.

[Algunas corrientes evangélicas entienden que los llamados “sacramentos” (bautismo y Cena del Señor) sólo tienen valor simbólico, y les asignan la importancia que les corresponde como ordenanzas (término preferido) dadas por Cristo para ser responsable y permanentemente observadas por la iglesia cristiana.

D.R.H.]

Bibliografía. °J. Jeremias, La última cena, palabras de Jesús, 1980; F. X. Durrwell, La eucaristía, sacramento pascual, 1982; M. Nicolau, Teología del signo sacramental, 1979; J. Auer, Los sacramentos de la iglesia, 1977; R. S. Wallace, “Sacramento”, °DT, 1985, pp. 475.

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R.J.C.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Sacramento de Confirmación. Imagen:Cortesía de Schola Sainte CécileLos Sacramentos son signos externos de la gracia interior, instituidos por Cristo para nuestra santificación (Catechismus concil. Trident., n. 4, ex San Agustín, “De Catechizandis rudibus”). El tema se tratará bajo los siguientes títulos:

Contenido

  • 1 Necesidad y naturaleza del sistema sacramental
  • 2 Naturaleza de los Sacramentos de la Nueva Ley
  • 3 Origen (causa) de los Sacramentos
  • 4 Número de los Sacramentos
  • 5 Efectos de los Sacramentos
  • 6 Ministro de los Sacramentos
  • 7 El recipiente de los Sacramentos

Necesidad y naturaleza del sistema sacramental

En qué sentido son necesarios

Dios todopoderoso puede otorgar, y de hecho otorga, la gracia a los hombres en respuesta a sus aspiraciones internas y a sus oraciones sin utilizar signos externos o ceremonias. Esto siempre será posible porque Dios, la gracia y el alma son seres espirituales. Dios no está constreñido a usar símbolos materiales, visibles, en sus tratos con los hombres. Los sacramentos no son necesarios en el sentido de que sean indispensables. Pero si Dios ha decidido que las señales externas, las ceremonias visibles, sean los medios por los que ciertas gracias van a otorgarse a los hombres, entonces será necesario que, para obtener esas gracias, los hombres hagan uso de esos medios divinamente determinados. Los teólogos explican esta verdad diciendo que los sacramentos no son aboluta sino hipotéticamente necesarios. Eso significa que si queremos obtener un fin sobrenatural, debemos utilizar los medios sobrenaturales diseñados para obtenerlo. En este sentido, el Concilio de Trento (Ses. VII, can.4) declaró herejes a aquellos que afirman que los sacramentos de la Nueva Ley son superfluos e innecesarios, aunque no todos son necesarios para todos los individuos. La enseñanza de la Iglesia, y de los cristianos en general, sostiene que, aunque Dios no está forzado a utilizar ceremonias externas como símbolos de las realidades espirituales y sagradas, a Él le place hacerlo así, y ello constituye su modo ordinario y más adecuado de tratar con los seres humanos. Los escritores que versan sobre los sacramentos llaman a esto una necessitas convenientiae, la necesidad de adaptación. No es una necesidad en realidad, sino la forma más apropiada de tratar con seres que son, a la vez, corporales y espirituales. Todos los cristianos están acordes en esta afirmación. Es únicamente al considerar la naturaleza de los signos sacramentales que los Protestantes (exceptuados algunos anglicanos) difieren de los católicos. «No hay objeción a considerar los sacramentos meramente como formas externas, representaciones pictóricas o actos simbólicos», escribió el Dr. Morgan Dix («El sistema sacramental», Nueva York, 1902, p. 16). «Se puede decir que la doctrina sacramental es coextensiva con el cristianismo histórico. De ello no cabe duda razonable, como lo atestiguan los días más remotos, de los cuales son documentos característicos el tratado de San Crisóstomo acerca del sacerdocio y las lecciones catequéticas de San Cirilo. Ni tampoco es distinto en los cuerpos más conservadores de la reforma en el siglo dieciséis. El Catecismo de Martín Lutero, el Augsburgo, y luego las Confesiones de Westminster, tienen un tono muy sacramental, avergonzando a los degenerados seguidores de quienes las compilaron» (ibid., p. 7, 8) .

Por qué el sistema sacramental es el más apropiado

Las razones que subyacen un sistema sacramental son las siguientes:
• Si tomamos la palabra «sacramento» en su sentido más amplio, como el signo de algo sagrado y oculto (la palabra griega es «misterio»), podemos decir que el mundo en su totalidad es un vasto sistema sacramental, en el que las cosas materiales son para el hombre señales de las cosas espirituales y sagradas, aún de la divinidad. «Los cielos muestran la gloria de Dios, y el firmamento la obra de sus manos» (Sal. xviii, 2). «Lo invisible de Él (Dios) es claramente visible a partir de la creación del mundo; comprendido a través de las cosas creadas. También su poder eterno y su divinidad» (Rom, 1, 20).
• La redención del hombre no se realizó de modo invisible. A través de los patriarcas y de los profetas Dios renovó la promesa de salvación hecha al primer hombre; se utilizaron símbolos externos para expresar la fe en el redentor prometido. «Todas esas cosas les acontecieron (a los israelitas) en figura (I Cor, x, 11; Heb. X,i). «También nosotros, cuando eramos niños, servíamos bajo los elementos del mundo. Pero cuando hubo llegado la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer» (Gal. Iv, 3,4). La encarnación tuvo lugar porque Dios trató con los hombres del modo más adecuado a su naturaleza.
• La iglesia establecida por el Salvador debe ser una institución visible (Vea: IGLESIA: La visibilidad de la Iglesia). Consecuentemente, ella debe tener ceremonias y símbolos de las cosas sagradas.
• La principal razón del sistema sacramental se encuentra en el hombre mismo. Es propio de la naturaleza humana -escribe Santo Tomás- ser atraído por cosas corpóreas y sensibles; perceptible de las cosas espirituales e inteligibles. Ahora bien, la Providencia Divina provee a todo de acuerdo a la naturaleza de cada cosa (secundum modum suae conditionis). Es por tanto congruente con la Sabiduría Divina proporcionar al hombre medios de salvación en la forma de ciertos signos corpóreos y sensibles, que son llamados sacramentos. (Para otras razones, vea Catech. Conc. Trid., II, n.14)

Existencia de Símbolos Sagrados

a. No hay Sacramentos en el estado de inocencia: Según Santo Tomás (III:61:2) y los teólogos en general, no había sacramentos antes de que Adán pecara, i.e., en el estado de justicia original. La dignidad del hombre era de tal grandeza que estaba por encima de la condición natural de la naturaleza humana. Su mente estaba subordinada a Dios; su facultades inferiores subordinadas a la parte más elevada de su mente; su cuerpo estaba subordinado a su alma. Hubiese sido algo contrario a la dignidad de ese estado el haber tenido que depender, para obtener el conocimiento, o la gracia divina, de algo inferior a él, i.e., las cosas corpóreas. Por esa razón la mayoría de los teólogos sostienen que ningún sacramento pudo haber sido instituido aún si ese estado hubiera durado largo tiempo.

b. Sacramentos de la ley de la naturaleza: Aparte de lo que fue o pudo haber sido en ese estado extraordinario, el uso de símbolos sagrados es universal. San Agustín dice que toda religión, verdadera o falsa, tiene sus propios símbolos o sacramentos. «In nullum nomen religionis, seu verum seu falsum, coadunari homines possunt, nisi aliquo signaculorum seu sacramentorum visibilium consortio colligantur» (Cont. Faust., XIX, xi). Los comentaristas de la Escritura y los teólogos casi unánimemente afirman que hubo sacramentos bajo la ley natural y bajo la ley mosaica, del mismo modo como existen los sacramentos de mayor dignidad bajo la Ley de Cristo. Bajo la ley de la naturaleza- así llamada no para excluir la revelación sobrenatural sino porque en ese tiempo no existía la ley sobrenatural escrita- la salvación se otorgaba a través de la fe en el redentor prometido, y los hombres expresaban su fe por medio de algunas señales externas. Dios no determinaba cuáles debían ser esos signos; lo dejaba al pueblo, más probablemente a los líderes o jefes de familia, que eran guiados en su elección por una inspiración interior del Espíritu Santo. Esta es la concepción de Santo Tomás, quien dice que, tal como bajo la ley de la naturaleza (cuando no había ley escrita) los hombres eran guiados por inspiraciones interiores para que adoraran a Dios, del mismo modo determinaban ellos qué signos debían ser usados en sus actos externos de culto (III:60:5, ad 3). Sin embargo, como después fue necesario promulgar una ley escrita: (a) porque la ley natural había sido obscurecida por el pecado, y (b) porque ya era hora de proporcionar un conocimiento más explícito de la gracia de Cristo, entonces también se hizo necesario determinar qué signos externos deberían ser usados como sacramentos (III:60:5, ad 3; III:61:3, ad 2). Ello no fue necesario inmediatamente después de la caída, gracias a la plenitud de fe y conocimiento otorgado a Adán. Pero ya para el tiempo de Abraham, cuando la fe se había debilitado, muchos habían caído en la idolatría y la luz de la razón se había obscurecido a fuerza de ser indulgentes con las pasiones, incluso al grado de cometer pecados contra la naturaleza, Dios intervino y escogió la circuncisión como signo de la fe (Gen, xvii; ST III:70:2,ad 1; vea CIRCUNCISIÓN)

La gran mayoría de los teólogos enseña que esa ceremonia era un sacramento que fue instituido como remedio del pecado original. Consecuentemente, que confería la gracia, no por si mismo (ex opere operato), sino por razón de la fe en Cristo, a la cual servía de expresión. «In circumcisione conferebatur gratia, non ex virtute circumcisionis, sed ex virtute fidei passionis Christi futurae, cujus signum erat circumcisio-quia scilicet justitia erat ex fide significata, non ex circumcisione significante» (ST III:70:4). Una cosa es cierta: era al menos el signo de algo sagrado, y había sido escogido y determinado por el mismo Dios como signo de fe y como una señal por la que sus fieles se distinguían de los no creyentes. Pero no fue el único signo de fe utilizado bajo la ley natural. Escribe San Agustín que es es increíble que antes de la circuncisión no hubiese ningún sacramento para el alivio (justificación) de los niños, aunque por alguna razón la Escritura no nos diga cuál haya sido ese sacramento (Cont. Jul., III, xi). El sacrificio de Melquisedec, el sacrificio de los amigos de Job, la varias limosnas y oblaciones para el servicio de Dios son mencionados por Santo Tomás (III:61:3, ad 3; III:65:1, ad 7) como observancias externas que pueden ser consideradas como los signos sagrados de aquel tiempo, que prefiguraban las sagradas instituciones futuras y- añade él- que pueden ser llamadas sacramentos de la ley de la naturaleza.

c. Sacramentos de la ley mosaica: Como se acercaba el tiempo de la venida de Cristo, y para que los israelitas pudiesen estar mejor instruidos, Dios habló a Moisés, revelándole en detalle los signos sagrados y las ceremonias por los que ellos debían manifestar explícitamente su fe en el futuro redentor. Esos signos y ceremonias fueron los sacramentos de la ley mosaica, «los cuales se comparaban con los sacramentos que existían antes de la ley como algo determinado se compara a lo indeterminado, ya que antes de la ley no se había determinado qué signos deberían usar los hombres» (ST III:61:3, ad 2). Los teólogos, junto con el Doctor Angélico (I-II:102:5), generalmente dividen los sacramentos de este período en tres clases:
o Las ceremonias por las que los hombres eran hechos y marcados como dadores de culto o ministros de Dios. De ese modo tenemos (a) la circuncisión, instituida en tiempo de Abraham (Gen, xvii), y renovada en tiempo de Moisés (Lev.,xii,3) para todo el pueblo; y (b) los ritos sagrados por los que se consagraba a los sacerdotes levítas.
o Las ceremonias consistentes en el uso de cosas pertenecientes al servicio de Dios, i.e. (a) el cordero pascual para todo el pueblo, y (b) los panes de la preposición para los ministros.
o Las ceremonias de purificación de la contaminación legal, i.e. (a) varias expiaciones, orientadas al pueblo (b) el lavado de manos y pies, el afeitado de la cabeza, etc., para los sacerdotes. San Agustín dice que los sacramentos de la antigua ley fueron abolidos porque ya habían sido llevados a plenitud (cf. Mt, v.17), y se habían instituido otros de mayor eficacia, mayor utilidad, de más fácil administración y recepción, menores en número («virtute majora, utilitate meliora, actu faciliora, numero pauciora», Cont. Faus., XIX,xiii). El Concilio de Trento condena a aquellos que dicen que no existe otra diferencia entre los sacramentos de la antigua y de la Nueva Ley que no sea la del rito exterior (Ses. VII, can. ii). El Decreto para los Armenios, publicado por orden del Concilio de Florencia, dice que los sacramentos de la antigua ley no conferían la gracia, sino que sólo prefiguraban la que iba a ser otorgada por la pasión de Cristo. Esto significa que ellos no daban la gracia por si mismos (i.e. ex opere operato), sino únicamente en razón de la fe en Cristo que ellos representaban- «ex fide significata, non ex circuncisione significante» (ST I-II:102:5)

Naturaleza de los Sacramentos de la Nueva Ley

Definición de Sacramento

Los sacramentos considerados hasta este momento eran simplemente signos de cosas sagradas. Según la enseñanza de la Iglesia católica, aceptada hoy día por muchos episcopalianos, los sacramentos de la divina economía no son meros signos; no simplemente significan la gracia divina, sino que la causan en las almas de los hombres, por virtud de su institución divina. «Signum sacrosanctum efficax gratiae»- un signo sacrosanto que produce la gracia- es una definición breve y sucinta de los sacramentos de la Nueva Ley. Sacramento, en su acepción más amplia, puede ser definido como un signo externo de algo sagrado. En el siglo XII, Pedro Lombardo (m. en 1164), conocido como el Maestro de las Sentencias, autor de un manual de teología sistemática, nos dio una acertada definición de los sacramentos de la Nueva Ley. Un sacramento es un signo externo tal de la gracia interna que lleva su imagen (i.e. lo significa y representa) y es su causa-«Sacramentum proprie dicitur quod ita signum est gratiae Dei, ei invisibilis gratiae forma, ut ipsius imaginem gerat et causa existat» (IV Sent., d.I, n.2). Esta definición fue adoptada y perfeccionada por los escolásticos medievales. Santo Tomás nos ha legado esta breve pero expresiva definición: El signo de una cosa sagrada en cuanto que ésta santifica al hombre- «Signum rei sacrae in quantum est sanctificans homines» (III:60:2).

Todas las creaturas del universo proclaman algo sagrado, en particular la sabiduría y la bondad de Dios, en cuanto son sagradas en si mismas y no en cuanto que son cosas sagradas que santifican al hombre. Por tanto no pueden ser llamadas sacramentos en el mismo sentido en que hablamos de los sacramentos (ibid.,ad lum). El Concilio de Trento incluye lo substancial de de esas dos definiciones en la siguiente: «Symbolum rei sacrae, et invisibilis gratiae forma visibilis, sanctificandi vim habens»- Un símbolo de algo sagrado, una forma visible de la gracia invisible, con poder para santificar (Ses. XIII, cap.3). El «Catecismo del Concilio de Trento» da una definición más completa: Algo perceptible por los sentidos que, por institución divina, tiene el poder tanto de significar y de efectuar la santidad y la justicia (II,n.2). Los catecismos católicos en inglés dan generalmente la siguiente: Un signo externo de la gracia interna, un signo o ceremonia sagrado y misterioso, ordenado por Cristo, por la que la gracia es dada a nuestras almas. Las teologías anglicana y episcopaliana dan definiciones que los católicos pueden aceptar.

Hay tres cosas que son necesarias en todo sacramento: el signo exterior, la gracia interior y su institución divina. Un signo representa algo diferente a si mismo, ya naturalmente, como el humo representa al fuego, ya por decisión de un ser inteligente, como la cruz roja representa una ambulancia. Los sacramentos no significan la gracia naturalmente. Lo hacen porque han sido escogidos por Dios para significar efectos misteriosos. No son, sin embargo, arbitrarios, ya que en la mayor parte de los casos, si no en todos, las ceremonias que se llevan a cabo tienen una relación casi natural con el efecto que debía ser producido. Por ejemplo, el verter agua en la cabeza de un niño fácilmente trae a la mente la purificación interior del alma. La palabra «sacramento» (sacramentum), aún cuando usada por los escritores profanos latinos, significa algo sagrado, vgr., el juramento por el que se comprometían los soldados, o el dinero depositado por los litigantes en un concurso. En los escritos de los Padres de la Iglesia la palabra se utilizaba para significar algo sagrado y misterioso, y donde los latinos usaban sacramentum los griegos usaban mysterion (misterio). Ese algo sagrado y misterioso significado por el sacramento es la gracia divina, que es la causa formal de nuestra justificación (vea GRACIA), pero con ella debemos asociar la resurrección de Cristo (causa eficiente y meritoria) y el fin (causa final) de nuestra santificación, o sea, la vida eterna. El sentido de los sacramentos según los teólogos (e.g. ST III:60:3) y del catecismo Romano (II, n.13) se extiende a esas tres cosas sagradas de las que una es pasada, otra presente y otra futura. Las tres han sido apropiadamente expresdas en la bella antífona de la Eucaristía: «O sacrum convivium, in quo Christus sumitur, recolitur memoria passionis ejus, mens impletur gratia, et futurae gloriae nobis pignus datur-Oh banquete sagrado, en el que se recibe a Cristo, se recuerda la pasión, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la vida futura».

Errores de los protestantes

Los protestantes generalmente mantienen que los sacramentos son signos de algo sagrado (gracia, fe) pero niegan que realmente causen la gracia divina. Sin embargo los episcopalianos y los anglicanos, especialmente los ritualistas, sostienen con los católicos que los sacramentos son «signos efectivos» de la gracia. En el artículo XXV de la Confesión de Westminster se lee:

«Los sacramentos ordenados por Dios no son sólo etiquetas o señales de la profesión del hombre cristiano, sino más bien son testimonios seguros y signos efectivos de la gracia y de la buena voluntad de Dios hacia nosotros, por la que Él trabaja invisiblemente en nosotros y no sólo apresura sino que también fortalece y confirma nuestra fe en Él» (cf. art. XXVII).

«La Teoría de Zwinglio», escribe Morgan Dix (op.cit., p.73), «de que los sacramentos no son otra cosa que recuerdos de Cristo y señales de la profesión cristiana, es tal que ningún juego con la lengua inglesa puede reconciliarla con las fórmulas de nuestra iglesia.» Mortimer adopta y explica la fórmula católica «ex opere operato» (loc. cit. p. 122) Lutero y sus primeros seguidores rechazaron este concepto de los sacramentos. Estos no causan la gracia, sino que son «meros signos y testimonios de la buena voluntad de Dios hacia nosotros» (Confesiones de Augsburgo); alientan la fe y la fe (fiduciaria) causa la justificación. Los calvinistas y los presbiterianos sostienen básicamente la misma doctrina. Zwinglio bajó aún más la dignidad de los sacramentos al hacerlos signos no de la fidelidad de Dios sino de nuestra fidelidad. Al recibir los sacramentos manifestamos nuestra fe en Cristo; son sencillamente los votos de nuestra fidelidad. Todos esos errores nacen fundamentalmente de la recién inventada teoría luterana de la justicia, i.e., la doctrina de la justificación por la fe sola (vea GRACIA). Si el hombre ha de ser santificado no por una renovación interior que le borre los pecados, sino por una imputación extrínseca a través de los méritos de Cristo, que cubrirán su alma como una capa, no hace falta ningún signo que cause gracia y los que están en uso no tienen otro fin que animar la fe en el Salvador. La conveniente doctrina de Lutero acerca de la justificación no fue adoptada por todos sus seguidores ni es enseñada por todos los protestantes hoy día. No obstante, aceptan sus consecuencias que afectan la verdadera noción de los sacramentos.

Doctrina Católica

El Concilio de Trento declaró, en contra de todos los innovadores: «Si alguien dice que los sacramentos de la Nueva Ley no contienen la gracia que significan, o que no confieren la gracia a aquellos que no la obstaculizan, sea anatema» (Ses. viii, can.vi). «Si alguien dice que la gracia no se confiere por los sacramentos ex opere operato sino que la fe en las promesas de Dios basta para obtener la gracia, sea anatema» (ibid., can. viii; cf. can.iv, v, vii). La frase «ex opere operato», para la cual no existe equivalente en inglés, fue probablemente usada por primera vez por Pedro de Poitiers (D.1205), y posteriormente por Inocencio III (d. 1216; de myst. Missae, III,v) y por Santo Tomás (d.1274; IV Sent., dist.1,Q.i,a.5). Fue felizmente inventada para expresar una verdad que había sido enseñada e introducida sin objeción alguna. No es una fórmula muy elegante pero, como hace notar San Agustín (In Ps. cxxxviii): Es mejor que los gramáticos objeten y no que la gente no entienda. «Ex opere operato», i.e. por virtud de la acción, significa que la eficacia de la acción de los sacramentos no depende de nada humano, sino solamente de la voluntad de Dios, según lo expresan la institución y la promesa de Cristo. «Ex opere operantis», i.e. por razón del agente, significa que la acción del sacramento depende de la dignidad ya del ministro o del recipiente (vea Pourrat, «Teología de los Sacramentos», tr. St. Louis, 1910, 162 ss ). Los protestantes no pueden de buena fe objetar la frase, como si significara que la mera ceremonia exterior causa la gracia, separada de la acción de Dios. Es bien sabido que los católicos enseñan que los sacramentos son únicamente causas instrumentales, no principales, de la gracia. Tampoco se puede afirmar que la frase adoptada por el Concilio cancele cualquier disposición necesaria de parte del recipiente, como si los sacramentos fueran encantamientos inefables que causaran la gracia aún en aquellos que no tienen correcta disposición o en pecado. Los padres conciliares tuvieron cuidado de hacer notar que no debe haber obstáculo a la gracia de parte del recipiente, quien debe recibirla rite, i.e., correcta y dignamente. Declaran además, que es una calumnia afirmar que los sacramentos no requieren disposición previa (Ses. XIV, de poenit., cap.4). Las disposiciones son requeridas para preparar al sujeto, pero no dejan de ser una condición (conditio sine quea non), y no las causas, de la gracia que se da. En este sentido los sacramentos difieren de los sacramentales, que pueden causar la gracia ex opere operantis, i.e. por razón de las oraciones de la Iglesia o los sentimientos buenos, piadosos de los que los utilizan.

Pruebas de la Doctrina Católica

Al examinar las pruebas de la doctrina católica debe guardarse en mente que nuestra regla de fe no es simplemente la Escritura, sino la Escritura y la Tradición.

(a) En las Sagradas Escrituras encontramos expresiones que claramente nos indican que los sacramentos son mucho más que signos de gracia y de fe: «A menos que el hombre nazca de nuevo del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar al reino de Dios» (Jn. iii,5); «Nos salvó por el lavado de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo» (Tit.,iii,5); «Después les impusieron las manos y recibieron ellos al Espíritu Santo» (Hechos, viii,17); «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna… Porque mi carne es verdadera carne y mi sangre es verdadera bebida» (Jn., vi,55,56). Estas y otras expresiones semejantes (vea los artículos acerca de cada sacramento) son, por lo menos, exagerados si no significan que la ceremonia sacramental es en cierto sentido la causa de la gracia conferida.

(b) La Tradición indica claramente el sentido en el los sacramentos siempre han sido interpretados por la Iglesia. De las numerosas expresiones usadas por los Padres seleccionamos las siguientes: «El Espíritu Santo baja del cielo y se cierne sobre las aguas, santificándolas personalmente, de tal modo que ellas se empapan del poder para santificar» (Tertuliano, De bapt.,c.iv). «El Bautismo es la expiación de los pecados, la remisión de los crímenes, la causa de la regeneración y renovación» (Sn. Gregorio de Niza, «Orat. in Bapt.»). «Explíquenme la manera del nacimiento de la carne y yo les explicaré la regeneración del alma… Es incomprensible absolutamente, por el poder divino y su eficacia: es incomprensible. Ningún razonamiento, ningún arte puede explicarla» (ibid.) «Quien pasa a través de la fuente [el Bautismo] no morirá sino que se levantará a una nueva vida» (Sn. Ambrosio, De sacr., I,iv) «¿De dónde este gran poder del agua», exclama San Agustín,»que toca el cuerpo y lava el alma?» (Tr. 80 in Joann). «El Bautismo», escribe el mismo Padre, «no consiste en los méritos de aquellos a quienes es administrado, sino en su propia santidad y verdad, a cuenta de aquel que lo instituyó» (Cont. Cres., IV). La doctrina solemnemente definida por el Concilio de Trento había sido previamente anunciada en concilios anteriores, especialmente en Constantinopla (381; Symb. Fid.), en Mileve (416; can.ii), en el segundo Concilio de Orange (529; can. xy) y en el Concilio de Florencia (1439; Decr. pro. Armen., vea Denzinger-Bannwart, nn. 86, 102, 200, 695). La primera Iglesia Anglicana se mantuvo firme ante la verdadera doctrina: «El Bautismo no es sólo un signo de una profesión y una señal de diferencia por la que los bautizados se distinguen de los no bautizados, sino que es también el signo de la regeneración o nuevo nacimiento, por el que, a modo de instrumento, quienes reciben el Bautismo son apropiadamente incorporados a la Iglesia» (Art.XXVII)

(c) Argumento teológico.- La confesión de Westminster añade: «El Bautismo de los niños debe ser mantenido en la Iglesia a toda costa, en cuanto que es totalmente congruente con la institución de Cristo». Si el Bautismo no confiere la gracia ex opere operato, sino que sencillamente despierta la fe, entonces nos preguntamos: (1) ¿De qué serviría que el lenguaje no pudiese ser entendido por quien lo escucha, i.e. un infante o adulto que no entienda latín? En esos casos es más útil a los testigos que a quien es bautizado. (2) ¿En qué es superior el Bautismo de Cristo al Bautismo de Juan, siendo que éste también puede despertar la fe? ¿Porqué fueron bautizados de nuevo con el Bautismo de Cristo quienes ya habían recibido el Bautismo de Juan? (Hechos, xix). ¿Porqué se dice que el Bautismo es estrictamente necesario para la salvación cuando la fe puede ser despertada y expresada en tantas otras formas? Finalmente, los episcopalianos y anglicanos de hoy día no volverán a la doctrina de la gracia ex opere operato a menos que se les convenza de que la antigua fe queda garantizada por la Escritura y la Tradición.

Materia y forma de los Sacramentos

Los escritores escolásticos del siglo XIII introdujeron en sus explicaciones de los sacramentos algunos términos que derivaban de la filosofía de Aristóteles. Guillermo de Auxerre (d.1223) fue el primero en aplicarles las palabras materia y forma. Tal como en los cuerpos físicos, también en el rito sacramental encontramos dos elementos, uno, indeterminado, que se llama materia, y otro, determinante, llamado forma. Por ejemplo, el agua puede ser utilizada para beber o para refrescarse o para lavar el cuerpo, pero las palabras pronunciadas por el ministro cuando derrama agua sobre la cabeza de un niño, con la intención de hacer lo que la Iglesia hace, determina el significado del acto, significando la purificación del alma por la gracia. La materia y la forma (res et verba) conforman el rito externo, que tiene un especial significado y efectividad desde su institución por Cristo. Las palabras son el elemento más importante en la composición, puesto que los hombres expresan sus pensamientos e intenciones principalmente a través de palabras. «Verba inter homines obtinuerunt principatum significandi» (Sn. Agustín, De doct. christ.», II, iii; ST III:60:6). No se debe suponer, dice Santo Tomás (ST III:60:6, ad 2), que las cosas utilizadas para llevar a cabo los actos no tienen significado, dado que ellas quedan incluidas en la res. También ellas pueden ser simbólicas, e.g., ungir el cuerpo con aceite se relaciona con la salud, pero su significado queda definitivamente determinado por las palabras. «En toda composición de materia y forma el elemento determinante es la forma: (ST III:60:7).

La terminología era algo nuevo, la doctrina era antigua; la misma verdad había sido expresada en tiempos pasados en diversas palabras. A veces la forma del sacramento significaba todo el rito externo (San Agustín, «De pecc. et mer.», xxxiv; Conc. Milev., De bapt.). A lo que llamamos la materia y la forma se le conocía como «símbolos místicos», «el signo y la cosa invisible», «la palabra y el elemento» (Sn. Agustín, tr. 80 in Joann.). La nueva terminología pronto encontró acogida. Fue solemnemente ratificada al ser usada en el Decreto para los Armenios, que fue luego añadido al Decreto del Concilio de Florencia, por más que no tiene valor de definición conciliar. (vea Denzinger-Bannwart, 695; Hurter, «Theol. dog. comp.», I, 441; Pourrat, op.cit., p. 51). El Concilio de Trento usó las palabras materia y forma (Sess. XIV, cap. ii, iii, can. iv), pero no definió que el rito sacramental estaba compuesto de esos dos elementos. León XIII, en la «Apostolicae Curae» (13 sept. 1896) hizo de la teoría escolástica la base de su declaración, y afirmó que las ordenaciones realizadas según el antiguo rito anglicano eran inválidos, debido al defecto de la forma utilizada y por la carencia de la necesaria intención de parte de los ministros. La teoría hilemorfista provee una muy apta comparación e ilumina mucho nuestro concepto de la ceremonia externa. A pesar de ello, nuestro conocimiento de los sacramentos no depende de la terminología, y no se debe llevar la comparación a los extremos. El intento de verificar la comparación (de los sacramentos a un cuerpo) en todos los detalles del rito sacramental puede conducir a la confusión de los matices o a opiniones singulares, e.g., la opinión de Melchor Cano (De locis theol., VIII,v.3) respecto al ministro del matrimonio (vea MATRIMONIO, cf. Pourrat, op.cit.,ii).

Origen (causa) de los Sacramentos

Cabría aquí preguntar: ¿hasta qué punto era necesario que Cristo determinara la materia y la forma de los sacramentos?

(1) Poder de Dios

El Concilio de Trento definió que los siete sacramentos de la Nueva Ley habían sido instituidos por Cristo (Sess. VII, can.i). Esto soluciona la cuestión de hecho para todos los católicos. La razón nos dice que todos los sacramentos deben venir originalmente de Dios. Puesto que son signos de cosas sagradas en cuanto que los hombres son santificados por esas cosas sagradas (ST III:60:2); puesto que el rito externo (materia y forma) por si mismo no puede dar la gracia, es evidente que todos los sacramentos que merezcan ese nombre deben originarse en la decisión divina. «Ya que la santificación del hombre radica en la fuerza de Dios que santifica», escribe Santo Tomás (ST III:60:2), «no es de la competencia de los hombres escoger las cosas por las que han de ser santificados, sino que esto debe ser determinado por institución divina». Hay que añadir a ello que la gracia es, en cierto sentido, participación de la naturaleza divina (vea GRACIA) y nuestra doctrina es inimpugnable: Solamente Dios puede dictar que el hombre participe de su naturaleza a través de ceremonias exteriores.

(2) Poder de Cristo

Sólo Dios es la causa principal de los sacramentos. Sólo Él puede con autoridad y por su poder innato dar a los ritos externos materiales la fuerza para conferir gracia a los hombres. En cuanto Dios, Cristo, igualmente que el Padre, posee tal poder innato, lleno de autoridad y principal. En cuanto hombre, Él tenía otro poder al que Santo Tomás llama «poder del ministerio principal» o «poder de excelencia» (III:64:3). «Cristo produjo los efectos interiores del sacramento por medio de merecerlos y efectuarlos… La pasión de Cristo es la causa de nuestra justificación meritoria y efectivamente, no como agente principal y con autoridad, sino como instrumento, en tanto que su humanidad fue el instrumento de su divinidad (III:64:3; cf. III:13:1, III:13:3). Hay verdad teológica y piedad en la vieja máxima: «De la sangre de Cristo agonizante en la cruz fluyeron los sacramentos por los que fue salvada la Iglesia» (Gloss. Ord. in Rom.5: ST III:62:5). La causa eficiente principal de la gracia es Dios, con quien la humanidad de Cristo forma una especie de instrumento adjunto, no siendo los sacramentos instrumentos adjuntos a la divinidad (por la unión hipostática): así pues, la fuerza salvífica de los sacramentos pasa de la divinidad de Cristo, a través de su humanidad, a los sacramentos (ST III:62:5). Quien pese bien esas palabras entenderá porqué los católicos muestran tanta reverencia hacia los sacramentos. El poder de excelencia de Cristo consiste en cuatro cosas: (1) Los sacramentos reciben su eficacia de sus méritos y sufrimientos; (2) son santificados y santifican en su nombre; (3) Él podía instituir los sacramentos y de hecho lo hizo; (4) Él podía producir los efectos de los sacramentos sin recurrir a ceremonias (ST III:64:3). Cristo podría haber comunicado su poder de excelencia a los hombres; ello no era absolutamente imposible (III:64:4). Pero, (1) si lo hubiese hecho así los hombres no hubiesen obtenido tal poder con la misma perfección que Cristo: «Él hubiera permanecido como cabeza de la Iglesia en forma principal, y otros en forma secudaria» (III:64:3). (2) Cristo no comunicó esa fuerza, y no lo hizo por el bien de los fieles: (a) para que ellos pudieran poner su esperanza en Dios y no en los hombres; (b) para que no hubiese diferentes tipos de sacramentos que dieran origen a divisiones en la Iglesia (III:64:1). La segunda razón es mencionada por san Pablo (I Cor., i,12,13): » cada uno de ustedes dice: yo soy de Pablo, yo de Apolo, y yo de Cefas, y yo de Cristo. ¿Está acaso dividido Cristo? ¿Fue Pablo crucificado por ustedes? O ¿fueron ustedes bautizados en el nombre de Pablo?

(3) Institución inmediata o mediata

El Concilio de Trento no definió explícita ni formalmente que todos los sacramentos fueron instituidos inmediatamente por Cristo. Antes del Concilio grandes teólogos como Pedro Lombardo (IV Sent., d.xxiii), Hugo de San Víctor (De sac. II,ii), Alejandro de Hales (Summa, IV, Q.xxiv,1) sostuvieron que algunos sacramentos habían sido instituidos por los apóstoles, utilizando el poder que para ello les había otorgado Jesucristo. Especialemente se presentaron dudas respecto a la Confirmación y a la Extremaunción. Santo Tomás rechaza la noción de que la Confirmación haya sido instituida por los apóstoles. Fue instituida por Cristo, afirma, cuando Él prometió al Paráclito, aunque nunca fue administrada mientras Él estuvo en la Tierra, porque la plenitud del Espíritu Santo no les fue concedida hasta después de la ascención. «Christus instituit hoc sacramentum, non exhibendo, sed promittendo» (III. Q.lxii, a.1, ad 1um). El Concilio de Trento definió que el sacramento de la Extremaunción fue instituido por Cristo y promulgado por Santiago (Sess. XIV, can.i). Algunos teólogos, e.g., Becanus, Belarmino, Vázquez, Gonet, etc., pensaron que las palabras del concilio (Ses. VII, can.i) fueron bastante explícitas como para hacer de la inmediatez de la institución de todos los sacramentos por Cristo un asunto de fe definida. Ellos se oponían a Soto (un teólogo del concilio), Estius, Gotti, Tournely, Berti, y a muchos más, de tal modo que que hoy casi todos los teólogos se unen para afirmar: es teológicamente cierto, aunque no definido (de fide) que Cristo instituyo inmediatamente todos los sacramentos de la Nueva Ley. En el decreto «Lamentabili», del 3 de julio de 1907, Pio X condenó doce proposiciones de los modernistas, quiene atribuían el origen de los sacramentos a una especie de evolución o desarrollo. La primera proposición, impactante, es la siguiente: «Los sacramentos tuvieron su origen en el hecho que los apóstoles, persuadidos y movidos por las circunstancias y acontecimientos, interpretaron algunas ideas e intenciones de Cristo», (Demzinger-Bannwart, 2040). Luego siguen once proposiciones que se relacionan ordenadamente a cada uno de los sacramentos (ibid., 2041-51). Estas proposiciones niegan que Cristo instituyó los sacramentos algunas parecen negar aún su institución mediata por el Salvador.

(4) ¿Qué implica la institución inmediata? El poder de la Iglesia

Concediendo que Cristo haya instituido los sacramentos inmediatamente, no se sigue de ello necesariamente que Él personalmente haya determinado todos los detalles de las ceremonias sagradas, prescribiendo minuciosamente cada iota relacionada con la materia y la forma que se deban utilizar. Basta (aún para el caso de la institución inmediata) decir que Cristo determinó qué gracias debían ser conferidas por medio de los ritos externos. Para algunos sacramentos (e.g., el Bautismo, la Eucaristía) Él determinó minuciosamente (in specie) la materia y la forma. Para otros solamente determinó en forma general (in genere) el que debía haber una ceremonia externa, por la que se habían de conferir gracias especiales, dejando a los apóstoles o a la Iglesia el poder de determinar lo que Él no hubiese determinado, e.g., prescribir la materia y la forma de los sacramentos de la Confirmación y de la Órdenes Sagradas. El Concilio de Trento (Sess. XXI, cap. ii) declaró que la Iglesia tiene el poder de modificar la «substancia» de los sacramentos. No podría la Iglesia declarar como propio tal poder para alterar la substancia de los sacramentos, utilizando la autoridad que le fue dada por Dios para determinar con mayor precisión la materia y forma, si los sacramentos no hubieran sido determinados por Cristo. Esta teoría (que no es moderna) había sido aceptada por los teólogos, por su utilidad al resolver problemas históricos relacionados principalmente con la Confirmación y Órdenes Sagradas.

(5) ¿Podemos afirmar entonces que Cristo instituyó algunos sacramentos en forma implícita?

¿Podemos decir que Cristo quedó satisfecho con dejar claros los principios esenciales a partir de los cuales, luego de un desarrollo más o menos lento, emergerían los Sacramentos plenamente desarrollados? Según Pourrat (op.cit., p.300), esta es una aplicación de la teoría de Newman sobre el desarrollo, quien propone otras dos fórmulas: Cristo instituyó todos los sacramentos inmediatamente pero no los entregó a la Iglesia totalmente constituidos; o Jesús instituyó inmediata y explícitamente el baustismo y la Eucaristía, mas sólo imediata aunque implícitamente los otros cinco (loc.cit., p.301). El mismo Pourrat piensa que la última fórmula es demasiado absoluta. Los teólogos probablemente la lleguen a considerar un poco peligrosa, o por lo menos «male sonans». Si llega a interpretarse como algo distinto de la vieja expresión, o sea que Cristo determinó sólo in genere la materia y la forma de algunos sacramentos, da pie para un desarrollo demasiadoamplio. Si no significa nada más que lo que la expresión ha significado hasta hoy ¿en qué ayuda admitir una fórmula que puede fácilmente ser malentendida?

Número de los Sacramentos

(1) Doctrina Católica: Iglesias oriental y occidental

El Concilio de Trento definió solemnemente que, verdaderamente y así llamados con propiedad, hay siete sacramentos de la Nueva Ley, a saber: Bautismo, Confirmación, Santa Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Órdenes y Matrimonio. La misma enumeración se había hecho en el Decreto para los Armenios del Concilio de Florencia (1439), en la Profesión de Fe de Miguel el Paleólogo, ofrecida por Gregorio X en el Concilio de Lyon (1274) y en el concilio realizado en Londres, en 1237, bajo Otto,
legado de la Santa Sede. Según algunos escritores, fue Otto de Bamberg, el Apóstol de Pomerania, quien por primera vez adoptó el número siete (vea Tanquerey, «De sacr.). Lo más probable es que el honor pertenezca a Pedro Lombardo (m. 1164) quien en su cuarto Libro de las Sentencias (d. i, n, 2) define un sacramento como un signo sagrado que no sólo significa sino que también produce la gracia y luego (d. I, n1) enumera los siete sacramentos. Probablemente sea bueno notar que, aunque los grandes escolásticos rechazaron muchas de sus opiniones teológicas (la lista aparece en el apéndice de la edición Migne, Paris, 1841), esta definición y enumeración fue inmediata y universalmente aceptada, lo que constituye prueba positiva de que él no introdujo una nueva doctrina, sino que simplemente expresó en una fórmula conveniente y precisa lo que siempre había sido defendido en la Iglesia. Del mismo modo como muchas doctrinas fueron aceptadas por la fe, pero no siempre expresadas apropiadamente, hasta que la condenación de alguna herejía o el desarrollo de algún conocimiento religioso exigía una fórmula precisa y clara, así también los sacramentos fueron aceptados y utilizados por la Iglesia durante siglos antes que la filosofía aristotélica, aplicada a la explicación sistemática de la doctrina cristiana, proveyera la definición certera y la enumeración de Pedro Lombardo. Los primeros cristianos estaban más interesados en el uso de los ritos sagrados que en las fórmulas científicas, tal como el piadoso autor de la «Imitación de Cristo», quien escribió: «Yo prefiero sentir la compunción que saber su definición» (I,i).

Se requirió de tiempo, no para que se desarrollaran los sacramentos- excepto en aquellas cosas en las que la Iglesia determinó lo que Jesucristo había dejado bajo su control- sino para el crecimiento y conocimiento de los sacramentos. Durante siglos a todo signo de algo sagrado se le llamó sacramento y su enumeración fue algo arbitraria. Nuestros siete sacramentos están todos mencionados en las Sagradas Escrituras y los encontramos a todos mencionados aquí y allá por los Padres (ver TEOLOGÍA, y los artículos referentes a cada sacramento). Después del siglo noveno los escritores comenzaron a señalar una distinción entre los sacramentos en sentido general y sacramentos en sentido apropiado. El desafortunado Abelardo («Intro. ad Theol.», I, i, y en el «Sic et Non») y Hugo de San Víctor (De sacr., I, part 9, cap. viii; cf. Pourrat, op.cit., pp.34, 35) prepararon el camino a Pedro Lombardo, quien propuso la fórmula precisa que fue aceptada por la Iglesia. De entonces hasta la época de la así llamada Reforma, la Iglesia Oriental se unió a la Iglesia Latina al afirmar que por sacramentos nosotros entendemos signos sagrados eficaces, i.e., ceremonias que por la sabiduría divina significan, contiene y confieren la gracia, y que son siete en número. En la historia de las conferencias y los concilios celebrados para lograr la reunión de los griegos con la Iglesia Latina no se encuentra ningún registro de alguna objeción levantada en contra de la doctrina de los siete sacramentos. Todo lo contrario, cerca del año 1576, cuando los reformadores de Wittenberg, ansiosos de hacer caer a las iglesias orientales en sus errores, enviaron una traducción griega de la Confesión de Augsburgo a Jeremías, Patriarca de Constantinopla. El contestó: «Los misterios recibidos en esta misma Iglesia Católica de los cristianos ortodoxos, y las ceremonias sagradas, son siete en número- sólo siete y no más» (Pourrat, op.cit., p.289) . El consenso de las iglesias oriental y latina en este asunto queda claro en las obras de Arcadio, «De con. ecc. occident. et orient. in sept. sacr. administr.» (1619); de Goar (q.v.), «Euchologion»; de Martene (q.v.), «De antiquis ecclesiae ritibus»; de Renaudot, «Perpetuite de la foi sur sacrements» (1711), y este acuerdo de las dos iglesias provee a los escritores recientes (episcopales) de un argumento muy fuerte para apoyar su llamado a aceptar los siete sacramentos.

(2) Errores protestantes

Los errores capitales de Lutero, o sea, la interpretación privada de las escrituras y la justificación por la sola fe, le llevaron lógicamente al rechazo de la doctrina católica sobre los sacramentos. (vea LUTERO, GRACIA). El los hubiera desechado todos con gusto, pero las palabras de la escritura fueron demasiado convincentes y las Confesiones de Augsburgo mantuvieron tres que «tenían el mandato de Dios y la promesa de la gracia del Nuevo Testamento». Estos tres, el Bautismo, la Cena del Señor y la Penitencia, fueron admitidos por Lutero y también por Cranmer en su «Catecismo» (vea Dix, «op.cit.», p. 79). Enrique VIII protestó contra las innovaciones de Lutero y recibió el título de «Defensor de la fe» como recompensa por la publicación de su «Assertio septem sacramentorum» (reeditado por el P. Louis O’Donovan, New York, 1908). Los seguidores de los principios de Lutero sobrepasaron a su líder en su oposición a los sacramentos. Una vez que aceptaron que éstos meramente son «signos y testimonios de la buena voluntad de Dios hacia nosotros», se desvaneció cualquier motivo para reverenciarlos. Algunos rechazaron todos los sacramentos, ya que la buena voluntad de Dios podía manifestarse sin esos signos externos. La confesión (Penitencia) no tardó en ser sacada también de la lista de los sacramentos aceptados. Los anabautistas rechazaron el Bautismo de infantes ya que la ceremonia no podía encender la fe en los niños. En general, los protestantes mantuvieron dos sacramentos: el Bautismo y la Cena del Señor, aunque ésta quedó después reducida a un simple servicio conmemorativo al ser negada la presencia real. En seguida del primer fervor destructivo se dio una reacción. Los luteranos mantuvieron la ceremonia de Confirmación y ordenación, Cranmer mantuvo tres sacramentos, aunque encontramos en la Confesión de Westminster: «Hay dos sacramentos ordenados por Cristo Nuestro Señor en el Evangelio, a saber, el Bautismo y la Cena del Señor. Los otros cinco comúnmente llamados sacramentos, a saber, Confirmación, Penitencia, Ordenes, Matrimonio, y Extremaunción, no deben ser contados como sacramentos del Evangelio, nacidos como son, en parte, del seguimiento corrupto de los Apóstoles, en parte como estados de vida permitidos en las escrituras, que sin embargo no tienen la misma naturaleza de los sacramentos como el Bautismo y la Cena del Señor, dado que no son señales visibles o ceremonias ordenadas por Dios» (art.XXV). Los teólogos de Wittenberg, a modo de negociación, habían mostrado algunas señales de querer hacer tal distinción, en la segunda carta al Patriarca de Constantinopla, pero los griegos no quisieron aceptarlo. (Pourrat, loc.cit., 290).

Por más de dos siglos la Iglesia de Inglaterra teóricamente reconoció sólo dos «sacramentos del Evangelio», empero permitió o toleró, otros cinco ritos. En la práctica, estos cinco «sacramentos menores» fueron desdeñados, especialmente la Penitencia y la Extremaunción. Los anglicanos del siglo XIX hubieran gustosamente alterado o abrogado el artículo veinticinco. Existía un fuerte deseo, que databa principalmente del movimiento tractario y de los días de Pusey, Newman, Lyddon, etc., para reintroducir todos los sacramentos. Muchos episcopalianos y anglicanos hoy día hacen esfuerzos heroicos para mostrar que el artículo veinticinco repudiaba los sacramentos menores solamente en cuanto «habían nacido del corrupto seguimiento de los Apóstoles y eran administrados ‘more romamensium’, al modo romano. De ese modo, Morgan Dix recordó a sus contemporáneos que el primer libro de Eduardo VI permitía «confesión auricular y secreta al sacerdote», quien podía dar absolución y «consejo espiritual y confortar», pero no hizo tal práctica obligatoria. Por lo tanto, el sacramento de la absolución no debe «ser impuesto sobre la conciencia de los hombres como si fuese necesario para la salvación» (op.cit., p.99, 101, 102, 103). Él cita autoridades que afirman que «uno no puede dudar que el uso sacramental de ungir a los enfermos ha existido desde el principio», y añade, «No faltan quienes, entre los obispos de la Iglesia Americana, están de acuerdo en lamentar la pérdida de esta primitiva ordenanza y en predecir su restauración entre nosotros en un tiempo más propicio» (ibid., p.105). En una convención episcopaliana que tuvo lugar en Cincinnati en 1910, se trabajó infructuosamente para obtener el permiso de practicar la unción de los enfermos. Párrocos y vicarios de la Iglesia Alta, especialmente en Inglaterra, entran en frecuente conflicto con sus obispos porque aquellos utilizan los ritos antiguos. Añadamos a ello la aseveración hecha por Mortimer (op.cit., I, 122) de que todos los sacramentos producen la gracia ex opere operato y podremos ver que los anglicanos «avanzados» están volviendo a la doctrina y a las prácticas de la Antigua Iglesia. Deben ser ellos quienes solucionen el problema de si su posición puede reconciliarse con el artículo veinticinco, y en qué medida. De seguro que sus vacilaciones en busca de la verdad prueban la necesidad de tener en la Tierra un intérprete infalible de la Palabra de Dios.

Division y comparación de los Sacramentos

(a) Todos los sacramentos fueron instituidos para el bien espiritual de quienes los reciben. Sin embargo, cinco de ellos, a saber, Bautismo, Confirmación, Penitencia, Eucaristía y Extrema unción, benefician primariamente a la persona en su carácter privado, mientras que los otros dos, las Órdenes y el Matrimonio, afectan primariamente al hombre como ser social, y lo santifican para el cumplimiento de sus obligaciones hacia la Iglesia y hacia la sociedad. Por el Bautismo nosotros nacemos de nuevo; la Confirmación nos hace cristianos fuertes y perfectos; soldados. La Eucaristía nos provee de nuestra diaria comida espiritual. La Penitencia sana nuestra alma herida por el pecado. La Extremaunción quita los últimos restos de la fragilidad humana y prepara nuestra alma para la vida eterna. Las Órdenes proveen los ministros de la Iglesia. El Matrimonio da la gracia necesaria a aquellos que deben educar hijos en el amor y temor de Dios, como miembros de la Iglesia militante y futuros ciudadanos del Cielo. Esta es la explicación de Santo Tomás acerca de la pertinencia del número siete (III:55:1). Él transmite otras explicaciones aportadas por los escolásticos, pero no se ata a ninguna de ellas. De hecho, la única razón suficiente de la existencia de los siete sacramentos es la voluntad de Cristo. No hay más. Son siete sacramentos porque Él instituyó siete. Las explicaciones y adaptaciones de los teólogos únicamente sirven para motivar nuestra admiración y gratitud a base de mostrarnos cuán sabia y beneficiosamente Dios proveyó a nuestras necesidades espirituales en estos siete signos eficaces de la gracia.

(b) El Bautismo y la Penitencia son llamados «sacramentos de muertos» porque dan vida, a quien estaba muerto a causa del pecado original o actual, a través de la gracia santificante que, en ese caso, se llama «gracia primera». Los otros cinco son «sacramentos de vivos» porque su recepción exige que quien los reciba esté, al menos ordinariamente, en estado de gracia y, entonces, se dice que otorgan «gracia segunda», o sea un aumento de la gracia santificante (q.v.). No obstante, ya que, cuando no hay obstáculo en quien los recibe, los sacramentos siempre otorgan alguna gracia, puede suceder en algunos casos explicados por los teólogos que una «gracia segunda» se concede también a través de los sacramentos de muertos, e.g., cuando la persona sólo tiene pecados veniales que confesar, recibe la absolución y la «gracia primera» es otorgada por un sacramento de vivos (vea ST III:72:7 ad 2; III:79:3). En lo que respecta a la Extremaunción, Santiago explicitamente afirma que quien la recibe puede quedar libre de sus pecados: «Si está en pecado, le será perdonado» (Santiago, v. 15).

• Comparación en dignidad y necesidad. El Concilio de Trento declaró que los sacramentos no tienen igual dignidad. Igualmente, que ninguno es superfluo aunque no todos son necesarios para todos (Sess. VII, can.3, 4). La Eucaristía es el primero en dignidad pues contiene a Cristo en persona, mientras que en el caso de los demás la gracia es otorgada por una virtud instrumental derivada de Cristo (ST III:56:3). A esto, Santo Tomás añade otra razón, a saber, que la Eucaristía es el fin al que todos los demás sacramentos tienden, un centro alrededor del cual giran todos los otros (ST III:56:3). El Bautismo es siempre el primero en necesidad; las Órdenes Sagradas siguen a la Eucaristía en orden de dignidad, estando la Confirmación en medio de esos dos. La Penitencia y la Extremaunción no pueden ser el primer lugar porque presuponen nuestros defectos (pecados). De estos dos, la Penitencia es el primero en necesidad. La Extremaunción completa el trabajo de la Penitencia y prepara las almas para el cielo. El Matrimonio no tiene una función social tan importante como las Órdenes Sagradas (ST III:56:3, ad 1). Si se considera solamente la necesidad- excluyendo a la Eucaristía que es nuestro pan de cada día y el regalo más sublime de Dios- sólo tres son estrictamente necesarios: el Bautismo, para todos; la Penitencia, para aquellos que hayan caído en pecado mortal después del Bautismo; y las Sagradas Órdenes para la Iglesia. Los demás no son tan estrictamente necesarios. La Confirmación completa la tarea del Bautismo; la Extremaunción completa la de la Penitencia; el Matrimonio santifica la procreación y educación de los hijos, que no son tan importantes ni tan necesarias como la santificación de los ministros de la Iglesia (ST III:56:3, ad 4).

(c) Los episcopalianos y anglicanos distinguen dos sacramentos mayores y cinco sacramentos menores porque estos últimos «no tienen ningún signo visible o ceremonia ordenada por Dios» (art. XXXV). En tal caso, deben clasificarse entre los sacramentales , ya que sólo Dios puede ser el autor de los sacramentos. (vea arriba, número III). En este punto, el lenguaje del artículo veinticinco («comúnmente llamados sacramentos») es más lógico y sencillo que la terminología de autores anglicanos recientes. El catecismo anglicano llama a los sacramentos del Bautismo y la Eucaristía «generalmente (i.e. universalmente) necesarios para la salvación». Mortimer hace notar con toda razón que esa expresión no es «enteramente acertada», puesto que la Eucaristía no es generalmente necesaria para la salvación del mismo modo que lo es el Bautismo (op.cit., I, 127). Añade él mismo que los otros cinco están en una clase inferior porque «no son necesarios para la salvación del mismo modo que los otros dos sacramentos, ya que no son necesarios para todos» (loc.cit., 128). Esta interpretación es verdaderamente extraordinaria. Sin embargo, debemos estar agradecidos ya que es mucho más respetuosa que decir que esos cinco son tales «porque han nacido parcialmente del seguimiento corrupto de los apóstoles, parcialmente son estados de vida permitidos por la Escritura» (art. XXV). Toda confusión e incertidumbre se evitarán si se acepta la declaración del Concilio de Trento (vea arriba).

Efectos de los Sacramentos

Doctrina Católica

(a) El principal efecto de los sacramentos es una gracia doble: (1) la gracia del sacramento o «gracia primera», producida por los sacramentos de muertos, y la «gracia segunda» producida por los sacramentos de vivos (supra, IV, 3, b); (2) La gracia sacramental, i.e., la gracia especial necesaria para alcanzar el fin de cada sacramento. Muy probablemente dicha gracia no es un don habitual, sino una fuerza o eficacia especial contenida en la gracia santificante otorgada, que incluye, de parte de Dios, una promesa, y de parte del hombre, un derecho permanente a ser asistido convenientemente para actuar de acuerdo con las obligaciones contraídas, e.g., vivir como buen cristiano, buen sacerdote, buen esposo o esposa. (cf. ST III:62:2).

(b) Tres sacramentos: el Bautismo, la Confirmación y el Orden Sagrado, producen en el alma, además de la gracia, un carácter, i.e., una señal espiritual indeleble por la que algunos son consagrados como servidores de Dios, algunos como soldados, algunos como ministros. Dado que se trata de una marca indeleble, los sacramentos que imprimen carácter no pueden ser recibidos más de una vez (Conc. Trid., sess. VII, can.9; vea CARACTER).

En qué forma producen la gracia los sacramentos: controversia teológica

Pocas cuestiones han sido tan discutidas como esta relativa a la manera como los sacramentos causan la gracia (ST IV, Sent., d.1, Q.4, a.1.).

a) Todos admiten que los sacramentos de la Nueva Ley producen la gracia ex opere operato y no ex opere operantis (vea arriba, II, 2, 3). (b) Todos admiten que únicamente Dios puede ser la causa principal de la gracia (vea arriba 3, 1).

(b) Todos admiten que Cristo, en cuanto hombre, tuvo una fuerza especial sobre los sacramentos (vea arriba 3, 2). (d)Todos admiten que los sacramentos son, en cierto modo, las causas instrumentales ya de la gracia misma, ya de algo más que sería «un título exigente de la gracia» (infra e). La causa principal es la que produce un efecto gracias a un poder que posee por su propia naturaleza o por una facultad inherente. Una causa instrumental produce un efecto, no por su propio poder, sino por un poder que recibe de la causa principal. Cuando un carpintero hace una mesa, él es la causa principal; sus utensilios son las causas instrumentales. Solamente Dios puede producir la gracia como causa principal; los sacramentos no pueden ser más que sus instrumentos «ya que son aplicados a los hombres por la divina providencia para producir gracia en ellos» (ST III:62:1). Ningún teólogo podría hoy defender el ocasionalismo (vea CAUSA) i.e., el sistema que enseñó que los sacramentos producían la gracia por una cierta clase de concomitancia, sin ser causas reales sino causae sine quibus non: Su recepción era meramente la ocasión de otorgar la gracia. Tal opinión, según Pourrat (op.cit., 167), fue defendida por San Buenaventura, Duns Scoto, Durando, Ockam y los nominalistas, y «disfrutó de un éxito verdadero hasta el tiempo del Concilio de Trento, cuando se transformó en el sistema moderno de causalidad moral». Santo Tomás (III:62:1, III:62:4), los «Quodlibeta», 12, a, 14) y otros la rechazaron basados en que eso reducía los sacramentos a la condicón de simples signos.

(c) El siguiente paso en la solución del problema fue la introducción del sistema de la causalidad instrumental dispositiva, explicada por Alejandro de Hales (Summa theol., IV, Q. v, membr. 4), adoptada y perfeccionada por Santo Tomás (IV Sent., d. 1, Q. i, a. 4), defendida por muchos teólogos hasta el siglo XVI, y revivida después por el Padre Billot, S.J. («De eccl. sacram.», I, Roma, 1900). Según esta teoría, los sacramentos no producen la gracia en si misma eficiente e inmediatamente, sino que ex opere operato e instrumentalmente producen algo- el carácter (en algunos casos) o un cierto adorno o forma espiritual- que se convertirá en «disposición» abilitando al alma para la gracia («dispositio exigitiva gratiae»; «titulus exigitivus gratiae», Billot, loc.cit.). Hay que reconocer que esta teoría es muy conveniente para explicar la «reviviscencia» de los sacramentos (infra, VII, c). Contra ella se levantan las siguientes objeciones:
– Poco se ha oído de tal sistema desde el Concilio de Trento a fechas recientes.
– El «ornamento» o «disposición»que abilita al alma no queda bien explicado. No es útil.
– Ya que tal «disposición» debe ser algo espiritual y de orden sobrenatural, de modo que puede ser causado por los sacramentos, ¿porqué entonces no pueden ellos causar la gracia misma?
– En su «Summa theologica» Santo Tomás no menciona esta causalidad dispositiva, de donde podemos razonablemente concluir que él la abandonó.

(d) Desde el tiempo del Concilio de Trento los teólogos casi unánimemente han enseñado que los sacramentos son causa instrumental eficiente de la gracia. La definición dada por el Concilio de Trento de que los sacramentos «contienen la gracia que significan»; que «confieren la gracia ex opere operato» (Sess. VII, can.6, 8), parecería justificar su aseveración, que no fue puesta en duda hasta recientemente. Sin embargo, no ha finalizado aún la controversia. ¿Cuál es la naturaleza de esa causalidad? ¿Pertenece al orden físico o al moral? Una causa física produce su efecto real e inmediatamente, ya como agente principal, ya como instrumento, como cuando un escultor utiliza un cincel para labrar una estatua. Una causa moral es la que mueve a una causa física para actuar. También puede ser principal o instrumental, e.g., un obispo que personalmente suplica y logra la libertad de un prisionero es una causa moral principal; una carta enviada por él sería una causa moral instrumental de la libertad obtenida. Las expresiones que utiliza Santo Tomás parecen indicar claramente que los sacramentos actúan según el modo de las causas físicas. Él dice que existe en los sacramentos una virtud productora de gracia (III:62:4) y a quien objeta la atribución de tal virtud a un instrumento corpóreo responde afirmando simplemente que tal fuerza no es inherente a ellos permanentemente, sino sólo mientras sirven como instrumentos en las manos de Dios (loc.cit., ad 2um et 3 um). Cayetano, Suárez, y un ejército de otros grandes teólogos defienden este sistema, generalmente llamado tomista. El lenguaje de las Escrituras, las expresiones de los Padres, los decretos de los concilios, dicen ellos, son tan claros que nada, excepto una imposibilidad, podría justificar la negación de esta dignidad a los sacramentos de la Nueva Ley. Hay muchos hechos que deben ser admitidos sin que podamos explicarlos totalmente. El cuerpo humano actúa en su alma espiritual; el fuego actúa, de algún modo, en las almas y en los ángeles. Cayetan hace notar (In III, Q.lxii) que las cuerdas del arpa, si las toca una mano poco diestra, producen sólo sonidos; tocadas por las manos de un músico diestro producen hermosas melodías. ¿Porqué no pueden los sacramentos, como instrumentos en las manos de Dios, producir la gracia?Muchos teólogos serios no quedaron convencidos por estos argumentos y otra escuela, impropiamente llamada escotista, encabezada por Melchor Cano, De Lugo y Vázquez, y que luego incluyó a Henno, Tournely, Franzelin, y otros, adoptó el sistema de la causalidad moral instrumental. La causa moral principal de la gracia es la pasión de Cristo. Los sacramentos son instrumentos que mueven efectiva e infaliblemente a Dios para que dé su gracia a quienes los reciben con las disposiciones apropiadas. Dice Melchor Cano que eso sucede porque «el precio de la sangre de Jesucristo les es comunicada» (vea Pourrat, op. cit., 192, 193). Este sistema fue posteriormente desarrollado por Franzelin, quien vió los sacramentos como si fueran moralmente un acto de Cristo (loc.cit., p.194). Los tomistas y Suárez presentan las siguientes objeciones:

– Según esta explicación, dado que los sacramentos (i.e. los ritos externos) no tienen valor intrínseco, no pueden ejercer ninguna causalidad genuina. No causan realmente la gracia; sólo Dios la causa. Los sacramentos no operan para producirla; son sólo signos u ocasiones de otorgarla.

– Los Padres vieron algo misterioso e inexplicable en los sacramentos. En este sistema, las maravillas dejan de existir, o por lo menos quedan tan reducidas que las expresiones de los Padres se ven fuera de lugar.

– Esta teoría no distingue claramente entre los sacramentos del Evangelio y los de la antigua ley. No obstante, ya que evita ciertas vaguedades y dificultades de la teoría de la causalidad física, el sistema de la causalidad moral ha encontrado muchos defensores y hoy día, si consideramos los números, tiene de su parte la autoridad.
Recientemente esos dos sistemas han sido vigorosamente atacados por el Padre Billot (op.cit., 107 sq.), quien propone una nueva explicación. Él revive la nueva teoría de que lo que los sacramentos producen inmediatamente no es la gracia, sino una disposición o título a la gracia (arriba e). Tal disposición no es producida por los sacramentos ni física ni moralmente sino imperativamente. Los sacramentos son signos prácticos de un orden intencional: manifiestan la voluntad de Dios de otorgar beneficios espirituales. Esta manifestación de la intención divina es un título que exige la gracia (op.cit., 59 sq., 123 sq.; Pourrat, op.cit., 194; Cronin en reseñas, sup. cit.). El Padre Billot defiende sus opiniones con una profundidad notable. Quienes patrocinan la causalidad física agradecen su ataque a la causalidad moral, pero ponen objeciones a la nueva explicación de la causalidad imperativa o intencional, porque como distinta de la acción de los signos, de los instrumentos y de las ocasiones morales, (a) es difícil de entender y (b) no hace a los sacramentos (i.e., ceremonias determinadas por Dios) la causa real de la gracia. Los teólogos son totalmente libres de discutir y diferir respecto a la forma de la causalidad instrumental. Lis est adhuc sub judice.

Ministro de los Sacramentos

(1) Hombres, no ángeles

Es totalmente congruente que la administración de los sacramentos no haya sido confiada a los ángeles sino a los hombres. La eficacia de los sacramentos viene de la Pasión de Cristo, o sea, de Cristo en cuanto hombre. No son los ángeles, sino los hombres, quienes son parecidos a Cristo en su naturaleza humana. Dios, sin embargo, puede, por un milagro, enviar a un ángel para que administre un sacramento. (ST III:64:7).

(2) Requerimientos para la ordenación de los ministros de cada sacramento

Para la administración válida del Bautismo no se requiere una ordenación especial. Cualquier persona, incluso un pagano, puede bautizar, con tal que use la materia apropiada y pronuncie las palabras de la forma esencial, con la intención de hacer lo que hace la Iglesia (Decr. pro Armen., Denzinger-Bannwart, 696). Pero el Bautismo solemne solamente puede ser administrado por los obispos, presbíteros y, e algunas ocasiones, diáconos (vea bautismo). Hoy día se sostiene como algo cierto que en el Matrimonio los ministros del sacramento son los contrayentes, porque ellos son quienes hacen el contrato y el sacramento es un contrato elevado por Cristo a la dignidad de sacramento (cf. Leo XIII, Encycl. «Arcanum», 10 Febr., 1880; vea MATRIMONIO). Para la validez de los otros cinco sacramentos el ministro debe ser debidamente ordenado. El Concilio de Trento anatematizó a aquellos que dicen que cualquier cristiano debería poder administrar todos los sacramentos (Sess. VII, can.10). Únicamente los obispos pueden conferir las Órdenes Sagradas (Concilio de Trento, ses. XXIII, can.7). Ordinariamente sólo el obispo puede conferir la Confirmación (vea CONFIRMACION). El Orden Sacerdotal es requerido para la válida administración de la Penitencia y de la Extremaunción (Conc. Trid., sess. XIV, can.10, can.4). En cuanto a la Eucaristía, únicamente aquellos que cuentan con el Orden Sacerdotal pueden consagrar, i.e., transformar el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Presupuesta la consagración, quienquiera puede distribuir las especies eucarísticas, pero, excepto por circunstancias muy extraordinarias, ello sólo puede ser legalmente hecho por los obispos, sacerdotes y (en algunos casos) los diáconos.

(3) Ministros heréticos o cismáticos

A la Iglesia de Cristo se le ha confiado el cuidado de todos los ritos sagrados. Los ministros heréticos o cismáticos pueden administrar válidamente los sacramentos si es que han sido válidamente ordenados, aunque su administración se considera pecaminosa (Vea Billot, op.cit., tesis 16). La buena fe excusaría de pecado a quienes reciban un sacramento de tales ministros, y en casos de necesidad la Iglesia concede jurisdicción necesaria para la Penitencia y la Extremaunción (vea EXCOMUNIÓN: EFECTOS DE LA EXCOMUNIÓN).

(4) Estado del alma del ministro

La reverencia debida a los sacramentos requiere que el ministro esté en estado de gracia. Un ministro que, estando en pecado mortal, administra solemne y oficialmente un sacramento, se hace culpable de sacrilegio (cf. ST III:64:6). Algunos opinan que tal sacrilegio se comete aún cuando el ministro no actúa oficialmente ni confiere el sacramento solemnemente. Pero a partir de la controversia entre San Agustín y los donatistas en el siglo cuarto, y especialmente por la controversia entre San Esteban y San Cipriano (q.v.) en el siglo tercero, sabemos que la santidad o el estado de gracia en el ministro no es prerequisito para la administración válida de un sacramento. Esto ha sido definido solemnemente en varios concilios generales, incluyendo el de Trento (Sess VII, can.12, ibid., de bapt., can.4). La razón estriba en que los sacramentos reciben su eficacia de su institución divina y por los méritos de Cristo. Un ministro indigno que confiere válidamente los sacramentos, no puede impedir la eficacia de los signos ordenados por Cristo para que produjeran la gracia ex opere operato (cf. Santo Tomás, III:64:5, III:64:9). El conocimiento de esta verdad, que sigue naturalmente al concepto auténtico del sacramento, da tranquilidad a los fieles, y debería incrementar, más que disminuir, su reverencia hacia esos ritos sagrados y su confianza en su eficacia. Nadie puede dar, en nombre propio, aquello que no posee. Pero un cajero de banco, que no tiene a su nombre ni una cuenta con valor de 2,000 dólares, puede escribir un cheque con valor de 200,000 dólares en razón de la riqueza del banco al que él representa autorizadamente. Cristo dejó a su Iglesia un vasto tesoro adquirido por sus méritos y sufrimientos. Los sacramentos son las credenciales que garantizan a sus poseedores a participar de ese tesoro. Los anglicanos han mantenido la verdadera doctrina a este respecto, según se prueba claramente en el artículo XXVI de la Confesión de Westminster: «A pesar de que en la iglesia visible a veces se mezcla el mal con el bien, y de que a veces el mal tiene la autoridad máxima en la administración de la Palabra y de los Sacramentos, sin embargo, en cuanto no lo hacen en nombre propio, sino en el de Cristo, y administran por mandato y autoridad suyos, podemos utilizar su ministerio para escuchar la Palabra y recibir los Sacramentos. Ni el efecto ordenado por Cristo es anulado por su maldad, ni la gracia de los dones de Dios, administrada en ellos por la fe, apropiadamente. Ella es efectiva a causa de la institución y promesa de Cristo, aunque sea administrada por hombres malos» (cf. Billuart, de sacram., d.5, a.3, sol.obj.)

(5) Intención del ministro

(a) Para ser ministro de los sacramentos con y bajo Cristo, el hombre debe actuar como hombre, i.e., un ser racional. De ahí que es absolutamente necesario que tenga la intención de hacer lo que la Iglesia hace. Esto fue declarado por Eugenio IV en 1439 (Denzinger-Bannwart, 695) y fue solemnemente definido en el Concilio de Trento (Sess.VII, can.II). El anatema de Trento estaba dirigido a las innovaciones del siglo XVI. De su error fundamental de que los sacramentos son signos de fe, o signos que motivan la fe, se seguía lógicamente que su efecto no depende de nada de la intención del ministro. Los hombres deben ser «ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (I Cor., iv, 1). No pueden ser tales si no tienen esa intención, pues es precisamente por la intención, como afirma Santo Tomás (III:64:8, ad 1) que el hombre se sujeta y se une a al agente principal (Cristo). Más aún, al pronunciar racionalmente las palabras de la forma, el ministro debe determinar lo que no queda suficientemente determinado o expresado en la materia que se aplica, e.g., el significado de derramar agua sobre la cabeza del niño (ST III:64:8). Una persona demente, ebria, dormida o en un estado de estupor que le impida actuar racionalmente, o alguien que desarrolla la ceremonia para burlarse, imitar, o como parte de una obra teatral, no actúa como ministro racional y por ello no puede administrar un sacramento.

(b) El objeto necesario y las cualidades de la atención exigidas al ministro de los sacramentos se explican en el artículo INTENCIÓN. Pourrat (op.cit., cap.7) da una relación de todas las controversias surgidas a este respecto. A pesar de se diga especulativamente acerca de la opinión de Ambrosio Caterino (vea LANCELOT) quien defendió la suficiencia de la intención exterior del ministro, ésta no puede ser llevada a la práctica, dado que fuera de casos de necesidad, cuando se trata de algo requerido para la validez de un sacramento, nadie sigue una opinión probable frente a una que es más segura. (Innoc. XI, 1679; Denzinger-Bannwart, 1151).

(6) La atención del ministro

La atención es un acto del intelecto, o sea, de la aplicación de la mente a aquello que se hace. Una distracción voluntaria de parte de quien administra un sacramento podría ser pecaminosa. No sería, claro, un pecado grave sino cuando (a) hubiera peligro de cometer errores serios, o (b) según la opinión común, cuando la distracción fuera aceptada durante la consagración de las especies eucarísticas. La atención de parte del ministro no es necesaria para la administración válida de un sacramento, pues en virtud de la intención, que se presupone, él puede actuar racionalmente a pesar de la distracción.

El recipiente de los Sacramentos

Cuando se han cumplido todas las condiciones requeridas por la ley divina y eclesiástica, entonces se recibe el sacramento válida y legalmente. Si, en lo que toca al ministro, a la forma y materia, y al recipiente, se observan todas las condiciones requeridas para el rito esencial, pero deja de cumplirse una condición no esencial de parte de quien recibe el sacramento, el sacramento se recibe válida pero ilícitamente. Si la condición que se ignoró voluntariamente es grave, entonces la ceremonia no produce la gracia. Por ejemplo, si personas bautizadas contraen matrimonio en estado de pecado mortal, quedarían válidamente (i.e., realmente) casadas, pero no recibirían la gracia santificante.

(1) Condiciones para la recepción válida

(a) La previa recepción del Bautismo (por agua) es una condición esencial para la recepción válida de cualquier otro sacramento. Solamente los ciudadanos y miembros de la Iglesia pueden ponerse bajo su influencia. El Bautismo es la puerta a través de la cual entramos en la Iglesia y nos convertimos por ello en miembros de un cuerpo místico unido a Cristo, nuestra cabeza. (Catech. Trid., de bapt., nn.5, 52).

(b) En el caso de los adultos, para recibir válidamente cualquier sacramento, excepto la Eucaristía, es necesario que tengan la intención de recibirlo. Los sacramentos confieren gracia e imponen obligaciones. Cristo no desea imponer esas obligaciones sin el consentimiento de los hombres. La Eucaristía es una excepción porque, sin importar el estado en que se encuentre quien la recibe, siempre es el Cuerpo y la sangre de Cristo. (vea INTENCION; cf. Pourrat, op.cit., 392).

(c) Respecto a la atención, vease arriba, VI, 6. A través de la intención la persona se somete a la operación de los sacramentos, los cuales producen su efecto ex opere operato, y ello hace que la atención no sea necesaria para la válida recepción de los sacramentos. Alguien que esté distraído, incluso voluntariamente, durante la celebración de, digamos, el bautismo, recibiría válidamente el sacramento. Debe notarse, empero, que en el caso del Matrimonio los contrayentes son tanto ministros como recipientes del sacramento. Y en el sacramento de la Penitencia, los actos del penitente: contrición, confesión y voluntad de aceptar una penitencia en satisfacción, constituyen la materia próxima de los sacramentos, según la opinión más común. En esos casos se requiere tanta atención como sea necesaria para la válida aplicación de la materia y la forma.

(2) Condiciones para la recepción lícita

(a) Para la recepción lícita en los adultos, además de la intención y la atención, se requiere:
– Para los sacramentos de muertos: atrición sobrenatural, la cual presupone actos de fe, de esperanza y arrepentimiento (vea ATRICIÓN y JUSTIFICACIÓN);
– Para los sacramentos de vivos: el estado de gracia. Sería un sacrilegio recibir un sacramento de vivos sabiendo que uno se encuentra en estado de pecado mortal.

(b) Para la recepción lícita también se requiere que se observe todo lo que está prescrito en la ley divina o eclesiástica, e.g., en lo tocante al tiempo, lugar, ministro, etc. Puesto que la Iglesia es la única que tiene a su cargo los sacramentos y solamente los ministros debidamente elegidos tienen el derecho de administrarlos, excepto algunos casos de Bautismo y Matrimonio (supra VI, 2), es ley general que la solicitud de sacramentos se debe hacer a ministros dignos y debidamente nombrados (Para excepciones, vea EXCOMUNION).

(3) Revivicencia de los sacramentos

Los teólogos le han concedido muchísima atención a la revitalización de los efectos que estaban impedidos en el momento en que se recibió un sacramento. Este asunto resurge cada vez que alguien recibe un sacramento válida pero indignamente, i.e., con algún obstáculo que impide la infusión de la gracia divina. El obstáculo (el pecado mortal) es positivo cuando es conocido y voluntario; negativo, cuando es involuntario por causa de la ignorancia o buena fe. De quien así recibe un sacramento, se dice que lo hace fingidamente, o falsamente (ficte), porque por el mismo hecho de recibirlo pretende estar bien dispuesto, y del sacramento se dice que es validum sed informe- válido pero carente de su forma apropiada, i.e., gracia o caridad (vea AMOR). ¿Puede tal persona recuperar o recibir los efectos de los sacramentos? El término revivicencia (reviviscentia) no es usado por Santo Tomás en referencia a los sacramentos. Su uso tampoco es correcto, en sentido estricto, ya que los efectos en cuestión, que fueron impedidos por el obstáculo, no estuvieron «vivos» alguna vez (cf. Billot, op.cit., 98, nota). La expresión que él utiliza (III:69:10), o sea, obtener los efectos una vez que se ha quitado el obstáculo, es más acertada aunque no tan conveniente como el término más nuevo.

(a) Los teólogos mantienen generalmente que la cuestión no se aplica a la Penitencia y a la Santa Eucaristía. Si el penitente no está suficientemente dispuesto a recibir la gracia al momento de confesar sus pecados, el sacramento no se recibe válidamente porque los actos del penitente son parte necesaria de la materia de este sacramento o una condición necesaria para su recepción. Alguien que reciba la Eucaristía indignamente no puede obtener de ella ningún beneficio, excepto, quizás, si se arrepiente de sus pecados y del sacrilegio antes de que las especies sagradas hayan sido destruidas. Otros casos que pueden ocurrir están relacionados con los otros cinco sacramentos.

(b) Es cierto y admitido por todos que, si el bautismo es recibido por un adulto que se encuentra en estado de pecado mortal él puede recibir las gracias del sacramento posteriormente, o sea, cuando se haya quitado el obstáculo a través de la contrición o por el sacramento de la Penitencia. Por un lado, los sacramentos siempre producen la gracia a menos que haya un obstáculo. Por otro lado, esas gracias son necesarias y, sin embargo, los sacramentos no pueden repetirse. Santo Tomás (III:69:10) y los teólogos encuentran una razón especial para otorgar los efectos del Bautismo (cuando la «ficción» ha sido retirada) en el carácter permanente que se imprime por la administración válida del sacramento Razonando analógicamente, ellos mantienen la misma opinión respecto a la Confirmación y las Órdenes Sagradas, haciendo notar, empero, que las gracias que esos sacramentos otorgan no son tan necesarias como las que confiere el Bautismo.

(c) Esta doctrina no se ve tan clara cuando se aplica al Matrimonio y a la Extermaunción. Aunque las gracias que quedan impedidas son muy importantes, si bien no tan estrictamente necesarias, y dado que el Matrimonio no puede ser recibido de nuevo mientras vivan ambos contrayentes, y la Extremaunción no se puede repetir mientras dure el mismo peligro de muerte, los teólogos adoptan como más probable la opinión que sostiene que Dios otorgará las gracias de esos sacramentos una vez que se quite el obstáculo. La «revivicencia» de los efectos de los sacramentos recibidos válidamente pero con un obstáculo a la gracia al momento de su recepción, se presenta como un argumento fuerte contra el sistema de la causalidad física de la gracia (supra, V, 2), especialmente por Billot (op.cit., thesis, VII, 116, 126). Por su propio sistema él reclama el mérito de establecer un modo invariable de causalidad, a saber, que el sacramento válidamente recibido siempre confiere un «título exigente de gracia». Si no existe obstáculo alguno, la gracia es otorgada en ese mismo momento. Si existe obstáculo, el «título» permanece llamando a la gracia que será conferida tan pronto como el obstáculo sea quitado (op.cit., th.VI, VII). Sus oponentes responden a eso diciendo que casos de excepción pueden necesitar métodos excepcionales de causalidad. En el caso de tres sacramentos la revivicencia queda perfectamente explicada por el carácter (cf. ST III:66:1, III:69:9, III:69:10). La doctrina, según se aplica a la Extremaunción y al Matrimonio, no es aún tan clara como para proveer un argumento suficientemente fuerte en pro o en contra de los diversos sistemas. Los esfuerzos futuros de los teólogos podrán desvanecer la obscuridad e incertidumbre que privan hoy día en este interesante capítulo.

Fuente: Kennedy, Daniel. «Sacraments.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/13295a.htm

Traducido por Javier Algara Cossío

Imagenes: José Gálvez Krüger, Schola Sainte Cécile [1]

Fuente: Enciclopedia Católica