SACERDOCIO

v. Ministerio
Num 18:7 tú y tus hijos .. guardaréis vuestro s
Num 25:13 y tendrá él .. el pacto del s perpetuo
Hos 4:6 te echaré del s; y porque olvidaste la ley
Luk 1:8 ejerciendo Zacarías el s delante de Dios
Heb 7:11 si, pues, la perfección fuera por el s
Heb 7:24 éste .. para siempre, tiene un s inmutable
1Pe 2:9 mas vosotros sois linaje .. real s, nación


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Labor, función, estado o dignidad que tiene que ver con lo sagrado: lo divino, lo espiritual, lo sobrenatural. El sacerdocio se ejerce en cuanto el sujeto realiza tareas vinculadas a lo divino (plegaria, sacrificio, predicación) y la comunidad asume o acepta semejantes actitud y acción. (Ver Orden Sacerdotal 1.2)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Función cultual-sacrificial

El «sacerdocio» es una función «sagrada», constante en casi todas las religiones, que tiene como objeto la representación del grupo humano en la relación con Dios. Esta relación se llama «culto» cuando se expresa por medio de acciones encaminadas a reconocer el honor debido a Dios. El sacerdocio es, pues, una «mediación» que se concreta en el culto ritos, oraciones, sacrificio, etc. Ordinariamente se ejerce en un lugar sagrado (templo, santuario).

Principalmente la mediación sacerdotal se ejerce por el sacrificio tributado a Dios, como ofrecimiento de la vida humana por medio de dones de la creación (frutos de la tierra, animales, etc.). La persona que realiza esta función en nombre de toda la comunidad, se llama «sacerdote», como alguien que pertenece a los «sagrado», es decir, al culto y honor tributado a Dios. Esta persona es «llamada» o elegida y tendrá que ejercer su función con las debidas cualidades.

En todo sacerdocio (de la ley natural, del Antiguo y del Nuevo Testamento), se puede distinguir el ser o la unción (consagración), la función o misión y idoneidad o santidad de vida (espiritualidad).

Antiguo y Nuevo Testamento

En el Antiguo Testamento (Antigua Alianza), el sacerdocio y, por tanto, los sacerdotes, estaban relacionados con el culto sacrificial tributado a Dios, principalmente en el Templo. El sacrificio ofrecido recordaba la «Alianza» o pacto de amor entre Dios y su pueblo (Ex 19,6; 24, 4ss). Los miembros de la tribu de Leví­ («levitas») cuidaban de todo lo referente al culto. Dentro de la tribu de Leví­, la familia de Aarón ejercitaba estas funciones en representación del pueblo sacerdotal (Ex 40,12ss). Los sacerdotes eran «ungidos» como consagrados a la función sacerdotal (Ex 29). El sumo sacerdote era ungido en la cabeza. Todo ello preparaba la venida del «ungido» (Cristo o Mesí­as), que serí­a Sacerdote, profeta y rey (cfr. Sal 2,2; Dan 9,25; 1Re 2,10).

En el Nuevo Testamento, es Cristo, el ungido por el Espí­ritu Santo (cfr. Lc 4,18), quien ofrece en sacrificio su propia vida (cfr. Jn 10,15-18) por la redención o liberación de todos (Mc 10,45). Esta realidad de Cristo, desde el momento de su concepción en el seno de Marí­a (cfr. Heb 10,5-7) es, al mismo tiempo, sacerdocio y sacrificio, profetismo y misión, realeza y pastoreo. El es «el único Mediador» (1Tim 2,5), centro de la creación (cfr. Jn 1,3; Ef 1,10; Col 1,16), que llegará a la glorificación por medio de su «humillación» en el sacrificio de la cruz (Fil 2,5-11).

Cristo Sacerdote

Esa realidad profunda de Cristo Sacerdote, como ungido y enviado, se ha expresado en los libros sagrados con terminologí­a muy variada Sacerdote y ví­ctima (cfr. Heb), Pastor (Jn 10; 1Pe 5,4; Heb 13,20), Esposo (Mt 9,15), Mediador (Heb 8,6; 9,15), Siervo (Fil 2,7; Mt 20,28; cfr. Is 53), etc. La terminologí­a indica diversas facetas de la realidad sacerdotal de Cristo, en su ser (ungido), en su obrar (enviado), en su estilo de vida (donación y servicio). Su realidad sacerdotal, de mediación profética, sacrificial y real (pastoral), se encuentra en los contenidos de todo el Nuevo Testamento; las palabras «Sacerdote» y «Ví­ctima», quedan explicadas en la carta a los Hebreos, indicando la novedad radical del sacerdocio de Cristo. Han quedado superados los demás sacrificios (Heb 10).

Cristo es el Hijo de Dios hecho hombre, Señor y Salvador único y universal. Es Sacerdote en cuanto Hijo único de Dios hecho hombre (cfr. Heb 6,5-6). Es, pues, el único Sacerdote, de quien participa toda la Iglesia por el sacramento del bautismo (como Pueblo sacerdotal) y, de modo especial, los sacerdotes ministros (por el sacramento del orden).

Referencias Alianza, culto, Eucaristí­a, Jesucristo, sacerdocio común, sacerdocio ministerial, sacerdote diocesano, sacramentos (Orden), sacrificio, sagrado.

Lectura LG 10; PO 1-3; PDV 11-18; CEC 1544-1553.

Bibliografí­a A. BANDERA, El sacerdocio en la iglesia (Villalba, OPE, 1968); P. GRELOT, El ministerio de la Nueva Alianza (Barcelona, Herder, 1969); J. ESQUERDA BIFET, Teologí­a de la espiritualidad sacerdotal ( BAC, Madrid, 1991) II-III; J. LECUYER, El sacerdocio en el misterio de Cristo (Salamanca, Sí­gueme, 1960); A. NAVARRO, La iglesia sacramento de Cristo Sacerdote (Salamanca, Sí­gueme, 1965); C. ROMANIUK, El sacerdocio en el Nuevo Testamento (Santander, Sal Terrae, 1969); A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento (Salamanca, Sí­gueme, 1984).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

1.Antiguo Testamento

(-> Aarón, sacrificios, templo, expiación, chivo). Los sacerdotes son especialistas en la creación de espacios de sacralidad, expertos de la institución religiosa. Hay en ciertas tradiciones del Antiguo Testamento (sobre todo en el Leví­tico) una teologí­a sacerdotal, centrada en la pureza* ritual, que los fariseos del tiempo de Jesús han querido extender a todo el pueblo. Pero en su conjunto la teologí­a del Antiguo Testamento no es sacerdotal, sino moral*, profética y sapiencial, con una fuerte dosis apocalí­ptica*. En el Nuevo Testamento los sacerdotes de Jerusalén, a quienes se les caracteriza como envidiosos*, se muestran contrarios a la pretensión de Jesús y de sus primeros seguidores. Pero el judaismo posterior (de la federación* de sinagogas) ha dejado de ser sacerdotal. También el cristianismo ha dejado de ser sacerdotal, como irán mostrando los esquemas que siguen.

(1) Israel antiguo. Desde tiempos ancestrales, en diversas culturas, surgieron sacerdotes, actuando como intermediarios sagrados: eran hombres (o mujeres) que vinculaban a los hombres con Dios, creadores de santidad ritual, especialistas en sacrificios. Ellos suscitaban y, en algún sentido, controlaban el poder de Dios, evocándole en momentos especiales de fiesta o desgracia, y en lugares adecuados (templos, santuarios) en favor de los hombres. Normalmente, desde el comienzo de los tiempos históricos, los sacerdotes del antiguo Oriente dependí­an de los padres de familia y de los reyes, con quienes estaban en simbiosis; por eso, no solí­a existir un sacerdocio institucional autónomo, pues el mismo patriarca o rey realizaba funciones sagradas. Pero, en un momento dado, al institucionalizarse las funciones sociales, polí­ticas y religiosas aparecieron, tanto en Jerusalén como en otros santuarios de Israel, tribus o grupos sacerdotales (levitas), sin tierras propias, especializados en los sacrificios, de un modo especial los hijos de Aarón. De todas maneras, al principio, ellos no tení­an gran poder, ni formaban una casta superior, pues la vida estaba regulada por normas de alianza social o tribal.

(2) Comunidad del templo. La situación cambió con la restauración. Tras la vuelta del exilio (el 539 a.C.), el judaí­smo se volvió comunidad del templo, teocracia, cuando, tras un tiempo de posible diarquí­a (Zorobabel rey, Josué sacerdote), triunfó y se impuso el Sumo Sacerdote como autoridad máxima, representante de Dios y delegado del Gran Rey Persa. Judea dejó de ser un reino independiente y se concibió como nación gobernada por Dios, bajo el Sumo Sacerdote y su consejo, con el visto bueno del monarca persa (o de los imperios sucesores). Lógicamente, la Ley sacerdotal, expresada de un modo especial en el Leví­tico, pero extendida de algún modo en el conjunto del Pentateuco, presentará al Sacerdote como autoridad social, ceremonial, sacral: una vez por año penetra en el misterio de Dios, en el «Sancta Sanctorum» del templo, intercede por el pueblo y fundamenta el orden cósmico (cf. Lv 16). En tiempo de crisis, los macabeos vincularon reino y sacerdocio. Pero, a partir de la conquista romana (64 a.C.), esas funciones volvieron a escindirse: habrá un Gobernante (rey herodiano vasallo o procurador romano) y un Sacerdote, con autoridad religiosa, aunque no ha sido aceptado por todos los judí­os de tal forma que algunos, como los de Qumrán, esperan la llegada rnesiánica de un nuevo Sacerdote, superior al mismo rey daví­dico. Pues bien, tras la guerra del 67-70 d.C. y la caí­da del templo, llegó el fin y ruina del poder sacerdotal.

(3) Poder sacerdotal. La teocracia. El Deuteronomio contiene ya una ley sacerdotal (cf. Dt 18,1-8), con elementos antiguos (cf. Dt 33,8-11), pero esa ley sólo ha sido fijada y detallada por el Código Sacerdotal, escrito después del exilio, bajo el dominio de los persas; ella ocupa gran parte de los libros actuales de Leví­tico y Números. Nos hallamos ante una comunidad donde el Sumo Sacerdote ha tomado casi todos los poderes sociales y religiosos, apareciendo así­ como cabeza del pueblo. Esa situación se ha mantenido durante el dominio helenista, como lo muestra el libro del Eclesiástico o Ben Sira, escrito en hebreo, entre el 200-180 a.C. y traducido más tarde al griego, en cuya lengua ha sido conservado en el canon de los LXX. Ese libro incluye un largo Himno a los padres o antepasados (Eclo 44-50) donde se exalta la memoria de los grades sacerdotes de Israel: Aarón el fundador (Eclo 44,6-22), Finés el celoso (45,23-26) y Simón, el nuevo sacerdote de tiempos del autor (en torno al 200 a.C.; cf. Eclo 50,1-24), a quien la Misná, Abot 1,2, recuerda como uno de los fundadores de la Gran Sinagoga. Aquí­ recogemos algunos textos que nos sirven para evocar la figura y función del Sumo Sacerdote, tal como aparecí­a simbolizado por Aarón, en los siglos anteriores a Jesús de Nazaret: «Sus ofrendas se queman por completo, dos veces por dí­a sin interrupción. Lc consagró Moisés y le ungió con aceite santo; se le dio una alianza eterna y a sus descendientes para siempre, para servir a Dios como sacerdote, y bendecir en su nombre al pueblo. Lc escogió entre todos, para presentar los frutos del Señor, incienso y aroma, en memorial, para expiar por su pueblo. Lc dio por sus mandatos poder en alianzas de juicios, para enseñar a Jacob los testimonios e iluminar en su ley a Israel… le concedió las primicias de los frutos y le preparó ante todo pan hasta saciarse; pues comen de los sacrificios del Señor, que les concedió a él y a su descendencia. Pero en la tierra de su pueblo no tendrá herencia y no hay para él porción en el pueblo, pues el mismo [Dios] es su porción y heredad» (Eclo 45,1517.20-22). El sacerdote bendice al pueblo, presenta ante Dios las ofrendas y come de la carne de los sacrificios. Este último rasgo marcará su identidad: los sacerdotes han de encontrarse en estado permanente de pureza*, pues consumen la carne pura de Dios. El judaismo posterior aplicará esta norma de pureza a todas las comidas del pueblo, entendidas en el fondo como sacrificios. El sacerdote actúa de ese modo como liturgo de la naturaleza: en nombre de todo el pueblo, desde el centro del universo, presenta a Dios los frutos y aromas de la tierra, con la carne de los animales sacrificados. Sirve a Dios (liturgia) presentándole los frutos de la tierra y de la vida, en gesto de reconocimiento agradecido, bendice al pueblo (eulogia), ofreciendo a los hombres el signo de la gracia de Dios, y les ilumina (photisai), enseñándoles la ley, norma de vida que brota de la alianza de Dios. Este sacerdote ejerce una función mediadora entre Dios y los hombres, como liturgo del cosmos y maestro de la Ley. Estamos en un tiempo en que el sucesor de Aarón es al mismo tiempo lí­der nacional (jefe polí­tico), jerarca religioso (oficiante sacral) y maestro (educa dor legal), reuniendo los tres poderes que Flavio Josefo (Contra Apión B, XVI, 165) ha condensado y descrito como teocracia o gobierno de Dios. Parece que todaví­a no existen los partidos que más tarde, tras la crisis macabea, dividirán al pueblo en grupos de tendencia más sacral (saduceos), legalista (fariseos) o polí­tica (los varios tipos de celosos). Por ahora los sacerdotes, jefes polí­ticos, cultuales y legales de Jerusalén controlan el poder: son signo especial de Dios sobre la tierra, como una teofaní­a.

(4) El sacerdocio como signo de belleza y armoní­a cósmica. Citamos ahora un texto donde el Eclesiástico alude a la función sacerdotal de Simón, a quien el mismo autor del libro ha contemplado, realizando su función de mediador cósmico: «Â¡Qué gloria llevaba al andar entre el pueblo cuando salí­a del templo (casa) del velo! Como estrella matutina entre las nubes, como luna llena en los dí­as de fiesta, como sol que refulge sobre el templo del Altí­simo, como arco que brilla entre nubes de gloria, como planta de rosas en dí­a de primavera, como lirio junto al manantial del agua, como brote de cedro en los dí­as de verano, como fuego e incienso sobre el incensario, como vaso de oro macizo, adornado con múltiples piedras preciosas, como olivo repleto de frutos y como ciprés que se eleva hasta las nubes… cuando se poní­a el vestido de gloria y se revestí­a en plenitud de perfección, al subir el santo altar llenaba.de gloria el santuario…» (Eclo 50,5-11). Este es Simón, el gran sacerdote, que sale del Santí­simo del templo, el dí­a de la expiación, abriendo la cortina. Sale al aire libre y mientras va avanzando es teofaní­a personal. Todas las cosas reciben sentido en su presencia: él es signo y plenitud del universo, es principio ordenador y contenido muy profundo de todo lo que existe. Esta nueva realidad del sacerdote, que empieza en gloria (Eclo 50,5) y en gloria culmina (50,11), no se puede expresar en un código de leyes ni tampoco en una teologí­a de tipo conceptual o discursivo. Para describirla hay que emplear las claves de la teologí­a estética: es como si todo naciera otra vez y empezara a existir este dí­a de la expiación. Vuelven a la vida los valores de gozo y belleza de la tierra: estrella, sol y luna le alumbran, como firmamento de Dios que nos cobija; es arco iris de paz, es rosa y lirio, es cedro, olivo y ciprés, planta frágil y árbol gran de, es hermosura de los ojos, gozo de la vida… porque ofrece garantí­a de reconciliación del universo. Ha salido del lugar de Dios, ha pasado a través de la cortina y viene a fundar nuestra existencia. Lleva la perfección del cielo expresada en sus vestidos; y así­ sube al altar, siendo en sí­ mismo fuego, incienso e incensario (50,9). En algún sentido, su misma existencia tiene valor sacrificial (reconciliador) sobre la tierra. No vale ya por lo que hace, sino por lo que representa con su vestidura.

(5) Más allá del sacerdocio. Judaismo rabí­nico y cristianismo. El culto sagrado acabó el 70 d.C., con la toma de Jerusalén y la destrucción del templo. El judaismo, que habí­a desarrollado ya diversos rasgos no sacerdotales (sinagogas*, rabinismo*), dejó de centrarse en el templo con los sacerdotes. Ciertamente, los rabinos de la Misná siguen hablando de sacerdotes y culto sagrado, pero en sentido simbólico, recordando y evocando un orden sacral ya pasado. A partir del siglo II d.C., los judí­os no han tenido sacerdotes, sino que están dirigidos por rabinos, como federación de sinagogas. Por eso, la identidad de la religión israelita y su aportación en el conjunto de la historia no se encuentra vinculada ya con el sacerdocio. Por su parte, Jesús fue laico y no quiso purificar la institución sacerdotal (como intentaron algunos separados de Qumrán), sino que proclamó su destrucción: Dios no necesita templos, ni sacerdotes, sino que se revela de un modo inmediato, mesiánico, curando a los enfermos, perdonando a los expulsados del sistema. Así­ lo ratifica el signo sobre el templo (cf. Mc 11,12-26 par), bien interpretado por los sacerdotes que le condenan a muerte. Lógicamente, la Iglesia ha nacido superando (abandonando) las instituciones sacerdotales: no las ha querido reformar, las declara caducas, como ratifica Hebreos. Jesús es sacerdote con el gesto de su vida, actualizada en el amor y vida de todos los creyentes. Lógicamente, el sacerdocio de la Iglesia cristiana se identificará con la misma vida de los creyentes, que siguen el camino y ejemplo de Jesús, que no fue sacerdote sino laico.

Cf. E. EICHRODT, Teologí­a del Antiguo Testamento I-II, Cristiandad, Madrid 1975; A. GONZíLEZ, Profetismo y sacerdocio. Profetas, sacerdotes y reyes en el antiguo Israel, La Casa de la Biblia, Madrid 1969; A. EDERSHEIM, El templo: sil ministerio y sen†™icios en tiempos de Cristo, Clie, Barcelona 1990; J. JEREMíAS, Jerusalén en tiempos de Jesús, Cristiandad, Madrid 1985; E. P. SANDERS, Judaism. Practice and Belief. 63BCE-66CE, SCM, Londres 1992; E. SCHÜRER, EJistoria del pueblo judí­o en tiempos de Jesús (175 a.C.-135 d.C.) I-II, Cristiandad, Madrid 1985; R. DE VAUX, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1987.

SACERDOCIO
2.Nuevo Testamento

(->i Jesús, eucaristí­a, Pablo, Iglesia, Pedro, Apocalipsis). El cristianismo proviene del judaismo no sacerdotal.

(1) Jesús fue un Mesí­as laico, en la lí­nea de los profetas y pretendientes mesiánicos, de los sanadores carismáticos y de los sabios populares, no un sacerdote. Su mensaje y vida retoma los aspectos básicos de la experiencia israelita, desde la perspectiva del conjunto de la vida y no desde la sacralidad separada. Por eso ignora a los sacerdotes. A lo largo de su ministerio no se enfrenta con ellos, sino que les deja totalmente a un lado o, mejor dicho, les suplanta: ofrece el perdón* y la pureza* de Dios sin exigir para ello los ritos sacerdotales del templo, comparte con los hombres y mujeres del pueblo la comida sagrada, que es la misma comida corriente, los panes y los peces, sobre el campo abierto, sin ir para ello al templo. Ciertamente, en el momento culminante de su vida, Jesús sube a Jerusalén, pero no para realizar o culminar sus ritos en el templo*, sometiéndose así­ a la autoridad de los sumos sacerdotes, sino para enfrentarse con ellos, mostrando que el templo ha realizado su función y ya no tiene valor sagrado para el pueblo. Lógicamente, los sacerdotes responden condenándole a la muerte, en unión con Pilato. Durante un tiempo, la iglesia de Jerusalén se ha mantenido en relación con el templo, pero los cristianos más radicales, como Esteban*, han visto que el mensaje y vida de Jesús significa el fin del orden sacral antiguo. Por eso, entre los nuevos cristianos no hay lugar para una casta o grupo sacerdotal. Por eso, los gestos o ritos especí­ficos de los cristianos (bautismo, eucaristí­a) no exigen la existencia o función de un sacerdocio especializado, sino que son propios de todos los creyentes. Esto es algo que saben y asumen todos los grupos cristianos que aparecen co mo grupos laicales de renovación o apertura universal israelita, no de sacralidad, como los esenios de Qumrán*, que apelan a la existencia de sacerdotes dentro de sus comunidades.

(2) Eucaristí­a no sacerdotal. La celebración cristiana de la eucaristí­a se sitúa en un plano laical, lo mismo que las comidas de los fariseos, de manera que ella no puede entenderse como celebración sacerdotal en el sentido antiguo. Ciertamente, la eucaristí­a es básica para la Iglesia, tanto en el aspecto general de comida compartida (multiplicaciones*), como en el aspecto más especí­fico de recuerdo de Jesús y de experiencia de su «muerte pascual». Ella es importante en Pablo, como muestra en 1 Cor 11,17-34: el recuerdo y presencia del Señor se expresa en el pan y vino compartido de la nueva alianza. Pero, en contra de lo que sucederá más tarde, la Iglesia primitiva no la interpreta de forma sacrificial, ni suscita un ministerio de liturgos presidentes, para ocupar el lugar de los sacerdotes del templo. Ciertamente, Pablo sabe que Cristo ha muerto por nosotros (1 Tes 5,10; 1 Cor 15,3), pero su muerte no ha sido un sacrificio al tipo antiguo, sino don y gracia de aquel que «me amó y se entregó por mí­» (Gal 2,20). Por eso, Jesús inicia un tipo distinto de propiciación y concordia (Rom 3,21) o reconciliación para los humanos (cf. 2 Cor 5,11-21), a través de la misma experiencia de la vida, no de unos sacrificios especiales. Ciertamente, la Cena del Señor actualiza y anuncia su muerte, instaurando su alianza, hasta que él vuelva (cf. 1 Cor 11,25-26); más aún, ella es signo de la gracia de Dios para los creyentes, de manera que la misma enfermedad y muerte de algunos se interpreta como expresión de abandono eucarí­stico (cf. 1 Cor 11,30); pero esa Cena de Jesús se encuentra vinculada al conjunto de la vida de los fieles, de manera que ellos mismos, la comunidad reunida en su nombre, viene a presentarse como nueva comunidad sacerdotal, sin unos sacerdotes sagrados por encima del resto de los fieles. Por eso, el problema que Pablo plantea en relación con la eucaristí­a no consiste en saber quién la preside, pues ella es cena de la comunidad entera, sino cómo viven (cómo la viven) los creyentes. Quizá no hace falta nadie que la presida en especial o lo hace el mismo due ño o dueña de la casa-iglesia donde se reúnen los creyentes, varón o mujer, o un apóstol (o profeta/maestro de la comunidad), pero Pablo no siente necesidad de aclararlo, igual que en el tema del bautismo (no ha sido enviado a bautizar, sino a evangelizar: 1 Cor 1,13-17). Esa ausencia de regulación muestra su interés por el bautismo y la fracción del pan en cuanto signos cristianos mostrando, al mismo tiempo, su desinterés por la existencia de unos posibles ministros de la eucaristí­a. Sólo más tarde, entrado el siglo segundo, cuando la celebración se interpreta en lí­nea sacrificial y los dirigentes de la Iglesia aparezcan en continuidad con los sacerdotes del templo judí­o de Jerusalén (en contra de Hebreos), será necesario instituir obispos y presentarlos como sucesores de los Doce, a quienes se entiende como únicos destinatarios de la palabra: haced esto en memoria mí­a (1 Cor 11,24; Lc 22,21). Esta limitación ministerial serí­a impensable para Pablo, que no conoce más liturgia sagrada que la ofrenda de la vida (cf. Rom 12,1; Flp 4,18). Evidentemente, la historia no se ha detenido: hoy, tras veinte siglos de Iglesia, no podemos volver a las comunidades paulinas, ignorando lo que después ha sucedido. Pero tampoco podemos olvidar que al principio era distinto: las comunidades mostraron gran vitalidad, suscitando diversos ministerios que hoy llamarí­amos laicales, siempre que el término (laico) se aplique a todos los creyentes. La distinción posterior entre clérigos y laicos, sacerdotes y seglares, no existí­a. Eso no significa que sus iglesias fueran puramente carismáticas, en manos de la improvisación. Al contrario, como muestran sus cartas, Pablo y sus colaboradores crearon ministerios, al servicio de la Palabra y Amor. Así­ los recordamos, no para imitarlos al pie de la letra (cosa imposible), sino para avanzar en su lí­nea.

(3) Primera de Pedro: sacerdocio real. Resulta significativo el hecho de que haya sido una carta escrita en nombre de Pedro* la que haya puesto de relieve el sacerdocio universal de los cristianos, superando de esa forma no sólo el sacerdocio leví­tico anterior del Antiguo Testamento, sino también un tipo de sacerdocio ministerial posterior, de tipo cristiano, vinculado al obispo de Roma, que se ha tomado como Gran Sacerdote cristiano. Siguiendo una lí­nea de recuperación judí­a, 1 Pe interpreta a la Iglesia como verdadero Israel; de esa forma, es lógico que haya querido recuperar el sacerdocio israelita; pero lo hace de un modo universal (todos los cristianos son sumos sacerdotes) y no sacrificial, sino vital: el despliegue del sacerdocio se identifica con la misma vida cristiana, (a) Templo de Dios, sobre la roca de Cristo. 1 Pe escribe a unos cristianos que viven en diáspora y exilio, sin tierra ni derechos sociales, sin poderes ni valores. Pues bien, unidos a Jesús, ellos son el verdadero Reino y sacerdocio de Dios: «(Cristo Señor…) es Piedra viva, desechada por los humanos, pero escogida y preciosa ante Dios; y vosotros, como Piedras vivas, edificaos como Templo espiritual, para un Sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios, por medio de Jesucristo… El es la Piedra que desecharon los constructores… El se ha convertido en Piedra angular. Vosotros sois linaje escogido, Sacerdocio regio, nación santa, pueblo de su posesión, para que anunciéis las virtudes de Aquel que os llamó de las tinieblas a su luz…» (1 Pe 2,4-9). El judaismo tení­a un templo de piedra, en el monte Sión*, de Jerusalén. Pues bien, el templo cristiano se construye sobre la base viva de la piedra de Cristo (que en Mt 16,18 se encuentra vinculada al mismo Pedro) (cf. Heb 9,1112; Mc 12,10 par). Ciertamente, la tradición sabí­a que los cristianos son templo de Dios (cf. 1 Cor 3,16-17; 6,19; 2 Cor 6,16). (b) Los cristianos, sacerdotes del templo de Dios. 1 Pe entiende a los cristianos como sacerdotes del templo de Dios. Sacerdotes de un templo nuevo, construido sobre la piedra rechazada que es Jesús (cf. Sal 118,22). También ellos, exiliados y rechazados, en la diáspora de los pueblos, son sacerdocio y pueblo santo, conforme a la palabra de Ex 19,6 (cf. Is 43,21). El judaismo sinagogal se sabe igualmente heredero de las promesas de Israel, en lí­nea regia (es Reino) y sacral, de manera que también los judí­os pueden sentirse sacerdotes. Pero los cristianos creen que la promesa del nuevo templo y sacerdocio de Dios, implí­cita en Ex 19,6, se ha cumplido por Jesús, a quien entienden como Piedra clave del Templo de Dios. Precisamente ellos, peregrinos y exiliados, sin tierra o protec ción civil, sin autoridad mundana, son presencia de Dios sobre el mundo, vinculando dignidad social (Reino) y sacral (sacerdocio).

(4) Apocalipsis: sacerdocio de los mártires. El Ap es un drama y profecí­a sacral donde sacerdotes y personajes de diverso tipo juegan un papel importante. El mismo Dios aparece como Gran Sacerdote que celebra la liturgia cósmica de la salvación cristiana, sobre el santuario de los cielos (cf. Ap 4-5). Por su parte, Cristo es sacerdote (como en Heb), siendo ví­ctima inmolada: Cordero que al final se vuelve Esposo de las bodas de la Iglesia (Ap 21-22). Finalmente, el profeta Juan es vidente y testigo del gran drama, pero no sacerdote especial, pues todos los cristianos que mantienen su fe son sacerdotes. Significativamente, el libro empieza en la liturgia de un Dí­a del Señor (= domingo), con la manifestación del Hijo del Humano (= Cristo) entre los candelabros del culto celeste (Ap 1,9-20), y culmina en la celebración esperanzada y gozosa de la Iglesia que ruega ¡Ven, Señor Jesús! (22,20). No hay en el Ap más sacrificio ni ví­ctima que Cristo, ni otro ritual que su muerte y manifestación al fin gozosa, como triunfador de la batalla escatológica y novio de las bodas definitivas de la humanidad. Pues bien, el mismo Cristo mártir y esposo, Cordero sacrificado, hace que sus fieles sean reino y sacerdotes para Dios, su Padre, como anuncia la liturgia introductoria del libro (Ap 1,6) y como cantan los presbí­teros del gran Salón del Trono, celebrando la victoria del Cordero: «Digno eres de tomar el Libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado, y con tu sangre compraste para Dios toda tribu, lengua, pueblo y nación; y los has hecho Reino y sacerdotes para nuestro Dios; y reinarán sobre la tierra» (Ap 5,9-10). Unidos como pueblo, los creyentes son Reino (comunidad que expresa el reinado de Dios sobre la tierra); uno a uno, por la entrega de la vida, ellos se vuelven sacerdotes, pues celebran y expresan el culto y victoria de Dios en la historia. Tanto aquí­ (Ap 5,10) como en el texto anterior (Ap 1,6), los fieles de Jesús ejercen un sacerdocio personal y martirial, de tipo escatológico, como ratifica Ap 20,4-6, cuando identifica martirio y sacerdocio. No es sacerdote quien ejerce un rito externo, sino el que entrega la vida con Cristo (como Cristo) por fidelidad a Dios. Contra el sacerdocio instituido de las grandes familias leví­ticas judí­as, frente al orden sacral jerarquizado de cierta iglesia posterior, emerge aquí­ el sacerdocio carismático de los mártires, es decir, de aquellos que ofrecen el testimonio de Jesús entregando la vida para recibir Vida plena en la Resurrección Segunda (cf. 20,5; 21,2).

(5) Vida cristiana como sacerdocio. El triunfo del sacerdocio de los mártires implica la caí­da del sistema antiguo, donde dominaban los sacrificadores, expertos en violencia, poderosos en el arte de imponerse sobre los demás, conforme a los principios de la Gran Bestia del mundo (cf. Ap 13-14). Con este sacerdocio comienza el Milenio, la inversión mesiánica, el triunfo de los perdedores, es decir, de los sacerdotes-mártires, de los fracasados de la historia, que celebran la liturgia de la gran reconciliación: son Reino porque mueren sin matar a los demás, son sacerdotes porque han regalado la vida a los demás y elevan hasta Dios el culto del amor que se mantiene fiel hasta la muerte (cf. Ap 6,9-11). Por eso, Ap 20,1-6 los presenta como protagonistas del Milenio: todos los cristianos son sacerdotes, todos forman el Reino. Después viene, más allá del Milenio, la Nueva Jerusalén, como Humanidad hecha Novia, gozo y plenitud de la vida, en la que ya no existe Templo, pues el mismo Dios y su Cordero son el Templo (Ap 21,22). Cesan los sustitutos de Dios, mediadores sagrados, administradores religiosos, y sólo queda la presencia de Dios en cada uno de sus fieles, la comunión inmediata y gozosa de los creyentes entre sí­, en la ciudad del Agua y la Vida, de la reconciliación y la concordia (cf. 22,1-5). Este es el final: la contemplación definitiva de todos los humanos, las bodas del Cordero. En el camino que lleva hacia esa meta resulta imposible (y contraproducente) hablar de un sacerdocio ministerial, exclusivo de algunos dirigentes de la Iglesia, en la lí­nea de los presbí­teros y obispos posteriores, hechos jerarquí­a. Todos los miembros de la comunidad, fieles al testimonio de Jesús y dispuestos a entregar la vida en la lucha final de la historia, en el camino de la Vida, se vuelven sacerdotes de este gran sacrificio que es el canto de la vida culminada de los fieles redimi dos, que ofrecen ya desde la tierra el testimonio de su fidelidad, anticipando así­ la gloria. No hay posible sacerdocio separado de la resistencia de los fieles en la prueba, no hay sacrificio que pueda desligarse del testimonio y esperanza de la resurrección. 1 Pe hablaba de una iglesia sacerdotal, que se vinculaba al padecimiento de Jesús sobre la tierra. El Ap concibe a todos los creyentes como sacerdotes-mártires, en la medida en que confiesan con su vida a Cristo, participando de su entrega por el Reino, en resistencia y amor hasta la muerte. No hay jerarquí­a sacerdotal en el sentido estricto de la palabra, a no ser que llamemos jerarcas a los mártires, es decir, a los que no tienen ningún poder dentro del mundo viejo, en la lí­nea de Ap 20,1-6. Dar la vida como Cristo y con Cristo por el Reino, eso es sacerdocio.

(6) Hebreos. Cristo sacerdote según el orden de Melquisedec. La carta a los Hebreos ofrece el testimonio más significativo y detallado sobre el sacerdocio de Jesús, entendido como superación del sacerdocio oficial judí­o, y sobre los ministerios cristianos, entendidos desde la nueva experiencia de la comunidad, (a) Jesús, nuevo sacerdote (cf. Heb 9; 10,29; 12,24; 13,12). Jesús ha caminado al servicio de Dios, como los antiguos patriarcas hebreos, y Dios le ha resucitado (Heb 13,20; cf. 1,6), sentándole a su derecha (1,13). Por eso, los creyentes pueden venerarle como sacerdote por su entrega (2,10; 5,9; cf. 7,28; 9,11-14). Jesús es sacerdote por solidaridad: ha compartido con los hombres vida y sufrimiento, quedándose en sus manos, no para imponerles su poder, sino para dejarse incluso asesinar por ellos (Heb 2,5-16), haciéndose pródromo (6,20), guí­a y pionero (cf. 2,10) de todos los que aceptan y siguen su camino (cf. 2,17-18; 4,14-15; 5,510), pues Dios le ha constituido sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (5,5-10; 7,11-28). Jesús no es sacerdote por genealogí­a o institución, sino por su amor hacia los otros (Heb 9-10). Los sacerdotes de Aarón ofrecí­an a Dios sangre de animales, como signo de una violencia repetida, en repetición infinita, incesante, de opresión sagrada. Jesús ha invertido los signos anteriores: no expresa la ira de Dios, sino que vive y despliega su amor en gratuidad; no domina a los demás por fuerza, sino que entrega por ellos su sangre, rompiendo la espiral de una existencia que se eleva y edifica a través de la lucha (9,11-28). De esa forma ha superado el orden sacral del judaismo leví­tico, mostrando que Dios quiere vida y no sangre que le aplaque. Por eso, penetrando en el «cosmos» (en la plenitud escatológica: 10,5; cf. 1,6), ha ofrecido a Dios su amor, pudiendo sentarse a su derecha para siempre (10,514), como sacerdote según el orden de Melquisedec (cf. Heb 5,6.10; 6,20; 7,17). (b) Jesús, el sacerdocio de la vida, Hijo de Dios. Jesús supera y hace inútiles los ritos de sangre, los cultos del templo, todo lo que estaba vinculado a la memoria de Leví­ y Aarón en la historia israelita (cf. 7,11). De esta forma, precisamente allí­ donde parece aceptar el sacerdocio, Hebreos ha negado el valor del sacerdocio antiguo, vinculado a los rituales de sangre violenta. A su juicio, sólo existe el sacerdocio de la vida. Jesús no es un profesional de rito y muerte, como los aaronitas y levitas de Jerusalén que, conforme a su ley y para mantener su ritual, le condenan a muerte (viven matando animales a Dios para aplacar su ira sagrada). Es simplemente un hombre que ha aprendido y vivido el amor, alguien que sabe dar la vida de una forma generosa, precisamente allí­ donde le matan los sacerdotes violentos del orden de Aarón. De esa manera, al dar la vida por los otros, en gracia generosa, Jesús viene a convertirse en signo y mediador de Dios, brillo de su gloria e impronta de su sustancia (cf. Heb 1,1-3). Dios no expresa en él su ira, sino todo lo contrario: revela su amor en gozo, donación generosa y diálogo personal. Así­ se identifican en Jesús sacerdocio y filiación divina. El camino de su vida empieza cuando Dios le dice: «Tú eres mi Hijo; hoy te he engendrado» (Heb 5,5; cf. Sal 2,7), en palabra de consagración sacerdotal que conduce a la pascua (5,5-10). Ese camino culmina allí­ donde Jesús responde: «Sacrificios y ofrendas no querí­as, pero tú me has dado un cuerpo (una vida)…; por eso he dicho: aquí­ estoy, oh Dios, para cumplir tu voluntad» (Heb 10,5-8; cf. Sal 40,6-8). Así­ se condensa la historia de Jesús, que es Hijo siendo Sacerdote y viceversa, como expresión de un Dios de amor, que sustenta la vida de sus hijos, en comunión y fe compartida, su perando los sacrificios anteriores de los sacerdotes de las religiones. Los judí­os accedí­an al sacerdocio en virtud de un ritual y nacimiento humano (origen leví­tico), en lí­nea de separación sagrada y poder. Jesús es sacerdote en virtud de su vida entregada en amor por los otros. Es sacerdote al ser/hacerse Hijo de Dios y Hermano de todos los humanos, en camino y gesto donde pierden su sentido y se superan los sacerdocios jerárquicos antiguos, fundados en la violencia de Dios, expresados como poder sobre los otros.

(7) Sacerdocio de Jesús, heterodoxia judí­a, ortodoxia rnesiánica. Este sacerdocio de Jesús se hallaba insinuado en la visión de un judaismo heterodoxo que ha destacado la figura de Melquisedec (cf. Heb 7), a quien la Biblia presenta sin padre ni madre, sin genealogí­a ni noticia sobre el principio o final de su existencia. Así­ es Jesús: conocemos su familia humana; pero su sacerdocio brota del amor de Dios en cuyas manos se entrega como Hijo y Amigo verdadero (cf. 5,5-10). De esta forma se vinculan filiación divina y sacerdocio. Es sacerdote por ser Hijo: Dios le ama, engendrándole y haciéndole presencia total de su misterio. Por eso decimos que es «brillo de la gloria e impronta de la sustancia» de Dios (1,3). Es sacerdote porque entrega a Dios su vida, ofreciéndola en favor de aquellos mismos que le matan. Por eso le adoran los ángeles (cf. 1,6) y así­ permanece ayer, hoy y por siempre (13,8). La ofrenda de Jesús dura por siempre, pues supera el nivel de disputas dinásticas que han ensombrecido el sacerdocio israelita de su tiempo, por lo menos desde la crisis macabea (168 a.C.). No es un sacerdocio de lucha de poder, no es un ministerio cuyas funciones deban repetirse año tras año, en la gran ceremonia del kippur o expiación que Heb 7-10 ha recreado cuidadosamente. Jesús es sacerdote de una forma nueva, abierta a los que aceptan y siguen su camino. Todo intento de volver al sacerdocio leví­tico resulta improcedente: sólo existe el sacerdocio de Jesús, como entrega salvadora, en amor de gratuidad, abierta para siempre, desde el cielo, a todos los hermanos. Realizó una vez su sacrificio, su amor y/o salvación ya no se acaba. Este sacerdocio/sacrificio de Jesús llena de tal forma la escena cristiana que no hay lugar para otros sacerdocios/sacrificios dentro de la Iglesia, que se entiende a sí­ misma como pueblo mesiánico-sacerdotal, como saben el Apocalipsis (cf. Ap 1,6; 5,10 y la Primera de Pedro (1 Pe 2,5.9).

(8) Los ministros cristianos. Según Hebreos, el sacerdocio de Cristo sólo puede aplicarse a los cristianos por identificación cristológica y vital: todos participan de la ofrenda de Jesús, integrándose en su vida. Por eso, los dirigentes de la comunidad no son sacerdotes, sino guí­as o dirigentes (hégoumenoi): «Acordaos de vuestros guí­as, que os hablaron la palabra de Dios, y considerando su conducta… Obedeced y someteos a vuestros guí­as, pues ellos velan por vosotros, como quienes han de dar cuenta. Permitidles que lo hagan con alegrí­a. Saludad a todos vuestros guí­as y a todos los santos. Los de Italia os saludan» (Heb 13,7.17.24). El simbolismo y la tarea sacerdotal de Cristo se aplica, pues, al conjunto de la comunidad, no a sus dirigentes o guí­as, que realizan una función importante, pero no en lí­nea sacral: no son sacerdotes separados en sentido antiguo (como Aarón), sino creyentes que ofrecen su palabra a los demás y les ayudan a vivir en comunión y a comprender los fundamentos y honduras de la fe (cf. Heb 6,1-2). Todos los cristianos son, por tanto, sacerdotes en Jesús y por Jesús, pues todos ofrecen con él la thysia o liturgia de las buenas obras. Esta es la paradoja de Hebreos, texto antisacrificial, escrito para condenar (con argumentos de heterodoxia israelita y ortodoxia cristiana) el orden leví­tico que tení­a sacerdotes y sacrificios especiales. Pronto, desde 1 Clem, muchos han olvidado su novedad y han reinterpretado el sacerdocio de Jesús (y sus ministros eclesiales) a partir de un esquema leví­tico, que Heb habí­a rechazado y superado. Así­, la Iglesia se ha vuelto más judí­a que los judí­os de las sinagogas, aplicando el simbolismo y jerarquí­a de los sacerdotes de Jerusalén a su estructura y liturgia sacral.

(9) Laicos judí­os, sacerdotes cristianos. Los judí­os de la federación de sinagogas aceptaron de un modo consciente (y consecuente) el fin de templo y sacrificios, llorando su orfandad ante el Muro de las Lamentaciones. Por el contrario, gran parte de la Iglesia cristiana, a diferencia de Hebreos (y de 1 Pe y Ap), ha recuperado y expresado el simbolismo sacral del templo de Jerusalén (y la sacralidad grecorromana) en su organización y en su liturgia, en lí­nea de Antiguo Testamento. La experiencia especí­fica de los ministros (hegoumenoi-dirigentes de Heb o presbí­terosobispos de otros textos) no puede interpretarse de forma sacerdotal, pues ellos no ejercen algún tipo de sacerdocio, sino un ministerio mesiánico al servicio de la confesión de fe y la comunión fraterna, que puede variar y ha variado a lo largo de la Iglesia. Para los cristianos, Cristo es el único sacerdotesacrificio, de forma que en él ha cesado la rueda inmensa de las purificaciones sacrales de la historia, la violencia impotente de las ví­ctimas humanas o animales, elevada ante el misterio de Dios. La misma vida concreta, realizada en plenitud por Cristo-Sacerdote y abierta en amor generoso a todos los humanos, se ha revelado al fin en Dios como experiencia de gracia, existencia compartida, perdón pleno. Todo es sagrado y sacerdotal en Cristo y en aquellos que asumen su camino. Pero todo es, al mismo tiempo, profano y laical, porque el sacerdocio-sacrificio de todos los fieles se identifica con la vida en gratuidad, el amor mutuo y la apertura generosa hacia el Dios, que nos ayuda desde ahora y nos espera en su propio Tabernáculo, donde el Cristo ha entrado ya, como pionero o precursor (cf. Heb 6,20) de esta gran marcha de la libertad que define al nuevo pueblo caminante. Todos los cristianos podrí­an llamarse sacerdotes (cosa que Heb no hace), pero todos son, al mismo tiempo, laicos, es decir, el pueblo de Dios en camino.

(10) Pedro y Hebreos. Heterodoxia y ortodoxia israelita. Hebreos toma a Jesús como sacerdote en la lí­nea de Melquisedec, rechazando el esquema nacional del templo de Jerusalén y de los sacerdotes de Aarón, situándose así­ en la perspectiva de lo que podrí­amos llamar la heterodoxia judí­a. 1 Pe asume la ortodoxia nacional, aaronita, interpretando a los cristianos como templo y pueblo de Dios, en una lí­nea avalada por Ex 19,6; en esa lí­nea atribuye el sacerdocio (hierateuma) a la comunidad de creyentes exiliados en el mundo, a la Iglesia entera, santuario escatológico donde se han cumplido las promesas de Israel, desde las márgenes del mundo. El verdadero sacerdocio pertenece al pueblo entero, en su doble vertiente: sacral (sacerdocio santo) y social (sa cerdocio regio). Por eso, los que ejercen funciones directivas en la Iglesia no serán, en cuanto tales, sacerdotes, sino simplemente ancianos o presbí­teros, representantes del pueblo. De esa forma ha invertido la autoridad y poder del mundo. El verdadero sacerdocio y Reino ya no pertenece a los jerarcas de Roma (representantes del sistema), sino a la Iglesia de los fieles de Jesús, perseguidos y exiliados, que aparecen así­ como Israel verdadero (conforme a la cita de Ex 19,6). Esta es la inversión mesiánica: emerge aquí­ la autoridad de los expulsados y excluidos. Jesús habí­a ofrecido el reino de Dios a los enfermos e impuros (marginados) de Israel. Destinatarios de ese Reino y sacerdocio verdadero son ahora los cristianos exiliados y oprimidos del imperio: ellos, los que nada pueden, son la verdadera autoridad sobre la tierra, signo de la gracia de Dios, portadores de su libertad sobre el sistema. Más adelante, la Iglesia ha establecido su poder sacral (altar) junto al poder social (trono), viniendo a presentarse de esa forma como parte importante del sistema; pero con ello ha vuelto a invertir la visión de 1 Pe, donde la Iglesia es libre (Reinosacerdocio) precisamente porque acepta su exilio y no pacta con el sistema de poder del mundo.

Cf. C. K. BARRET, Cliurcli, Ministry and Sacraments in the New Testament, Paternóster, Exeter 1985; J. COLSON, L†™e’piscopat catholique. Collegialité et primante’ dans les troispremiers siécles, Parí­s 1963; Ministre de Je’susChrist on le sacerdoce de l†™Evangüe. Tradition paulinienne et tradition Johannique de l†™e’piscopat, des origines á Saint Ire’ne’e, Parí­s 1951; J. DELORME, El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1975; J. H. ELLIOT, Un hogar para los que no tienen patria ni hogar. Estudio crí­tico social de la Carta primera de Pedro y de su situación y estrategia. Verbo Divino, Estella 1995; E. SCHÜSSLER FIORENZA, Priester für Gott. Studien z,um Herrschaftsund Priestermotiv in der Apokalypse, NTA 7, Múnich 1972; A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, Sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1998.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: I. El sacerdocio del AT, ví­a de acceso a Dios.-II. Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, sacerdote definitivo según Hebreos.-III. Presencia y acción del Espí­ritu Santo en el ministerio ordenado.-IV. Sacerdocio y Trinidad en el ritual de órdenes.

I. El sacerdocio del AT, ví­a de acceso a Dios
En cualquier religión, sacerdocio y mediación son categorí­as afines. El pueblo hebreo, que habí­a hecho del culto a Yahvé el vértice de su vida como pueblo de Dios, valoraba altamente la función medianera de sus sacerdotes. Atribuí­a el origen del sacerdocio leví­tico a una iniciativa de Yahvé, que querí­a comunicarse con fluidez con el pueblo que se habí­a escogido (Ex 29; 32, 29; Lev 8, 1-36; Núm 3, 12.41.45; 8, 16-19).

Desde el Exodo hasta la destrucción del templo, el sacerdocio israelita conoció grandes transformaciones en cuanto a su situación en el pueblo, su ordenamiento y sus funciones. A pesar de ello,cabe discernir en su larga historia unas tendencias comunes constantes.

Los primeros sacerdotes que se mencionan después del asentamiento de las tribus israelitas en tierras de Canaán aparecen al servicio de algún santuario, como guardianes de santuarios locales (Jue 17-18; 1 Sam 1-4; 7, 1; 1 Re 12, 31-32). Esta vinculación de los sacerdotes con el santuario se mantendrá invariablemente. El santuario es signo de la presencia de Yahvé en medio de su pueblo. Los sacerdotes están al servicio de esta presencia.

En la bendición de Moisés a la tribu de Leví­ (Dt 33, 8-10) se enumeran las funciones sacerdotales según un orden que responde al de su aparición en la historia.

En primer lugar se menciona la función oracular: «Dale a Leví­ tus Urim y tus Tummim al hombre de tu agrado» (Dt 33, 8). Corresponde a los sacerdotes consultar a Yahvé, indagar su voluntad en beneficio de los creyentes que desean «conocer los caminos del Señor», transmitirles los mensajes de lo alto (Jue 18, 5; 1 Sam 14, 41; 23, 9-12; 30, 7-8; Núm 27, 21).

También se espera de los sacerdotes que «enseñen tus normas a Jacob y tu Ley a Israel» (Dt 33, 10). Jer 2, 8 les llama «peritos de la Ley». Establecen la conformidad o disconformidad de un comportamiento con la norma establecida; disciernen entre lo puro y lo impuro, entre lo sagrado y lo profano; cuidan que la conducta de los israelitas esté de acuerdo con la Palabra (Dt 31, 9-13.26; Os 4, 6).

Las funciones propiamente cultuales aparecen en último lugar: «Ponen incienso ante tu rostro, y perfecto sacrificio en tu altar» (Dt 33, 10). La conexión de los sacerdotes con los sacrificios, que no aparece en las referencias más antiguas, se fue afirmando progresivamente, hasta convertirse en la función sacerdotal por antonomasia. Pero el sacerdote no sacrificaba las ví­ctimas; solamente presentaba y depositaba sobre el altar la parte del sacrificio que correspondí­a a Dios.

Es también tarea sacerdotal «bendecir en el nombre de Yahvé» (Dt 10, 8; Núm 6, 22-27; Eclo 45, 15). Invocar sobre una persona el nombre del Señor es ponerla en una relación personal viva con él. Con el paso del tiempo la función de interceder por el pueblo ante Dios fue cobrando fuerza (2 Mac 15, 12.14).

«Estas diferentes funciones tienen un fundamento común: cuando el sacerdote transmite un oráculo, comunica una respuesta de Dios; cuando da una instrucción, la tórah, y cuando más tarde explica la Ley, la Tórah, transmite e interpreta una enseñanza que viene de Dios; cuando lleva al altar la sangre y las carnes de las ví­ctimas y cuando hace humear el incienso, presenta a Dios las oraciones y peticiones de los fieles. Representante de Dios cerca de los hombres en las primeras funciones, representante de los hombres cerca de Diosen la tercera, es en todo como un intermediario». «Por medio del sacerdote, los hombres hacen propicio a Dios, y Dios, a través de su servidor, obra y dispensa sus gracias a los hombres. Con su doble mediación -descendente y ascendente-, el sacerdote es recuerdo vivo de la alianza entre Dios y su pueblo;. todas sus actividades tienden a crear comunión entre ambos.

Su condición de mediador obligaba a los sacerdotes a vivir en la cercaní­a de Dios. Por eso, dada la viva conciencia que se tení­a de la santidad de Yahvé, se exigí­a también a ellos una santidad nada común. Formaban un grupo «puesto aparte», segregado del mundo profano por Dios, «consagrado» a su servicio exclusivo. Esta situación de segregación y consagración la forzó de alguna manera el propio Yahvé cuando dispuso que la Tribu de Leví­ no participara en la distribución de las tierras de Canaán (Núm 18, 20.23; 26, 62; Dt 10, 8-9; 12, 12…). Al tener que vivir como forasteros (gerim) en medio de las otras tribus, los levitas se vieron obligados a poner su tesoro («su porción y heredad») únicamente en Yahvé y en su servicio (Sal 16).

En sus personas, en su forma de vida y en sus actividades, los sacerdotes eran, al igual que Aarón, «memorial para los hijos de Israel» (Eclo 45, 9): simbolizaban la santidad requerida en todos para acercarse a Dios; recordaban especialmente a Israel su peculiar vocación al estado de santidad, que pertenece a la identidad misma del pueblo de la alianza.

El sacerdocio leví­tico no se mantuvo a la altura de su vocación. El ritualismo, duramente denunciado por losprofetas, prevaleció sobre la verdad del corazón. Mas, independientemente de este fallo, por su misma condición de figura (typos) estaba llamado a desvanecerse en cuanto, llegada la plenitud de los tiempos, compareciera el Sacerdocio verdadero que habí­a de colmar efectivamente la aspiración profunda que alentó al sacerdocio antiguo: llevar a la familia humana a la comunión con Dios.

II. Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, sacerdote definitivo según Hebreos
El único documento del NT que da a Cristo expresamente los tí­tulos de sacerdote y sumo sacerdote -la epí­stola a los Hebreos (3, 1; 4, 14.15; 8, 1; 9, 11; 10, 21)- nos sorprende con una doctrina sistemática sobre el sacerdocio de Cristo, desarrollada como tema central del escrito.

Lo presenta en perspectiva histórica y tipológica; en relación con Moisés y Melquisedec, pero sobre todo como complemento escatológico del sacerdocio leví­tico. Este planteamiento le lleva, por una parte, a señalar las semejanzas, que autorizan el recurso a la tipologí­a, y, por otra, a marcar las diferencias, que le permiten afirmar la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre sus «tipos y figuras».

La tesis del «discurso sacerdotal» (que no carta) es que Cristo alcanzó de una vez para siempre, de manera perfecta, el objetivo fundamental de toda mediación sacerdotal -establecer la comunión entre Dios y la humanidad-, de suerte que en adelante resultan innecesarios otros sacerdocios (sacrificios). El fundamento de esta singular eficacia y unicidad del sacerdocio (sacrificio) de Cristo no es otro que su condición de Hijo de Dios encarnado. En los momentos crí­ticos de su razonamiento el autor del discurso apela a este motivo.

Después de haberlo comparado por extenso con los ángeles en los caps. 1 y 2, llama a «Jesús, el apóstol y sumo sacerdote de nuestra fe» (3, 1). El tí­tulo de apóstol, que no se aplica a Cristo en ningún otro lugar del NT, parece querer aludir aquí­ a los ángeles. Son, en efecto, afines las nociones de «ángel» (mensajero) y «apóstol» (enviado). También los ángeles son «enviados con la misión (apostellómena) de asistir a los que han de heredar la salvación» (1, 14). La superioridad de Cristo sobre los ángeles estriba en que, mientras éstos actúan como «servidores» (leitourgiká), aquél lo hace como Hijo. «En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez: Hijo mí­o eres tú; yo te he engendrado hoy?» (1, 5). Nadie puede ser apóstol (shaliah), plenipotenciario del Padre, como su propio Hijo.

En Cristo se dieron, como en ningún otro mediador, las dos condiciones requeridas para la obra de mediación: la confianza de Dios y la solidaridad con los hombres. Respecto de la primera, se afirma que Cristo es «sumo sacerdote digno de fe (pistós) en lo que toca a Dios» (2, 17), es decir, acreditado ante Dios, porque goza de su confianza. En esto se le compara con Moisés, el amigo de Dios por antonomasia: «él es de toda confianza en mi casa» (Núm 12, 7). Pues bien, la confianza que Dios tiene depositada en Cristo es mayor que la que otorgó a Moisés. La razón de la diferencia, nuevamente, la condición filial del primero: «Moisés fue pistós en toda la casa como servidor… Cristo lo fue como Hijo, al frente de su propia casa» (3, 5-6). La segunda condición -la solidaridad con los hombres-, que le hace ser compasivo (eleémón) con ellos (2, 17), no guarda relación directa con la filiación divina y, sin embargo, hablando de ella se recuerda por dos veces que Cristo es Hijo de Dios (5, 5.8), como si, una vez hecho hombre, su condición de Hijo de Dios lo hiciera capaz de compartir con más hondura el destino de sufrimiento de sus hermanos.

La primera función medianera de Cristo que se menciona es la profética: sacerdocio y Palabra no van por separado. La comparación en este punto se establece primeramente con los ángeles, mensajeros de la Palabra de Dios, pero principalmente con Moisés, «servidor para atestiguar cuanto habí­a de anunciarse» (3, 5), intérprete y portavoz eximio de Dios, quien «hablaba con él boca a boca, abiertamente y no en enigmas» (Núm 12, 7). También aquí­ la comparación se resuelve a favor de Cristo y la razón es de nuevo su condición de Hijo de Dios (1, 2; 3, 5-6). Como profeta de Dios, nadie puede tener mayor autoridad que el propio Hijo de Dios y nadie puede exigir con más derecho nuestra adhesión de fe (5, 9). Por él ha dicho el Padre su Palabra decisiva (1, 2).

La mayor parte de la disertación sobre el sacerdocio de Cristo gira en torno a su sacrificio (7, 1-10, 18). Aquí­ la comparación es con los sacerdotes leví­ticos. Se acumulan las antí­tesis entre el sacerdocio antiguo y el de Cristo, puntuando cada vez la superioridad de este último. 1) Mientras en los sacrificios antiguos se ofrecí­a «sangre de machos cabrí­os y de novillos» («prescripciones carnales»: 9, 10), Cristo «ofrece su propia sangre», «se ofreció a sí­ mismo sin tacha a Dios por el Espí­ritu eterno» (9, 12-14). 2) Allí­ se presentaban sobre el altar, «en orden a.la purificación de la carne» (9, 13), «dones y sacrificios incapaces de perfeccionar en su conciencia al adorador» (9, 9); Cristo, en ambio, «se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (5, 9), «llevándolos para siempre a la perfección» (10, 14; cf. 7, 25; 9, 12): una reconciliación sin reservas, para todos y para siempre. 3) La ineficacia de sus ofrendas obligaba a los sacerdotes antiguos a menudear sus sacrificios, mientras que a Cristo le bastó ofrecerse a sí­ mismo «una sola vez por todas» (ephápax, hápax: 7, 27; 9, 12.26.28; 10, 10.12.14). 4) Frente a unos sacrificios que pertenecí­an a una alianza pasajera, el sacrificio de Cristo selló una alianza nueva y eterna, fundada en promesas mejores (7, 22; 8, 6-13; 9, 15-20). 5) Una imagen espacial ayudará a visualizar esta superioridad del sacerdocio de Cristo: mientras que los sacerdotes del templo sólo lograban presentar sus sacrificios en un santuario terreno, hecho por manos de hombre, figura del tiempo presente, Cristo penetró una vez para siempre en el mismo cielo, en el santuario verdadero, presentándose ante el acatamiento de Dios (4, 14; 9, 1-12.24). La explicación de esta eficacia singular no es otra que la condición de Hijo de Dios que ostenta el que es sacerdote y ví­ctima, a la vez, de este sacrificio: «Tenemos tal sumo sacerdote que penetró los cielos -Jesús, el Hijo de Dios»- (4, 14). La oblación total de sí­ mismo recibió del Padre la acogida plena que merece el Hijo.

«Aquellos sacerdotes fueron muchos, porque la muerte les impedí­a perdurar», es decir, su sacerdocio era efí­mero y se sucedí­an unos a otros en su ejercicio. Cristo, en cambio, «posee un sacerdocio perpetuo, porque permanece para siempre» (7, 23-24). La consabida razón de la diferencia asoma esta vez al arrimo de la tipologí­a de Melquisedec, quien «sin padre, ni madre, ni genealogí­a, sin comienzo de dí­as, ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios, permanece sacerdote para siempre» (7, 3).

Por último, como resultado de su sacrificio, el Padre le otorgó la perfección (teleí­ósis) en cuanto sacerdote (2, 10; 5, 9-10). Fue para él a modo de consagración sacerdotal definitiva, muy superior a la leví­tica (7, 11.18), «ya que la Ley no llevó nada a la perfección» (7, 19). Llama la atención el que, en el contexto de esta teleiósis, se haga por dos veces mención expresa de su condición de Hijo de Dios (5, 9; 7, 28). El momento de su instalación y proclamación definitivas como sumo sacerdote coincide con su definitivo reconocimiento como Hijo en la resurrección, que fue como una nueva generación para él: «Quien le dijo: Hijo mí­o eres tú; yo hoy te he engendrado… dice también: Tú eres sacerdote para siempre…» (5, 5-6).

La encarnación y la pasión son ciertamente elementos constitutivos del sacerdocio de Cristo, pero lo que «aporta a ese sacrificio una determinación especí­fica que hace de él un sacerdocio sin igual»‘°, absolutamente eficaz, único, irrepetible e inhereditable, es la filiación divina de quien lo ofrece.

III. Presencia y acción del Espí­ritu Santo en el ministerio ordenado
Allí­ donde se realiza históricamente el designio salvador de Dios está activamente presente el Espí­ritu Santo. Ahora bien, el ministerio ordenado, en sus distintas modalidades, es fundamentalmente una misión al servicio de la historia de la salvación. Se comprende, pues, que su realidad esté enteramente como transida por la presencia y la energí­a del que es protagonista de esa historia. No es posible profundizar en su comprensión sin ahondar en esta dimensión pneumatológica.

Los datos de la revelación y de la tradición señalan ya la acción del Espí­ritu en la etapa del AT, de manera peculiar en la elección y dirección de los agentes de la mediación entre Dios y su pueblo (especialemnte de los reyes y profetas, más que de los sacerdotes)». Esta intervención del Espí­ritu alcanzó su culminación en la etapa decisiva, animando con su poder el testimonio profético y la obra sacerdotal de Jesús de Nazaret. Ni la misión ni la persona ni el ministerio ni el sacerdocio de Cristo se pueden separar del Espí­ritu Santo.

En el tiempo que va de la ascensión a la parusí­a, la misma existencia de la iglesia es impensable sin la acción del Espí­ritu Santo. De él traen su origen todos los carismas que la enriquecen y, en particular, el sacerdocio, las órdenes, los diversos ministerios. «La organización interna de la Iglesia es obra del Espí­ritu Santo». «El mismo Paráclito fue quien estableció esta secuencia (akolouthí­a) de órdenes». El Espí­ritu es el principio estructurante del organismo eclesial.

Pero su protagonismo no se detiene ahí­. Según la tradición, el Espí­ritu sigue interviniendo activamente en las ordenaciones de la Iglesia. Aun cuando otros agentes (clero, pueblo) toman parte en la elección de los candidatos, es siempre el Espí­ritu quien en realidad elige y llama para los distintos ministerios (He 13, 4; 20, 28). El es también el gran liturgo de las ordenaciones, como lo está sugiriendo el simbolismo de la imposición de las manos: «Significa que el dador del poder y de la gracia es el Espí­ritu Santo y el obispo es ministro y mediador, algo así­ como el canal que nos trae el agua tomada de la fuente»». «Es, pues, don del Espí­ritu Santo el ministerio del sacerdote».

El Espí­ritu es dador y es don al mismo tiempo. El rito de las ordenaciones, en su núcleo central, desde los mismos orí­genes apostólicos, es una epí­clesis en sentido estricto: invocación del Espí­ritu Santo asociada al gesto de la imposición de las manos». Las plegarias de ordenación de las distintas tradiciones litúrgicas coinciden en pedir para el ordenando el Espí­ritu Santo. En cada ordenación se actualiza el misterio de Pentecostés: de ella sale el ordenado, al igual que los apóstoles, «llevando en su alma al Espí­ritu Santo de quien brotan el tesoro y la fuente de sus enseñanzas, de sus dones y de todos los bienes»‘>. Esta efusión del Espí­ritu es, a la verdad, la fuente de la misión y del ministerio en su triple función de enseñar, santificar y apacentar al pueblo de Dios y es el manantial de la gracia y poderes que se necesitan para desempeñarlos cumplidamente.

La ordenación instala al nuevo ministro en una relación especí­ficamente nueva respecto del Espí­ritu Santo: lo convierte en instrumento del Espí­ritu, en su colaboradpr (synergós) para la realización conjunta de la obra de Cristo. El ministerio es simplemente diakoní­a toú pneúmatos (2 Cor 3, 8) y el ministro es alguien de quien el Espí­ritu se ha posesionado. La tradición se muestra convencida de que el Espí­ritu acompaña y asiste a sus ministros en su actividad ministerial. Esta convicción está en la base de la seguridad (parresí­a) del ministro.

El don del Espí­ritu comunicado en la ordenación opera en el interior del ordenado una transformación profunda. «La fuerza del sacramento es la gracia del Espí­ritu septiforme. Los que reciben esta gracia son transformados por ella como si hubieran recibido otro corazón. En efecto, a aquellos a quienes el Espí­ritu fortalece con su gracia los hace distintos de lo que eran»22. Las plegarias de ordenación, en su sección epiclética, ofrecen como un espejo de virtudes ministeriales, que la Iglesia espera tomen cuerpo en la vida de sus ministros gracias a la acción del Espí­ritu. Este quiere, en efecto, instrumentos que le sean afines («espirituales») y en comunión estrecha (synétheia) con él». Una situación de divorcio entre la función ministerial y la vida personal del ministro no se compadece con la dimensión pneumatológica del ministerio.

La atención a estos núltiples lazos del ministerio ordenado con el Espí­ritu aleja toda tentación de cristomonismo y abre el camino a la contemplación del sacerdocio en perspectiva trinitaria. La acción del Espí­ritu Santo aparece como la manifestación de la voluntad del Padre de comprometerse en la obra del Hijo.

IV. Sacerdocio y Trinidad en el ritual de órdenes
El nuevo ritual de ordenes promulgado en 1973 y revisado en 1990 refleja bastante satisfactoriamente la dinámica trinitaria de la ordenación y del ministerio ordenado. Con ello, además de expresar una dimensión que resulta decisiva para la comprensión del sacramento, se corrige ese «olvido de la Trinidad» de que adolecen, según algunos, la doctrina y praxis sacramentales en Occidente.

A decir verdad, los textos eucológicos de las ordenaciones, en las distintas tradiciones litúrgicas, acertaron siempre a poner de manifiesto esta dimensión. Y la razón es que, por lo general, las plegarias consecratorias sitúan la ordenación de un obispo, presbí­tero o diácono en el contexto de una visión global de la historia de la salvación y ya se sabe que ésta presenta una estructura trinitaria en todos sus acontecimientos. Siguiendo esa tradición, el nuevo ritual romano contempla también los ministerios ordenados como prendidos en esa red de relaciones que la acción del Dios trinitario ha ido tejiendo a lo largo de la economí­a de la salvación
La misma estructura trinitaria que adoptan invariablemente las plegarias de ordenación trasluce las hondas raí­ces trinitarias del ministerio ordenado: a una sección anamnética que recuerda la obra del Padre sigue una sección epiclética invocando el don del Espí­ritu Santo por la mediación de Jesucristo. Es una forma de expresar que en materia de ministerios las tres personas de la Trinidad obran conjuntamente, actuando cada cual según su condición personal. Al Padre le corresponde la iniciativa: a él van dirigidas las plegarias; él es el sujeto agente de los principales verbos que en ellas aparecen. El Hijo es el Mediador, no sólo en la conclusión de las oraciones, sino siempre que se trata de prefigurar o prolongar su misión. El Espí­ritu Santo es el objeto de la epí­clesis de la Iglesia, pero es, además, la fuerza invisible que anima todo ministerio.

En el trasfondo de las plegarias de ordenación, como objeto de estas preocupaciones e iniciativas divinas, se perfila la «Ecclesia de Trinitate». En su interior y para su crecimiento y ornato, las personas divinas suscitan los diversos ministerios. En la plegaria de ordenación de los diáconos, en una visión histórica que engloba la etapa del AT y los tiempos de la Iglesia, se afirma que Dios Padre «repartes los ministerios… en todas y cada una de las épocas; lo ordenas todo por medio de Jesucristo…; haces crecer a tu Iglesia, Cuerpo de Cristo… unida con admirable armazón por el Espí­ritu Santo…» En idéntico marco, encontramos una afirmación similar en la ordenación de los presbí­teros: «Para formar el pueblo sacerdotal, con la fuerza del Espí­ritu Santo, organizas (Padre santo) en su interior, en distintos órdenes a los ministros de Cristo, tu Hijo». Desde esta perspectiva trinitaria se contempla luego el origen de los ministerios prefigurativos del AT («iam ab initio…», «iam in priore Testamento…»). Desde el principio la Iglesia como cuerpo diferenciado y jerárquico y como fuente de los ministerios ordenados aparece como obra común de las tres personas divinas.

Punto de referencia primordial de los ministerios cristianos es el enví­o del Hijo por el Padre para la salvación del mundo. Es la «verdad» que anunciaban las «figuras» del AT. Es, sobre todo, el paradigma de paradigmas de toda misión y ministerio en la Iglesia, su fuente y su razón de ser. La dinámica trinitaria de este acontecimiento fontal aparece inequí­vocamente expresada en el ritual de órdenes. «Dios y Padre… diste a tu amado Hijo Jesucristo la fuerza que de ti procede, el Espí­ritu soberano…» (ordenación de un obispo). «En los últimos tiempos, Padre santo, enviaste al mundo a tu Hijo Jesús… El mismo se ofreció a ti, en virtud del Espí­ritu Santo, como sacrificio sin mancha» (ord. de presbí­teros). «Padre santo… constituiste a tu único Hijo Pontí­fice de la alianza nueva y eterna por la unción del Espí­ritu Santo» (prefacio de la misa de ordenaciones).

En las plegarias de ordenación es también obligada la referencia a la misión de los apóstoles, modelo originario de todas las ordenaciones en la Iglesia. La dinámica trinitaria de aquel acontecimiento es igualmente palmaria: «La fuerza que de ti procede, el Espí­ritu soberano que diste a tu amado Hijo Jesucristo, él, a su vez, comunicó a los santos apóstoles» (ord. de un obispo). «Tu Hijo, por medio del Espí­ritu Santo, hizo a sus apóstoles partí­cipes de su misión y tú les diste compañeros…» (ord. de presbí­teros).

La misma lógica trinitaria domina también cada una de las ordenaciones, según dejan traslucir las plegarias de ordenación. Dios Padre ha elegido a los ministros que son ordenados y él mismo infunde sobre ellos el Espí­ritu y les confiere el ministerio: dones ambos, que de él proceden. Todo eso lo hace por mediación de su Hijo. Se pide para el ordenando el mismo Espí­ritu que el Padre otorgó al Hijo para su misión y éste trasmitió a los apóstoles. La identidad del don del Espí­ritu arguye identidad de misión. La ordenación de los ministros imita simbólicamente la misión del Hijo por el Padre. En la imagen sacramental de la Iglesia toma cuerpo y se actualiza aquel acontecimiento fontal y decisivo. Son inseparables la comunicación del Espí­ritu al Hijo y la efusión de ese mismo Espí­ritu por el Padre a los «servidores de Cristo» en la Iglesia. Y, por aquello de que la Trinidad económica es la Trinidad inmanente, el sacramento del orden, a través de la misión del Hijo y de la efusión del Espí­ritu, enlaza con sus procesiones eternas. El misterio de la Trinidad ilumina los ministerios ordenados. Hasta tales niveles de profundidad hunden éstos sus raí­ces trinitarias.

La ordenación genera en el ministro unas relaciones profundas con las tres personas divinas. El ritual las insinúa, pero no las define. Del obispo, por ejemplo, se espera que «rijas a la Iglesia de Dios en el nombre del Padre, cuya imagen representas en la asamblea; en el nombre del Hijo, cuyo oficio de Maestro, Sacerdote y Pastor ejerces, y en el nombre del Espí­ritu Santo,que da vida a la Iglesia de Cristo y fortalece nuestra debilidad» (ord. de un obispo: alocución).

[-> Angelologí­a; Comunión; Epí­clesis; Espí­ritu Santo; Fe; Hijo; Historia; Jesucristo; Liturgia; Misión y misiones; Padre; Pentecostés; Revelación; Teologí­a y economí­a; Trinidad.]
Ignacio Oñatibia

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

En el sentido común de la palabra, sacerdocio indica una función especí­fica y esencial que siempre ha existido en la historia de las religiones para vincular al hombre con la divinidad y a ésta con el hombre: han desempeñado esta función unas personas o unas castas escogidas para ello, porque se las consideraba en posesión de unas dotes o poderes particulares. Las funciones de los sacerdotes eran sobre todo de tipo cultual, dirigidas a asegurar un servicio sacrificial en determinados lugares sagrados (plantas; piedras) o santuarios.

El judaí­smo tení­a sacerdotes, descendientes de Aarón, pertenecientes a la tribu de Leví­ y llamados por eso mismo «levitas». Tení­an como jefe a un sumo sacerdote. Pero en Ex 19,6 es todo el pueblo de Israel el que queda situado en una relación particular con Dios, como una gran «corporación sacerdotal». Israel es un «reino de sacerdotes». (mamléket kohanim). Este atributo sirve para significar que el pueblo santo de Israel, que tiene a Yahveh por rey, está compuesto de sacerdotes. Gracias a la alianza, todos los israelitas están consagrados a Yahveh, y por este tí­tulo tienen derecho a acercarse a él para rendirle el culto debido.

Pero aquí­ no se entiende «sacerdotes» en el sentido riguroso de la palabra, ya que fueron los levitas los que estuvieron consagrados de manera especial para el culto sacerdotal. Israel se convierte en «reino de sacerdotes» en el momento en que es llamado por Dios, y acepta y jura ser su pueblo. Por eso, respecto a los demás pueblos, el pueblo hebreo goza de una evidente superioridad, que puede compararse a la que dentro de él gozaban el rey Y la clase sacerdotal, sujetos igualmenté de una relación particular con Yahveh.

La traducción de los Setenta, sin embargo, llevó a cabo un cambio significativo en Ex 19,6, al traducir mamléket kohanim por nsacerdocio real», (basí­leion hieráteuma): desaparece la idea de reino teocrático, sustituida por la idea del pueblo como » colegio sacerdotal». El término «real» es sólo una especificación para indicar la superioridad de Israel. Sobre todo durante el destierro Y después de él, habí­a surgido entre los judí­os la conciencia de su función cultual, ya que ofrecí­an el culto sacrificial a Dios en nombre de todo el género humano.

El autor de la 1 Pe tiene sin duda presente este significado y conoce el contenido cultual del tí­tulo » sacerdocio real,» cuando se lo aplica a los cristianos, a quienes se la dirige, subrayando el honor que les cabe por participar de los tí­tulos gloriosos del antiguo Israel, que han pasado ahora al pueblo cristiano: raza elegida, sacerdocio real, nación santa, pueblo de la propiedad de Dios (1 Pe 2,9). Toda la comunidad sacerdotal tiene una función de mediación cultual verdadera y efectiva, en cuanto que participa d~ Cristo, único y perfecto mediador y sacerdote. Uno de los puntos esenciales e irrenunciables de la revelación cristiana es que Jesús es sacerdote: Jesús es el único sumo sacerdote al frente de la Iglesia, para transmitir a los hombres la salvación realizada en la cruz, para interceder por ellos ante el Padre a fin de que sean santificados por el Espí­ritu y poder conducirlos a la vida eterna de su Reino. Jesús es el único que puede ejercer una eficaz mediación entre Dios y los hombres, como nmediador de la -nueva y definitiva alianza» (Heb 9,15), elegido por Dios, que le ha concedido la gloria de ser sumo sacerdote cuando le dijo: » m eres mi hijo: yo te he engendrado hoy… Tú eres sacerdote por toda la eternidad al modo de Melquisedec'» (Heb 6,5-6). Y en cuanto hombre, puede representar a los hombres ante Dios y compadecerse de sus enfermedades, ya que él mismo las compartió.

Sólo Cristo, sacerdote santo, inocente e inmaculado, pudo ofrecer el perfecto y definitivo sacrificio gratuito a Dios y merecernos la redención. De esta manera hace inútiles e ineficaces todos los demás sacrificios Y santifica con la oblación de su cuerpo, una vez para siempre, a los que se unen con él por la fe (cf. Heb 10,10-11). Sacerdote desde el momento de la encarnación, ungido por el Espí­ritu Santo en el bautismo, Jesús lleva a cabo y culmina con el sacrificio de la cruz su misión sacerdotal. Pero Dios «sacó de entre los muertos a aquel que, mediante la sangre de una alianza eterna, es el gran pastor de las ovejas, Jesús Señor nuestro’ (Heb 13,20). En cuanto sumo sacerdote, Jesús se ha convertido también en el pastor de la nueva comunidad.

Ahora sólo existe este único y definitivo sacerdocio, fundamento del sacerdocio de todos los fieles. bautizados en Cristo Y creyentes. Como miembros de Cristo, que es sacramento de santificación, participan ante todo de su actividad sacerdotal recibiendo la gracia Y los efectos de los sacramentos.

En efecto. éstos no pueden actuar directamente en el hombre si éste no está incorporado al organismo del Cuerpo de Cristo mediante el bautismo. Pero en la perspectiva de Cristo, que ofrece a Dios el culto perfecto, la consagración que confiere el carácter sacramental asume una dimensión más grandiosa todaví­a en la medida en que este carácter capacita y mueve a todos los fieles a participar en los actos cultuales, en diversa medida, según el sacramento recibido.

Por otra parte, cierto número de cristianos, elegidos especialmente por Cristo, tienen -además de esta función común a todos ellos- la tarea especí­fica de representar oficial y visiblemente la fuerza unificadora de Cristo, como centro de la comunidad cristiana, y tienen la misión y el poder de continuar especí­ficamente su obra sacerdotal en la doble dirección de Dios Y de los hombres, rindiendo el homenaje que se debe a Dios (con la ofrenda eucarí­stica) y perdonando los pecados.

R. Gerardi

Bibl.: A. Vanhove, Sacerdocio, en NDTB, 2734-2747; íd., Sacerdotes antiguos, sacerdote según el Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1984; C. Romaniuk, El sacerdocio en el Nuevo Testamento, Sal Terrae, Santander 1969; P Grelot, El ministerio de la nueva alianza, Herder Barcelona 1969.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Enfoque fenomenológico-cultural – II. El sacerdocio de Israel – III. El sacerdocio de Cristo – IV. El sacerdocio del pueblo sacerdotal y de los ministros ordenados: 1. El sacerdocio común de todos los creyentes; 2. Origen de los ministerios ordenados – V. El sacerdote en la historia de la liturgia y en la teologí­a: 1. De los tiempos apostólicos a la época carolingia; 2. De la época carolingia al concilio de Trento; 3. Del concilio de Trento al Vat. II; 4. El Vat. II y los años posteriores: a) La recepción del magisterio y de la reforma conciliar, b) Problemática ecuménica, c) Perspectiva de una nueva calificación teológica y pastoral.

I. Enfoque fenomenológico-cultual
El hecho de que en todo contexto cultural se encuentre de modo constante la presencia de una persona dotada de determinadas caracterí­sticas socio-religiosas, permite apreciar la importancia de tal persona en el ámbito de la vida humana. Esa persona es llamada con diversos nombres, que remiten a la matriz sacerdotal, la cual evidencia su carácter primario religioso y sacerdotal: el sacerdote, pese al amplio abanico de matices particulares en las modalidades del ejercicio de sus funciones, es desde siempre el mediador reconocido oficialmente entre el hombre y Dios, entre el contexto social humano y el mundo divino (sacerdote = sacra dare).

Son tres los ámbitos principales en los que el sacerdote ejerce sus funciones en las sociedades primitivas y en las culturalmente evolucionadas: a) la inmolación del sacrificio: constituye el centro de toda la vida cultual, aun siendo diversas las matizaciones del significado (propiciatorio, expiatorio…) y los modos (cruento, incruento; de personas, animales, cosas…); b) el exorcismo, cuyo fin es la purificación de todas las formas de mal que afecten al individuo o, en casos lí­mite, a toda la sociedad: desde el pecado que pesa sobre la conciencia individual y colectiva al mal de ojo o expresiones análogas de (presuntos) influjos espiritistas, que a menudo, en realidad, son los efectos nocivos e incluso letales de alimentos venenosos y/o de estupefacientes (piénsese en la difusión del cornezuelo del centeno en el medievo occidental, con crisis de locura colectiva, epidemias de parálisis y alteraciones psico-fí­sicas); c) el oráculo: permite al sacerdote adivinar el curso de los acontecimientos y la suerte futura a partir de determinadas observaciones.

Paralelamente al desarrollo de las culturas, las funciones del sacerdote se integran con otros cargos sociales, o bien se descomponen, cristalizando en torno a una única y limitada actividad. Así­, no es extraño observar la existencia de sacerdotes-reyes tanto en el vértice de la actividad religiosa como del poder polí­tico-administrativo. Pero en algunas sociedades (la romana, por ejemplo) el sacerdote, por el contrario, se reduce a ser un simple exorcista o adivinador, mientras que en el aspecto cultual y sacrificial es solamente un experto del ceremonial junto con el jefe del Estado o la personalidad polí­tica a quien compete en cada ocasión la acción sacrificial.

Por último, se puede observar que el sacerdote no siempre consigue mantener sus funciones especí­ficas propias, sea por el hecho de que esas funciones son ejercidas por otros, sea también porque el sacerdocio en ocasiones se degrada a nivel de brujerí­a en las culturas en que lo mágico se apodera de lo genuinamente religioso.

II. El sacerdocio de Israel
Antes de la organización particular del sacerdocio israelí­tico -cuyo conocimiento es necesario para poder comprender adecuadamente el sacerdocio de Cristo y de los cristianos-, en tiempos de la monarquí­a la acción sacrificial era realizada (también) por personas no investidas de una misión sacerdotal especí­fica, comenzando por Caí­n y Abel (Gén 4:3ss), Noé (Gén 8:20), Abrahán (Gén 22:13), Jacob (Gén 31:54; Gén 46:1), hasta la época de los Jueces (por ejemplo, Gedeón: Jue 6:25; Elcaná, padre de Samuel: 1Sa 1:3.4.21, que de hecho no era ni sacerdote ni levita). Siempre en el perí­odo anterior a la monarquí­a, el sacerdote se encontraba a menudo en relación con el arca y con algún santuario del que era guardián o sirviente. Sin embargo, no tení­a una relación explí­cita con los sacrificios, sino más bien con el oráculo.

Esta función oracular -basada en la respuesta sí­/ no con el uso de urim y thummim- podí­a desarrollarse en los santuarios (por ejemplo, 1Sa 22:10.13.15) o también lejos de ellos (cf 1Sa 14:18s.36-42); esta función inscribe la actividad sacerdotal israelí­tica en el contexto de actividades oraculares-sacerdotales análogas del Antiguo Oriente. Con respecto a esto se deben tener presentes dos aspectos significativos: a) los sacerdotes del antiguo Israel pronuncian oráculos sin ser videntes o adivinadores; b) los sacerdotes pueden ofrecer ciertamente sacrificios, pero no por esto asumen una función sacrificial-cultual especí­fica, dado que todo hombre tiene el poder de hacerlo (cf los ejemplos ya señalados).

En la historia del sacerdocio israelí­tico tiene gran importancia la figura de Moisés, el mediador por excelencia entre Dios y su pueblo. Diversos textos le han atribuido explí­citamente funciones sacerdotales posteriores, y también a él se refiere la investidura sacerdotal de los hijos de Aarón (Núm 15:17). Tampoco se puede olvidar la existencia de santuarios sacerdotales de gran importancia, como Siló (Jos 18:8ss; Jos 19:51; Jos 21:2; Jos 22:9-12; Jue 18:31; Jue 21:19; 1Sa 1:3.9.24; 1Sa 2:14; 1Sa 4:3.4.12…), cuya estructura ejerció indudable influjo en la organización del templo de Jerusalén y del sacerdocio durante el reinado daví­dico.

Este sacerdocio sufre también influencias egipcias (por ejemplo, la inserción de los sacerdotes entre los oficiales reales), y es parcialmente limitado por el sacerdocio del mismo monarca como representante principal y mediador primario entre el pueblo y Dios. En el perí­odo monárquico, de todos modos, el sacerdocio comporta diversas actividades de relieve que se encuentran sintetizadas en las dos partes de la bendición de la tribu de Leví­ pronunciada por Moisés (Deu 33:8-11): la antigua función de consultar a Dios, una actividad magisterial que se refiere sobre todo a la coherencia o incoherencia del comportamiento humano con la ley y el cumplimiento del sacrificio cruento y del incienso’. Con el tiempo se afirman cada vez más las funciones judiciales, a las que alude ya Exo 18:13-26; Deu 17:8-13, y que encuentran amplia difusión en los siglos posteriores (cf Eze 44:24 y todo el contexto de caracterizaciones sacerdotales propias del s. vi).

Después del exilio se alcanza un cierto equilibrio entre las diversas corrientes sacerdotales, constituidas por los descendientes de Aarón (en particular los sacerdotes) y los levitas, todos ellos con amplias genealogí­as y reivindicaciones cultuales y polí­ticas. La comunidad israelita conquista ahora una marcada fisonomí­a cultual. El personaje más llamativo es el sumo sacerdote (cf la liturgia de la expiación en Lev 16), que se encuentra en el vértice de la clase de los sacerdotes (sus funciones son descritas minuciosamente en Lev 1-6: fuente P).

Los libros de las Crónicas, a su vez, dan amplias informaciones sobre los levitas, divididos en clases y con diversos oficios relacionados con la vida del templo (cf las concordancias bí­blicas). Es probable que entre ellos hubiera también profetas cultuales, aunque se puede excluir el que tuviesen funciones de magisterio y de predicación.

En los textos es evidente que la época posexí­lica registra una notable diferencia con la anterior, sobre todo en el énfasis que se pone en la sacralidad sacerdotal y la relativa limitación de las acciones cultuales únicamente a los sacerdotes. En ese ambiente histórico el sacerdocio se vive más conscientemente, no tanto como una vocación, sino más bien como una función que se realiza en virtud de unos derechos-deberes hereditarios, respetando minuciosamente las normas rituales y las prescripciones que se deben observar para mantener la pureza sacerdotal (cf, por ejemplo, Lev 21:1-7; Lev 10:8-11).

Si es verdad que el sacerdocio israelí­tico, especialmente en su caracterización posexí­lica, se acoraza en su propia zona sagrada, separada del resto del pueblo, este hecho, sin embargo, no debe hacernos olvidar el discutido pasaje de Exo 19:6. En efecto, aquí­ se subraya la concepción del sacerdocio colectivo de todo el pueblo de Dios (cf también Núm 16), concepción ésta que encontrará su más precioso desarrollo a partir de la visión cristiana del sacerdocio, como se encuentra, por ejemplo, en 1Pe 2:9.

Para la comprensión histórica del sacerdocio cristiano, especialmente del presbiterado, es útil recordar también algunas instituciones judaicas tardí­as. Por ejemplo, en la diáspora judaica las comunidades eran gobernadas por una autoridad colegial de ancianos, los jefes de familia. En casos especiales una, pero casi siempre dos personas eran encargadas de funciones especí­ficas bien determinadas. Es la institución del Salia (= apóstolos), que presenta analogí­as evidentes con Heb 11:33 (Bernabé y Saulo) y Heb 15:22 (Judas Barsabbás y Silas). A pesar de todo, continúa siendo difí­cil la confrontación entre la ordenación rabí­nica y el paralelo cristiano, entre otras cosas porque el ritual judí­o tomado como término de comparación no es homogéneo, sino fruto de diversas tradiciones de diferentes épocas.

Por otra parte, no se puede negar la existencia de un número notable de analogí­as a nivel estructural y ritual que relacionan el cristianismo naciente con el mundo judí­o, tanto en su forma central oficial como en sus diversas modalidades periféricas, a veces contestatarias, como se encuentran por ejemplo en Qumrán y en las comunidades de las que surgirán inmediatamente algunos escritos apócrifos (v.gr.: el Testamento de Leví­ o el Testamento de los doce Patriarcas). Pero, independientemente de toda analogí­a estructural en el campo ritual, está el hecho de que el sacerdocio cristiano presenta un contenido profundamente diverso respecto al sacerdocio de la antigua alianza: está marcado profundamente por el acontecimiento salví­fico de Cristo.

III. El sacerdocio de Cristo
Ningún escrito del NT, exceptuada la carta a los Hebreos, habla de Jesús dándole el tí­tulo de sacerdote, pero esto no debe sorprendernos. Su persona, en efecto, presenta una imagen que a primera vista no tiene nada de sacerdotal según la concepción del AT y la praxis no siempre edificante del judaí­smo tardí­o. Jesús no pertenece a la familia de Aarón, sino a la tribu de Judá. Su misión muestra además un carácter marcadamente profético en las palabras y en los gestos, según él mismo afirma (Luc 4:24) y los otros reconocen espontáneamente (por ejemplo, Luc 7:16). En algunos momentos, lo propio de este carácter profético y de su mensaje parece ser contrario a un cierto ejercicio del sacerdocio (Mat 9:13; Mat 12:7). Por fin, la misma muerte de Jesús, frí­a ejecución de una condena de muerte, por tanto un acto simplemente legal e infamante, no presenta ninguna caracterí­stica sacrificial o ritual veterotestamentaria.

«Jesucristo es al mismo tiempo ví­ctima y sacerdote gracias a la entrega de su vida y al sacrificio que hace de sí­ mismo. Se ve esta idea ya en la tradición de la última cena como la transmiten Marcos-Mateo ( Mar 14:24; Mat 26:28), mencionando la sangre de la alianza, con la que se roció a los israelitas en el Sinaí­ (Exo 24:8). Por eso se contrapone en 1Co 10:14-22 la cena del Señor a los sacrificios gentiles. En Juan, la última cena de Jesús se interpreta como pascual (1Co 10:14.36); Pablo llama a Jesús cordero pascual (1Co 5:7; cf 1Pe 1:2.19). Es el Cordero que quita los pecados del mundo (Jua 1:29.36; Apo 5:6.12; Apo 13:8). Finalmente, en Efe 5:2 se dice: `Se entregó por nosotros como don y sacrificio agradable a Dios’. Es en la carta a los Hebreos donde primeramente se llega a una auténtica teologí­a sobre el sacrificio de la cruz y el sumo sacerdocio (Efe 3:1; Efe 4:14ss; Efe 5:1s; Efe 77:11s, etc.).

Preparada entre otras cosas por la concepción teocrática de Ezequiel, por la conjunción del ideal sacerdotal-profético y mesiánico que se da en el perí­odo posexí­lico (por ejemplo, Jer 13:14-22) y por fermentos ya presentes en la tradición cristiana, como el pensamiento joaneo, la carta a los Hebreos no encuentra dificultad al hacer una grandiosa sí­ntesis: el pasado se habre al acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo justo porque los acontecimientos de su vida son releí­dos en clave sacrificial, cultual y sacramental.

En abierta oposición con las exasperadas reivindicaciones de privilegios y de alteridades sagradas en relación con el pueblo, la carta a los Hebreos presenta un nuevo modo de hacerse sacerdote: la plena solidaridad del sumo y único sacerdote con los hombres. «Debió hacerse en todo semejante a los hermanos para convertirse en pontí­fice… Convení­a en efecto que aquel por quien y para quien todo fue hecho, queriendo llevar a la gloria un gran número de hijos, hiciese perfecto, mediante los sufrimientos, al jefe que debí­a guiarlos a su salud» (Heb 2:17.10).

El estilo del sacerdocio de Cristo se aleja de la visión veterotestamentaria de una preeminencia honorí­fica unida a menudo al ejercicio de un poder polí­tico: no es una carrera hacia la supremací­a (cf 2Ma 4:7-8.24), sino un itinerario de fe vivido hasta el sufrimiento de la muerte, única ví­a de acceso a la gloria. «Jesús, le vemos coronado de gloria y de honor por haber sufrido la muerte, de modo que, por la gracia de Dios, gustó la muerte en beneficio de todos» (Heb 2:9).

En esta plena solidaridad con el destino del hombre marcado por la muerte y en esta plena comunión de vida con Dios en su gloria inmortal, Cristo realiza la función principal del sacerdocio: la mediación entre Dios y el hombre. «Hecho perfecto para siempre» (Heb 7:28), ofreciéndose a sí­ mismo, Cristo presenta a Dios un sacrificio único, todo a la vez y de una vez para siempre (cf Heb 7:27). Supera así­ el radical carácter fragmentario e incompleto de los sacrificios antiguos. Con razón puede ser considerado, en efecto, «un sumo sacerdote tal, que está sentado a la derecha del trono de la majestad en los cielos, como ministro del santuario y del verdadero tabernáculo erigido por el Señor, no por un hombre» (Heb 8:1-2; cf 9, 11-14).

La misma carta muestra claramente la eficacia de la mediación de Cristo cuando plantea la posibilidad concedida al hombre de entrar en comunión con Dios. El cristiano disfruta de la «gozosa esperanza de entrar en el santuario, en virtud de la sangre de Jesús, siguiendo el camino nuevo y viviente que él ha inaugurado a través del velo, es decir, de su carne» (Heb 10:19-20; cf 4,14-16).

Si queremos destacar algunas connotaciones significativas más del sacerdocio de Cristo, sin dejar la carta a los Hebreos, se pueden recordar:
a) La misericordia (Heb 2:17), como participación en un único destino de sufrimiento del que brota la solidaridad y la compasión. Esta perspectiva corrige la imagen que del sacerdote se podí­a obtener en la historia de Israel. Según ésta, en más de un caso ser sacerdote significaba romper toda relación humana y familiar (cf Deu 33:9); asumir actitudes inflexibles, dictadas por un rigor que no admití­a la clemencia (cf Exo 32:27.29; Núm 25:6-13). Cristo lleva a la perfección una actitud plena de misericordia, que no minimiza la importancia del pecado, sino que quiere salvar al pecador a través del sacrificio de sí­ mismo (cf Núm 17:9-15): justo por haber sufrido personalmente, él «está capacitado para venir en ayuda de aquellos que están sometidos a la prueba» (Heb 2:18).

b) El mismo texto (Heb 2:17) indica que el sumo sacerdote es «fiel ante Dios». Más expresamente, el término original (pistós) califica el especial ví­nculo de confianza entre Cristo y Dios, mucho más í­ntimo y profundo (cf Heb 3:2) que el que existió entre Moisés y Dios. Cristo, en efecto, realiza la profecí­a de Isaí­as (Isa 8:17) haciéndose plenamente capaz de la confianza divina, hasta el punto de ser elevado a la derecha de Dios (Heb 1:13= Sal 110:1; cf Heb 2:34) en la excelencia de la filiación que merece toda adoración por parte de los mismos ángeles (Heb 1:5-6). Y, como necesaria consecuencia de esta condición, a Cristo le pertenecen por entero la majestad, el juicio y el sacerdocio (Heb 1:8-10, que recoge Sal 45:7-8; Sal 102:26-28). Gozando plenamente de la confianza del Padre, Cristo muestra asimismo su fidelidad hacia el hombre: su misericordia es asumida en la relación filial. Hermano de los hombres e Hijo de Dios, Cristo es verdaderamente el único y sumo sacerdote.

c) El c. 7 de la misma carta, con las frecuentes alusiones al Sal 110 (109) -del que se ofrece una interesante exégesis cristológica-, subraya el tercer aspecto que queremos recordar ahora: el sacerdocio de Cristo tiene un carácter mesiánico y universal. El recuerdo de la enigmática figura de Melquisedec -Jesús es «sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec» (Heb 6:20 = Sal 110:4)- permite al autor demostrar la superioridad del sacerdocio «según el orden de Melquisedec» sobre el leví­tico de los israelitas. El rey de Salén no tiene genealogí­a, es un extranjero frente a Abrahán: de este modo el sacerdocio de Cristo-Melquisedec es eterno, inmutable, perfecto y traspasa los lí­mites de Israel; al mismo tiempo lleva a cumplimiento la historia del pueblo elegido y de su sacerdocio. Baste recordar a este respecto algunos temas veterotestamentarios que aparecen en Heb 9: el sacrificio expiatorio (1-14), la nueva alianza sellada por Cristo con su sangre (15-25), la misión del siervo de Yavé vivida en plenitud en la oblación «para quitar los pecados del mundo» (v. 28; cf Mar 10:45; Flp 2:6-11). «Qui [Christus] pro amore hominum factus in similitudinem carnis peccati, formam servi Dominus assumpsit, et in specie vulnerati medicus ambulavit. Hic nobis Dominus et minister salutis, advocatus et iudex, sacerdos et sacrificium», proclamará a continuación la liturgia galicana y toda la iglesia en una feliz sí­ntesis cristológica

IV. El sacerdocio del pueblo sacerdotal y de los ministros ordenados
«En Cristo es, pues, abolida la distinción entre sacerdote y ví­ctima, entre culto y vida. Por otra parte, este sacrificio, siendo el cumplimiento de la voluntad de Dios, agrada a Dios, es aceptado por Dios, transforma la humanidad de Cristo y la une perfectamente a Dios. Así­ son abolidas todas las separaciones entre Dios y la ví­ctima-sacerdote. Al mismo tiempo es abolida la última separación, o sea, entre el sacerdote y el pueblo, porque el sacrificio de Cristo es un acto de solidaridad extrema con los hombres, hasta tomar sobre sí­ su muerte para salvarles.»‘
1. EL SACERDOCIO COMÚN DE TODOS LOS CREYENTES. Gracias al sacerdocio-sacrificio de Cristo y por medio de él, todo cristiano tiene ahora la posibilidad de acceder al Padre (Heb 7:25; Efe 2:18) sin ninguna limitación. Se ve aquí­ también la diferencia con el sacerdocio israelita, donde sólo el sumo sacerdote podí­a ejercitar plenamente el sacerdocio, y únicamente en el dí­a de la expiación. Además, el sacrificio que los cristianos son llamados a ofrecer al Padre se sitúa decisivamente en el plano personal de un culto espiritual (Rom 12:1). Este se realiza en concreto al renovar la propia vida a la luz de la voluntad de Dios (Rom 12:2), siempre en paralelismo y en dependencia del sacerdocio-sacrificio de Cristo, y al vivir plenamente compartiendo los propios bienes «porque Dios se complace en tales sacrificios» (Heb 13:16).

Esta dinámica de vida en la presencia de Dios y en la comunión de los hermanos tiende a la perfección sacerdotal (Heb 10:14). Hace al bautizado piedra viva para «ser edificado en casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer ví­ctimas espirituales aceptas a Dios por mediación de Jesucristo» (1Pe 2:5; cf 2,4-10 como relectura eclesial de Ex 19). En la conciencia de la renovación bautismal y de la incorporación del hombre a Cristo será subrayada la responsabilidad del cristiano-sacerdote, capaz de ofrecer a Dios sacrificios de justicia, de elevar al Padre oraciones, de anunciar el reino difundiendo la palabra de Dios. «Como el sacerdocio de Cristo, que abarca toda su vida, no se limita a la acción sacrificial de la cruz, así­ la dignidad sacerdotal de los fieles no se puede circunscribir a la ofrenda solamente, sino que se extiende a toda su vida» s. Una vida marcada por el culto a Dios y por el sacerdocio fraterno (1Pe 2:5) y subrayada por el amor recí­proco y el servicio de la palabra (1Co 12:14).

2. ORIGEN DE LOS MINISTERIOS ORDENADOS. Desde el contexto eclesiológico del NT y desde la naturaleza especí­fica del sacerdocio de Cristo se puede llegar a la fundamentación histórico-teológica del sacerdocio ministerial u ordenado. El itinerario está bien delineado en el decreto del Vat. II sobre el ministerio y la vida sacerdotal.

«Nuestro Señor Jesús, al que el Padre santificó y envió al mundo (Jua 10:36), hace partí­cipe a todo su cuerpo mí­stico de la unción del Espí­ritu con que fue él ungido (cf Mat 3:16; Lev 4:18; Heb 4:27; Heb 10:38): pues en él todos los fieles son hechos sacerdocio santo y regio, ofrecen sacrificios espirituales a Dios por Jesucristo y pregonan las maravillas de aquel que de las tinieblas los ha llamado a su luz admirable (cf 1Pe 2:5.9). No se da, por tanto, miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo, sino que cada uno debe santificar a Jesús en su corazón (cf 1Pe 3:15) y dar testimonio de Jesús con espí­ritu de profecí­a (cf Apo 19:10; LG 35). Ahora bien, el mismo Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función (Rom 12:4), de entre los mismos fieles instituyó a algunos por ministros, que en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados (cf conc. Tridentino, DS 1764 y 1771) y desempeñaran públicamente el oficio sacerdotal por los hombres en nombre de Cristo. Así­ pues, enviados los apóstoles como él fuera enviado por su Padre (cf Jua 20:21; LG 18), Cristo, por medio de los mismos apóstoles, hizo partí­cipes de su propia consagración y misión a los sucesores de aquéllos, que son los obispos (cf LG 28), cuyo cargo ministerial en grado subordinado, fue encomendado a los presbí­teros (cf ib), a fin de que, constituidos en el orden del presbiterado, fuesen cooperadores del orden episcopal para cumplir la misión apostólica confiada por Cristo (cf Pontificale romanum, De ordinatione Presbyteri, Praefatio). El ministerio de los presbí­teros, por estar unido con el orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su cuerpo. Por eso, el sacerdocio de los presbí­teros supone, desde luego, los sacramentos de la iniciación cristiana; sin embargo, se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbí­teros, por la unción del Espí­ritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así­ se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza (cf LG 10)» (PO 2).

a) Es evidente que el sacerdocio del pueblo santo de Dios es un hecho real que habilita para llevar a cabo un auténtico culto. Pero este culto tiene valor y puede realizarse tan sólo gracias a la intervención del único mediador, Cristo, capaz de enlazar al hombre con Dios. No hay culto cristiano y menos todaví­a se da una relación con Dios sin la mediación de Cristo (cf Rom 5:1; Efe 2:6.18; Heb 13:15.21…). Por esto es necesaria la intervención de «ministros de la nueva alianza» (2Co 3:6), que ciertamente no son mediadores, sino simples y, sin embargo, indispensables sacramentos de la mediación de Cristo. La unicidad de la mediación de Cristo está, por tanto, en el origen del sacerdocio ministerial. Ministerial porque, por una parte, está al servicio del sacerdocio de Cristo, del que es sacramento; por otra, porque está al servicio del sacerdocio común de los creyentes, que es el que nos introduce en la obra mediadora de Cristo y nos unifica en la comunión eclesial.
b) Es evidente también que en un primer momento los apóstoles no se plantearon el problema del sacerdocio ministerial o de determinadas ordenaciones. La vida eclesial y la misión de los individuos se desenvolví­a aún en virtud de la palabra de Cristo, de su vocación y del mandato dado por él a los apóstoles y discí­pulos.

Pero el problema se agudiza ya en la segunda generación, la de Lucas y Pablo. Se trata, en efecto, de establecer una relación vital con Cristo que lleve a una implicación personal con el fin de poder acoger el Espí­ritu del Señor y de anunciar su palabra de salvación con una indiscutible fidelidad al mensaje original (cf 2Ti 1:6). A partir del modelo apostólico -como se ve claramente en las cartas Pastorales- el «sacerdote ordenado» (el término técnico es posterior) concreta su misión «con la fe y la caridad de Cristo Jesús». Esa misión consiste principalmente en guardar, vivificándolo a través de una continua obra de actualización, «el preciado depósito por la virtud del Espí­ritu Santo, que habita en nosotros» (2Ti 1:13-14). La institución del ministerio ordenado responde a la «necesidad de proveer al cuidado pastoral de las futuras iglesias, cuando carezcan de la actuación y del prestigio de los apóstoles y de sus primeros colaboradores. La conciencia de esta necesidad no aparece como un puro dato empí­rico, sino que se funda en el valor esencial de la tradición, sentida como la continuidad indispensable de la transmisión, a lo largo del tiempo, del único mensaje sobre el que se funda la iglesia que es el mensaje apostólico».

c) «Ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios» (cf 1Co 4:1), el sacerdote del NT sigue la escuela de los apóstoles para vivir un especial seguimiento de Cristo que le haga disponible para el servicio de la palabra y de la mesa (cf Heb 20:11; Heb 10:16; Heb 11:17-34, y la problemática que surge en Heb 6:1-7), colaborando dócil y responsablemente con los apóstoles ( Heb 15:22-27).
Es difí­cil determinar cuál era la función especí­fica del ministro ordenado en el NT y, más todaví­a, si habí­a un servicio litúrgico o comunitario limitado sólo al ministro. El vocabulario mismo es bastante variado y destaca en especial a dos grupos de personas con funciones sacerdotales: apóstoles-presbí­teros (Heb 15:2.4. 6.22ss; Heb 16:4) y obispos-diáconos (Flp 1:1 : cf también Clemente Romano, 1.a ad Cor 42, y Didajé 15,1. Obsérvese que Policarpo, que escribe hacia el 130 a la comunidad de Filipos, se dirige al grupo presbí­teros-diáconos).

«A nivel del NT estamos todaví­a lejos del ordenamiento bien estructurado que algunas iglesias conocerán en el siglo siguiente. Se advierte que la organización de la comunidad cristiana está en plena evolución, con un ritmo más o menos rápido según los lugares. Desgraciadamente, los textos de que disponemos tienen demasiadas lagunas como para ofrecernos una idea exacta.» .

d) A pesar de la falta de certeza en las fuentes -que no tienen la pretensión de ofrecer un tratado sistemático de la doctrina y de la praxis cristiana con relación al sacerdocio-, se puede observar en el NT la existencia de grupos (consejos) de ancianos, los presbí­teros: este grupo constituye el paralelo cristiano de la institución judí­a de los responsables de las sinagogas, con funciones que incluyen también el campo material. De este tipo debí­a ser también el grupo de siete ministros de que habla Lucas (Heb 6:1-6). Igual habí­a sido además la estructura de gobierno de las nuevas comunidades misioneras (Heb 14:23; 1Ts 5:12s; He 20). En estas pequeñas asambleas surgen de entre los presbí­teros algunos dedicados de un modo particular a la predicación y a la enseñanza: éstos podrí­an haber formado el grupo responsable de los episcopi (= vigilantes, inspectores), un comité ejecutivo restringido y estable que se diferencia de los otros presbí­teros, los cuales desarrollan más bien una función de consejeros o diputados con responsabilidad y deberes limitados y subordinados.

e) Esta delimitación no explí­cita entre obispos y presbí­teros -estos últimos con el encargo particular de vigilar y presidir la comunidad puede haberse prolongado durante algún tiempo en las iglesias cristianas. Pero un cierto presbiterianismo, que se encuentra en algunos padres (sobre todo en Jerónimo, aunque también en Ambrosio, Pelagio, Juan Crisóstomo y Teodoro de Mopsuestia) y más tarde en el medievo (por ejemplo, Rabano Mauro), pudo tener su origen en una lectura, posterior e independiente, más restringida de las cartas Pastorales y de Flp 1:1.

Con la penetración del cristianismo en el mundo grecorromano, se diferencian cada vez más dos corrientes de pensamiento, que se podrí­an denominar petrina y paulina. A cada una le corresponde también un determinado modelo de gobierno de la comunidad: el primer modelo está constituido por el gobierno colectivo de los presbí­teros (Jerusalén, y desde allí­ en Palestina, Egipto, norte de Africa y el sur de España); el segundo se caracteriza por la dirección monárquica propia de Antioquí­a, que a través de Asia Menor y de Iliria llega hasta las Galias. Las dos actitudes asumen también actitudes diferentes ante el judaí­smo, registran en ocasiones algunos radicalismos (son tí­picas las posiciones posteriores de Cerinto y Marción, respectivamente), pero logran reencontrase en la unidad gracias a la función mediadora y armonizadora de Roma: en la Tradición apostólica de Hipólito (t 220), el centro de la cristiandad logrará formular «una ví­a intermedia entre las dos corrientes».

V. El sacerdote en la historia de la liturgia y en la teologí­a
Para la comprensión del sacerdocio cristiano, de la situación actual y de las posibilidades futuras de precisar su identidad -la cual debe hacer referencia continuamente a Cristo y a la situación concreta de los hermanos a los que se dirige el servicio , no se pueden ignorar las principales etapas del camino histórico recorrido por el sacerdote, desde la época apostólica neotestamentaria hasta llegar al Vat. II y a la actual etapa posconciliar. La perspectiva histórica es, por lo menos, útil para evitar la fácil tentación de retomar opciones nuevas, cuyos peligros y lí­mites ya ha evidenciado la antigüedad. Además, se debe superar la segunda y permanente tentación, la de hacer opciones operativas bajo el apremio de las circunstancias concretas, teniendo después la pretensión de darles una justificación teórica y ¡quizá incluso consiguiéndolo! Un tercer elemento importante a señalar en la panorámica histórica nos viene dado por las abundantes reflexiones teológicas y soluciones concretas a las que las circunstancias del tiempo no permitieron madurar o sobrevivir: algunos hechos y pensamientos del pasado merecen ser reconsiderados como sugerencias, por lo menos interesantes, en la búsqueda de soluciones a problemas iguales o análogos que la iglesia de hoy debe afrontar.

1. DE LOS TIEMPOS APOSTí“LICOS A LA EPOCA CAROLINGIA. Toda función eclesial que se desarrolla con autoridad y de modo permanente, en el NT es conferida siguiendo un rito. Este presenta algunos elementos fijos en las diversas situaciones investigadas, pero no se puede afirmar que se trate siempre de un único e idéntico ritual y sobre todo es cierto que no se conferí­a el mismo oficio ministerial.

Habida cuenta de los episodios involucrados en esta problemática (Heb 6:16; Heb 13:1-3, y en especial 1Ti 4:14; 1Ti 5:22; 2Ti 1:6), la ordenación ministerial comprende los siguientes momentos principales: el nombramiento/elección de los candidatos, un (eventual) ayuno de preparación inmediata, la imposición de las manos -hecha normalmente por el colegio de los apóstoles o de los presbí­teros-, acompañada por una oración. Es innegable la analogí­a del rito con la ordenación rabí­nica, pero es siempre difí­cil establecer una eventual dependencia directa.

De todos modos, la función principal de los ministros ordenados es el servicio apostólico con toda la riqueza de sus contenidos, entre los cuales sobresalen el ministerio de la palabra, la atención pastoral y la presidencia de la eucaristí­a, esta última entendida como la culminación de la caridad-comunión eclesial y, por lo tanto, centro de la vida cristiana, sacramental y profana. Por otra parte, la referencia a la eucaristí­a supone ya una relectura del NT a partir de la experiencia posterior -al menos a partir de Clemente Romano e Ignacio de Antioquí­a (ss. 1-1)-, pero no es un hecho casual. Como en otros temas de los que el NT no dice nada o casi nada, «no se trata tanto de encontrar textos explí­citos en los escritos apostólicos (o de forzarlos con interpretaciones arbitrarias) cuanto de penetrar en la lógica interna de la vida de la iglesia primitiva».

El cuadro fundamental de la ordenación sacerdotal neotestamentaria vuelve a encontrarse a comienzos del s. In en la Tradición apostólica de Hipólito: ésta nos da testimonio de los usos litúrgicos de Roma en su época y del desarrollo ya alcanzado en la estructuración de los ministros ordenados. Hipólito reconoce un carácter particular a tres servicios eclesiales, de los que son sujetos el obispo, el sacerdote y el diácono. De éstos se tiene el primer testimonio explí­cito en Ignacio, pero la Tradición apostólica subraya su unidad ministerial fundamental, aun contando con las diferencias que derivan de su función especí­fica, a través del término técnico de la imposición de las manos (cheirotoneí­n). Este término significa imponer las manos -desde el s. Iv se traducirá por ordenar- y es importante porque atestigua una ordenación litúrgica además de orientar la vida del ordenado hacia un compromiso litúrgico-eucarí­stico.

Hipólito no alude a la elección de los presbí­teros; sin embargo, nos da importantes datos sobre su ordenación: el sacerdote es ordenado por el obispo, el único que pronuncia la oración. Los miembros del presbiterio tan sólo extienden las manos con la función de sello (sphragí­zein), criterio último para la ordenación en el ministerio eucarí­stico. En la breve plegaria de ordenación -que quizá se remonta a una comunidad presbiteriana- está presente, dándosele una gran importancia, la dimensión pneumática del sacerdocio, que confirma y explicita el gesto bí­blico-judí­o de la imposición de las manos; se alude también por primera vez a la tipologí­a veterotestamentaria (Moisés) que se encontrará de nuevo en textos posteriores (por ejemplo, Serapión de Tmuis, en el s. 1v, en Egipto…). Es interesante observar que, según Hipólito, la imposición de las manos u otro gesto/rito de ordenación presbiteral resulta superfluo en el caso de los confesores, que han sufrido persecución por la fe, porque con su testimonio han demostrado poseer ya el Espí­ritu (sin embargo, dado que no tienen el poder de transmitir el Espí­ritu, también los confessores deben ser ordenados en el caso de que lleguen al episcopado).

Falta en el caso del presbiterado el otro gesto litúrgico significativo que se encuentra en el s. III en diversas ordenaciones episcopales, y que también tiene paralelos judí­os: la entronización. En efecto, este gesto evidencia quizá más que ningún otro la sucesión apostólica y la función magisterial y judicial de la persona que ha tomado posesión de su sede: deberes que competen especialmente al obispo, como sumo sacerdote de la iglesia local.

Sin embargo, en su actividad de gobierno pastoral el obispo es ayudado por los presbí­teros a dos niveles: a) Junto al obispo en los primeros siglos se encuentra siempre un colegio de sacerdotes que interviene en la ordenación de los presbí­teros, como se ve en la Tradición apostólica; participa en la elección, pero no en la ordenación, de los obispos; aconseja al pastor en los casos difí­ciles, como fue, por ejemplo, el cisma en los tiempos del papa Cornelio. No hay, sin embargo, un consejo presbiteral «junto al obispo con poderes distintos. Hay un presbyterium en torno al obispo. Y éste llama a los sacerdotes sus cumpresbyteri. Pero él es su cabeza: es él el que da unidad al presbyterium, como da unidad a la iglesia. b) Con la difusión del cristianismo y la imposibilidad/inoportunidad de instituir iglesias locales con obispo propio, el cuidado pastoral de algunas zonas rurales y de la ciudad se entrega a los sacerdotes. Actúan de modo suplente con facultades todaví­a limitadas y con una especial referencia al único pastor de la iglesia local. A éste le pertenece siempre, por ejemplo, la bendición del crisma para la confirmación. En la iglesia de Roma hay dos elementos particulares significativos: el uso del fermentum, a través del cual «la iglesia romana se mantiene como una única communio, aunque existan diversas celebraciones eucarí­sticas en un mismo dí­a (domingo)», y las liturgias estacionales, que también quieren indicar la unidad eclesial de una zona relativamente amplia, en la que actúan varios sacerdotes, siempre en estrecha comunión con el único obispo.

Otro elemento que subraya la unión del sacerdote con el obispo y la iglesia local -el principio es válido en Oriente y Occidente durante toda la antigüedad; en Occidente desaparece definitivamente en el medievo- es sancionado por el canon VI del concilio de Calcedonia (451): «Nadie debe ser ordenado sacerdote o diácono, o constituido en cualquier función eclesiástica, de modo absoluto. Por el contrario, el que es ordenado debe ser asignado a una iglesia de la ciudad o del pueblo, a la capilla de un mártir o a un monasterio. El santo Sí­nodo manda que toda ordenación absoluta sea nula» (COD 66).

Según este cuadro de la vida eclesiástico-litúrgica, el tí­tulo de sacerdos, atestiguado a partir del 200 más o menos, designa simplemente al obispo en relación con su servicio litúrgico. En la medida en que el sacerdote participa del ministerio litúrgico del obispo, también será reconocido como sacerdos. En la época carolingia este tí­tulo se atribuí­a indistintamente tanto al obispo como al sacerdote, mientras que en Oriente ese uso ya se habí­a difundido antes (ss. Iv-v).

Mientras tanto, el rito de ordenación evoluciona de modo homogéneo, ampliándose y enriqueciéndose cada una de sus partes. Estudiando los Sacramentarios y los Ordines Romani, pueden obtenerse algunas noticias: en Roma, hasta León Magno (± 461), todos los domingos podí­an hacerse ordenaciones. Es seguro que desde el pontificado de Gelasio 1 (j- 496) en adelante fueron dí­as de ordenación solamente los sábados de las cuatro témporas (perí­odo de ayuno). En los miércoles y viernes anteriores era posible hacer un escrutinio público sobre la idoneidad de los candidatos, mientras que el lunes los electi habí­an prestado juramento acerca de la falta de impedimentos que podrí­an anular la ordenación (se trata de los «quattuor capitula» inherentes a pecados sexuales que, en cualquier caso, reducí­an a los culpables al estado de penitentes públicos, con el consiguiente impedimento para toda ordenación canónica).

El desarrollo del rito de la ordenación del sacerdote es lineal: consta de una llamada de los candidatos, una oración de introducción del pontí­fice (obispo), una oración litánica del pueblo y una oración conclusiva del pontí­fice. El núcleo central del rito está constituido por la imposición de las manos (en silencio), al que sigue la oración consecratoria,que se remonta a los ss. iv-v, y que se ha conservado incluso en la reciente reforma litúrgica [-> Orden/ Ordenación]. Son ritos complementarios la entrega de la estola y de la casulla antes de la ordenación, y el beso de la paz en el momento de su conclusión.

De la importante oración de ordenación se pueden resaltar al menos dos elementos: a) la ampliación de la tipologí­a veterotestamentaria con una referencia a los hijos de Aarón, y quizá también a los levitas; b) la importancia dada a la subordinación del presbí­tero al obispo. Se habla, en efecto, del sacerdote en términos de «vir sequentis ordinis, secundae dignitatis», volviendo a hacer uso de un concepto conocido desde León Magno y que se remonta hasta Orí­genes.

En el plano teológico se afirma también la idea sostenida por san Agustí­n en la polémica contra los donatistas, los cuales afirmaban la necesidad de una vida integérrima en los sacerdotes para la validez de las acciones sacramentales realizadas por ellos. El obispo de Hipona coloca en el centro de la vida de la iglesia el sacerdocio de Cristo, cuya acción permanece válida incluso cuando el sacerdote es indigno. Esta refutación de la doctrina donatista merece ser recordada por el abuso que después se hará de ella para sostener las ordenaciones absolutas y la visión unilateral del carácter sacramental del ordenado.

2. DE LA EPOCA CAROLINGIA AL CONCILIO DE TRENTO. Este perí­odo presenta toda una serie de procesos transformadores del sacerdocio cristiano -en parte ya comenzados anteriormente- hasta alterar de manera notable su fisonomí­a. Desde el punto de vista del ritual, el perí­odo carolingio, con la difusión de los centros de irradiación litúrgica franca y germánica, produce un desequilibrio en el rito de la ordenación, con diversas consecuencias negativas incluso para la comprensión teológica del sacramento.

Al sacerdote se le contempla cada vez más con una especie de aureola sacralizada: a este respecto es paradigmática la unción de las manos del neo-ordenado, que se realiza según una costumbre importada del ambiente celta de los paí­ses francos. Al comienzo del s. Ix esa unción es comprendida y transmitida con estricta referencia a la consagración eucarí­stica. Esta ampliación ritual, que objetivamente tiene escasa importancia y de la que se tienen indicios en Roma hacia el 925-, sanciona y favorece igualmente una visión alterada del presbiterado. Sacando las consecuencias extremas, poco después (ss. xII-xnI) se acaba por atribuir al sacerdote solamente el apoder sacramental, no reconociéndole ya la missio de ministro de la palabra. En el s. x es codificada también en el Pontifical Romano Germánico la entrega de los instrumentos. Para el presbí­tero son la patena y el cáliz, entregados al ordenado después de la unción de las manos con las siguientes palabras: «Recibid el poder (accipite potestatem) de ofrecer el sacrificio a Dios y de celebrar la misa tanto por los vivos como por los difuntos en el nombre del Señor». Y de hecho, en una perspectiva desvinculada de la mejor tradición litúrgica, la teologí­a escolástica sanciona, como materia de la ordenación presbiteral, esta entrega de los instrumentos y, como forma, las palabras que la acompañan.

«El presbiterado se confiere por la entrega del cáliz con el vino y de la patena con el pan… De igual modo para los restantes órdenes, a los cuales se asignan ios objetos correspondientes a su ministerio»: es la conclusión del magisterio en el «decreto para los armenios» del concilio de Florencia de 1439 (DS 1326).

Este colocar al presbiterado en relación unilateral con la eucaristí­a denuncia otra dificultad: la exclusión del episcopado del sacramento del orden y la concepción que ve en el mismo presbiterado la más alta forma del sacramento. En consecuencia, en el segundo milenio y hasta 1947 -cuando se promulga la constitución apostólica Sacramentum Ordinis-, cada vez que se habla de orden y de sacerdocio se hace de ordinario referencia solamente al presbiterado, buscando, al máximo, lo que los obispos tienen o hacen de más y los diáconos de menos.

Una ulterior piedra de tropiezo, que afecta principalmente a los obispos, pero que también tiene alguna consecuencia para el clero, es la distinción -y a menudo la separación de hecho- entre potestad de orden y potestad de jurisdicción. Además de todas las confusas interferencias que se siguen de ella, no se puede olvidar la marginación forzada del sacerdocio al mundo litúrgico sacramental a costa de una atenta y obligada pastoral.

Para enrarecer ulteriormente esta situación tan precaria, a partir de la época carolingia se agudiza cada vez más el problema de la lengua, que llega a ser prácticamente incomprensible. Se observa entonces el siguiente y paradójico fenómeno: el servicio del sacerdote tiende a restringirse a la celebración de la misa; pero, de hecho, la eucaristí­a se reduce progresivamente a un acto privado.

A este respecto son significativos los formularios litúrgicos de las misas que el sacerdote celebra para sí­ mismo. Estas oraciones son bastante abundantes en los Sacramentarios carolingios y en los Misales posteriores; junto con las apologí­as de los Ordo Missae, atestiguan la autoconciencia que los sacerdotes tení­an de sí­ mismos. Aun teniendo en cuenta los diversos géneros literarios, resulta predominante la visión negativa del propio estado de criatura, indigno, frágil y sometido a todo tipo de tentaciones. En la mayor parte de los textos, el servicio sacerdotal es contemplado exclusivamente en relación con el altar y el sacrificio. Son muy raras las alusiones al aspecto existencial del ministerio, que hace del mismo sacerdote una ví­ctima viviente; como también es escaso el relieve dado a sus responsabilidades sociales y al bien público. Sin embargo, el conjunto de las oraciones «pro ipso sacerdote» se corrige con los numerosos formularios por vivos y difuntos, que abarcan a todas las categorí­as sociales, y con las numerosas misas para las circunstancias más diversas.
No faltan tampoco, sobre todo con la renovación del s. xl, excelentes intervenciones del clero en la vida del pueblo cristiano, un renacer de la praxis penitencial y una reforma del rito de las exequias (con la absolución del difunto): ni se debe infravalorar el particular momento histórico que siente el fervor de las cruzadas con todo un mundo de religiosidad en efervescencia; baste pensar en la difusión de las indulgencias y en la confianza ciega en la autoridad del sacerdote, sobre todo en los centros rurales. A pesar de todo, y no sólo en el s. x1, prevalece en general «un ideal de vida clerical… según la concepción ascética medieval, en la que se pone el acento más en el ejercicio personal y colectivo de las virtudes que en la actividad externa de la cura animarum (sobre todo administrativa)
En su aspecto global y por diversos motivos, la situación del pueblo de Dios sufre a largo plazo las consecuencias de la actitud pastoral pasiva asumida por el clero, al que se atribuye al menos en parte la responsabilidad del debilitamiento de la fe y de la vida cristiana. Dos hechos significativos: la prescripción del Lateranense IV (1215) que obliga a la confesión y comunión anuales (DS 812), y la devoción cada vez más extendida de ver la hostia.

Se entró prácticamente en un callejón sin salida, que da lugar a un cí­rculo vicioso: una decadente teologí­a del sacerdocio ha desfasado los términos de la realidad sacramental con acentuaciones parciales y deformantes; todo esto se refleja en los ritos de ordenación y en la acción del sacerdote, que toma un camino que reduce progresivamente sus funciones originarias y especí­ficas; pero esta praxis a su vez reclama una justificación de orden especulativo, que no falta nunca.

En el desarrollo ritual, los años 1292-95 ven la aparición de un nuevo Pontifical, redactado por Guillermo Durando, obispo francés de Mende. La mayor diferencia con respecto a las fuentes precedentes es un apéndice de los ritos, que se encuentran desplazados o introducidos por primera vez después de la comunión: el rezo o canto del credo, otra imposición de manos y el juramento de obediencia. Este será el ritual que servirá de modelo inmediato al Pontilcalis Liber de 1485, y en la práctica también para las ediciones sucesivas del Pontifical romano hasta la reciente reforma conciliar (1968).

3. DEL CONCILIO DE TRENTO AL VAT. II. La situación del clero, que, como se ha podido observar, no era la mejor en cuanto a vida espiritual y compromiso pastoral, no podí­a dejar de constituir un tema de interés para los reformadores del s. xvl, entre otras cosas porque los intentos de recuperación intraeclesial habí­an dado resultados positivos pero restringidos en el ámbito de las órdenes religiosas. En este momento, un gran número de sacerdotes no ejercitan ya ningún ministerio, y mucho menos desarrollan una actividad misionera centrada en la palabra. Hay una inflación de misas privadas, celebradas en cualquier rincón y, fuera de las misas privadas, los sacerdotes se contentan con recitar el breviario.

Los reformadores tienen en cuenta algunas crí­ticas precedentes (por ejemplo, la de Wycliff), pero van más allá de una polémica que afecte tan sólo a la praxis. Se enfrentan decididamente con el problema del sacerdocio desde una perspectiva diferente de la acostumbrada. Hacen patente de modo positivo el sacerdocio de los fieles y el ministerio pastoral del sacerdote ordenado, ministerio que se concreta en la predicación de la palabra y en la administración de los sacramentos. La óptica luterana y calvinista es, por esto, eclesiológica, no eucarí­stico-sacramental en un sentido reductivo; y, de hecho, se subraya también la unión entre el sacerdote y su comunidad local. Pero, negativamente, los reformadores llegan a rechazar el carácter sagrado y permanente del sacerdote, excluyendo también la relación sacerdocio-sacrificio eucarí­stico tal como se interpretaba en el área católica tradicional.

«Lutero, en su polémica contra el sacerdocio católico, no intentaba [sin embargo] destruir el ministerio disolviéndolo en el sacerdocio universal de los fieles. Pensaba en el ministerio como una institución indispensable para la iglesia y querida por Cristo, ordenada a la predicación del evangelio y al cuidado pastoral de las comunidades cristianas a través de la administración de los sacramentos, consagrada por un rito de ordenación en el que se comunica realmente el don del Espí­ritu… También en Calvino el rechazo del sacerdocio es el rechazo de un modo de concebir el sacerdocio, es decir, de entenderlo como ordenado a la celebración del sacrificio. Atribuye a los ministros de la palabra el nombre de sacerdotes, pero en el sentido paulino de Rom 15:16, o sea, en cuanto que, convirtiendo los pueblos a Dios por medio de la predicación del evangelio, los ofrecen a Dios. También acepta la ordenación, siempre que admita sólo el rito apostólico de la imposición de las manos, sin la unción; y sobre todo con tal de que su objeto sea el de apacentar el rebaño de Dios con la predicación y los sacramentos, y no el de sacrificar.»
La falta de una teologí­a adecuada -o quizá, mejor, de una voluntad decidida, si se considera el esquema doctrinal de 1552, desgraciadamente desaparecido en las sucesivas sesiones- lleva al concilio de Trento a un camino paralelo y divergente con respecto a la dirección teológica de la reforma. El razonamiento no es eclesiológico, sino simplemente sacramental y motivado por posiciones apologéticas de defensa. Se centra, por tanto, en el oficio sacrificial del sacerdote, que permanece separado del más amplio contexto vital de la ministerialidad de la iglesia. De todos modos queda abierta la posibilidad de un desarrollo posterior, como se hizo, tras un estancamiento de varios siglos, en el Vat. II.

En las dos sesiones (la XXII y XXIII) sobre el sacrificio de la misa y sobre el sacramento del orden, al establecer la doctrina acerca del presbiterado, el punto de partida es el sacramental eucarí­stico (DS 938), y toda la exposición tridentina continúa expresando diversas variaciones sobre este tema: sacerdote (presbí­tero)-eucaristí­a (cf, por ejemplo, DS 949; 957; 958). Adolece de una concepción restringida del sacerdocio, que excluye al episcopado del sacramento. Por esto, al tratar la institución del presbiterado -durante la última cena- se pasa inmediatamente de los apóstoles a los sacerdotes, haciendo aquí­ y en alguna otra parte alguna indicación sobre la unión orgánica sacramental entre estos últimos y los obispos (cf DS 960).

El enfrentamiento con los reformadores insta además a Trento a restringir al mí­nimo toda alusión al ministerio de la palabra y a la misión pastoral, mientras que pone en evidencia otros puntos objeto de discusión, como, por ejemplo, el carácter permanente del ministro ordenado (DS 960). Toda la problemática del sacerdocio y de su institución como la de su función es vista siempre de modo exclusivo en relación con la cena del jueves santo y con la eucaristí­a.

«Este modo de pensar será reforzado, de otra parte, por la tendencia historizante de la liturgia (una tendencia que ya existí­a desde tiempo atrás), que corre el riesgo de aislar la cena no solamente del resto de la vida de Cristo, sino también de los demás aspectos del misterio pascual y de pentecostés. A esta investidura del jueves santo, se unirá muy de cerca la consagración de las manos del sacerdote, hasta el punto de que durante muchos siglos esta consagración pasó por ser el rito fundamental de la ordenación de los sacerdotes. Esta concepción del origen del presbiterado (identificado con el sacerdocio) ha tenido una resonancia considerable, no porque sea criticable como tal, sino por el uso que se ha hecho de ella»» en Trento mismo y después del concilio.

Un factor importante para la vida sacerdotal es puesto en marcha por el concilio de Trento con la institución de los seminarios (sesión XXIII, cap. 18) para la formación de los sacerdotes desde el punto de vista espiritual y cultural. En esta lí­nea se registran algunos importantes movimientos, mientras que, desde otro punto de vista, la teologí­a del sacerdocio y del presbiterado en particular no se abre a perspectivas nuevas y relevantes durante algunos siglos. A partir del ejemplo de los seminarios de Roma y Milán (san Carlos Borromeo) se abren instituciones parecidas en muchos lugares, especialmente en Italia y en Francia. A la formación del futuro clero se dedican personalidades importantes, como Pedro de Bérulle con sus Oratorianos, san Vicente de Paúl con los sacerdotes de la Misión, y la Congregación de san Sulpicio, animada por Jean Jacques Olier. Al final del s. )(vil, en Italia, la iniciativa de san Gregorio Barbarigo, obispo de Padua, es un ejemplo significativo y seguido. También bajo el impulso de la formación seminarí­stica se perfilan ahora de un modo claro dos corrientes de vida sacerdotal. La primera, misionera, se agrupa en torno a las nuevas instituciones que renuevan la vida sacerdotal y religiosa. La segunda corriente tiene un carácter marcadamente espiritual-devocional; en ella se ve la huella de una formación seminarí­stica modelada a menudo sobre el ejemplo de la vida religiosa monástica.

Pero más que una espiritualidad presbiteral, el clero desarrolla una piedad anclada en la misa, en el culto eucarí­stico y en la devoción al sagrado Corazón. Algunas voces, que conciben la teologí­a de modo contrario a la dirección común, se pierden sepultadas en el olvido o en las polémicas. Un siglo más tarde, por ejemplo, se da el caso de la importante reflexión de Rosmini: afirma con claridad, como quizá ningún otro antes que él en la época moderna, el sacerdocio común de los fieles.

Mayor presión sobre la conciencia eclesial ejercen, por el contrario, un nutrido grupo de sacerdotes filántropos, animados por una profunda fe y un agudo sentido social: de Pallotti a Gaspar del Bufalo, de Juan Bosco a Cottolengo, al tiempo que Juan B. Vianney representa claramente al párroco de una pequeña comunidad rural que irradia la vida cristiana a partir de una intensa piedad personal y de una renovación de la vida sacramental de los fieles. Estos son todaví­a los modelos que actualmente la iglesia propone al clero a través del pequeño esbozo de su fisonomí­a espiritual en las diversas oraciones y lecturas de la liturgia.

Después de la borrasca de las reacciones antimodernistas, algunos importantes documentos del magisterio subrayan fuertemente la espiritualidad sacerdotal, pero sin afrontar o profundizar nuevas puntualizaciones de carácter teológico. Pueden recordarse algunas propuestas de los pontí­fices, como la encí­clica Humani generis (1917), en la que Benedicto XV confirma el compromiso apostólico de la predicación; Ad catholici sacerdotii fastigium fue escrita por Pí­o XI (1935) sobre el sacerdocio en general. Sobre la santidad de la vida sacerdotal llaman nuevamente la atención Pí­o XII con la exhortación apostólica Menti nostrae (1950) y Juan XXIII con la encí­clica Sacerdotii nostri primordia, publicada con ocasión del centenario de la muerte del cura de Ars (1959). (Conviene recordar aquí­ la tradición iniciada por Juan Pablo II de dirigir cada año, con ocasión del jueves santo, una carta «a todos los sacerdotes de la iglesia.»)
Sin embargo, ya en 1947 se habí­an hecho públicos dos documentos significativos con profundas repercusiones. Punto de partida de la renovación teológica y litúrgica del sacramento del orden es la recordada const. apost. Sacramentum ordinis: ésta acaba con las discusiones sacramentales-rituales y abre el camino a nuevas reflexiones sobre el sacramento y sus tres grados. Entre otras cosas afirma que el episcopado es un verdadero sacramento, y que la materia y la forma del sacramento son la imposición de las manos y la oración consacratoria. La Mediator Dei, por su parte, afirma explí­citamente que el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial ordenado se diferencian «esencialmente y no sólo en grado».

Esta afirmación -retomada en documentos posteriores del magisterio (por ejemplo, en LG 10)- origina una fuerte discusión, agudizada sobre todo por el hecho de que la fórmula original quiso responder al problema de una «diferencia de ministerio (más precisamente de poderes) entre sacerdotes ordenados y laicos a propósito de la eucaristí­a». A continuación se produjo una gran confusión, porque de nuevo la misma formulación se usó en sistemas conceptuales y lingüí­sticos diversos: «Confusión de lenguajes, favorecida por el hecho de que el primer uso de la fórmula parece precisamente referirse al ministerio, hablando de él en términos de sacerdocio… En realidad, la urgencia de afirmar la excelencia del sacerdocio ministerial está unida no a la confrontación entre éste y el sacerdocio bautismal, sino entre el sacerdocio ministerial y los diversos ministerios/ carismas… Por otra parte, el sacerdocio común, considerado en sí­ mismo, es cualitativamente superior no sólo al sacerdocio ministerial, sino también a cualquier otro ministerio» 26; problemática ésta todaví­a en fase de una elaboración teológica más precisa.

4. EL VAT. II Y LOS Aí‘OS POSTERIORES. En tres documentos presenta el concilio la identidad del sacerdote de modo explí­cito y particularizado: la constitución LG, el decreto PO «sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes» y el decreto OT «sobre la formación sacerdotal». Estos textos son el punto de referencia obligado para el tiempo posterior; pero, bajo ciertos aspectos, marcan una pausa en la reflexión teológica. Esta última parece ya satisfecha de la valoración dada al episcopado y se dedica a la revalorización de funciones un tanto descuidadas en la historia de la iglesia moderna, no sin polémica, por cierto.

a) La recepción del magisterio y de la reforma conciliar, sin embargo, ha transcurrido de modo lineal, sin muchas novedades. De las reflexiones y discusiones de los padres en el Sí­nodo de los obispos de 1971 no salió nada nuevo, a pesar de las expectativas impacientes de un grupo eclesial deseoso de un cambio en la disciplina latina, que vincula el sacerdocio al celibato.

Una sí­ntesis clara de la sensibilidad teológica conciliar y posconciliar se ofrece en el nuevo Ritual de Ordenes, en donde se descubre la ministerialidad de la iglesia y la estricta unión entre teologí­a y liturgia, recuperada en los últimos decenios. En efecto, es posible reunir en una sí­ntesis teológica los criterios inspiradores que han guiado la revisión de los ritos de ordenación. Se ha querido expresar de un modo más claro la referencia a Jesucristo, fuente y modelo de todo ministerio ordenado; la naturaleza eclesiológica del servicio que se debe vivir y la í­ntima relación con el don del Espí­ritu Santo, que alimenta continuamente su fecundidad y eficacia.

El principio constitutivo y ejemplar de los ministerios ordenados es, por lo tanto, la «diaconí­a»de Cristo; y esto vale también para el sacerdote, para su compromiso apostólico y para su espiritualidad. Es una perspectiva cristológica multidimensional, que se debe concretar en la iglesia, y que se puede resumir en la misión dé Cristo, siervo, pastor, sacerdote y maestro.

La segunda y amplia perspectiva viene dada por la realidad eclesial, manifestada precisamente por la sacramentalidad de la iglesia, por una renovada eclesiologí­a de la comunión, por la complementariedad del sacerdocio común de todo el pueblo de Dios y del sacerdocio de los ministros ordenados. El Espí­ritu del Señor introduce y promueve en la iglesia, toda ella profética, sacerdotal y real, una presencia especial, articulada y jerárquica de los servicios, que, a pesar de la diversidad de esencia y grado, se ordenan a la edificación del único cuerpo de Cristo.

El tercer aspecto en el que se fundan los ministerios es la acción del Espí­ritu, considerado como principio unificador y santificador. La relación indisoluble entre ministerio-misión y acción del Espí­ritu Santo, alma viva de la iglesia, se recuerda en las moniciones introductorias de los ritos, en las cuales se atribuye particularmente a la efusión del Espí­ritu el fiel cumplimiento del ministerio y la verificación de los carismas para el desempeño de los tres principales deberes del oficio pastoral: la reconciliación con Dios en la iglesia, la ordenación armónica de los ministerios y carismas y la realización del culto espiritual del pueblo de Dios.
Esta teologí­a renovada se refleja de modo orgánico y capilar en el nuevo rito de ordenación (1968; trad. castellana, 1979). Como se afirma en la constitución apostólica Pontificalis romani recognitio, «ha parecido necesario dar mayor unidad a todo el rito distribuido en diversas partes y destacar más vivamente el núcleo central de la ordenación: esto es, la imposición de las manos y la oración consecratoria» (RO, p. 10; EDIL 1082).

La oración consecratoria, antiguo texto que ya aparece en el sacramentario Veronense, sufre ahora sólo algunos -pocos- retoques textuales, excepto la conclusión, que es un breve párrafo nuevo que subraya la misión evangelizadora universal del sacerdote. En este elemento se confirma la nueva visión teológica, según la cual ser «sacerdote significa separarse de la vinculación estructural con el cuerpo episcopal, hacia la dimensión universal del misterio de la iglesia». Un segundo elemento importante, existente asimismo en la oración consecratoria y expresado varias veces desde perspectivas diferentes, es la relación entre sacerdote y obispo. Aparte del estrecho punto de vista disciplinar, se trata de recuperar el sentido profundo de esta relación observando que «los presbí­teros deben obedecer a los obispos en la comunión del sacramento del orden, misión de paternidad y fraternidad, como Cristo obedeció al Padre en la comunión de la única naturaleza divina, misterio de paternidad y filiación en la igualdad. La obediencia presbiteral no es para afirmar una superioridad personal de los obispos o para confesar la sujeción personal de los presbí­teros, sino que es solicitada y dada, junto con los obispos, por Cristo y en Cristo al Padre, para afirmar, testimoniar y difundir el misterio de Dios y de su salvación en el mundo».

La ordenación, según las nuevas estructuras rituales, tiene lugar una vez concluida la liturgia de la palabra durante la misa. Entre los ritos introductorios se mantienen y se renuevan la llamada a los candidatos, la declaración del obispo que elige a los ordenandos y la significativa respuesta de aclamación por parte de la asamblea de los fieles, unas palabras del obispo y la declaración de los candidatos que expresan su decisión de ser ordenados y prometen obediencia.

Los ritos explicativos han sido reducidos y desplazados; actualmente son la unción de las manos con el crisma, la entrega de los ornamentos litúrgicos y, sobre todo, de las ofrendas para la eucaristí­a [-> Orden/Ordenación].

b) Problemática ecuménica. En el campo ecuménico se registra un hecho que ha roto el ya precario equilibrio entre las iglesias cristianas, y que para ortodoxos y católicos constituye un obstáculo en el camino de la reconciliación: en 1958 la iglesia luterana sueca admitió al pastoreo a las mujeres. Este ejemplo ha sido seguido poco después por otras iglesias de América y Europa, mientras que en el campo católico ha comenzado toda una serie de intervenciones de distinta naturaleza y con direcciones diversas. Después de una toma de postura de Pablo VI, que expresó un hondo pesar por la orientación tomada por la iglesia anglicana la declaración Inter insigniores, de la sagrada Congregación para la doctrina de la fe (1976), impide a las mujeres el acceso al sacerdocio ministerial, basándose en el hecho de la tradición, en la actitud de Jesús y en la praxis de los apóstoles, e iluminando la dimensión del sacerdocio ministerial desde una perspectiva cristológica y eclesiológica. Entre otras cosas, la declaración afirma, contra una visión socio-democrática del servicio sacerdotal que inviste al sacerdote más allá de su sexo, que es necesario no «olvidar que el sacerdocio no forma parte de los derechos de la persona, sino que depende de la economí­a del misterio de Cristo y de la iglesia. La función del sacerdote no puede ser deseada como el término de una promoción social; por sí­ mismo no da lugar a ningún progreso puramente humano de la sociedad o de la persona; se trata de un orden diferente» [-> Mujer, lI1].

El diálogo ecuménico se concentra sobre todo en la naturaleza de la ministerialidad eclesial, permaneciendo sin embargo a menudo en los aspectos más generales o dando importancia de modo particular al episcopado. La figura del sacerdote se sitúa así­ en un segundo plano, con el peligro de no ser perfilada de un modo adecuado. Un intenso trabajo de reflexión fue realizado por la comisión «Fe y constitución» del Consejo ecuménico de las iglesias en la consulta de Cartigny de 1970, de donde surgieron interesantes datos relativos a la relación ordenación-ministerio-profesión, y donde se sintió la urgencia de hacer convergir las estructuras canónicas de acuerdo con las coincidencias teológicas «.

En septiembre de 1972, el «grupo de Dombes» publica un documento «para una reconciliación de los ministerios», en donde se pide que por parte católica sea reconocida la validez del ministerio protestante, que «en un cierto número de casos, al menos, puede apoyarse en el signo de la continuidad presbiteral». Por parte protestante, además de algún reconocimiento de las realidades existentes en la iglesia católica, se deberí­a examinar y poner «en cuestión la práctica, introducida en algunas iglesias reformadas, de la delegación pastoral para la predicación y para la celebración de la santa cena, dada a fieles que no están ordenados, de modo que no quede oculta la diferencia de carismas entre ministerio ordenado y sacerdocio universal
Entre los resultados del encuentro de Acera (1974) se debe señalar la afirmación de la diversidad de ministerios: «La pluralidad de las culturas eclesiales y de las estructuras ministeriales no compromete la única realidad ministerial, fundada en Cristo y constituida por el Espí­ritu Santo sobre la autoridad de los apóstoles… Dentro de la misma comunidad de fe es posible encontrar juntos estilos diversos de vida eclesial y diferentes estructuras ministeriales, sin que esa comunidad deba constituirse en modelo obligatorio para todas las demás». Acerca de la función especí­fica del sacerdote, se repite que debe ser «comprendida como proclamación del evangelio y administración de los sacramentos».

La persistente situación de estancamiento en lo que se refiere al reconocimiento recí­proco de los ministerios a nivel ecuménico no debe, con todo, ser juzgada sólo de un modo negativo. «El reconocimiento mutuo de los ministerios no debe efectuarse mediante un procedimiento administrativo, ni siquiera haciendo una llamada a la voluntad democrática expresable a través del consenso de las iglesias… Es necesario hacer referencia al pentecostés continuo, al juicio que salva y purifica, a la luz del Espí­ritu»‘.

c) Si se pueden presentar algunas perspectivas para una recalificación teológica y pastoral del sacerdote, éstas deben tener presentes de todos modos algunos datos de hecho. Entre los más evidentes se pueden recordar la necesaria profundización teológica en la ministerialidad de la iglesia. Esta constituye el marco en el que se hace comprensible el sacerdocio ordenado; pero a menudo el razonamiento pasa por encima del sacerdote o minimiza su naturaleza y función al intentar hacer patente la realidad del episcopado y del diaconado. Así­, la renovación teológica de los ministerios no siempre consigue renovar la identidad teológica del sacerdote. En el plano de la vida cotidiana, pocas estructuras han sido tan sacudidas por la revolución social de los últimos decenios como el sacerdote, y en particular el párroco de los lugares medios y pequeños. Para generaciones enteras el párroco ha sido el único punto de referencia espiritual, cultural y social de las comunidades. Hoy es una persona más, a menudo no es la que posee más cultura, ha perdido casi en todas partes su autoridad y no puede enfrentarse con los modelos propuestos por los medios de comunicación de masas. La crisis general de la sociedad separa a los fieles de su iglesia, y el sacerdote se encuentra cada vez más solo y se ve marcado por su enfermedad: el aislamiento que sofoca y deforma la soledad, la resignación que apaga toda esperanza, la amargura que vuelve tristes los dí­as.

Hay muchos modos cómodos y posibles de salir de esta situación, a costa de sacrificar la identidad sacerdotal; por ejemplo, un convulso activismo pastoral o un éxito a bajo precio buscado en actividades mejor remuneradas y más gratificantes. También hay quien se acomoda en la inercia o en el encerramiento pusilánime. Se hace necesaria una recuperación a diversos niveles, comenzando por lo humano: precisando y consolidando las dos relaciones coordinadas fundamentales, vertical y horizontal, que encuentran su concreta realización en la obediencia filial y alegre al padre de la diócesis; en la disponibilidad generosa hacia los hermanos de ministerio, con quienes se construye el primero y más í­ntimo núcleo de comunión de vida en el Espí­ritu.

Sobre esta plataforma de relaciones vividas en plenitud, según la peculiar fisonomí­a espiritual y humana, es posible construir el servicio sacerdotal en sus dos aspectos principales: el servicio de la palabra y la administración de los sacramentos.

El primer servicio implica una triple relación del sacerdote con la palabra: a) una verdadera relación existencial. No se puede limitar el servicio de la palabra a una simple proclamación de una realidad que queda fuera de la vida. Tampoco se trata de llegar a una comprensión del texto y a su apropiación desde el punto de vista cultural. Está en juego un proceso de identificación que debe llevar al sacerdote a ser él mismo el eco de la palabra, la exégesis actual y realista de la palabra de siempre en el dí­a de hoy. Es un aspecto del progresivo itinerario espiritual de divinización del hombre, que ve a la criatura asumir la fisonomí­a de Cristo, dejándole que se haga todo en toda la propia realidad humana, que de este modo se transfigura. Con unas condiciones precisas: el sacerdote se sitúa en la comunidad como invitación y ejemplo para todos a entrar en la escuela de la palabra en sus términos más urgentes y constructivos: las diversas liturgias de la palabra y la lectura divina individual y comunitaria. b) De ello se deriva un peculiar estilo de proclamación que evita rigurosamente toda propuesta persuasiva de tipo intelectual, con un discurso gris en cuanto a los contenidos espirituales y fácilmente acomodaticio. La proclamación debe alcanzar la fuerza de una provocación existencial, que llegue a todo el hombre con una carga de autenticidad y transparencia, con la afirmación clara de los valores evangélicos puestos al desnudo por un estilo de vida simple y pobre, alegre y perseverante en su ir contracorriente, hoy tan necesario. No se trata, por tanto, de acomodar la palabra a las categorí­as de moda, minimizando su carga de choque y su novedad radicalmente incómoda. La palabra ha de resonar en plenitud, sostenida por la convicción de que a ella se debe conformar no sólo el sacerdote, sino la iglesia toda y el mismo mundo que la rechaza al negarla o al quererla deformar. c) Sin embargo, todo esto no puede ser sólo un esfuerzo aislado del sacerdote, sino que es el momento fuerte de toda una pastoral orgánica que se recupera en su núcleo esencial con una introducción personal a la comprensión, comunitaria e individual, de la palabra. Y aquí­ se ve cómo es necesario recuperar también el tiempo y las múltiples ocasiones para desarrollar una paciente acción de dirección espiritual». Solamente si el sacerdote, a través de la meditación de la palabra, encuentra personalmente al Dios personal, sentirá la urgencia de este servicio. Pero esto a su vez implica una intensa vida de oración y de silencio de escucha, de interiorizacióti que no puede ser un estéril repliegue sobre las propias ideas y miserias, sino el concentrarse en el misterio de Dios a fin de lograr la sabidurí­a necesaria para una proclamación veraz de la palabra.

En la administración de los sacramentos el puesto de relieve lo ocupa la eucaristí­a celebrada bajo la presidencia del sacerdote. Esta presidencia está cargada de ambigüedad desde el momento en que se la ha querido identificar simplemente con la presidencia responsable y totalizadora de la comunidad: de la responsabilidad disciplinar a la animación espiritual y la coordinación organizativa. La crisis multidimensional que se ha abatido sobre el sacerdote es una invitación a resituar su función, valorando otros ministerios y poniendo en claro diversas responsabilidades eclesiales, no necesariamente de tipo clerical.

A este respecto serí­a útil una confrontación con una peculiar realidad cristiana como es el monaquismo. Muchas veces se ha puesto en discusión el sacerdocio de los monjes, que no tendrí­a una finalidad pastoral, porque no se ha comprendido que «cierto significado de la iglesia solamente puede manifestarse en ella a través de un sacerdote consagrado únicamente a la búsqueda de Dios». Pero desde siempre el monasterio ha constituido una comunidad-de-base con estructuras y modos de vida peculiares. Dos aspectos son inherentes al problema que ahora afrontamos: el responsable último de la comunidad monástica desde siempre -el CDC va contra la tradición oriental y occidental si y cuando exige el sacerdocio- desarrolla su servicio independientemente del que sea sacerdote y sin identificarse siquiera con la función de padre espiritual. Además, el sacerdocio monástico, más y antes que responder a una exigencia espiritual del individuo, es un servicio a la comunidad. Son el abad (y la comunidad) los que deciden sobre el sacerdocio de los monjes, teniendo en cuenta en primer lugar la situación interna de la misma comunidad.

Esta situación de hecho, reconocida como válida en el ámbito del monaquismo, ¿en qué medida puede ser transferida a otros ámbitos de la vida eclesial? El problema no puede pasarse por alto, especialmente en la perspectiva futura de una presencia de laicos, cualificados en el plano de la cultura teológica, a los cuales la iglesia, y de modo especial los sacerdotes, deben dejar el espacio que les otorga el Espí­ritu. De aquí­ la necesidad de subrayar algunos aspectos esenciales de la vida del sacerdote y de orientar en consecuencia su formación hacia una vida de fe más madura, profundizada en la oración y en la comunión fraterna; oración y caridad fraterna que por sí­ solas hacen al sacerdote aquello que es verdaderamente, por encima de cualquier condicionamiento socio-cultural: sacramento de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres, pan que se deja partir para la salvación de los hermanos, palabra viva de Dios presente entre los hombres.

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B. Baroffio

BIBLIOGRAFíA: Abad J.A., El sacerdocio ministerial en la liturgia hispana, en VV.AA., Teologia del sacerdocio 5, Burgos 1973, 351-397; El carácter sacerdotal en la liturgia hispana, ib, 8, Burgos 1976, 271-303; Bernal J.M., El carisma permanente en la tradición litúrgica, ib, 5, Burgos 1973, 67-96; La identidad del ministerio sacerdotal desde los rituales de ordenación. Balance histórico, en «Phase» 123 (1981) 203-222; Garrido M., La potestad de orden en la Iglesia según la liturgia, en VV.AA., Teologí­a del sacerdocio 8, Burgos 1976, 7-70; Llabrés P., La identidad del ministerio ordenado a partir del ejercicio de la función litúrgica, en «Phase» 123 (1981) 241-254; Llopis J., El sacerdote, servidor de la Palabra y de los sacramentos, en «Phase» 43 (1968) 37-48; Marliangeas B.D., «In persona Christi». «In persona Ecclesiae’; en VV.AA., La liturgia después del Vaticano II, Taurus, Madrid 1969; Niermann E., Sacerdote, en SM 6, Herder, Madrid 1976, 147-157; Rahner K., Siervos de Cristo, Herder, Barcelona 1970; Ramos M., Sacerdocio y sacralidad cristiana, en «Phase» 48 (1968) 497-513; Ratzinger J., El sentido del sacerdocio ministerial, en «Selecciones de Teologí­a» 32 (1969) 332-344; VV.AA., El sacerdocio de Cristo y los diversos grados de su participación en la Iglesia, XXVI Semana Española de Teologí­a, Madrid 1969; VV.AA., Teologí­a del Sacerdocio, «Instituto Juan de ívila» (Facultad de Teologí­a del Norte de España -Sede de Burgos-), un volumen cada año, Burgos 1969ss. En casi todos los volúmenes hay boletines bibliográficos sobre el sacerdocio. Véase también la bibliografí­a de Jesucristo, Ministerio y Orden.

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

SUMARIO: I. En el AT.. 1. Orí­genes: a) Levitas, b) Sacerdotes, c) Nombre. 2. Funciones sacerdotales: a) Oráculos, b) Enseñanza, c) Culto sacrificial, d) Pureza ritual, e) Bendición, f) Custodia del santuario; 3. Estructura del culto sacerdotal: a) Separaciones rituales, b) Sacrificio ritual, c) Esquema de conjunto, d) Mediación; 4. Evolución histórica: a) Sentido de la santidad, b) Sacerdocio y poder, c) Espera escatológica. II. En el NT. 1. Oposición sacerdotal; 2. Posición de Jesús; 3. Misterio de Cristo y culto; 4. Sacerdocio de Cristo: a) Experiencia cristiana, b) Argumento de la Escritura, c) Sacrificio de Cristo; 5. Sacerdocio común: a) Culto nuevo, b) Organismo sacerdotal, c) Reyes y sacerdotes; 6. Sacerdocio ministerial.

I. EN EL AT. La institución del sacerdocio ocupa un puesto considerable en los libros del AT. El hecho no es sorprendente, puesto que el sacerdote es el encargado de las relaciones con Dios. Siendo Israel el pueblo de Dios, las relaciones con Dios revisten en Israel una importancia particular.

1. ORíGENES. El sacerdocio no aparece enseguida en la Biblia. Para dar culto a Dios, / Abrahán no se dirigí­a a un sacerdote. El mismo ejercí­a para su familia las funciones cultuales: construí­a altares (Gén 12:7s; Gén 13:18; Gén 22:9) y ofrecí­a sacrificios (Gén 22:13); de manera semejante Isaac (Gén 26:25) y Jacob (Gén 28:18; Gén 31:54). Los primeros sacerdotes mencionados en la Biblia son extranjeros: Melquisedec, rey de una ciudad cananea y sacerdote (14,18); los sacerdotes egipcios (41,45; 47,22), un sacerdote madianita (Exo 2:16). Para Israel se habla de sacerdotes solamente cuando se ha convertido en pueblo. Pues el sacerdocio es un caso de especialización social. Los sacerdotes ejercen el culto de Dios en nombre del pueblo.

a) Levitas. En Israel las funciones cultuales fueron confiadas a los levitas [/ Leví­tico]. Los textos más antiguos relativos a Leví­ no hacen referencia al sacerdocio (Gén 34:25-31; Gén 49:5ss); pero la bendición pronunciada por Moisés sobre la tribu de Leví­ atribuye a esta tribu las di-versas funciones sacerdotales (Deu 33:8-11). La tradición referida en Jue 17 demuestra que se reconocí­a a los levitas una competencia especial para el culto (Jue 17:7-13).

Su privilegio recibe en el Pentateuco varias explicaciones. Una tradición antigua refiere que el sacerdocio fue conferido a los levitas en recompenca de su intervención intrépida contra los israelitas idólatras (Exo 32:25-29). Los levitas habí­an vengado con la espada los derechos de Yhwh, lesionados por el pecado, mereciendo con ello la investidura sacerdotal. Un episodio análogo se cuenta de Pincas (Fineés), nieto de Aarón. Su celo contra un israelita pecador le valió la promesa de un sacerdocio perenne (Núm 25:6-13). En esta perí­copa se sitúa el sacerdocio en la perspectiva de una adhesión resuelta a Dios, cuya consecuencia es una lucha intransigente contra el pecado y los pecadores. La misma perspectiva se encuentra en tiempos de la persecución de los seléucidas contra la religión de Israel (siglo 11 a.C.). Poseí­do de un celo semejante al de Pincas, el sacerdote Matatí­as dio muerte a un israelita que ofrecí­a un sacrificio a los í­dolos, dando así­ comienzo a la insurrección contra la opresión pagana (lMac 2,15-27).

Otra corriente de tradición explica la posición de los levitas con una sustitución. Los levitas pasaron a ocupar el puesto de los primogénitos de Israel. Normalmente el primogénito de cada familia hubiera debido consagrarse al culto de Dios. Un levita lo sustituye. Se trata de una disposición divina: «Ya ves que he elegido a los levitas de entre todos los israelitas en sustitución de todos los primogénitos…, ya que mí­o es todo primogénito» (Núm 3:12; cf 3,41; 8,16). El derecho de Dios sobre todos los primogénitos puede estar relacionado con la ofrenda de las primicias. Pero el Pentateuco lo relaciona con la última plaga de Egipto: mientras que los primogénitos egipcios fueron exterminados, los de Israel fueron preservados (Ex 12); así­ Dios habí­a «santificado para sí­», o sea se habí­a reservado, a los primogénitos de Israel (Núm 3:13; Núm 8:17). Luego los levitas habí­an sido elegidos para sustituir a los primogénitos. El aspecto que destaca esta corriente de tradición es la necesidad de una representación del pueblo para ejercer las funciones cultuales. No es posible que todo el pueblo se dedique continuamente al culto de Dios. Por eso se eligen algunos hombres según las indicaciones divinas.

b) Sacerdotes. La organización del sacerdocio israelí­tico pasó por diversas etapas difí­ciles de definir, ya que las informaciones contenidas en la Biblia ofrecen lagunas. La situación descrita en el Pentateuco refleja a menudo la de épocas posteriores al éxodo. La institución del sacerdocio se refiere con muchos detalles entre las leyes que organizan el culto divino (Exo 28:1-29, 35; Lev 8:1-10, 20). Los textos insisten en la relación privilegiada de los sacerdotes con Dios. Sin embargo, el contexto deja ver que el sacerdocio tiene también una función social (Exo 29:43-45).
Según el Pentateuco, el sacerdocio propiamente dicho fue confiado a «Aarón y a sus hijos» (Exo 28:1; Lev 8:1). Aarón, hermano de Moisés, era de la tribu de Leví­. Los otros levitas fueron dados a Aarón para ayudarle en las tareas secundarias (Núm 3:5-10). Las genealogí­as de los libros de las Crónicas relacionan con la descendencia de Aarón a los sumos sacerdotes del templo de Jerusalén (1Cr 5:27-41; 1Cr 24:1ss). Así­ se afirmaba el principio del sacerdocio hereditario, que aseguraba la continuidad de la institución. A diferencia de los profetas, cuya vocación no dependí­a de su origen familiar, sino de una iniciativa imprevisible de Dios, los sacerdotes y los levitas eran tales en virtud de su pertenencia a una familia sacerdotal o leví­tica.

c) Nombre. En hebreo, sacerdote se dice kohen. El sentido primitivo de este nombre no se conoce. Algunos lo relacionan con el acádico kánu, inclinarse. El sacerdote serí­a el hombre que se inclina en adoración ante la divinidad. Otros, en cambio, piensan en el hebreo kún, estar derecho, y definen al sacerdote como un hombre que «está delante de Dios» (Deu 10:8). Otros todaví­a relacionan el término con una raí­z atestiguada en siriaco, que expresa el concepto de prosperidad; el sacerdote es el hombre que, por medio de la bendición, procura la prosperidad. En griego, kohen ha sido traducido por hiereús, término emparentado con hierós, sagrado: el sacerdote es el hombre de lo sagrado.

2. FUNCIONES SACERDOTALES. Los textos bí­blicos atribuyen a los sacerdotes una gran diversidad de funciones, sin preocuparse de explicar sus relaciones con algún concepto central.

a) Oráculos. La primera atribución del sacerdocio en el antiquí­simo texto de la bendición de Leví­ es la de hacer oráculos por medio de objetos sagrados llamados tummim y ‘urim. Moisés impetra a Dios: «Da a Leví­ tus ‘urim y tus tummim al hombre santo» (Deu 33:8). Con estos objetos el sacerdote procedí­a a un sorteo, que definí­a la respuesta divina a algún problema de la vida. El texto más claro al respecto es el de lSam 14,41, en el cual el rey Saúl, deseando conocer la causa de una dificultad, le dice a Dios: «Si el pecado está en mí­ o en mi hijo Jonatán, Señor, Dios de Israel, salga ‘urim; y si este pecado está en tu pueblo Israel, salga tummim». En la historia de David se refieren otras consultas semejantes. Perseguido por Saúl o atacado por los amalecitas, David recurre al sacerdote Abiatar para consultar a Yhwh sobre la táctica que ha de adoptar (1Sa 23:9; 1Sa 30:7). La función oracular del sacerdote no es un rasgo particular de la religión de Israel; prácticas por el estilo eran corrientes en el mundo antiguo. En ellas podemos reconocer un esbozo de actitud espiritual, a saber: la búsqueda de la voluntad de Dios, y una convicción religiosa fundamental: sin la relación con Dios, el hombre no puede encontrar su camino en la existencia.

b) Enseñanza. La bendición de Leví­ contiene una afirmación posterior, en plural en lugar del singular, que expresa una visión menos primitiva de la función sacerdotal; no la de sortear, sino la de enseñar: «Han guardado tu palabra, han observado tu alianza. Enseñaron tus preceptos a Jacob y tu ley a Israel» (Deu 33:9-10). Los sacerdotes enseñan los preceptos de Dios primero ocasionalmente (Age 2:11s; Zac 7:3), y luego transmiten el conjunto de las instrucciones divinas. En Deu 31:9, Moisés confí­a la ley «a los sacerdotes, hijos de Leví­», con el encargo de leerla en el año del perdón, delante de todo Israel. El profeta Malaquí­as observa que «los labios del sacerdote deben guardar la ciencia, y de su boca se viene a buscar la enseñanza» (Mal 2:7). Pero Malaquí­as critica en este punto a los sacerdotes de su tiempo, pues esta función sacerdotal cayó en desuso. Los sacerdotes fueron progresivamente sustituidos por los escribas o doctores de la ley.
A la función de la enseñanza va ligada una cierta competencia jurí­dica atribuida al sacerdote: «Suya es también la decisión en caso de litigios y lesiones» (Deu 21:5). Los textos de Qumrán mantienen aún esta atribución (CD 13,2-7). Los sacerdotes debí­an intervenir en caso de delito grave cuando faltaban indicios para descubrir al autor» (Deu 21:1-9; Núm 5:11-13).

c) Culto sacrificial. Después de la enseñanza, la bendición de Leví­ menciona la función de ofrecer los sacrificios: «Hacen subir el incienso ante tu rostro y ponen los holocaustos sobre tu altar» (Deu 33:10). El libro del Leví­tico da instrucciones detalladas sobre el modo de ofrecer los diversos sacrificios, atribuyendo siempre al sacerdote la función principal (Lev 1-7). Sin embargo, los relatos bí­blicos demuestran que en los primeros tiempos la oferta de los sacrificios no era tarea reservada sólo a los sacerdotes (Gén 22:13; Gén 31:54); el padre de Sansón ofrece un holocausto (Jue 13:19); los reyes David y Salomón ofrecen sacrificios en circunstancias particularmente solemnes, como el traslado del arca (2Sa 6:17) o la dedicación del templo (1Re 8:62ss). Pero progresivamente la función de ofrecer quedó reservada a los sacerdotes. Un pasaje de Crónicas refiere que el rey Ozí­as fue castigado por Dios por haber tenido la temeridad de entrar en el santuario del Señor para quemar incienso en el altar (2Cr 26:16-21). Una profundización del sentido de la santidad divina habí­a hecho comprender que solamente una persona especialmente consagrada podí­a presentar a Dios una ofrenda de modo grato [/ Leví­tico II, 1.5].

Una evolución análoga llevó a insistir más en el aspecto expiatorio del culto sacrificial. Antes del exilio, los sacrificios principales eran los holocaustos y los sacrificios de comunión. Mas cuando la gran catástrofe nacional le dio al pueblo un sentido más vivo de su culpabilidad delante de Dios, los sacrificios de expiación adquirieron más importancia.

d) Pureza ritual. La participación en el culto requerí­a la pureza ritual, definida en la ley. Los sacerdotes debí­an evitar todo contacto que les volviese impuros. Se establecí­an normas especiales para su matrimonio. Los defectos fí­sicos y las enfermedades eran impedimentos para la celebración del culto (Lev 21). Para el sumo sacerdote, las reglas eran aún más estrictas; no le estaba permitido guardar luto ni siquiera por su padreo su madre (Lev 21:11). Por otra parte, los sacerdotes tení­an la responsabilidad de asegurar el perfecto desarrollo del culto, y por tanto de controlar la pureza ritual de los participantes. La presencia de una persona impura en la asamblea litúrgica hubiera comprometido el buen éxito del culto (Lev 15:13). La impureza más tremenda era la «lepra». Por eso al sacerdote le incumbí­a verificar si una persona estaba afectada por semejante mal y declararla pura o impura. El Leví­tico da instrucciones muy detalladas al respecto (Lev 13-14). Para otros casos de impureza ritual, el sacerdote debí­a preparar el agua lustral según los ritos previstos en Núm 19 [i Leví­tico II, 2.3].

e) Bendición. Otra función de los sacerdotes, más positiva, era la de bendecir en nombre de Yhwh. Otras personas compartí­an con el sacerdote el derecho de transmitir la bendición divina. El padre de familia podí­a bendecir a sus hijos (Gén 27:4; Gén 48:15; Gén 49:28) y el rey a su pueblo (2Sa 6:18; l Apo 8:14). La bendición sacerdotal poní­a el nombre de Yhwh sobre los hijos de Israel. El libro de los Números indicaba la fórmula ritual (Núm 6:22-27). Poner el nombre quiere decir establecer una relación con la persona. Los israelitas comprendí­an que una buena relación con Dios era condición indispensable para la buena marcha de la vida individual y comunitaria. La bendición aseguraba la fecundidad, la felicidad y la paz.
f) Custodia del santuario. La bendición de Leví­ no hace referencia a la relación entre sacerdote y santuario. Pero otros textos demuestran la importancia de esta relación. El sacerdote era el hombre del santuario. Tení­a el privilegio de poder entrar en el lugar santo y debí­a custodiar con el mayor cuidado el santuario y todos los objetos sagrados. «Todo extraño que se acercaba era castigado con la muerte» (Núm 3:38).

Cuando se fundaba un santuario, enseguida vení­a un hombre consagrado a custodiarlo (Jue 17:5-13; lSam 7,1; 1Re 12:31s). En los primeros tiempos eran numerosos los santuarios. Abrahán construí­a altares en diversos lugares: en Siquén (Gén 12:7), en Betel (Gén 12:8), en Hebrón (Gén 13:18) y en el territorio de Moria (Gén 22:9). Otras tradiciones hablan del santuario de Silo (1Sa 1:3) y del de Gabaón (l Apo 3:4). Después de la conquista de Jerusalén, David hizo llevar el arca de Dios a su nueva capital (2Sam 6) para darle un prestigio religioso. Más tarde, con ocasión de una epidemia, adquirió un terreno para construir en él un nuevo lugar santo, donde Salomón edificó el templo de t Jerusalén (1 Re 6; 2Cr 3:1). Progresivamente se manifestó la tendencia a atribuir a este nuevo santuario no solamente un puesto central en el culto, sino un puesto exclusivo. Ezequí­as, y poco después Josí­as, reformaron el culto en esta perspectiva (2Re 18:4; 2Re 23:4-20). Josí­as suprimió todos los santuarios de provincia (2Re 23:8), a fin de que el templo de la capital fuese el único santuario de Yhwh. Se reorganizó el sacerdocio de modo correspondiente (2Re 23:9). Después del destierro fue confirmada esta reforma. Todo el culto sacerdotal se efectuaba en el templo de Jerusalén, donde las diversas clases de sacerdotes y levitas se sucedí­an de acuerdo con turnos regulares (Luc 1:8; 1Cr 24:7-8; 2Cr 31:2). En esta evolución progresiva hacia la unicidad del santuario se puede reconocer el influjo poderoso de un sentido mayor de la santidad del Dios único.

3. ESTRUCTURA DEL CULTO SACERDOTAL. De hecho, toda la organización del culto sacerdotal antiguo se fundaba en el concepto de santidad. El punto de partida era el reconocimiento de la tremenda santidad de Dios: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19:2). Siendo Dios santo, para entrar en relación con él hay que ser santo, es decir, pasar del nivel profano de la existencia ordinaria al nivel sagrado de la realidad divina.

a) Separaciones rituales. Para alcanzar este fin, el culto antiguo proponí­a un sistema de elevación por medio de separaciones rituales. Como el pueblo entero no poseí­a, a pesar de su elección, la santidad requerida para acercarse a Dios (Exo 19:12; Exo 33:3), una tribu, la de Leví­, habí­a sido separada de las demás para el servicio litúrgico; en esta tribu, una familia, la de Aarón, habí­a sido apartada para ejercer los ritos sacrificiales; un miembro de esta familia era elegido para ser el sumo sacerdote, al cual estaba reservado el acto más solemne del culto, el encuentro con Dios.
Este encuentro no se podí­a verificar en un lugar cualquiera, sino sólo en un lugar sagrado, es decir, separado del espacio profano en el que se desarrollaban las actividades ordinarias y prohibido al público.

b) Sacrificio ritual. Para entrar en el lugar sagrado, el sacerdote debí­a realizar los ritos sagrados, acciones que se distinguen de las actividades profanas y siguen normas especiales prescritas para el culto. Entre los ritos, el más significativo era el sacrificio, que consistí­a en hacer pasar una ví­ctima del mundo profano al mundo divino; en efecto, sacrificar significa hacer sagrado. El sacrificio era necesario, porque el sacerdote no estaba en condiciones de pasar él mismo enteramente al mundo divino. A pesar de todas las ceremonias de su consagración, seguí­a siendo un hombre terreno. Por eso el ritual le prescribí­a elegir otro ser viviente, un animal, sin defecto alguno, y por tanto que podí­a ser grato a Dios, y ofrecerlo sobre el altar. Inmolada y consumida por el fuego, esta ví­ctima subí­a simbólicamente al cielo, o bien su sangre era esparcida en dirección al trono de Dios. Este rito constituí­a el punto culminante de las separaciones. La ví­ctima era completamente sustraí­da a la existencia terrena para ser devorada por el fuego del cielo, que la llevaba junto a Dios [/ Leví­tico II, 1].

Así­ pues, el culto antiguo presentaba un esquema de consagración cada vez más completa, por medio de sucesivas separaciones rituales. Después de este movimiento ascendente de separaciones, se esperaba un movimiento descendente de gracias divinas. Si el sacrificio tení­a resultado positivo, la ví­ctima era aceptada por Dios; el sacerdote que la habí­a ofrecido era admitido ante Dios y podí­a obtener para el pueblo los favores de Dios.

c) Esquema de conjunto. Es posible, pues, establecer un cierto orden en las diversas funciones sacerdotales, según un esquema ternario: fase ascendente, central y descendente. La fase ascendente comprende todo el sistema de las separaciones rituales, de las diversas reglas de pureza (alimentos puros e impuros, lepra, contactos, etc.) hasta las ofrendas sacrificiales, pasando por los ritos de purificación y de consagración. La fase central, elemento decisivo, consiste en el encuentro del sacerdote con Dios; gracias al sacrificio agradable, el sacerdote es admitido en la morada de Dios. La fase descendente se sigue de la buena relación establecida entre el sacerdote y Dios. El sacerdote obtiene el perdón divino y el fin de los castigos provocados por los pecados; puede comunicar al pueblo las instrucciones divinas, que manifiestan el camino seguro a seguir para triunfar en la vida; puede bendecir al pueblo con el nombre de Dios para procurarle fecundidad, paz y felicidad.

d) Mediación. Con este esquema ternario se manifiesta bien la función mediadora del sacerdote. El lleva a Dios las ofrendas y las oraciones del pueblo, y luego lleva al pueblo las respuestas y las gracias de Dios, asegurando así­ las buenas relaciones entre el pueblo y Dios. Pero el AT no reflexiona mucho sobre la mediación sacerdotal, sino que le gusta insistir más bien en la gloria del sacerdocio. El Sirácida describe con entusiasmo la gloria de Aarón (Sir 45:6-22) y la del sumo sacerdote de su tiempo, Simón, hijo de Oní­as, «majestuoso al salir de entre los velos del santuario» (Sir 50:5). En los sacerdotes se reflejaba la gloria del mismo Dios.

4. EVOLUCIí“N HISTí“RICA. En el curso de los siglos se observa, respecto al sacerdocio, una doble evolución, que aumentaba su importancia en la vida del pueblo de Dios.

a) Sentido de la santidad. Varias experiencias religiosas, personales y colectivas, aumentaron en Israel el respeto a la santidad de Dios. La obra de los profetas fue decisiva al respecto, lo mismo que la de los reformadores religiosos del templo de Josí­as. De ello se siguió una nueva organización del culto y del sacerdocio, que poní­a de relieve un monoteí­smo intransigente. En lugar de la multiplicidad de los santuarios antiguos, fue considerado legí­timo un solo santuario; todos los demás fueron equiparados a templos paganos, y por tanto destruidos. Se unificó y jerarquizó el sacerdocio.

En el culto sacrificial adquirió un puesto más significativo el aspecto de expiación, que responde mayormente a la preocupación de santidad. Entre todos los sacrificios, los más importantes fueron los del gran «dí­a de la expiación», Yóm Kippur (Lev 16). Constituí­an la cima de todo el culto, porque el Yóm Kippur era la única ocasión anual en la que se podí­a penetrar en la parte más santa del templo. Este ingreso estaba reservado sólo al sumo sacerdote y condicionado por el sacrificio más solemne, que era de expiación. Bajo todos los aspectos (lugar sagrado, tiempo sagrado, persona sagrada, acto sagrado), la liturgia de Yóm Kippur manifestaba la más grande exigencia de santidad.

b) Sacerdocio y poder. Paralelamente a esta evolución hacia un exclusivismo cada vez más marcado, tuvo lugar un incremento de poder. Después de la vuelta del destierro, el sumo sacerdote asumió una posición de autoridad no solamente religiosa, sino también polí­tica. Lo atestigua el Sirácida cuando alaba al sumo sacerdote Simón por haber asegurado la defensa de Jerusalén construyendo «las fortificaciones de la ciudad para caso de asedio» (Sir 50:4). En el siglo u a.C., la revuelta contra los seléucidas fue dirigida por una familia sacerdotal, los asmoneos, los cuales, después de la victoria, conservaron el poder polí­tico. El tí­tulo griego de archiereús, sumo sacerdote, fue adoptado entonces, expresando en aquellas circunstancias el cúmulo de los poderes (1Ma 10:20s; 1Ma 13:41s). Enconsecuencia, la dignidad de sumo sacerdote se convirtió en objeto de ambiciones y de rivalidades extremas. Ciertos pretendientes echaron mano de todos los medios, comprendido el homicidio (2Ma 4:32ss), para elevarse a esta posición. También bajo los procuradores romanos se presentaba el sumo sacerdote como la autoridad suprema de la nación; presidí­a el sanedrí­n, el cual era reconocido por los romanos como poder local. Los libros narrativos del NT atestiguan fielmente esta situación.

c) Espera escatológica. Amargamente decepcionados por la evolución del sacerdocio, ciertos ambientes del / judaí­smo poní­an sus esperanzas en la espera de un sacerdocio renovado. El profeta Malaquí­as, que vituperaba los defectos de los sacerdotes (Mal 2:1-9), habí­a también anunciado una purificación de los hijos de Leví­ (Mal 3:3). Otros textos proféticos podí­an alimentar la misma esperanza. Tenemos claro testimonio de ello en los manuscritos de Qumrán y en los Testamentos de los doce patriarcas. En Qumrán la espera escatológica comprendí­a un elemento sacerdotal. Los miembros de la secta no esperaban solamente al mesí­as daví­dico, al que llamaban «mesí­as de Israel», sino también un mesí­as sacerdote, al que denominaban «mesí­as de Aarón» (1QS 9,10-11). En la Regla de la Comunidad no se concede la precedencia al mesí­as de Israel, sino al sacerdote (2,18-21). En el documento de Damasco (12,23s; 19,10s), un único personaje acumula ambas dignidades. Perspectivas similares se trazan en los Testamentos de los doce patriarcas; el Testamento de Rubén (6,7-12), por ejemplo, prescribe que se obedezca a Leví­ «hasta la consumación de los tiempos del mesí­as sumo sacerdote, del cual ha hablado el Señor»; el Testamento de Leví­ (18,1) anuncia que Dios, en los últimos tiempos, castigará a los sacerdotes indignos, y luego «suscitará un nuevo sacerdote, al cual se le revelarán todas las palabras del Señor». Como el cumplimiento último debí­a ser cumplimiento de todos los aspectos del proyecto de Dios, no podí­a faltar el aspecto sacerdotal, pues su importancia era de primer rango en la Sagrada Escritura y en la vida del pueblo elegido.

II. EN EL NT. Respecto al sacerdocio, el NT contiene dos series de textos netamente diversos: por una parte, textos que hablan de la institución sacerdotal antigua; por otra parte, textos que afirman el cumplimiento cristiano del sacerdocio.

1. OPOSICIí“N SACERDOTAL. Los escritos narrativos del NT (evangelios y Hechos) no dan jamás a Jesús ningún tí­tulo sacerdotal. Cuando hablan de sacerdotes y de sumos sacerdotes, es siempre en relación al sacerdocio judí­o (excepto en una perí­copa, donde se trata de un sacerdote pagano: Heb 14:13). La situación descrita difiere mucho según las dos categorí­as sacerdotales: simples sacerdotes o bien autoridades sacerdotales. En el caso de simples sacerdotes, no se observa ninguna tensión; los evangelios reconocen sus atribuciones; Lucas nos muestra al sacerdote Zacarí­as en el ejercicio de sus funciones (Luc 1:8s); los sinópticos refieren que Jesús mandó a un leproso curado que se presentara al sacerdote e hiciera la ofrenda prescrita (Mar 1:44). En los Hechos, Lucas cuenta que «incluso muchos sacerdotes abrazaban la fe» (Heb 6:7).

Muy diversa se presenta la situación en el caso de los principales sacerdotes y del sumo sacerdote. Se los menciona en la primera predicción de la pasión, en la cual Jesús declara que debí­a «padecer mucho por parte de los ancianos del pueblo, de los sumos sacerdotes y de los maestros de la ley» (Mat 16:21); y luego, de nuevo, en la tercera predicción: «El Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los maestros de la ley; lo condenarán a muerte» (Mat 20:18). Su nombre vuelve siempre en un contexto similar, es decir, el de la oposición exasperada a la persona de Jesús. Para traicionar a Jesús, Judas «fue a los sumos sacerdotes», los cuales «le ofrecieron treinta monedas de plata» (Mat 26:15). En el proceso de Jesús ante el sanedrí­n, el sumo sacerdote tiene el papel decisivo (Mat 26:62-66). Tradiciones semejantes se refieren en el cuarto evangelio (Jua 11:49s; Jua 18:35; Jua 19:6). En los Hechos, la hostilidad de los supremos sacerdotes recae sobre la comunidad de los discí­pulos de Jesús, y especialmente sobre los apóstoles (Heb 4:6; Heb 5:17s; Heb 9:1s; etc.).

En todos estos episodios, los sacerdotes supremos y el sumo sacerdote no son presentados en acto de culto, sino ejerciendo el poder. Juntamente con los ancianos y los escribas, forman el sanedrí­n, asamblea que constituí­a la autoridad más alta del pueblo judí­o en los tiempos helení­sticos y romanos. Sin embargo, los elementos contenidos en el relato del proceso de Jesús presentan una situación mixta, es decir, polí­tico-religiosa. Jesús es acusado de subversión religiosa que afecta al santuario (Mar 14:58), y por tanto amenaza implí­citamente al sacerdocio. Luego, la cuestión central se refiere a la mesianidad, concepto polí­tico-religioso. La acusación final, de blasfemia, insiste únicamente en el aspecto religioso (Mar 14:63s).

2. POSICIí“N DE JESÚS. A primera vista, la relación entre Jesús y el sacerdocio antiguo habí­a sido negativa a causa de esta oposición de las autoridades sacerdotales a su persona y a su obra.

No era fácil percibir alguna relación positiva, porque ni la persona de Jesús, ni su ministerio, ni su muerte respondí­an al concepto antiguo de sacerdocio. Como el sacerdocio estaba reservado a la tribu de Leví­ y se transmití­a por ví­a hereditaria, Jesús, que pertenecí­a a la tribu de Judá, no era sacerdote según la ley mosaica. Nunca durante su vida pretendió ser kohen ni ejercer función sacerdotal alguna.

Su ministerio no fue de í­ndole sacerdotal, sino más bien profética. Comenzó a predicar como lo habí­an hecho los profetas. A veces se expresaba, como ellos, con acciones simbólicas. También sus milagros recordaban el tiempo de los profetas Elí­as y Eliseo (multiplicación de los panes, Mat 14:13-21, comparable a 2Re 4:42-44; resurrección del hijo de una viuda, Luc 7:11-17, como 1Re 17:17-24; 2Re 4:18-37). Jesús fue reconocido como maestro (Mat 22:16; Jua 3:2) y profeta, y hasta «gran profeta» (Luc 7:16.39; Mat 21:11.46; Jua 4:19; Jua 6:14). Después de la resurrección, Pedro proclamó que Jesús era el profeta semejante a Moisés, prometido por Dios en Deu 18:18 (Heb 3:22).

Jesús continuó la tradición profética de crí­tica al formalismo religioso, en la cual quedaban involucrados los sacerdotes. Hací­a poco caso de la pureza ritual (Mat 9:10-13; Mat 15:1-20), rehusaba dar un valor absoluto a las prescripciones que se referí­an al sábado (Mat 12:1-13; Jua 5:16-18; etc.) y no aceptaba el concepto antiguo de la santificación por medio de separaciones rituales. Haciendo suyo el dicho de Oseas: «Misericordia quiero, que no sacrificios» (Ose 6:6; Mat 9:13; Mat 12:7), Jesús observaba, según afirma Mateo, que entre dos modos de servir a Dios, uno con ritos y separaciones y el otro con entrega al prójimo, Dios mismo habí­a expresado su preferencia por el segundo. A las, inmolaciones rituales, Dios preferí­a la misericordia.

Desde el punto de vista de la religión antigua, la muerte de Jesús aumentó todaví­a más la distancia entre él y el sacerdocio, pues esta muerte no tuvo relación alguna con el culto ritual. Jesús no murió en un ambiente sagrado, sino fuera de la ciudad santa; su muerte fue una pena legal, la ejecución de una condena infamante. No fue un acto de santificación ritual, sino, al contrario, un acto de execración, que hací­a de él una maldición (Gál 3:13; Deu 21:22s).

No es, pues, de extrañar que la predicación cristiana primitiva no hablara de sacerdocio a propósito de Jesús. En su persona, en su ministerio, en su muerte, los cristianos no encontraban relación alguna inmediata con la institución sacerdotal antigua.

3. MISTERIO DE CRISTO Y CULTO. Jesús fue reconocido como el mesí­as daví­dico (Heb 2:36), lo cual era más fácil, porque Jesús pertenecí­a a la tribu de Judá y a la descendencia de / David. Mas el mesianismo daví­dico no carecí­a de conexiones con la institución cultual. El oráculo de Natán, base de este mesianismo, anunciaba en efecto que el hijo de David construirí­a la casa de Dios (2Sa 7:13). Los cuatro evangelios reproducen esta predicción de una forma nueva. El tema de la destrucción y de la reconstrucción del santuario ocupa un puesto significativo en los relatos sinópticos de la pasión. Con ello una misión que se refiere al culto quedó propuesta como parte integrante del misterio de Cristo (Jua 2:13-22; Mar 14:58; Mar 15:29.38).

Por otra parte, los relatos de la última cena contienen un episodio de inmenso alcance para la relación con Dios. Tomando el cáliz, Jesús dijo: «Esta es mi sangre de la alianza» (Mat 26:28). Tal gesto con tales palabras no estaba ciertamente previsto en el ritual antiguo; constituí­a una innovación sorprendente. Pero la unión de «sangre» y de «alianza» recordaba el sacrificio de t alianza referido en Exo 24:6-8, y en consecuencia, daba una determinación sacrificial al acto de Jesús, y por tanto a su muerte, que este gesto anticipaba. La reflexión cristiana descubrió estos aspectos. Pablo da testimonio de ello al expresar la incompatibilidad entre los cultos sacrificiales, el de la / eucaristí­a y el de los í­dolos (1Co 10:14-22). Una renovación radical del culto hay que reconocerla en los acontecimientos de la institución eucarí­stica, de la pasión y de la / resurrección de Cristo.

También la fecha de la muerte de Cristo sugerí­a su carácter sacrificial, pues la poní­a en relación con la inmolación del cordero pascual (Mat 28:2; Jua 18:28; Jua 19:4). En 1Co 5:7 Pablo proclama: «Cristo, nuestro cordero pascual, ya ha sido inmolado». En Rom 3:25 emplea otras palabras tomadas del culto sacrificial: «A Jesucristo, Dios lo expuso públicamente como propiciatorio, por medio de la fe, en su sangre». Finalmente, en Efe 5:2, tenemos una fórmula paulina existencial: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros» (ver Gál 2:20), es completada con términos del vocabulario sacrificial: «como ofrenda y sacrificio de olor agradable a Dios». Por su parte, Pedro aplica a Cristo una expresión corriente del ritual antiguo: «cordero sin mancha» (1Pe 1:19; Lev 14:10; Lev 23:18; etc.). Todos estos textos demuestran una comprensión sacrificial de la pasión y resurrección de Cristo.

4. SACERDOCIO DE CRISTO. Decir que Cristo ha sido ví­ctima inmolada por nuestros pecados no resuelve aún la cuestión de su relación con el sacerdocio. Pues en el sacerdocio antiguo, ví­ctima y sacerdote eran necesariamente distintos. El autor de la carta a los / Hebreos afronta el problema en toda su amplitud, demostrando que Cristo no fue solamente ví­ctima sacrificial, sino también sacerdote, e incluso sumo sacerdote, y que él conserva esta posición para siempre. Para llegar a esta conclusión, el autor, por una parte, tuvo que superar el concepto entonces tradicional del sacerdocio, no cerrándose en las formas rituales externas, sino percibiendo su intención profunda; y tuvo además, por otra parte, que reexaminar los datos fundamentales de la cristologí­a hasta descubrir su relación con la intención profunda de la institución sacerdotal.

Sabedor de las dificultades del problema, observa el autor: «Es sabido que nuestro Señor nació de la tribu de Judá, la cual no es mencionada por Moisés al tratar de los sacerdotes» (Heb 7:14); «por tanto, si estuviese sobre la tierra no serí­a sacerdote en modo alguno, porque ya hay encargados de ofrecer los dones según la ley» (Heb 8:4). No es posible atribuir a Cristo el sacerdocio ritual antiguo. No obstante, es preciso reconocer que Cristo es sacerdote, porque ha llevado a cabo una obra de mediación entre los hombres y Dios y ocupa ahora una posición de mediador. En el misterio de la pasión y de la glorificación de Cristo es fácil discernir las tres fases de la mediación sacerdotal: ascendente, central y descendente.

a) Experiencia cristiana. En las diversas etapas de su demostración, el autor comienza regularmente por la fase central, la que se refiere a la admisión del sacerdote en la morada de Dios. Es decir, los fieles son invitados a contemplar a Cristo sentado a la diestra de Dios (1,4-14), glorificado y proclamado «digno de fe» (3,1-6), «siempre vivo para interceder en su favor» (7,25). El punto de partida de la exposición es, pues, la experiencia actual de la comunidad cristiana, la cual sabe que debe su existencia a Cristo glorificado, el cual la pone en relación í­ntima con Dios. Pues Cristo es al mismo tiempo Hijo de Dios entronizado junto al Padre (1,5-14) y hermano de los hombres, de los cuales se ha mostrado plenamente solidario hasta la muerte (2,5-16). Unido í­ntimamente a Dios, unido í­ntimamente a nosotros, es el mediador perfecto, por lo que hay que reconocerlo como «sumo sacerdote misericordioso y fiel ante Dios» (2,17). Los cristianos no se encuentran en una situación inferior a la de los judí­os; tienen un sumo sacerdote (3,Is; 4,14).

b) Argumento de la Escritura. A este primer. argumento, sacado de la experiencia religiosa de los cristianos, añade el autor una prueba escriturí­stica, sacada de un salmo mesiánico (Sal 110). El primer versí­culo de este salmo contiene el oráculo que expresa la glorificación de Cristo a la derecha de Dios. La aplicación de este oráculo a Jesús está garantizada por los evangelios (Mat 22:41-46; Mat 26:63-66) y es corriente en el NT (Mar 16:9; Heb 2:34; Efe 1:20; etc.). El autor se ha referido a él desde la primera frase de su discurso (Heb 1:3), y vuelve sobre ello reiteradas veces (Heb 1:13; Heb 8:1; Heb 10:12; Heb 12:2). Pues bien, el cuarto versí­culo del mismo salmo contiene un segundo oráculo dirigido al mismo personaje, y que por tanto hay que aplicar a Cristo como el primero. Este oráculo lo proclama solemnemente «sacerdote para siempre» (Sal 110:4). Se sigue de ahí­ que el sacerdocio de Cristo es un dato explí­cito de la revelación bí­blica. Dios mismo no sólo ha afirmado, sino «jurado» que Cristo glorificado es sacerdote. El autor introduce esta .prueba escriturí­stica en 5,6; luego la recoge en 5,10 y 6,20, y la explica detalladamente en 7,1-28.

El oráculo precisa que el sacerdocio del mesí­as es «según el orden de Melquisedec». En la manera de presentar la Biblia al personaje de Melquisedec, sin mencionar su origen familiar y sin aludir a su nacimiento ni a su muerte, el autor descubre una prefiguración implí­cita del sacerdocio de Cristo glorioso, el cual no depende de una genealogí­a sacerdotal humana ni tiene lí­mites temporales, puesto que es el sacerdocio del Hijo de Dios, que ha vencido la muerte y vive para siempre (7,3.16s.24s).

c) Sacrificio de Cristo. Para completar la argumentación, el autor considera la fase ascendente del sacerdocio de Cristo, o sea el acontecimiento que llevó a Cristo a su actual posición sacerdotal.

El hecho de haber sido Cristo desde siempre el Hijo de Dios no bastaba para asegurarle el sacerdocio; era necesaria una estrecha unión con los hombres para hacer de él el mediador perfecto. Por eso Cristo «debió hacerse en todo semejante a sus hermanos», tomando sobre él sus pruebas, sus sufrimientos y su muerte, «para convertirse en sumo sacerdote» (2, 17). La pasión gloriosa de Cristo constituye para él un sacrificio de consagración sacerdotal. No se trata, evidentemente, de un rito externo, como era la consagración del sumo sacerdote antiguo (Lev 8), sino de una transformación radical de la naturaleza humana de Cristo. Esta transformación real se llevó a cabo por medio de sufrimientos aceptados generosamente en una actitud de docilidad a Dios y de solidaridad con los hombres. Dios hizo perfecto al hombre en Cristo por medio de la pasión (2,10). Jesús «en el sufrimiento aprendió a obedecer» y «así­ alcanzó la perfección», siendo por el hecho mismo «consagrado» sacerdote (5,8s). El autor profundiza de esta manera la doctrina cristológica, que presentaba la pasión de Cristo como un sacrificio. Cristo se ha convertido al mismo tiempo en ví­ctima inmolada (cf 1Co 5:7; Efe 5:2; lPe 1,19) y en sacerdote consagrado. En este acontecimiento no permaneció él pasivo, sino que cooperó activamente a la obra divina bajo el impulso del Espí­ritu Santo: «Por virtud del Espí­ritu eterno se ofreció a sí­ mismo a Dios como ví­ctima inmaculada» (Heb 9:14). Su ofrenda no tiene solamente valor de sacrificio de consagración sacerdotal, sino también de sacrificio de expiación (9,26ss) y de alianza (9,15-22). Sustituye a todos los sacrificios antiguos (10,5-10) y hace pasar de un culto ritual, externo e ineficaz, a un culto existencial, que toma a todo el hombre para unirlo con Dios y con los hermanos. En conclusión, es evidente que la pasión de Cristo no solamente es un verdadero sacrificio, sino el único verdadero sacrificio plenamente logrado; los demás eran intentos ineficaces. De manera semejante, no sólo se ha de reconocer a Cristo como sacerdote, sino que es el único sacerdote auténtico, el único mediador de Dios y de los hombres (ITim 2,5); los sacerdotes antiguos no hací­an más que prefigurarlo de modo muy imperfecto.

5. SACERDOCIO COMÚN. La fase descendente del sacerdocio de Cristo consiste en procurar a los creyentes la purificación de la conciencia (9,14), la santificación (10,10), la perfección (10,14), introduciéndolos en la «nueva alianza» (9,15), que los pone en relación í­ntima con Dios (8, l Os).

a) Culto nuevo. Gracias al sacrificio de Cristo, la situación religiosa de los hombres se ha transformado completamente. Todas las separaciones rituales antiguas han quedado abolidas, porque Cristo ha inaugurado un «camino nuevo y viviente» (10,20), que permite el acceso a Dios. Lo que en los tiempos antiguos era privilegio exclusivo del sumo sacerdote una vez al año, se ha convertido en una posibilidad abierta a todos en todo tiempo. Ahora todos los creyentes son invitados a acercarse a Dios «con confianza» (4,16; 10,19-22) y a presentarle sus «sacrificios» (13,15s). Estos sacrificios no serán ya ritos separados de la vida, sino, a ejemplo del sacrificio de Cristo, ofrendas existenciales. Es decir, los cristianos están llamados a vivir como Cristo en la obediencia filial, «cumpliendo la voluntad de Dios»(10,36; 13,21; cf 5,8; 10,7-9), y a progresar en el amor fraterno gracias a una solidaridad efectiva (10,24; 13,16). El culto nuevo es transformación cristiana de la existencia por medio de la caridad divina. Y como ese culto no es posible sin la unión con el sacrificio de Cristo, hay que reconocer un puesto esencial en la vida cristiana a la celebración eucarí­stica, instrumento de esta unión (cf 10,19-25; 13,15). Unidos a Cristo, los cristianos participan del sacerdocio de Cristo. Sin embargo, el tí­tulo de sacerdotes no les es atribuido en la carta a los Hebreos, que lo reserva para Cristo.

Pablo expresa una doctrina semejante en un pasaje importante de su carta a los Romanos, donde emplea un vocabulario sacrificial para expresar su ideal de vida cristiana: «Hermanos, os ruego… que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios… No os acomodéis a este mundo; al contrario, transformaos y renovad vuestro interior» (Rom 12:1s). Tampoco Pablo usa aquí­ la palabra «sacerdocio»; pero la realidad descrita constituye una forma nueva de sacerdocio.

b) Organismo sacerdotal. En cambio, Pedro aplica a la comunidad de los creyentes un tí­tulo sacerdotal que encuentra en la traducción griega de Exo 19:6. El texto hebreo de esta promesa de Dios dice: «Seréis para mí­ un reino de sacerdotes». En lugar del plural «sacerdotes», los Setenta han puesto un nombre colectivo, hieráteuma, que significa «organismo sacerdotal». Este término se emplea en 1Pe 2:5.9 para calificar a la Iglesia. Gracias a su adhesión a Cristo en su misterio de muerte y resurrección, los creyentes son «edificados como piedras vivientes en casa espiritual y organismo sacerdotal santo, para ofrecer ví­ctimas espirituales agradables a Dios por mediación de Jesucristo» (1Pe 2:5). Con estas palabras proclama Pedro el cumplimiento en la Iglesia de la espléndida promesa hecha a Israel. No se trata, como se pretende a veces, de un sacerdocio de cada uno de los creyentes, de modo individual, sino de un sacerdocio poseí­do por todos juntos de un modo orgánico. Lejos de ser excluida, la presencia de una estructura en este «organismo sacerdotal» es más bien sugerida por el contexto. Pues la construcción de un edificio no es posible sin una estructura (cf Efe 2:19-21; Efe 4:11-16). Cuáles son los «sacrificios espirituales», no se precisa. La doctrina general de la carta permite comprender que consisten en una «conducta buena» (Efe 2:12) y santa (Efe 1:15), conforme a la obediencia de Cristo y a la inspiración del Espí­ritu (Efe 1:2).

c) Reyes y sacerdotes. Como la IPe, el Apocalipsis se inspira en la promesa divina de Exo 19:6; pero no reproduce la expresión de los Setenta, sino una traducción literal del hebreo. Los cristianos reconocen que Cristo los «ha hecho un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Apo 1:6). La corte celestial dirige al Cordero un canto nuevo que lo alaba por esta obra (Apo 5:9-10). Finalmente, una bienaventuranza que se refiere a los mártires proclama que «serán sacerdotes de Dios y de Cristo, con el que reinarán mil años» (Apo 20:6).

La contribución especí­fica del Apocalipsis consiste en la insistencia en la unión de la dignidad real con la sacerdotal. En circunstancias difí­ciles que poní­an a los cristianos en una situación de ví­ctimas y de condenados, Juan les invita a reconocer osadamente que, gracias a la sangre de Cristo, son en realidad sacerdotes y reyes, es decir, que gozan de una relación privilegiada con Dios y que esta relación ejerce una acción determinante en la historia del mundo. La dignidad real y sacerdotal de los cristianos es presentada como la cima de la obra redentora de Cristo (Apo 1:6; Apo 5:10). Por otra parte, la plena realización de esta doble dignidad aparece como el colmo de la felicidad y de la santidad (Apo 20:6). Esta perspectiva debe animar a los creyentes en sus pruebas. Su esperanza es magní­fica. En la nueva Jerusalén estará «el trono de Dios y del cordero» y «los servidores de Dios lo adorarán» (Apo 22:3) «y reinarán por los siglos de los siglos» (Apo 22:5). De esta manera la vocación del hombre quedará perfectamente cumplida.

6. SACERDOCIO MINISTERIAL. El sacerdocio común de los creyentes no existe sin la mediación sacerdotal de Cristo; todos los textos del NT lo atestiguan claramente (1Pe 2:5; Apo 1:6; Apo 5:10; Heb 7:25; Rom 5:1; Efe 2:18; etcétera). Atestiguan igualmente que la mediación de Cristo se hace presente en la diversidad de los lugares y de los tiempos por medio de los ministros de Cristo. La facultad de éstos no es de origen humano, sino divino (2Co 3:5s). Dios mismo los hace «ministros idóneos de la nueva alianza» (2Co 3:6). Ejercen «el ministerio de la reconciliación» (2Co 5:19), no con autoridad propia, sino como «embajadores de Cristo» (2Co 5:20). Se los ha de considerar «ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (l Cor 4,1). En nombre de Cristo «sumo sacerdote digno de fe» (Heb 3:1-6), transmiten con autoridad «la palabra de Dios» (Heb 13:7). En nombre de Cristo «sumo sacerdote misericordioso» (Heb 2:17; Heb 4:14), «velan por las almas» y deben «dar cuenta» de ellas (Heb 13:17). Están, pues, estrechamente asociados al sacerdocio de Cristo. Sin embargo, no reciben en el NT el tí­tulo de sacerdotes. Se comprende sin dificultad: los tí­tulos de los dirigentes de la Iglesia primitiva se escogieron en un tiempo en el que la doctrina del sacerdocio de Cristo no se habí­a elaborado aún; como sus funciones eran muy diversas de las de los sacerdotes del tiempo, judí­os y gentiles, no podí­a ocurrí­rseles la idea de llamarlos sacerdotes. Sin embargo, después de la elaboración de una cristologí­a sacerdotal resultaba posible, e incluso necesaria, un comprensión sacerdotal del misterio cristiano; ésta se abrió camino de modo enteramente natural en los tiempos posteriores al NT. En el mismo NT solamente está sugerida. Los textos más explí­citos al respecto son los de 1Co 9:13-14 y Rom 15:16; en el primero expresa Pablo una relación de semejanza entre los sacerdotes antiguos y los ministros del evangelio; en el segundo, el apóstol define en términos cultuales y sacrificiales su propia vocación; no emplea para sí­ mismo el tí­tulo de hiereús, «sacerdote», que corrí­a el riesgo de provocar un equí­voco, sino que se sirve de una larga perí­frasis, que describe el ministerio como una función sacerdotal de género completamente nuevo: «ser ministro cultual de Jesucristo» y realizar la «tarea sagrada de anunciar el evangelio de Dios, para que la ofrenda sacrificial de los paganos sea agradable a Dios, consagrada por el Espí­ritu Santo» (Rom 15:16). Así­ pues, el ministerio apostólico es un ministerio sacerdotal al servicio del sacerdocio de Cristo y al servicio del sacerdocio común.

Así­ la relación í­ntima con Dios, que el sacerdocio antiguo intentaba fatigosamente establecer por medio de animales inmolados, se obtiene plenamente en la Iglesia en virtud de la ofrenda personal de Cristo, la cual comunica a todos los creyentes un poderoso dinamismo de docilidad filial para con Dios y de solidaridad fraterna con los hombres.

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A. Vanhoye

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Sumario. 1. EneIAT:. Orí­genes: a) Levitas, b) Sacerdotes, c) Nombre. 2. Funciones sacerdotales; a)
Oráculos, b) Enseñanza, c) Culto sacrificial, d) Pureza ritual, e) Bendición, 19 Custodia del santuario; 3.
Estructura del culto sacerdotal: a) Separaciones rituales, b) Sacrificio ritual, c) Esquema de conjunto, d)
Mediación; 4. Evolución histórica: a) Sentido de la santidad, bj Sacerdocio y poder, c) Espera escatológica.
II. En el NT: 1. Oposición sacerdotal; 2. Posición de Jesús; 3. Misterio de Cristo y culto; 4. Sacerdocio de
Cristo: a) Experiencia cristiana, bjArgumento de la Escritura, c) Sacrificio de Cristo; 5. Sacerdocio común:
a) Culto nuevo, b) Organismo sacerdotal, c) Reyes y sacerdotes; 6. Sacerdocio ministerial.
2972
1. EN EL AT.
La institución del sacerdocio ocupa un puesto considerable en los libros del AT. El hecho no es sorprendente, puesto que el sacerdote es el encargado de las relaciones con Dios. Siendo Israel el pueblo de Dios, las relaciones con Dios revisten en Israel una importancia particular.
2973
1. Orí­genes.
El sacerdocio no aparece enseguida en la Biblia. Para dar culto a Dios, / Abrahán no se dirigí­a a un sacerdote. El mismo ejercí­a para su familia las funciones cultuales: construí­a altares (Gen 12,7s; 13,18; 22,9) y ofrecí­a sacrificios (22,13); de manera semejante Isaac (26,25) y Jacob (28,18; 31,54). Los primeros sacerdotes mencionados en la Biblia son extranjeros: Melquise-dec, rey de una ciudad cananea y sacerd ote (14,18); los sacerdotes egipcios (41,45; 47,22), un sacerdote ma-dianita (Ex 2,16). Para Israel se habla de sacerdotes solamente cuando se ha convertido en pueblo. Pues el sacerdocio es un caso de especializa-ción social. Los sacerdotes ejercen el culto de Dios en nombre del pueblo.
2974
a) Levitas. En Israel las funciones cultuales fueron confiadas a los levitas [1 Leví­tico]. Los textos más antiguos relativos a Leví­ no hacen referencia al sacerdocio (Gn 34,25-31 49,Sss); pero la bendición pronunciada por Moisés sobre la tribu de Leví­ atribuye a esta tribu las diversas funciones sacerdotales Dt 33,8-11). La tradición referida en Jg 17 demuestra que se reconocí­a a los levitas una competencia especial para el culto (Jc 17,7-13).
Su privilegio recibe en el Pentateuco varias explicaciones. Una tradición antigua refiere que el sacerdocio fue conferido a los levitas en recompensa de su intervención intrépida contra los israelitas idólatras Ex 32,25-29). Los levitas habí­an vengado con la espada los derechos de Yhwh, lesionados por el pecado, mereciendo con ello la investidura sacerdotal. Un episodio análogo se cuenta de Pincas (Fineés), nieto de Aarón. Su celo contra un israelita pecador le valió la promesa de un sacerdocio perenne (Nm 25,6-13). En esta perí­copa se sitúa el sacerdocio en la perspectiva de una adhesión resuelta a Dios, cuya consecuencia es una lucha intransigente contra el pecado y los pecadores. La misma perspectiva se encuentra en tiempos de la persecución de los seléucidas contra la religión de Israel (siglo u a.C). Poseí­do de un celo semejante al de Pincas, el sacerdote Matatí­as dio muerte a un israelita que ofrecí­a un sacrificio a los í­dolos, dando así­ comienzo a la insurrección contra la opresión pagana (IM 2, 15-27).
Otra corriente de tradición explica la posición de los levitas con una sustitución. Los levitas pasaron a ocupar el puesto de los primogénitos de Israel. Normalmente el primogénito de cada familia hubiera debido consagrarse al culto de Dios. Un levita lo sustituye. Se trata de una disposición divina: †œYa ves que he elegido a los levitas de entre todos los israelitas en sustitución de todos los primogénitos…, ya que mí­o es todo primogénito† (Nm 3,12; CF 3,41 Ex l2Nb 3,13; 8,17). Luego los levitas habí­an sido elegidos para sustituir a los primogénitos. El aspecto que destaca esta corriente de tradición es la necesidad de una representación del pueblo para ejercer las funciones cultuales. No es posible que todo el pueblo se dedique continuamente al culto de Dios. Por eso se eligen algunos hombres según las indicaciones divinas.
2975
b) Sacerdotes. La organización del sacerdocio israelí­tico pasó por diversas etapas difí­ciles de definir, ya que las informaciones contenidas en la Biblia ofrecen lagunas. La situación descrita en el Pentateuco refleja a menudo la de épocas posteriores al éxodo. La institución del sacerdocio se refiere con muchos detalles entre las leyes que organizan el culto divino (Ex 28,1-29,35; Lev 8,1-10,20). Los textos insisten en la relación privilegiada de los sacerdotes con Dios. Sin embargo, el contexto deja ver que el sacerdocio tiene también una función social (Ex 29,43-45).
Según el Pentateuco, el sacerdocio propiamente dicho fue confiado a †œAarón y a sus hijos† (Ex 28,1; Lv 8,1). Aarón, hermano de Moisés, era de la tribu de Leví­. Los otros levitas fueron dados a Aarón para ayudarle en las tareas secundarias (Nm 3,5-10). Las genealogí­as de los libros de las Crónicas relacionan con la descendencia de Aarón a los sumos sacerdotes del templo de Jerusalén (1 Crón 5,27-41; 24,lss). Así­ se afirmaba el principio del sacerdocio hereditario, que aseguraba la continuidad de la institución. A diferencia de los profetas, cuya vocación no dependí­a de su origen familiar, sino de una iniciativa imprevisible de Dios, los sacerdotes y los levitas eran tales en virtud de su pertenencia a una familia sacerdotal o leví­tica.
2976
c) Nombre. En hebreo, sacerdote se dice kohen. El sentido primitivo de este nombre no se conoce. Algunos lo relacionan con el acádico kánu, inclinarse. El sacerdote serí­a el hombre que se inclina en adoración ante la divinidad. Otros, en cambio, piensan en el hebreo kún, estar derecho, y definen al sacerdote como un hombre que †œestá delante de Dios† (Dt 10,8). Otros todaví­a relacionan el término con una raí­z atestiguada en siriaco, que expresa el concepto de prosperidad; el sacerdote es el hombre que, por medio de la bendición, procura la prosperidad. En griego, kohen ha sido traducido por hiereús, término emparentado con hieras, sagrado: el sacerdote es el hombre de lo sagrado.
2977
2. Funciones sacerdotales.
Los textos bí­blicos atribuyen a los sacerdotes una gran diversidad de funciones, sin preocuparse de explicar sus relaciones con algún concepto central.
2978
a) Oráculos. La primera atribución del sacerdocio en el antiquí­simo texto de la bendición de Leví­ es la de hacer oráculos por medio de objetos sagrados llamados tummim y †˜urim. Moisés impetra a Dios: †œDa a Leví­ tus †˜urim y tus tummim al hombre santo† (Dt 33,8). Con estos objetos el sacerdote procedí­a a un sorteo, que definí­a la respuesta divina a algún problema de la vida. El texto más claro al respecto es el de 1S 14,41, en el cual el rey Saúl, deseando conocer la causa de una dificultad, le dice a Dios: †œSi el pecado está en mí­ o en mi hijo Jonatán, Señor, Dios de Israel, salga †˜urim; y si este pecado está en tu pueblo Israel, salga tummim†. En la historia de David se refieren otras consultas semejantes. Perseguido por Saúl o atacado por los ama-lecitas, David recurre al sacerdote Abiatar para consultar a Yhwh sobre la táctica que ha de adoptar (IS 23,9; IS 30,7). La función oracular del sacerdote no es un rasgo particular de la religión de Israel; prácticas por el estilo eran corrientes en el mundo antiguo. En ellas podemos reconocer un esbozo de actitud espiritual, a saber: la búsqueda de la voluntad de Dios, y una convicción religiosa fundamental: sin la relación con Dios, el hombre no puede encontrar su camino en la existencia.
2979
b) Enseñanza. La bendición de Leví­ contiene una afirmación posterior, en plural en lugar del singular, que expresa una visión menos primitiva de la función sacerdotal; no la de sortear, sino la de enseñar: †œHan guardado tu palabra, han observado tu alianza. Enseñaron tus preceptos a Jacob y tu ley a Israel† Dt33,9-10). Los sacerdotes enseñan los preceptos de Dios primero ocasionalmente (Ag 2,1 Is; Za 7,3), y luego transmiten el conjunto de las instrucciones divinas. En Dt 31,9, Moisés confí­a la ley †œa los sacerdotes, hijos de Leví­†, con el encargo de leerla en el año del perdón, delante de todo Israel. El profeta Malaquí­as observa que †œlos labios del sacerdote deben guardar la ciencia, y de su boca se viene a buscar la enseñanza† (Ml 2,7). Pero Malaquí­as critica en este punto a los sacerdotes de su tiempo, pues esta función sacerdotal cayó en desuso. Los sacerdotes fueron progresivamente sustituidos por los escribas o doctores de la ley.
A la función de la enseñanza va ligada una cierta competencia jurí­dica atribuida al sacerdote: †œSuya es también la decisión en caso de litigios y lesiones† (Dt 21,5). Los textos de Qumrán mantienen aún esta atribución (CD 13,2-7). Los sacerdotes debí­an intervenir en caso de delito grave cuando faltaban indicios para descubrir al autor† (Dt 21,1-9 Núm Dt 5,11-13).
2980
c) Culto sacrificial. Después de la enseñanza, la bendición de Leví­ menciona la función de ofrecer los sacrificios: †œHacen subir el incienso ante tu rostro y ponen los holocaustos sobre tu altar† (Dt 33,10). El libro del Leví­tico da instrucciones detalladas sobre el modo de ofrecer los diversos sacrificios, atribuyendo siempre al sacerdote la función principal (Lv 1-7). Sin embargo, los relatos bí­blicos demuestran que en los primeros tiempos la oferta de los sacrificios no era tarea reservada sólo a los sacerdotes (Gn 22,13; Gn 31,54); el padre de Sansón ofrece un holocausto (Jc 13,19); los reyes David y Salomón ofrecen sacrificios en circunstancias particularmente solemnes, como el traslado del arca (2S 6, 17) o la dedicación del templo (IRe 8,62ss). Pero progresivamente la función de ofrecer quedó reservada a los sacerdotes. Un pasaje de Crónicas refiere que el rey Ozí­as fue castigado por Dios por haber tenido la temeridad de entrar en el santuario del Señor para quemar incienso en el altar (2Cr 26,16-21). Una profundiza-ción del sentido de la santidad divina habí­a hecho comprender que solamente una persona especialmente consagrada podí­a presentar a Dios una ofrenda de modo grato [1 Leví­tico II, 1.5].
Una evolución análoga llevó a insistir más en el aspecto expiatorio del culto sacrificial. Antes del exilio, los sacrificios principales eran los holocaustos y los sacrificios de comunión. Mas cuando la gran catástrofe nacional le dio al pueblo un sentido más vivo de su culpabilidad delante de Dios, los sacrificios de expiación adquirieron más importancia.
2981
d) Pureza ritual. La participación en el culto requerí­a la pureza ritual, definida en la ley. Los sacerdotes debí­an evitar todo contacto que les volviese impuros. Se establecí­an normas especiales para su matrimonio. Los defectos fí­sicos y las enfermedades eran impedimentos para la celebración del culto Lv 21). Para el sumo sacerdote, las reglas eran aún más estrictas; no le estaba permitido guardar luto ni siquiera por su padre o su madre (Lv 21,11). Por otra parte, los sacerdotes tení­an la responsabilidad de asegurar el perfecto desarrollo del culto, y por tanto de controlar la pureza ritual de los participantes. La presencia de una persona impura en la asamblea litúrgica hubiera comprometido el buen éxito del culto Lv 15,13). La impureza más tremenda era la †œlepra†. Por eso al sacerdote le incumbí­a verificar si una persona estaba afectada por semejante mal y declararla pura o impura. El Leví­tico da instrucciones muy detalladas al respecto (Lv 13-14). Para otros casos de impureza ritual, el sacerdote debí­a preparar el agua lustral según los ritos previstos en Núm 19 [1 Leví­tico II, 2.3].
2982
e) Bendición. Otra función de los sacerdotes, más positiva, era la de bendecir en nombre de Yhwh. Otras personas compartí­an con el sacerdote el derecho de transmitir la bendición divina. El padre de familia podí­a bendecir a sus hijos (Gn 27,4; Gn 48,15; Gn 49,28) y el rey a su pueblo (2S 6,18 IRe 2S 8,14). La bendición sacerdotal poní­a el nombre de Yhwh sobre los hijos de Israel. El libro de los Números indicaba la fórmula ritual (Nm 6,22-27). Poner el nombre quiere decir establecer una relación con la persona. Los israelitas comprendí­an que una buena relación con Dios era condición indispensable para la buena marcha de la vida individual y comunitaria. La bendición aseguraba la fecundidad, la felicidad y la paz.
2983
f) Custodia del santuario. La bendición de Leví­ no hace referencia a la relación entre sacerdote y santuario. Pero otros textos demuestran la importancia de esta relación. El sacerdote era el hombre del santuario. Tení­a el privilegio de poder entrar en el lugar santo y debí­a custodiar con el mayor cuidado el santuario y todos los objetos sagrados. †œTodo extraño que se acercaba era castigado con la muerte† Nm 3,38).
Cuando se fundaba un santuario, enseguida vení­a un hombre consagrado a custodiarlo (Jc 17,5-13 lSam7,1; 1R 12,31s). En los primeros tiempos eran numerosos los santuarios. Abrahán construí­a altares en diversos lugares: en Siquén (Gn 12,7), en Betel (12,8), en Hebrón (13,18) y en el territorio de Morí­a (22,9). Otras tradiciones hablan del santuario de Silo (IS 1,3) y del de Gabaón (IR 3,4). Después de la conquista de Jerusalén, David hizo llevar el arca de Dios a su nueva capital (2S 6) para darle un prestigio religioso. Más tarde, con ocasión de una epidemia, adquirió un terreno para construir en él un nuevo lugar santo, donde Salomón edificó el templo de / Jerusalén (IR 6; 2Cr 3,1). Progresivamente se manifestó la tendencia a atribuir a este nuevo santuario no solamente un puesto central en el culto, sino un puesto exclusivo. Ezequí­as, y poco después Josí­as, reformaron el culto en esta perspectiva (2R 18,4; 2R 23,4-20 ). Josí­as suprimió todos los santuarios de provincia (2R 23,8), a fin de que el templo de la capital fuese el único santuario de Yhwh. Se reorganizó el sacerdocio de modo correspondiente (23,9). Después del destierro fue confirmada esta reforma. Todo el culto sacerdotal se efectuaba en el templo de Jerusalén, donde las diversas clases de sacerdotes y levitas se sucedí­an de acuerdo con turnos regulares (Lc 1,8 ICrón Lc 24,7-8; 2Cr 31,2). En esta evolución progresiva hacia la unicidad del santuario se puede reconocer el influjo poderoso de un sentido mayor de la santidad del Dios único.
2984
3. Estructura del culto sacerdotal.
De hecho, toda la organización del culto sacerdotal antiguo se fundaba en el concepto de santidad. El punto de partida era el reconocimiento de la tremenda santidad de Dios: †œSed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo† (Lv 19,2). Siendo Dios santo, para entrar en relación con él hay que ser santo, es decir, pasar del nivel profano de la existencia ordinaria al nivel sagrado de la realidad divina.
2985
a) Separaciones rituales. Para alcanzar este fin, el culto antiguo proponí­a un sistema de elevación por medio de separaciones rituales. Como el pueblo entero no poseí­a, a pesar de su elección, la santidad requerida para acercarse a Dios (Ex 19,12; Ex 33,3), una tribu, la de Leví­, habí­a sido separada de las demás para el servicio litúrgico; en esta tribu, una familia, la de Aarón, habí­a sido apartada para ejercer los ritos sacrificiales; un miembro de esta familia era elegido para ser el sumo sacerdote, al cual estaba reservado el acto más solemne del culto, el encuentro con Dios.
Este encuentro no se podí­a verificar en un lugar cualquiera, sino sólo en un lugar sagrado, es decir, separado del espacio profano en el que se desarrollaban las actividades ordinarias y prohibido al público.
2986
b) Sacrificio ritual. Para entrar en el lugar sagrado, el sacerdote debí­a realizar los ritos sagrados, acciones que se distinguen de las actividades profanas y siguen normas especiales prescritas para el culto. Entre los ritos, el más significativo era el sacrificio, que consistí­a en hacer pasar una ví­ctima del mundo profano al mundo divino; en efecto, sacrificar significa hacer sagrado. El sacrificio era necesario, porque el sacerdote no estaba en condiciones de pasar él mismo enteramente al mundo divino. A pesar de todas las ceremonias de su consagración, seguí­a siendo un hombre terreno. Por eso el ritual le prescribí­a elegir otro ser viviente, un animal, sin defecto alguno, y por tanto que podí­a ser grato a Dios, y ofrecerlo sobre el altar. Inmolada y consumida por el fuego, esta ví­ctima subí­a simbólicamente al cielo, o bien su sangre era esparcida en dirección al trono de Dios. Este rito constituí­a el punto culminante de las separaciones. La ví­ctima era completamente sustraí­da a la existencia terrena para ser devorada por el fuego del cielo, que la llevaba junto a Dios [1 Leví­ti-co II, 11.
Así­ pues, el culto antiguo presentaba un esquema de consagración cada vez más completa, por medio de sucesivas separaciones rituales. Después de este movimiento ascendente de separaciones, se esperaba un movimiento descendente de gracias divinas. Si el sacrificio tení­a resultado positivo, la ví­ctima era aceptada por Dios; el sacerdote que la habí­a ofrecido era admitido ante Dios y podí­a obtener para el pueblo los favores de Dios.
2987
c) Esquema de conjunto. Es posible, pues, establecer un cierto orden en las diversas funciones sacerdotales, según un esquema ternario: fase ascendente, central y descendente. La fase ascendente comprende todo el sistema de las separaciones rituales, de las diversas reglas de pureza (alimentos puros e impuros, lepra, contactos, etc.) hasta las ofrendas sacrificiales, pasando por los ritos de purificación y de consagración. La fase central, elemento decisivo, consiste en el encuentro del sacerdote con Dios; gracias al sacrificio agradable, el sacerdote es admitido en la morada de Dios. La fase descendente se sigue de la buena relación establecida entre el sacerdote y Dios. El sacerdote obtiene el perdón divino y el fin de los castigos provocados por los pecados; puede comunicar al pueblo las instrucciones divinas, que manifiestan el camino seguro a seguir para triunfar en la vida; puede bendecir al pueblo con el nombre de Dios para procurarle fecundidad, paz y felicidad.
2988
d) Mediación. Con este esquema ternario se manifiesta bien la función mediadora del sacerdote. El lleva a Dios las ofrendas y las oraciones del pueblo, y luego lleva al pueblo las respuestas y las gracias de Dios, asegurando así­ las buenas relaciones entre el pueblo y Dios. Pero el AT no reflexiona mucho sobre la mediación sacerdotal, sino que le gusta insistir más bien en la gloria del sacerdocio. El Sirácida describe con entusiasmo la gloria de Aarón (Si 45, 6-22) y la del sumo sacerdote de su tiempo, Simón, hijo de Oní­as, †œmajestuoso al salir de entre los velos del santuario† (Si 50,5). En los sacerdotes se reflejaba la gloria del mismo Dios.
2989
4. Evolución histórica.
En el curso de los siglos se observa, respecto al sacerdocio, una doble evolución, que aumentaba su importancia en la vida del pueblo de Dios.
2990
a) Sentido de la santidad. Varias experiencias religiosas, personales y colectivas, aumentaron en Israel el respeto a la santidad de Dios. La obra de los profetas fue decisiva al respecto, lo mismo que la de los reformadores religiosos del templo de Josí­as. De ello se siguió una nueva organización del culto y del sacerdocio, que poní­a de relieve un monoteí­smo intransigente. En lugar de la multiplicidad de los santuarios antiguos, fue considerado legí­timo un solo santuario; todos los demás fueron equiparados a templos paganos, y por tanto destruidos. Se unificó y jerarquizó el sacerdocio.
En el culto sacrificial adquirió un puesto más significativo el aspecto de expiación, que responde mayormente a la preocupación de santidad. Entre todos los sacrificios, los más importantes fueron los del gran †œdí­a de la expiación, Yóm Kippur(Lv 16). Constituí­an la cima de todo el culto, porque el Yóm Kippur era la única ocasión anual en la que se podí­a penetrar en la parte más santa del templo. Este ingreso estaba reservado sólo al sumo sacerdote y condicionado por el sacrificio más solemne, que era de expiación. Bajo todos los aspectos (lugar sagrado, tiempo sagrado, persona sagrada, acto sagrado), la liturgia de Yóm Kippur manifestaba la más grande exigencia de santidad.
2991
b) Sacerdocio y poder. Paralelamente a esta evolución hacia un exclusivismo cada vez más marcado, tuvo lugar un incremento de poder. Después de la vuelta del destierro, el sumo sacerdote asumió una posición de autoridad no solamente religiosa, sino también polí­tica. Lo atestigua el Sirácida cuando alaba al sumo sacerdote Simón por haber asegurado la defensa de Jerusalén construyendo †œlas fortificaciones de la ciudad para caso de asedio† (Si 50,4). En el siglo n a.C, la revuelta contra los seléucidas fue dirigida por una familia sacerdotal, los asmoneos, los cuales, después de la victoria, conservaron el poder polí­tico. El tí­tulo griego de archie-reús, sumo sacerdote, fue adoptado entonces, expresando en aquellas circunstancias el cúmulo de los poderes (1 M 1O,20s; 13,41 s). En consecuencia, la dignidad de sumo sacerdote se convirtió en objeto de ambiciones y de rivalidades extremas. Ciertos pretendientes echaron mano de todos los medios, comprendido el homicidio (2M 4,32ss), para elevarse a esta posición. También bajo los procuradores romanos se presentaba el sumo sacerdote como la autoridad suprema de la nación; presidí­a el sanedrí­n, el cual era reconocido por los romanos como poder local. Los libros narrativos del NT atestiguan fielmente esta situación.
2992
c) Espera escatológica. Amargamente decepcionados por la evolución del sacerdocio, ciertos ambientes del /judaismo poní­an sus esperanzas en la espera de un sacerdocio renovado. El profeta Malaquí­as, que vituperaba los defectos de los sacerdotes (Ml 2,1-9), habí­a también anunciado una purificación de los hijos de Leví­ (3,3). Otros textos profé-ticos podí­an alimentar la misma esperanza. Tenemos claro testimonio de ello en los manuscritos de Qumrán y en los Testamentos de los doce patriarcas. En Qumrán la espera escatológica comprendí­a un elemento sacerdotal. Los miembros de la secta no esperaban solamente al mesí­as da-ví­dico, al que llamaban †œmesí­as de Israel†™, sino también un mesí­as sacerdote, al que denominaban †œmesí­as de Aarón† (1QS 9,10-11). En la Regla de la Comunidad no se concede la precedencia al mesí­as de Israel, sino al sacerdote (2,18-21). En el documento de Damasco (12,23s; 19,1 Os), un único personaje acumula ambas dignidades. Perspectivas similares se trazan en los Testamentos de los doce patriarcas; el Testamento de Rubén (6,7-12), por ejemplo, prescribe que se obedezca a Leví­ †œhasta la consumación de los tiempos del mesí­as sumo sacerdote, del cual ha hablado el Señor†™; el Testamento de Leví­ (18,1) anuncia que Dios, en los últimos tiempos, castigará a los sacerdotes indignos, y luego †œsuscitará un nuevo sacerdote, al cual se le revelarán todas las palabras del Señor†. Como el cumplimiento último debí­a ser cumplimiento de todos los aspectos del proyecto de Dios, no podí­a faltar el aspecto sacerdotal, pues su importancia era de primer rango en la Sagrada Escritura y en la vida del pueblo elegido.
2993
II. EN EL NT.
Respecto al sacerdocio, el NT contiene dos series de textos netamente diversos: por una parte, textos que hablan de la institución sacerdotal antigua; por otra parte, textos que afirman el cumplimiento cristiano del sacerdocio.
2994
1. Oposición sacerdotal.
Los escritos narrativos del NT (evangelios y Hechos) no dan jamás a Jesús ningún tí­tulo sacerdotal. Cuando hablan de sacerdotes y de sumos sacerdotes, es siempre en relación al sacerdocio judí­o (excepto en una perí­co-pa, donde se trata de un sacerdote pagano: Hch 14,13). La situación descrita difiere mucho según las dos categorí­as sacerdotales: simples sacerdotes o bien autoridades sacerdotales. En el caso de simples sacerdotes, no se observa ninguna tensión; los evangelios reconocen sus atribuciones; Lucas nos muestra al sacerdote Zacarí­as en el ejercicio de sus funciones (Lc l,8s); los sinópticos refieren que Jesús mandó a un leproso curado que se presentara al sacerdote e hiciera la ofrenda prescrita (Mc 1,44). En los Hechos, Lucas cuenta que †œincluso muchos sacerdotes abrazaban la fe† (Hch 6,7).
Muy diversa se presenta la situación en el caso de los principales sacerdotes y del sumo sacerdote. Se los menciona en la primera predicción de la pasión, en la cual Jesús declara que debí­a †œpadecer mucho por parte de los ancianos del pueblo, de los sumos sacerdotes y de los maestros de la ley† (Mt 16,21); y luego, de nuevo, en la tercera predicción: †œEl Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los maestros de la ley; lo condenarán a muerte† (Mt 20,18). Su nombre vuelve siempre en un contexto similar, es decir, el de la oposición exasperada a la persona de Jesús. Para traicionar a Jesús, Judas †œfue a los sumos sacerdotes†, los cuales †œle ofrecieron treinta monedas de plata† (Mt 26,15). En el proceso de Jesús ante el sanedrí­n, el sumo sacerdote tiene el papel decisivo (Mt 26,62-66). Tradiciones semejantes se refieren en el cuarto evangelio (Jn ll,49s; 18,35; 19,6). En los Hechos, la hostilidad de los supremos sacerdotes recae sobre la comunidad de los discí­pulos de Jesús, y especialmente sobre los apóstoles Hch 4,6 5,17s;9,ls;etc).
En todos estos episodios, los sacerdotes supremos y el sumo sacerdote no son presentados en acto de culto, sino ejerciendo el poder. Juntamente con los ancianos y los escribas, forman el sanedrí­n, asamblea que constituí­a la autoridad más alta del pueblo judí­o en los tiempos helení­sticos y romanos. Sin embargo, los elementos contenidos en el relato del proceso de Jesús presentan una situación mixta, es decir, polí­tico-religiosa. Jesús es acusado de subversión religiosa que afecta al santuario (Mc 14,58), y por tanto amenaza implí­citamente al sacerdocio. Luego, la cuestión central se refiere a la mesianidad, concepto polí­tico-religioso. La acusación final, de blasfemia, insiste únicamente en el aspecto religioso (Mc 14,63s).
2995
2. Posición de Jesús.
A primera vista, la relación entre Jesús y el sacerdocio antiguo habí­a sido negativa a causa de esta oposición de las autoridades sacerdotales a su persona y a su obra.
No era fácil percibir alguna relación positiva, porque ni la persona de Jesús, ni su ministerio, ni su muerte respondí­an al concepto antiguo de sacerdocio. Como el sacerdocio estaba reservado a la tribu de Leví­ y se transmití­a por ví­a hereditaria, Jesús, que pertenecí­a a la tribu de Judá, no era sacerdote según la ley mosaica. Nunca durante su vida pretendió ser kohen ni ejercer función sacerdotal alguna.
Su ministerio no fue de í­ndole sacerdotal, sino más bien profética. Comenzó a predicar como lo habí­an hecho los profetas. A veces se expresaba, como ellos, con acciones simbólicas. También sus milagros recordaban el tiempo de los profetas Elias y Elí­seo (multiplicación de los panes, Mt 14,13-21, comparable a 2R 4,42-44 resurrección del hijo una viuda, Lc 7,11-17, como IR 17,17-24; 2R 4,18-37). Jesús fue reconocido como maestro (Mt 22,16; Jn 3,2)y profeta, y hasta †œgran profeta† (Lc 7,16; Lc 7,39; Mt 21,11; Mt 21,46; Jn 4,19; Jn 6,14). Después de la resurrección, Pedro proclamó que Jesús era el profeta semejante a Moisés, prometido por Dios en Dt 18,18 (Hch 3,22).
Jesús continuó la tradición profética de crí­tica al formalismo religioso, en la cual quedaban involucrados los sacerdotes. Hací­a poco caso de la pureza ritual (Mt 9,10-13; Mt 15,1-20), rehusaba dar un valor absoluto a las prescripciones que se referí­an al sábado (Mt 12,1-13; Jn 5,16-18 etc. ) y no aceptaba el concepto antiguo de la santificación por medio de separaciones rituales. Haciendo suyo el dicho de Oseas:
†œMisericordia quiero, que no sacrificios (Os 6,6; Mt 9,13; Mt 12,7), Jesús observaba, según afirma Mateo, que entre dos modos de servir a Dios, uno con ritos y separaciones y el otro con entrega al prójimo, Dios mismo habí­a expresado su preferencia por el segundo. A las inmolaciones rituales, Dios preferí­a la misericordia.
2996
Desde el punto de vista de la religión antigua, la muerte de Jesús aumentó todaví­a más la distancia entre él y el sacerdocio, pues esta muerte no tuvo relación alguna con el culto ritual. Jesús no murió en un ambiente sagrado, sino fuera de la ciudad santa; su muerte fue una pena legal, la ejecución de una condena infamante. No fue un acto de santificación ritual, sino, al contrario, un acto de execración, que hací­a de él una maldición (Ga 3,13 Dt 21 ,22s).
No es, pues, de extrañar que la predicación cristiana primitiva no hablara de sacerdocio a propósito de Jesús. En su persona, en su ministerio, en su muerte, los cristianos no encontraban relación alguna inmediata con la institución sacerdotal antigua.
2997
3. Misterio de Cristo y culto.
Jesús fue reconocido como el mesí­as daví­dico (Hch 2,36), lo cual era más fácil, porque†™ Jesús pertenecí­a a la tribu de Judá y a la descendencia de / David. Mas el mesianismo daví­dico no carecí­a de conexiones con la institución cultual. El oráculo de Natán, base de este mesianismo, anunciaba en efecto que el hijo de David construirí­a la casa de Dios (2S 7,13). Los cuatro evangelios reproducen esta predicción de una forma nueva. El tema de la destrucción y de la reconstrucción del santuario ocupa un puesto significativo en los relatos sinópticos de la pasión. Con ello una misión que se refiere al culto quedó propuesta como parte integrante del misterio de Cristo (Jn 2,13-22; Mc 14,58; Mc 15,29; Mc 15,38).
Por otra parte, los relatos de la última cena contienen un episodio de inmenso alcance para la relación con Dios. Tomando el cáliz, Jesús dijo: †œEsta es mi sangre de la alianza† (Mt 26,28). Tal gesto con tales palabras no estaba ciertamente previsto en el ritual antiguo; constituí­a una innovación sorprendente. Pero la unión de †œsangre† y de †œalianza† recordaba el sacrificio de / alianza referido en Ex 24,6-8, y en consecuencia, daba una determinación sacrificial al acto de Jesús, y por tanto a su muerte, que este gesto anticipaba. La reflexión cristiana descubrió estos aspectos. Pablo da testimonio de ello al expresar la incompatibilidad entre los cultos sacrificiales, el de la / eucaristí­a y el de los í­dolos (1Co 10,14-22). Una renovación radical del culto hay que reconocerla en los acontecimientos de la institución eucarí­stica, de la pasión y de la / resurrección de Cristo. También la fecha de la muerte de Cristo sugerí­a su carácter sacrificial, pues la poní­a en relación con la inmolación del cordero pascual (Mt 28,2; Jn 18,28; Jn 19,4). En ico 5,7 Pablo proclama: †œCristo, nuestro cordero pascual, ya ha sido inmolado†. En Rom 3,25 emplea otras palabras tomadas del culto sacrificial: †œA Jesucristo, Dios lo expuso públicamente como propiciatorio, por medio de la fe, en su sangre†™. Finalmente, en Ep 5,2, tenemos una fórmula paulina existencial: †œCristo nos amó y se entregó por nosotros† (ver Ga 2,20), es completada con términos del vocabulario sacrificial:
†œcomo ofrenda y sacrificio de olor agradable a Dios†. Por su parte, Pedro aplica a Cristo una expresión corriente del ritual antiguo: †œcordero sin mancha† (IP 1,19; Lv 14,10; Lv 23,18 etc. ). Todos estos textos demuestran una comprensión sacrificial de la pasión y resurrección de Cristo.
2998
4. Sacerdocio de Cristo.
Decir que Cristo ha sido ví­ctima inmolada por nuestros pecados no resuelve aún la cuestión de su relación con el sacerdocio. Pues en el sacerdocio antiguo, ví­ctima y sacerdote eran necesariamente distintos. El autor de la carta a los / Hebreos afronta el problema en toda su amplitud, demostrando que Cristo no fue solamente ví­ctima sacrificial, sino también sacerdote, e incluso sumo sacerdote, y que él conserva esta posición para siempre. Para llegar a esta conclusión, el autor, por una parte, tuvo que superar el concepto entonces tradicional del sacerdocio, no cerrándose en las formas rituales externas, sino percibiendo su intención profunda; y tuvo además, por otra parte, que reexaminar los datos fundamentales de la cristologí­a hasta descubrir su relación con la intención profunda de la institución sacerdotal.
Sabedor de las dificultades del problema, observa el autor: †œEs sabido que nuestro Señor nació de la tribu de Judá, la cual no es mencionada por Moisés al tratar de los sacerdotes† (Hb 7,14); †œpor tanto, si estuviese sobre la tierra no serí­a sacerdote en modo alguno, porque ya hay encargados de ofrecer los dones según la ley† (8,4). No es posible atribuir a Cristo el sacerdocio ritual antiguo. No obstante, es preciso reconocer que Cristo es sacerdote, porque ha llevado a cabo una obra de mediación entre los hombres y Dios y ocupa ahora una posición de mediador. En el misterio de la pasión y de la glorificación de Cristo es fácil discernir las tres fases de la mediación sacerdotal: ascendente, central y descendente.
2999
a) Experiencia cristiana.
En las diversas etapas de su demostración, el autor comienza regularmente por la fase central, la que se refiere a la admisión del sacerdote en la morada de Dios. Es decir, los fieles son invitados a contemplar a Cristo sentado a la diestra de Dios (1,4-14), glorificado y proclamado †œdigno de fe† (3,1-6), †œsiempre vivo para interceder en su favor† (7,25). El punto de partida de la exposición es, pues, la experiencia actual de la comunidad cristiana, la cual sabe que debe su existencia a Cristo glorificado, el cual la pone en relación í­ntima con Dios. Pues Cristo es al mismo tiempo Hijo de Dios entronizado junto al Padre (1,5-14) y hermano de los hombres, de los cuales se ha mostrado plenamente solidario hasta la muerte (2,5-16). Unido intimamente a Dios, unido í­ntimamente a nosotros, es el mediador perfecto, por lo que hay que reconocerlo como †œsumo sacerdote misericordioso y fiel ante Dios† (2,17). Los cristianos no se encuentran en una situación inferior a la de los judí­os; tienen un sumo sacerdote (3,ls; 4,14).
3000
b) Argumento de la Escritura.
A este primer argumento, sacado de la experiencia religiosa de los cristianos, añade el autor una prueba escri-turí­stica, sacada de un salmo mesiá-nico (Sal 110). El primer versí­culo de este salmo contiene el oráculo que expresa la glorificación de Cristo a la derecha de Dios. La aplicación de este oráculo a Jesús está garantizada por los evangelios (Mt 22,41-46; Mt 26,63-66) y es corriente en el NT (Mc 16,9; Hch 2,34; Ef 1,20 etc. ). El autor se ha referido a él desde la primera frase de su discurso (Hb 1,3), y vuelve sobre ello reiteradas veces (1,13; 8,1; 10,12; 12,2). Pues bien, el cuarto versí­culo del mismo salmo contiene un segundo oráculo dirigido al mismo personaje, y que por tanto hay que aplicar a Cristo como el primero. Este oráculo lo proclama solemnemente †œsacerdote para siempre† (Sal 110,4). Se sigue de ahí­ que el sacerdocio de Cristo es un dato explí­cito de la revelación bí­blica. Dios mismo no sólo ha afirmado, sino †œjurado† que Cristo glorificado es sacerdote. El autor introduce esta prueba escri-turí­stica en 5,6; luego la recoge en 5,10 y 6,20, y la explica detalladamente en 7,1-28.
El oráculo precisa que el sacerdocio del mesí­as es †œsegún el orden de Melquisedec†. En la manera de presentar la Biblia al personaje de Melquisedec, sin mencionar su origen familiar y sin aludir a su nacimiento ni a su muerte, el autor descubre una prefiguración implí­cita del sacerdocio de Cristo glorioso, el cual no depende de una genealogí­a sacerdotal humana ni tiene lí­mites temporales, puesto que es el sacerdocio del Hijo de Dios, que ha vencido la muerte y vive para siempre (7,3.16s.24s).
3001
c) Sacrificio de Cristo.
Para completar la argumentación, el autor considera la fase ascendente del sacerdocio de Cristo, o sea el acontecimiento que llevó a Cristo a su actual posición sacerdotal.
El hecho de haber sido Cristo desde siempre el Hijo de Dios no bastaba para asegurarle el sacerdocio; era necesaria una estrecha unión con los hombres para hacer de él el mediador perfecto. Por eso Cristo †œdebió hacerse en todo semejante a sus hermanos†, tomando sobre él sus pruebas, sus sufrimientos y su muerte, †œpara convertirse en sumo sacerdote† (2, 17). La pasión gloriosa de Cristo constituye para él un sacrificio de consagración sacerdotal. No se trata, evidentemente, de un rito externo, como era la consagración del sumo sacerdote antiguo (Lv 8), sino de una transformación radical de la naturaleza humana de Cristo. Esta transformación real se llevó a cabo por medio de sufrimientos aceptados generosamente en una actitud de docilidad a Dios y de solidaridad con los hombres. Dios hizo perfecto al hombre en Cristo por medio de la pasión (2,10). Jesús †œen el sufrimiento aprendió a obedecer† y †œasí­ alcanzó la perfección†, siendo por el hecho mismo †œconsagrado† sacerdote (5,8s). El autor profundiza de esta manera la doctrina cristológica, que presentaba la pasión de Cristo como un sacrificio. Cristo se ha convertido al mismo tiempo en ví­ctima inmolada (1Co 5,7; Ef 5,2; IP 1,19) y en sacerdote consagrado. En este acontecimiento no permaneció él pasivo, sino que cooperó activamente a la obra divina bajo el impulso del Espí­ritu Santo: †œPor virtud del Espí­ritu eterno se ofreció a sí­ mismo a Dios como ví­ctima inmaculada† (Hb 9,14). Su ofrenda no tiene solamente valor de sacrificio de consagración sacerdotal, sino también de sacrificio de expiación (9,26ss) y de alianza (9,15-22). Sustituye a todos los sacrificios antiguos (10,5-1 0) y hace pasar de un culto ritual, externo e ineficaz, a un culto existencial, que toma a todo el hombre para unirlo con Dios y con los hermanos. En conclusión, es evidente que la pasión de Cristo no solamente es un verdadero sacrificio, sino el único verdadero sacrificio plenamente logrado; los demás eran intentos ineficaces. De manera semejante, no sólo se ha de reconocer a Cristo como sacerdote, sino que es el único sacerdote auténtico, el único mediador de Dios y de los hombres (ITm 2,5); los sacerdotes antiguos no hací­an más que prefigurarlo de modo muy imperfecto.
3002
5. Sacerdocio común.
La fase descendente del sacerdocio de Cristo consiste en procurar a los creyentes la purificación de la conciencia (9,14), la santificación (10,10), la perfección (10,14), introduciéndolosen la †œnueva alianza† (9,15), que los pone en relación í­ntima con Dios (8,108).
3003
a) Culto nuevo.
Gracias al sacrificio de Cristo, la situación religiosa de los hombres se ha transformado completamente. Todas las separaciones rituales antiguas han quedado abolidas, porque Cristo ha inaugurado un †œcamino nuevo y viviente†™ (10,20), que permite el acceso a Dios. Lo que en los tiempos antiguos era privilegio exclusivo del sumo sacerdote una vez al año, se ha convertido en una posibilidad abierta a todos en todo tiempo. Ahora todos los creyentes son invitados a acercarse a Dios †œcon confianza† (4,16; 10,19-22) y a presentarle sus †œsacrificios (13,15s). Estos sacrificios no serán ya ritos separados de la vida, sino, a ejemplo del sacrificio de Cristo, ofrendas existenciales. Es decir, los cristianos están llamados a vivir como Cristo en la obediencia filial, †œcumpliendo la voluntad de Dios†(10,36; 13,21; cf 5,8; 10,7-9), y a progresar en el amor fraterno gracias a una solidaridad efectiva (10,24; 13,16). El culto nuevo es transformación cristiana de la existencia por medio de la caridad divina. Y como ese culto no es posible sin la unión con el sacrificio de Cristo, hay que reconocer un puesto esencial en la vida cristiana a la celebración eucarí­stica, instrumento de esta unión (cf 10,19-25; 13,15). Unidos a Cristo, los cristianos participan del sacerdocio de Cristo. Sin embargo, el tí­tulo de sacerdotes no les es atribuido en la carta a los Hebreos, que lo reserva para Cristo.
Pablo expresa una doctrina semejante en un pasaje importante de su carta a los Romanos, donde emplea un vocabulario sacrificial para expresar su ideal de vida cristiana: †œHermanos, os ruego… que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios… No os acomodéis a este mundo; al contrario, transformaos y renovad vuestro interior†™ (Rom 12,ls). Tampoco Pablo usa aquí­ la palabra †œsacerdocio†™; pero la realidad descrita constituye una forma nueva de sacerdocio.
3004
b) Organismo sacerdotal.
En cambio, Pedro aplica a la comunidad de los creyentes un tí­tulo sacerdotal que encuentra en la traducción griega de Ex 19,6. El texto hebreo de esta promesa de Dios dice: †œSeréis para mí­ un reino de sacerdotes†. En lugar del plural †œsacerdotes†™, los Setenta han puesto un nombre colectivo, hierá-teuma, que significa †œorganismo sacerdotal†. Este término se emplea en 1 Pe 2,5.9 para calificar a la Iglesia. Gracias a su adhesión a Cristo en su misterio de muerte y resurrección, los creyentes son †œedificados como piedras vivientes en casa espiritual y organismo sacerdotal santo, para ofrecer ví­ctimas espirituales agradables a Dios por mediación de Jesucristo† (IP 2,5). Con estas palabras proclama Pedro el cumplimiento en la Iglesia de la espléndida promesa hecha a Israel. No se trata, como se pretende a veces, de un sacerdocio de cada uno de los creyentes, de modo individual, sino de un sacerdocio poseí­do por todos juntos de un modo orgánico. Lejos de ser excluida, la presencia de una estructura en este †œorganismo sacerdotal† es más bien sugerida por el contexto. Pues la construcción de un edificio no es posible sin una estructura (Ef 2,19-21; Ef 4,11-16). Cuáles son los †œsacrificios espirituales†™, no se precisa. La doctrina general de la carta permite comprender que consisten en una †œconducta buena† (2,12) y santa (1,15), conforme a la obediencia de Cristo y a la inspiración del Espí­ritu (1,2).
3005
c) Reyes y sacerdotes.
Como la 1 P, el Apocalipsis se inspira en la promesa divina de Ex 19,6; pero no reproduce la expresión de los Setenta, sino una traducción literal del hebreo. Los cristianos reconocen que Cristo los †œha hecho un reino de sacerdotes para su Dios y Padre†(Ap 1,6). La corte celestial dirige al Cordero un canto nuevo que lo alaba por esta obra (5,9-10). Finalmente, una bienaventuranza que se refiere a los mártires proclama que †œserán sacerdotes de Dios y de Cristo, con el que reinarán mil años† (20,6).
La contribución especí­fica del Apocalipsis consiste en la insistencia en la unión de la dignidad real con la sacerdotal. En circunstancias difí­ciles que poní­an a los cristianos en una situación de ví­ctimas y de condenados, Juan les invita a reconocer osadamente que, gracias a la sangre de Cristo, son en realidad sacerdotes y reyes, es decir, que gozan de una relación privilegiada con Dios y que esta relación ejerce una acción determinante en la historia del mundo. La dignidad real y sacerdotal de los cristianos es presentada como la cima de la obra redentora de Cristo (1,6; 5,10). Por otra parte, la plena realización de esta doble dignidad aparece como el colmo de la felicidad y de la santidad (20,6). Esta perspectiva debe animar a los creyentes en sus pruebas. Su esperanza es magní­fica. En la nueva Jerusalén estará †œel trono de Dios y del cordero† y †œlos servidores de Dios lo adorarán† (22,3) †œy reinarán por los siglos de los siglos† (22,5). De esta manera la vocación del hombre quedará perfectamente cumplida.
3006
6. Sacerdocio ministerial.
El sacerdocio común de los creyentes no existe sin la mediación sacerdotal de Cristo; todos los textos del NT lo atestiguan claramente (IP 2,5; Ap 1,6;Ap 5,10 Heb7,25; Rm 5,1; Ef 2,18 etcétera). Atestiguan igualmente que la mediación de Cristo se hace presente en la diversidad de los lugares y de los tiempos por medio de los ministros de Cristo. La facultad de éstos no es de origen humano, sino divino (2Co 3,5s). Dios mismo los hace †œministros idóneos de la nueva alianza† (3,6). Ejercen †œel ministerio de la reconciliación† (2Co 5,19), no con autoridad propia, sino como †œembajadores de Cristo† (5,20). Se los ha de considerar†ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios† (1Co 4,1). En nombre de Cristo †œsumo sacerdote digno defe†(Hb 3,1-6), transmiten con autoridad †œla palabra de Dios† (13,7). En nombre de Cristo †œsumo sacerdote misericordioso† (2,17; 4,14), †œvelan por las almas† y deben †œdar cuenta† de ellas (13,17). Están, pues, estrechamente asociados al sacerdocio de Cristo. Sin embargo, no reciben en el NT el tí­tulo de sacerdotes. Se comprende sin dificultad: los tí­tulos de los dirigentes de la Iglesia primitiva se escogieron en un tiempo en el que la doctrina del sacerdocio de Cristo no se habí­a elaborado aún; como sus funciones eran muy diversas de las de los sacerdotes del tiempo, judí­os y gentiles, no podí­a ocurrí­rseles la idea de llamarlos sacerdotes. Sin embargo, después de la elaboración de una cristologí­a sacerdotal resultaba posible, e incluso necesaria, un comprensión sacerdotal del misterio cristiano; ésta se abrió camino de modo enteramente natural en los tiempos posteriores al NT. En el mismo NT solamente está sugerida. Los textos más explí­citos al respecto son los de 1 Cor 9,13-14 y Rom 15,16; en el primero expresa Pablo una relación de semejanza entre los sacerdotes antiguos y los ministros del evangelio; en el segundo, el apóstol define en términos cultuales y sacrificiales su propia vocación; no emplea para sí­ mismo el tí­tulo de hiereús, †œsacerdote†, que corrí­a el riesgo de provocar un equí­voco, sino que se sirve de una larga perí­frasis, que describe el ministerio como una función sacerdotal de género completamente nuevo: †œser ministro cultual de Jesucristo† y realizar la †œtarea sagrada de anunciar el evangelio de Dios, para que la ofrenda sacrificial de los paganos sea agradable a Dios, consagrada por el Espí­ritu Santo† (Rm 15,16). Así­ pues, el ministerio apostólico es un ministerio sacerdotal al servicio del sacerdocio de Cristo y al servicio del sacerdocio común.
Así­ la relación í­ntima con Dios, que el sacerdocio antiguo intentaba fatigosamente establecer por medio de animales inmolados, se obtiene plenamente en la Iglesia en virtud de la ofrenda personal de Cristo, la cual comunica a todos los creyentes un poderoso dinamismo de docilidad filial para con Dios y de solidaridad fraterna con los hombres.
3007
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A. Vanhoye

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

A. NOMBRES 1. jierateuma (iJeravteuma, 2406), denota sacerdocio (relacionado con jierateuo, véase B más abajo), un cuerpo de sacerdotes que consiste en todos los creyentes, toda la iglesia (y no un orden especial entre ellos), que recibe el nombre de «sacerdocio santo» (1Pe 2:5); «real sacerdocio» (v. 9). La primera designación está asociada con la ofrenda de sacrificios espirituales, la segunda con la dignidad regia de proclamar las excelencias del Señor.¶ En la LXX, Exo 19:6; 23.22.¶ 2. jierosune (iJerwsuvnh, 2420), sacerdocio. Significa el oficio, la cualidad, rango y ministerio de un sacerdote (Heb 7:11,12,24), donde se expone el contraste entre el sacerdocio leví­tico y el de Cristo.¶ En la LXX, 1Ch 29:22:¶ 3. jierateia (iJerateiva, 2405), sacerdocio. Denota el oficio de sacerdote (Luk 1:9; Heb 7:5).¶ Nota: En Heb 7:14 «sacerdocio» es traducción de jiereus, lit., «tocante a sacerdotes»; cf. VM: «respecto de sacerdotes»; véase SACERDOTE, Nº 1. B. Verbo jierateuo (iJerateuvw, 2407), significa oficiar como sacerdote (Luk 1:8 «ejerciendo †¦ el sacerdocio», RV, RVR; RVR77: «ejerciendo su ministerio sacerdotal»; VM: «mientras él ministraba como sacerdote»; NVI: «estaba oficiando como sacerdote»; LBA coincide con RVR77). Cf. A, Nº 1 más arriba.¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

«Jesús, que permanece eternamente, posee un sacerdocio inmutable» (Heb 7,24). De esta manera la epí­stola a los Hebreos, para definir la *mediación de Cristo la relaciona con una función que existí­a en el AT como en todas las religiones vecinas: la de los sacerdotes. Así­ pues, para comprender el sacerdocio de Jesús importa conocer con precisión el sacerdocio del AT que lo preparó y lo prefiguró.

AT. I. HISTORIA DE LA INSTITUCIí“N SACERDOTAL. 1. En los pueblos civilizados que rodeaban a Israel la función sacerdotal es desempeñada a menudo por el rey, particularmente en Mesopotamia y en Egipto; a éste le asiste entonces un clero jerarquizado, las más de las veces hereditario, que constituye una verdadera casta. Nada de esto sucede entre los patriarcas. Entonces no hay templo ni existen sacerdotes especializados del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Las tradiciones del Génesis muestran a los patriarcas construyendo altares en Canaán (Gén 12,7s; 13,18; 26,25) y ofreciendo sacrificios (Gén 22; 31,54; 46,1). Ejercen el sacerdocio familiar, practica-do en la mayorí­a de los pueblos antiguos. Los únicos sacerdotes que aparecen son extranjeros: el sacerdote-rey de Jerusalén, Melquisedec (Gén 14,18ss) y los sacerdotes del Faraón (Gén 41,45; 47,22). I. a tribu de Leví­ no es todaví­a más que una tribu profana, sin funciones sagradas (Gén 34,25-31; 49,5ss).

2. A partir de Moisés, que era también levita, la especialización de esta tribu en las funciones cultuales parece abrirse camino. El relato arcaico de Ex 32,25-29 expresa el carácter esencial de su sacerdocio : es elegida y consagrada por Dios mismo para su servicio. La bendición de Moisés, a diferencia de la de Jacob, le atribuye las incumbencias especí­ficas de los sacerdotes (Dt 33, 8-11). Es cierto que este texto refleja una situación más tardí­a. Los levitas son entonces los sacerdotes por excelencia (Jue 17,7-13; 18,19), adscritos a los diferentes santuarios del paí­s. Pero junto con el sacerdocio leví­tico sigue ejerciéndose el sacerdocio familiar (Jue 6,18-29; 13,19; 17,5; ISa 7,1).

3. Bajo la monarquí­a ejerce el «rey diversas funciones sacerdotales, como los reyes de los pueblos vecinos: ofrece sacrificios, desde Saúl (lSa 13, 9) y David (2Sa 6,13.17; 24,22-25) hasta Ajaz (2Re 16,13); bendice al pueblo (2Sa 1,18; lRe 8,14)… Sin embargo, no recibe el tí­tulo de sacerdote sino en el antiguo Sal 110,4, que le compara con Melquisedec. En realidad, a pesar de esta alusión al sacerdocio regio de Canaán, el rey es un patrono del sacerdocio más que un miembro de la casta sagrada.

Esta se ha convertido ahora en una institución organizada, particularmente en el santuario de Jerusalén, que a partir de David es el centror cultual de Israel. En un principio dos sacerdotes se reparten su servicio. Ebiatar, descendiente de Elí­, el encargado de Silo, es muy probablemente un levita (2Sa 8,17); pero su familia será excluida por Salomón (lRe 2,26s). Sadoq es de origen des-conocido; pero serán sus descendientes los que dirijan el sacerdocio del templo hasta el siglo II. Genealogí­as ulteriores lo enlazarán, como a Ebiatar, con la descendencia de Aarón (cf. lPar 5,’7-34). El sacerdocio de Jerusalén, bajo las órdenes del jefe de los sacerdotes, cuenta diferentes subalternos. El personal del templo, aun antes del exilio, comprende a incircuncisos (Ez 44,7ss; cf. Jos 9,27). En ios otros santuarios, sobre todo en Judá, los levitas deben ser bastante numerosos. Pareceser que David y Salomón trataron de distribuirlos por todo el paí­s (cf. Jos 21; Jue 18,30). Pero varios santuarios locales tienen sacerdotes de otro origen (lRe 12,31).

4. La reforma de Josí­as en 621, al suprimir los santuarios locales, consagra el monopolio leví­tico y la supremací­a del sacerdocio de Jerusalén. En efecto, esta reforma, rebasando las exigencias del Deuteronomio (18,6ss), reserva el ejercicio de las funciones sacerdotales a los solos descendientes de Sadoq (2Re 23, 5.9); prepara ya así­ la distinción ulterior entre sacerdotes y levitas, que será más clara en Ez 44,10-31.

La ruina simultánea del templo y de la monarquí­a (587) pone fin a la tutela regia sobre el sacerdocio y da a éste mayor autoridad sobre el pueblo. El sacerdocio, liberado de las influencias y de las tentaciones del poder polí­tico, que ahora ya es ejercido por paganos, se convierte en el guí­a religioso de la nación. La desaparición progresiva del profetismo a partir del siglo v acentúa todaví­a su autoridad. Ya en 573 los proyectos reformistas de Ezequiel excluyen al -«prí­ncipe» del santuario (Ez 44,1ss; 46). La casta leví­tica goza ya de un monopolio indisputado (la única excepción en Is 66,21 no se refiere sino a los «últimos tiempos»). Las colecciones sacerdotales del Pentateuco (siglos v-iv) y luego la obra del cronista (siglo III) dan finalmente un cuadro detallado de la jerarquí­a sacerdotal.

Esta es rigurosa. En la cumbre, el sumo sacerdote, hijo de Sadoq, es el sucesor de Aarón, sacerdote tipo. Siempre habí­a habido en cada santuario un sacerdote jefe; el tí­tulo de sumo sacerdote aparece en el momento en que la ausencia de rey hace sentir la necesidad de un jefe para la teocracia. La unción que recibe a partir del siglo iv (Ley 8,12;cf. 4,3; 16,32; Dan 9,25) recuerda la que antiguamente consagraba a los reyes. Por bajo del sumo sacerdote se hallan los sacerdotes, hijos de Aarón. Finalmente los levitas, clero inferior, están agrupados en tres familias, a las que finalmente se agregan los cantores y los porteros (lPar 25-26). Estas tres clases constituyen la tribu sagrada, toda entera consagrada al servicio del Señor.

5. En adelante la jerarquí­a no conoce ya más variaciones, excepto en cuanto a la designación del sumo sacerdote. En 172 el último sumo sacerdote descendiente de Sadoq, Oní­as III, es asesinado de resultas de intrigas polí­ticas. Sus sucesores son designados fuera de su descendencia por los reyes de Siria. La reacción macabea desemboca en la investidura de Jonatán, descendiente de una familia sacerdotal bastante oscura. Su hermano Simón, que le sucede (143), forma el punto de partida de la dinastí­a de los Asmoneos, sacerdotes y reyes (134-37). Estos, más jefes polí­ticos y militares que religiosos, suscitan la oposición de los fariseos. Por su parte el clero tradicionalista les reprocha su origen no sadócida, y la secta sacerdotal de Qumrán se pone incluso en estado de cisma. Finalmente, a partir de Heredes (37), los sumos sacerdotes son designados por la autoridad polí­tica, que los elige entre las grandes familias sacerdotales; éstas constituyen el grupo de los «sumos sacerdotes», nombrado diversas veces en el NT.

H. LAS FUNCIONES SACERDOTALES. En
las religiones antiguas los sacerdotes son los ministros del culto, los guardianes de las tradiciones sagradas, los portavoces de la divinidad en su calidad de adivinos. En Israel, a pesar de la evolución social y del des-arrollo dogmático que se observa en el transcurso de las edades, el sacerdocio ejerce todaví­a dos ministerios fundamentales, que son dos formas de mediación: el servicio del culto y el servicio de la palabra.

1. El servicio del *culto. El sacerdote es el hombre del santuario. Guardián del *arca en la época antigua (lSa 1-4; 2Sa 15,24-29), acoge a los fieles en la casa de Yahveh (lSa 1), preside las liturgias en las fiestas del pueblo (Lev 23,11.20). Su acto esencial es el *sacrificio. En él aparece en la plenitud de su papel de mediador: presenta a Dios la ofrenda de los fieles; transmite a éstos la *bendición divina. Así­, por ejemplo, Moisés en el sacrificio de la alianza del Sinaí­ (Ex 24,4-8); así­ también Leví­, jefe de todo el linaje (Dt 33,10). Después del exilio los sacerdotes desempeñan esta función cada dí­a en el sacrificio perpetuo (Ex 29,38-42). Una vez al año aparece el sumo sacerdote en su función de mediador supremo, oficiando el dí­a de la *expiación por el perdón de todas las faltas de su pueblo (Lev 16; Edo 50, 5-21). Secundariamente está también encargado el sacerdote de los ritos de consagración y de purificación: la unción regia (lRe 1,39; 2Re 11, 12), la purificación de los leprosos (Lev 14) o de la mujer que ha dado a luz (Lev 12,6ss).

2. El servicio de la *palabra. En Mesopotamia y en Egipto ejercí­a el sacerdote la adivinación; en nombre de su dios respondí­a a las consultas de los fieles. En el Israel antiguo el sacerdote desempeña un quehacer análogo mediante el manejo del efod (lSa 30,7s), de los Urim y Tummim (lSa 14,36-42; Dt 33,8); pero después de David no se dan ya estos procedimientos.

Es que en Israel la palabra de Dios, adaptada a las diversas circunstancias de la vida, viene a su pueblo por otro conducto: el de los *profetas movidos por el *Espí­ritu. Pero existe también una forma tradicional de la palabra, que tiene su punto de partida en los grandes acontecimientos de la historia sagrada y en las cláusulas de la *alianza sinaí­tica. Esta tradición sagrada cristaliza por una parte en los relatos que hacen presentes los grandes recuerdos del pasado, y por otra parte en la *ley que halla en ellos su sentido. Los sacerdotes son los ministros de esta palabra. En la liturgia de las *fiestas repiten a los fieles los relatos que fundan la fe (Ex 1-15, Jos 2-6 son probablemente ecos de estas celebraciones). Con ocasión de las renovaciones de la Alianza proclaman la Torah (Ex 24,7; Dt 27; Neh 8); son incluso sus intérpretes ordinarios, que responden con instrucciones prácticas a las consultas de los fieles (Dt 33,10; Jer 18,18; Ez 44,23; Ag 2,11ss) y ejercen una función judicial (Dt 17,8-13; Ez 44,23s). Como prolongación de estas actividades, se encargan de la redacción escrita de la ley en los diversos códigos: Deuteronomio, ley de santidad (Lev 17-26), Torah de Ezequiel (40-48), legislación sacerdotal (Ex, Lev, Núm), compilación final del Pentateuco (cf. Esd 7,14-26; Neh 8). Así­ se comprende por qué en los Libros sagrados aparece el sacerdote como el hombre del *conocimiento (Os 4,6; Mal 2,6s; Eclo 45,17): es el *mediador de la palabra de Dios, bajo su forma tradicional de historia y de códigos.

Sin embargo, en los últimos siglos del judaí­smo se multiplican las sinagogas, y el sacerdocio se concentra en sus quehaceres rituales. Al mismo tiempo se ve crecer la autoridad de los escribas laicos. Estos, pertenecientes en su mayorí­a a la secta farisea, serán en tiempos de Jesús los principales maestros en Israel.

III. HACIA EL SACERDOCIO PERFECTO. El sacerdocio del AT fue en su conjunto fiel a su misión : con sus liturgias, su enseñanza y la redacción de los Libros sagrados, mantuvo viva en Israel la *tradición de Moisés y de los profetas y mantuvo de edad en edad la vida religiosa del pueblo de Dios. Pero debí­a fatalmente ser superado.

1. La crí­tica del sacerdocio. La misión sacerdotal comportaba exigencias muy altas; ahora bien, siempre hubo sacerdotes que no se hallaron a la altura de su cometido. Los profetas estigmatizaron sus fallos: contaminación del *culto de Yahveh con los usos cananeos en los santuarios locales de Israel (Os 4,4-11; 5,1-7; 6,9), sincretismo pagano en Jerusalén (Jer 2,26ss; 23,11; Ez 8), violaciones de la Torah (Sof 3,4; Jer 2,8; Ez 22,26), oposición a los *profetas (Am 7,10-17; Is 28,7-13; Jer 20,1-6; 23,33s; 26), interés personal (Miq 3,11; cf. lSa 2,12-17; 2Re 12,5-9), falta de celo por el culto del Señor (Mal 2,1-9)… Serí­a simplismo no ver en estos reproches más que la polémica de dos castas opuestas, profetas contra sacerdotes. Jeremí­as y Ezequiel son sacerdotes; los sacerdotes que redactaron el Deuteronomio y la ley de santidad trataron evidentemente de reformar su propia casta ; en los últimos siglos del judaí­smo la comunidad de Qumrán, que se separa del templo oponiéndose al «sacerdote impí­o», es una secta sacerdotal.

2. El ideal sacerdotal. El interés mayor de estas crí­ticas y de estos planes de reforma reside en que están todos inspirados en un ideal sacerdotal. Los profetas recuerdan sus obligaciones a los sacerdotes de su tiempo: les exigen un *culto puro, la fidelidad a la Torah. Los legistas sacerdotales definen la *pureza, la *santidad de los sacerdotes (Ez 44, 15-31; Lev 21; 10). .

Sin embargo, la experiencia enseña que el hombre abandonado a sí­ mismo es incapaz de esta pureza, de esta santidad. Por eso, en definitiva, se espera de Dios mismo la realización del sacerdocio perfecto el *dí­a de la restauración (Zac 3) y del *juicio (Mal 3,1-4). Se aguarda al sacerdote fiel al lado del *Mesí­as, hijo de David (Zac 4; 6,12s; Jer 33,17-22). Esta esperanza de los dos mesí­as de Aarón y de Israel aparece varias veces en los escritos de Qumrán y en un apócrifo, los «Testamentos de los patriarcas». En estos textos, como en diversos retoques dados a los textos bí­blicos (Zac 3,8; 6,11), el mesí­as sacerdotal precede al mesí­as regio. Esta primací­a del sacerdote está en armoní­a con un aspecto esencial de la doctrina de la alianza : Israel es el †¢ «pueblo-sacerdote» (Ex 19,6; Is 61,6; 2Mac 2,17s), el único pueblo en el mundo que garantiza el culto del verdadero Dios; en su consumación definitiva será él quien tribute al Señor el culto perfecto (Ez 40-48; Is 60-62; 2,1-5). ¿Cómo podrí­a hacerlo sin un sacerdocio a la cabeza?

Entre Dios y su pueblo existen, según el AT, otras mediaciones distintas de la del sacerdote. El *rey guí­a al pueblo de Dios en la historia como su jefe institucional, militar, polí­tico y religioso. El *profeta es llamado personalmente a traer una palabra de Dios original, adaptada a una situación particular, en la que es responsable de la salvación de sus hermanos. El sacerdote tiene, como el profeta, una misión estrictamente religiosa; pero la ejerce en el marco de las instituciones; es designado por herencia, está aplicado al santuario y a sus usos. Lleva al pueblo la palabra de Dios en nombre de la *tradición y no por su propia cuenta; conmemora los grandes recuerdos de la historia sagrada y enseña la ley de Moisés. Lleva a Dios la oración del pueblo en la liturgia y responde a esta oración con la bendición divina. Mantiene en el pueblo elegido la continuidad de la vida religiosa mediante la tradición sagrada.

NT. Los valores del AT no cobran todo su sentido sino en Jesús que los cumple superándolos. Esta ley general de la revelación se aplica por excelencia en el caso del sacerdocio.

I. JESÚS, EL SACERDOTE ÚNICO. 1 Los evangelios sinópticos. Jesús mismo no se atribuye ni una sola vez el tí­tulo de sacerdote. Se comprende fácilmente: este tí­tulo designa en su ambiente una función definida, reservada a los miembros de la tribu de Leví­. Ahora bien, Jesús comprende que su quehacer es muy diferente del de ellos, mucho más amplio y más creador. Prefiere llamarse el *Hijo y el *Hijo del hombre. Sin embargo, para definir su misión utiliza términos sacerdotales. Según su manera habitual, son expresiones implí­citas y figuradas.

El hecho es claro sobre todo cuando Jesús habla de su *muerte. Para sus enemigos es ésta el castigo de una *blasfemia; para sus discí­pulos, un fracaso escandaloso. Para él es un *sacrificio, que él mismo describe con las figuras del AT: unas veces la compara con el sacrificio expiatorio del *Siervo de Dios (Mc 10, 45; 14,24; cf. Is 53), otras con el sacrificio de *alianza de Moisés al pie del Sinaí­ (Mc 14,24; cf. Ex 24, 8); y la sangre que él da en el tiempo de la pascua evoca la del cordero pascual (Mc 14,24; cf. Ex 12,7. 13.22s). Esta muerte que se le inflige, la acepta; él mismo la ofrece como ofrece el sacerdote la ví­ctima; y por ello espera de su muerte la expiación de los pecados, la instauración de la nueva. Alianza, la salvación de su pueblo. En una palabra, es el sacerdote de su propio sacrificio.

La segunda función de los sacerdotes del AT era el servicio de la torah. Ahora bien, Jesús tiene una posición clara en relación con la *ley de Moisés: él viene para cumplirla (Mt 5,17s). Sin atarse a la letra de la misma, que él supera (Mt 5,20-48), pone en claro su valor profundo, encerrado en el primer mandamiento y en el segundo, que se le asemeja (Mt 22,34-40). Este aspecto de su ministerio prolonga el de los sacerdotes del AT, pero lo supera en todas formas, pues la *palabra de Jesús es la revelación suprema, el *Evangelio de la Salvación que realiza definitivamente la ley.

2. De Pablo a Juan. Pablo, que con tanta frecuencia vuelve a hablar de la muerte de Jesús, la presenta, como su maestro, bajo las *figuras del sacrificio del *cordero pascual (1Cor 5,7), del *Siervo (Flp 2,6-11), del dí­a de la *expiación (Rom 3,24s). Esta interpretación sacrificial reaparece también en las imágenes de a comunión en la *sangre de Cristo (1Cor 10,16-22), de la *redención por esta sangre (Rom 5,9; Col 1,20; Ef 1,7; 2,13). La muerte de Jesús es para Pablo el acto supremo de su libertad, el sacrificio por excelencia, acto propiamente sacerdotal, que él mismo ofreció. Pero como su maestro, y aparentemente por las mismas razones, tampoco el Apóstol da a Jesús el tí­tulo de sacerdote.

Lo mismo se diga de todos los otros escritos del NT, excepto la epí­stola a los Hebreos: presentan la muerte de Jesús como el sacrificio del Siervo (Act 3,13.26; 4,27.30; 8, 32s; lPe 2,22ss), del cordero (1Pe-1,19). Evocan su sangre (1Pe 1,2.19; 1Jn 1,7). Pero no le llaman sacerdote. Los escritos joánnicos son un poco menos reticentes: describen a Jesús con vestidura pontifical (Jn 19,23; Ap 1,13), y el relato de la pasión, acto sacrificial, se abre con la»oración sacerdotal» (Jn 17); como el sacerdote que va a ofrecer su sacrificio, Jesús «se santifica», es decir, se consagra por el sacrificio (Jn 17, 19) y ejerce así­ una mediación eficaz a la que aspiraba vanamente el sacerdocio antiguo.

3. La epí­stola a los Hebreos es la única que explicita ampliamente el sacerdocio de Cristo. Vuelve a los temas que ya hemos encontrado, presentando la *cruz como el sacrificio de la expiación (9,1-14; cf. Rom 3, 24s), de la alianza (9,18-24), del Siervo (9,28). Pero concentra su atención en el papel personal de Cristo en la ofrenda de este sacrificio. Es que Jesús, como antiguamente Aarón, y mejor que él, está llamado por Dios para intervenir en favor de los hombres y ofrecer sacrificios por sus pecados (5,1-4). Su sacerdocio estaba prefigurado en el de Melquisedec (Gén 14,18ss), conforme al oráculo de Sal 110,4. Para poner en claro este punto da el autor una interpretación sutil de los textos del AT: el silencio del Génesis sobre la genealogí­a del rey-sacerdote le *pa-rece un indicio de la eternidad del Hijo de Dios (7,3); el diezmo que le ofreció Abraham marca la inferioridad del sacerdocio de Leví­ frente al de Jesús (7,4-10); el juramento de Dios en Sal 110,4 proclama la perfección inmutable del sacerdote definitivo (7,20-25). Jesús es el sacerdote santo, el único (7,26ss). Su sacerdocio pone término al antiguo.

Este sacerdocio está enraizado en su mismo ser, que le hace ser mediador por excelencia: a la vez verdadero hombre (2,10-18; 5,7s), que comparte nuestra pobreza hasta la tentación (2,18; 4,15), y verdadero Hijo de Dios, superior a los ángeles (1,1-13), es el sacerdote único y eterno. Realizó su sacrificio de una vez para siempre en el tiempo (7,27; 9, 12.25-28; 10,10-14). Ahora ya es para siempre el intercesor (7,24s), el mediador de la nueva alianza (8,6-13; 10,12-18).

4. Ningún tí­tulo agota por sí­ solo el misterio de Cristo: Hijo inseparable del Padre, Hijo del hombre que reúne en sí­ toda la humanidad, Jesús es a la vez el sumo sacerdote de la nueva alianza, el mesias-rey y el Verbo de Dios. El AT habí­a distinguido las mediaciones del rey y del sacerdote (lo temporal y lo espiritual), del sacerdote y del profeta (la institución y el acontecimiento): distinciones necesarias para la inteligencia de los valores propios de la revelación. Jesús, situado por su trascendencia por encima de los equí­vocos de la historia, reúne en su persona todas estas diferentes mediaciones: como Hijo, es la palabra eterna que remata y supera el mensaje de los profetas; como Hijo del hombre, asume toda la humanidad, es su rey, con una autoridad y un amor desconocidos anteriormente a él; como mediador único entre Dios y su pueblo, es el sacerdote perfecto por quien los hombres son santificados.

II. EL PUEBLO SACERDOTAL. 1. Como Jesús no se atribuye explí­citamente a sí­ mismo el sacerdocio, tampoco se lo atribuye a su pueblo. Pero no cesó de actuar como sacerdote, y parece haber concebido al pueblo de la nueva alianza como un pueblo sacerdotal. Jesús se revela sacerdote por la ofrenda de su sacrificio y por el servicio de la palabra. Llama la atención comprobar que llama a cada uno de los suyos a tomar parte en estas dos funciones de su sacerdocio: todo *discí­pulo debe tomar su *cruz (Mt 16,24 p) y beber su cáliz (*copa) (Mt 20,22; 26,27); cada uno debe llevar su mensaje (Le 9,60; 10,1-16), darle testimonio hasta morir (Mt 10,17-42). Jesús lo mismo que hace que todos los hombres participen en sus tí­tulos de Hijo y de rey Mesí­as, los hace también sacerdotes con él.

2. Los apóstoles prolongan este pensamiento de Jesús presentando la vida cristiana como una liturgia, como una participación en el sacerdocio del sacerdote único.

Pablo considera la fe de los fieles como «un sacrificio y una oblación» (Flp 2,17); los auxilios pecuniarios que recibe de la Iglesia de Filipos son «un perfume de buen olor, un sacrificio aceptable, agradable a Dios» (Flp 4,18). Para él la vida entera de los cristianos es un acto sacerdotal; los invita a ofrecer su cuerpo «en hostia viva, santa, agradable a Dios: tal es el *culto espiritual que tenéis que tributar» (Rom 12, 1; cf. Flp 3,3; Heb 9,14; 12,28). Este culto consiste tanto en la alabanza del Señor como en la beneficencia y en la puesta en común de los bienes (Heb 13,15s). La epí­stola de Santiago enumera en detalle los gestos concretos que constituyen el verdadero *culto: el dominio de la lengua, la visita a los huérfanos y a las viudas, la abstención de las impurezas del mundo (Sant 1,26s).

La Iª. epí­stola de Pedro y el Apocalipsis son explí­citos: atribuyen al pueblo cristiano el «sacerdocio regio» de Israel (IPe 2,5.9; Ap 1,6; 5,10; 20.6; cf. Ex 19,6). Con este tí­tulo anunciaban los profetas del AT que Israel debí­a llevar a los pueblos paganos la palabra del verdadero Dios y promover su culto. Ahora ya el pueblo cristiano asume este quehacer. Puede hacerlo gracias a Jesús que le hace participar de su dignidad mesiánica de rey y de sacerdote.

III. Los MINISTROS DEL SACERDOCIO DE JESÚS. Ningún texto del NT da el nombre de sacerdote a uno u otro de los responsables de la Iglesia. Pero la reserva de Jesús en el empleo de este tí­tulo es tan grande que este silencio apenas si prueba algo. Jesús hace participar a su pueblo en su sacerdocio; en el NT, como en el AT, este sacerdocio del pueblo de Dios no se puede ejercer concretamente sino por ministros llamados por Dios.

1. En realidad observamos que Jesús llamó a los doce para confiarles la responsabilidad de su Iglesia. Los preparó para el servicio de la palabra ; les transmitió algunos de sus poderes (Mt 10,8.40; 18,18); la última noche les confió la *Eucaristí­a (Le 22,19). Se trata de participaciones especí­ficas en su sacerdocio.

2. Los apóstoles lo comprenden y a su vez establecen responsables que prolonguen su acción. Algunos de éstos llevan el tí­tulo de ancianos, que es el origen del nombre actual de «presbí­teros» presbyteroi (Act 14,23; 20,17; Tit 1,5). La reflexión de Pablo sobre el *apostolado y los *carismas se orienta ya hacia el sacerdocio de los ministros de la Iglesia. A los responsables de las comunidades les da tí­tulos sacerdotales: «dispensadores de los misterios de Dios» (1Cor 4,1s), «ministros de la nueva Alianza» (2Cor 3,6); define la predicación apostólica como un servicio litúrgico (Rom 1,9; 15,15s). Tal es el punto de partida de las explicitaciones ulteriores de la tradición sobre el sacerdocio ministerial. Este no constituye, pues, una casta de privilegiados. No hace mella al sacerdocio único de Cristo, como tampoco al sacerdocio de los fieles. Pe-ro, al servicio del uno y del otro, es una de las *mediaciones subordinadas, que son tan numerosas en el pueblo de Dios.

-> Culto – Enseñar – Eucaristí­a – Mediador – Mesí­as – Ministerios.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Se deriva de sacerdos , del latín. De sacer = sagrado. O como dice S. isidoro, de «sacrum dans»,y, en el sentido jerárquico, equivale al término latino sacerdos, al griego iereus, y al hebreo kahane. El término significa persona (de género masculino) llamada al servicio inmediato de la Deidad y autorizada para celebrar culto público, especialmente para ofrecer sacrificios. En muchos casos, el sacerdote es el mediador religioso entre Dios (los dioses) y el hombre y el maestro responsable de enseñar las verdades religiosas, sobre todo cuando éstas incluyen doctrinas esotéricas. Aplicar el término sacerdote a los magos, profetas y médicos de las religiones de los pueblos primitivos es una mala utilización del mismo. El correlativo esencial del sacerdocio es el sacrificio, por consiguiente, los simples líderes de las plegarias públicas o los guardianes de los templos no pueden reclamar el titulo de sacerdotes.

Contenido

  • 1 El sacerdocio pagano
  • 2 El sacerdocio judío
    • 2.1 Sacerdotes
    • 2.2 Los Levitas en el Sentido Estricto de la Palabra
    • 2.3 El sumo sacerdote
  • 3 El sacerdocio cristiano
    • 3.1 La Divina Institución del Sacerdocio
    • 3.2 La Posición Jerárquica del Presbiterado
    • 3.3 Las Facultades Oficiales del Sacerdote
    • 3.4 La contribución del sacerdocio católico a la civilización

El sacerdocio pagano

Sacerdotes asiriosA. Desde el punto de vista histórico, la más antigua de las religiones paganas, la más desarrollada, y la más marcada por vicisitudes es la de la India. Se pueden reconocer cuatro divisiones, diferentes en historia y naturaleza: el vedismo, el braminismo, el budismo y el hinduismo. Aún en los antiguos himnos védicos se puede diferencias un sacerdocio especial, porque aunque originalmente el padre de familia era también quién ofrecía el sacrificio, solía buscar la cooperación de un bramin. De las funciones esenciales de orar y cantar durante el sacrificio, surgieron, en el vedismo, las tres clases de sacerdotes, los que ofrecen sacrificios (adhvariu), los que cantan (udgâtar), y los que oran (hotar). Las cuatro categorías que incluyen soldados, sacerdotes, artesanos o granjeros y esclavos se desarrollaron formalmente en el braminismo tardío en las cuatro castas (Dahlmann), rígidamente diferenciadas, entre tanto, los bramines avanzaron por encima de los soldados a la posición de mayor importancia. Sólo los bramines entendían el intrincado y difícil ceremonial sacrificial; gracias a sus grandes conocimientos y sacrificios, ejercían una influencia irresistible sobre los dioses; una explicación panteísta del dios Brahma los investía de carácter divino. Por consiguiente, el bramin era una persona sagrada e inviolable y asesinarlo representaba el mayor de los pecados. El braminismo se ha comparado equivocadamente con la cristianidad medieval (cf. Teichmüller, «Religionsphilosophie», Leipzig, 1886, p. 528). En la Edad Media existió, de hecho, un sacerdocio privilegiado, pero no una casta sacerdotal hereditaria; entonces, como ahora, las clases más bajas podían alcanzar las más altas funciones eclesiásticas. Aún menos justificados, desde el punto de vista del carácter panteístico de la religión bramínica, son los intentos por rastrear una relación genética ente los sacerdocios católico e indio, puesto que el espíritu monoteísta del catolicismo y la organización característica de su clero son irreconciliables con el concepto panteísta de la Deidad y el temperamento insociable de un sistema de castas.

Lo mismo puede decirse, aún con más fuerza, del budismo, que, mediante la reforma introducida mediante el Rey Asoka (239-23 A.C.), forzó al braminismo a un segundo plano. Debido a que esta reforma inauguró el reino del Agnosticismo, el Ilusionismo y la moralidad unilateral, el sacerdocio braminico, con la decadencia de los servicios sacrificiales antiguos, perdió su razón de ser. Si no había sustancia eterna, ni ego, ni alma inmortal, ni vida en el más allá, la idea de un dios, de un redentor, de un sacerdocio tenía que desaparecer de inmediato. La redención budista es sólo una autoredención ascética forjada mediante el hundimiento en el abismo de la nada (el nirvana). Los bonzos no son sacerdotes en el sentido estricto de la palabra; ni tampoco tiene el monasticismo budista nada más que el nombre en común con el monasticismo cristiano. Los celotes modernos del budismo declaran con creciente osadía desde Schopenhauer, que lo que desean ante todo es una religión sin dogma y sin un redentor extraño, un servicio sin un sacerdocio. Parecerá entonces aún más extraordinario que el budismo, como consecuencia de los esfuerzos del reformador Thong-Kaba, haya desarrollado en el Tibet una jerarquía formal y una jerarcracia en el Lamaísmo (Lama=Brahma).

El monasticismo y los servicios religiosos del Lamaísmo presentan también una similitud tan sorprendente con las instituciones católicas que los investigadores no católicos no han vacilado en referirse a un «catolicismo budista» en el Tibet. El Papa y el Dalai-Lama, Roma y la ciudad de Lasa son contrapartes; el lamaísmo tiene sus monasterios, campanas, procesiones, letanías, reliquias, imágenes de santos, agua bendita, cuentas del rosario, mitras obispales, cruces, vestiduras, capas, bautismo, confesión, misa, sacrificios por los muertos. Sin embargo, puesto que es el espíritu interior el que da a una religión su sello característico, en estas manifestaciones externas no podemos reconocer una verdadera copia del catolicismo sino sólo una distorsionada caricatura. Además, debido a que este conglomerado religioso se inició apneas en el siglo XIV, es evidente que el sorprendente paralelismo es el resultado de la influencia del catolicismo en el lamaismo y no lo contrario. Sólo podemos suponer que el fundador, Thong-Kaba fue educado por un misionero católico. Schanz presenta un panorama sombrío del hinduismo moderno: «Además de Vishnu y Siva, se veneran y temen espíritus y demonios. El Río Ganges es objeto de especial veneración. Los templos suelen construirse cerca de los lagos porque a todos los que se bañen en ellos Brama les promete el perdón de sus pecados. Las bestias (las vacas) también y especialmente las serpientes y los objetos inanimados, sirven de fetiches. Las ofrendas consisten en flores, aceite, incienso y alimentos. Se ofrecen también sacrificios cruentos a Siva y su cónyuge. No faltan tampoco la idolatría ni la prostitución» («Apologie d. Christentums», Freiburg, 1905, II, 84 sq.).

Magos persas. Relieve de la ciudad de PersépolisB. En la religión similar, aunque éticamente superior, de los iraníes (parseismo, zoroastranismo, mazdeismo), que, desafortunadamente nunca superaron el dualismo teológico entre el dios bueno, (Ormuzd=Athura-Mazda) y el malvado antidiós (Ahriman=Angrô-Mainyu), hubo, desde el principio, una casta sacerdotal especial, que en el Avesta (q.v.) estaba dividida en seis clases. El nombre genérico para el sacerdote era âthravan (hombre de fuego), y la principal función del sacerdocio era el servicio del fuego, dado que el fuego era el símbolo especial de Ormuzd, el dios de la luz. Después de la destrucción de la monarquía persa sólo quedaron dos categorías de sacerdotes: los oficiantes (zoatar, jôtî) y los ministros (rathwi). Ambos fueron sucedidos más tarde por los magos Median (magus), que en el parceísmo moderno se conocen como mobed (de mogh-pati, padre mágico). Además del mantenimiento del fuego sagrado, los deberes de los sacerdotes eran ofrecer sacrificios (carne, pan, flores, frutos), hacer purificaciones, recitar oraciones, cantar himnos e instruir en la ley sagrada. Los animales para el sacrificio se colocaban sobre una pila de ramas secas a la intemperie para evitar que la tierra pura quedara profanada por la sangre. Los sacrificios humanos, acostumbrados desde tiempos inmemoriales, fueron abolidos por Zoroastro (Zarathustra). En épocas antiguas, los altares del fuego se colocaban a la intemperie, de preferencia en las montañas, aunque los parses modernos tienen templos especiales para el fuego. El haoma, como el más antiguo de los sacrificios, requiere mención especial; hecho del zumo narcótico de una cierta planta y utilizado como bebida de ofrenda, se identificaba con la misma deidad y se administraba a los fieles como medio de procurar la inmortalidad. Sin duda, esta haoma iraní es idéntica al soma de la India, el embriagante zumo (asclepias acida o sacrostemma acidum) que supuestamente restauraba la inmortalidad que el hombre perdió en el Paraíso (ver EUCARISTÍA). Cuando, durante el reino de Sassanides, Mithras el dios del sol, según la versión más reciente del Avesta, el sumo sacerdote y mediador entre dios y el hombre, había suplantado gradualmente al creativo dios Ormuzd, el culto mitra persa dominó el campo prácticamente sin oposición; además, bajo el Imperio Romano ejerció una influencia irresistible sobre occidente (ver MISA).

C. Pasando a la antigüedad clásica, Grecia nunca tuvo una casta sacerdotal exclusiva, aunque a partir del período dórico-jónico, el sacerdocio público se consideró privilegio de la nobleza. En Homero los reyes también ofrecía sacrificio s a los dioses. Por lo general, el culto público era responsabilidad del estado y los sacerdotes eran funcionarios estatales asignados, generalmente, al servicio de templos especiales. La importancia del sacerdocio fue creciendo con la expansión de los misterios, representados sobre todo en los cultos órfico y eleusiano. Los sacrificios iban siempre acompañados de oraciones por las que los griegos mostraban especial preferencia debido a que expresaban sus sentimientos religiosos.

Pero ningún pueblo del mundo consideraba la religión, el sacrificio y el sacerdocio como responsabilidad del estado hasta el punto en que lo hacían los antiguos romanos. En las primeras épocas de su historia, sus reyes legendarios (entre ellos Numa) eran sacerdotes encargados de ofrecer sacrificios. Durante la República, la función sacerdotal sólo admitía patricios hasta que la Lex Ogulina (aproximadamente en 300 A.C.) admitió también a los plebeyos. Dado que el objeto especial del sacrificio romano era ahuywntar el infortunio y atraer el favor de los dioses, la adivinación desempeñó una importante función dentro del sacrificio desde las épocas más remotas. De ahí la importancia de las distintas clases de sacerdotes que interpretaban la voluntad de los dioses con base en el vuelo de las aves o en las entrañas de las bestias que sacrificaban (augures, haruspices) (augurios auspicios). Había muchas otras categorías: pontifices, flamines, fetiales, luperci, etc. Durante las épocas imperiales, el emperador era el sumo sacerdote (pontifex maximus).

D. Según Tácito, la religión de los antiguos germanos era un simple culto a los dioses, sin imágenes; sus servicios tenían lugar no en templos sino en bosques sagrados. Los sacerdotes, si se pueden llamar así, eran altamente respetados y poseían facultades judiciales, como lo demuestra el antiguo término germano para sumo sacerdote, êwarte (guardián de la justicia). Sin embargo, los sacerdotes celtas o druidas (del irlandés antiguo, drui, mago) tuvieron una influencia mucho mayor en los pueblos. Su verdadero origen fue en Irlanda y Bretaña de donde se trasladaron a Gaula en el siglo III A.C. Aquí aparecen como casta sacerdotal, exenta de impuestos y de la obligación de prestar servicio militar; junto con la nobleza constituyen la clase dirigente y, por su actividad como maestros, jueces y médicos, se convierten en representantes de una cultura más alta, religiosa, moral e intelectual. Los druidas enseñaron la existencia de la divina providencia, la inmortalidad del alma y la trasmigración. Aparentemente han tenido imágenes de dioses y han ofrecido sacrificios humanos: esta última práctica puede haber entrado en desuso desde una época mucho más remota. Por lo general, realizaban sus servicios religiosos en las cimas de las montañas o en los robledales. Después de la conquista de Gaula, los druidas perdieron la estima popular.

E. La más antigua religión china es el sionismo que puede caracterizarse como el «monoteísmo espiritualista y moral más perfecto que haya conocido la antigüedad fuera de Judea» (Schanz). No contaba con un sacerdocio propiamente dicho, los sacrificios (animales, frutas e incienso) eran ofrecidos por funcionarios estatales a nombre del mandatario. A este respecto, el reformador Confucio no cambió nada (en el siglo VI A.C), aunque desmeritó el concepto de la religión y convirtió a un emperador casi deificado, en «El Hijo del Cielo» y en órgano del intelecto cósmico. En contraste directo con este sistema carente de sacerdotes, Laotse (nacido en el año 604 A.C.), fundador del taoísmo (tao, razón), introdujo el monasticismo y el sacerdocio regular, encabezado por el sumo sacerdote. A partir del siglo primero antes de Cristo, estas dos religiones encontraron un fuerte rival en el budismo, aunque, aún hoy, el confucionismo sigue siendo la religión oficial de China.

La religión nacional original de los japoneses fue el shintoismo, una extraña mezcla de culto a la naturaleza, a los antepasados y a los héroes. Se trata de una religión sin dogmas, sin código moral, sin escrituras sagradas. El Mikado es un hijo de la deidad y, como tal, es también un sumo sacerdote; su palacio es el templo: sólo años más tarde construyó el templo de Ise. Cerca del año 280 D.C, el confucionismo se abrió camino hacia Japón, desde China, y trató de coalecer con su símil el shintoismo. Sin embargo, el mayor golpe al shintoismo provino del budismo, que llegó del Japón en el año 552 D.C y, por un extraordinario proceso de amalgama, se unió con la antigua religión nacional para formar una tercera religión. Esta fusión dio origen a lo que se conoce como Rio-bu-Shinto. En la revolución de 1868 se dejó a un lado a este religión mixta y se declaró el shintoismo como la religión del Estado. En 1877, la ley que establecía esta situación fue abrogada y, en 1889, se otorgó la libertad religiosa general. en 1879 se abolieron los distintos rangos entre los sacerdotes.

Sacerdote egipcio.Museo egipcio de TurínF. Por varios miles de años, el concepto de sacerdocio estuvo inseparablemente unido a la antigua religión de los egipcios. Aunque el mandatario que ocupara el poder en un determinado momento era, nominalmente, el único sacerdote, se había desarrollado, aún en el reino antiguo (desde aproximadamente el año 3400 A.C.) una casta sacerdotal especial, que en el reino medio (desde cerca del año 2000 A.C), y aún más en el reino tardío (desde aproximadamente 1090 A.C), se convirtió en la clase dirigente. El gran intento de reforma del Rey Amenhotep IV (muerto en 1374 A.C.), quien trató de desterrar a todos los dioses de la religión egipcia, con excepción del dios sol, y convertir el culto al sol en la religión del Estado, se vio frustrado por la oposición de los sacerdotes. Toda la dinastía XXI fue una familia de reyes-sacerdotes. Aunque Moisés, instruido como fue en la sabiduría de los egipcios, puede haberle debido a un modelo egipcio una o dos de las características externas de su organización del culto divino, fue, gracias a la inspiración divina, totalmente original en el establecimientos del sacerdocio judío, que se basa en la idea única de la alianza de Yahvé con el Pueblo Elegido (cf. «Realencyklopädie für protest. Theologie», XVI, Leipzig, 1905, 33). Aún menos justificado es el intento de algunos autores de historia comparativa de las religiones de rastrear el origen del sacerdocio católico hasta las castas sacerdotales egipcias; porque, en el mismo momento en que este préstamo se hubiera podido llevar a cabo, la idolatría egipcia había degenerado en un culto animal tan detestable, que no sólo los cristianos sino los paganos lo despreciaban con aversión (cf. Aristides, «Apol.», xii; Clemente de Alejandría, «Cohortatio», ii).

G. En la religión de los semitas, encontramos a los primeros sacerdotes babilonios-asirios, quienes, bajo el nombre de «caldeos», practicaron la interpretación de los sueños, la lectura de los astros y los sacrificios. De ahí sus divisiones en distintas clases: los oficiantes de sacrificios (nisakku), los videntes (bârû), los exorcistas (asipu), etc. En Asiria surgieron templos grandiosos con ídolos de figuras humanas e híbridas que (fuera del culto obligatorio de las estrellas) sirvieron para propósitos astrológicos y astronómicos. Entre los sirios, el cruel y voluptuoso culto a Moloch y Astarta tuvieron su sede principal en Babilonia, sobre todo Astarta (Ishtar,) a quienes los antiguos conocían simplemente como la «Diosa Siria» (Dea Syria). Igualmente, entre los fenicios, amonitas y filistinos semitizados, estas ominosas deidades encontraron especial veneración. Con gritos y danzas, los sacerdotes procuraban apaciguar a Moloch sediento de la sangre de niños sacrificados y automutilaciones, a la vez que el análogo Galh procuraba apaciguar a la diosa frigia, Cibeles. Los notables sacerdotes de Baal de los cananitas eran para los judíos un incentivo a la idolatría tan acendrado como el culto a Astarta era una tentación a la inmoralidad. La religión semítica del sur de los antiguos árabes paganos era una religión simple del desierto, sin sacerdocio definido: el Islam moderno o mahometanismo tiene un clero (el muezzin, anunciador de la hora de oración; los imanes, líderes de las oraciones; el khâtib, predicador), pero no posee un sacerdocio propiamente dicho. La rama semítica occidental de los hebreos se analizará en la siguiente sección.

El sacerdocio judío

En la era de los patriarcas, la ofrenda de sacrificios era responsabilidad del padre o jefe de familia (cf. Gen., viii, 20; xii, 7, etc.; Job, i, 5). Pero, aún antes de Moisés, también había sacerdotes regulares, que no eran padres de familia (cf. Ex., xix, 22 sqq.). La hipótesis de Hummelauer «Das vormosaische Priestertum in Israel», Friburgo, 1899) que sostiene que este sacerdocio premosaico fue establecido por el mismo Dios y que luego se tornó hereditario en la familia de Manasses, pero que fue luego abolido en castigo por la adoración del becerro de oro (cf. Ex., xxxii, 26 sqq.), difícilmente puede establecerse sobre bases científicas (cf. Rev. bibl. internat., 1899, pp. 470 sqq.). En el período mosaico hay que diferenciar: sacerdotes, levitas y sumos sacerdotes.

Sacerdotes

Sólo después de la legislación sinaítica el sacerdocio israelita se convirtió en una clase especial dentro de la comunidad. De la tribu de Leví, Yahvé eligió la casa de Aarón para desempeñar en forma permanente y exclusiva todas las funciones religiosas; Aarón mismo, y luego el primogénito de su familia, debería encabezar este sacerdocio como sumo sacerdote, mientras que los demás levitas actuarían no como sacerdotes sino como asistentes y sirvientes. La consagración solemne de los aaronitas al sacerdocio tuvo lugar al tiempo con la unción de Aarón como sumo sacerdote y caso con el mismo ceremonial (Ex., xxix, 1-37; xl, 12 sqq.; Lev., viii, 1-36). Esta consagración única abarcaba la consagración de todos los futuros descendientes de los sacerdotes, de manera que el sacerdocio quedó establecido en la casa de Aarón por simple descendencia, y fue por lo tanto hereditario. Después del exilio de babilonia, se exigió aún con más rigidez la prueba genealógica estricta de la descendencia sacerdotal y cualquier falla en el suministro de la misma equivalía a la exclusión del sacerdocio (I Esd., ii, 61 sq.; II Esd., vii, 63 sq.). Algunos defectos físicos, entre los que los talmudistas tardíos mencionan 142, eran también motivo de descalificación del ejercicio del oficio sacerdotal (Lev., xxi, 17 sqq.). Se fijaron, además, los límites de edad (veinte y cincuenta años) (II Par., xxxi, 17); a los sacerdotes les estaba prohibido tener esposa o concubina o una mujer divorciada (Lev., xxi, 7); durante el ejercicio activo del sacerdocio, estaba prohibido el contacto sexual marital. Además de una vida previa impecable, la limpieza levítica era también requisito esencial para el sacerdocio. Quienquiera que ejerciere una función sacerdotal en impureza levítica era expulsado al igual que cualquiera que ingresara al santuario después de haber tomado vino u otras bebidas embriagantes (Lev., x, 9; xxii, 3). Estaba estrictamente prohibido incurrir en impureza «a la muerte de sus ciudadanos», excepto en el caso de parientes de primer grado, (Lev., xxi, 1 sqq.). En casos de duelo, no debía haber signos externos de tristeza (por ejemplo, desgarrarse las vestiduras). Al asumir su cargo, el sacerdote tenía que bañarse primero para purificarse (Ex., xxix, 4; xl, 12), ser rociado con aceite (Ex., xxix, 21; Lev., viii, 30), y colocarse luego las vestiduras.

Las vestiduras sacerdotales consistían en pantalones, túnica, faja y mitra. Los pantalones (feminalia linea) los cubrían desde los riñones hasta los muslos (Ex., xxviii, 42). La túnica (tunica) era un tipo de abrigo tejido de una sola pieza, con mangas estrechas, que iba desde el cuellos hasta los tobillos y se ataba al cuello con bandas (Ex., xxviii, 4). La faja (balteus) tenía tres o cuatro dedos de ancho y (según la tradición rabínica) tenía 36 metros de largo; debía ser bordada con el mismo patrón y tener el mismo color de la cortina del patio anterior del Tabernáculo de la Alianza (Ex., xxxix, 38). La mitra complementaba las vestiduras oficiales (Ex., xxxix, 26), era una especie de gorro de lino fino. Puesto que nada se dice del calzado, los sacerdotes deben haber oficiado descalzos como lo declara, de hecho, la tradición judía (cf. Ex., iii, 5). Estas vestiduras se prescribían para ser utilizados únicamente durante los servicios y el resto del tiempo permanecían guardadas en un lugar determinado para ese fin, a cargo de un custodio especial. Para información detallada sobre las vestiduras sacerdotales , ver Josephus, «Antiq.», III, vii, 1 sqq.

Los deberes oficiales de los sacerdotes se relacionaban en parte con sus ocupaciones principales y en parte con servicios subsidiarios. A la primera de esta categoría, correspondían todas las funciones relacionadas con el culto público; por ejemplo, las ofrendas de incienso, dos veces al día (Ex., xxx, 7), la renovación semanal de los panes de la proposición sobre la mesa de oro (Lev., xxiv, 9), la limpieza y llenado de las lámpara de aceite del candelabro de oro (lev., xxiv, 1). Todos estos servicios se realizaban dentro del santuario. Había, además, algunas funciones que se realizaban en el patio exterior: el mantenimiento del fuego sagrado en el altar para los sacrificios inmolados (Lev., vi, 9 sqq.), las ofrendas diarias de los sacrificios de la mañana y de la tarde, en especial corderos (Ex., xxix, 38 sqq.). Como servicios subsidiarios, los sacerdotes debían presentar el agua maldita a las esposas sospechosas de adulterio (Num., v, 12 sqq.), tocar las trompetas que anunciaban los días sagrados (Num., x, 1 sqq.), declarar puros o impuros a los leprosos (Lev., xiii-xiv; Deut., xxiv, 8; cf. Matt., viii, 4), dispensar de los votos, evaluar los objetos ofrecidos al santuario (Lev., xxvii), y, por último, ofrecer sacrificios por quienes violaran la ley de los nazaritas, es decir, un voto por el que se comprometían a evitar cualquier bebida embriagante y cualquier impureza (especialmente por contacto con un cadáver) y dejarse crecer el pelo (Num., vi, 1-21). Además, los sacerdotes eran maestros y jueces; no sólo debían explicar la ley a las gentes (Lev., x, 11; Deut., xxxiii, 10) sin remuneración (Mich., iii, 11) y preservar cuidadosamente el Libro de la Ley, copia del cual se le presentaba al (futuro) rey (Deut., xvii, 18), sino que tenían que dirimir, además, las demandas legales difíciles entre los individuos (Deut., xvii, 8; xix, 17; xxi, 5). Dada la compleja naturaleza del servicio litúrgico, más tarde, David dividió el sacerdocio en veinticuatro clases o cursos, cada uno de los cuales, a su vez, con su miembro más antiguo como cabeza, tenía que oficiar el servicio de un sábado al otro (IV Reyes, xi, 9; cf. Lucas, i, 8). Las otras clases se determinaban a la suerte (I Par., xxiv, 7 sqq.).

Los ingresos de los sacerdotes provenían de los diezmos y primicias de los frutos y animales. A esto se agregaban los ingresos accidentales y los restos de alimentos y las oblaciones presentadas en satisfacción de las culpas, cuando dichas oblaciones no fueran totalmente consumidas por el fuego; además recibían las pieles de los animales sacrificados y los productos naturales y el dinero ofrecido a Dios (Lev., xxvii; Num., viii, 14). Con todos estos requisitos previos, todo parece indicar que los sacerdotes judíos no fueron nunca una clase adinerada, debido en parte a su creciente número y en parte a las numerosas familias que criaban. Pero su alto rango, su educación superior y su posición social les garantizaba gran prestigio entre el pueblo. En términos generales, cumplían con su alto cargo en forma honrosa, aunque con frecuencia merecieron la rígida reprobación de los Profetas (cf. Jer., v, 31; Ezech., xxii, 26; Os., vi, 9; Mich., iii, 11; Mal., i, 7). Con la destrucción de Jerusalén por Tito, en el año 70 D.C, todo el servicio sacrificial y con él el sacerdocio judío, llegaron a su fin. Los últimos rabinos nunca se consideraron sacerdotes sino simples maestros de la ley.

Los Levitas en el Sentido Estricto de la Palabra

LevitaYa se ha dicho antes que el verdadero sacerdocio fue hereditario exclusivamente para la casa de Aarón y que a los demás descendientes de Leví se les asignó una posición subordinada como sirvientes y asistentes de los sacerdotes. Estos últimos son los levitas propiamente dichos. Estaban divididos en las familias de los gersonitas, caatitas, y meraritas (Ex., vi, 16; Num., xxvi, 57), llamados así por los tres hijos de Leví, Gersón, Caat, y Merari (cf. Gen., xlvi, 11; I Par., vi, 1). Como simples sirvientes de los sacerdotes, los levitanos no podían ingresar al santuario ni oficiar actos sacrificiales, sobre todo la aspersión de sangre (aspersio sanguinis). Este era privilegio de los sacerdotes (Num., xviii, 3, 19 sqq.; xviii, 6). No obstante, los levitas tenían que asistir a las aspersiones durante los servicios sagrados, preparar las distintas oblaciones y mantener en buen estado los vasos sagrados. Entre sus principales deberes estaba el de custodiar constantemente el Tabernáculo con el Arca de la Alianza; los gersonitas acampaban al occidente, los caatitas al sur, los meraritas al norte y Moisés con Aarón y sus hijos custodiaban el Santo Tabernáculo hacia el este (Num., iii, 23 sqq.). Una vez que el tabernáculo encontró un hogar fijo en Jerusalén, David creó cuatro clases de levitas: los sirvientes de los sacerdotes, los funcionarios y jueces, los porteros y, por último, los músicos y cantores (I Par., xxiii, 3 sqq.). Después de la construcción del Templo por Salomón, los levitas se convirtieron, como era de esperarse, en sus guardianes (I Par., xxvi, 12 sqq.). Cuando se reconstruyó el Templo los levitas se establecieron como guardias en veintiún puntos a su alrededor (Talmud; Middoth, I, i). Al igual que los sacerdotes, los levitas estaban también obligados a instruir al pueblo en la ley (II Par., xvii, 8; II Esd., viii, 7), e incluso, en ciertos momentos, estuvieron facultados para ejercer funciones judiciales (II Par., xix, 11).

Se posesionaban de su cargo mediante un rito de consagración: se les roseaba con agua de purificación, se les afeitaban las cabezas y se lavaban sus vestiduras, se ofrecían sacrificios, los ancianos les imponían las manos (Num., viii, 5 sqq.). En cuanto a la edad del servicio se fijó la de treinta años para el ingreso y cincuenta para retirarse del cargo (Num., iv, 3; I Par., xxiii, 24; I Esd., iii, 8). La ley no prescribía para ellos vestiduras especiales; en tiempos de David y de Salomón, los portadores del Arca de la Alianza y los cantores utilizaban vestiduras de lino fino (I Par., xv, 27; II Par., v, 12). Cuando se dividió la Tierra Prometida entre las doce tribus, la tribu de Leví quedó sin territorio puesto que el Señor mismo era la porción de su heredad (cf. Num., xviii, 20; Deut., xii, 12; Jos., xiii, 14). En compensación, Yahvé cedió a los levitas y sacerdotes los dones de los productos naturales hechos por el pueblo y otros ingresos. En primer lugar, los levitas recibieron los diezmos de las frutas y las bestias del campo (Lev., xxvii, 30 sqq.; Num., xviii, 20 sq.), de los que, a su vez, debían entregar la décima parte a los sacerdotes (Num., xviii, 26 sqq.). Además, tenían participación en los banquetes sacrificiales (Deut., xii, 18) y, al igual que los sacerdotes, estaban exentos de impuestos y de la obligación de prestar servicio militar. El aspecto de la residencia se resolvió ordenando a las tribus dotadas de propiedad territorial a ceder a los levitas cuarenta y ocho ciudades levíticas con sus precintos, diseminadas por toda la región, (Num., xxxv, 1 sqq.);, trece de éstas fueron asignadas a los sacerdotes. Después de la división de la monarquía en el Reinos del Norte de Israel y el Reino del Sur de Judá, muchos levitas de la parte norte trasladados al Reino de Judá que se mantuvieron fieles a la ley, y se instalaron en Jerusalén. Después de que el Reino del Norte fue castigado por la deportación a Asiria, en 722, A.C., el Reino del Sur fue también derrocado por los babilonios en 606 A.C., y numerosos judíos, incluyendo muchos levitas, huyeron apresuradamente al «exilio en Babilonia». Sólo unos pocos levitas regresaron a su antiguo hogar, bajo Esdras en el año 450 (cf. I Esd., ii, 40 sqq.). Con la destrucción del templo herodiano, en el año 70 D.C., quedó sellado el final de los levitas.

El sumo sacerdote

Sumo Sacerdote con pectoral y joyasPor orden de Yahvé, Moisés consagró a Aarón, su hermano, como el primer sumo sacerdote, repitió la consagración durante siete días y, al octavo día, lo introdujo solemnemente en el Tabernáculo de la Alianza. La consagración de Aarón consistió en abluciones, investidura con costosos ornamentos, unción con aceite bendito y el ofrecimiento de varios sacrificios (Ex., xxix). Como signo de que Aarón estaba dotado de la plenitud del sacerdocio, Moisés vertió sobre su cabeza el aceite de la unción (Lev., viii, 12), mientras que los demás aaronitas, como simples sacerdotes, sólo recibían la unción en las manos (Ex., xxix, 7, 29).Para los judíos, el sumo sacerdote era la máxima personificación de la teocracia, el monarca de todos los sacerdotes, el mediador especial entre Dios y el Pueblo de la Alianza, y la cabeza espiritual de la sinagoga. Era el sacerdote por excelencia, el «gran sacerdote» (en griego archiereus), el «príncipe de todos los sacerdotes» y, debido a la unción de su cabeza, el «sacerdote ungido». A este altísimo cargo correspondían sus vestiduras especiales y costosas, que utilizaba además de las de los sacerdotes comunes (Ex., xxviii). Una prenda (probablemente sin mangas) de color azul violeta (tunica) que le llegaba hasta las rodillas, con el borde orlado con pequeñas campanas doradas y granadas bordadas en hilos de colores. Sobre los hombros utilizaba una prenda conocida como efod; elaborada de un costo material, hecha de dos partes de aproximadamente 114 cms. de largo cada una (o la medida conocida como un «elle»), que le cubrían la espalda y el pecho, estaban unidas en la parte superior por dos bandas u hombreras, y terminaban en la parte inferior en una magnífica faja. Al frente del efod colgaba el escudo (rationale), una bolsa cuadrada que llevaba grabados en su exterior en piedras preciosas los nombres de las doce tribus (Ex., xxviii, 6), en cuyo interior se guardaban los famosos Urim y Thummim (q.v.) como medios para obtener las profecías y los oráculos; completaba las vestiduras del sumo sacerdote un precioso turbante (tiara), que ostentaba una placa de oro al frente con la inscripción «Consagrado a Yahvé».

El sumo sacerdote era responsable de la supervisión suprema del Arca dela Alianza (y del Templo), del servicios divinos en general y de todo el personal relacionado con la totalidad del culto público. Era él quien presidía el Sanedrín. Sólo él podía celebrar la liturgia en la Fiesta de la Expiación, ocasión para la cual sólo se ponía sus costosas vestiduras una vez terminados los sacrificios. Sólo él podía ofrecer sacrificios por sus propios pecados y los del pueblo (Lev., iv, 5), entrar al sanctum sanctorum y pedir consejo a Yahvé en ocasiones importantes. Inicialmente, el cargo de sumo sacerdote en la casa de Aarón fue hereditario, en la línea de su primogénito Eleazar, pero en el período desde Helí hasta Abiatar (1131 a 973 A.C.), perteneció, por derecho de primogenitura, a la línea de Itamar. Bajo el reinado de Seleucide (desde cerca de 175 A.C.), el cargo se vendió por dinero al mayor postor. En un período más tardío se tornó hereditario, en la familia de Hasmon. El sumo sacerdocio desapareció con la destrucción del Santuario Cntral por los romanos. Los críticos bíblicos negativos actuales están radicalmente en contra del anterior relato del sacerdocio mosaico, basado en el Antiguo Testamento. Según la hipótesis de Graf-Wellhausen, Moisés (aproximadamente en 1250 A.C.), no puede ser el autor del Pentateuco. No fue el legislador nombrado por voluntad divina, sino simplemente el fundador de la monolatría, puesto que el monoteísmo ético fue el resultado de los esfuerzos de Profetas que vinieron mucho tiempo después. El Deuteronomio D apareció físicamente en el año 621 A.C., cuando el astuto sumo sacerdote Helkias, mediante un fraude piadoso, le entregó al rey Josias, un hombre temeroso de Dios, el recién compuesto «Libro de las Leyes» D, como escrito por Moisés (cf. IV Reyes, xxii, 1 sqq.). Cuando Esdras regresó a Jerusalén del Exilio de Babilonia, cerca del año 450 A.C., trajo con él el «Libro del Ritual» o el código sacerdotal P, es decir, las porciones intermedias, entre el Génesis y el Deuteronomio, que había compuesto él mismo en su colegio en Babilonia, aunque sólo en el año 444 A.C., se atrevió a hacerlo público. Un ingenioso editor introdujo ahora las partes relativas al culto público en los antiguos libros históricos preexílicos, y se remontó en el tiempo, proyectando, hasta Moisés, toda una nueva idea acerca de un sacerdocio aarónico y de la centralización del culto. Así, la historia del Tabernáculo de la Alianza es una mera ficción, inventada para representar el Templo de Jerusalén tal como fue establecido en su forma plenamente desarrollada al comienzo de la historia israelita y para justificar la unidad del culto. Aunque esta hipótesis no niega la gran antigüedad del sacerdocio judío, sostiene que la centralización del culto, la diferencia esencial entre sacerdotes y levitas, la autoridad suprema de los sacerdotes del templo de Jerusalén, comparada con la de los llamados sacerdotes de montaña (cf. Ezech., xliv, 4 sqq.), debe relacionarse a la época postexílica.

Sin entrar en una crítica detallada de estas declaraciones de Wellhausen y de la escuela crítica (ver PENTATEUCO), podemos decir, en términos generales, que la escuela conservadora admite o puede admitir también que sólo la parte original del Pentateuco debe aceptarse como mosaica; que, en el mismo texto, se han incluido, aparentemente, repeticiones de distintas fuentes y, por último, que no se excluye, de ninguna manera, la posibilidad de adiciones, extensiones y adaptaciones a las nuevas condiciones por un autor inspirado de un período posterior. También debe admitirse que, aunque se fijó un lugar de culto, se ofrecían sacrificios, aún en tiempos más remotos, por parte de laicos y simples levitas, lejos del lugar donde se encontraba el Arca de la Alianza, y que, en épocas de inestabilidad y perturbación política, no siempre se observaron las órdenes de Moisés. En los períodos sombríos, caracterizados por el descuido de la ley, no se acató a la prohibición de ofrecer sacrificios en los montes y, con frecuencia, los profetas veían con agrado el que se ofrecieran sacrificios en lugares elevados (bamoth), no a dioses paganos, sino a Yahvé. Sin embargo, el problema del Pentateuco es uno de los aspectos más difíciles e intrincados de la crítica bíblica. La hipótesis de Wellhausen, con sus osadas suposiciones de engaños piadosos y proyecciones artificiales, queda abierta a dificultades y misterios tan grandes, si no mayores, que los del concepto tradicional, aunque algunas de sus contribuciones a la crítica literaria pueden ser objeto de examen. Es innegable que la estructura crítica a experimentado un duro golpe desde el descubrimiento de las cartas de Tell-el-Amarna que datan del siglo XV A.C., y desde cuando se descifró el Código Hamurabi. La suposición de que la religión más antigua de Israel debe haber sido idéntica a la de los semitas primitivos (polidemonismo, animismo, fetichismo, culto a los ancestros) ha demostrado ser falsa, puesto que mucho antes del año 2000 A.C., la religión oficial de Babilonia era una especie de Henoteísmo, es decir, un politeísmo con una cabeza monárquica. Los inicios de las religiones de todos los pueblos son mucho más puros y espirituales de lo que muchos historiadores de las religiones han estado dispuestos a admitir hasta ahora. Una cosa es cierta: aún no se ha dicho la última palabra en cuanto al valor de la hipótesis de Wellhausen.

El sacerdocio cristiano

La Iglesia Universal reunida en ConcilioEn el Nuevo Testamento, según la enseñanza católica, los obispos y sacerdotes son los únicos autorizados para ejercer el sacerdocio; los primeros lo ejercen a plenitud (summus sacerdos s. primi ordinis), mientras que los presbíteros son simples sacerdotes (simplex sacerdos s. secundi ordinis). El diácono, por otra parte, es un simple asistente del sacerdote, sin ninguna facultad sacerdotal. Omitiendo todo tratamiento especial del obispo y del diácono, limitaremos nuestra atención principalmente al presbiterado, puesto que ahora el término, «preste» sin calificación, se interpreta como presbítero.

La Divina Institución del Sacerdocio

Según el concepto protestante, no había en la Iglesia cristiana primitiva distinción especial entre los laicos y el clero; no había diferencia jerárquica entre las distintas órdenes (obispo, sacerdote, diácono), no se reconocía al papa ni a los obispos como poseedores del más alto poder de jurisdicción sobre la Iglesia Universal ni sobre sus diversas divisiones territoriales. Por el contrario, la constitución de la Iglesia, en sus comienzos, fue democrática, por virtud de lo cual, las Iglesias locales eligieron sus propios jefes y ministros y les impartieron su inherente autoridad espiritual, tal como en la república moderna el «pueblo soberano» confiere a su presidente electo y a sus funcionarios la autoridad administrativa. La base más profunda de esta trasmisión de poder debe buscarse en la idea cristiana primitiva del sacerdocio universal, que excluye el reconocimiento de un sacerdocio especial. Cristo es el único sumo sacerdote del Nuevo Testamento así como su cruenta muerte en la cruz es el único sacrificio de la cristiandad. Si todos los cristianos, sin excepción, son sacerdotes por virtud de su bautismo, un sacerdocio oficial, obtenido por ordenación especial, es tan inadmisible como el Sacrificio Católico de la Misa. No el sacrificio material de la Eucaristía, que consiste en el ofrecimiento de dones (reales), sino sólo el sacrificio puramente espiritual de la oración, armoniza con el espíritu de la cristiandad. No queda más remedio que admitir que la gradual corrupción del cristianismo comenzó muy temprano (a fines del siglo primero), puesto que no se puede negar que Clemente de Roma (Ep. Cor., xliv, 4), en las Enseñanzas de los Doce Apóstoles (Didache, xiv), y Tertuliano (De bapt., xvii; «De præsc. hær.», xli; «De exhort. cast.», vii) reconocen un sacerdocio oficial con el Sacrificio objetivo de la Misa. La corrupción se difundió rápidamente por todo el oriente y el occidente y continuó sin freno durante la Edad Media, hasta que, por fin, la Reforma pudo restaurar el cristianismo a su pureza original. «Revivió la idea del sacerdocio universal; se consideraba consecuencia necesaria de la misma naturaleza del cristianismo. . . . Puesto que toda la idea del sacrificio fue desechada, se eliminó todo riesgo de reversión a las creencias que una vez de derivaron de ella» («Realency cl. für prot. Theol.», XVI, Leipzig, 1905, p. 50).

A estos conceptos se puede responder, de forma breve, lo siguiente: los teólogos católicos no niegan que «la doble jerarquía de orden y jurisdicción» se haya desarrollado gradualmente a partir del germen ya existente en la Iglesia primitiva, al mismo tiempo que se reconocía con mayor claridad, a medida que avanzaba el tiempo, el primado del papa en Roma y, sobre todo, la diferenciación entre los simples sacerdotes y los obispos (ver JERARQUÍA). Sin embargo, el aspecto de si al comienzo existía o no en la Iglesia un sacerdocio especial es algo totalmente distinto. Si es cierto que «la aceptación de la idea del sacrificio llevó a la idea del sacerdocio eclesiástico» (loc. cit., p. 48), y si el sacerdocio y el sacrificio son términos recíprocos, entonces la prueba del origen divino del sacerdocio católico debe considerarse establecida, una vez demostrado que el Sacrificio Eucarístico de la Misa surgió simultáneamente con los comienzos y la esencia de la cristiandad. Para probar lo anterior se puede recurrir al Antiguo Testamento, cuando el Profeta Isaías prevé el ingreso de los paganos al reino mesiánico y hace un llamado a los sacerdotes de los infieles (es decir, a los no judíos), una característica especial de la Iglesia (Is., lxvi, 21): «Y de entre éstos escogeré yo para hacerlos sacerdotes y levitas, dice el Señor». Ahora bien, este sacerdocio no judío (cristiano) en la futura Iglesia mesiánica presupone un sacrificio permanente, en otros términos, un «sacrificio sin mancha»que, «desde donde sale el sol hasta el ocaso», debe ser ofrecido al Señor de los ejércitos entre los gentiles (Mal., i, 11). El sacrificio de pan y vino ofrecido por Melquisedec (cf. Gen., xiv, 18 sqq.), prototipo de Cristo (cf. Ps. cix, 4; Heb., v, 5 sq.; vii, 1 sqq.), se refiere también, en sentido profético, no sólo a la Última Cena sino a su repetición perpetua en conmemoración del Sacrificio de la Cruz (Ver MISA). Con razón, el Concilio de Trento enfatiza, por lo tanto, la íntima relación entre el Sacrificio de la Misa y el sacerdocio (Sess. XXIII, cap. i, in Denzinger, «Enchiridion», 10th ed., 957): «El Sacrificio y el sacerdocio son tan inseparables, por voluntad divina, que se encuentran unidos en todas las leyes. Dado que, por consiguiente, la Iglesia católica ha recibido por institución del Señor, en el Nuevo Testamento, el sacrificio santo y visible de la Eucaristía, hay que admitir que en la Iglesia hay un sacerdocio nuevo, visible y externo en el que se ha convertido el antiguo sacerdocio». Es evidente que esta lógica no admite respuesta. Por lo tanto, es aún más extraordinario que Harnack haya querido buscar el origen de la constitución jerárquica de la Iglesia no en Palestina sino en la Roma pagana. Escribe, refiriéndose a la Iglesia católica: «Continúa gobernando siempre a sus pueblos, sus papas ejercen dominio sobre ella como Trajano y Marco Aurelio. A Rómulo y Remo los sucedieron Pedro y Pablo; a los procónsules los sucedieron los arzobispos y los obispos. Las fuerzas correspondientes a las legiones son los ejércitos de sacerdotes y monjes; los sucesores de los guardias imperiales son los jesuitas. Hasta en sus más mínimos detalles, inclusive en su organización jurídica, para no mencionar sus vestiduras, se puede rastrear la influencia continua del antiguo imperio y de sus instituciones»(«Das Wesen d. Christentums», Leipzig, 1902, p. 157). Con la mejor buena voluntad, en esta descripción se puede reconocer apenas una muestra del ingenio del autor, puesto que una investigación histórica de las instituciones citadas llevaría indudablemente a fuentes, orígenes y motivos totalmente distintos de las condiciones análogas del Imperio Romano.

Sin embargo, el Sacrificio de la Misa muestra solamente una cara del sacerdocio; la otra cara se revela en su facultad de perdonar los pecados, puesto que el ejercicio de esta facultad sacerdotal es tan necesario como su facultad de consagrar y ofrecer el Sacrificio. Al igual que la facultad general de atar y desatar (cf. Mat., xvi, 19; xviii, 18), la facultad de perdonar y retener los pecados fue solemnemente conferida por Cristo a la Iglesia (cf. Juan, xx, 21 sqq.). por consiguiente, el sacerdocio católico tiene el derecho indiscutible de rastrear su origen también, en este respecto, al Divino Fundador de la Iglesia. Ambos aspectos del sacerdocio fueron destacados por el Concilio de Trento (loc. cit., n. 961): «Si alguien dijere que en el Nuevo Testamento no hay sacerdocio visible y externo ni poder alguno de consagrar y ofrecer el Cuerpo y la Sangre del Señor, y de perdonar o retener los pecados, sino simplemente el ejercicio de un ministerio escueto para predicar el Evangelio, sea anatema». Lejos de ser una «usurpación injustificable de los poderes divinos», el sacerdocio constituye una base tan esencial del cristianismo que su remoción llevaría a la destrucción de todo el edificio. Un cristianismo sin sacerdocio no puede ser la Iglesia de Cristo. Esta convicción se fortalece al considerar la imposibilidad psicológica de la suposición protestante que sostiene que a partir del final del siglo primero, el cristianismo toleró, sin luchas ni protestas, la usurpación sin precedentes de los sacerdotes quienes, sin credenciales ni testimonio, se arrogaron, de un momento a otro, los poderes divinos en relación con la Eucaristía y, con la fuerza de una apelación ficticia a Cristo, pusieron sobre los pecadores bautizados la carga onerosa de la penitencia pública como condición indispensable para el perdón de los pecados.

En cuanto al «sacerdocio universal» en el cual basa el protestantismo su negación del sacerdocio especial, puede decirse que los católicos creen también en un sacerdocio universal; éste, sin embargo, no excluye, ni mucho menos, un sacerdocio especial, sino que presupone su existencia, dado que los dos están relacionados tanto en lo general como en lo particular, lo abstracto y lo concreto, en lo figurativo y en lo real. El cristiano corriente no pude ser un sacerdote en el sentido estricto de la palabra, puesto que no puede ofrecer un sacrificio real sino sólo el sacrificio figurativo de la oración. Por esta razón, el desarrollo dogmático histórico no siguió ni pudo haber seguido el curso que habría seguido si se hubieran enfrentado en la Iglesia primitiva dos corrientes de pensamiento opuestas (es decir, el sacerdocio universal versus el sacerdocio especial) disputándose la supremacía hasta que una de las dos hubiera sido vencida. La historia del dogma señala, por el contrario, que ambos conceptos avanzaron de manera armónica a través de los siglos y nunca han desaparecido del pensamiento católico. De hecho, el concepto profundo y hermoso del sacerdocio universal puede rastrearse a partir de Justino Martir (Dial. cum Tryph., cxvi), Ireneo, (Adv. hær., IV, viii, 3), y Origenes («De orat.», xxviii, 9; «In Levit.», hom. ix, 1), hasta Agustín (De civit. Dei, XX, x) y León Magno (Sermo, iv, 1), y luego a Santo Tomás (Summa, III, Q. lxxxii, a. 1) y el Catecismo Romano. Sin embargo, todos estos autores reconocieron, junto con el Sacrificio de la Misa, el sacerdocio especial en la Iglesia. El origen del sacerdocio universal se remonta, como se sabe, a San Pedro, quien declara a los fieles, en su carácter de cristianos, como «sacerdocio santo, llamado a ofrecer víctimas espirituales» y «pueblo elegido, sacerdocio real» (I Pedro, ii, 5, 9). *** Sin embargo, el mismo texto indica que el Apóstol se refería únicamente a un sacerdocio figurado, puesto que las «víctimas espirituales» eran oraciones y el término «real» (regale, basileion) sólo pudo haber tenido un significado metamórfico para los cristianos. Los gnósticos, los montanistas y los cataristas, quienes, en sus ataques contra el sacerdocio especial han aplicado mal la metáfora, fueron tan ilógicos como los reformistas, puesto que los dos conceptos, sacerdocio real y sacerdocio figurado, son muy compatibles. Teniendo en cuenta lo anterior, es evidente que sólo el clero católico tiene derecho a ser designado «sacerdocio», puesto que sólo sus sacerdotes tienen un sacrificio verdadero y real que ofrecer: la Santa Misa. Por consiguiente, los anglicanos, que rechazan el Sacrificio de la Misa, caen en la inconsistencia al referirse a su clero como compuesto de «sacerdotes». Los predicadores en Alemania, con mucha lógica y cierta indignación, rechazan este título.

La Posición Jerárquica del Presbiterado

Jerarquía eclesiásticaDescrita en pocas palabras, la relación del sacerdote con el obispo y el diácono es la de una persona intermedia que, desde el punto de vista jerárquico, está subordinado al obispo y es superior al diácono (cf. Concilio de Trento, Sess. XXVI, can. vi). Mientras que la preeminencia del obispo sobre el sacerdote radica básicamente en su facultad de impartir el sacramento del Orden Sagrado, la del sacerdote sobre el diácono se basa en su facultad de consagrar e impartir la absolución (cf. Concilio de Trento, loc. cit., cap. iv; can. i y vii). La independencia del diaconado aparece en una época más temprana y de forma más clara, en fuentes más antiguas que las del sacerdocio, debido, principalmente, a la prolongada y constante fluctuación en el significado de los títulos de obispo y presbítero que, hasta mediados del siglo II, fueron intercambiables y sinónimos. Es probable que hubiera, de hecho, una razón para esta imprecisión, debido a que la distinción jerárquica entre el obispo y el sacerdote parece haberse desarrollado en forma gradual. Epifanio (Adv. hær., lxxv, 5) explicó esta incertidumbre al suponer que los sacerdotes se nombraban en algunos lugares donde no había obispo, mientras que en otras partes, donde no había candidatos al sacerdocio, las personas aceptaban tener un obispo que, sin embargo, no podía ejercer sin la ayuda de un diácono. El Cardenal Franzelin («De eccles. Christi», 2nd ed., Roma, 1907, thes. xvi) da buenas bases para el concepto que sostiene que en la Biblia los obispos se mencionan con el nombre de presbíteros, mientras que los simples sacerdotes no reciben nunca el nombre de obispo. Sin embargo, el problema está muy lejos de resolverse, dado que en la Iglesia primitiva aún no se tenían nombres determinados para las distintas órdenes; estos debían deducirse del contexto según las funciones características desempeñadas. La adopción del uso de los griegos paganos, que tenían sus episkopoi y presbyteroi, no resuelve este interrogante, como lo ha demostrado Ziebarth («Das griechische Vereinswesen», Leipzig, 1896) en respuesta a Hatch y Harnack. Cualquier intento por aclarar este aspecto deberá tener en cuenta los distintos usos en los diferentes países (por ejemplo, en Palestina, en Asia Menor). En algunos lugares, los «presbíteros» pueden haber sido verdaderos obispos y en otros sacerdotes en el verdadero sentido de la palabra, mientras que en otras partes pueden haber sido simples funcionarios administrativos o ancianos meritorios elegidos para representar a la iglesia local en sus relaciones externas (ver JERARQUÍA DE LAS PRIMERAS ÉPOCAS DE LA IGLESIA).

Al igual que los escritos apostólicos, el «Didache», Hermas, Clemente de Roma, e Ireneo suelen utilizar indistintamente los términos «obispo» y «sacerdote». De hecho, saber si el presbiterado se desarrolló de manera gradual como una rama del episcopado, lo que, por naturaleza, es más probable, y más fácil de entender, teniendo en cuenta las necesidades de la Iglesia en expansión, o si, por otra parte, el episcopado tuvo su origen en la elevación del presbiterado a un rango más alto (Lightfoot), algo más difícil de admitir, ha sido un punto de controversia. Por otra parte, ya a principios del siglo II, Ignacio de Antioquía (Ep. ad Magnes., vi y passim) destaca con gran claridad la distinción jerárquica entre los obispos, los sacerdotes y los diáconos monárquicos. Enfatiza esta tríada como esencial para el establecimiento de la Iglesia: «Sin estos [tres] no podría llamarse Iglesia» (Ad Trall., iii). No obstante, según la ley de la continuidad histórica, esta diferenciación entre las órdenes tiene que haber existido en forma sustancial y embrionaria durante el siglo I; y, de hecho, San Pablo ( (I Tim., v, 17, 19) menciona a los «presbíteros» que estaban subordinados al obispo real, Timoteo. Sin embargo, no hay ambigüedad entre los autores latinos. Tertuliano (De bapt., xvii) se refiere al obispo como al «sumo sacerdote» bajo cuyo mando están los «presbíteros y los diáconos»; y Cipriano (Ep. lxi, 3) habla de los «presbyteri cum episcopo sacerdotali honore conjuncti», es decir, los sacerdotes unidos por la dignidad sacerdotal con el obispo (ver OBISPO).

Aproximadamente en el año 360, mucho tiempo después de terminado el desarrollo de las órdenes, Aërius de Pontus se atrevió por primera vez a obliterar la distinción entre las órdenes sacerdotal y episcopal y a considerarlas a un mismo nivel en cuanto a sus facultades. Por esto fue contado entre los herejes por Epifanio (Adv. hær., lxxv, 3). El testimonio de San Jerónimo (muerto en el año 420), a quien los escoceses presbiterianos citan a nombre de la constitución presbiteriana de la Iglesia, presenta algunas dificultades, cuando parece aseverar la plena igualdad entre sacerdotes y obispos. Es cierto que Jerónimo se esforzó por elevar la dignidad del sacerdocio a costa de la dignidad del episcopado y por atribuir la superioridad del obispo «a una costumbre eclesiástica más que a un reglamento Divino» (En Tit., i, 5: «Episcopi noverint se magis consuetudine quam dispositionis dominicæ veritate presbyteris esse majores»). Deseaba una constitución más democrática en la que los sacerdotes, hasta entonces injustamente despreciados, tuvieran participación y urgió la corrección del abuso, diseminado a partir del siglo III, por el que los archidiáconos, como «la mano derecha» de los obispos, controlaban toda la administración diocesana (Ep. cxliv ad Evangel.). Queda en evidencia el hecho de que Jerónimo no está en contra de los rangos jerárquicos (potestas ordinis) de los obispos sino de sus facultades de gobierno (potestas jurisdictionis)-y esto no tanto en principio, sino únicamente para insistir que los diáconos debían ser retirados de esa posición que habían usurpado y que los sacerdotes debían asumir ese cargo oficial al que tenían derecho por su mayor rango. El grado hasta el que Jerónimo llegaba a ser prácticamente un seguidor de Aërius como precursor del presbiterianismo, queda claro con su importante admisión de que únicamente los obispo, y no los sacerdotes, tienen la facultad de administrar el sacramento del orden (loc. cit. en P.L., XXII, 1193: «Quid enim facit–excepta ordinatione–episcopus quod presbyter non faciat?»). Al admitir este hecho, Jerónimo establece su ortodoxia.

C. El Carácter Sacramental del Presbiterado

El Concilio de Trento decretó (Sess. XXIII, can. iii, en Denzinger, n. 963): «Si alguno dijere que el orden o la sagrada ordenación no es real y verdaderamente un sacramento instituido por Cristo Nuestro Señor. . .sea anatema». Aunque el sínodo definió únicamente la existencia del Sacramento del Orden Sagrado, sin decidir si todos los demás órdenes, o sólo algunos, corresponden a esta definición, se admite que la ordenación sacerdotal posee, aún con mayor certeza que las ordenaciones episcopal y diaconal, la dignidad de un sacramento (cf. Benedicto XIV, «De syn. dioces.», VIII, ix, 2). Los tres aspectos esenciales de un sacramento: los signos externos, la gracia interior y el haber sido instituida por Cristo, son todas condiciones presentes en la ordenación sacerdotal.

En cuanto a los signos externos, ha habido una prolongada controversia entre los teólogos, por muchos años, en cuanto a la materia y la forma, no sólo de la ordenación sacerdotal sino del sacramento del Orden Sagrado en general. ¿Debe considerarse como materia esencial del sacramento solamente la imposición de las manos (Bonaventure, Morin, y la mayoría de los teólogos modernos) o la presentación de los instrumentos (Gregorio de Valencia, los tomistas), o deben considerarse estos dos hechos como materia del sacramento en conjunto (Bellarmine, De Lugo, Billot etc)?. En cuanto a la ordenación sacerdotal en sí misma, que es la que aquí nos interesa, la diferencia de conceptos se explica por el hecho de que, además de las tres imposiciones de las manos, el rito incluye la entrega que se hace al candidato el cáliz lleno de vino y la patena con la hostia. En relación con esto último, Eugenio IV dice expresamente en su «Decretum pro Armenis» (1439; en Denzinger, n. 701): «El sacerdocio se confiere mediante la entrega del cáliz con el vino y la patena con el pan». Sin embargo, dado que en la Biblia (Hechos, xiii, 3; xiv, 22; I Tim., iv, 14; v, 22; II Tim., i, 6), en toda la literatura patrística y en todo el oriente sólo se encuentra la imposición de las manos, mientras que aún en occidente la presentación de los vasos sagrados no se remonta más allá del siglo X, hay que admitir, por fuerza, desde el punto de vista teórico, que esta última ceremonia no es esencial, como la solemne unción de las manos del sacerdote que, evidentemente, ha sido tomada prestada del antiguo testamento y pasó del rito gálico al romano (cf. «Statuta ecclesiæ antiquæ» en P.L., LVI, 879 sqq.). En defensa de la unción, el Concilio de Trento condenó a quienes la declaraban «despreciable y perniciosa» (Sess. XXXIII, can. v). En lo que se refiere a la forma sacramental, podría aceptarse como probable que la oración que acompaña la segunda extensión de las manos (cheirotonia) es la forma esencial, aunque no se descarta que las palabras pronunciadas por el obispo durante la tercera imposición de las manos (cheirothesia): «Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados les serán perdonados, etc», constituya una forma parcial. La primera imposición de las manos por el obispo (y los sacerdotes) no puede considerarse como forma, dado que se realiza en silencio, aunque también puede tener importancia esencial si se tiene en cuenta que la segunda extensión de las manos es sólo la continuación moral de la primera vez que se toca la cabeza del ordinandus (cf. Gregorio IX, «Decret.», I, tit. xvi, cap. III). Las más antiguas fórmulas, por ejemplo el «Euchologium» de Serapio de Thmuis (cf. Funk, «Didascalia», II, Tübingen, 1905, 189), las «Constituciones Pseudo-Apostólicas» (Funk, loc. cit., I, 520), el recientemente descubierto «Testamento del Señor»(ed. Rahmani, Mainz, 1899, p. 68), y los Cánones de Hipólito (ed. Achelis, Leipzig, 1891, p. 61)-contienen sólo una imposición de manos con una corta oración que acompaña este acto. En el siglo XI, el rito mozárabe es bastante sencillo (cf. «Monum. liturg.», V, Paris, 1904, pp. 54 sq.), mientras que, por el contrario, el rito armenio de la Edad Media es de una gran complejidad (cf. Conybeare-Maclean, «Rituale Armenorum», Oxford, 1905, pp. 231 sqq.). En el rito griego bizantino, el obispo, luego de trazar tres signos de la cruz, coloca su mano derecha sobre la cabeza del ordinandus, mientras reza una oración y luego, mientras ora en secreto, sostiene la mano extendida sobre el candidato e invoca sobre él los siete dones del Espíritu Santo (cf. Goar, «Euchol. Græc.», Paris, 1647, pp. 292 sqq.). Para otras fórmulas de ordenación ver Denzinger, «Ritus Orientalium», II (Würzburg, 1864); Manser en Buchberger, «Kirchliches Handlexikon», s.v. Priesterweihe.

Como sacramento de vivos, el sacramento del Sagrado Orden presupone la posesión de la gracia santificante y confiere, por lo tanto, además del derecho a las gracias actuales de la función sacerdotal, un incremento de la gracia santificante (cf. «Decret. pro Armenis» en Denzinger, n. 701). Sin embargo, en todos los casos, ya sea que el candidato se encuentre o no en estado de gracia santificante, el sacramento imprime en el alma una marca espiritual indeleble (cf. Concilio de Trento, Sess. VII, can. ix, en Denzinger, n. 852), es decir, el carácter sacerdotal al que van permanentemente ligadas las facultades de consagrar y absolver, aunque esta última bajo reserva de que, para la administración válida del sacramento de la Penitencia, se requiere también la jurisdicción (ver CARÁCTER). Dado que el carácter sacerdotal, al igual que el que confieren los Sacramentos del Bautismo y la Confirmación, es indeleble, el Sacramento del Orden no puede repetirse nunca y es totalmente imposible volver al estado laical (cf. Concilio de Trento, Sess. XXIII, can. iv, en Denzinger, n. 964). Que el Orden Sacerdotal fue instituido por Cristo queda comprobado no sólo por la institución Divina del sacerdocio (ver la sección A de este artículo), sino también por el testimonio de las Sagradas Escrituras y de la Tradición que declaran, de manera unánime que los Apóstoles transmitieron sus facultades a sus sucesores, quienes, a su vez, las transmitieron a la siguiente generación (cf. I Tim., v, 22). Puesto que los dones carismáticos de los «apóstoles y profetas» mencionados en la «Didache» no tenían nada que ver con el sacerdocio como tal, estos misioneros itinerantes necesitaban aún la imposición de las manos a fin de quedar facultados para desempeñar las funciones específicas del sacerdocio (ver CARISMAS) .

Para la recepción válida del Sacramento del Orden, es necesario que el ministro sea un obispo y que quien lo recibe sea bautizado y del sexo masculino. El primer requisito se basa en la prerrogativa episcopal de la ordenación y el segundo en la convicción de que el Bautismo abre la puerta para la recepción de todos los demás sacramentos y de que a las mujeres les está definitivamente vedado el servicio del altar (cf. Epiphanius, «De hær.», lxxix, 2). San Pablo es defensor acérrimo del sacerdocio exclusivamente masculino (cf. I Cor., xiv, 34). En lo que se refiere a este aspecto, hay una diferencia esencial entre la cristiandad y el paganismo ya que este último reconoce tanto a las sacerdotisas como a los sacerdotes; por ejemplo, las hieródulas de la Antigua Grecia y las vírgenes vestales de Roma, las bayaderas de la India, las wu de China y las mujeres bonzo de Japón. La Iglesia primitiva condenaba como un absurdo el sacerdocio femenino de los montanistas y los coliridianos y no consideró nunca la institución apostólica de las diaconesas como una rama del Orden Sagrado. Para la recepción lícita de la ordenación sacerdotal, el derecho canónico exige: estar libre de cualquier irregularidad, tener veinticuatro años cumplidos, la recepción de los órdenes anteriores (incluyendo el diaconado), la observación de los intersticios regulares y la posesión de un título al momento de la ordenación.

Además de los requisitos para la recepción válida y legal del sacerdocio, surge un interrogante en cuanto a los méritos del candidato. Según el derecho canónico antiguo, este aspecto se dirimía mediante tres balotas (scrutinia); ahora se decide por examen y certificación oficiales. Uno de los medios más importantes de obtener candidatos meritorios al sacerdocio es una cuidadosa inquisición relacionada con las vocaciones. Los intrusos en el santuario siempre han sido motivo de grandes males para la Iglesia y de escándalo para el pueblo. Por esta razón el Papa Pío X, con mucho mayor rigor que el de las reglamentaciones eclesiásticas previas, insiste en la exclusión de todos los candidatos que no muestren la mayor promesa de una vida conspicua en cuanto a firmeza de fe y rectitud moral. En este aspecto, habrá que enfatizar al máximo la importancia y la necesidad de colegios y seminarios eclesiásticos para la capacitación del clero.

Las Facultades Oficiales del Sacerdote

ConfesionarioComo ya se ha dicho, las facultades oficiales del sacerdote están estrechamente relacionadas con el carácter sacramental, impreso indeleblemente en su alma. Junto con este carácter se confiere no sólo la facultad de celebrar al Sacrificio de la Misa y la facultad (virtual) de perdonar los pecados, sino también la autoridad para administrar la unción de los enfermos y, como ministro regular, el solemne bautismo. Sólo por virtud de una facultad extraordinaria, recibida del Papa, puede un sacerdote administrar el Sacramento de la Confirmación. Si bien el conferir los tres órdenes sacramentales del episcopado, el presbiterado y el diaconado corresponden exclusivamente al obispo, el Papa puede delegar a un sacerdote la administración de los cuatro órdenes menores, e inclusive del subdiaconado. Sin embargo, según el derecho canónico actual, el permiso papal conferido a los abades de los monasterios está limitado a conferir la tonsura y los cuatro órdenes menores a sus monjes (cf. Concilio de Trento, Sess. XXIII de Ref., cap. x). En cuanto al privilegio de conferir el diaconado, que según dicen fue otorgado por Inocencio VIII en 1489 a los abades cistercienses, ver Gasparri, «De sacr. ordin.», II (Paris, 1893), n. 798, y Pohle, «Dogmatik», III (4th ed., Paderborn, 1910), pp. 587 sqq. Pertenece también a las funciones sacerdotales la facultad de administrar las bendiciones eclesiásticas y sacramentales, en general, en la medida en que no estén reservadas al papa o a los obispos. Al predicar la Palabra de Dios, el sacerdote participa en la función docente de la Iglesia, aunque siempre como subordinado del obispo y únicamente dentro del ámbito del deber que le haya sido asignado por éste como pastor, cura, etc. Por último, el sacerdote puede participar en la tarea pastoral, en la medida en que el obispo se la encomiende, con una función eclesiástica definida que abarca una jurisdicción más o menos extensa, indispensable sobre todo, para la absolución válida de los pecados de los penitentes. Algunos privilegios honorarios externos como por ejemplo, aquellos conferidos a los sacerdotes cardenales, prelados, conciliares eclesiásticos, etc., no incrementan la dignidad intrínseca del sacerdocio.

La contribución del sacerdocio católico a la civilización

Pasando a otro plano, más allá de las bendiciones supernaturales de las que se beneficia la humanidad, como resultado de las oraciones del sacerdocio, de la celebración del Santo Sacrificio y de la administración de los sacramentos, nos limitaremos aquí a la civilización secular que, a través del sacerdocio católico, se ha difundido a todas las naciones y ha hecho florecer plenamente la religión, la moralidad, la ciencia, el arte y la industria. Si la religión, en términos generales, es la madre de todas las culturas, hay que reconocer que el cristianismo es la fuente, la medida y el semillero de toda verdadera civilización. La Iglesia, la más antigua y más exitosa maestra de la humanidad, ha desempeñado en cada siglo un servicio pionero en todos los sectores de la cultura. A través de sus entidades, los sacerdotes y en especial, los miembros de las órdenes religiosas, han guiado a los fieles hacia la luz de la moralidad y la educación cristianas ¿qué hubiera sido de los países de las costas mediterráneas durante la época de la migración de las naciones (a partir del año 375), si los papas, los obispos y el clero no hubieran apaciguado a las hordas germánicas convirtiéndolas del arrianismo al catolicismo y sacándolas del orden hacia el que había evolucionado el barbarismo? Lo que Irlanda le debe a San Patricio, se lo debe Inglaterra a San Agustín, quien, enviado por el Papa Gregorio Magno, trajo no sólo el Evangelio, sino un nivel más alto de moralidad y cultura. Mientras brillaba así, intensamente, la luz de la cristiandad en toda su plenitud en Irlanda y Gran Bretaña, parte de Alemania estaba todavía sumida en la oscuridad del paganismo. Bandas de misioneros de la Isla de los Santos trajeron entonces al continente el mensaje de la salvación y establecieron nuevos centros de cultura. El gran trabajo de Carlomagno de unificar todas las tribus germanas en un imperio fue sólo el fruto gloriosos de la semilla plantada por San Bonifacio de Certon (muerto en el año 755) en tierra alemana y regada con sangre de mártires. La Iglesia de la Edad Media, ahora en el poder, continuó propagando el Evangelio en tierras paganas a través de sus sacerdotes. Fueron los misioneros quienes trajeron a Europa las primeras noticias de la existencia de China. En el año 1246, tres franciscanos, comisionados por el Papa, asistieron a una audiencia ante el emperador de los mongoles; en el año1306, se construyó la primera Iglesia cristiana en Pekín. Desde el Volga hasta el Desierto de Gobi, los franciscanos y dominicos cubrieron el territorio con sus centros de misiones. En el siglo XVI, el celo de las órdenes más antiguas se vio igualado por el de los jesuitas, a uno de cuyos miembros, San Francisco Javier, debe asignársele un lugar de honor; sus logros en las Reducciones de Paraguay son tan innegables como los enormes servicios prestados en los Estados Unidos. En lo que respecta a las colonias francesas en América, el historiador estadounidense Bancroft señala que no se fundó ninguna cuidad importante, ni se exploró ningún río, ni se circunnavegó ningún cabo sin un jesuita como guía. Aún si las declaraciones sesgadas de Bucle fueran ciertas, en relación con el hecho de que la cultura no es el resultado de la religión sino viceversa, podríamos señalar el trabajo de los misioneros católicos que se esfuerzan por hacer que los salvajes de tierras paganas alcancen un nivel más alto de moralidad y civilización y trasformarlos así en cristianos decentes.

A la saga de la religión viene su compañera inseparable, la moralidad; la combinación de estas dos formas es requisito previo indispensable para la continuidad y vitalidad de toda la civilización de más alto nivel. La decadencia de la cultura ha sido siempre preconizada por un reino de incredulidad e inmoralidad; la Caída del Imperio Romano y la Revolución Francesa son ejemplos fehacientes. Lo que logró la Iglesia en el curso de los siglos para elevar la norma de moralidad en el sentido más amplio de la palabra, mediante la inculcación del Decálogo, el pilar de la sociedad humana, con la promulgación del mandamiento del amor a Dios y al prójimo, con la predicación de la pureza en la vida célibe, marital y familiar, en su batalla contra la superstición y las costumbres malignas, a través de la práctica de los tres consejos de pobreza, obediencia y pureza perfecta voluntarias, al presentar la «imitación de Cristo» como el ideal de la perfección cristiana, se puede comprobar sin lugar a dudas en los registros de los últimos veinte siglos. La historia de la Iglesia es a la vez la historia de su actividad caritativa ejercida a través del sacerdocio. Es cierto que ha habido oleadas de degeneración e inmoralidad que han llegado, en ocasiones, hasta la cátedra papal y han resultado en una corrupción generalizada de los pueblos y en la apostasía de la Iglesia. La heroica lucha de Gregorio VII (muerto en 1085) contra la simonía y la incontinencia del clero es muestra palpable de como restauró la sal de la tierra que se había tornado sosa y le devolvió su antigua fuerza y su antiguo sabor.

Las clases más desgraciadas y oprimidas de la humanidad son los esclavos, los pobres y los enfermos. Nada contrasta tanto con las ideas de la personalidad humana y la libertad cristiana como la esclavitud de las tierras paganas. En un comienzo, los esfuerzos de la Iglesia se orientaron a librar a la esclavitud de su característica más repulsiva enfatizando la igualdad y la libertad de todos los hijos de Dios (cf. I Cor., vii, 21 sqq.; Filem., 16 sqq.), luego se encaminaron a mejorar, en la medida de lo posible, la situación de los esclavos y, por último, se centraron en lograr la abolición de este yugo infame. La lentitud del movimiento orientado a abolir la esclavitud, cuyo triunfo final sobre los traficantes de esclavos africanos se logró gracias a una cruzada del cardenal Lavigerie (muerto en 1892), se debió la necesidad de tener en cuenta los derechos económicos de los amos y el bienestar personal de los esclavos mismos, puesto que la proclamación abierta de «Los Derechos del Hombre» habría dejado en las calles a millones de esclavos indefensos y sin medios de supervivencia. La emancipación implicaba la obligación de ocuparse de las necesidades corporales de los libertos y, siempre que se llevó a cabo el experimento, fue el clero el que se hizo cargo de esta obligación. Congregaciones especiales como las de los trinitarios y los mercedarios, se dedicaron exclusivamente a la liberación y rescate de los prisioneros y esclavos en tierras paganas, sobre todo en territorio mahometano. Fue la compasión cristiana por los indios débiles y decadentes lo que sugirió al monje español De las Casas la desafortunada idea de importar los fornidos negros de África para que trabajaran en las minas americanas. El noble monje nunca sospechó que su idea pudiera dar lugar al escandaloso tráfico de esclavos negros, como lo atestigua la historia de los tres siglos siguientes (ver ESCLAVITUD).

En lo que se refiere a remediar las necesidades de los pobres y enfermos, un solo sacerdote, San Vicente de Paul (muerto en 1660), logró más en todos los aspectos de esta labor que muchas ciudades y estados en conjunto. No cabe analizar aquí los servicios del clero en general, en lo que se refiere al ejercicio de la caridad (ver CARIDAD Y CARIDADES). Sin embargo, se puede anotar que la famosa Escuela de Salerno, la primera y más famosa, y por muchos siglos la única, facultad de medicina de Europa, fue fundada por los benedictinos quienes trabajaban en parte como médicos y en parte en la formación de médicos debidamente capacitados para ejercer en todo el continente europeo. Entre los más recientes pioneros en el campo de la caridad y el trabajo social cabe mencionar al «apóstol de la templanza», el padre irlandés Theobald Matthew y al sacerdote alemán Kolping, conocido como el «Padre de los viajeros» (Gesellenvater),.

Estrechamente relacionada con lo moralmente bueno está la idea de lo verdadero y lo bello, el objeto de la ciencia y del arte. El clero católico ha demostrado ser, en todo momento, patrono de la ciencia y de las artes, en parte por sus propios logros en estos campos y en parte por el aliento y apoyo del trabajo de terceros. El que la teología como ciencia encontrara su sitio entre el clero era algo de esperarse; sin embargo, durante la Edad Media todo el ámbito de la educación estuvo controlado de forma tan exclusiva por el sacerdocio, que la diferenciación eclesiástica entre clericus (clérigo) y laicus (lego) se convirtió en la diferenciación social entre las personas educadas y las ignorantes. De no haber sido por los monjes y los clérigos, se hubiera perdido la literatura clásica antigua. Un filósofo e historiador medieval sostiene: «Es extraño que, después de la caída de la erudición romana, los anales de un pueblo tan inculto como eran los ingleses, se hayan trasmitido a la posteridad al igual que los de otras naciones europeas, de forma tan completa y con tan poca mezcla de falsedad y fábula. Esta ventaja se debe en su totalidad al clero de la Iglesia de Roma que, basado en su autoridad y en su conocimiento superior, preservó la preciosa literatura de la antigüedad de la extinción total» (Hume, «Hist. de Inglaterra», cap. xxiii, Ricardo III). Entre los historiadores ingleses, Gildas el Sabio, el Venerable Beda, y Lingard conforman un ilustre triunvirato. La idea del progreso científico, utilizada inicialmente por Vincent of Lerins en relación con la teología y transferida luego a las otras ciencias, es de origen puramente católico. El lema moderno de «La educación para todos», fue pronunciado por primera vez por Inocencio III. Antes de la fundación de las primeras universidades, que también deben su existencia a los papas, funcionaban ya famosas escuelas catedralicias y otras instituciones científicas que se ocupaban de propagar el conocimiento secular. El padre de la educación pública en Alemania es Rhabanus Maurus. Entre los antiguos centros de civilización cabe mencionar, entre los de primer rango, los de Canterbury, la isla de Iona, Malmesbury y York en Gran Bretaña; los de Paris, Orléans, Corbie, Cluny, Chartres, Toul, y Bec en Francia; los de Fulda, Reichenau, St. Gall, y Corvey en Alemania. El que, durante la Edad Media, el clero estuviera encargado del funcionamiento de estas universidades es por demás sorprendente: en 1340, la Universidad de Oxford tenía no menos de 30.000 estudiantes y, en 1538, cuando, según Lutero, las universidades alemanas estaban casi desiertas, unos 20.000 estudiantes se fueron a Paris.

También, en los lugares donde había escuelas primarias, éstas eran dirigidas por sacerdotes. Carlomagno ya había expedido el capitulario «Presbyteri per villas et vicos scholas habeant et cum summa charitate parvulos doceant», esto es, «Los sacerdotes tendrán escuelas en pueblos y aldeas y enseñarán a los niños con suma dedicación». El arte de la impresión fue recibido por toda la Iglesia, desde el menor de los clérigos hasta el papa como «arte sacro». Casi toda la producción de libros durante el siglo XV se orientó a satisfacer el gusto del clero por la lectura, lo que impulsó el desarrollo del comercio del libro. La queja de Erasmo era: «Los vendedores de libros sostienen que antes de la Reforma podían vender 3000 volúmenes en menos tiempo del que ahora les toma vender 600» (ver Döllinger, «Die Reformation, ihre innere Entwickelung u. ihre Wirkungen», I, Ratisbon, 1851, p. 348. El Humanismo Temprano, fomentado ampliamente por los papas Nicolás V y León X, contaba entre sus entusiastas seguidores con muchos clérigos católicos como Petrarca y Erasmo; la Escuela Humanista Tardía, muy influida por el paganismo, no encontró respaldo entre el clero católico sino, en gran medida, una fuerte y generalizada oposición. Los más prominentes escritores españoles del siglo XVII fueron sacerdotes: Cervantes, Lope de Vega, Calderon, etc. En Oxford en es siglo XIII, los franciscanos adquirieron fama por su destreza en las ciencias naturales y el arzobispo Grosseteste gozó de gran influencia. Fray Roger Bacon (muerto en 1249), fue famoso por sus conocimientos científicos, al igual que Gerbert of Rheims y, después de él, el Papa Silvestre II, Alberto Magno, Raymond Lully, y Vincent of Beauvais. Copernico, canónigo de Thorn, es el fundador de la astronomía moderna, campo en el cual, aún hoy, en especial los jesuitas (p.ej. Scheiner, Clavius, Secchi, Perry), han hecho importantes contribuciones. A Fray Mauro de Venecia (muerto en 1459) le debemos la primera carta (o mapa) geográfica. El jesuita español Hervas y Panduro (muerto en 1809), es el padre de la filología comparativa; el carmelita Paolino di san Bartolomeo, fue el autor de la primera gramática sánscrita (Roma, 1790). Las bases de la crítica histórica provienen de las obras y los estudios del Cardenal Baronius (muerto en 1607), los monjes de San Maur, y los bolandistas. Un estudio de la historia del arte revelaría un número proporcionalmente mayor de apóstoles de las bellas artes entre el clero católico de todos los siglos. Desde las pinturas de las catacumbas hasta los frescos de Fray Angélico y de ahí a la escuela de Beuron, encontramos múltiples sacerdotes no tanto artistas, propiamente dichos, sino mecenas de las artes. El clero ha contribuido en gran medida a justificar lo que el célebre escultor Canova le escribiera a Napoleón I: «El arte tiene una deuda infinitamente con la religión, pero con ninguna tanto como con la religión católica».

El fundamento de la cultura superior es la cultura material o económica que, a pesar de la técnica y la maquinaria modernas, radica en último término en el trabajo humano. Sin la energía del trabajador, que consiste en la fuerza y la voluntad de realizar el trabajo, ninguna cultura puede prosperar. No obstante, el sacerdocio católico, más que cualquier otro estamento, ha alabado de palabra y comprobado con obras el valor y la bondad del trabajo que requieren las labores como la agricultura, la minería y la artesanía. La maldición y el desdeño que el paganismo vertió sobre el trabajo manual fueron eliminados por el cristianismo. Inclusive Aristóteles (Polit., III, iii) llegó a anatematizar el trabajo manual como «filisteo» y las ocupaciones más humildes como «indignas de un hombre libre». ¿A quiénes, si no a los monjes católicos, se les debe, principalmente en Europa, la tala de los bosques primitivos, los planes de drenaje e irrigación, el cultivo de nuevas frutas y cosechas, la construcción de caminos y puentes? En Europa oriental, los basilianos, en Europa occidental, los benedictinos y más tarde los cistercienses y los trapistas, trabajaron en el cultivo de la tierra y erradicaron las fiebres de múltiples distritos tornándolos habitables. La minería y la fundición deben igualmente su desarrollo y, hasta cierto punto su origen, al agudo sentido económico de los monasterios. Para dar una base científica a toda la vida económica de las naciones, los primeros obispos y sacerdotes católicos establecieron las bases de la ciencia de la economía nacional: entre ellos, Duns Scotus (muerto en 1308), Nicholas Oresme, obispo de Lisieux (muerto en 1382), San Antonio de Florencia (muerto en 1459), y Gabriel Biel (muerto en 1495). La Iglesia y el clero se han esforzado, por lo tanto, en desarrollar, en todas las esferas y en todos los siglos, el programa que León XIII declarara como el ideal de la Iglesia Católica, en su famosa encíclica «Immortale Dei» del 1º de noviembre de 1885: «Imo inertiæ desidiæque inimica [Ecclesia] magnopere vult, ut hominum ingenia uberes ferant exercitatione et cultura fructus». Su «alejamiento del mundo», que con tanta frecuencia se les reprocha, o su «hostilidad hacia la civilización» a la que con tanta frecuencia los ignorantes ha hecho eco, nunca han impedido a la Iglesia ni a su clero cumplir su llamado como entidad civilizadora de primer orden, y refutar así todas las calumnias con la lógica de los hechos.

Bibliografía

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Obras Generales: MöLLER, Physical Religion (Londres, 1891); IDEM, Anthropological Relig. (Londres, 1892); IDEM, The Books of the East (Oxford, 1879-94); LIPPERT, Alligemeine Geschichte des Priestertums (2 vols., Berlin, 1883); DE LA SAUSSAYE, Lehrbuch der Religionsgesch. (2 vols., Freiburg, 1905); VOLLERS, Die Weltreligionen in ihrem geschichtl. Zusammenhang (Jena. 1907).
Relacionadas con el sacerdocio indio: ASMUS, Die indogerman. Religion in den Hauptpunkten ihrer Entwickelung (2 vols., Leipzig, 1875-7); BARTH, Les religions de l’Inde (Paris, 1880); LAOUENAN, Du brahmanisme et ses rapports avec le judaïsme et le christianisme (Paris, 1888); MONIER-WILLIAMS, Brahmanism and Hinduism (Londres, 1891); OLDENBURG, Die Religion des Veda (Leipzig, 1894); HOPKINS, The Religions of India (Londres, 1895); HARDY, Die vedisch-brahman. Peroide des alten Indiens (1893); IDEM, Indische Religionsgesch. (1898); MACDONELL, Vedic Mythology (Londres, 1897); HILLEBRANDT, Ritual-Literatur, ved. Opfer u. Zauber (Leipzig, 1897); DAHLMANN, Der Idealismus der. ind. Religionsphilos. im Zeitalter der Opfermystik (Freiburg, 1901); DILGER, Die Erlösung des Menschen nach Hinduismus u. Christentum (1902); ROUSSELL, La religion védique (Paris, 1909).
Sobre el Budismo: COPLESTON, Buddhism primitive and present in Magadha and in Ceylon (Londres, 1893); WADDELL, B. of Tibet (Londres, 1895); DAVIDS, Buddhism, its History and Literature (Londres, 1896); KERN, Manual of Indian B. (Londres, 1898); AIKEN, The Dhamma of Gotama, the Buddha and the Gospel of Jesus the Christ (New York, 1900); SMITH, Asoka, the Buddhist Emperor of India (Londres, 1902); HARDY, König Asoka (1902); IDEM, Buddha (1903); SILBERNAGL, Der Buddhismus, seine Entstehung, Fortbildung u. Verbreitung (1903); SCHULTZE, Der B. als Religion der Zukunft (2a ed., 1901); FREYDANK, Buddha u. Christus, eine Apologetik (1903); WECKER, Lamaismus u. Katholicismus (1910).
Sobre los iraníes: DARMESTETER, Ormuzd et Ahriman, leurs origines et leur histoire (Paris, 1877); SPIEGEL, Eranische Altertumskunde, II (1878); DE HARLEZ, Origines du zorastrisme (Paris, 1879); CASARTELLI, La philosophie religeuse du mazdéisme sous les Sassanides (Louvain, 1884); MENANT, Les Parses, Hist. des communautés zorastriennes de l’Inde (Paris, 1898); GASQUET, Essai sur le culte et les mystères de Mithra (Paris, 1899); JACKSON, Zoraster, the Prophet of Ancient India (New York, 1899); CUMONT, les mystères de Mithra (2a ed., Paris, 1902; tr. Londres, 1903).
Sobre los griegos y los romanos: REICHEL, Ueber vorhellenische Kulte (1897); GRUPPE, Griechische, Mythologie u. Religionsgesch. (Munich, 1897-1906); JENTSCH, Hellenentum u. Christentum (1903); BEURLIER, Le culte rendu aux empereurs romains (Paris, 1890); WISSOWA, Relig. u. Kultus d. Römer (1903).
Sobre los celtas y los alemanes: BERTRAND, La religion des Gaulois (Paris, 1897); DE LA SAUSSAYE, The Religions of the Teutons (Londres, 1902); DOTTIN, La religion des Celtes (Paris, 1904); GRUPP, Die Kultur der alten Kelten u. Germanen (1904); ANWYL, Celtic Religion in Pre-Christian Times (Londres, 1906).
On the Chinese and Japanese: DE HARLEZ, Les religions de la Chine (Bruselas, 1901); DVORAK, Chinas Religionen (Leipzig, 1895-1903); MUNZINGER, Die Japaner (1898); HAAS, Gesch. des Christentums in Japan (Berlin, 1902).
Sobre los egipcios: WIEDEMANN, Die Religion der alten Aegypter (1890); BRUGSCH, Aegyptologie (1891); SAYCE, The Religion of Ancient Egypt and Babylonia (Londres, 1892); BUDGE, The Gods of the Egyptians, (Londres, 1894); HEYES, Bibel u. Aegypten (1904); OTTO, Priester u. Tempel im hellenistischen Aegypten (2 vols., 1905-8); ERMAN, Die ägyptische Religion (2a ed., Berlin, 1909).
Sobre los semitas: LENORMANT, La magie chez les Chaldéens (Paris, 1871); LAGRANGE, Sur les religions sémitiques (Paris, 1903); SCHRADER, Die Keilinschriften u. das Alte Testament (3rd ed., 1903); SCHRANK, Babylonische Sühneriten mit Rücksicht auf Priester u. Büsser (1908); VINCENT, Canaan (Paris, 1907).
SACERDOCIO JUDÍO: En el tema en general:–LIGHTFOOT, Ministerium templi in Opp., I (Rotterdam, 1699), 671 sqq.; UGOLINI, Thesaur. antiquit. sacrarum, IX, XII-XIII (Roma, 1748-52); BéHR, Symbolik des mosaischen Kultus (2 vols., Heidelberg, 1839; 2a ed., 1 vol., 1874); KöPER, Das Priestertum des Alten Bundes (Leipzig, 1866); SCHOLZ, Die heiligen Altertümer des Volkes Israel (2 vols., Ratisbon, 1868); IDEM, Götzendienst u. Zauberwesen bei den alten Hebraern (Ratisbon, 1877); SCHéFER, Die religiösen Altertümer der Bibel (2a ed., 1891); NOWACK, Lehrbuch der hebr. Archäologie (2 vols., Freiburg, 1894); BAUDISSIN, Gesch. des alttest. Priestertums (Berlin, 1892); GIGOT, Outlines of Jewish Hist. (New York, 1897); VAN HOONACKER, Le sacerdoce lévit. dans la Loi et dans l’hist. des Hébreux (Louvain, 1899); SCHöRER, Gesch. des jüd. Volkes im Zeitalter Christi, II (2a ed., Leipzig, 1898), 224 sqq.; KOBERLE, Die Tempelsänger im Alten Test. (1899).
Para la crítica bíblica moderna:–WELLHAUSEN, Prolegomena zur Gesch. Israels (Berlin, 1883), tr. BLACK AND MENZIES (Edinburgh, 1885); IDEM, Die Komposition des Hexateuchs u. der geschichtl. Bücher des A.T. (2nd ed., Berlin, 1899); FREY, Tod, Seelenglaube u. Seelenkult im alten Israel (1898); VOGELSTEIN, Der Kampf zwischen Priestern u. Leviten seit den Tagen des Ezechiel (Leipzig, 1899); VAN HOONACKER, Les prêtres et les Lévites dans le livre d’Ezéchiel in Rev. bibl. internat. (1899), 177 sqq.; American Journal of Theol. (1905), 76 sqq.; KENNET, Origin of the Aaronite Priesthood in Journal of Theol. Studies (Jan., 1905); MEYER, Die Israiliten u. ihre Nachbarstämme (Leipzig, 1906).
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SACERDOCIO CRISTIANO: Obras generales: ST. THOMAS, Supplem., Q. xxxiv sqq., y los comentadores: PETRUS SOTO, De instit. sacerdotum (Dillingen, 1568); HALLIER, De sacris electionibus et ordinationibus ex antiquo et novo jure (Paris, 1636), also in MIGNE, Cursus theol., XXIV; MORIN, Comment. de sacris Ecclesiæ ordinat. (Paris, 1655; Antwerp, 1695); OBERNDORFER, De sacr. ord. (Freising, 1759); among later works consult: KOPPLER, Priester u. Opfergabe (Mainz, 1886); GASPARRI, Tractatus canonicus de sacr. ordinat. (Paris, 1893); SCHANZ, Die Lehre von den Sakramenten d. kathol. Kirche (Freiburg, 1893); GIHR, Die Lehre von den hll. Sakramenten der kathol. Kirche, II (Freiburg, 1903); KLUGE, Die Idee des Priestertums in Israel-Juda u. im Urchristentum (1906); POURRAT, La théologie sacramentaire (Paris, 1907); SALTET, Les réordinations (Paris, 1907). The following are written rather from the ascetical standpoint: OLIER, Traité des saints ordres (7o ed., Paris, 1868); MANNING, The Eternal Priesthood (Londres, 1883); MERCIER, Retraite pastorale (7th ed., Brussels, 1911).
Sobre las supuestas influencias paganas en el Sacrificio y el Sacerdocio Católicos: DOLLINGER, Heidentum u. Judentum (Ratisbon, 1857); HATCH, The Influence of Greek Ideas and Usages upon the Christian Church, ed. by FAIRBAIRN (lONDON, 1890); ANRICH, Das antike Mysterienwesen in seinem Einfluss auf das Christentum (Göttingen, 1894); WOBBERMIN, Religionsgeschichtl. Studien zur Frage der Beeinflussung des Christentums durch das antike Mysterienwesen (Berlin, 1896); CUMONT, Textes et mon. relatifs aux mystères de Mithra (Bruselas, 1896-9); ROBERTSON, Christianity and Mythology (Londres, 1900); CHAPUIS, L’influence de l’essénisme sur les orinines chrét. in Rev. de théol. et philos. (1903), pp. 193 sqq.; CUMONT, The Mysteries of Mithra, tr. McCORMACK (Londres, 1903); GRILL, Die persische Mysterienreligion u. das Christentum (Leipzig, 1903); DIETERICH, Eine Mithrasliturgie (Leipzig, 1903); BLOTZER, Die heidnischen Mysterien u. die Hellenisierung des Christentums in Stimmen aus Maria-Laach (1906), pp. 376 sqq., 500 sqq.; (1907), pp. 37 sqq., 182 sqq.; FEINE, Ueber Babylonische Einflüsse im Neuen Testament in Neue kirchl. Zeitschr. (1906), pp. 696 sqq.; JENSEN, Das Gilgamesch-Epos in der Weltliteratur, I (Strasburg, 1906); WENDLAND, Die hellenisch-römische Kultur in ihren Beziehungen zu Judentum u. Christentum (Tübingen, 1907); SOLTAU, Das Fortleben des Heidentums in der altchristl. Kirche (Berlin, 1906); DE JONG, Das antike Mysterienwesen (Leiden, 1909); CLEMEN, Religionsgeschichtl. Erklärung des Neuen Testaments (Giessen, 1909).
Sobre las relaciones entre los obispos y los sacerdotes en la Iglesia primitiva, consultar: KURZ, Der Episkopat der höchste vom Presbyterat verschiedene Ordo (Viena, 1877); HATCH, The Organization of the Early Christian Churches (2a ed., Londres, 1882); SMITH AND CHEETHAM, Dict. of Christ. Antiq., s.v. Priest; SCHULTE-PLASSMAN, Der Episkopat ein vom Presbyterat verschiedener, selbständiger und sakramentaler Ordo (Paderborn, 1883); LONING, Die Gemeindeverfassung des Urchristentums (Halle, 1889), cf. Hist. Jahrb. der Görresgesellschaft, XII (1900), 221 sqq.; SOBKOWSKI, Episkopat und Presbyterat in den ersten christl. Jahrhund. (Würzburg, 1893); GOBET, L’origine divine de l’episcopat (Fribourg, 1898); DUNIN-BORKOWSKI, Die neueren Forschungen über die Anfänge des Episkopats (Freiburg, 1900); MICHIELS, L’origine de l’épiscopat (Louvain, 1900); WEIZSéCKER, Das apostolische Zeitalter der christl. Kirche (3a ed., Leipzig, 1902); BRUDERS, Die Verfassung der Kirche von den ersten Jahrzehnten der apostolischen Wirksamkeit bis zum Jahre 175 nach Chr. (Mainz, 1904); KNOPF, Das nachapostolische Zeitalter (Leipzig, 1905); BATIFFOL, L’église naissante et le Catholicisme (2a ed., Paris, 1908); HARNACK, Entstehung und Entwickelung der Kirchenverfassung und des Kirchenrechts (Leipzig, 1910). Para el tratamiento especial de los conceptos de San Jerónimo, consultar: BLONDEL, Apologia pro sententia Hieronymi de episcopis et presbyteris (Amsterdam, 1646); KOENIG, Der katholische Priester vor 1500 Jahren: Priester und Priestertum nach Hieronymus (Breslau, 1890); SANDERS, Etudes sur S. Jérome (Paris, 1903), 296, sqq.; TIXERONT, Hist. des dogmes, II (Paris, 1909). On clerical training see bibliography under SEMINARY.
SOBRE LOS BENEFICIOS DEL SACERDOCIO CATÓLICO: Para la literatura de las distintas ramas de la actividad eclesiástica y clerical en el desarrollo de la civilización deben consultarse las voces especiales, por ejemplo, MISIONES, COLEGIOS, UNIVERSIDADES, etc. Aquí sólo se mencionan unas pocas obras. De carácter general: BALMES, Der Protestantismus verglichen mit dem Katholizismus in seinen Beziehungen zur europäischen Civilisation (Ratisbon, 1844); GUIZOT, Hist. de la civilisation en Europe (Paris, 1840); LACHAUD, La civilisation ou les bienfaits de l’eglise (Paris, 1890); LILLY, Christianity and Modern Civilization (Londres, 1903); Christ and Civilization, a Survey of the Influence of the Christian Religion upon the Course of Civilization (Londres, 1910); DEVAS, Key to the World’s Progress (2a ed., Londres, 1908); HETTINGER, Apologie des Christentums, V (9a ed., Freiburg, 1908); EHRHARD, Kathol. Christentum u. moderne Kultur (2a ed., Mainz, 1906), (cf.); SADOC SZALO, Ehrhards Schrift etc., ein Beitrag zur Klärung der religiösen Frage der Gegenwart (Graz, 1909); CATHREIN, Die kathol. Weltanschauung in ihren Grundlinien mit besonderer Berücksichtigung der Moral (2a ed., Freiburg, 1910).
Special works are: SCHELL, Der Katholizismus als Prinzip des Fortschritts (7a ed., Würzburg, 1909); PESCH, Die soziale Befähigung der Kirche (2a ed., Berlin, 1897); DE CHAMPAGNY, La charité chrétienne dans les premiers siècles (Paris, 1856); COCHIN, L’abolition de l’esclavage (Paris, 1862); MARGRAF, Christentum u. Sklaverei (1865); RATZINGER, Gesch. der kirchl. Armenpflege (Freiburg, 1868); SCHAUB, Die Kathol. Charitas u. ihre Gegner (Freiburg, 1909); MONTALEMBERT, The Monks of the West (tr. Boston, 1872); WHEWELL, Hist. of the Inductive Sciences (Londres, 1847); WISEMAN, Science and Religion (Londres, 1853); MAITRE, Les écoles de l’Occident (Paris, 1858); WEDEWER, Das Christentum u. die Sprachwissenschaft (1867); ROSCHER, Principles of Pol. Economy (tr. New York, 1878); SECRETAN, Civilisation et croyance (Lausanne, 1882); DAHLMANN, Die Sprachkunde u. die Missionen (Freiburg, 1891); LILLY, Christianity and Modern Civilisation (Londres, 1903); PAULSEN, Gesch. des gelehrten Unterrichts (2 vols., Berlin, 1896); KNELLER, Christianity and the Leaders of Modern Science (tr. St. Louis, 1911); MöLLER, Nik. Kopernikus. Der Altmeister der neueren Astronomie (Freiburg, 1898); POHLE, P. Angelo Secchi, ein Lebens-u. Kulturbild (2nd ed., Cologne, 1904); WILLMANN, Gesch. des Idealismus (3 vols., Brunswick, 1908); ILGNER, Die volkswirtschaftl. Anschauungen des hl. Antonin von Florenz (Breslau, 1904).

J. POHLE
Trascrito por Robert B. Olson
Ofrecido a Dios Omnipotente por el padre Jeffrey A. Ingham y todos los padres de Nuestra Santa Iglesia Católica de Nuestro Santo Señor
Traducido por Rosario Camacho-Koppel
www.catholicmedia.net

Enlaces internos

[1] Sacerdote

[2]Órdenes anglicanas.

[3] Ordenación Anglicana: inválida

[4] Ordenación Anglicana: Origen de la invalidez.

[5]Ordenación Sagrada de la mujer:Absurdo, Desmán, Aberrante, Abominación y Sacrilegio.

[6]Ordenación Sagrada de una mujer: contraria a la Tradición Apostólica.

[7] Ordenación Sagrada de una mujer: Declaración Inter insigniores

[8] Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis del Papa Juan Pablo II sobre la ordenación sacerdotal reserbada sólo a los hombres.

[9]Ordenación Sagrada de una mujer. Decreto General.

Fuente: Enciclopedia Católica