REFORMA

[770]

Proceso de cambio en las formas de pensar y de actuar, con miras a un mejor comportamiento ante Dios y ante los hombres.

Así­ se entiende la reforma de vida en los ambientes y conceptos ascéticos del cristianismo, del mismo modo que se entiende por deformación el deterioro que se sigue al abandono de las formas correctas de comportamiento.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

SUMARIO: I. Rechazo de la teologí­a natural por los reformadores del s. XVI.-II. Discurso antimetafí­sico sobre Dios y funcionalismo soteriológico.-III. Problemas de la doctrina reformadora sobre Dios: 1. ¿Dualismo operativo intradivino?; 2. La tentación del monofisismo; 3. La ‘theologí­a’, discurso sobre Dios, desde Dios.

1. Rechazo de la teologí­a natural por los reformadores del s. XVI
El Vaticano Isancionó la posibilidad del conocimiento natural de Dios (DS 3004), resultado de la capacidad cognitiva del hombre y de la revelación natural. San Agustí­n formuló la idea de un acceso interior a Dios e influyó ampliamente en Occidente. La alta Escolástica se ocupó del acceso a Dios aplicando la lógica del pensamiento a la idea de Dios (argumento ontológico de san Anselmo), y el principio de causalidad al origen divino del mundo creado (ví­as de santo Tomás). La teologí­a natural, antes que objeto de la crí­tica de Kant, lo fue de la crí­tica de la R. Santo Tomás necesita probar la existencia de Dios para poder hacer teologí­a, ya que la proposición «Dios existe» no es evidente para el conocimiento finito (SumTh I, q.l, a.l), pero tal cuestión no es del interés de Lutero, que no pregunta por ella, sino por un Dios misericordioso, vinculando de esta forma la experiencia de Dios al problema de la salvación.

En la inquisición de un deus salutaris la razón «natural» está llamada al fracaso. Lutero y Calvino no niegan un conocimiento natural de Dios, ni otros reformadores tampoco. Lutero habla del conocimiento de Dios elaborado por la razón, la conciencia moral y la ley. Calvino funda en él la existenciauniversal de la religión (Inst. I, 3, 1), de la cual da testimonio la misma idolatrí­a (Inst., I, 4, 1). Lo que niegan ambos es el valor de este conocimiento de Dios para la salvación, la aplicación de la razón a la fundamentación de fe, principio de la justificación; separando radicalmente la cogitatio de la intelligentia fidei: la meditación y penetración racional de la fe, porque el hombre no puede concebir el misterio divino, no es capax divinitatis (WA 39 I 217,9). Sin embargo, esto no es posible a la hora de establecer el juicio sintetizador del conocimiento finito que nos conduce a la creencia, en el cual convergen libertad y gracia, sin dejar de ser la gracia la que hace la fe (gratia, quae facit fidem). Por eso, al lado del conocimiento no salutí­fero de Dios, los reformadores colocaron la revelación como ví­a única a la salvación. La razón sabe ciertamente de un deus absolutus, in sua maiestate nudus, speculatus et vagus (WA 40 II 329.386), pero nada puede saber de su designio salví­fico’. Radica aquí­ una importante contradicción, ya que es imposible preguntar en modo alguno por la salvación sin idea alguna de ella. De forma que es imposible sustraerse de hecho al conocimiento que la historia de la salvación ha supuesto para el hombre que sabe de Dios. La experiencia de Dios es para Lutero experiencia de la voluntad impositiva divina, de su ley (cognitio dei generalis seu legalis), que el hombre no puede cumplir sin saber si Dios -que es suficientemente poderoso y bondadoso para ayudarle- querrá hacerlo, cosa que sólo saben los cristianos por la revelación divina (cognitio dei propia seu evangelica) (WA 40 I, 607, 28). Lutero tropieza con la dificultad de sostener ambas modalidades del conocimiento de Dios, excluyendo la predicación de atributos sobre la esencia divina que elaboró la ontoteologí­a cristiana, de los Padres a la alta Escolástica; predicación en la que convergen razón y revelación, y en la que es de primera importancia la aplicación al discurso sobre Dios del principio de la analogí­a del ser. La experiencia terrorí­fica de la ley como amenaza del Dios enojado contra el pecador no se debe sólo a la función de la razón que predica de Dios como instancia transcendente de la conducta humana, sino a la experiencia teológica de la ley, que sin embargo no es ajena a la misma indagación de la razón.

No se hará justicia a la doctrina de la R. sobre Dios, si no se tiene en cuenta que plantea el acceso a Dios en relación a la cuestión de la salvación; y por tanto consciente del status antropológico del hombre caí­do ante Dios, a cuyas facultades afecta radicalmente el pecado, y por eso también a su capacidad cognoscitiva. Es éste un dato que la doctrina católica no soslaya y también el Vaticano I reconoce, no sustituyendo la posibilidad dada a la razón de acceder a Dios por la necesidad de tal conocimiento y advirtiendo que la razón de esta afección que padece el entendimiento llevó a Dios en su infinita sabidurí­a y bondad a manifestarse mediante la revelación sobrenatural en Cristo (DS 3004; cf. Vaticano II: DV nn. 3 y 6). Para Lutero, que difí­cilmente salva un cierto dualismo intradivino, esta destrucción culpable de la razón la inutiliza teológicamente, por lo cual debe ser sustituida por la fe, principio unificador de la doble imagen de Dios: la queobtiene de él la experiencia del pecador (deus irae) y la que obtiene el que fí­a en la cruz de Cristo (deus misericordiae, deus pro nobis). La fe es instancia única de acceso al objeto de la teologí­a: Dios en Cristo, en su Palabra (in verbo suo, in homine Christo).

Conocer, empero, a Cristo exige penetrar las larvas y máscaras de su humanidad, donde se oculta su divinidad, de las cuales máxima expresión es la cruz. El reformador opone una theologia crucis a la theologia gloriae de los papistas, porque no es practible una teologí­a que pretenda aprehender las cosas invisibles de Dios por lo creado, porque los verdaderos exteriora dei: la pasión y la cruz, sólo son permeables a la sola fe (Dis.Heid. [1918]: WA 1, 361-364). Sólo la fe pasa de esta suerte del deus absconditus al deus revelatus. Calvino objetiva quizá con mayor fuerza que Lutero la presencia de Dios en su palabra registrada en la Escritura, haciendo del axioma sola Scriptura instancia metodológica total de su sistema teológico. El objeto de la teologí­a es Dios en su palabra contra las imágenes idolátricas de Dios que se hace el hombre llevando la religión a la corrupción.

II. Discurso antimetafí­sico sobre Dios y funcionalismo soteriológico
De acuerdo con Lutero, Melanchton formula el principio de mediación cristológica de todo conocimiento de Dios: hoc Christum cognoscere beneficia eius cognoscere 2, no por la posibilidad de llegar a conocer la esencia divina sino por la de conocer cuanto Dios hace por nosotros. Melanchton sacrifica la Trinidad inmanente en aras de la Trinidad económica, volviendo de esta forma a la unidad entre el sermo de Deo theolgicus y el sermo de beneficiis Christi, que Abelardo habí­a separado al aplicar la razón a la inteligencia de la fe. Se habla así­ del funcionalismo soteriológico de la teologí­a de la R. Sin embargo, si no es posible separar el ser del obrar, tampoco la Trinidad inmanente de la económica. Más que superarla, la theologia integra en sí­ la oikonomí­a (transcendiéndola en el sentido de la Aufhebung del hegelianismo), ya que la teologí­a cristiana comienza con la asimilación del sermo de Christo al sermo de Deo, sin duda con los Padres alejandrinos y las primeras especulaciones sobre el Logos. Jesucristo, efectivamente, es «la más alta y definitiva afirmación que Dios hace de sí­ mismo, en todo cuanto Dios es, hace y dice»3, pero la reducción del discurso sobre Dios al discurso sobre Cristo diluye en la cristologí­a la doctrina trinitaria, y su funcionalización al servicio de la soteriologí­a termina por hacer de la teologí­a mera antropologí­a. En este sentido, la teologí­a transcendental de la subjetividad humana (Bultmann, pero también Rahner), que implica hacer teologí­a sólo como antropologí­a teológica, es sin duda deudora de la R.; y, aunque se adentre en la metafí­sica, sólo con dificultad evita cierta funcionalización del discurso teológico, que aparece como discurso sobre el hombre y su destino eterno.

Calvino acentúa la doctrina sobre la predestinación para salvaguadar la soberaní­a divina, y hace de la revelación el principio de toda comprensión del misterio y acción divinos, lo que sólo es posible por la fe en la obra redentora de Cristo. Entre los calvinistas ramistas (influidos por Pedro Ramos) de la R. suiza, Bullinger se opuso con el mayor vigor a un discurso metafí­sico sobre Dios y sostuvo la inescrutabilidad de Dios, inaccesible incluso en la humanidad de Cristo, sólo conocido por la fe. Spiritus invisibilis y essentia inmensa, Dios no es accesible más que en su palabra, puerta de entrada a Cristo según el Espí­ritu, no según la carne, razón para prohibir toda imagen de Dios incluida la que representa a Cristo. Bullinger va más allá de Zuinglio, al que ve demasiado hipotecado en una concepción metafí­sica de Dios y de la doctrina de las dos naturalezas de Cristo, para subrayar por su parte el valor soteriológico de la obra del Salvador y Mediador único. Los atributos que la lógica, no la metafí­sica, aplica a Dios son aquellos que dimanan de sus operaciones ad extra: todopoderoso creador, redentor, justo juez y consumador, bajo cuya providente soberaní­a está la vida del hombre y el orden del mundo, que es regido por su designio eterno.

La teologí­a de la R. corre pareja no sólo de la soteriologí­a, esto es, de la explanación del propter Christum, sino muy principalmente de la doctrina sobre la gracia, de ahí­ que la pneumatologí­a que desarrolla sea asimismo pareja de la distinción que, en general, los reformadores hacen entre justificación y santificación. La primera acaece por la fe, verdadera insitio in Christo para Calvino; y es condición de la segunda, y ambas «operación secreta del Espí­ritu» (Inst. III). Lutero por su parte hablará del «trueque feliz» y del admirabile commercium entre Cristo v el alma(WA 7, 25-26), principio regenerador de la justicia imputativa de la justificación, que abre a la acción santificadora del Espí­ritu. A. Osiander (+1524), abandonando el carácter forense de la justificación que sostuvieron Lutero y Melanchton -aunque la investigación tienda a revisar en parte esta visión de la teologí­a luterana-, se aparta de ellos y de Calvino, para acentuar la obra regeneradora del Espí­ritu. La teologí­a de la gracia es el lugar propio del desarrollo de la mí­stica de la inhabitación divina en el justo, que condujo a la doctrina de J. Bóhme (+ 1624) como «renacimiento de Cristo» en el alma del justificado y obra del Espí­ritu, desarrollada después por las corrientes espiritualistas del s. XVII y por el pietismo de la Universidad de Halle. De este último se separa el «pietismo integrado» de Zinzendorf, Bengel y Oetinger en el s. XVIII, atento también a la acción de Dios en la «exterioridad de la historia», marco de la divina oeconomia, y del acceso a Dios desde la creación y el desenvolvimiento de la historia hacia al juicio final.

Con todo, tanto dentro del luteranismo como del calvinismo surgieron ya desde el s. XVI corrientes que se inscriben en el movimiento más amplio de la llamada Ortodoxia protestante, de los ss. XVI y XVII. Incorporaron el instrumental filosófico de la tradición aristotélico escolástica a la reflexión teológica, al menos en orden a la sistematización mediante el procedimiento discursivo de la razón lógica, como fue el caso del aristotelismo calvinista de Jerónimo Zanchi y Teodoro Beza, entre otros. Entre los nombres más destacados de la Ortodoxia luterana hay quemencionar el de Juan Musdeus (+ 1681), que recuperó y extendió la teologí­a natural, y aunque impidió en décadas la práctica del cartesianismo en la teologí­a luterana, trazó el puente hacia el racionalismo que desembocó en el movimiento de la Noologí­a del s. XVIII. También Jorge Calixto (+ 1656), que entendió la teologí­a (por diferencia con la fe) como penetración racional del dato revelado, matizando la tesis de la Ortodoxia protestante antigua (Altorthodoxie), la cual ve en la Escritura el principio único y fundante de la teologí­a, ligado a la teorí­a de la inspiración como dictado verbal U. Gerhard, M. Chemnitz, J. Quenstedt).

III. Problemas de la doctrina reformadora sobre Dios
1. ¿DUALISMO OPERATIVO INTRA-DIVINO? El dualismo luterano de la experiencia de Dios no deja de amenazar la concepción de la unidad divina (L. Pinomaa, W. von Lówenich), más lograda por el acto de fe que por la realidad de Dios en su objetiva verdad. El deus absconditus se revela en Cristo y éste sólo es acceso a Dios para la fe, única capaz de penetrar en la humanidad del Verbo oculto en ella. No sólo la soteriologí­a luterana prima la divinidad, por cuya virtud acontece la redención del hombre, sino que la oculta verdad de Cristo se hace objeto de la fe para, de esta forma, alcanzar en ella cognitivamente al deus salutaris. Toda la «mundanidad» de Dios es instrumentalmente concebida al servicio de la salvación. Este dualismo dificulta la explanación especulativa de la Trinidad que Lutero confiesa sin vacilar porque la Escritura la atestigua. Los reformadores en general siguen a san Agustí­n al defender la unidad de operaciones en Dios (opera ad extra sunt indivisa), que Lutero explica porque las personas quedan integradas, más allá de su distinción, en su consustancial divinidad’. Las personas son consideradas en la reciprocidad de relaciones que entre ellas se dan.

2. LA TENTACIí“N DEL MONOFISISMO. 1. Los reformadores: Congar considera que es un riesgo de la teologí­a luterana el monofisimo por el cual Lutero atribuye la acción salví­fica a la divinidad de Cristo, sin acentuar de forma justa la función mediadora de su humanidad en la obra redentora, de forma que la soteriologí­a protestante estarí­a condicionada, igual que la teologí­a de la gracia, por esta «querencia monofisita» que encuentra expresión en los sola de la R. Por su parte, Calvino pone gran énfasis en la doctrina trinitaria y cristologí­a tradicionales, y acentúa la función mediadora de Cristo y la convergencia de divinidad y humanidad plenas en él. En su teologí­a, empero, se compadece mal este énfasis en la soteriologí­a con el que pone en la doctrina de la predestinación. Por eso hay que preguntar si la tendencia al monofisismo no es más’ que un problema fundamentalmente luterano, un problema de la doctrina antropológica de la R., que condiciona la doctrina sobre Dios.

2. El neoprotestantismo y la teologí­a liberal: En la medida en la que la modernidad puso en crisis el concepto de revelación sobrenatural y la concepcióntrinitaria de Dios, la teologí­a reformadora -que habí­a superado las desviaciones del unitarismo y antitrinitarismo de la época de la R. (cf ecumenismo) se vió amenazada por el programa des-dogmatizador iniciado por el neoprotestantismo de Schleiermacher y por la teologí­a liberal. Se pretendí­a la superación de la dogmática trinitaria mediante la reducción de la cristologí­a dogmática a la prototí­pica. A. von Harnack, en La esencia del cristianismo, ve en Jesús esta objetivación prototí­pica de lo humano, haciendo de él modelo de actitud ante Dios, punto de partida de la dogmática de la filiación divina de Jesús como el Hijo eterno. Harnack hace del dogma cristiano el resultado de la helenización de la predicación de Jesús por la Iglesia antigua. Se suma a ello la propuesta de E. Troeltsch, que ve en Jesús la concreción histórica de la conciencia de Dios en su más alto grado, abierta a su misma superación en la historia, tesis definitoria de su postura relativizadora del dogma trinitario.

3. LA ‘THEOLOGIA’ Sí“LO ES POSIBLE COMO DISCURSO SOBRE DIOS DESDE DIOS EN SU PALABRA. De lo dicho se desprende que la resistencia de la R. del s. XVI, y del protestantismo en general después, a la teologí­a natural dificulta el diálogo de la fe con la racionalidad ilustrada. K. Barth, partidario de la autofttndamentación de la fe, radicaliza el principio reformador solus Deus, sola gratia, sola Scriptura, para evitar toda imagen de Dios proyectada por el hombre y polemiza con E. Brunner». La teologí­a barthiana ha sido vista con razón como teologí­a transcendental de la subjetividad de Dios’, a la que se atribuye la explanación conforme a la Escritura de la concepción de Dios derivada de la revelación de Cristo, cuya divinidad, en contra de Schleiermacher, halla explicación en la Trinidad, «principio dogmático estructural» de la teologí­a. La imagen de Dios se desprende de su libérrima acción soberana como sujeto salví­fico de la historia. La teologí­a no puede ser para Barth otra cosa que discurso sobre Dios en su palabra, porque sólo la palabra divina es lugar único de acceso a Dios. La teologí­a que por método ha de ser siempre scientia fidei, no llega a ser para la R., por razón del objeto, verdadera scientia de Deo, como pensó santo Tomás y piensa hoy W. Pannenberg, sino saber sobre la palabra divina. Este último ve en la historia el lugar de la presencia de Dios, que hace posible su conocimiento por parte del hombre.

E. Jüngel, por el contrario, quiere hacer del silencio de Dios en el mundo la posibilidad dada al hombre para oí­r su revelación; y hace de la analogí­a de la fe el principio de la explanación teológica del misterio divino mediante el lenguaje de la cruz. Se queda más del lado de Barth que del de P. Tillich, quien partiendo de la relación ontológica entre conocimiento y ser postula la identificación de Dios con el «poder del ser» o «ser en sí­», transcendente al ser en su finita realidad. Este no puede predicarse de Dios porque eso significarí­a caer en un monoteí­smo monárquico, en el que Dios quedarí­a subsumido bajo la noción del ser; considera, empero, necesaria una predicación simbólica sobre Dios, basada justamente en la analogia entis. Mientras, Moltmann ha modificado el modo de entender la palabra revelada por su relación con la movilidad de la historia. Ve en ella «palabra de promesa», garantizada por la resurrección de Cristo, lugar donde el misterio divino se desvela. La historia trinitaria de Dios no se hace (como en el hegelianismo), sino que acontece como expresión ad extra de la vida intradivina; e incluye la cruz de Jesús como mediación de la manifestación al hombre de su divino misterio, tornándolo capaz de movilizar la historia hacia su desenlace escatológico. La teologí­a se hace para el teólogo reformado scientia spei.

[ -> Agustí­n, san; Analogí­a; Anselmo, san; Antropologí­a; Atanasio, san y Alejandrinos; Atributos; Barth, K; Biblia; Concilios; Conocimiento; Cruz; Dualismo; Ecumenismo; Escolástica; Espí­ritu Santo; Experiencia; Fe; Filosofia; Gracia; Hegelianismo; Hijo; Inhabitación; Jesucristo; Kant; Lógica trinitaria; Logos; Misterio; Mí­stica; Monoteí­smo; Padres (griegos y latinos); Personas divinas; Predestinación; Rahner, K; Revelación; Salvación; Teologí­a natural; Teologí­a y economí­a; Tomás de Aquino, sto.; Transcendencia; Trinidad; Unidad; Unitarianismo; Vaticano II; Ví­as.]
Adolfo González Montes

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Esta palabra se usa a veces en sentido muy restrictivo para hablar sólo de la Reforma protestante, pero el concepto de reforma incluye además las otras muchas reformas que han aparecido durante la historia de la Iglesia.

Puede decirse con toda justicia que la reforma pertenece a la esencia misma y a la naturaleza de la Iglesia, en cuanto que la Iglesia comienza con la misión de Jesucristo, cuya primera proclamación fue una invitación a la conversión y al cambio de vida a la luz de la venida del Reino de Dios (Mc 1,14-15 y par.). La predicación y las acciones propias de Cristo se referí­an a menudo al perdón del pecado y a la transformación de la vida humana (Mc 2, 1 – 12; Lc 15). El confió a los discí­pulos la misión de continuar su ministerio transformador y reformador (Lc 10,1-20). El sermón de la montaña (Mt 5-7) propone un cambio profundo y penetrante que llega a alcanzar los pensamientos y las motivaciones de todos los discí­pulos de Jesús. Este tema encuentra también su expresión en los escritos de Pablo: «No os conforméis con la mentalidad de este siglo, sino transformaos renovando vuestra mente, para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno, agradable a él y perfecto» (Rom 12.2; cf. Ef4,20-24; Col 3,10).

La historia de la Iglesia es una historia de muchos y diversos movimientos de reforma. El libro de san Cipriano, De lapsis, escrito poco después de la persecución de Decio del 250-251, propone un arduo perí­odo de reforma y penitencia a los que habí­an acatado el edicto de sacrificar a los dioses del Imperio. El largo desarrollo del sacramento de la penitencia, desde el perí­odo primitivo de la confesión pública y entrada en el orden de los penitentes, hasta el posterior desarrollo de la confesión privada y la exigencia del concilio 1V de Letrán (1215) de que todos los católicos confesaran sus pecados al menos una vez al año, es solamente una ilustración del modo en que se encarnó la reforma dentro de la vida de la Iglesia. Se puede hablar también justamente de reformas teológicas. litúrgicas y monásticas que tuvieron 1ugar en los diversos siglos y que aportaron cambios positivos a la vida de la comunidad. Muchos movimientos que con el tiempo fueron designados como herejí­as, como el donatismo o el novacionismo en la época patrí­stica, o los cátaros y los seguidores de Joaquí­n de Fiore y los franciscanos espirituales de la Edad Media, empezaron como movimientos de reforma que sucesivamente fueron insistiendo en ciertas doctrinas o prácticas en las que se veí­an comprometidas a veces otras verdades y valores cristianos perfectamente legí­timos. La historia de los concilios de la Iglesia, locales y generales, es una historia de reforma.

La Reforma protestante presenta una nueva dimensión de la reforma cuando, además de los temas del retorno a la pureza de la primitiva Iglesia y de la renovación moral, surgieron muchas posiciones doctrinales, relativas a Cristo y a la Iglesia, que se unieron para formar lo que el teólogo protestante P. Tillich (1886-1965) ha llamado «el principio protestante». El principio protestante afirma el señorí­o único de Cristo: nada de lo que sea puramente humano puede recibir aquella fidelidad absoluta que pertenece solamente a Dios y solamente a Cristo. Absolutizar lo que es meramente relativo es una forma de idolatrí­a. Aplicando estos principios a la Iglesia, el protestantismo afirma que ésta tiene siempre necesidad de reforma (Ecclesia semper reformanda), siempre está abierta a la corrección por invitación de la palabra profética de Dios.

La soberaní­a de Dios y de Cristo, por una parte, y la fragilidad de todo lo que es humano, incluida la Iglesia, por otra, son los fundamentos doctrinales de este principio protestante de la reforma continua.

Sin embargo, serí­a ingenuo considerar simplemente a todas las comunidades protestantes como «reformadas» y a la Iglesia católica (o a la ortodoxa, en este mismo marco) como «no reformada». La reforma protestante no se debió siempre a una reforma genuina; uno de sus resultados fue de hecho la escandalosa multiplicación de las divisiones. Por otra parte, se puede hablar de una «reforma católica»), de una renovación clerical, litúrgica, religiosa y espiritual, como consecuencia del concilio de Trento (1545-1563) y de la aparición de un gran número dé santos, de comunidades religiosas y de misioneros dentro del catolicismo en los años siguientes a la Reforma protestante.

Dentro del protestantismo se pueden señalar las renovaciones asociadas al pietismo y al metodismo como intentos de renovar el fervor de los cristianos dentro de las comunidades que surgieron en la época de la Reforma.

El concilio Vaticano II marca una nueva época en la autocomprensión católica a propósito del tema de la reforma. El mismo concilio era fruto de la reforma litúrgica y de la renovación de los estudios patrí­sticos y bí­blicos.

Además, el concilio adoptó una nueva posición frente al mundo: no habí­a que condenar simplemente al mundo, sino verlo más bien como un interlocutor de la Iglesia, del que la Iglesia tení­a también algo que aprender. Aggiornamento fue la palabra que se usó para describir este nuevo tipo de reforma. Esto significa que la Iglesia tení­a que cambiar a la luz de los signos de los tiempos. El concilio Vaticano II dio comienzo a una serie de reformas, como las relativas a la liturgia, al episcopado, a la Iglesia local, a los estudios de teologí­a, a las diversas estructuras eclesiales y al derecho canónico, que tuvieron una amplia influencia en la renovación de la vida eclesial. El concilio habla directamente de reforma de la Iglesia en numerosos lugares, prefiriendo normalmente usar la palabra «renovación» más bien que la de «reforma». En primer lugar, encuadra la reforma en el contexto de la vocación universal a la santidad en la Iglesia (LG 39-42). Refiriéndose al famoso pasaje de san Agustí­n, los obispos escriben: «y puesto que todos cometemos fallos en muchas cosas (cf. Sant 3,2), tenemos continuamente necesidad de la misericordia de Dios y debemos rezar todos los dí­as: «Perdona nuestras ofensas» (Mt 6,12″) (LG 8, 9, 15, 48).

El Decreto sobre el ecumenismo se ocupa de manera particular de la cuestión de la reforma. Reconoce ante todo que también los católicos son parcialmente responsables de las divisiones entre los cristianos y prosigue subrayando la importancia de la renovación y de la conversión del corazón como aspectos necesarios para restablecer la unidad (UR 4,6-7). El concilio afronta también directamente el principio protestante de la reforma: «Cristo llama a la Iglesia peregrinante a una perenne reforma que necesita siempre por lo que tiene de institución humana y terrena, para que a su tiempo se restaure recta y debidamente todo aquello que, por diversas circunstancias, se hubiese guardado menos cuidadosamente, en las costumbres, en la disciplina eclesiástica o en el modo de presentar la doctrina, que se debe distinguir cuidadosamente del depósito mismo de la fe» (UR 6).

De esta manera la Iglesia católica acepta en lí­neas generales los elementos fundamentales del principio protestante, es decir, que ninguna realidad puramente humana puede recibir el lugar que corresponde a Dios y que la Iglesia está necesitada de una continua reforma. Aparece una diferencia significativa en la insistencia católica sobre la santidad de la Iglesia, tal como la profesa el concilio de Nicea, y sobre la fe en que algunos elementos de la vida eclesial han sido establecidos por Dios mismo (iure divino) y no están sujetos por tanto a alteración alguna en sus aspectos esenciales, Yves Congar ha afirmado que una verdadera reforma de la Iglesia debe tender con paciencia y con amor hacia aquella renovación positiva que respete siempre aquello que ha sido establecido por Dios por encima de todo.

W Henn

Bibl.: Y Congar. Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia, Institutos dé estudios polí­ticos, Madrid 1973; A. Laurentin, La apuesta del concilio, Madrid 1963; j A, Estrada, La Iglesia: identidad y cambio, Cristiandad, Madrid 1985; P Oamboriena, Fe católica e iglesias y sectas de la Reforma, Razón y Fe, Madrid 1961.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

A. NOMBRES 1. diorthoma (diovrqwma, 1356), significa reforma, corrección, enmienda, lit. rectificación (dia, a través; orthoo, hacer recto). En Act 24:2, lit. «reformas son efectuadas (o tienen lugar, lit. «vienen a ser»)», la VM traduce «reformas son efectuadas»; Besson: «reformas haciéndose»; LBA: «se están llevando a cabo reformas». RV y RVR traducen «muchas cosas son bien gobernadas», lo que se corrige en RVR77 a «muchas reformas son realizadas». En algunos textos aparece el sinónimo katorthoma.¶ Cf. diorthosis, véase Nº 2. 2. diorthosis (diovrqwsi», 1357), en sentido propio, rectificación (dia, a través; orthos, recto; cf. diorthoma en Act 24:2; véase Nº 1), denota una «reforma» o acto de reformación (Heb 9:10); este término tiene el significado bien: (a) de una correcta disposición, ordenación correcta, o bien, más generalmente, (b) de restauración, enmienda, volver a hacer bien. Lo que aquí­ se indica es un tiempo en el que lo imperfecto, lo inadecuado, quedará suplantado por un mejor orden de cosas, y de ahí­ el significado (a) parece el correcto; así­, se tiene que distinguir del de Act 24:2 (véase Nº 1 ya mencionado).¶ Este término se utiliza en los papiros en el otro sentido de la rectificación de cosas, ya bien mediante pagos, bien por una forma de vivir. B. Verbo metamorfoo (metamorfovw, 3339), se traduce «reformaos» en Rom 12:2 (RV; RVR: «transformaos»). Véase TRANSFIGURAR.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

En su connotación eclesiástica, Reforma indica la remoción de los abusos y la reordenación de los asuntos en la iglesia en conformidad con la Palabra de Dios. En cuanto a ejemplos bíblicos, cf. las reformas bajo Ezequías (2 R. 18:1–8) y Josías (2 R. 23:4–20). Históricamente, la palabra Reforma se refiere a la renovación de la iglesia ocurrida en el siglo dieciséis por la revitalización proveniente de su fuente en la Palabra. Schaff, en forma correcta, consideraba la Reforma como el «acontecimiento más grande de la historia después de la introducción del cristianismo. Marca el fin de la Edad Media y el comienzo de los tiempos modernos. Partiendo desde la religión, dio—directa o indirectamente—un poderoso impulso a todo movimiento que significó progreso, y convirtió al protestantismo en la principal fuerza impulsora en la historia de la civilización moderna» (History of the Christian Church, Scribners, Nueva York, 2a edición, 1916, Vol. VI., p. 1).

Aunque hubo defensores de la Reforma antes del siglo dieciséis y protagonistas notables durante la lucha misma, la Reforma se debió al testimonio de un solo hombre. Se ha dicho que Lutero, sin la Reforma, dejaría de ser Lutero. Lo inverso también es válido. La experiencia espiritual de Lutero era un microcosmos. Su búsqueda interior de la salvación equivalía a los dolores de parto de una nueva era cristiana. El descubrimiento que hizo, en la Biblia abierta, de un Dios misericordioso que no es estorbado por la mediación del sacerdote ni por presuposiciones filosóficas, representa la esencia de la Reforma Protestante.

Fue una reforma, no una revolución. Se preservó la continuidad de modo que los reformadores podían con toda justicia decir que lo que parecía ser la nueva iglesia era ciertamente la antigua iglesia purificada de todas sus transgresiones y reconstituida en conformidad con la norma bíblica. Aunque se vieron involucrados factores sociales, políticos e intelectuales, fue básicamente teológica y religiosa en origen y propósito.

Se puede trazar una distinción conveniente entre Reforma magisterial (luterana, calvinista y anglicana) y reforma radical (anabaptista, espiritualista).

BIBLIOGRAFÍA

T.M. Lindsay, History of the Reformation; R.H. Bainton, The Reformation of the Sixteenth Century; W. Pauck, The Heritage of the Reformation; H.M. Gwatkin en HERE.

  1. Skevington Wood

HERE Hastings’ Encyclopaedia of Religion and Ethics

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (514). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología