REDEMPTOR HOMINIS

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Encí­clica de Juan Pablo II, del 4 de Marzo de 1979, sobre la figura de Cristo Redentor. Recoge con sentido pastoral y generoso el sentido redentor de la vida de Cristo y saca consecuencias adaptadas a diversos aspectos de la Iglesia moderna: la verdad del hombre, la situación del mundo, la misión de la Iglesia y la presencia de Cristo en la Historia.

El hombre no puede vivir sin amor. Cristo le da un ejemplo supremo muriendo por él y le salva de sus pecados.

Hermosa Encí­clica para hablar del misterio de la Redención, con una dimensión personalizante, y de la conversión con amplio sentido de gracia divina.

Texto sugestivo y profundo, sistemático, con cierto sabor juridicista en lo que a doctrina sacramental se refiere, pero con armoní­a bí­blica y eclesial, al estar centrado en la idea del amor al hombre por parte de Dios encarnado y del hombre a Dios como respuesta de fe.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

El 4 de marzo de 1979 el Papa Juan Pablo II publicaba su primera encí­clica, calificada como programática.

Está dividida en cuatro partes. En la primera, titulada «Herencia», el Papa se sitúa y sitúa a la Iglesia a finales del segundo milenio y, en la lí­nea del pontificado del Papa Pablo VI, muestra una gran confianza en el Espí­ritu de Verdad y de Amor.

En una segunda parte, titulada «el misterio de la redención», hace una relectura actualizada de lo que significa la redención desde el doble punto de vista humano y divino. Y subraya que la Iglesia tiene como misión redimir y liberar al hombre.

La tercera parte analiza la situación del hombre contemporáneo. Es muy conocida la frase de que «el camino de la Iglesia, hoy, pasa por el hombre concreto». El Papa analiza los miedos del hombre contemporáneo y se pregunta hacia dónde camina el progreso: ¿hacia la construcción o hacia la destrucción?
Finalmente, en una cuarta parte, titulada «La misión de la Iglesia y la suerte del hombre» hará hincapié en el servicio que debe prestar la Iglesia a la verdad y a la transformación de la realidad social.

BIBL. – JUAN PABLO II, Encí­clicas, Edibesa, Madrid 1995.

Raúl Berzosa Martí­nez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios «MC», Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

Primera carta encí­clica de Juan Pablo II, publicada el 4 de marzo de 1979. La RH traza un programa de todo el ministerio petrino de Juan Pablo II; en esta encí­clica se encuentran los temas que se desarrollarán posteriormente en otros muchos documentos de su magisterio.

En continuidad ideal con la encí­clica Ecclesiam suam de Pablo VI, la RH abre la mirada hacia el tercer milenio para provocar a todos los creyentes al compromiso de la evangelización. El texto se centra en el misterio de la encarnación: Jesucristo, «salvador del hombre, es centro del cosmos y de la historia» (RH 1), pero una encarnación leí­da en la perspectiva salví­fica: Jesucristo es «el redentor del mundo» (n. 8).

Pueden ser una sí­ntesis de esta encí­clica estos dos términos: la dimensión cristica como explicación plena de la dimensión antropológica. Cristo y el hombre son los dos polos sobre los que se construye el pensamiento de Juan Pablo II; él primero «se unió a cada uno de los hombres»; por esto, la misión de la Iglesia es la de hacer presente a Cristo y su verdad en cada uno de los momentos de su actividad. «Jesucristo es el camino principal de la Iglesia» (n. 13); nada ni nadie tiene que obstaculizar o impedir este camino. El segundo, el hombre, «es el camino primero y fundamental de la Iglesia» (n. 14), trazado por el mismo Cristo: por eso, la Iglesia no puede abandonar al hombre en cada una de las manifestaciones de su existencia, y a que entonces fallarí­a en la misión que le confió su fundador.

Ante los miedos y las contradicciones del hombre contemporáneo, Juan Pablo II invita a ver a la Iglesia como centinela permanente en la tarea de velar por los derechos inalienables del hombre y como guardiana de la verdad (nn, 18-í­9). El progreso económico y técnico no sirven de nada si no se respetan los derechos del hombre y la dignidad de la persona humana: ésta es la conclusión más explí­cita de la encí­clica. A la luz de los acontecimientos de 1989, este escrito de Juan Pablo II revela toda su fuerza profética.

R. Fisichella

Bibl.: Texto en MPC, 1, 865-900; R, Latourelle, Redemptor hominis, en DTF, 1109III0.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Lo mismo que Ecclesiam suam habí­a sido la encí­clica programática de Pablo VI la Redemptor hominis (RH) es el texto programático dé Juan Pablo II. Pero mientras que la Ecclesiam suam, aparecida en pleno concilio, estaba centrada en la Iglesia, la RH, publicada en 1979, está centrada en Cristo, y no sin motivo, ya que, después de quince años, el contexto histórico habí­a sido profundamente modificado. Los problemas más agudos que la Iglesia y la teologí­a tení­an que arrostrar eran los de la cristologí­a. Bajo el impulso de la RH y poco después de ella, la Comisión teológica internacional consagró las tres sesiones de 1981, 1983 y 1985 a los problemas de la cristologí­a. En efecto, los hombres de hoy se plantean la cuestión de las cuestiones: ¿Cristo es verdaderamente Dios entre nosotros en la carne y en el lenguaje de Jesús? ¿Es él el único que puede dar sentido a nuestra vida y una respuesta a nuestros problemas (soledad, alteridad, sufrimiento, mal, muerte)? ¿Puede iluminar las profundidades en que estamos y descifrar ese enigma que somos cada uno de nosotros para nosotros mismos? ¿Es Jesucristo realmente, en el sentido riguroso de la palabra, «salvador del hombre»,’la «salvación» en persona? La encí­clica RH sale al paso de estas cuestiones del hombre.

Desde sus primeras palabras la encí­clica propone a _ Cristo como «el centro del cosmos y de la historia» (n. 1), coma el redentor del hombre y del mundo (n. 7). Esta encí­clica es como la carta de la dignidad del hombre nuevo creado por la sangre de Cristo.

Por la encarnación, Dios ha entrado en la historia de la humanidad: «como hombre, se ha hecho sujeto suyo, uno entre millones, a pesar de ser el único. Por la encarnación, Dios le dio a la vida humana la dimensión que querí­a dar al hombre desde su primer instante, y se la dio de manera definitiva» (n. 1). Por la redención quedó reanudado en el Hombre-Cristo el lazo de amistad con Dios que habí­a roto el hombre Adán (n. 8). Más que ningún otro, el hombre del progreso necesita ser salvado. «El mundo de la nueva época, el mundo de los vuelos cósmicos, el mundo de las conquistas cientí­ficas y técnicas jamás alcanzadas hasta ahora» es al mismo tiempo un mundo que gime y espera, también él, la liberación (n. 8). El redentor del mundo es aquel que penetró de forma única y singular «en el misterio del hombre, entrando en su corazón» (n. 8). Juan Pablo II cita entonces la Gaudium et spes: «En realidad, el misterio del hombre no se ilumina de veras más que en el misterio del Verbo encarnado» (n. 22). Sólo Cristo, concretamente por su muerte en la cruz, revela al hombre el amor infinito que tiene el Padre por él (n. 9). «El hombre, que desea comprenderse a sí­ mismo hasta el fondo…, debe acercarse a Cristo con sus inquietudes, sus incertidumbres y hasta con su debilidad y su pecado. Debe, por así­ decirlo, entrar en Cristo con todo su ser, tiene que apropiarse y asimilar toda la realidad de la encarnación y de la redención para encontrarse a si mismo» (n. 10). Esta conciencia de la dignidad y del valor del hombre está «ligada al cristianismo» (n. 10). Y la Iglesia, que no deja de meditar el misterio de Cristo, «sabe, con toda la certeza de la fe que la redención realizada por medio de la cruz ha devuelto definitivamente al hombre su dignidad y el sentido de su existencia en el mundo» (n. 10). Familiarizarse con el misterio de la redención es el modo de alcanzar la zona más profunda del hombre, que es la de su corazón, la de su conciencia, la de su vida.

La tercera parte de la encí­clica concierne no solamente al hombre y a la condición humana en general, sino más especí­ficamente al hombre contemporáneo. En efecto, para Juan Pablo II no cabe duda de que Cristo es el camino de la humanidad a finales del segundo milenio, ya que «solamente en él se encuentra la salvación» (n. 7).

El único objetivo de la Iglesia de hoy es que «todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer el camino de la existencia en compañí­a de cada uno, con el poder de la verdad sobre el hombre y sobre el mundo contenida en el misterio de la encarnación y de la redención, y con el poder del amor que irradia de allí­» (n. 13). La solicitud de la Iglesia se dirige a conducir al hombre hacia Cristo. Por eso la encí­clica, por una parte, puede afirmar que Cristo «es el camino principal de la Iglesia, que es a su vez el camino para todo hombre» (n. 13), y, por otra parte, que el hombre es «el primer camino y el camino fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, camino que de forma inmutable pasa por el misterio de la encarnación y de la redención» (n. 14). En efecto, el Hijo del Padre, por su-encarnación y su redención, es el único camino del. hombre y de la Iglesia hacia el Padre, así­ como el hombre es el camino por donde pasa necesariamente la misión de la Iglesia de reunir y de salvar a todos los hombres» (n. 14).

El hombre contemporáneo necesita de Cristo y de su evangelio, ya que, a pesar de sus progresos técnicos, no es evidente que se haya hecho más hombre. Vive con miedo: tiene miedo de que los frutos de su técnica se conviertan en instrumentos de su destrucción. El progreso, dice la encí­clica, ¿ha hecho al hombre más «humano», más maduro espiritualmente, más responsable? ¿Las conquistas del hombre van a la par con su progreso espiritual y moral? ¿Progresa la humanidad en el egoí­smo o en el amor? La noción de progreso es muy ambigua. Para ser fiel al evangelio, la Iglesia se plantea esta cuestión, ya que su misión consiste en encargarse del hombre (nn. 15-16).

Según todas las apariencias, el mundo del progreso técnico parece estar todaví­a muy lejos de las exigencias del orden moral, de la justicia, del amor, de la «prioridad de la ética sobre la técnica, en la primací­a de la persona sobre las cosas, en la superioridad del espí­ritu sobre la materia». Porque lo esencial no es «tener más», sino «ser más». El mundo contemporáneo se parece cada vez más a una gigantesca ilustración de la parábola del pobre Lázaro y del rico epulón: contraste escandaloso de las sociedades opulentas frente a las sociedades que pasan hambre. La categorí­a del «progreso económico» no debe convertirse en el único criterio del «progreso humano». Se impone enderezar la situación; pero esto no es posible más que sobre la base de la responsabilidad moral del hombre, del respeto «a la libertad y dignidad» de cada uno (n. 16). La Declaración de los derechos del hombre no debe quedarse en «letra muerta», sino acceder a su realización en «el espí­ritu» (n. 17).

R. Latourelle

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental