RECONQUISTA

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Se entiende por tal la recuperación de algo que se habí­a perdido. Pero especialmente se relaciona el nombre con el perí­odo en que los cristianos lucharon con los mahometanos por recuperar terrenos o regiones perdidas, como aconteció en Oriente con las Cruzadas y, sobre todo, en la Pení­nsula Ibérica entre el 711 y el 1492, en que se desarrolló la oleada de invasiones y de reacciones militares que configuraron ocho siglos de Historia.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

R. es el término con el que se designa corrientemente la recuperación del territorio español invadido por los musulmanes a principios del s. VIII. La expansión de los árabes y berberiscos tuvo como consecuencia el total derrumbamiento del reino visigótico en los años 711-714. La población indí­gena en abrumadora mayorí­a se abrió a la nueva cultura como a una envidiable forma de vida de orden superior, con lo cual contribuyó decisivamente al florecimiento del califato de Córdoba, que ocupaba una posición especial en el mundo islámico. Los mozárabes, que habí­an permanecido cristianos, viví­an en coexistencia pací­fica con el ambiente islámico, sin que se llegara a un enfrentamiento ideológico digno de mención con el -> islam, como el que se habí­a producido, p. ej., en el próximo oriente. Solamente se registraron, a lo sumo, rebeliones espontáneas de grupos minoritarios (850-859, mártires de Córdoba). Sólo en el norte habí­an podido mantenerse centros de resistencia, el más conocido de los cuales se agrupó en Asturias en torno a Pelayo el año 718. Allí­ tuvo comienzo la r. Sólo en el s. IX aparece con contornos bastante definidos la idea de r. El desenlace de la disputa adopcionista habí­a quebrantado la autoridad de la sede primacial de Toledo. El norte se sentí­a entonces guardián de la tradición eclesiástica gótica, representada antes por Toledo, y en el sepulcro del apóstol Santiago se creó un nuevo centro de culto. Esta convicción se fundió luego también con la idea de un legado polí­tico de la fenecida soberaní­a visigótica. Entretanto el nordeste (Marca Hispánica) fue absorbido en el reino de los francos; la función en un principio defensiva de los condes de la región se transformó a lo largo del s. x en una posición de pura afirmación propia, y su actitud fundamentalmente defensiva se convirtió hacia 1010 en agresión permanente.

Exteriormente la r. transcurrió en tres direcciones paralelas de ataque, que arrancaban de Galicia, Asturias-León y Aragón-Cataluña, y se desarrolló en tres fases principales. En la primera, hasta los años 1000, avanzó el frente hasta el Duero; la segunda comprendió la r. de Coimbra (1064), Toledo (1085), Tarragona (1090), Zaragoza (1118), Lisboa (1147) y Tortosa (1148); en la tercera se tomaron las Baleares (1229), Valencia (1238), Córdoba (1236) y Sevilla (1248). Con la incorporación de Granada (1492) se dio remate a la reconquista.

El frente no siguió constantemente una lí­nea fija. Las acciones de los califas se limitaban las más de las veces a expediciones anuales, que a veces penetraban profundamente en territorio cristiano (Almanzor hasta Barcelona y Santiago); y por parte cristiana, después de la fragmentación del califato en pequeños reinos de taifas poco después del año 1000, con frecuencia se gastaban las fuerzas en conquistas precipitadas (1010 Córdoba, Alfonso vi hasta la costa sur de España), que pronto habí­a que volver a abandonar. Paralelamente a una cierta receptividad respecto de la civilización musulmana, se observan no raras veces en el s. x dependencias polí­ticas del califato, que a comienzos del s. xi se convierten en una preponderancia polí­tica de señorí­os cristianos sobre diferentes reinos de taifas, aunque sin poder con ello extender hacia el sur una zona de influencia de la civilización cristiana.

De aquí­ se ha concluido que la r. estuvo inspirada únicamente por motivos polí­ticos, hasta que a mediados del s. xi el pontificado reformador se puso como motor espiritual a la cabeza del movimiento de r. En 1064 se concedió una primera indulgencia, y en 1089 una segunda. Urbano II equiparó la r. a la cruzada y prohibió a los españoles participar en las cruzadas, abandonando la r. Cierto que la motivación religiosa ocupa mayor lugar en las fuentes de esta época, aunque tampoco habí­a faltado del todo anteriormente. La r. era tan polí­tica y religiosa como cualquier guerra contra los infieles en otros reinos, y como tal se mantuvo en el fondo a todo lo largo del periodo de las cruzadas. La intensificación del aspecto religioso no dio lugar entre las fuerzas del paí­s a la alternativa sin compromiso entre «conversión o muerte», sostenida por cruzados extranjeros. Por el contrario, ya al finalizar el s. xii, debido a la convicción de que era necesaria una polí­tica de colonización, se comenzó a tratar con indulgencia a la población sometida, de donde finalmente surgió la exigencia de una misión de persuasión (Ramón Llull). No se puede decir que, debido a la participación solamente periférica de cruzados extranjeros (franceses del sur, normandos, alemanes, Génova, Pisa), se infundiera a la r. un carácter de cruzada, pues las viejas posiciones del principio seguí­an al fin inalteradas en sus lí­neas fundamentales.

Cuando Inocencio III requirió a los españoles para que prestasen ayuda financiera y militar a la cruzada de Oriente, Castilla se mantuvo al margen de esta empresa de la Iglesia universal. Alfonso I de Aragón habí­a designado ya su guerra como una contribución a la liberación de Jerusalén; la corona de Aragón se serví­a más intensamente de la ayuda de los templarios y de los sanjuanistas; y Teobaldo I de Navarra habí­a sido el primer monarca español a la cabeza de un ejército de cruzados en Tierra Santa. Por su parte, las órdenes militares del paí­s, vinculadas regionalmente, actuaban preponderantemente en la mitad occidental de la pení­nsula. León desarrolló una idea de imperio cuyo significado no estaba todaví­a suficientemente claro; Castilla-León tení­a puestos los ojos en una restauración del reino visigótico.

Sin embargo, precisamente el curso que tomó la r. obstaculizó este intento. La intención de conquistar una ciudad, notificada en testamento por un monarca, daba al heredero el derecho al dominio o condominio sobre dicha ciudad, una vez conquistada. Al mismo tiempo se solicitó la protección pontificia de la dinastí­a y del reino, a fin de legalizar la autonomí­a del reino (Portugal) o de asegurarla (Navarra, Aragón, Barcelona).

A fines del siglo xii se delimitaron grandes zonas de conquista. Únicamente la restauración de la jerarquí­a eclesiástica se atení­a a la situación visigótica. Conforme adelantaba la r., a algunas sedes episcopales se confiaba el vicariato de sedes metropolitanas todaví­a no conquistadas (a Palencia el de Toledo, a Vich y Barcelona el de Tarragona), y otras sedes episcopales fueron trasladadas (Roda a Barbastro y luego a Lérida, Jaca a Huesca), en la falsa suposición de que el último obispo visigodo en el destierro habí­a continuado la serie de obispos de su antigua sede. En muchos casos no se conocí­an ya los lí­mites del obispado visigótico; esto dio lugar a disputas interminables (Palencia contra Burgos y León, Burgos contra Osma y Oviedo, Huesca contra Lérida), de las que en la primera mitad del s. xii resultó la llamada «división» de Wamba. Otra dificultad consistió en armonizar las divisiones territoriales de la organización eclesiástica visigótica con las nuevas fronteras polí­ticas; debido a esta exigencia, se produjeron en 1100 las primeras exenciones episcopales (Burgos, Oviedo, León); también se daba el caso de que un obispado debiera ser nuevamente delimitado por razón de los lí­mites polí­ticos (Sigüenza 1138). Santiago reivindicaba una posición especial por poseer el sepulcro del apóstol Santiago; habí­a tenido que defenderse contra el metropolitano competente de Braga, y desde 1088 contra el primado de Toledo; en 1095 obtuvo la exención, y en 1120 la dignidad metropolitana en lugar de Mérida, que no habí­a sido conquistada todaví­a.

El modelo visigótico fue abandonado a fines del s. xii. Unos cien años después se dejó sentir una progresiva secularización de la r. La expansión de la corona de Aragón se extendió al sur de Italia, la de los portugueses a la costa occidental de ífrica, y finalmente la de Castilla a América.

BIBLIOGRAFíA: J. Goili Gaztambide, Historia de la bula de la cruzada en España (Vitoria 1958) (recopilación de la antigua bibliografí­a) R. Franke, Die freiwilligen Martyrer von Cordova und das Verhältnis der Mozaraber zum Islam: Spanische Forschungen der Görres-Gesellschaft, Reihe 1, 13 (Mr 1958) 1-170; E. P. Colbert, The Martyrs of Córdoba (tesis Wa 1962); A. Ubieto Arteta, Los primeros años de la diócesis de Sigüenza: Homenafe a J. Vincke I (Ma 1962-63) 135448; D. W. Lomax, Las milicias cistercienses en el reino de León: Hispania 23 (1963) 29-43; idem, La Orden de Santiago, 1170-1275 (Ma 1965).

Odilo Engels

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica