PSICOLOGIA

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En terminologí­a filosófica, rama de la Filosofí­a que estudia al hombre en cuanto ser vivo original: racional, libre, consciente, según el esquema clásico de Christian Wolf, seguidor de Kant. Desde el siglo XIX se la define, con criterios más extrafilosóficos, como ciencia positiva que estudia al hombre en cuanto es capaz de producir hechos psí­quicos. Teodoro Rorschach la define como «ciencia que estudia lo procesos y estados conscientes, sus causas y efectos». Las definiciones son innumerables.

También los campos o ramas son incontables: psicologí­a humana y animal, general y especial, evolutiva y global, social e individual, polí­tica, religiosa, cultural, clí­nica, racial, etc.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. afectividad, conciencia, formación humana, libertad, persona-personalidad, verdad, voluntad)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Lectura psicológica

(-> crí­tica bí­blica, lecturas). En su conjunto, los textos bí­blicos pueden tomarse como signo de psicogénesis (de surgimiento y maduración humana), apareciendo, al mismo tiempo, como psicodrama. Más que leerlos hay que recrearlos, de manera que sus lectores lleguen a ser recreados por ellos. En esta lí­nea se están abriendo amplios campos de investigación y estudio bí­blico, de manera que la psicologí­a permite entender mejor no sólo el despliegue y sentido de algunos personajes, sino el mismo despliegue de la conciencia bí­blica. No se trata de que los exegetas tomen desde fuera una teorí­a psicológica (de Freud o Jung) para aplicarla después a la Biblia, sino de estudiar la misma Biblia como texto fundacional de Occidente (y de gran parte de la humanidad), que nos ayuda a describir y elaborar el sentido de lo humano. En esa lí­nea, la lectura psicológica de la Biblia, vinculada a otros tipos de lectura convergente (social y feminista, antropológica y religiosa), constituye uno de los retos de la exégesis del futuro.

Cf. A. Arencibia, Psicoanálisis y Biblia: el psicoanálisis aplicado a la investigación de textos bí­blicos. Universidad Pontificia, Salamanca 1994.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: I Introducción.-II. Paternidad y filiación a partir de Freud: 1. De lo clí­nico a lo sociocultural; 2. Posible lectura del modelo freudiano, hoy.-III. Jung y el tema trinitario: 1. Arquetipos y Trinidad: a. Trinidad frente a cuaternidad, b. Padre, Hijo y Espí­ritu Santo como arquetipos, c. El arquetipo de la Madre; 2. Posible lectura del modelo jungiano, hoy.

I. Introducción
¿Que hace la palabra «psicologí­a» en un Diccionario del Dios cristiano? No se trata de someter el misterio de Dios, uno y trino, a las técnicas metodológicas de la ciencia psicológica, cayendo en un burdo reduccionismo epistemológico o psicologismo. Otra cosa es que una psicologí­a de la religión no tenga nada que decir sobre cómo se vivencia y representa este misterio, por parte de los creyentes, y las posibles conductas determinadas por estas creencias, tanto a nivel individual como sociocultural. Como expuse en otros lugares’, también la fe cristiana se inscribe necesariamente en la dinámica de cada sujeto personal y de cada grupo y se expresa siempre en significantes humanos. Es ahí­, y sólo a ese nivel antropológico, donde nos vamos a situar, optando además por un enfoque dinámico y profundo, partiendo de dos modelos básicos y, en cierto modo contrapuestos y complementarios a la vez: el psicoanálisis de Freud y la psicologí­a analí­tica de Jung.

II. Paternidad y filiación a partir de Freud
Hay que reconocerle a Sigmund Freud la genialidad de haber sabido intuir, en la propia textura de sus finos análisis de casos clí­nicos concretos, la universal importancia de la figura del padre como factor básico configurador de la personalidad del hijo, a nivel profundo de la constitución misma del sujeto, en cuanto tal.

1. DE LO CLíNICO A LO SOCIOCULTURAL. Utilizando los datos recogidos, tanto en su propio autoanálisis como en la escucha psicoanalí­tica y relación transferencial de sus pacientes, Freud elabora retrospectivamente un modelo teórico o constructo mental, de la dramática experiencia infantil, ocurrida entre los tres y los seis años, que llamó complejo de Edipo. Serí­a en este fantasmal escenario de la infancia de cada criatura humana, donde una trí­ada de personajes van a representar vivamente el trágico juego conflictual de las pulsiones de vida y de muerte, de cuya resultante dinámica va a depender, en gran parte, el destino del sujeto. Este, en efecto, como el mí­tico Edipo, no puede acceder a su propia identidad y al universo humano, sin haber antes renunciado dolorosamente al deseo de posesión fusional y plena con la madre y de la agresiva eliminación del padre, aceptando su ley y su palabra y tomándolo como modelo y promesa de un futuro de progresiva realización y maduración humana a conseguir. Todo ello se expresarí­a en la instancia superyoica, «heredera del Edipo».

Ahora bien, a la hora de intentar una interpretación psicoanalí­tica de la cultura y su componente más caracterí­stico e incluso fascinante para Freud, la Religión en su realización más representativa, la fe monoteí­sta en un Dios transcendente al que se le llama Padre,se ve en la necesidad de elaborar lo que denomina mito cientí­fico, que, en el fondo, no es otra cosa que un Gran Complejo de Edipo a nivel sociocultural. Freud lo expone en dos importantes obras dedicadas a la psicogénesis de la «Religión del Padre»: Totem y Tabú (1913) y Moisés y la religión monoteí­sta (1939). Lo esencial es el Parricidio primordial cometido por los hijos de la horda de homí­nidos bajo un padre bestial y omnipotente, cuyos impulsos instintivos del sexo y de la agresividad se ejercí­an sin limitación alguna, sobre ellos. Tal vez el héroe ejecutor del crimen en nombre de sus hermanos -que aparecerá después en el mito- fue el «hijo menor protegido por la madre». Todos participan orgiásticamente en su muerte y en el banquete en que lo devoran, en un «mágico» intento por apoderarse de sus poderes, fantaseados por ellos según la omnipotencia de sus propios deseos.

Una vez cometido el crimen, se operó, sin embargo, una inesperada transformación en los hijos que, en realidad, pasaron a ser «humanos»: aparece por primera vez en el mundo el sentimiento de culpabilidad junto a una toma de conciencia de la significación intencional de dicho parricidio, que les resulta angustiosamente insoportable, conduciéndolos defensivamente a una especie de olvido represor y a un pacto fraterno por el que se obligan a la observancia voluntaria de las prohibiciones impuestas por el padre muerto, convertidas ahora en código ético-social como expresión de la internalización superyoica, inconscientemente operada. El acontecimiento traumático -to simple fantasí­a desiderativa?- fundante ya se habrí­a llevado a cabo. El resto es cuestión de un tiempo de «latencia» , en el proceso filogenético e histórico de la humanidad, para que se produzca el «retorno de lo reprimido», con sus «deformaciones» por el compromiso entre deseo y defensa, pero encerrando ese «algo grandioso» presente siempre en el origen de la religión y que constituye su «verdad histórica»: retorna transfigurado por la idealización, más o menos sublimadora, el Protopadre de la horda, pero también el padre fantasmal e imaginario del complejo de Edipo infantil, omnipotente, celoso, exclusivo y único, que impone su Ley sin apelación alguna y que se llama ahora Padre-Dios.

Este mismo esquema y modelo teórico lo aplica Freud, a la hora de analizar los orí­genes de una concreta y paradigmática Religión del Padre, el judeocristianismo: repetición histórica de la muerte del padre, llevada a cabo en la persona del «Moisés egipcio», con la represión u «olvido social» consecuente y reavivación del retorno de lo reprimido. Parte de esta historia aparecerí­a en el relato bí­blico, para el exégeta que, como Freud, sepa releer el texto bajo sus tachaduras, sustituciones y lagunas. Y culminarí­a en el Evangelio o buena noticia proclamada por el Cristianismo, a través de la persona de Pablo, en cuya mente «por vez primera -dice Freud- surgió el reconocimiento: ‘Nosotros somos tan desgraciados porque hemos matado a Dios Padre Mas esta «parte de verdad» se transmití­a bajo el disfraz delirante del alborozado mensaje:»Estamos redimidos de toda culpa, desde que uno de los nuestros rindió su vida para expiar nuestros pecados».. Y comenta nuestro autor: «la conexión entre el delirio y la verdad histórica quedaba establecida por la aseveración de que la ví­ctima propiciatoria no habí­a sido otra sino el propio Hijo de Dios».

El discurso de Freud sufre ahora una inesperada inflexión para negarle a la nueva religión cristiana lo que parecí­a haberle concedido, esto es, un saludable efecto terapéutico para dicha comunidad de creyentes por una buena solución edí­pica. Por el contrario, en lugar de ello, se habrí­a llevado a cabo una especie de defensiva «regresión» al comienzo mismo de la situación edí­pica cuando el hijo desea sustituir al padre, llevado por la megalomaní­a cuasi delirante de la absoluta omnipotencia de su ilimitado narcisismo. No se contentó, pues, el retorno de lo reprimido con las consabidas «deformaciones» de sustituir la «gozosa sensación de ser el pueblo elegido de Dios» de los judí­os, por la «liberadora redención» cristiana, y «el innominable crimen, por la nebulosa concepción de un pecado original»; sino que además, a causa de la vieja ambivalencia amor-agresividad en la relación paterno-filial, «si bien es cierto que su contenido esencial era la reconciliación con Dios Padre (…) no es menos cierto que… el Hijo, que habí­a asumido la expiación, convirtióse a su vez en Dios junto al Padre y, en realidad, en lugar del Padre. Surgido de una religión del Padre, el cristianismo se convirtió en una religión del Hijo. No pudo eludir, pues, el aciago destino de tener que eliminar al Padre’.

2. POSIBLE LECTURA DEL MODELO FREUDIANO, HOY. Tomando a la libido como energí­a de las pulsiones del sexo y del eros, el drama edí­pico del hijo está descrito por Freud con expresiones, que evocan más bien el universo imaginario infantil, tal como es reconstruido ahora, al ser verbalizado en el análisis por el adulto ordinariamente neurótico, y con términos, a veces demasiado impregnadas de connotaciones sexuales y biológicas.

No hay que dejarse, sin embargo, enredar por la literalidad de estas frases, y pasar a las significaciones del proceso estructural aquí­ descrito: el personaje paterno es un irremplazable factor en la constitución humana del sujeto, comparable a como lo fue el personaje materno en la de su organismo fisiológico y primera «catectizadora» suya, ya en la inmediatez de una inefable comunicación preverbal de cuerpo-a-cuerpo, en el cálido abrazo envolvente y en el delicado toque de la caricia amorosa; pero también, en la transmisión del lenguaje «mí­tico-fundante» y de los tradicionales «códigos higiénicos», que posibilitan el dominio básico de la corporalidad, la cual, profundamente marcada por el troquelado materno de la urdimbre afectiva primaria (Rof Carballo), se convierte en un verdadero archivo de la prehistoria y protohistoria biográfica y en matriz de sí­mbolos de resonancias oceánicas, que afloran incluso en las experiencias mí­sticas.

Lo mismo dirí­amos del énfasis que Freud parece poner en la defensa de su mito del parricidio primordial como «acontecimiento histórico», cuyo «recuerdo inconsciente», por un curioso lamarckismo que nunca quiso abandonar, habrí­a pasado a transmitirse hereditariamente, hasta tal punto que elpropio complejo de Edipo infantil no se entiende si no es remitiendo al mito
Hoy podemos, sin embargo, hacer una lectura de los textos freudianos, desde una perspectiva que sea compatible, al menos, con los datos de la antropologí­a, etnologí­a e historia de las religiones actuales, así­ como con ciertas adquisiciones de la psicologí­a de la religión. El propio discurso psicoanalí­tico no puede seguir simplemente repitiendo literalmente la palabra de Freud, sobre todo después del impacto lacaniano. En cuanto al tema que nos ocupa, así­ lo han entendido un grupo de autores cristianos, entre los que destacamos los más significativos en la bibliografí­a.

En primer lugar, deberí­amos tal vez reformular las experiencias y procesos estructurantes de la situación edí­pica, transcribiéndolos en otro modelo expresivo, y ver en el parricidio primitivo una especie de parábola para hacer comprensibles los elementos estructurales básicos, que han debido estar presentes en el paso teórico de la aparición del hombre a partir del animal: la sustitución de un comportamiento determinado por el código genético, por una conducta regida por un código cultural.

En segundo lugar, todos admiten, de una forma o de otra, que sus prejuicios teóricos y defensas inconscientes impidieron a Freud hacer una aplicación más positiva en la valoración de la idea cristiana de un Dios que se revela como Padre y como Hijo, entrando a través de éste en la propia historia humana, reconciliando al hombre con Dios y consigo mismo, al ser reconocido por el Padre como hijo y por el Hijo como hermano y amigo.

Si alguna religión, en efecto, presenta en sus textos fundamentales, expresiones que indican la buena solución de un complejo de Edipo, tal como lo entiende Freud, es el cristianismo. Y ¿cómo defender seriamente que el Hijo sustituye y elimina al Padre, cuando aquél aparece siempre como un Mediador, en la conocida fórmula ritual de las oraciones dirigidas al Padre, «por Cristo, Nuestro Señor»? Atribuye al convertido Saulo de Tarso la verdadera fundación del cristianismo al convertir en Dios a Jesús, para que el Hijo ocupase el lugar del Padre; pero ahí­ están las cartas de Pablo como a Gálatas, 4, 4-5 o a Romanos 8, 5-16, para desmentirlo, probando, por el contrario, que el psicoanálisis puede iluminar y enriquecer una cuidadosa exégesis bí­blica.

Por lo demás, la sustitución de la circuncisión -fisiológicamente mirada, un significante más cercano a la «castración» psicoanalí­tica- por el rito bautismal, no restarí­a nada al reconocimiento de la deficiencia asumida, en una muerte y resurrección simbólicas, con la aceptación de la Ley del Padre y la imposición del nombre propio, por el que el bautizado es oficialmente reconocido como hijo en la comunidad eclesial de los hermanos, presentado por la Madre-Iglesia.

La iluminación psicológica que nos puede ofrecer las aportaciones freudianas sobre las relaciones paterno-filiales, a nivel simbólico, «nos ayudan, además, a elucidar la relación cristiana a la ley ética, tal como Jesús la ha manifestado al subvertir la Ley por amor de la Ley. En primer lugar el ví­nculo de filiación da a la ley ética su significación de un don paternal», pues que se convierte en voluntad del Padre, como lo vivió Jesús’.

Por otra parte, el grupo de psicólogos de la religión de la Universidad de Lovaina ha demostrado que sólo muy parcialmente es cierta la afirmación freudiana de que la imagen de Dios no es otra cosa que la imagen sublimada o idealizada de los padres, puesto que contiene rasgos que no están presentes en ninguna de las imágenes parentales
Freud silenció casi por completo, la función del personaje y sí­mbolo de la madre en la interpretación religiosa. Ahora bien, esta ausencia va de la mano con el de la tercera persona del dogma cristiano, el Espí­ritu Santo, el cual psicológica y simbólicamente representa un poco el rostro materno de Dios y su cercaní­a de inmanencia amorosa en el hombre, en contraposición a la transcendencia y alteridad absoluta del Padre, así­ como a la historicidad del Hijo, que viene a plantar su tienda entre nosotros, como Maestro y fundador de una comunidad de hermanos. Quizá serí­a demasiado pedir a un judí­o como Freud, aunque se llame «infiel», que reconociese y valorase, al menos en sus aspectos antropológicos y clí­nicos, la riqueza de una imagen de Dios, como unidad relacional de personas, en plenitud de vida amorosa e inteligente, que se desborda hacia su criatura humana, haciéndola participante de este í­ntimo proceso vital, trino y uno, y equilibrando así­ la vida de cada cristiano y de la comunidad eclesial «en correspondencia con la triple referencia a Dios: transcedente, histórico e inmanente al destino humano’.

III. Jung y el tema trinitario
A diferencia de Freud, aunque moviéndose en el espacio de la llamada psicologí­a profunda, pero con un modelo antropológico muy diverso, además de analizar el fenómeno religioso en Psicologí­a y religión (1940) y antes y después en la mayor parte de sus obras, aborda directamente el estudio analí­tico de los sí­mbolos presentes en la formulación misma del dogma trinitario, sobre todo en Ensayo para una interpretación psicológica del dogma de la Trinidac, objeto primero de una conferencia, en 1940, para convertirse más tarde en la cuarta parte de su libro Simbologí­a del Espí­ritu, ocho años después, por cuyo sólo tí­tulo podemos deducir la importancia que cobra en él, a la inversa de Freud, la tercera persona de la Trinidad. El tema se complementa con Respuesta a Job (1952).

1. ARQUETIPOS Y TRINIDAD. Donde Freud terminó por admitir unos «restos y herencia arcaica», que nunca supo tematizar adecuadamente, Jung comenzó por valorar e indagar lo que en el inconsciente aparece como transpersonal, esto es, no reductible al análisis biográfico del individuo. Partiendo de los extraños mitologemas que aparecí­an en los delirios de sus pacientes esquizofrénicos y en sus propias fantasí­as al confrontarse con su inconsciente, y comparándolos con los relatos mitológicos de los pueblos, con las fantasí­as de los artistas, la simbologí­a de los gnósticos y alquimistas, pero también de los mí­sticos, así­ como del folklore y de las religiones, llegó a la conclusión de que, además del inconsciente personal, efecto de la represión, existí­a un inconsciente colectivo, fruto de la filogénesis a nivel aní­mico y constituido por estructuras formales, que llamó «arquetipos», en cuanto que representan el modo de vivenciar y actuar, tí­pico del horno sapiens.

Pues bien, para Jung, a la formulación dogmática del dogma cristiano de la Trinidad, que tiene por de pronto significación simbólica, corresponde la consiguiente estructura arquetí­pica, sin la cual no existirí­an los auténticos sí­mbolos, ni podrí­a llamarse al Credo el «sí­mbolo» de la fe.

a. Trinidad frente a cuaternidad. Para Jung, en efecto, el hombre es un ser psicológicamente religioso, por ser portador de un arquetipo divino o «Dios interior», que es también el que constituye el Centro mismo de su personalidad total, el Selbst o Sí­-mismo. Se queja y defiende de que algunos teólogos le tachen de psicologista: «cuando demuestro -dice- que el alma, por su naturaleza, posee una función religiosa, y cuando postulo que la misión más elevada de toda educación del adulto consiste en llevar a la conciencia ese arquetipo de la imagen de Dios o más bien de sus irradiaciones y efectos». Y añade:»se me ha reprochado que yo ‘deificaba el alma’. ¡No fui yo.. sino Dios mismo quien la deificó! No fui yo quien inventó una función religiosa del alma, sino que sencillamente presenté los hechos que demuestran que el alma es naturaliter religiosa». Y termina: «De manera que si como psicólogo digo que Dios es un arquetipo, me refiero al tipo impreso en el alma, vocablo que, como es notorio deriva de typos = golpe, impresión, grabación. Ya la palabra arquetipo supone un agente que imprima…».

Serí­a a partir de este arquetipo central y totalizador, que incluye de algúnmodo a los demás, de donde provendrí­an las raí­ces profundas de todos los sí­mbolos religiosos, siempre que encontrasen la adecuada disposición yoica para su emergencia creadora. Es aquí­ donde Jung encuentra una cierta dificultad: tanto el Yo-mismo como las imágenes de Dios se manifiestan, en los conocidos sí­mbolos mandálicos como Cí­rculo sagrado y como Cuaternidad, mientras que el Dios cristiano se revela como Trinidad. La solución jungiana es que, mientras «la tétrada es un esquema de ordenamiento natural – natürlich-, en la trí­ada está presente lo künstlich» o conscientemente elaborado desde el yo, en contraposición a los procesos del inconsciente arquetí­pico o subjetual-objetivo. La Iglesia, sobre todo a través de sus concilios, habrí­a separado de la Divinidad todo el problema de Mal o de la «Sombra» que necesariamente acompaña al bien, convirtiendo a Dios en el Summum Bonum; pero implí­citamente, en el misterio de la Encarnación y de la Cruz en oculta connivencia con el Espí­ritu Santo, el propio proceso diferenciador de evolución dogmática llevarí­a inexorablemente a la explicitación de una Cuaternidad, ya claramente apuntada en la última declaración dogmática de la Asunción de Marí­a.

b. Padre, Hijo y Espí­ritu Santo como sí­mbolos arquetí­picos. Jung intenta mostrar que existe un indudable paralelismo entre el proceso histórico de elaboración formuladora del dogma trinitaria, por el que se llevó a cabo la traducción simbolizadora de los materiales imaginarios surgidos del arquetipo al orden simbólico de las formulaciones dogmáticas, y el proceso de individuación, por el que el sujeto humano se realiza, llegando a encontrarse consigo mismo, al integrar como paradoja viviente lo más universal y tí­picamente humano en su singularidad individuada. La posibilidad de dicho paralelismo estarí­a asegurada por la base común de ambos procesos: el inconsciente colectivo.

He aquí­ los tres personajes y escenas a la vez del drama trinitario, en correspondencia con el camino de individuación que es necesario ir haciendo e ir haciéndose al ritmo del propio caminar:
1°. El Padre psicológicamente representa «el estado de conciencia temprano… dado, irreflexivo, un simple saber de algo dado sin juicio moral ni intelectual», sea a nivel personal o colectivo de una sociedad o grupo. Estos caracteres estarí­an presentes en la figura de Yahvé, como un Auctor rerum inconscientemente infantil.Es decir, responde a una imagen arcaica que el hombre se hace de la Divinidad, más cercana a un producto del inconsciente indiferenciado, que es decir imaginario-fantasmal y poco elaborado simbólicamente.

2°. El Hijo representa una transitoria diferenciación del habitus original paterno, sustituido ahora por una forma de vida «conscientemente seleccionada y adquirida», que supone cierta comprensión del sentido y decisión moral, pero se trata de una toma de conciencia demasiado racional y conflictiva. Por eso, el cristianismo, caracterizado por el Hijo, «impulsa al individuo a la decisión y a la reflexión», frente al legalismo judí­o de carácter «paterno».

3°. El Espí­ritu, finalmente, representa una etapa o modo de ser final, como cerrando el cí­rculo de la filiación del presente histórico en dependencia o rebelión de un pasado originario de paternidad: «se extiende hacia el futuro, más allá del Hijo…hacia una vitalidad propia del Padre y del Hijo», como realización progresiva del Espí­ritu, última transformación psí­quica del encuentro Ich-Selbst o Yo – Mí­-mismo, meta del proceso individuador. En este recorrido en espiral, «en cierto modo, se restablece el estado inicial paternal’, como retorno diferenciado, por un reconocimiento por parte del Yo-Hijo del Inconsciente-Padre y una voluntaria subordinación a él, como origen y centro: del estado de inconsciencia indiferenciada e infantil, se pasa en el estado de Espí­ritu a una especie de infancia espiritual y sencilla Sabidurí­a, representada por la impotencia de un Anciano, de un Niño o de una frágil Avecilla. Lo cual es expresión de que se ha renunciado a todo deseo «inflacionista» del Yo, impulsado a imponer sus unilaterales pretensiones de saber o de poder absolutos».

c. El arquetipo de la Madre. Si en el modelo freudiano, como hemos visto, la madre es la gran ausente a la hora de elaborar una interpretación de la imagen del Dios cristiano -en cierto paralelismo con su menor importancia en comparación con el padre en el acceso del sujeto a su mundo simbólico o universo humano-, en el modelo jungiano, hay una verdadera inflación materna, sobre todo en el varón en el cual su propia alma tiene carácter femenino de anima.

En realidad, todo el inconsciente arquetí­pico, como matriz de sí­mbolos y fuente de creatividad simbólica, tiene, para Jung, un carácter eminentementefemenino y materno respecto al Yo como centro de la conciencia y delegado del Sí­-mismo. Cada fase del proceso de individuación puede ser, en este sentido, considerado como un nuevo y simbólico retorno a la madre como fuente de vida humana y de creatividad cultural, entendida por Jung como espiritual y distinguiéndola, en contraposición a Freud, de la simple «civilización» de carácter más bien técnico y material.

Dentro de este encuadre paradigmático, el sí­mbolo materno , que ya a nivel familiar, proviene del arquetipo Madre que toma como soporte a la madre fí­sica, estarí­a como enmascarado en la persona trinitaria del Espí­ritu Santo, en cuanto Espí­ritu-en-el-hombre-pecador más que en el Cristo-sin-pecado, como se operó la encarnación del Hijo inmaculado, en una madre inmaculada. Y es que, en este último caso, se consiguió la perfección – Vollkommenheit- sin «Sombra» alguna, es decir, «masculina», mientras que en la venida del Espí­ritu sobre el hombre normal, se integra dicha sombra, dando como resultado la plenitud – Vollstdndigkeit-«femenina»; y «de la misma manera que la totalidad es siempre imperfecta, la perfección es siempre incompleta y por ello representa un estado final estéril», en cambio, «lo imperfectum lleva dentro de sí­ los gérmenes del perfeccionamiento futuro», progresivo y diferenciador.

Y si Marí­a, en í­ntima unión siempre con el Espí­ritu, como Esposa de Dios y Reina del Cielo «encarna la Sabidurí­a» y «realiza los pensamientos de Dios, dándoles forma material, que es prerrogativa absoluta del ser femenino», también la Ruaj Elohim, Espí­ritu de Dios, es también femenina.

A pesar de todo esto, Jung se pregunta: «¿Por qué nunca en el mundo se ha dicho Padre-Madre-Hijo? Esto serí­a más ‘razonable’ y ‘natural’ que Padre, Hijo y Espí­ritu santo», si la imagen del Dios trinitario fuese una transposición, como defiende Freud, de las figuras familiares. Y contesta: «no se trata sólo de una condición natural, sino de una reflexión humana, que se asocia a la sucesión natural de Padre-Hijo. Esta sucesión es la Vida sustraí­da a lo natural, y su Alma especial, que se reconoce como existencia aparte. Padre e Hijo están unidos en la misma Alma o en la misma fuerza creadora -Kamufet- según la versión egipcia antigua. Esta última forma es desde luego la misma hipóstasis de un atributo como respirar -spirare- o alentar de la Divinidad». De este modo, El Espí­ritu Santo, como soplo amoroso de vida es algo «agregado a la figura natural de Padre-Hijo». Y, como contraposición, tendrí­amos el hecho ilustrativo de que «el gnosticismo cristiano inicial tratara de eludir esta dificultad entendiendo el Espí­ritu Santo como Madre. Pero, con ello, habrí­a permanecido en la imagen natural arcaica, en el triteí­smo, y, por lo tanto, en el politeí­smo del mundo patriarcal»‘ .

2. POSIBLE LECTURA DEL MODELO JUNGIANO, HOY. Una posible lectura de las aportaciones de Jung al tema de las representaciones simbólicas del Dios cristiano, al que se le confiesa como trino en personas y uno en esencia, podrí­a ser comenzando por abrir su excesivo inmanentismo natural-materno, a la transcendencia paterno-cultural, a fin de equilibrar el juego dialéctico entre lo mí­tico-transpersonal con lo histórico-biográfico, que nos permita un progreso del pensamiento, instaurando nuevas significaciones, en la búsqueda comprensiva de la verdad. El mismo ha caí­do en la cuenta de que la formulación dogmática del dogma cristiano trinitario ha operado una ruptura en el cí­rculo hermético de un natural proceso simplemente evolutivo-diferenciador, proveniente del arquetipo, a diferencia de la posición gnóstica. Gracias a la historicidad de Cristo, reconocido como Palabra del Padre y a su propio mensaje de verdad testimonial, para quien libremente le crea como Hijo-Testigo, que ofrece además como garantí­a al Espí­ritu, puede romperse el embrujo de inmanentismo arquetí­pico omnipresente.

Desde aquí­, y teniendo en cuenta el proceso de simbolización jungiano, según el cual se requiere la participación conjunta del arquetipo y del yo consciente abierto al mundo, se deducirí­a que la Trinidad es un auténtico sí­mbolo arquetí­pico, en cuanto que hunde sus raí­ces en los manantiales más profundos del psiquismo tí­picamente humano y, por otra parte, un sí­mbolo cultural, fruto de la elaboración de la comunidad cristiana, durante siglos, en su afán por «traducir» fielmente en una formulación de fe, el contenido de la tradición recibida de Jesús como acontecimiento histórico.

Inscrito en este nuevo cuadro referencial, su paralelismo entre el proceso de individuación y los sí­mbolos trinitarios, permitirí­a psicológicamente un acercamiento integrador del dogma a la vida cristiana personal y eclesialcomunitaria, al destacar los ví­nculos de semejanza presentes en el psiquismo tí­picamente humano, que posibilitarí­an una vida de comunión con los demás y a la vez profundamente individuada sin ser individualista. ¿No se realizarí­a así­ simbólicamente, tal como es posible a nivel humano, la formulación del misterio: singularidad de personas en unidad de comunión vital a nivel del Espí­ritu? En este sentido y gracias a la eficacia simbólica, Jung ha sabido ver la incidencia del misterio trinitario, ritual y simbólicamente dramatizado en el sacramento del bautismo, con todo su poder transformador como rito iniciático: lo que el dogma enuncia lo realiza el rito sacramental; Padre, Hijo y Espí­ritu tienen su trina y una acción conjunta en el nacimiento del nuevo cristiano de la Madre-Iglesia, agua viva de esa fuente bautismal, que es útero y sepulcro a la vez’.

Y en cuanto a esa progresiva toma de conciencia, por parte del creyente y del propio cristiano de una imagen de Dios más humana y a la vez más «paradójica», donde puedan integrarse las aparentes contradicciones en forma de «contrastes», incluyendo los aspectos sombrí­os del problema del mal, que Jung ve con esperanza optimista en el sí­mbolo del Espí­ritu Santo aceptando al hombre tal como es, con sus luces y sombras, de acuerdo con el arquetipo del Espí­ritu o del sentido espiritual, el único que puede dar consistencia integradora a la vida, ¿no le darí­a un tanto de razón el actual movimiento carismático, con un indudable fondo «materno», capaz de provocar profundas experiencias cristianas, siempre que noeluda la Palabra y la Ley del Padre y su identificación fraterna con el Hijo así­ como su compromiso con la realidad humana?
[ -> Amor; Antropologí­a; Bautismo; Comunidad; Comunión; Cruz; Encarnación; Espí­ritu Santo; Experiencia; Fe; Gnosis y gnosticismo; Hijo; Historia; Iglesia; Jesucristo; Judaí­smo; Marí­a; Misterio; Mí­stica; Monoteí­smo; Padre; Politeí­smo; Relaciones; Religión; Trinidad.]
Antonio Vázquez Fernández

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

SUMARIO: I. Liturgia y experiencia humana – II. Caracterización psicológica de la liturgia cristiana – III. Sí­mbolo y liturgia – IV. Condiciones de la actividad simbólica: a) En lo referente al individuo, b) Al grupo, c) En relación con las leyes de la percepción – V. Experiencia litúrgica y madurez psicológica – VI. Liturgia y dimensión social – VII. Conclusiones.

I. Liturgia y experiencia humana
Expresar con toda la plenitud de significados y gestos, individualmente y en grupo, las propias reacciones ante las experiencias vitales más profundas y arcanas -o bien inmediatas- es algo connatural a la vida, en la que, desde las primitivas modalidades expresivas del reino vegetal hasta las más complejas del reino animal, observamos este irrefrenable impulso a celebrar el nacimiento, la vida, la enfermedad, el amor, la separación, la muerte, la alegrí­a, la victoria con verdaderos y propios rituales’. Sin embargo, pese a su inconmesurable fuerza vital, estos rituales están como limitados en un repetirse estereotipado, de modo que su sentido se agota al ser celebrados, y por tanto se prestan a lecturas ajenas. En la especie humana, la alegrí­a y el pathos de las experiencias primordiales y de los acontecimientos vitales se unen con una peculiaridad especí­fica que es al mismo tiempo la fuente de la riqueza creativa y del dramatismo de la celebración humana de las diversas situaciones existenciales: la búsqueda de su significado.

El individuo humano celebra ritualmente sus experiencias no sólo para repetirlas, revivirlas o comunicarlas a otros seres, sino también porque a través de la celebración ritual quiere realizar una cierta transformación de sí­ mismo y de la realidad que le permita alcanzar niveles más profundos y globales de comprensión y de participación en el misterio de la vida. Lo que permite al ser humano evitar que caiga en la repetición de estereotipos en sus rituales, y por tanto celebrar los ritos es su personalidad, es decir, ese conjunto de procesos psí­quicos cognoscitivos, emotivo-afectivos y sociales, estrechamente ligados a un aparato especí­fico: el sistema nervioso central, dotado de caracterí­sticas tí­picas solamente de la especie humana, por las que la persona participa de modo transformador, y por tanto creativo, en su vida misma’. Así­ se fundamenta y explica la importancia de las relaciones entre psicologí­a y liturgia.

II. Caracterización psicológica de la liturgia cristiana
Históricamente, la dinámica del rito religioso se ha caracterizado por el intento de representar la búsqueda de una unión con la trascendencia, el Absoluto, partiendo de la experiencia inmediata de la autoconciencia considerada como lí­mite. Cuando las experiencias fundamentales y más incisivas de un individuo o de un grupo han sido participadas í­ntimamente por una comunidad y celebradas con esta proyección de unión con el Absoluto, y por tanto se han convertido en religiosas (de la etimologí­a de religio, que implica una unión con una realidad), entonces las estructuras rituales que las han expresado y con las que han sido transmitidas de una generación a la otra han constituido y realizado lo que desde un punto de vista psicológico significa el término liturgia.

La experiencia cristiana, especialmente en la multiforme tradición católica, ha llevado a cabo un profundo cambio de las actitudes, y por tanto de las vivencias psí­quicas, en relación con el rito y la liturgia, puesto que el significado de los acontecimientos y de las experiencias celebradas litúrgicamente no se ha dirigido ya a la búsqueda de una unión con la trascendencia, desconocida y fraccionada en imágenes antropomórficas, sino al conocimiento y a la imitación vital del Absoluto, que se ha dado a conocer como palabra, sangre, amistad, muerte y resurrección, hasta hacerse llamar y caracterizar como el Hijo del hombre: Jesucristo. Y sólo mediante él se establece la relación vital con lo que está más alejado de nuestras posibilidades de imaginación y de experiencia, el Padre y el Espí­ritu.

III. Sí­mbolo y liturgia
Para poder participar, manifestar y comunicar vitalmente una experiencia que implica una tensión global de la propia realidad psicofí­sica, el ser humano está provisto de una especial capacidad mental: la actividad simbólica. En efecto, a través del producto de ésta, o sea, a través del sí­mbolo, el individuo humano consigue representar y expresar con todos los estratos de su estructura humana una relación con algo desconocido, no directa y plenamente cognoscible por ví­a sensorial, que, en cualquier caso, no es reducible tan sólo a la racionalidad, sino que implica siempre un esfuerzo de sí­ntesis (sí­mbolo en su significado etimológico, syn-bállein, implica el unir) entre aspectos opuestos o diferentes.

La importancia de la actividad simbólica es tal que ha sido recientemente señalada como especial, especí­fica y casi fundante de la radical diferencia entre el individuo humano y los primates, llegando a afirmar que la noción de homo symbolicus es la más coherente y adecuada que actualmente somos capaces de dar del ser humano.

Partiendo de la observación de que la energí­a psí­quica no se agota en la satisfacción de las necesidades primarias de tipo biológico-instintivo y tampoco en las debidas a motivaciones de tipo social, se ha resaltado cómo es utilizada también con fines creativos (por ejemplo, el arte) y ético-valorativos. Esto implica la actividad simbólica, así­ como la función del sí­mbolo de transformar la energí­a psí­quica canalizándola en determinadas direcciones unidas a la amplitud de conocimiento del individuo y a sus más verdaderas y profundas motivaciones.

Consecuentemente, se ha intentado una clasificación de los diversos tipos de sí­mbolos. Así­, algunos sí­mbolos han sido clasificados como individuales. Se consideran tales porque situaciones estrechamente unidas a la vida del individuo, y por tanto a su actitud frente a una determinada experiencia, son vividas con un particular tono emotivo, llamado nouminosum, por lo que se convierten en simbólicas para quien las vive, pero solamente para él. Otros sí­mbolos son culturales, en cuanto que derivan estrictamente de las experiencias y de las actitudes de la sociedad en que vive el individuo y le son transmitidos a través de la educación. Hay, en fin, sí­mbolos que hacen referencia intrí­nseca a la condición humana, y tienen origen en experiencias primordiales o excepcionales de la humanidad, y que, aun modelándose de diverso modo en las diferentes culturas o diferenciándose en algunas expresiones formales, conservan inalterada su capacidad, transcultural y transhistórica, de transformar la conciencia del grupo en el que son conocidos, participados vitalmente y transmitidos a lo largo de las generaciones. Estos, en efecto, tienen sus raí­ces en el misterio mismo de la vida y permiten al individuo humano realizar su capacidad de proyectar la utopí­a 19 y situarse en el cosmos, dimensiones éstas que tanta importancia han tenido y tienen en la construcción del camino de la humanidad. Así­ son, por ejemplo, el sí­mbolo del agua que regenera y hace renacer’, o el de comer a la divinidad.

IV. Condiciones de la actividad simbólica
Para poder desarrollar las complejas operaciones y los procesos psí­quicos más arriba expuestos, y sobre todo para poder actualizar su potencial creativo y transformador, el sí­mbolo debe convertirse de algún modo en una información, o sea, en una experiencia -de una naturaleza, como hemos visto, más bien compleja- que, comprendida, elaborada a diversos niveles de integración y memorizada, dé lugar a sistemas de respuesta a los estí­mulos externos que tengan la posibilidad de modificar la conducta humana. Para que esto suceda son necesarias algunas condiciones. Ante todo debemos tener presente que existe un proceso mental especí­fico para el aprendizaje de las realidades simbólicas. Su finalidad es la de permitir al ser humano la representación mental de objetos, personas o acontecimientos no presentes o no perceptibles mediante la experiencia puramente sensorial, como acontece precisamente en la liturgia. La función simbólica, con un origen genérico muy limitado, se desarrolla a través de un proceso largo, continuo y gradual de integración entre experiencias diversas y diferentes estructuras cognoscitivas.

La función simbólica aparece en el niño hacia la segunda mitad del segundo año de vida, y sólo gracias a una gradual evolución, a través de los procesos de imitación e identificación, de construcción mental de la realidad objetiva, de la adquisición de la noción del tiempo, del espacio y de la causalidad, alcanza su plenitud funcional. Por tanto, será oportuno tener presente que la maduración de la función simbólica sólo puede suponerse después de la pubertad. Al mismo tiempo debe quedar claro que es una función de integración; por tanto, no es un proceso en sí­ mismo, sino precisamente el conjunto de los procesos psí­quicos y de comportamiento de los que se ha hablado más arriba, que, al ser integrados en un especí­fico sistema funcional, constituyen la así­ llamada función simbólica. Para que después pueda funcionar de modo coherente con el estilo de aprendizaje y elaboración del sistema nervioso central y ser por lo tanto integrada armónicamente a nivel de toda la personalidad, además, como es obvio, de un estado de funcionamiento suficiente del sistema nervioso central, son necesarias también algunas condiciones, en especial referentes al individuo que vive la experiencia simbólica, al grupo con quien la comparte y a la situación ritual misma.

a) En lo que concierne al individuo, es necesario que a la actividad simbólica se asocie un estado emotivo, sostenido por una motivación adecuada, con los contenidos del sí­mbolo de la estructura ritual que se celebra. Es, por tanto, obvio que se precisa una concentración y un espacio interior disponibles para vivir, más aún, para ser como llenados por la experiencia simbólica. Por otra parte, en el caso de la liturgia cristiana, es necesario también una particular actitud y estado de ánimo coherentes con un saberse abandonar a la experiencia misma en base a la confianza dada a Cristo en la iglesia. O sea, es necesaria una actitud de fe, y por tanto una previa catequesis, que dé a la persona los medios para poder alcanzar conscientemente el estado de ánimo adecuado para percibir la forma especial de simbolismo transformador que pertenece intrí­nsecamente a la liturgia cristiana, y particularmente a la sacramental.
b) Además debe haber también un grupo que no sea una simple caja de resonancia o de observación de la experiencia individual o de la celebración litúrgica, sino que tenga un nivel de cohesión fundado en la búsqueda de una común experiencia e identificación con el rito que vive y celebra, lúcidamente consciente de que está buscando el significado profundo y último de la propia existencia o de algunos de sus aspectos en Cristo. Sin querer exigir condiciones óptimas, además de irreales, amplias investigaciones confirman que, de no lograrse un cierto nivel de esta situación/condición de grupo, difí­cilmente tiene lugar una transmisión vital de los sí­mbolos, y por lo tanto de la adecuada información para ser después elaborada simbólicamente.

c) Finalmente, es necesario que el rito mismo se estructure según las leyes que regulan los dinamismos perceptivos humanos. Aquél, aun compuesto de elementos o partes, debe constituir un todo, una Gestalt, que pueda ser percibida como una estructura unitaria. Lo que debe dar unidad estructural y, por consiguiente, conformar, desde el punto de vista psicológico, al rito, es la claridad, y por lo tanto el génesis, de la experiencia o del acontecimiento que se celebra, la coherencia de las diversas partes del rito, la capacidad de estimular asociaciones y relaciones vitales que den a los gestos que se realizan, a los objetos que se usan (por ejemplo, vestiduras sagradas) y a los roles que son confiados a cada uno, su capacidad de ser intencionales y, en consecuencia, de hacer del conjunto del rito una traducción de experiencias vitales ‘6. En este sentido es particularmente importante y delicada la función del lenguaje -tanto verbal como musical-, que es parte fundamental e insustituible del rito litúrgico

V. Experiencia litúrgica y madurez psicológica
Las investigaciones psicológicas han puesto en claro dos direcciones fundamentales en el proceso evolutivo del ser humano: la de la individuación, tendente principalmente a la propia autorrealización, y la de la comunicación, que se refiere al tema de las relaciones interpersonales constituyentes del necesario ambiente de confrontación y verificación del proceso mismo de crecimiento psicológico. Así­ considerada, la madurez psicológica puede ser descrita como la capacidad de un individuo de encontrar un equilibrio constante entre estos dos elementos, adaptándolos plástica y funcionalmente a las diversas situaciones. Desde el punto de vista de la individuación, se ha observado que todo crecimiento humano, desde la experiencia primitiva, y a pesar de todo fundamental, de la propia realidad, o sea, del propio yo como distinto, y por ende separado de la madre, hasta la realización de niveles cada vez más articulados de relaciones, y consecuentemente (por un lado) de nuevas construcciones de la realidad; pero también (por otro) de nuevos modos de separación con respecto a los estadios precedentes, deja una especie de nostalgia radical en el inconsciente humano, la del primitivo estado de fusión total y de simbiosis con la madre. Gran parte de los cambios evolutivos del individuo pueden ser observados justamente bajo este aspecto: el esfuerzo por entrar en relaciones con los otros seres y con las cosas, que sean conscientemente relaciones parciales, en el sentido de que la nostalgia arcaica del estado simbiótico, que empuja al adulto a buscar una cierta unión mí­stica con las otras personas y a veces incluso con las cosas (trabajo, bienes de consumo), es una etapa infantil que continuamente se debe superar incluso en sus residuos en la memoria, sobre todo porque se trata de un deseo irrealizable. Aunque en el orden lógico esta realidad sea de fácil comprensión, todos tenemos la experiencia personal y colectiva de cómo la tendencia a confundir realidades parciales con la realidad total es frecuente, y es uno de los orí­genes psicodinámicos de muchos comportamientos e incluso de modelos culturales contemporáneos.

Y es justamente al nivel de estas antiguas raí­ces, a pesar de todo tan importantes para la maduración humana, donde se introduce la realidad que es la fuente y, a la vez, la cumbre de la experiencia litúrgica: la eucaristí­a. En efecto, en sus sí­mbolos y en su significado, tanto psicodinámico como religioso, reenví­a constantemente al misterio de la comunión con Jesucristo, y mediante él con el Padre y con el Espí­ritu, llamando así­ a la conciencia del creyente a la única dimensión en la que será posible realizar, a un nivel diferente y con otro significado, ese deseo de unión mí­stica y de armoní­a cósmica que advertimos, aunque confusamente, en las raí­ces de nuestro ser. En esta óptica y con esta conciencia es posible dar un valor plenamente humano a los múltiples modos de relacionarse, así­ como también a las relaciones con toda la realidad, por ponernos en relación con otro nivel, el de la resurrección, que permite una liberación de las fantasí­as infantiles de posesión y omnipotencia, estimulando a vivir cada realidad parcial en toda su potencialidad, más conocida y participada justo porque no es absolutizada, pero también profundamente comprendida y respetada como etapa evolutiva y don anticipado de la experiencia de la unión con Cristo.

En esta perspectiva, la liturgia se presenta como un itinerario simbólico que propone diversos estilos y modos de vivir los ritmos de la vida. Mediante el ritmo de lo ordinario nos ofrece la posibilidad de vivir el fatigoso crecimiento de lo cotidiano, sin banalizar ningún aspecto de la vida, por monótono e insignificante que parezca. Así­, por ejemplo, el ritmo de la liturgia de las Horas asume un biorritmo humano fundamental, el diurno-nocturno, y lo proyecta en la eternidad de Cristo, invitándonos a expresar cada mañana el asombro agradecido de haber resucitado una vez más con él, como en la misma inconsciencia del sueño nocturno hemos esperado (cántico del Benedictus); para estallar después en la alegre maravilla de proclamar, en las ví­speras, la gloria de Dios porque, aparte de nuestro rol social o de otras caracterí­sticas valiosas, nos ha llamado a testimoniar el amor; para terminar, por fin, más sumisamente en la oración de completas, con una meditada reflexión sobre nuestros lí­mites, que no nos impide abandonarnos con serena confianza en las manos del Señor al sumergirnos en el sueño.

Lo propio de la liturgia llama a una conciencia más fuerte, no sólo personal, sino también colectiva, de aquellos momentos de la vida de Jesús que, vividos normalmente con un ritmo semanal, vienen a irrumpir en el ritmo del dí­a tras dí­a para remover y dirigir la toma de conciencia de nuestra identificación con él. Por esto la navidad o la ascensión, como cualquier otra celebración del misterio de Cristo, no deben ser nunca psicológicamente conmemoraciones de un acontecimiento, sino una toma de conciencia de una dimensión de la vida del Salvador y de nuestro grado de participación en ella. Y esto en el contexto de una comunidad de fe que, partiendo de la comunidad familiar, llega hasta la comunidad de los santos, que justamente por su ejemplaridad en la vivencia del misterio de Cristo podemos llamar con razón comunión de los santos. Con ellos, en efecto, anticipamos esa realidad de relaciones armónicamente globales que atañen a todos los niveles de la personalidad, pero que no son realizables plenamente con nuestros hermanos de fe de la tierra. Y para que estas experiencias y estos conocimientos del misterio de Cristo ño permanezcan unidos sólo al desarrollo individual ni sean solamente momentos de claridad intelectual, sino energí­as que transformen nuestra vida, los momentos decisivos de la vida y las elecciones fundamentales que la caracterizan son celebrados eclesialmente con los ritos sacramentales.

Así­, el ser humano puede sentir cómo su devenir no está confiado y condicionado por el continuo cambio de los condicionamientos socio-culturales y polí­ticos, sino enraizado en la realidad perenne de Cristo, del cual, incluso los momentos más dramáticos, como la enfermedad grave, la muerte o las opciones que por su irrevocabilidad nos vuelven más inseguros al hacerlas, v.gr., la elección del matrimonio o la profesión religiosa, reciben en el sí­mbolo sacramental y en el rito litúrgico su sentido y su energí­a.

VI. Liturgia y dimensión social
Pero, además de la dimensión de la individuación, también la de la comunicación toma parte en la maduración psicológica y debe encontrar su espacio concreto en la liturgia. La dimensión comunicativa nace y se desarrolla en una atmósfera de intensa emotividad y de profunda intimidad como es la del núcleo familiar, y se desarrolla progresivamente de modo auténtico sólo en aquellas situaciones donde haya un grupo que tenga una elevada cohesión y una cultura propia a diversos niveles. Sin estas últimas dimensiones no sólo es imposible toda comunicación simbólica, sino que se corre el peligro de que la misma comunicación semiótica y semántica se reduzca a un puro formalismo, que en el plano litúrgico quiere decir esterilidad y rituales estereotipados. No hay que olvidar, en efecto, que la eucaristí­a, expresión central del misterio cristiano, tiene como referencia originaria una cena familiar.

A través de una iniciación gradual en los diversos ritos litúrgicos, vivida en pequeños grupos homogéneos, el individuo puede adquirir una base de comunicación que le consentirá después el paso a la capacidad de comunicarse simbólicamente incluso con grupos heterogéneos y de mayor amplitud. Sólo una reunión litúrgica formada por grupos con fuerte cohesión entre ellos, y que consigue encontrar en la celebración una dimensión en la que todos se reconozcan, puede hacer de la celebración litúrgica una fuente auténtica de experiencia y de comunicación simbólica incluso en un macro-grupo. De aquí­ nace la conciencia de una identidad común, sentida realmente como tal, que consiente después una dinámica de grupo, que a su vez modela y estructura tanto la conciencia de los participantes como su capacidad de comunicar a nivel eclesial.

Para obtener este resultado, además de una adecuada formación, son necesarios otros elementos. Ante todo, la cohesión de un grupo no se presupone, sino que se verifica; y, en nuestro caso, no sólo por sus necesidades psicosociales de cohesión o de identidad, sino por su relación explí­cita con el misterio de Cristo y con la iglesia como espacio real en el que vivir este misterio. También es necesario que el rito litúrgico manifieste sin ambigüedades un papel definido y activo para todos los participantes, hasta el punto de que sentirse espectadores deberí­a dar lugar a la intolerancia. Finalmente, las relaciones entre las estructuras eclesiales organizativas e institucionales y las dimensiones litúrgicas deberí­an ser analizadas a menudo comunitanamente, para evitar que se tenga la sensación de sentirse rebaño por parte de la mayorí­a de la asamblea litúrgica.

VII. Conclusiones
Aunque la liturgia se exprese con sí­mbolos transhistóricos y transculturales, sin embargo, el individuo y el grupo forman necesariamente parte de una determinada cultura y de una determinada situación espacio-temporal. Esto implica una constante atención al emerger de nuevas modalidades de vivir los diversos sí­mbolos litúrgicos, así­ como al declinar de las estructuras rituales que han perdido su carga comunicativa y transformadora. Si no se presta una vigilante atención a esto, la liturgia, como cualquier otro sí­mbolo inadecuado, produce un sentimiento de pasividad e incluso de destructividad en quien la celebra. La verdad de lo que se celebra y del código verbal y gesticular que se emplea, la capacidad y el coraje de no ignorar los problemas provenientes de participar grandes multitudes en el rito litúrgico sin que esas multitudes sean el resultado de grupos menores formados sobre la base de una cohesión y de una identidad anteriores a su encuentro en el macro-grupo (con el peligro de la pérdida de identidad de los participantes en un rito vital), son condiciones necesarias para que la celebración litúrgica conserve y renueve su capacidad de incidir en la vida y en los modelos culturales de las diversas sociedades.

Los recientes estudios dedicados a la -> religiosidad popular han manifestado la importancia de aquellos sistemas rituales, que por haber nacido precisamente de una simbiosis entre la transmisión del mensaje cristiano y la realidad cotidiana, han formado una conciencia religiosa popular que ha mantenido viva la fe, pese a sus limitaciones, incluso en condiciones ambientales de descristianización. La atenta observancia y asimilación de los valores y de las exigencias más profundas, y justo por esto emergentes de las diversas situaciones particulares, así­ como el uso pleno y responsable de la vasta gama de posibilidades que ofrece la liturgia renovada del Vat. II, permiten adaptar a la edad, a las caracterí­sticas socioculturales y a las exigencias particulares las diversas expresiones de la liturgia cristiana.

Hay que tener presente que el sí­mbolo no se repite de modo automático, ni la estructura ritual se hace evidente a la participación y a la percepción de un grupo por el mero hecho de ser celebrada. La dimensión simbólica y su manifestación ritual requieren que el rito sea celebrado cada vez de modo creativo. La estructura ritual, pues, deberá ser realizada creativamente incluso en su celebración cotidiana, a través de una l animación consciente y preparada, que tenga siempre presentes las caracterí­sticas y las variables del grupo al que se dirige y de sus componentes. Sólo cuando la liturgia se convierte, tanto en sus animadores designados por su ministerio (obispo y ministros ordenados) como en los demás componentes, en compromiso constructivo y creativo, aunque repetido y hasta cotidiano; sólo cuando llega a ser sentida verdaderamente como «opus Dei», será verdaderamente capaz de transformar e integrar en la dimensión del misterio toda forma de experiencia personal y social.

[-> Signo/Sí­mbolo; -> Comunicación en la eucaristí­a].

L. M. Pinkus

BIBLIOGRAFíA: Dolto F.-Pohier J., El poder de la bendición sobre la identidad psí­quica, en «Concilium» 198 (1985) 243-257; Floristán C., La mentalidad religiosa simbólica, en «Phase» 34 (1966) 308-315; Greeley A., Simbolismo religioso, liturgia y comunidad, en «Concilium» 62 (1971) 218-231; Eliade M., Mitos, sueños y misterios. Revelaciones sobre un mundo religioso y transcendente. Fabril, Buenos Aires 1961; Imágenes y sí­mbolos, Taurus, Madrid 19742; Jung C.G., Simbologí­a del espí­ritu, Fondo de Cultura Económica, México 1962; El hombre y sus sí­mbolos, Aguilar, Madrid 1967; Kennedy E.C., Valor del rito religioso para el equilibrio psicológico, en «Concilium» 62 (1971) 212-218; Póll W., Psicologí­a de la religión, Herder, Barcelona 1969; Scharfenberg J., Madurez humana y sí­mbolos cristianos, en «Concilium» 132 (1978) 182-195; Vergote A., Psicologí­a religiosa, Taurus, Madrid 19753; Zunini G.-Pupi A., Psicologí­a de la religión, en DTl 3, Sí­gueme, Salamanca 1982, 961-982. Véase también la bibliografí­a de Antropologí­a cultural, Sagrado y Signo/Sí­mbolo.

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

SUMARIO:.I. La psique humana: 1. La interioridad del hombre; 2. La religión del corazón; 3. Conciencia y responsabilidad de la persona. II. Interés psicológico de los narradores de Israel. III. La profundidad psicológica de la experiencia profética. IV. El yo de los orantes en el salterio. V. La psicologí­a de Jesús. VI. El mundo interior de Pablo.

Por lo regular, esta «voz» no aparece en los diccionarios bí­blicos. La voluminosa Teologí­a del AT de G. von Rad ofrece en el í­ndice sólo alguna referencia esporádica, mientras que se puede advertir su ausencia total en el í­ndice de la Teologí­a del NT de R. Bultmann. Y, sin embargo, no se puede decir ciertamente que los libros de la Sagrada Escritura desatiendan la dimensión psicológica. Ante todo consignan concepciones antropológicas precisas, concediendo particular atención a la psique humana. Por otra parte, el interés predominante por la historia del pueblo israelita y de las comunidades cristianas de los orí­genes no quita espacio a la subjetividad y a la interioridad humana, que, antes al contrario, destacan con claridad en algunas expresiones literarias, como, por ejemplo, en el Salterio y las cartas de Pablo, donde el yo del orante israelita y del apóstol de los gentiles ocupa el primer puesto en la escena.

De modo particular, el interés de la Biblia versa sobre las reacciones interiores y profundas del hombre ante la iniciativa de gracia de Yhwh y del Padre de Jesucristo. Podrí­amos hablar al respecto de psicologí­a religiosa del hombre bí­blico, el cual, para usar una expresión de Pablo, si confiesa el «credo» con los labios, es con el corazón como cree; a la manifestación exterior y social corresponde la interioridad de la adhesión de fe (Rom 10:9-10). En resumen, la relación del hombre con Dios es campo privilegiado de un estudio teológico bí­blico.

I. LA PSIQUE HUMANA. Como lo dice la misma etimologí­a, la psicologí­a estudia la psique humana vista en sus múltiples sentimientos y en sus manifestaciones propiamente espirituales. Pero errarí­amos si en nuestro examen bí­blico nos limitásemos a analizar los textos caracterizados por la presencia del vocablo «alma» (psyjé, nefes). Nuestra atención debe dirigirse, por el contrario, sobre todo al término «corazón» (kardí­a, leb o lebab), preferido por los escritores bí­blicos para indicar el mundo interior del hombre, sus emociones, sus sentimientos, sus pensamientos, sus decisiones y tendencias, justamente lo que llamamos nosotros mundo psí­quico. En cambio, el significado fundamental de alma es el de vida o soplo vital, presente también en los animales y que en el hombre se presenta también como fuente de actividad psí­quica, sobre todo de carácter emotivo. Así­ se explica que H.W. Wolff -en realidad, de manera unilateral y maximalista- llegue a afirmar: «nunca es nefes el sujeto especí­fico de actividades espirituales» (Anthropologie de l’Ancien Testament, Labor et Fides, Ginebra 1973, 29).

Igualmente desde el punto de vista terminológico, debemos observar que el segundo vocablo bí­blico especí­ficamente expresivo de la interioridad humana es «riñones», usado frecuentemente en paralelismo o en coordinación con «corazón». En cambio, el término «espí­ritu» (pneúma, ruáh) expresa propiamente la chispa divina presente en el hombre, el cual se relaciona así­ con su creador (para los temas bí­blicos del «alma» y de «espí­ritu» véase / Hombre).

1. LA INTERIORIDAD DEL HOMBRE. Con el vocablo «corazón», o también «riñones», la Biblia subraya ante todo que el hombre es un ser bifronte o bidemensional: a su cara externa e inmediatamente perceptible se suma su rostro interior, profundo y escondido; su yo interior, dirí­amos nosotros, que no escapa a la mirada penetrante de Dios, ni tampoco al ojo penetrante del mismo interesado. Esta distinción, sin duda obvia, va acompañada a menudo significativamente de una valoración precisa: la verdad y autenticidad del hombre está en su mundo interior, y lo que aparece externamente tiene valor sólo si está en correspondencia con lo interior; en otro caso, resulta falso e inauténtico. Así­, el profeta Isaí­as, en nombre de Dios, reprende al pueblo que honra a Yhwh sólo de palabra y con los labios, mientras que su corazón está lejos (29,13). Reproche tomado por Jesús para estigmatizar la actitud hipócrita de los fariseos y escribas, que critican la conducta de los discí­pulos del rabbi de Galilea por descuidar las prescripciones acerca de lo puro y lo impuro (Mar 7:6 y par). De modo similar, Jeremí­as observa que Yhwh está cerca de la boca de los impí­os, pero lejos de sus riñones (Mar 12:7). Igualmente podemos citar las célebres antí­tesis bí­blicas: circuncisión del corazón y circuncisión de la carne (Rom 2:28-29; Jer 9:24-25); conversión de ritos penitenciales y conversión del corazón (Joe 2:12-13); lo que se ve y lo que hay en el corazón (2Co 5:12); separación de los ojos (prosopoi) y separación del corazón (kardí­ai: lTes 2,17); escritura en la piedra y escritura en el corazón (2Co 3:2-3; Jer 31:33).

El interior es un mundo que el hombre puede que consiga ocultar a los demás, pero no a Dios, el cual ve en el corazón (lSam 16,7), lo conoce (Heb 1:24), lo escruta (Jer 11:20; Sir 42:18; Heb 4:12-13), escruta el corazón y examina los riñones (Jer 17:10), ve los riñones y el corazón (Jer 20:12). La Biblia llega incluso a calificar a Dios como «el que conoce el corazón humano» (kardiognostes: Heb 1:24; Heb 15:8), el que sondea los corazones y los riñones (Sal 7:10; Jer 11:20).

Pues bien, lo í­ntimo del hombre (=el corazón) es la sede de sus sentimientos, pensamientos y proyectos. Así­ Eze 22:14 habla de resistencia del corazón para significar el coraje; Deu 28:47, de alegrí­a y satisfacción del corazón en el servicio de Dios, y Heb 14:17, del creador que llena de alegrí­a los corazones de los hombres. El anuncio de la partida de Jesús llena de tristeza el corazón de los discí­pulos (Jua 16:6), mientras que Pablo declara que siente un profundo dolor en su corazón por la incredulidad de sus «hermanos» israelitas (Rom 9:2). Oseas anuncia así­ antropomórficamente la compasión de Dios por su pueblo: «¿Cómo voy a abandonarte, Efraí­n; cómo voy a traicionarte, Israel…? Mi corazón se revuelve dentro de mí­ y todas mis entrañas se estremecen» (Rom 11:8). La altivez encuentra expresión plástica en la fórmula de exaltación del corazón (Gén 49:16; Deu 8:14). El deseo y el anhelo ardiente son atribuidos lo mismo al corazón que al alma: en Rom 10,1 Pablo habla del deseo de su corazón, y el libro de los Proverbios afirma que el deseo del alma del impí­o está vuelto al mal (Rom 21:10). Pero también la alegrí­a (Sal 86:4), la tristeza (Mat 26:38), el dolor (Lev 2:37) y la angustia (Rom 2:9) brotan del alma. Hay, pues, una identidad parcial de significado entre «corazón» y «alma».

Además, el corazón del hombre es la fuente de su actividad intelectiva. Si los ojos han sido dados para ver y los oí­dos para oí­r, Dios le ha dado al hombre el corazón para conocer (Deu 29:3). A Salomón, que en el sueño de Gabaón pidió no riqueza, sino la sabidurí­a necesaria para gobernar bien al pueblo, Yhwh le dio «un corazón sabio y prudente» (l Apo 3:12). Pro 18:15 habla de un «corazón inteligente que adquiere conocimiento». En su corazón medita Marí­a el significado de todo lo ocurrido en Belén (Luc 2:19). En Rom 1:21 Pablo imputa a los í­dolos el oscurecimiento del corazón. En todos estos pasajes la mejor traducción de leb/lebab y de kardí­a es «mente» o «espí­ritu».

Finalmente, la Biblia atribuye al corazón del hombre las decisiones y los proyectos operativos. Según Jer 23:20, Yhwh está empeñado en realizar «el designio de su corazón»; y Pablo, a propósito de la colecta, recomienda a los corintios: «Cada uno dé según lo que ha decidido en su corazón» (2Co 9:7).

2. LA RELIGIí“N DEL CORAZí“N. Las formas institucionales de la religiosidad israelita se presentan en los testimonios bí­blicos masivas e imponentes: templo, culto, sacerdocio, ley mosaica, tierra, rey. Sin embargo, lo central ahí­ es el valor de la adhesión interior, total y exclusiva a Yhwh, a su acción salvadora en la historia y a su voluntad exigente. Esto es cierto sobre todo gracias a la tradición deuteronomista, a Jeremí­as y Ezequiel, voces crí­ticas que combatieron la disociación entre esfera interior y exterior. Del Salterio hablaremos aparte después [/ IV].

La redacción deuteronomista [/ Deuteronomio] se coloca históricamente en tiempo del destierro, cuando Israel habí­a perdido los signos institucionales de su fe: templo, tierra, rey. ¿Cómo explicar tanta pérdida, y sobre todo, qué respuesta dar al interrogante angustioso sobre el futuro del pueblo? El deuteronomista tiene pronta la respuesta a las dos preguntas. Ante todo, Israel paga así­ su infidelidad a Yhwh, infidelidad que por encima de las formas externas ha atacado el mundo interior de las personas: el corazón de Israel se ha alejado de Yhwh (Deu 29:17), ha sido seducido por los í­dolos (Deu 11:16), se ha desviado (Deu 30:17). Hay, sin embargo, un futuro positivo para el pueblo: la vuelta a la tierra, que significa, en último análisis, retorno a vivir (Deu 30:6). Pero con una condición precisa: convertirse a Yhwh «con todo el corazón y con toda el alma» (Deu 30:7; cf I Apo 8:47), amarlo «con todo el corazón y con toda el alma», es decir, con total entrega (Deu 6:5; Deu 30:6), servirlo «con todo el corazón y con toda el alma» (Deu 10:12; Deu 11:13), buscarlo «con todo el corazón y con toda el alma» (Deu 4:29), poner en práctica su ley «con todo el corazón y con toda el alma» (Deu 26:16), grabar su palabra en el corazón (Deu 6:6), circuncidar el propio corazón (Deu 10:16). Como se ve, se trata de una vuelta a Yhwh que implica a toda la persona y compromete el yo profundo. Pero a esta invitación apremiante junta el deuteronomista la promesa de que Yhwh intervendrá en persona para circuncidar el corazón de los miembros de su pueblo (Deu 30:6) y para darle un corazón capaz de conocer y reconocer a su Dios (Deu 29:3).

Jeremí­as, que intuyó que la situación del reino de Judá se precipitaba hacia la catástrofe, no tiene ya confianza en las reformas religiosas realizadas tiempo atrás por Ezequí­as y recientemente por Josí­as, ni recurre a las llamadas al pueblo, convencido de que el pecado original de sus contemporáneos, a saber: la idolatrí­a, ha echado raí­ces tan profundas en el interior de las personas que hace imposible un cambio de decisión y de comportamiento. El corazón del pueblo se ha desviado y es rebelde (Deu 5:23); los jerosolimitanos obran de acuerdo con la obstinación y la dureza de su corazón (Deu 7:24; Deu 9:13; Deu 16:12; Deu 18:12; Deu 23:17); su corazón está incircunciso, y por tanto de nada sirve la circuncisión de la carne (Deu 9:25-26). Puede que hayan realizado signos ritualistas de penitencia, pero no se han convertido a Yhwh con todo el corazón (Deu 3:10). Así­ como el etí­ope no puede cambiar su piel y la pantera su pelo, así­ los israelitas son impotentes para hacer el bien, por haberse convertido en ellos el mal en una segunda naturaleza (Deu 13:23). En resumen, el yo profundo de la persona ha perdido su cometido de guí­a de la acción.

Sin embargo, no le falta al profeta de Anatot la esperanza: Dios mismo intervendrá para cambiar el corazón humano haciéndolo dócil y obediente: «Les daré un corazón para que me conozcan, porque yo soy el Señor» (Deu 24:7); «Y les daré otro corazón y otro camino para que me respeten siempre, en bien suyo y de sus hijos después de ellos… Pondré también mi temor en su corazón, a fin de que no se alejen de mí­» (Deu 32:39-40). Las exigencias divinas de la alianza serán esculpidas en el corazón de los israelitas, y no ya en tablas de piedra, como en el Sinaí­ (Deu 31:33). Así­ pues, el centro de las decisiones del hombre será transformado de modo que haga concretamente posible la obediencia a Dios. Se iniciará así­ una nueva alianza, en la cual será la gracia divina la que asegure la fidelidad del socio humano (Deu 24:7 y 31,31-34).

También Ezequiel dirige su atención a las raí­ces de la práctica idolátrica, en la cual se consuma la infidelidad del pueblo. Los í­dolos ocupan el corazón de los israelitas, afirma el profeta (20,16 y 11,21). Si Oseas sobre todo habí­a denunciado la prostitución exterior de Israel, es decir, sus comportamientos idolátricos, Ezequiel llega a hablar de corazón «prostituido» o «adúltero» (6,9). El centro de las decisiones de la persona se ha endurecido, se ha vuelto impermeable a toda llamada a la conversión (2,4; 3,7, 16,30). Con una expresión plástica, lo define Ezequiel «un corazón de piedra» (36,26 y 11,19).

Al radicalismo de la denuncia del pecado corresponde en Ezequiel una fuerte esperanza para el futuro, cuando el mismo Yhwh renueve el yo interior de las personas, haciéndolo capaz de opciones de obediencia al querer divino: «Les daré otro corazón e infundiré en ellos un espí­ritu nuevo; quitaré de su pecho el corazón de carne para que caminen conforme a mis leyes, guarden mis preceptos y los pongan en práctica. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios» (11,19-20); «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espí­ritu nuevo; quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espí­ritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos, observando y guardando mis leyes. Habitaréis entonces en la tierra que di a vuestros padres, seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (36,26-28). En otros términos, el centro de decisión (corazón) estará movido por un dinamismo sobrenatural (espí­ritu) de obediencia y de entrega concreta a Yhwh.

En el NT nos basta aludir en primer lugar a la proclamación de Jesús de Mar 7:15.21, donde, oponiéndose a las prescripciones del AT y judí­as sobre lo puro y lo impuro, impugna la ideologí­a subyacente a ello: la fuente del mal y la esfera de las fuerzas de la muerte no es de carácter cosista (determinados alimentos, flujo menstrual, contacto con los cadáveres, etc.), sino el yo interior de la persona (el corazón), de donde brotan las decisiones y los comportamientos consiguientes que echan al hombre en brazos de la muerte. No podemos, además, pasar en silencio el testimonio de Pablo, que relativiza la circuncisión carnal para acentuar la importancia de la circuncisión del corazón: «Da igual estar o no circuncidado; lo que importa es ser un hombre nuevo» (Gál 6:15); «Porque no es judí­o el que lo es exteriormente, ni es circuncisión la que aparece exteriormente en la carne; sino que es judí­o el que lo es en lo interior, y la verdadera circuncisión es la del corazón, según el espí­ritu, no según la letra» (Rom 2:28-29). Por no hablar de la insistencia paulina según la cual el Espí­ritu y la agape se han derramado en el corazón de los creyentes (Gál 4:6 y Rom 5:5), capacitándolos así­ para llevar una existencia nueva, propia de los últimos tiempos.

3. CONCIENCIA Y RESPONSABILIDAD DE LA PERSONA. Escribe excelentemente C. Maurer: «Es altamente sorprendente que el AT no forjara ningún término para indicar la conciencia. Ello depende de la particular antropologí­a veterotestamentaria. Lo que determina fundamentalmente al hombre es su ser frente a Yhwh, el Dios de la revelación» (GLNT XIII, 296). En realidad, los hombres de la Biblia obtienen el conocimiento del bien y del mal de la palabra divina. La escucha, no la introspección, es la luz que ilumina el camino que han de recorrer. Por otra parte, el AT evidencia con fuerza el yo de la persona, que toma conciencia de sí­ (= conciencia ontológica) justamente en la confrontación con la autorrevelación divina. De particular importancia son a este respecto los cantos individuales del Salterio, el fenómeno caracterí­stico de los profetas y las confesiones de Jeremí­as; y en el NT ocupa el primer plano el yo de Jesús y de Pablo. A continuación hablaremos de ello (en III-VI).

En el NT le debemos a Pablo probablemente la introducción del vocablo syneí­desis, presente en sus cartas con significado propio. Nótese ante todo la observación estadí­stica de C. Maurer: «No menos de ocho de los 14 pasajes paulinos se concentran en la discusión acerca de los idolotitos (lCor 8,7-13; 10,25-30)» (GLNT XIII, 312). En la Iglesia de Corinto algunos creyentes, poco iluminados pero muy piadosos, tení­an escrúpulos de comer la carne de animales inmolados a divinidades paganas, carne vendida en las carnicerí­as públicas (= idolotitos), temerosos de pecar de idolatrí­a. Otros, en cambio, de la profesión monoteí­sta de su fe obtení­an la persuasión interna de la nulidad de los dioses paganos, y consiguientemente de la insignificancia religiosa de los idolotitos; por eso los comí­an con tranquilidad de conciencia, pero terminando así­ por dar escándalo a sus hermanos débiles o de conciencia «débil». Al tomar posición, Pablo confiesa que comparte la libertad de conciencia de los llamados fuertes, pero les reprocha su ostentación individualista y el no preocuparse de los «débiles». Libertad interior de conciencia y consiguiente libertad moral de acción, desde luego; pero todaví­a más, en la vida asociada debe valer el principio supremo de la agape, de la atención solí­cita hacia el hermano y a su conciencia, teóricamente equivocada, pero para él guí­a obligada de su obrar. Sobre todo hay que notar en Pablo la conexión estrechí­sima entre conocimiento (gnósis), conciencia o juicio interior y libertad de acción (exousí­a o eleuzerí­a). El conocimiento por fe del único Dios es el origen de la persuasión interior de que es posible comer los idolotitos sin incurrir en idolatrí­a. Pero en personas expuestas a resistencias muy fuertes, esa conciencia no consigue producir el juicio interior liberador del obrar humano frente a los idolotitos.

De todos modos, se puede concluir que para Pablo la conciencia interior, iluminada o no, es criterio moral de acción y que es preciso seguir cuanto ella dicta (cf también Rom 2:15).

No es diverso el significado de syneí­desis en Rom 13:5, donde el apóstol insta a los creyentes de Roma a cumplir fielmente los deberes cí­vicos, en particular el de pagar los tributos; han de estar animados no sólo por la fuerza intimidatoria de la pena, sino que han de obrar por motivo de conciencia, es decir, impulsados por la persuasión de que el Estado es querido por Dios, y que por tanto el deber cí­vico se funda últimamente en el querer divino.

Pero Pablo afirma claramente en lCor 4,4 el lí­mite de la voz de la propia conciencia, vista aquí­ como juez que valora nuestra conducta pasada. En concreto, mirando dentro de sí­, no descubre él ningún motivo de reproche (elénjesthai, élenjos); sin embargo, no por eso se considera plenamente en orden frente a Dios; sólo el veredicto de la palabra del juez divino es infalible: «… No me siento culpable [synoida, verbo correspondiente al sustantivo syneí­desis], de nada; pero no por esto quedo justificado [dedikaí­omai]. Quien me juzga es el Señor».

Los escritos pospaulinos regularmente califican la «conciencia» con los adjetivos «buena» (agathé: Heb 23:1; 1Ti 1:5.19; 1Pe 3:16.21), «pura» (kathará: 1Ti 3:9; 2Ti 1:3), «hermosa» (kalé: Heb 13:18), «irreprensible» (apróskopos: Heb 24:16), pero también «malvada» (ponerá: Heb 10:22). El significado tiende a descualificarse. Por algo syneí­desis y pí­stis (fe) aparecen con frecuencia en paralelismo o en coordinación. Está para indicar el ser cristiano en general, creado por la gracia de Dios.

II. INTERES PSICOLí“GICO DE LOS NARRADORES DE ISRAEL. En realidad, se deberí­a hablar de desinterés de los historiadores israelitas, atentos en sus obras a evidenciar la acción histórico-salví­fica de Yhwh y la reacción concreta de fidelidad o no del pueblo a la iniciativa divina. Véase, por ejemplo, la narración del sacrificio de Isaac, en Gén 22, donde no se dice absolutamente nada de los sentimientos de / Abrahán, llamado por Dios a sacrificar a su hijo único; el relato sigue el carril de la mención del mandato divino y de la ejecución humana. Mas no faltan excepciones significativas, y sobre ellas queremos llamar la atención.

Ante todo, la tradición yahvista se detiene en el proceso psicológico que llevó a Eva a la transgresión del mandato divino (Gén 3). La insinuante «serpiente» subraya lo odioso de la prescripción de Yhwh: «¿Es cierto que os ha dicho Dios: No comáis de ningún árbol del jardí­n?» (v. 1); pero la mujer rectifica, aunque exagerando la prohibición del Creador, que ella, indebidamente, extiende a tocar el fruto del árbol puesto en medio del jardí­n, cuando Dios habí­a prohibido sólo comer de él. Luego el tentador intenta abrir brecha incoando un proceso contra las intenciones de Yhwh: a la trasgresión no seguirí­a ninguna muerte; es más, al comer, los progenitores se harí­an iguales a Dios. Se contempla así­ un verdadero y auténtico sueño de autodeificación del hombre. Al desencadenamiento del deseo sigue la cesión externa y de hecho de la mujer: «La mujer vio que el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista y deseable para adquirir sabidurí­a» (v. 6). El pecado «original» del hombre tiene sus raí­ces en el santuario de su yo, que llega a la autoafirmación orgullosa y titánica.

Sobre el fondo de la historia de José destaca un asunto familiar henchido de preferencias, sueños de gloria, celos, envidias, odios, sentimientos de culpa y fuertes emociones. En particular son dignos de notarse los encuentros de José con sus hermanos (Gén 42ss). Al principio José, recordando los sueños que habí­a tenido tiempo atrás en la casa paterna, se muestra severo (Gén 42:7-9). Los hermanos, por su parte, se sienten culpables de haber vendido al hermano, y por ello pagan ahora el precio en justo castigo divino (Gén 42:21). José, emocionado al oí­r las palabras que expresan estos sentimientos profundos de culpa, es incapaz de contener las lágrimas, aunque no en su presencia (Gén 42:24). Luego, cuando Benjamí­n baja a Egipto, su emoción al ver al hermano más pequeño es profunda: «José salió apresuradamente porque estaba muy emocionado a la vista de su hermano y se le saltaban las lágrimas» (Gén 43:30). Por su parte, el propósito de retener a Benjamí­n empuja a Judá a conjurar al hermano aún desconocido: «… Nosotros respondimos a mi señor: `Tenemos un padre ya anciano y un hermano que le nació en la vejez; un hermano suyo ha muerto, por lo que le quedó él solo de aquella mujer, y su padre le quiere mucho’… Si ahora vuelvo a tu siervo, mi padre, y no va con nosotros el muchacho…, morirá» (Gén 44:20.30.31). La emoción llega a su ápice en la escena del reconocimiento (Gén 45:1-3.14-15.15). Al conocer la noticia de que José está vivo, el espí­ritu de Jacob se reanimó, observa el autor (Gén 45:27). Y el anciano patriarca exclama: «Sí­, José, mi hijo está vivo todaví­a. Iré y lo veré antes de morir» (Gén 45:28). Conmovedora es también la escena del encuentro del anciano padre con el hijo reencontrado ( Gén 46:29-30).

Finalmente, se impone la narración viva y dramática de la historia de Saúl, animado por sentimientos oscilantes hacia / David, amado y odiado, admirado y temido. Atormentado por angustias y terrores, Saúl es tranquilizado por la música de David, al cual el receloso rey «tomó mucho cariño» (1Sa 16:14-23). Pero luego los triunfos de David, guerrero vencedor, suscitan en Saúl ira, disgusto y celos (1Sa 18:6-9). Los excesos paranoicos del primer rey israelita le impulsan incluso a propósitos y tentativas de matar a David, que consigue huir, suscitando así­ en el supersticioso rey Saúl temor sagrado ante la evidente protección divina del rival (l Sam 18,10-29; cf c. 19). Altamente emocionante, finalmente, es el encuentro a distancia de ambos, Saúl perseguidor y David perseguido, después de haber éste perdonado la vida de aquél: Saúl reconoce la superioridad moral de David, confiesa su culpa para con él, sabe que el rival será su sucesor e implora su benevolencia para sus hijos (lSam 24,17-23). La escena se repite poco después, y Saúl exclama: «He pecado. Vuelve, hijo mí­o, David, pues no volveré a hacerte mal, porque mi vida ha sido hoy preciosa a tus ojos. He obrado como un insensato y me he engañado lamentablemente» (lSam 26,21).

Una historia, pues, narrada con mirada penetrante en la psicologí­a de Saúl. Del mismo modo, el autor de la historia de la subida de David al trono evidencia con pocas pero eficaces pinceladas el profundo sentimiento de Jonatán hacia David: «Cuando David terminó de hablar con Saúl, Jonatán quedó prendado de David, y Jonatán comenzó a amarlo como a sí­ mismo» (lSam 18,1; cf 19,1 y 20,17). ¡Y se trataba nada menos que de su competidor al trono de Israel!
III. LA PROFUNDIDAD PSICOLí“GICA DE LA EXPERIENCIA PROFETICA. Todos los profetas de Israel demuestran la viva conciencia de ser portadores de una palabra de Dios al pueblo. Así­ se explican las fórmulas reiteradas con que comienzan y concluyen sus oráculos: «Palabra del Señor», «Oráculo del Señor», «Así­ habla el Señor», «El Señor me dijo/me habló», «Me llegó la palabra del Señor», «Visión del Señor», «Así­ me hizo ver el Señor». Palabra divina que ellos son perfectamente conscientes de haber recibido del mismo Dios, como se ve con toda evidencia en los relatos de vocación en primera persona. [/ Profecí­a.]
En términos generales, / Amós afirma que Dios no hace nada sin haber revelado su plan de acción a los profetas, sus servidores, movidos por él irresistiblemente a proclamar su palabra al pueblo (3,7-8). En virtud de esta inquebrantable certeza interior, ninguna amenaza consigue hacerles callar. Por ejemplo, si Amasí­as, el sumo sacerdote del templo de Betel, le ordena que se vaya de Samaria, Amós responderá con valentí­a que no es un profeta de oficio, sino un profeta elegido por Yhwh, el cual le ha confiado este encargo preciso: «Ve, profetiza a mi pueblo Israel» (7,14-15).

/ Isaí­as confiesa que es el mensajero de Yhwh, del Santo de Israel, enviado por él al pueblo: «Y oí­ la voz del Señor, que decí­a: `¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?’ Y respondí­: `Aquí­ estoy yo, mándame a mí­’. El me dijo: `Vete y dile a este pueblo…’ » (6,8-9).

Más articulado es el relato de vocación de / Jeremí­as (c. 1). Ante todo, el profeta de Anatot declara su convicción de haber sido elegido por Yhwh ya antes del nacimiento y de la concepción: una verdadera y auténtica predestinación de gracia a la función profética. Si intenta sustraerse aduciendo el motivo de su corta edad que le impedí­a gozar de autoridad para hablar en público, Dios no atenderá a razones: «No digas: soy joven, porque adonde yo te enví­e irás, y todo lo que te ordene dirás» (v. 7). No faltan expresiones plásticas para indicar la inefable experiencia de recepción del mensaje divino: «El Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: `Yo pongo mis palabras en tu boca'» (v. 9). Más en concreto, la palabra de Dios puede llegarle al profeta a través de la observación ocasional de objetos externos que, a la luz de la revelación divina, asumen significados simbólicos. Así­, mirando un ramo de almendro, Jeremí­as advierte dentro de sí­ la inspiración divina.iluminadora: «Yo velo por mi palabra para qüe’ sé cumpla» (v. 12). De hecho, «almendro» en hebreo se indica con un vocablo que significa «vigilante». Igualmente una olla hirviendo está ante los ojos del profeta, que oye decir: «Desde el norte se derramará la desgracia sobre todos los habitantes de la tierra» (v. 14).

Por su parte, / Ezequiel habla de la mano del Señor que está sobre él (1,3; 3,22; etc.), del espí­ritu de Dios que lo dirige (11,1.24; 3,14; etc.), de la vocación divina expresada primero en forma tradicional: «Hijo de hombre, yo te enví­o a los israelitas… Les comunicarás mis palabras» (2,3.7), y luego de modo original con la orden de tragar el volumen de las palabras de Yhwh (2,8-3,3). No menos original es su persuasión de haber sido constituido centinela del pueblo, atento y pronto a dar la voz de alarma al acercarse el enemigo (3,17ss).

Se trata, evidentemente, de experiencias mí­sticas, extraordinarias, indecibles. Sus beneficiarios intentan hablar de ellas recurriendo a un lenguaje aproximativo: han escuchado la palabra de Dios, han tenido visiones de origen divino, han comido el volumen con las palabras de Yhwh escritas por un lado y por otro. En cualquier caso, es evidente su convicción interior de proclamar un mensaje divino, no propio. La autoconciencia de ser portador de la palabra de Dios define propiamente la identidad del profeta israelita.

Tenemos, luego, una identificación precisa del profeta en el mensaje proclamado. Portador de una palabra ajena, no por eso se presenta como transmisor mecánico, indiferente y neutral. En realidad, se implica en ello profundamente, también desde el punto de vista emotivo. Así­, el no de Yhwh al reino de Samaria, destinado a la ruina por ser infiel, encuentra en Amós un intérprete duro y despiadado. El fracaso de la misión profética de Isaí­as entre los habitantes de Jerusalén de su tiempo no conmueve la seguridad interior del profeta, que de todos modos advierte la eficacia de la palabra divina por él proclamada; una eficacia paradójica, porque a causa del rechazo del pueblo se trasforma en factor de juicio: «Embota el corazón de este pueblo, endurece su oí­do, ciega sus ojos, de suerte que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oí­dos, ni entienda con su corazón, ni se convierta, ni se cure» (6,10). En resumen, Isaí­as ejerce a maravilla la función del acusador público.

En cambio Jeremí­as manifiesta una evidente solidaridad con el pueblo destinado a la catástrofe; el mensaje de denuncia y de juicio llena su ánimo de sufrimiento indecible: «Me invade la tristeza, desfallece mi corazón, se escucha el grito de angustia de la hija de mi pueblo… Por la herida de la hija de mi pueblo estoy herido, angustiado; el espanto me invade… ¡Quién convirtiera en fuente mi cabeza y mis ojos en manantial de lágrimas, para llorar dí­a y noche a los muertos de la hija de mi pueblo!» (8,18b-19a.21.23). Desearí­a incluso huir al desierto y abandonar al pueblo a su destino (9,1); pero, de hecho, no deja su puesto de responsabilidad.

Ezequiel siente con claridad su deber de responsabilidad ante Dios, que lo ha elegido como profeta centinela, y para con el pueblo rebelde, al cual dirige una última llamada para que se arrepienta (3,17ss; c. 18).

El anuncio del castigo sin compasión de la impí­a Ní­nive encuentra en el nacionalista / Nahún un lenguaje violento que manifiesta la profunda participación del profeta en la ruina del odiado enemigo.

En tercer lugar, Jeremí­as constituye el único ejemplo, y por ello muy precioso e insustituible, en el que aparece la historia interior de un profeta empeñado en el cumplimiento de su misión. Las dificultades externas, más o menos grandes, que constelaron la existencia de los profetas son un lugar común en los testimonios del AT. Sólo de Jeremí­as, sin embargo, se atestiguan sus dificultades interiores: las dudas, el sentido de frustración y de traición, los momentos de desaliento y de desesperación, las noches oscuras del espí­ritu. Y todo esto expresado en monólogos angustiosos yen diálogos dramáticos con Dios. En resumen, el libro de Jeremí­as no deja duda alguna sobre la graví­sima crisis que sacudió al profeta de Anatot. Nos referimos a cinco pasajes: 11,18-12,6; 15,10-21; 17,14-18; 18,18-23; 20,7-18, definidos acertadamente como las confesiones de Jeremí­as. Se trata de una crisis ocasionada por el exterior: el profeta es ví­ctima de engañosas maquinaciones de sus conciudadanos: «Yo era como un manso cordero que es llevado al matadero, ignorante de las tramas que estaban urdiendo contra mí­» (11,19; cf 18,18; 20,10). Con amenazas de muerte quieren cerrarle la boca (11,21; 18,20). Advierte que es un signo de contradicción, maldecido por todos (15,10) y objeto de burla (20,7-8). Por otra parte, Dios le parece del todo ausente; sin embargo, él cumple fielmente la misión recibida. Por eso le reprocha a Yhwh la lentitud en el obrar de su cólera (15,15) y le hace preguntas que son otros tantos reproches durí­simos: «¿Por qué mi dolor no tiene fin? ¿Por qué mi herida es incurable, indócil al remedio? ¿Vas a ser para mí­ como un arroyo engañador, de aguas caprichosas?» (15,18). Se siente de algún modo violentado y burlado por su Señor, que ha prevalecido sobre su resistencia: «Tú me has seducido, Señor, y yo me he dejado seducir; has sido más fuerte que yo, me has podido. Me he convertido en irrisión continua, todos se burlan de mí­. Pues cada vez que hablo tengo que gritar y proclamar: `¡Violencia y ruina!’ La palabra del Señor es para mí­ oprobio y burla todo el dí­a» (20,7-8). Por un momento, pensó incluso en abandonar: «No hablaré más en su nombre» (20,9). En el ápice de su noche oscura, atenazado por la desesperación, maldice el dí­a de su nacimiento, y pregunta, no sin arrogancia, a Yhwh, por qué no transformó el seno de su madre en una tumba (20,14-18).

Por toda respuesta, Dios le reprende severamente, invitándole a volver sobre sí­ mismo y a fiarse ciegamente de él (15,19-21). Por otra parte, el mismo Jeremí­as, si por un lado no quiere ya hacer de profeta, por otro advierte un impulso interior que le empuja eficazmente a proseguir en la misión profética (20,9). Seguirá caminando en la oscuridad de la fe, fortalecido sólo con la promesa de que Yhwh será su escudo. Mientras, sus adversarios prosperan y se burlan de él. Sus imprecaciones contra ellos, presentes en casi todos los pasajes de sus confesiones, serán palabras al aire; la invocación del juez divino no surtirá ningún efecto. Está llamado a vivir en las tinieblas del viernes santo sin perspectiva alguna de la aurora de la mañana de pascua.

IV. EL YO DE LOS ORANTES EN EL SALTERIO. Si en el pasado no han faltado impugnaciones, al presente es cierto que el yo de decenas de salmos debe entenderse en clave individual: es la voz de israelitas particulares, que en la oración abrieron su espí­ritu a Dios. Tenemos así­ la posibilidad de conocer la tí­pica religiosidad interior que animó a generaciones enteras del pueblo de Israel. En efecto, una vez entrados en la colección oficial del Salterio, estos cantos, brotados del corazón de esta o de aquella persona, fueron continuamente repetidos y releí­dos en la liturgia, convirtiéndose así­ en patrimonio común. En nuestro estudio se impone la tarea de evidenciar la gama entera de sentimientos, emociones, estados de ánimo, propósitos, protestas interiores, dudas de fe y esperanzas expresados en estos cantos, que nos ofrecen un espectro completo de las tonalidades de la psicologí­a religiosa de los devotos israelitas de la Biblia [/ Salmos].

Si son pocos los salmos centrados en la confianza o en la esperanza (cf, por ejemplo, Sal 3:4, Sal 3:11, Sal 3:16), en muchos cantos individuales encontramos esta actitud profunda. El orante del Sal 3 confiesa que Yhwh es su escudo (v. 4); por eso no será presa del miedo, ni aunque un ejército de adversarios vaya contra él (v. 7). Más expresivo es el lenguaje del confiado protagonista del Sal 18: «Señor, tú eres mi fuerza, mi roca, mi fortaleza, mi libertador, mi Dios, mi roca donde yo me refugio, mi escudo protector, mi salvación, mi asilo» (v. 3). El canto del Sal 11 no sigue el consejo de amigos de acogerse a una zona montañosa, abandonando un ambiente social corrompido y corruptor; elige refugiarse junto al Señor (v. 1). La imagen del pastor sirve al autor del Sal 23 para expresar su convicción í­ntima de hombre protegido por Dios: «El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace reposar, me conduce hacia las aguas del remanso…; aunque vaya por un valle tenebroso, no tengo miedo a nada, porque tú estás conmigo; tu voz y tu cayado me sostienen» (vv. 1-2.4). Ni siquiera la amenaza de ser arrojado por la muerte en el se’ol conmueve la seguridad del poeta del Sal 16. Finalmente, una animosa fides caracteriza al Sal 27: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién podré temer? El Señor es la fortaleza de mi vida, ¿ante quién puedo temblar?… Aunque un ejército acampe contra mí­, mi corazón no teme; aunque una guerra estalle contra mí­, estoy tranquilo» (vv. 1.3).

De todas formas, es preponderante en los cantos individuales del Salterio el género literario del lamento. Resuena en él la voz de personas diversamente probadas: enfermedad, peligro de muerte, acusación judicial injusta, destierro, persecución, escarnio, vejación, abandono, traición de amigos y allegados, vida culpable, desgracia. Se trata de situaciones objetivas vividas en í­ntimo diálogo con Dios. El cantor del Sal 22 está angustiado sobre todo por el silencio de su Señor, que le parece ausente e inoperante: «Dios mí­o, Dios mí­o, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, no acudes a salvarme; Dios mí­o, de dí­a te llamo y tú no respondes; de noche, y tú no me haces caso» (vv. 2-3). El protagonista del Sal 69 se siente como el que tiene el agua al cuello y se hunde en un abismo tenebroso (vv. 2-3). En el Sal 55 se expresa el sufrimiento desgarrador por la traición del amigo del alma: «Si un enemigo me ultrajara, yo lo soportarí­a; si un adversario se alzara contra mí­, de él me esconderí­a; pero eres tú, un hombre de los mí­os; mi familiar, mi amigo í­ntimo» (vv. 13-14). Un sentimiento de abandono y de soledad caracteriza la oración del Sal 102: «Soy como el búho en el desierto, como la lechuza entre ruinas; no duermo nada, soy como pájaro solitario en el tejado» (vv. 7-8). Es un hombre acabado el que hace oí­r su palabra en el Sal 88: «Mi vida está llena de desgracias y estoy al borde del abismo; ya me cuentan entre los moribundos, soy un hombre acabado; me han recluido entre los muertos, como los que cayeron y yacen en la tumba» (vv. 4-6). El Sal 71 es la patética oración de un anciano, que al cabo de una vida devota invoca la ayuda de Dios: «No me rechaces ahora que soy viejo, no me abandones cuando me faltan ya las fuerzas…; ahora que estoy viejo y encanecido, oh Dios, no me abandones» (vv. 9 y 18). Un vivo y sincero arrepentimiento caracteriza al Sal 51: el protagonista, con el corazón contrito, confiesa a Dios su pecado e invoca la intervención divina de la gracia para crear dentro de él un corazón puro y un espí­ritu firme. Pero también hay quien manifiesta su inocencia (cf Sal 26).

Verdaderas y auténticas dudas de fe recorren al cantor del Sal 77, el cual, ante la tragedia de Israel, quizá el destierro, se pregunta si Yhwh no ha rechazado para siempre a su pueblo y no ha desfallecido su fidelidad al socio de su alianza (vv. 4-7). Por eso pregunta a la historia, sacando una lección tranquilizadora. En el Sal 73 el cantor confiesa que sintió la tentación de traicionar su fidelidad a Dios y por poco no se ha hundido su confianza en Yhwh; ¿por qué prosperan los impí­os, mientras que los justos pasan dí­as de pasión? Pero meditando en el templo se ha hecho luz en su mente: la prosperidad de los malvados es efí­mera, mientras que los piadosos gozan para siempre de la comunión con Dios.

Son inumerables las invocaciones acongojadas al Señor: de él espera el devoto ayuda y protección. Hay que destacar aquí­ la fórmula tan repetida «Dios mí­o», que ya por sí­ sola evidencia una relación religiosa individualizada y personalizada «yo-tú» de excepcional densidad espiritual. No menos significativa es la libertad con que el orante interpela a su Dios con interrogantes apremiantes e impacientes: «¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? ¿Hasta cuándo tendré desazón en mi alma, y en mi corazón tristeza dí­a y noche? ¿Hasta cuándo va a triunfar mi enemigo sobre mí­?» (13,2-3). En realidad, ahí­ se pone de manifiesto la í­ntima convicción de que toda la vida depende de esta relación religiosa.

De indudable importancia psicológica son también las conmovedoras expresiones de deseo y de ardiente anhelo que distinguen á algunos salmos individuales. Así­ el Sal 42 nos pone ante el lamento nostálgico de un levita en tierra extraña, deseoso de visitar el templo y de encontrar en él a su Señor: «Como la cierva busca corrientes de agua, así­ mi alma te busca a ti, Dios mí­o; mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente; ¿cuándo podré ir a ver el rostro del Señor?» (vv. 2-3). Véase también el Sal 63:2 : «Oh Dios, tú eres mi Dios; desde el amanecer ya te estoy buscando, mi alma tiene sed de ti; en pos de ti mi ser entero desfallece, cual tierra de secano árida y falta de agua». La alegrí­a por el cumplimiento de un fuerte deseo brota del ánimo del devoto peregrino que va al templo de Jerusalén (Sal 84).

Un perfil del alma religiosa de los salmistas se destaca también de las frecuentes e impresionantes imprecaciones contra los adversarios: calumniadores, acusadores, opresores, escarnecedores. La sed de justicia se une a sentimientos agresivos y llenos de animosidad. Baste esta referencia; lo mismo que, por razones de espacio, nos limitamos a señalar el elemento laudatorio y eucarí­stico de la religiosidad de los salmos, expresada en los cantos de alabanza y de acción de gracias.

V. LA PSICOLOGíA DE JESÚS. Es de sobra sabido el carácter problemático de la aproximación crí­tica al /Jesús histórico, sobre todo a su personalidad. Por otra parte, parece injustificado un escepticismo radical, porque la investigación histórica realizada con los evangelios puede captar algunos rasgos caracterí­sticos de su imagen. Los evangelistas no se preocuparon ciertamente de darnos a conocer su psique, atentos a testimoniar los dichos y los hechos, cuanto obró y enseñó, como lo atestigua Heb 1:1. No obstante, queda abierta la puerta para penetrar, aunque sea parcialmente, en su psicologí­a. Naturalmente, nos atendremos a los datos evangélicos, cuya tradición se remonta a antes del evangelista y la Iglesia primitiva.

Ante todo, Jesús demuestra una conciencia extraordinaria de sí­. Está convencido de poseer el poder divino (exousí­a) de perdonar los pecados y se comporta en consecuencia (Mar 2:1-12 y par). La comparación con Salomón y con el santuario de Jerusalén exalta su superioridad: «La reina del sur se levantará en el dí­a del juicio con esta generación y la condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabidurí­a de Salomón; y aquí­ hay algo más que Salomón» (Mat 12:42; cf Luc 11:31); «¿O no habéis leí­do en la ley que en dí­a de sábado los sacerdotes en el templo quebrantan el sábado y no son culpables? Pues yo os digo que aquí­ hay algo más que el templo» (Mat 12:5-6). Las tomas de posición históricas de los hombres frente a él tienen un peso determinante para su destino último: «Al que me confiese delante de los hombres, el Hijo del hombre lo confesará delante de los ángeles de Dios; pero al que me niegue delante de los hombres, él lo negará delante de los ángeles de Dios» (Luc 12:8-9; cf Mat 10:32-33). Sólo exteriormente parece uno de tantos rabbi, rodeado de un grupo de discí­pulos; en realidad, no es la ley mosaica, sino él mismo el que constituye el centro aglutinador de los discí­pulos. «Ven, y sí­gueme», ordena a los candidatos al discipulado (Mar 2:14 y Mat 9:9; Mat 4:22 y Luc 9:59; Mar 10:21 y par) [/ Apóstol/ Discí­pulo]. Luego, seguirle a él es antes que los deberes elementales de la piedad familiar: «Sí­gueme; deja que los muertos entierren a sus muertos» (Mat 8:22; cf Luc 9:60), y postula una adhesión total y exclusiva a su persona: «Si uno viene a mí­ y no deja a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, y aun su propia vida, no puede ser discí­pulo mí­o» (Luc 14:26; cf Mat 10:37). Los escribas del templo se remití­an en sus enseñanzas a la tradición; la palabra de Jesús, en cambio, reivindica validez por decirla él. Mar 1:22 atestigua que los oyentes estaban asombrados porque «les enseñaba como quien tiene autoridad [exousí­a], y no como los maestros de la ley»; en las antí­tesis de Mt 5 resuena igualmente con fuerza su yo autorizado: «Habéis oí­do que se dijo a los antiguos… Pero yo os digo…» Con libertad y familiaridad se dirige a Dios llamándole Abba, vocativo arameo usual en la boca de los niños para llamar a sus papás, y poco o nada usado en las oraciones judí­as del tiempo (cf Mar 14:36).

En resumen, Jesús estuvo movido por una imagen de sí­ que lo proyectó por encima de los profetas, colocándolo como presencia determinante en los caminos de la humanidad y de la historia y como centro del proyecto salví­fico de Dios.

Por su parte, el relato tradicional de las tentaciones nos dice que hubo de combatir para preservar su identidad, salvando su imagen interior de los factores contaminantes del ambiente. En particular, hubo de defenderse de expectativas mesiánicas triunfalistas y tuvo que tener fe en el proyecto divino sobre él, caracterizado por un mesianismo pobre y débil. Los sinópticos, pero también tradiciones anteriores, pusieron en escena a Satanás (Mar 1:3 y Mat 4:1-11; cf con Luc 4:1-13). Pero según los mismos testimonios, sabemos que Pedro personificó a Satanás para Jesús cuando intentó apartarlo del camino de Jerusalén (Mar 8:33 y Mat 16:23). Similarmente, a Jesús debió parecerle una tentación satánica la intención de la multitud, saciada con los panes multiplicados, de proclamarlo rey (Jua 6:14-15).

Pero la fuerza de la tentación no era sólo externa; dentro del mismo Jesús se libró una lucha dramática: por una parte, el deseo de escapar a la muerte violenta; por otra, el impulso a hacer la voluntad del Padre; en concreto, a afrontar la via crucis. Una lucha interior de la cual surgió la difí­cil decisión de fidelidad al proyecto divino: «Abba, ¡Padre!, todo te es posible; aparta de mí­ este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mar 14:36 y par: cf Jua 12:27).

Además, acá y allá los sinópticos no dejan de documentar su participación emotiva en el cumplimiento de la misión. Las bienaventuranzas (Luc 6:20-21; cf Mat 5:3ss), gozosas proclamaciones mesiánicas en favor de los pobres, de los hambrientos y de los que lloran, testimonian su solidaridad afectiva con estos beneficiarios, pues él se congratula con ellos por la próxima intervención liberadora de Dios rey. Una observación análoga se impone a propósito de su canto de bendición o de alabanza de Dios, que por gracia ha revelado el misterio del reino a los «pequeños» (Mat 11:25-26); Luc 10:21 presenta, por su parte, esta explicitación: «En aquel momento, lleno de gozo bajo la acción del Espí­ritu Santo, dijo…»). Con admiración y estupor observa la confianza de la cananea: «Â¡Oh mujer, grande es tu fe!» (Mat 15:28), y pone de manifiesto la fe del centurión: «Al oí­rlo, quedó admirado y dijo a los que lo seguí­an: `Os aseguro que ni en Israel he encontrado una fe como ésta»‘ (Luc 7:9). Tiene compasión de la multitud porque está privada de guí­as seguros (Mar 6:34 y Mat 9:36), y cuando, sin preocuparse de la comida, le sigue con constancia (Mar 8:2; Mat 15:32). Tiene compasión de los dos ciegos de Jericó (Mat 20:34), de un leproso (Mar 1:41), de la viuda de Naí­n (Luc 7:13). De signo opuesto es, en cambio, su reacción frente a las impenitentes ciudades del lago (Mat 11:20-24; Luc 10:12-15); a los fariseos, que le piden un signo llamativo (Mat 12:39; Mat 16:4; Mar 8:12; Lev 11:29) y hacen ostentación de su observancia (Mat 23:13ss; Lev 11:39ss). Entonces en su boca resuenan invectivas durí­simas y sin compasión: «Â¡Ay de vosotros!» En cambio, apostrofa a Jerusalén apenado (Luc 19:41; Mat 23:37-38).

Por otra parte, Le nos atestigua el ardiente anhelo de Jesús de que se realice el objeto de su misión: «He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cuánto deseo ya que arda!» (Mat 12:49), y su deseo de consumar la pascua con sus discí­pulos la ví­spera de su muerte (Mat 22:15). Finalmente, nos parece preciosa la observación siguiente de Mc: la afirmación del rico de haber observado los mandamientos desde la juventud suscita en Jesús un movimiento de afecto: «Jesús lo miró con amor» (Mat 10:21).

VI. EL MUNDO INTERIOR DE / PABLO. Gracias a sus cartas ciertamente auténticas -lTes, 1-2Cor, Gál, Rom, Flp, Flm-, estamos en condiciones de trazar, al me-nos a grandes rasgos y no sin lagunas, no sólo su biografí­a externa, sino también la historia de su alma. Apresurémonos a decir que su existencia experimentó una excisión tan fuerte, que presenta dos caras opuestas: la del fariseo celoso y la del «esclavo de Jesucristo»; en medio, como un vado, la experiencia de Damasco, que hizo de él un hombre nuevo. Sin embargo, no se puede dejar de percibir una continuidad psicológica: el orgullo de su pertenencia a la «secta» farisea y la adhesión sin reservas al judaí­smo son las mismas caracterí­sticas psicológicas de su nueva pertenencia a Cristo y de su compromiso por la causa del evangelio.

De su pasado de observante intachable de la ley habla en Gál 1:13-14 y en Flp 3:5-6. Luego, repetidas veces, atestigua su cambio radical ocurrido en el camino de Damasco (1Co 15:8-10; Gál 1:15-16; Flp 3:7-11); pero, regularmente, huye aquí­ de descripciones psicológicas, atento únicamente a poner de manifiesto la acción de la gracia divina: como a los apóstoles de Jerusalén, también a él Cristo «se le ha aparecido» en el fulgor de su gloria divina de resucitado (lCor 15; cf ICor 9,1); Dios lo ha elegido como apóstol de los paganos desde el seno de su madre y le ha revelado (apokalyptein) el misterio de su Hijo Jesús (Gál 1). En realidad, estamos aquí­ ante interpretaciones teológicas que subrayan la iniciativa divina en él (cf también ICor 7,25; 2Co 4:1). Sólo en F1p 3 habla de su conversión en términos de cambio interior y personal, convertido al código de la gratuidad, después de haber hecho del código del deber la columna de su existencia: «Pero todo lo que tuve entonces por ventaja, lo juzgo ahora daño por Cristo; más aún, todo lo tengo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he sacrificado todas las cosas, y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo y encontrarme en él; no en posesión de mi justicia, la que viene de la ley, sino de la que se obtiene por la fe en Cristo, la / justicia de Dios, que se funda en la / fe» (vv. 7-9).

Como se ve, no se trata de una conversión entendida en sentido moralista. Pablo no fue ni ateo ni pecador. Si se quiere hablar de conversión, hay que precisar: Pablo se convirtió a Cristo, su Señor y camino único de salvación para todos los hombres. Al mismo tiempo, en el camino de Damasco nació en él la clara conciencia de haber recibido directamente, como los profetas en el AT, una misión divina: proclamar el evangelio abiertamente (Gál 1:15-16). Luego, el fuego de las oposiciones le templarán como «apóstol de los gentiles» por investidura divina, no humana (Gál 1:1; Rom 1:1-6; 2Cor 10-13). Nada de incertidumbres, y menos aún de dudas: si Pedro es el apóstol por excelencia para los circuncidados, igualmente él es el apóstol por excelencia para los incircuncisos (Gál 2:7-8). Ciertamente, reconoce que es el último de los apóstoles, y que no merece el nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios; pero no oculta la eficacia de la gracia de Dios en su vida de misionero comprometido más que ningún otro (ICor 15,9-10).

Se puede decir incluso que se identificó totalmente con el evangelio y el carisma apostólico: el mensaje evangélico es su evangelio (Rom 2:16; Rom 16:25), el único válido, porque es el único que merece la definición de evangelio-buena nueva (Gál 1:6-8). Con una buena dosis de intolerancia, e incluso de fanatismo, trata de «herejes» a los adversarios judeo-cristianos, que hací­an una propaganda distinta en campo pagano (cf 2Cor; Gál y Flp 3). Como disculpa suya en parte, valga la circunstancia de haber sido ví­ctima de ataques virulentos y continuos.

En las relaciones con sus comunidades emerge una personalidad riquí­sima de sentimientos humanos. Nada de burocracia: la relación apóstol-Iglesias se encarnó en cálidas relaciones presididas por el ví­nculo «yo-vosotros». Así­, evocando la pasada evangelización de Tesalónica, puede atestiguar: «Aunque, como apóstoles de Cristo, hemos podido hacer uso de nuestra autoridad, hemos sido todo bondad en medio de vosotros. Más aún, como una madre cuida cariñosamente a sus hijos, así­, en nuestra ternura hacia vosotros, hubiéramos querido entregaros, al mismo tiempo que el evangelio de Dios, nuestra propia vida. ¡Tanto os querí­amos!» (ITes 2,7-8). Lejos en persona, pero no de corazón, ha hecho todo lo posible para volver a ver a sus amados tesalonicenses (2,15); y cuando Timoteo, de vuelta de Tesalónica, le lleva buenas noticias, exclama: «Ahora nos parece vivir de nuevo, porque os mantenéis firmes en el Señor» (3,8). Los tesalonicenses no han de dudar de que se acuerda constantemente de ellos; pero confiesa también que se ha alegrado al saber que ellos conservaban de él un buen recuerdo (3,6).

No sólo ama a los creyentes de sus comunidades, sino que también quiere ser correspondido. Escribe así­ a los corintios: «Corintios, me he desahogado con vosotros y se me ha ensanchado el corazón. Yo no tengo reservas con vosotros; sois vosotros los que las tenéis conmigo. Pagadme con la misma moneda. Os digo como a hijos: ensanchad también vuestro corazón» (2Co 6:11-13). Con emoción recuerda la acogida que tuvo en Galacia: «Y aunque mi enfermedad fue para vosotros una prueba, no me despreciasteis ni me rechazasteis, sino que me acogisteis como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús» (Gál 4:14). Es realmente increí­ble, pero el presente le vuelve la cara: «¿Dónde están ahora aquellos entusiasmos vuestros por mí­? Doy fe de que, si hubiera sido posible, hasta os hubierais arrancado los ojos para dármelos. ¿Y ahora he pasado a ser enemigo vuestro por baberos dicho la verdad?» (Gál 4:15-16).

En cambio, la relación con los filipenses no experimentó crisis alguna. Prisionero, confiesa que los lleva en el corazón (F1p 1,7). Luego, ante la perspectiva de una condena capital, se declara interiormente dividido entre el deseo de una comunión indefectible con Cristo y el deseo de continuar viviendo para servir de ayuda aún a los filipenses, aunque termina inclinándose hacia esta segunda eventualidad, naturalmente en cuanto depende de él (1,23-35). De todos modos, les invita a compartir su alegrí­a de testigo del evangelio (2,17). Luego, en la preciosa ayuda recibida en la cárcel, valora sobre todo el signo del nuevo florecer de su afecto a él (4,10).

A Filemón le escribe de Onésimo, esclavo fugitivo: «Te lo enví­o como si te enviara mi propio corazón» (v. 12).

Es extraordinaria también su adhesión de corazón a los correligionarios judí­os, que habí­an rechazado en masa el mensaje evangélico: «Como cristiano que soy, digo la verdad, no miento. Mi conciencia, bajo la acción del Espí­ritu Santo, me asegura que digo la verdad. Tengo una tristeza inmensa y un profundo y continuo dolor. Quisiera ser objeto de maldición, separado incluso de Cristo, por el bien de mis hermanos, los de mi propia raza» (Rom 9:1-3). Pero para los que constantemente le acechaban con hostilidad, recurre a invectivas de tipo profético (1Ts 2:15-16). Igualmente vehemente en su reacción al frente combativo de sus adversarios judeo-cristianos, que en Corinto, en Galacia y en Macedonia le hací­an una guerra despiadada. Los llama ora «falsos profetas, obreros engañosos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo» (2Co 11:13), ora perros, malos obreros, falsos circuncidados» (Flp 3:2). A los agitadores de Galacia les da el apelativo despectivo de mutilados (Gál 5:12). A. Vanhoye ha dicho con razón, a propósito de la crisis gálata, que Pablo vivió dentro de sí­ el drama de los celos, envuelto en un triángulo: él, los amados creyentes de las Iglesias de Galacia y los adversarios como rivales. Por lo demás, él mismo recurre a este motivo para explicar la pasión con que interviene ante los corintios: «Tengo celos divinos de vosotros, porque os he desposado con un solo marido, os he presentado a Cristo como una virgen pura. Pero temo que, como la serpiente engañó con su astucia a Eva, pervierta también vuestros pensamientos» (2Co 11:2-3).

BIBL.: BAUMGARTEL F., BEHM J., Kardí­a…, en GLNT V, 193-214; BULTMANN R., Kardí­a, en Teologí­a del NT, Sí­gueme, Salamanca 1981, 274ss; JEREMIAS J., Teologí­a del NT. La predicación de Jesús, Sí­gueme, Salamanca 19804; KRAUS H.J.; Teologí­a de los Salmos, Sí­gueme, Salamanca 1985; Kuss O., Pablo. La función del apóstol en el desarrollo teológico de la iglesia primitiva, Herder, Barcelona 1975; LINDBLOM J., Prophecy in ancient Israel, Basil Blackwelt, Oxford 1967; MAURER C., Synoida, syneí­desis, en GLNTXIII, 269-326; RENGESTORF K.H. (a cargo de), Das Paulusbild in der neueren deutschen Forschung, Wissenschaftliche Buchergesellschaft, Darmstadt 1969; SoRG Th., kardí­a, DTNT 1, Sí­gueme, Salamanca 1980, I; VoN RAD G., Teologí­a del AT, Sí­gueme, Salamanca 19784; WOLFF H.W. Antropologí­as del AT, Sí­gueme, Salamanca 1974.

C. Barbaglio

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Sumario.l. La psique humana: 1. La interioridad del hombre; 2. La religión del corazón; 3. Conciencia y responsabilidad de la persona. II. Interés psicológico de los narradores de Israel. III. La profundidad psicológica de la experiencia profética. IV. El yo de los orantes en el salterio. V. La psicologí­a de Jesús. VI. El mundo interior de Pablo.
Por lo regular, esta †œvoz† no aparece en los diccionarios bí­blicos. La voluminosa Teologí­a delATde G. von Rad ofrece en el í­ndice sólo alguna referencia esporádica, mientras que se puede advertir su ausencia total en el í­ndice de la Teologí­a del NT de. R. Bultmann. Y, sin embargo, no se puede decir ciertamente que los libros de la Sagrada Escritura desatiendan la dimensión psicológica. Ante todo consignan concepciones antropológicas precisas, concediendo particular atención a la psique humana. Por otra parte, el interés predominante por la historia del pueblo ismaelita y de las comunidades cristianas de los orí­genes no quita espacio a la subjetividad y a la interioridad humana, que, antes al contrario, destacan con claridad en algunas expresiones literarias, como, por ejemplo, en el Salterio y las cartas de Pablo, donde el yo del orante israelita y del apóstol de los gentiles ocupa el primer puesto en la escena.
De modo particular, el interés de la Biblia versa sobre las reacciones interiores y profundas del hombre ante la iniciativa de gracia de Yhwh y del Padre de Jesucristo. Podrí­amos hablar al respecto de psicologí­a religiosa del hombre bí­blico, el cual, para usar una expresión de Pablo, si confiesa el †œcredo† con los labios, es con el corazón como cree; a la manifestación exterior y social corresponde la interioridad de la adhesión de fe (Rm 10,9-10). En resumen, la relación del hombre con Dios es campo privilegiado de un estudio teológico bí­blico.
2655
1. LA PSIQUE HUMANA.
Como lo dice la misma etimologí­a, la psicologí­a estudia la psique humana vista en sus múltiples sentimientos y en sus manifestaciones propiamente espirituales. Pero errarí­amos si en nuestro examen bí­blico nos limitásemos a analizar los textos caracterizados por la presencia del vocablo †œalma† (psyjé, nefes). Nuestra atención debe dirigirse, por el contrario, sobre todo al término †œcorazón† (kardí­a, leb o lebab), preferido por los escritores bí­blicos para indicar el mundo interior del hombre, sus emociones, sus sentimientos, sus pensamientos, sus decisiones y tendencias, justamente lo que llamamos nosotros mundo psí­quico. En cambio, el significado fundamental de alma es el de vida o soplo vital, presente también en los animales y que en el hombre se presenta también como fuente de actividad psí­quica, sobre todo de carácter emotivo. Así­ se explica que H.W. Wolff-en realidad, de manera unilateral y maximalista- llegue a afirmar: †œnunca es nefes el sujeto especí­fico de actividades espirituales† (Anthropologie de l†™Ancien Testa-ment, Labor et Fides, Ginebra 1973, 29).
Igualmente desde el punto de vista terminológico, debemos observar que el segundo vocablo bí­blico especí­ficamente expresivo de la interioridad humana es †œrí­ñones†, usado frecuentemente en paralelismo o en coordinación con †œcorazón†. En cambio, el término †œespí­ritu† (pneü-ma, ruñh) Aexpresa propiamente la chispa divina presente en el hombre, el cual se relaciona así­ con su creador (para los temas bí­blicos del †œalma† y de †œespí­ritu† véase / Hombre).
2656
1. La interioridad del hombre.
Con el vocablo †œcorazón†, o también †œrí­ñones†, la Biblia subraya ante todo que el hombre es un ser bifronte o bidemensional: a su cara externa e inmediatamente perceptible se suma su rostro interior, profundo y escondido; su yo interior, dirí­amos nosotros, que no escapa a la mirada penetrante de Dios, ni tampoco al ojo penetrante del mismo interesado. Esta distinción, sin duda obvia, va acompañada a menudo significativamente de una valoración precisa: la verdad y autenticidad del hombre está en su mundo interior, y lo que aparece externamente tiene valor sólo si está en correspondencia con lo interior; en otro caso, resulta falso e inauténtico. Así­, el profeta Isaí­as, en nombre de Dios, reprende al pueblo que honra a Yhwh sólo de palabra y con los labios, mientras que su corazón está lejos (29,13). Reproche tomado por Jesús para estigmatizar la actitud hipócrita de los fariseos y escribas, que critican la conducta de los discí­pulos del rabbide Galilea por descuidar las prescripciones acerca de lo puro y lo impuro (Mc 7,6 y par). De modo similar, Jeremí­as observa que Yhwh está cerca de la boca de los impí­os, pero lejos de sus rí­ñones (12,7). Igualmente podemos citar las célebres antí­tesis bí­blicas: circuncisión del corazón y circuncisión de la carne (Rm 2,28-29; Jr 9,24-25); conversión de ritos penitenciales y conversión del corazón (JI 2,12-13); lo que se ve y lo que hay en el corazón (2Co 5,12); separación de los ojos (prosopoi) y separación del corazón (kardí­ai: lTs 2,17); escritura en la piedra y escritura en el corazón (2Co 3,2-3; Jr 31,33).
El interior es un mundo que el hombre puede que consiga ocultar a los demás, pero no a Dios, el cual ve en el corazón (IS 16,7), lo conoce (Hch 1,24), lo escruta (Jr 11,20; Si 42,18; Hb 4,12-13), escruta el corazón y examina los rí­ñones (Jr 17,10), ve los rí­ñones y el corazón (Jr 20,12). La Biblia llega incluso a calificar a Dios como †œel que conoce el corazón humano† (kardiognostes: Hch 1,24; Hch 15,8), el que sondea los corazones y los rí­ñones (SaI 7,10; Jr 11,20).
Pues bien, lo í­ntimo del hombre (= el corazón) es la sede de sus sentimientos, pensamientos y proyectos. Así­ Ez 22,14 habla de resistencia del corazón para significar el coraje; Dt 28,47, de alegrí­a y satisfacción del corazón en el servicio de Dios, yAc 14,17, del creador que llena de alegrí­a los corazones de los hombres. El anuncio de la partida de Jesús llena de tristeza el corazón de los discí­pulos (Jn 16,6), mientras que Pablo declara que siente un profundo dolor en su corazón por la incredulidad de sus †œhermanos† israelitas (Rm 9,2). Oseas anuncia así­ antropomórfica-mente la compasión de Dios por su pueblo: †œ,Cómo voy a abandonarte, Efraí­n; cómo voy a traicionarte, Israel…? Mi corazón se revuelve dentro de mí­ y todas mis entrañas se estremecen† (11,8). La altivez encuentra expresión plástica en la fórmula de exaltación del corazón (Gn 49,16; Dt 8,14). El deseo y el anhelo ardiente son atribuidos lo mismo al corazón que al alma: en Rom 10,1 Pablo habla del deseo de su corazón, y el libro de los Proverbios afirma que el deseo del alma del impí­o está vuelto al mal (21,10). Pero también la alegrí­a( SaI 86,4), la tristeza (Mt 26,38), el dolor (Lc 2,37) y la angustia (Rm 2,9) brotan del alma. Hay, pues, una identidad parcial de significado entre †œcorazón†™ y †œalma†™.
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Además, el corazón del hombre es la fuente de su actividad intelectiva. Si los ojos han sido dados para ver y los oí­dos para oí­r, Dios le ha dado al hombre el corazón para conocer (Dt 29,3). A Salomón, que en el sueño de Gabaón pidió no riqueza, sino la sabidurí­a necesaria para gobernar bien al pueblo, Yhwh le dio †œun corazón sabio y prudente† (IR 3,12). Pr 18,15 habla de un †œcorazón inteligente que adquiere conocimiento†. En su corazón medita Marí­a el significado de todo lo ocurrido en Belén (Lc 2,19). En Rom 1,21 Pablo imputa a los í­dolos el oscurecimiento del corazón. En todos estos pasajes la mejor traducción de Ieb/Iebab y de kardí­a es †œmente† o †œespí­ritu†.
Finalmente, la Biblia atribuye al corazón del hombre las decisiones y los proyectos operativos. Según Jer 23,20, Yhwh está empeñado en realizar †œel designio de su corazón†; y Pablo, a propósito de la colecta, recomienda a los corintios: †œCada uno dé según lo que ha decidido en su corazón† (2Co 9,7).
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2. La religión del corazón.
Las formas institucionales de la religiosidad israelita se presentan en los testimonios bí­blicos masivas e imponentes: templo, culto, sacerdocio, ley mosaica, tierra, rey. Sin embargo, lo central ahí­ es el valor de la adhesióji interior, total y exclusiva a Yhwh, a su acción salvadora en la historia y a su voluntad exigente. Esto es cierto sobre todo gracias a la tradición deu-teronomista, a Jeremí­as y Ezequiel, voces crí­ticas que combatieron la disociación entre esfera interior y exterior. Del Salterio hablaremos aparte después [1 IV].
La redacción deuteronomista [1 Deuteronomio] se coloca históricamente en tiempo del destierro, cuando Israel habí­a perdido los signos institucionales de su fe: templo, tierra, rey. ¿Cómo explicar tanta pérdida, y sobre todo, qué respuesta dar al interrogante angustioso sobre el futuro del pueblo? El deuteronomista tiene pronta la respuesta a las dos preguntas. Ante todo, Israel paga así­ su infidelidad a Yhwh, infidelidad que por encima de las formas externas ha atacado el mundo interior de las personas: el corazón de Israel se ha alejado de Yhwh (Dt 29,17), ha sido seducido por los í­dolos (Dt 11,16), se ha desviado (Dt 30,17). Hay, sin embargo, un futuro positivo para el pueblo: la vuelta a la tierra, que significa, en último análisis, retorno a vivir (Dt 30,6). Pero con una condición precisa: convertirse a Yhwh †œcon todo el corazón y con toda el alma† (Dt 30,7; IR 8,47), amarlo †œcon todo el corazón y con toda el alma†, es decir, con total entrega (Dt 6,5; Dt 30,6), servirlo †œcon todo el corazón y con toda el alma† (L>t 10,12; 11,13), buscarlo †œcon todo el corazón y con toda el alma† (Dt4,29), poner en práctica su ley †œcon todo el corazón y con toda el alma† (Dt 26,16), grabar su palabra en el corazón (Dt 6,6), circuncidar el propió corazón (Dt 10,16 ). Como se ve, se trata de una vuelta a Yhwh que implica a toda la persona y compromete el yo profundo. Pero a esta invitación apremiante junta el deute-ronomista la promesa de que Yhwh intervendrá en persona para circuncidar el corazón de los miembros de su pueblo (Dt 30,6) y para darle un .; corazón capaz de conocer y reconocer a su Dios (Dt 29,3).
Jeremí­as, que intuyó que la situación del reino de Judá se precipitaba hacia la catástrofe, no tiene ya confianza en las reformas religiosas realizadas tiempo atrás por Ezequí­as y recientemente por Josí­as, ni recurre a las llamadas al pueblo, convencido de que el pecado origina/de sus contemporáneos, a saber: la idolatrí­a, ha echado raí­ces tan profundas en el interior de las personas que hace imposible un cambio de decisión y de comportamiento. El corazón del pueblo se ha desviado y es rebelde (5,23); los jerosolimitanos obran de acuerdo con la obstinación y la dureza de su corazón (7,24; 9,13; 16,12; 18,12; 23,17); su corazón está incircunciso, y por tanto de nada sirve la circuncisión de la carne (9,25-26). Puede que hayan realizado signos ritualistas de penitencia, pero no se han convertido a Yhwh con todo el corazón (3,10). Así­ como el etí­ope no puede cambiar su piel y la pantera su pelo, así­ los israelitas son impotentes para hacer el bien, por haberse convertido en ellos el mal en una segunda naturaleza (13,23). En resumen, el yo profundo de la persona ha perdido su cometido de guí­a de la acción.
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Sin embargo, no le falta al profeta de Anatot la esperanza: Dios mismo intervendrá para cambiar el corazón humano haciéndolo dócil y obediente: †œLes daré un corazón para que me conozcan, porque yo soy el Señor† (24,7); †œY les daré otro corazón y otro camino para que me respeten siempre, en bien suya y de sus hijos después de ellos… Pondré también mi temor en su corazón, a fin de que no se alejen de mí­† (32,39-40). Las exigencias divinas de la alianza serán esculpidas en el corazón de los israelitas, y no ya en tablas de piedra, como en el Sinaí­ (31 33). Así­ pues, el centro de las decisiones del hombre será transformado de modo que haga concretamente posible la obediencia a Dios. Se iniciará así­ una nueva alianza, en la cual será la gracia divina la que asegure la fidelidad del socio humano (24,7 y 31,31-34).
También Ezequiel dirige su atención a las raí­ces de la práctica idolátrica, en la cual se consuma la infidelidad del pueblo. Los í­dolos ocupan el corazón de los israelitas, afirma el profeta (20,16 y 11,21). Si Oseas sobre todo habí­a denunciado laprosti-tución exterior de Israel, es decir, sus comportamientos idolátricos, Ezequiel llega a hablar de corazón †œprostituido† o †œadúltero† (6,9). El centro de las decisiones de la persona se ha endurecido, se ha vuelto impermeable a toda llamada a la conversión (2,4; 3,7, 16,30). Con una expresión plástica, lo define Ezequiel †œun corazón de piedra† (36,26 y 11,19).
Al radicalismo de la denuncia del pecado corresponde en Ezequiel una fuerte esperanza para el futuro, cuando el mismo Yhwh renueve el yo interior de las personas, haciéndolo capaz de opciones de obediencia al querer divino: †œLes daré otro corazón e infundiré en ellos un espí­ritu nuevo; quitaré de su pecho el corazón de carne para que caminen conforme a mis leyes, guarden mis preceptos y los pongan en práctica. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios† (11,19-20); †œOs daré un corazón nuevo y os infundiré un espí­ritu nuevo; quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espí­ritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos, observando y guardando mis leyes. Habitaréis entonces en la tierra que di a vuestros padres, seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios† (36,26- 28). En otros términos, el centro de decisión (corazón) estará movido por un dinamismo sobrenatural (espí­ritu) de obediencia y de entrega concreta a Yhwh.
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En el NT nos basta aludir en primer lugar a la proclamación de Jesús de Mc 7,15.21, donde, oponiéndose a las prescripciones del AT y judí­as sobre lo puro y lo impuro, impugna la ideologí­a subyacente a ello: la fuente del mal y la esfera de las fuerzas de la muerte no es de carácter cosista (determinados alimentos, flujo menstrual, contacto con los cadáveres, etc.), sino el yo interior de la persona (el corazón), de donde brotan las decisiones y los comportamientos consiguientes que echan al hombre en brazos de la muerte. No podemos, además, pasaren silencio el testimonio de Pablo, que relativiza la circuncisión carnal para acentuar la importancia de la circuncisión del corazón: †œDa igual estar o no circuncidado; lo que importa es ser un hombre nuevo† (Ga 6,15); †œPorque no es judí­o el que lo es exteriormente, ni es circuncisión la que aparece exterior-mente en la carne; sino que es judí­o el que lo es en lo interior, y la verdadera circuncisión es la del corazón, según el espí­ritu, no según la letra† (Rm 2,28-29). Por no hablar de la insistencia paulina según la cual el Espí­ritu y la ágape se han derramado en el corazón de los creyentes (Ga 4,6 y Rm 5,5), capacitándolos así­ para llevar una existencia nueva, propia de los últimos tiempos.
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3. Conciencia y responsabilidad de la persona.
Escribe excelentemente C. Maurer: †œEs altamente sorprendente que el AT no forjara ningún término para indicar la conciencia. Ello depende de la particular antropologí­a veterotestamentaria.
Lo que determina fundamentalmente al hombre es su ser frente a Yhwh, el Dios de la revelación† (GLNT XIII, 296). En realidad, los hombres de la Biblia obtienen el conocimiento del bien y del mal de la palabra divina. La escucha, no la introspección, es la luz que ilumina el camino que han de recorrer. Por otra parte, el AT evidencia con fuerza el yo de la persona, que toma conciencia de sí­ (= conciencia ontológica) justamente en la confrontación con la autorreve-lación divina. De particular importancia son a este respecto los cantos individuales del Salterio, el fenómeno caracterí­stico de los profetas y las confesiones de Jeremí­as; y en el NT ocupa el primer plano el yo de Jesús y de Pablo. A continuación hablaremos de ello (en 111-VI).
En el NT le debemos a Pablo probablemente la introducción del vocablo syneí­desis, presente en sus cartas con significado propio. Nótese ante todo la observación estadí­stica de C. Maurer: †œNo menos de ocho de los 14 pasajes paulinos se concentran en la discusión acerca de los idoloti-tos (1Co 8,7-13; ico 10,25-30)† (GLNTXIII, 312). En la Iglesia de Corinto algunos creyentes, poco iluminados pero muy piadosos, tení­an escrúpulos de comer la carne de animales inmolados a divinidades paganas, carne vendida en las carnicerí­as públicas (= idolotitos), temerosos de pecar de idolatrí­a. Otros, en cambio, de la profesión monoteí­sta de su fe obtení­an la persuasión interna de la nulidad de los dioses paganos, y consiguientemente de la insignificancia religiosa de los idolotitos; por eso los comí­an con tranquilidad de conciencia, pero terminando así­ por dar escándalo a sus hermanos débiles o de conciencia †œdébil†. Al tomar posición, Pablo confiesa que comparte la libertad de conciencia de los llamados fuertes, pero les reprocha su ostentación individualista y el no preocuparse de los †œdébiles†™. Libertad interior de conciencia y consiguiente libertad moral de acción, desde luego; pero todaví­a más, en la vida asociada debe valer el principio supremo de la ágape, de la atención solí­cita hacia el hermano y a su conciencia, teóricamente equivocada, pero para él guí­a obligada de su obrar. Sobre todo hay que notar en Pablo la conexión estrechí­sima entre conocimiento (gnósis), conciencia o juicio interior y libertad de acción (exousí­a o eleuzerí­a). El conocimiento por fe del único Dios es el origen de la persuasión interior de que es posible comer los idolotitos sin incurrir en idolatrí­a. Pero en personas expuestas a resistencias muy fuertes, esa conciencia no consigue producir el juicio interior liberador del obrar humano frente a los idolotitos.
De todos modos, se puede concluir que para Pablo la conciencia interior, iluminada o no, es criterio moral de acción y que es preciso seguir cuanto ella dicta (cf también Rm 2,15).
No es diverso el significado de syneí­desis en Rom 13,5, donde el apóstol insta a los creyentes de Roma a cumplir fielmente los deberes cí­vicos, en particular el de pagar los tributos; han de estar animados no sólo por la fuerza intimidatoria de la pena, sino que han de obrar por motivo de conciencia, es decir, impulsados por la persuasión de queel Estado es querido por Dios, y que por tanto el deber cí­vico se funda últimamente en el querer divino.
Pero Pablo afirma claramente en 1 Co 4,4 el lí­mite de la voz de la propia conciencia, vista aquí­ como juez que valora nuestra conducta pasada. En concreto, mirando dentro de sí­, no descubre él ningún motivo de reproche (elénjesthai, élenjos); sin embargo, no por eso se considera plenamente en orden frente a Dios; sólo el veredicto de la palabra del juez divino es infalible: †œ… No me siento culpable (synoida, verbo correspondiente al sustantivo syneí­desis], de nada; pero no por esto quedo justificado (dedikaí­omaí­J. Quien me juzga es el Señor†.
Los escritos pospaulinos regularmente califican la †œconciencia† con los adjetivos †œbuena† (agathé:
Hch 23,1; lTm 1,5; lTm 1,19; IP 3,16; IP 3,21), †œpura†(kathará: lTm 3,9; 2Tm 1,3), †œhermosa† (kalé:
Hb 13,18), †œirreprensible† (apróskopos: Hch 24,16), pero también †œmalvada† (ponerá: Hb 10,22). El significado tiende a descualificarse. Por algo syneí­desis y pí­stis (fe) aparecen con frecuencia en paralelismo o en coordinación. Está para indicar el ser cristiano en general, creado por la gracia de Dios.
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II. INTERES PSicoLOGico DE LOS NARRADORES DE ISRAEL.
En realidad, se deberí­a hablar de desinterés de los historiadores israelitas, atentos en sus obras a evidenciar la acción histórico-salví­ñca de Yhwh y la reacción concreta de fidelidad o no del pueblo a la iniciativa divina. Véase, por ejemplo, la narración del sacrificio de Isaac, en Gen 22, donde no se dice absolutamente nada de los sentimientos de / Abrahán, llamado por Dios a sacrificar a su hijo único; el relato sigue el carril de la mención del mandato divino y de la ejecución humana. Mas no faltan excepciones significativas, y sobre ellas queremos llamar la atención.
Ante todo, la tradición yahvista se detiene en el proceso psicológico que llevó a Eva a la transgresión del mandato divino (Gn 3). La insinuante †œserpiente† subraya lo odioso de la prescripción de Yhwh: †œ,Es cierto que os ha dicho Dios: No comáis de ningún árbol del jardí­n?† (y. 1); pero la mujer rectifica, aunque exagerando la prohibición del Creador, que ella, indebidamente, extiende a tocar el fruto del árbol puesto en medio del jardí­n, cuando Dios habí­a prohibido sólo comer de él. Luego el tentador intenta abrir brecha incoando un proceso contra las intenciones de Yhwh: a la trasgresión no seguirí­a ninguna muerte; es más, al comer, los progenitores se harí­an iguales a Dios. Se contempla así­ un verdadero y auténtico sueño de autodeifí­cación del hombre. Al desencadenamiento del deseo sigue la cesión externa y de hecho de la mujer: †œLa mujer vio que el árbol era apetitoso para comer, agradable,a la vista y deseable para adquirir sabidurí­a† (y. 6). El pecado †œoriginal†™ del hombre tiene sus raí­ces en el santuario de su yo, que llega a la autoafirmación orgullosa y titánica.
Sobre el fondo de la historia de José destaca un asunto familiar henchido de preferencias, sueños de gloria, celos, envidias, odios, sentimientos de culpa y fuertes emociones. En particular son dignos de notarse los encuentros de José con sus hermanos (Gen 42ss). Al principio José, recordando los sueños que habí­a tenido tiempo atrás en la casa paterna, se muestra severo (42,7-9). Los hermanos, por su parte, se sienten culpables de haber vendido al hermano, y por ello pagan ahora el precio en justo castigo divino (42,21). José, emocionado al oí­r las palabras que expresan estos sentimientos profundos de culpa, es incapaz de contener las lágrimas, aunque no en su presencia (42,24). Luego, cuando Benjamí­n baja a Egipto, su emoción al ver al hermano más pequeño es profunda: †œJosé salió apresuradamente porque estaba muy emocionado a la vista de su hermano y se le saltaban las lágrimas† (43,30). Por su parte, el propósito de retener a Benjamí­n empuja a Judá a conjurar al hermano aún desconocido: †œ… Nosotros respondimos a mi señor: †˜Tenemos un padre ya anciano y un hermano que le nació en la vejez; un hermano suyo ha muerto, por lo que le quedó él solo de aquella mujer, y su padre le quiere mucho… Si ahora vuelvo a tu siervo, mi padre, y no va con nosotros el muchacho…, morirᆝ (44,20.30.31). La emoción llega a su ápice en la escena del reconocimiento (45,1-3.14-15.15). Al conocer la noticia de que José está vivo, el espí­ritu de Jacob se reanimó, observa el autor (45,27). Y el anciano patriarca exclama: †œSí­, José, mi hijo está vivo todaví­a. Iré y lo veré antes de morir† (45,28). Conmovedora es también la escena del encuentro del anciano padre con el hijo reencontrado (46, 29-30).
Finalmente, se impone la narración viva y dramática de la historia de Saúl, animado por sentimientos oscilantes hacia / David, amado y odiado, admirado y temido. Atormentado por angustias y terrores, Saúl es tranquilizado por la música de David, al cual el receloso rey †œtomó mucho cariño† (IS 16,14-23). Pero luego los triunfos de David, guerrero vencedor, suscitan en Saúl ira, disgusto y celos (IS 18,6-9). Los excesos paranoicos del primer rey israelita le impulsan incluso a propósitos y tentativas de matar a David, que consigue huir, suscitando así­ en el supersticioso rey Saúl temor sagrado ante la evidente protección divina del rival (IS 18,10-29 efe. IS 19). Altamente emocionante, finalmente, es el encuentro a distancia de ambos, Saúl perseguidor y David perseguido, después de haber éste perdonado la vida de aquél: Saúl reconoce la superioridad moral de David, confiesa su culpa para con él, sabe que el rival será su sucesor e implora su benevolencia para sus hijos (IS 24,17-23). La escena se repite poco después, y Saúl exclama:
†œAc pecado. Vuelve, hijo mí­o, David, pues no volveré a hacerte mal, porque mi vida ha sido hoy preciosa a tus ojos. Ac obrado como un insensato y me he engañado lamentablemente† (IS 26,21).
Una historia, pues, narrada con mirada penetrante en la psicologí­a de Saúl. Del mismo modo, el autor de la historia de la subida de David al trono evidencia con pocas pero eficaces pinceladas el profundo sentimiento de Jonatán hacia David: †œCuando David terminó de hablar con Saúl, Jonatán quedó prendado de David, y Jonatán comenzó a amarlo como a sí­ mismo† (IS 18,1 cf IS 19,1 y IS 20,17). Y se trataba nada menos que de su competidor al trono de Israel!
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III. LA PROFUNDIDAD PSicoLOGICA DE LA EXPERIENCIA PROFETICA.
Todos los profetas de Israel demuestran la viva conciencia de ser portadores de una palabra de Dios al pueblo. Así­ se explican las fórmulas reiteradas con que comienzan y concluyen sus oráculos: †œPalabra del Señor, †œOráculo del Señor, †œAsí­ habla el Señor, †œEl Señor me dijo/me habló†™, †œMe llegó la palabra del Señor, †œVisión del Señor, †˜Así­ me hizo ver el Señor. Palabra divina que ellos son perfectamente conscientes de haber recibido del mismo Dios, como se ve con toda evidencia en los relatos de vocación en primera persona. [1 Profecí­a.]
En términos generales, / Amos afirma que Dios no hace nada sin haber revelado su plan de acción a los profetas, sus servidores, movidos por él irresistiblemente a proclamar su palabra al pueblo (3,7-8). En virtud de esta inquebrantable certeza interior, ninguna amenaza consigue hacerles callar. Por ejemplo, si Amasias, el sumo sacerdote del templo de Betel, le ordena que se vaya de Samarí­a, Amos responderá con valentí­a que no es un profeta de oficio, sino un profeta elegido por Yhwh, el cual le ha confiado este encargo preciso:
†œVe, profetiza a mi pueblo Israel† (7,14-1 5).
¡Isaí­as confiesa que es el mensajero de Yhwh, del Santo de Israel, enviado por él al pueblo: †œY oí­ la voz del Señor, que decí­a: cA quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?†™ Y respondí­: †˜Aquí­ estoy yo, mándame a mí­†™. El me dijo: †˜Vete y dile a este pueblo…† (6,8-9).
Más articulado es el relato de vocación de ¡Jeremí­as (c. 1). Ante todo, el profeta de Anatot declara su convicción de haber sido elegido por Yhwh ya antes del nacimiento y de la concepción: una verdadera y auténtica predestinación de gracia a la función profética. Si intenta sustraerse aduciendo el motivo de su corta edad que le impedí­a gozar de autoridad para hablar en público, Dios no atenderá a razones: †œNo digas: soy joven, porque adonde yo te enví­e irás, y todo lo que te ordene dirás† (y. 7). No faltan expresiones plásticas para indicar la inefable experiencia de recepción del mensaje divino: †œEl Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: †˜Yo pongo mis palabras en tu boca† (y. 9). Más en concreto, la palabra de Dios puede llegarle al profeta a través de la observación ocasional de objetos externos que, a la luz de la revelación divina, asumen significados simbólicos. Así­, mirando un ramo de almendro, Jeremí­as . advierte dentro de sí­ la inspiración divina.iluminadora: †œYo velo por mi palabra para que† se; cumpla† (y. 12). De hecho, †œalmendro† en hebreo se indica con un vocablo que significa †œvigilante†. Igualmente una olla hirviendo está ante los ojos del profeta, que oye decir: †œDesde el norte se derramará la desgracia sobre todos los habitantes de la tierra† (y. 14).
Por su parte, / Ezequiel habla de la mano del Señor que está sobre él (1,3; 3,22; etc.), del espí­ritu de Dios que lo dirige (11,1.24; 3,14; etc.), de la vocación divina expresada primero en forma tradicional: †œHijo de hombre, yo te enví­o a los israelitas… Les comunicarás mis palabras† (2,3-7), y luego de modo original con la orden de tragar el volumen de las palabras de Yhwh (2,8-3,3). No menos original es su persuasión de haber sido constituido centinela del pueblo, atento y pronto a dar la voz de alarma al acercarse el enemigo (3,l7ss).
Se trata, evidentemente, de experiencias mí­sticas, extraordinarias, indecibles. Sus beneficiarios intentan hablar de ellas recurriendo a un lenguaje aproximativo: han escuchado la palabra de Dios, han tenido visiones de origen divino, han comido el volumen con las palabras de Yhwh escritas por un lado y por otro. En cualquier caso, es evidente su convicción interior de proclamar un mensaje divino, no propio. La autoconcien-cia de ser portador de la palabra de Dios define propiamente la identidad del profeta israelita.
Tenemos, luego, una identificación precisa del profeta en el mensaje proclamado. Portador de una palabra ajena, no por eso se presenta como transmisor mecánico, indiferente y neutral. En realidad, se implica en ello profundamente, también desde el punto de vista emotivo. Así­, el no de Yhwh al reino de Samarí­a, destinado a la ruina por ser infiel, encuentra en Amos un intérprete duro y despiadado. El fracaso de la misión profética de Isaí­as entre los habitantes de Jerusalén de su tiempo no conmueve la seguridad interior del profeta, que de todos modos advierte la eficacia de la palabra divina por él proclamada; una eficacia paradójica, porque a causa del rechazo del pueblo se trasforma en factor de juicio: †œEmbota el corazón de este pueblo, endurece su oí­do, ciega sus ojos, de suerte que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oí­dos, ni entienda con su corazón, ni se convierta, ni se cure† (6,10). En resumen, Isaí­as ejerce a maravilla la función del acusador público.
En cambio Jeremí­as manifiesta una evidente solidaridad con el pueblo destinado a la catástrofe; el mensaje de denuncia y de juicio llena su ánimo de sufrimiento indecible: †œMe invade la tristeza, desfallece mi corazón, se-escucha-(c)! .grita de angustia de la hija de mi pueblo… Por la herida de la hija de mi pueblo estoy herido, angustiado; el espanto me invade… Quién convirtiera en fuente mi cabeza y mis ojos en manantial de lágrimas, para llorar dí­a y noche a los muertos de la hija de mi pueblo!† (8,18b- 19a.21.23). Desearí­a incluso huir al desierto y abandonar al pueblo a su destino (9,1); pero, de hecho, no deja su puesto de responsabilidad.
Ezequiel siente con claridad su deber de responsabilidad ante Dios, que lo ha elegido como profeta centinela, y para con el pueblo rebelde, al cual dirige una última llamada para que se arrepienta (3,l7ss; c.
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El anuncio del castigo sin compasión de la impí­a Ní­nive encuentra en el nacionalista / Nahún un lenguaje violento que manifiesta la profunda participación del profeta en la ruina del odiado enemigo.
En tercer lugar, Jeremí­as constituye el único ejemplo, y por ello muy precioso e insustituible, en el que aparece la historia interior de un profeta empeñado en el cumplimiento de su misión. Las dificultades externas, más o menos grandes, que constelaron la existencia de los profetas. son un lugar común en los testimonios del AT. Sólo de Jeremí­as, sin embargo, se atestiguan sus dificultades interiores: las dudas, el sentido de frustración y de traición, los momentos de desaliento y de desesperación, las noches oscuras del espí­ritu. Y todo esto expresado en monólogos angustiosos y en diálogos dramáticos con Dios; En resumen, el libro de
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Jeremí­as no deja duda alguna sobre la graví­sima crisis que sacudió al profeta de Anatot. Nos referimos a cinco pasajes: 11,18-12,6; 15,10-21; 17,14-18; 18,18-23; 20,7-18, definidos acertadamente como las confesiones de Jeremí­as. Se trata de una crisis ocasionada por el exterior: el profeta es ví­ctima de engañosas maquinaciones de sus conciudadanos: †œYo era como un manso cordero que es llevado al matadero, ignorante de las tramas que estaban urdiendo contra mí­† (11,19; cf 18,18; 20,10). Con amenazas de muerte quieren cerrarle la boca (11,21; 18,20). Advierte que es un signo de contradicción, maldecido por todos (15,10) y objeto de burla (20,7-8). Por otra parte, Dios le parece del todo ausente; sin embargo, él cumple fielmente la misión recibida. Por eso le reprocha a Yhwh la lentitud en el obrar de su cólera (15,15) y le hace preguntas que son otros tantos reproches durí­simos: cPor qué mi dolor no tiene fin? ¿Por qué mi herida es incurable, indócil al remedio? ¿Vas a ser para mí­ como un arroyo engañador, de aguas caprichosas?†™ (15,18). Se siente de algún modo violentado y burlado por su Señor, que ha prevalecido sobre su resistencia: †œTú me has seducido, Señor, y yo me he dejado seducir; has sido más fuerte que yo, me has podido. Me he convertido en irrisión continua, todos se burlan de mí­. Pues cada vez que hablo tengo que gritar y proclamar: Violencia y ruina! La palabra del Señor es para mí­ oprobio y burla todo el dí­a (20,7-8). Por un momento, pensó incluso en abandonar: †œNo hablaré más en su nombre†™ (20,9). En el ápice de su noche oscura, atenazado por la desesperación, maldice el dí­a de su nacimiento, y pregunta, no sin arrogancia, a Yhwh, por qué no transformó el seno de su madre en una tumba (20,14-
18).
Por toda respuesta, Dios le reprende severamente, invitándole a volver sobre sí­ mismo y a fiarse ciegamente de él (15,19-21). Por otra parte, el mismo Jeremí­as, si por un lado no quiere ya hacerde profeta, por otro advierte un impulso interior que le empuja eficazmente a proseguir en la misión profética (20,9). Seguirá caminando en la oscuridad de la fe, fortalecido sólo con la promesa de que Yhwh será su escudo. Mientras, sus adversarios prosperan y se burlan de él. Sus imprecaciones contra ellos, presentes en casi todos los pasajes de sus confesiones, serán palabras al aire; la invocación del juez divino no surtirá ningún efecto. Está llamado a vivir en las tinieblas del viernes santo sin perspectiva alguna de la aurora de la mañana de pascua.
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IV. EL YO DE LOS ORANTES EN EL SALTERIO.
Si en el pasado no han faltado impugnaciones, al presente es cierto que el yo de decenas de salmos debe entenderse en clave individual: es la voz de israelitas particulares, que en la oración abrieron su espí­ritu a Dios. Tenemos así­ la posibilidad de conocer la tí­pica religiosidad interior que animó a generaciones enteras del pueblo de Israel. En efecto, una vez entrados en la colección oficial del Salterio, estos cantos, brotados del corazón de esta o de aquella persona, fueron continuamente repetidos y releí­dos en la liturgia, convirtiéndose así­ en patrimonio común. En nuestro estudio se impone la tarea de evidenciar la gama entera de sentimientos, emociones, estados de ánimo, propósitos, protestas interiores, dudas de fe y esperanzas expresados en estos cantos, que nos ofrecen un espectro completo de las tonalidades de la psicologí­a religiosa de los devotos israelitas de la Biblia [1 Salmos].
Si son pocos los salmos centrados en la confianza o en la esperanza (cf, por ejemplo, SaI 3, 4, 11, 16), en muchos cantos individuales encontramos esta actitud profunda. El orante del Ps 3 confiesa que Yhwh es su escudo (y. 4); por eso no será presa del miedo, ni aunque un ejército de adversarios vaya contra él (y. 7). Más expresivo es el lenguaje del confiado protagonista del Ps 18: †œSeñor, tú eres mi fuerza, mi roca, mi fortaleza, mi libertador, mi Dios, mi roca donde yo me refugio, mi escudo protector, mi salvación, mi asilo (y. 3). El canto del Ps 11 no sigue el consejo de amigos de acogerse a una zona montañosa, abandonando un ambiente social corrompido y corruptor; elige refugiarse junto al Señor (y. 1). La imagen del pastor sirve al autor del Ps 23 para expresar su convicción í­ntima de hombre protegido por Dios: †œEl Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace reposar, me conduce hacia las aguas del remanso…; aunque vaya por un valle tenebroso, no tengo miedo a nada, porque tú estás conmigo; tu voz y tu cayado me sostienen† (vv. 1-2.4). Ni siquiera la amenaza de ser arrojado por la muerte en el se†™oI conmueve la seguridad del poeta del Ps 16. Finalmente, una animosa fi-des caracteriza al Ps 27: †œEl Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién podré temer? El Señor es la fortaleza de mi vida, ¿ante quién puedo temblar?… Aunque un ejército acampe contra mí­, mi corazón no teme; aunque una guerra estalle contra mí­, estoy tranquilo† (vv. 1.3).
De todas formas, es preponderante en los cantos individuales del Salterio el género literario del lamento. Resuena en él la voz de personas diversamente probadas: enfermedad, peligro de muerte, acusación judicial injusta, destierro, persecución, escarnio, vejación, abandono, traición de amigos y allegados, vida culpable, desgracia. Se trata de situaciones objetivas vividas en í­ntimo diálogo con Dios. El cantor del Ps 22 está angustiado sobre todo por el silencio de su
Señor, que le parece ausente e inoperante: †œDios mí­o, Dios mí­o, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, no acudes a salvarme; Dios mí­o, de dí­a te llamo y tú no respondes; de noche, y tú no me haces caso† (vv. 2-3). El protagonista del Ps 69 se siente como el que tiene el agua al cuello y se hunde en un abismo tenebroso (vv. 2-3). En el Ps 55 se expresa el sufrimiento desgarrador por la traición del amigo del alma: †œSi un enemigo me ultrajara, yo lo soportarí­a; si un adversario se alzara contra mí­, de él me esconderí­a; pero eres tú, un hombre de los mí­os; mi familiar, mi amigo í­ntimo†(vv. 13-14). Un sentimiento de abandono y de soledad caracteriza la oración del Ps 102: †œSoy como el buho en el desierto, como la lechuza entre ruinas; no duermo nada, soy como pájaro solitario en el tejado† (Vv. 7-8). Es un hombre acabado el que hace oí­r su palabra en el Ps 88: †œMi vida está llena de desgracias y estoy al borde del abismo; ya me cuentan entre los moribundos, soy un hombre acabado; me han recluido entre los muertos, como los que cayeron y yacen en la tumba† (vv. 4-6). El Ps 71 es la patética oración de un anciano, que al cabo de una vida devota invoca la ayuda de Dios: †œNo me rechaces ahora que soy viejo, no me abandones cuando me faltan ya las fuerzas…; ahora que estoy viejo y encanecido, oh Dios, no me abandones† (vv. 9 y 18). Un vivo y sincero arrepentimiento caracteriza al Ps 51: el protagonista, con el corazón contrito, confiesa a Dios su pecado e invoca la intervención divina de la gracia para crear dentro de él un corazón puro y un espí­ritu firme. Pero también hay quien manifiesta su inocencia (SaI 26).
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Verdaderas y auténticas dudas de fe recorren al cantor del Ps 77, el cual, ante la tragedia de Israel, quizá el destierro, se pregunta si Yhwh no ha rechazado para siempre a su pueblo y no ha desfallecido su fidelidad al socio de su alianza (vv. 4-7). Por eso pregunta a la historia, sacando una lección tranquilizadora. En el Ps 73 el cantor confiesa que sintió la tentación de traicionar su fidelidad a Dios y por poco no se ha hundido su confianza en Yhwh; ¿por qué prosperan los impí­os, mientras que los justos pasan dí­as de pasión? Pero meditando en el templo se ha hecho luz en su mente: la prosperidad de los malvados es efí­mera, mientras que los piadosos gozan para siempre de la comunión con Dios.
Son inumerables las invocaciones acongojadas al Señor: de él espera el devoto ayuda y protección. Hay que destacar aquí­ la fórmula tan repetida †œDios mí­o†, que ya por sí­ sola evidencia una relación religiosa individualizada y personalizada †œyo-tú† de excepcional densidad espiritual. No menos significativa es la libertad con que el orante interpela a su Dios con interrogantes apremiantes e impacientes: †œ,Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? ¿Hasta cuándo tendré desazón en mi alma, y en mi corazón tristeza dí­a y noche? ¿Hasta cuándo va a triunfar mi enemigo sobre mí­?† (13,2-3). En realidad, ahí­ se pone de manifiesto la í­ntima convicción de que toda la vida depende de esta relación religiosa.
De indudable importancia psicológica son también las conmovedoras expresiones de deseo y de ardiente anhelo que distinguen a algunos salmos individuales. Así­ el Ps 42 nos pone ante el lamento nostálgico de un levita en tierra extraña, deseoso de visitar el templo y de encontrar en él a su Señor: †œComo la cierva busca corrientes de agua, así­ mi alma te busca a ti, Dios mí­o; mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente; ¿cuándo podré ir a ver el rostro del Señor?† (vv. 2-3). Véase también el Ps 63,2: †œOh Dios, tú eres mi Dios; desde el amanecer ya te estoy buscando, mi alma tiene sed de ti; en pos de ti mi ser entero desfallece, cual tierra de secano árida y falta de agua†. La alegrí­a por el cumplimiento de un fuerte deseo brota del ánimo del devoto peregrino que va al templo de Jerusalén (SaI 84).
Un perfil del alma religiosa de los salmistas se destaca también de las frecuentes e impresionantes imprecaciones contra los adversarios: calumniadores, acusadores, opresores, escarnecedores. La sed de justicia se une a sentimientos agresivos y llenos de animosidad. Baste esta referencia; lo mismo que, por razones de espacio, nos limitamos a señalar el elemento laudatorio y eucarí­stico de la religiosidad de los salmos, expresada en los cantos de alabanza y de acción de gracias.
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V. LA PSicoLOGIA DE JESUS.
Es de sobra sabido el carácter problemático de la aproximación crí­tica al / Jesús histórico, sobre todo a su personalidad. Por otra parte, parece injustificado un escepticismo radical, porque la investigación histórica realizada con los evangelios puede captar algunos rasgos caracterí­sticos de su imagen. Los evangelistas no se preocuparon ciertamente de darnos a conocer su psique, atentos a testimoniar los dichos y los hechos, cuanto obró y enseñó, como lo atestigua Ac 1,1. No obstante, queda abierta la puerta para penetrar, aunque sea parcialmente, en su psicologí­a. Naturalmente, nos atendremos a los datos evangélicos, cuya tradición se remonta a antes del evangelista y la Iglesia primitiva.
Ante todo, Jesús demuestra una conciencia extraordinaria de sí­. Está convencido de poseer el poder divino (exousí­a) de perdonar los pecados y se comporta en consecuencia (Mc 2,1-12 y par). La comparación con Salomón y con el santuario de Jerusalen exalta su superioridad: †œLa reina del sur se levantará en el dí­a del juicio con esta generación y la condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabidurí­a de Salomón; y aquí­ hay algo más que Salomón† (Mt 12,42; Lc 11,31); †œ,O no habéis leí­do en la ley que en dí­a de sábado los sacerdotes en el templo quebrantan el sábado y no son culpables? Pues yo os digo que aquí­ hay algo más que el templo† (Mt 12,5-6). Las tomas de posición históricas de los hombres frente a él tienen un peso determinante para su destino último: †œAl que me confiese delante de los hombres, el Hijo del hombre lo confesará delante de los ángeles de Dios; pero al que me niegue delante de los hombres, él lo negará delante de los ángeles de Dios† (Lc 12,8-9; Mt 10,32-33). Sólo ex-teriormente parece uno de tantos rabbi, rodeado de un grupo de discí­pulos; en realidad, no es la ley mosaica, sino él mismo el que constituye el centro aglutinador de los discí­pulos. †œVen, y sigúeme†, ordena a los candidatos al discipulado (Mc 2,14 y Mt 9,9; Mt 4,22 y Lc 9,59; Mc 10,21 y par) [/Apóstol/Discí­pulo]. Luego, seguirle a él es antes que los deberes elementales de la piedad familiar:
†œSigúeme; deja que los muertos en-tierren a sus muertos† (Mt 8,22; Lc 9,60), y postula una adhesión total y exclusiva a su persona: †œSi uno viene a mí­ y no deja a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, y aun su propia vida, no puede ser discí­pulo mí­o† (Lc 14,26; Mt 10,37). Los escribas del templo se remití­an en sus enseñanzas a la tradición; la palabra de Jesús, en cambio, reivindica validez por decirla él. Mc 1,22 atestigua que los oyentes estaban asombrados porque †œles enseñaba como quien tiene autoridad (exousí­a], y no como los maestros de la ley†™; en las antí­tesis de Mt 5 resuena igualmente con fuerza su yo autorizado: †œHabéis oí­do que se dijo a los antiguos… Pero yo os digo…†™ Con libertad y familiaridad se dirige a Dios llamándole Abba, vocativo arameo usual en la boca de los niños para llamar a sus papas, y poco o nada usado en las oraciones judí­as del tiempo (Mc 14,36).
En resumen, Jesús estuvo movido por una imagen de sí­ que lo proyectó por encima de los profetas, colocándolo como presencia determinante en los caminos de la humanidad y de la historia y como centro del proyecto salví­fico de Dios.
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Por su parte, el relato tradicional de las tentaciones nos dice que hubo de combatir para preservar su identidad, salvando su imagen interior de los factores contaminantes del ambiente. En particular, hubo de defenderse de expectativas mesiánicas triunfalistas y tuvo que tener fe en el proyecto divino sobre él, caracterizado por un mesianismo pobre y débil. Los sinópticos, pero también tradiciones anteriores, pusieron en escena a Satanás (Mc 1,3 y Mt 4,1-11 cf con Lc 4,1-13). Pero según los mismos testimonios, sabemos que Pedro personificó a Satanás para Jesús cuando intentó apartarlo del camino de Je-rusalén Mc 8,33 y Mt 16,23). Simi-larmente, a Jesús debió parecerle una tentación satánica la intención de la multitud, saciada con los panes multiplicados, de proclamarlo rey (Jn 6,14-15).
Pero la fuerza de la tentación no era sólo externa; dentro del mismo Jesús se libró una lucha dramática:
por una parte, el deseo de escapar a la muerte violenta; por otra, el impulso a hacer la voluntad del Padre; en concreto, a afrontar la via crucis. Una lucha interior de la cual surgió la difí­cil decisión de fidelidad al proyecto divino: †œAbba, ¡Padre!, todo te es posible; aparta de mí­ este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú† (Mc 14,36 y par: Jn 12,27).
Además, acá y allá los sinópticos no dejan de documentar su participación emotiva en el cumplimiento de la misión. Las bienaventuranzas (Lc 6,20-2 1 cf Mt 5,3ss), gozosas proclamaciones mesiánicas en favor de los pobres, de los hambrientos y de los que lloran, testimonian su solidaridad afectiva con estos beneficiarios, pues él se congratula con ellos por la próxima intervención liberadora de Dios rey. Una observación análoga se impone a propósito de su canto de bendición o de alabanza de Dios, que por gracia ha revelado el misterio del reino a los †œpequeños†™ (Mt 11,25-26); Lc 10,21 presenta, por su parte, esta explicitación: †œEn aquel momento, lleno de gozo bajo la acción del Espí­ritu Santo, dijo…). Con admiración y estupor observa la confianza de la cananea: †œOh mujer, grande es tu fe!† (Mt 15,28), y pone de manifiesto la fe del centurión: †œAl oí­rlo, quedó admirado y dijo a los que lo seguí­an: Os aseguro que ni en Israel he encontrado una fe como ésta†™† (Lc 7,9). Tiene compasión de la multitud porque está privada de guí­as seguros (Mc 6,34 y Mt 9,36), y cuando, sin preocuparse de la comida, le sigue con constancia Mc 8,2; Mt 15,32). Tiene compasión de los dos ciegos de Jericó (Mt 20,34), de un leproso (Mc 1,41), de la viuda de Naí­n (Lc 7,13). De signo opuesto es, en cambio, su reacción frente a las impenitentes ciudades del lago (Mt 11,20-24; Lc 10,12-15); a los fariseos, que le piden un signo llamativo (Mt 12,39; Mt 16,4; Mc 8,12; Lc 11,29)y hacen ostentación de su observancia (Mt 23,l3ss; Lc ll,39ss). Entonces en su boca resuenan invectivas durí­simas y sin compasión: †œjAy de vosotros!† En cambio, apostrofa a Je-rusalén apenado (Lc 19,41; Mt 23,37-38).
Por otra parte, Lc nos atestigua el ardiente anhelo de Jesús de que se realice el objeto de su misión: †œAc venido a traer fuego a la tierra, y ¡cuánto deseo ya que arda!† (12,49), y su deseo de consumar la pascua con sus discí­pulos la ví­spera de su muerte (22,15). Finalmente, nos parece preciosa la observación siguiente de Mc: la afirmación del rico de haber observado los mandamientos desde la juventud suscita en Jesús un movimiento de afecto: †œJesús lo miró con amor† (10,21).
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VI. EL MUNDO INTERIOR DE PABLO.

Gracias a sus cartas ciertamente auténticas -lTh, l-2Co, Gal, Rom, Ph, Phm-, estamos en condiciones de trazar, al menos a grandes rasgos y no sin lagunas, no sólo su biografí­a externa, sino también la historia de su alma. Apresurémonos a decir que su existencia experimentó una excisión tan fuerte, que presenta dos caras opuestas: la del fariseo celoso y la del †œesclavo de Jesucristo†; en medio, como un vado, la experiencia de Damasco, que hizo de él un hombre nuevo. Sin embargo, no se puede dejar de percibir una continuidad psicológica: el orgullo de su pertenencia a la †œsecta† farisea y la adhesión sin reservas al judaismo son las mismas caracterí­sticas psicológicas de su nueva pertenencia a Cristo y de su compromiso por la causa del evangelio.
De su pasado de observante intachable de la ley habla en Gal 1,13-14 y en Ph 3,5-6. Luego, repetidas veces, atestigua su cambio radical ocurrido en el camino de Damasco (1Co 15,8-10; Ga 1, 15-16; Flp 3,7-11); pero, regularmente, huye aquí­ de descripciones psicológicas, atento únicamente a poner de manifiesto la acción de la gracia divina: como a los apóstoles de Jerusalén, también a él Cristo †œse le ha aparecido† en el fulgor de su gloria divina de resucitado (1Co 15; ico 9,1); Dios lo ha elegido como apóstol de los paganos desde el seno de su madre y le ha revelado (apokalypteirí­) el misterio de su Hijo Jesús (Ga 1). En realidad, estamos aquí­ ante interpretaciones teológicas que subrayan la iniciativa divina en él (cf también ico 7,25; 2Co 4,1). Sólo en Ph 3 habla de su conversión en términos de cambio interior y personal, convertido al código de la gratuidad, después de haber hecho del código del deber la columna de su existencia: †œPero todo lo que tuve entonces por ventaja, lo juzgo ahora daño por Cristo; más aún, todo lo tengo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he sacrificado todas las cosas, y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo y encontrarme en él; no en posesión de mi justicia, la que viene de la ley, sino de la que se obtiene por la fe en Cristo, la ¡justicia de Dios, que se funda en la ¡ fe† (vv. 7-9).
Como se ve, no se trata de una conversión entendida en sentido moralista. Pablo no fue ni ateo ni pecador. Si se quiere hablar de conversión, hay que precisar: Pablo se convirtió a Cristo, su Señor y camino único de salvación para todos los hombres. Al mismo tiempo, en el camino de Damasco nació en él la clara conciencia de haber recibido directamente, como los profetas en el AT, una misión divina:
proclamar el evangelio abiertamente (Ga 1, 15-16). Luego, el fuego de las oposiciones le templarán como †œapóstol de los gentiles† por investidura divina, no humana (Ga 1,1; Rm 1,1-6; 2Co 10-13). Nada de incertidum-bres, y menos aún de dudas: si Pedro es el apóstol por excelencia para los circuncidados, igualmente él es el apóstol por excelencia para los incircuncisos (Ga 2,7-8). Ciertamente, reconoce que es el último de los apóstoles, y que no merece el nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios; pero no oculta la eficacia de la gracia de Dios en su vida de misionero comprometido más que ningún otro (1Co 15,9-10).
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Se puede decir incluso que se identificó totalmente con el evangelio y el carisma apostólico: el mensaje evangélico es su evangelio (Rm 2,16; Rm 16,25), el único válido, porque es el único que merece la definición de evangelio-buena nueva (Ga 1,6-8). Con una buena dosis de intolerancia, e incluso de fanatismo, trata de †œherejes† a los adversarios judeo-cristia-nos, que hací­an una propaganda distinta en campo pagano (cf 2Co; Gal y Flp 3). Como disculpa suya en parte, valga la circunstancia de haber sido ví­ctima de ataques virulentos y continuos.
En las relaciones con sus comunidades emerge una personalidad riquí­sima de sentimientos humanos. Nada de burocracia: la relación apóstol-Iglesias se encarnó en cálidas relaciones presididas por el ví­nculo †œyo-vosotros†. Así­, evocando la pasada evangelización de Tesalónica, puede atestiguar: †œAunque, como apóstoles de Cristo, hemos podido hacer uso de nuestra autoridad, hemos sido todo bondad en medio de vosotros. Más aún, como una madre cuida cariñosamente a sus hijos, así­, en nuestra ternura hacia vosotros, hubiéramos querido entregaros, al mismo tiempo que el evangelio de Dios, nuestra propia vida. Tanto os querí­amos!† (lTs 2,7-8). Lejos en persona, pero no de corazón, ha hecho todo lo posible para volver a ver a sus amados tesalonicenses (2,15); y cuando Timoteo, de vuelta de Tesalónica, le lleva buenas noticias, exclama: †œAhora nos parece vivir de nuevo, porque os mantenéis firmes en el Señor† (3,8). Los tesalonicenses no han de dudar de que se acuerda constantemente de ellos; pero confiesa también que se ha alegrado al saber que ellos conservaban de él un buen recuerdo (3,6).
No sólo ama a los creyentes de sus comunidades, sino que también quiere ser correspondido. Escribe así­ a los corintios: †œCorintios, me he desahogado con vosotros y se me ha ensanchado el corazón. Yo no tengo reservas con.vosotros; sois vosotros los que las tenéis conmigo. Pagadme con la misma moneda. Os digo como a hijos: ensanchad también vuestro corazón† (2Co 6,11-13). Con emoción recuerda la acogida que tuvo en Galacia: †œY aunque mi enfermedad fue para vosotros una prueba, no me despreciasteis ni me rechazasteis, sino que me acogisteis como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús† Ga 4,14). Es realmente increí­ble, pero el presente le vuelve la cara: †œ,Dónde están ahora aquellos entusiasmos vuestros por mí­? Doy fe de que, si hubiera sido posible, hasta os hubierais arrancado los ojos para dármelos. ¿Y ahora he pasado a ser enemigo vuestro por haberos dicho la verdad?† (4,15-16).
En cambio, la relación con los fi-lipenses no experimentó crisis alguna. Prisionero, confiesa que los lleva en el corazón (Flp 1,7). Luego, ante la perspectiva de una condena capital, se declara interiormente dividido entre el deseo de una comunión indefectible con Cristo y el deseo de continuar viviendo para servir de ayuda aún a los filipenses, aunque termina inclinándose hacia esta segunda eventualidad, naturalmente en cuanto depende de él (1,23-35). De todos modos, les invita a compartir su alegrí­a de testigo del evangelio (2,17). Luego, en la preciosa ayuda recibida en la cárcel, valora sobre todo el signo del nuevo florecer de su afecto a él (4,10).
A Filemón le escribe de Onésimo, esclavo fugitivo: †œTe lo enví­o como si te enviara mi propio corazón†™ (y.
12).
Es extraordinaria también su adhesión de corazón a los correligionarios judí­os, que habí­an rechazado en masa el mensaje evangélico: †œComo cristiano que soy, digo la verdad, no miento. Mi conciencia, bajo la acción del Espí­ritu Santo, me asegura que digo la verdad. Tengo una tristeza inmensa y un profundo y continuo dolor. Quisiera ser objeto de maldición, separado incluso de Cristo, por el bien de mis hermanos, los de mi propia raza† (Rm 9,1-3). Pero para los que constantemente le acechaban con hostilidad, recurre a invectivas de tipo profético (lTes2,15-16). Igualmente vehemente en su reacción al frente combativo de sus adversarios judeo-cristianos, que en Corinto, en Galacia y en Macedonia le hací­an una guerra despiadada. Los llama ora †œfalsos profetas, obreros engañosos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo† 2Co 11,13), ora perros, malos obreros, falsos circuncidados† (Flp 3,2). A los agitadores de Galacia les da el apelativo despectivo de mutilados (Ga 5,12). A. Vanhoye ha dicho con razón, a propósito de la crisis gálata, que Pablo vivió dentro de sí­ el drama de los celos, envuelto en un triángulo: él, los amados creyentes de las Iglesias de Galacia y los adversarios como rivales. Por lo demás, él mismo recurre a este motivo para explicar la pasión con que interviene ante los corintios: †œTengo celos divinos de vosotros, porque os he desposado con un solo marido, os he presentado a Cristo como una virgen pura. Pero temo que, como la serpiente engañó con su astucia a Eva, pervierta también vuestros pensamientos†
2Co 11,2-3).
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C. Barba glio

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

I. Concepto, objeto, métodos de la psicologí­a cientí­fica
La p., como toda ciencia particular, se define en primer lugar por los criterios que fundan la ciencia como ciencia y la distinguen de todas las otras formas del saber. La idea y la definición de la ->3 ciencia como tal están sometidas a los cambios históricos. Así­ la historia de la ciencia en general y la de la p. en particular – aunque nos limitemos a un estrecho campo en tiempos noví­simos – no ostenta continuidad alguna, sino rupturas, ciclos y contradicciones en sus doctrinas, métodos y sistemas de categorí­as. El concepto de ciencia implica la clase de los métodos aceptables, y éstos implican la clase o los aspectos de los objetos con rango cientí­fico. Mientras que antes se pretendí­a orientar los métodos por el objeto, hoy dí­a da el tono la concepción del carácter cientí­fico, cuyos postulados establecen de antemano los procedimientos y determinan su desarrollo en medida excesiva. En tal caso, ya sólo son cientí­ficamente discutibles los objetos o los aspectos de los mismos que se prestan a la aplicación de estos métodos. La vinculación al objeto, no obstante exigida, en forma de una verificación empí­rica, sólo se da entonces dentro de esta sección prejuzgada de la realidad y así­ queda restringida por los lí­mites, señalados previamente, de las decisiones apriorí­sticas sobre el procedimiento. De esta manera, el método define el objeto, lo cual entraña el peligro de que se tenga por ser objetivo lo que sólo es método (o artefacto metódico).

A ese rigorismo metódico va inherente un reduccionismo objetivo y lógico que caracteriza, hoy más que nunca, la p., sobre todo la de procedencia angloamericana. Siguiendo el modelo de las ciencias naturales exactas, la p. cientí­fica experimental, hoy dí­a predominante (en cuanto no considera ya de buenas a primeras, como lo hace el behaviorismo radical, el «organismo» como vací­o, es decir, como dirigido sólo desde fuera através de los estí­mulos y de las reacciones provocadas por ellos, sino que juzga también necesarias para su explicación ciertas dimensiones determinantes internas), sigue teniendo por tema un análisis aislante (elemental) de lo psí­quico hasta llegar a un núcleo mí­nimo de factores, ficticiamente generalizados, irreductibles, cualitativamente invariables y dependientes entre sí­ (basic psychological elements; primary traits o mental abilities, etc.), y ponerlos en una unidad de correlación (en oposición a las unidades de significación: Merleau-Ponty), traduciéndolos a modelos factoriales y sistemas vectoriales de interdependencia (como psycological (orces: Lewin), con el fin de unir, como en la fí­sica, esta concepción cuántica de lo psí­quico con la concepción teórica del continuo (Lewin, Köhler, Koffka) – concepciones por de pronto inconciliables – en una cuantificación del campo. El ideal de una «p. objetiva» se realiza de manera óptima por la objetivización de indicadores psí­quicos (trait-indicators) mediante instrumentos de medición; sólo sus leyes y los principios y fórmulas de medición que a ellas se ordenan confieren a todo lo psí­quico cualidades objetivamente definibles y formulables. De este propósito resulta el empleo obligado del procedimiento de tests objetivo-nomotéticos para la exploración psicométrica de las facultades, del comportamiento y de la personalidad. Para una concepción de la ciencia que se presenta con tales principios, postulados y métodos, sólo existen dos formas de certeza indubitable: la lógica-matemática y la «evidencia corporal» (Linschoten) de la experiencia sensitiva, que eleva a criterio exclusivo de la realidad lo tangible e investigable (finger and thumb philosophy of metaphysics: Woodger).

Consecuentemente, tal concepción busca una fijación objetiva del mundo sensitivo y un tratamiento matemático del comportamiento psí­quico. Moviéndose, pues, totalmente dentro del estilo del -> positivismo lógico, aspira a un cálculo con datos sensoriales (Hobbes) como único método legí­timo, es decir, al cálculo de meros hechos para formar sistemas y estructuras con un funcionamiento lógico-matemático (psicologicismo, que racionaliza lo psí­quico reduciéndolo a un mero modus cogitationis). Esta actitud fundamental de una racionalización lo más exacta posible de hechos, despojados en lo posible de sentido y de valor (a matter-of-fact sort of way), hace de todo lo psí­quico una realidad cuasi fisiológica o cuasi fí­sica, p. ej., en la concepción del pensamiento como hablar subvocal (como un lenguaje restringido), con inclusión de los movimientos musculares y de los procesos glandulares como reacción a los estí­mulos exteriores, de forma que el aprender a pensar no se funda en otra cosa que en el condicionamiento de los hábitos o de los reflejos motrices requeridos para el hablar (Pavlov, Watson; teorí­a motriz del pensamiento: Washburn). En esta tendencia, el operacionalismo (Bridgman) forma el contrapunto lógico del behaviorismo por su exagerado realce del hacer y por la de suyo «absurda» (G. Bergmann) reducción relativante de todos los actos cognoscitivos a actos prácticos (percepción, pensamiento = obrar, hablar: Skinner). Según eso, todo concepto contiene una determinada clase de operaciones (concepto «operacional»); y toda definición es la descripción, no de un objeto, sino de los procedimientos y manejos que deben actuarse para su fijación.

La posición antes mencionada de la teorí­a clásica de los reflejos y del behaviorismo que procede en conformidad con ella, no se ha modificado en el fondo hasta hoy. Se sigue defendiendo el isomorfismo (psicofí­sico) proclamado por los teóricos berlineses de la forma (Gestalt) y por los positivistas vieneses, p. ej., a manera de una identidad neuropsí­quica (Köhler, Hebb, Osgood); consiguientemente, una serie de pensamientos resulta ser una secuencia nerviosa de fases de unidades celulares enlazadas en serie.

Aparte de este reduccionismo neurológico, se desarrolla más y más otro neuroeléctrico y, con creciente abstracción, uno puramente cibernético (como isomorfismo lógico-matemático), que se legitima por la construcción de autómatas que elaboran datos, aprenden, se organizan, se reproducen y crecen (Wiener, Walter, Shannon, Pierce, Ashby, Uttley, Rosenblatt, Svoboda, Zemanek, etc.). La tarea y prestación primordial sigue siendo, a la postre, el cálculo de sistemas formales lógico-matemáticos para la estructura y la programación (p. ej., en lenguaje de fórmulas algorí­tmicas) de tales autómatas. Una formalización de tan alto grado parece aplicable a todos los órdenes de la realidady ser así­ una ciencia unificante o una super-ciencia. Da a sus conocimientos una validez universal, interdisciplinar (cf. Mathesis universalis de Leibniz), pero restringe con su alto grado de abstracción nuestro saber sobre la constitución concreta de las cosas. Nos orienta desde luego en la vací­a universalidad formal sobre el cómo funcional («psicofí­sicamente neutral»), pero no sobre el qué de un objeto. Vale, como toda lógica y matemática, indistintamente para lo «objetivo en general» (Husserl), sin que por sí­ pueda indicar de qué clase o especie sea lo objetivo. Así­, p. ej., el concepto de información no afecta al qué, sino sólo al cómo de las señales técnicas (arrangement) de una noticia (como pura determinación de cantidad y frecuencia de signos o combinaciones de signos; cf. el hombre como canal de información y casos semejantes).

La lógica o la matemática describe y funda sólo cómo y en qué medida un mundo es posible lógica y matemáticamente, pero no su existencia y modalidad (cf. Husserl, Wittgenstein, Carnap, Kraft y otros). De ahí­ resulta para toda ciencia particular y señaladamente para la p. (p. ej., para la p. factorial de la inteligencia y de la personalidad) como consecuencia ineludible: Todo incremento de la exactitud lógico-formal, de la idealización matemática de conceptos, de la formulación lingüí­stica, de modelos, de teorí­as y de experimentos se compra al precio de un creciente alejamiento de la realidad (Heisenberg, Barnett, etc.) y artificialidad, con una merma de su validez representativa (es decir, de su reproducción válida de la realidad allí­ representada) y estabilidad (Heisenberg), con su sorprendente brevedad de vida y «notable carencia de significación» (M.B. Smith, H.A. Murray, J. Bazun, etc.; cf. A.N. Whitehead: fallacy of misplaced concreteness, es decir, el error de la aparente concreción de las abstracciones matemáticas, que se hacen pasar por hechos concretos definitivos).

La facticidad, la contingencia y la especificidad empí­ricas, más allá de toda definición lógico-matemática, siguen siendo para ésta una irracionalidad «inexpresable» (Wittgenstein). Mas como el ámbito de lo fáctico contiene lo que constituye a la postre la experiencia y la realidad, todo racionalismo fracasa en la definición y fundamentación de la certeza experimental y, por ende, en la fundamentación y justificación de su propia existencia, como sistema de representación y comunicación (en forma de su encarnación sensible en el lenguaje, la escritura, los modelos visibles, las fórmulas, etc.), sistema que es la forma como el racionalismo cientí­fico debe ser visto u oí­do y, por tanto, percibido por los sentidos, lo mismo que las cosas cotidianas.

La p. deducida de la concepción lógica y positivista de la ciencia insiste, una vez repudiada la introspección (y con ello la p. vivencial), estrictamente en el aspecto externo de hechos en gran parte exentos de sentido y significación, en el fondo, por tanto, no psí­quicos, y en esta forma aptos para someterse al cálculo. Si, apartándose de este radical punto de vista (de una pura teorí­a de reacción al estí­mulo [teorí­a S-B]: p. ej., Guthrie), se ve la necesidad de admitir determinantes «internas», como las llamadas variables intervenientes (Hull, Tolman), estos anillos intermedios funcionan sólo como construcciones hipotéticas, como sustituciones teóricas o ideales de lo psí­quico, o como medios auxiliares metafóricos (Skinner) para la construcción regresiva de modelos de explicación (a ejemplo del sistema periódico de los elementos) o como puras hipótesis de cálculo (parámetro), que deben introducirse para que resulte la descripción matemática de los procesos de comportamiento, y resulte además de la manera más sencilla (el problema epistemológico que de ahí­ ‘se sigue – el de la validez de la construcción – queda las más de las veces sin considerar).

En este modo de ver, lo psí­quico figura como la «caja negra» (black box) de la fí­sica experimental: la constitución de su interior no observable (por tanto, las resistencias, los condensadores, los transistores, etc.; allí­ actitudes, rasgos esenciales [traits], hábitos, expectaciones, etc.), se deduce aquí­ por un análisis del condicionamiento, partiendo de los potenciales eléctricos registrables en las conexiones, y por las entradas y salidas exteriormente observables, es decir, por los estí­mulos (stimuli) y reacciones (responses). Como los hechos mismos de comportamiento, así­ también sus interrelaciones se definen, prescindiendo de todo sentido, como asociaciones automáticas de contacto según el principio de contigüidad. Todos los procesos psí­quicos restringidos ameros cursos de comportamiento se actualizan, bajo forma de continuos espacio-temporales, de manera matemáticamente ideal en los simuladores como modelos reproductores de procesos psí­quico-espirituales a la manera de máquinas cibernéticas y ordenadoras de datos (simulación del hombre máquina: Wiener, Walter, Steinbuch). De ahí­ que, lo mismo en la p. de la investigación y de la diagnosis que en la aplicada, se trata del hallazgo o de la producción de ordenaciones del comportamiento en forma de secuencia (como regularidades no inteligibles: M. Weber) y, consiguientemente, se trata de los llamados procesos probabilí­sticos, en que las reacciones posteriores siguen a las anteriores según las leyes de probabilidad (cuantificación de la conducta en modo de frecuencia, de la observación de la conducta en estadí­sticas de facticidad, del ensefiar y aprender en trasunto de medidas para la elevación de la probabilidad con que se producirá un determinado comportamiento [adecuado a un fin]). La producción de tales series de acciones en la marcha de una dirección planeada del comportamiento (p. ej., por la instrucción, educación, terapia, etc.), se logra por medio de prácticas de condicionamiento técnico (p. ej., instrumental u operant conditioning: Thorndike, Hull, Skinner), por las cuales se supone (Skinner, Spence) que puede conseguirse prácticamente cualquier comportamiento (p. ej., por los llamados refuerzos, reinforcements), o eliminarse (por extinción).

Las objeciones contra la p. con marcado carácter de ciencia natural se dirigen contra la í­ndole general cientí­fica del -3 positivismo (inductivo y lógico) como tal. Se dirigen primariamente contra la reducción del conocimiento cientí­fico a dos fuentes, tenidas por autónomas y completamente suficientes, a saber, la evidencia sensible y la lógica. La absolutización de la experiencia externa, sensible, dicta el repudio o por lo menos la desvirtuación de la introspección y, con ello, de la vivencia, reduciéndolas a un procedimiento de conocimiento exclusivamente heurí­stico, ficticio y, en ningún caso, cientí­ficamente constitutivo. Tal punto de vista se conduce así­ mismo ad absurdum, como quiera que se lo defienda, y tanto si se entiende de manera radical como de forma moderada. Así­, lo mismo al comienzo que al fin de todo análisis de factores (variables, etc.), o sea tanto para su definición al introducirlos como para su interpretación al aplicarlos, es menester el saber vivencial de estas formas primarias de actividad, de cualidades, de motivos, etc. Ya la simple selección de hecho psí­quicamente relevantes de entre el universo de cosas con que se tropieza, sólo puede lograrse por un previo saber inicial de lo aní­mico, en virtud del cual es posible hacer las distinciones. El aspecto vivencial es simplemente inseparable de todo comportamiento, acción y obra, pues sin él nada se sabrí­a (no solo psicológicamente, sino en absoluto), y, por tanto, tampoco se sabrí­an las manipulaciones operacionales (Dilthey, Ebbinghaus, Husserl).

El origen experimental del concepto de comportamiento es únicamente la conducta vivida. Lo mismo que para el cultivo general de la ciencia el mundo precientí­fico de la vida (Husserl, Merleau-Ponty, Litt, Dingler, etc.), como único mundo universal de la experiencia (cf. Allon, E. Straus), ofrece el presupuesto absoluto, la base de partido y el fondo de sostén, al que permanecen referidos de manera indisoluble todos los procedimientos, conclusiones y datos cientí­ficamente válidos; así­ también la p. se funda en el trato, prepsicológico y vivencial, del hombre consigo mismo y con los otros y, por ende, en la vida psí­quica cotidiana, con su evidencia inmanente, como realidad vivencial previamente dada con sus datos intuitivos y sus certidumbres primigenias (cosas válidas de antemano: Husserl), que todo psicólogo supone y tiene que suponer incesantemente, y de las que él se sirve y tiene que servirse en todos sus experimentos, cálculos y teorí­as cientí­ficas.

El fundamento de posibilidad y legitimidad requerido para todo conocimiento no relativo y universal está en modos de experiencia y acción precientí­ficos y extracientí­ficos, que realiza el sujeto corrientemente ignorado por la metodologí­a cientí­fica. La objetividad que la ciencia cree producir por primera vez, se funda ya en objetividades que el sujeto ineludible (el cientí­fico mismo o la persona de experimento) tiene siempre que haber producido de antemano. La ciencia se apoya siempre en un verdadero universo de presupuestos, que contienen las condiciones de posibilidad de la experiencia y técnica cientí­ficas y que la ciencia es incapaz de controlar o producir. La ciencia, con los principios y métodos que ella considera como exclusivamente legí­timos, sin duda puede declarar determinados objetos o aspectos de los mismos como sistema válido de conocimiento y acción, pero no declararse como tal a sí­ misma, ni menos fundamentarse y verificarse. Esto debe decirse señaladamente de la identidad – reclamada en todo conocimiento objetivo, y por eso simplemente presupuesta – en el saber acerca de lo válido; de modo que, p. ej., a la postre todos tenemos que ver lo igual de modo igual, para poder llegar a enunciados contrastables y universalmente válidos. Estos datos e intuiciones trascendentales son por lo menos de rigor igual al de los principios y verdades objetivas cientí­ficamente asentados.

El que temporalmente, y así­ también hoy dí­a, ello no haya sido visto por la mayorí­a y hasta se haya ignorado de propósito, no es cuestión real o epistemológica, sino puramente psicológica, que coincida con el hecho histórico de que, tras el trabajo lógico-cientí­fico, hay «fuerzas psí­quicas» propulsoras y directrices y «poderes históricos, las más de las veces ni siquiera de naturaleza lógica, pero más fuertes que toda lógica» (R. Faickenberg). De esta situación resulta la urgencia de una p. de la ciencia como complemennto de la sociologí­a de la ciencia, y, con ella, de una «p. de la p.» (en correspondencia con la «sociologí­a de la sociologí­a» y la «filosofí­a de la filosofí­a», etc.).

En el mentado fondo a priori de presupuestos y no en un monismo de métodos consiste fundamentalmente la tan traí­da y llevada unidad e igualdad y, con ellas, la jerarquí­a igual de las ciencias respecto de los fundamentos de su origen y, por tanto, también la unidad e igualdad de la llamada p. racional y de la p. experimental.

De manera general, frente a todo -> racionalismo que, como el positivismo logicista o matematicista, menosprecia la certeza de la experiencia como evidencia accesoria, y desvirtúa todos los lenguajes no formalizados considerándolos medios inútiles de comunicación, hay que oponer las siguientes condiciones:
1. El enlace indispensable de los sí­mbolos matemáticos con los hechos (resultados de medición), que, como todo el aparato (arrangement) experimental y todo el sistema de exposición y comunicación, deben ser percibidos en la experiencia general objetiva y psí­quica de la vida diaria, la cual no puede soslayarse ni sustituirse cientí­ficamente.

2. El igualmente ineludible enlace de los sí­mbolos matemáticos con los conceptos del lenguaje usual (que pueden precisarse todaví­a, como, p. ej., en la fí­sica newtoniana), pues solo él mantiene el necesario contacto con la realidad y la reproduce en su dato primigenio, de forma que existe una «unión clara entre los sí­mbolos matemáticos, las mediciones y los conceptos del lenguaje ordinario» (Heisenberg). De ahí­ se sigue la necesaria definición e interpretación de las magnitudes, con que ha de contarse o calcular en en lógica formal, por medio de las evidencias y los conceptos de la experiencia y del lenguaje adquiridos por la vida en el mundo o por la vivencia psí­quica.

3. De manera general, tanto con relación al origen como a la legitimidad, media una dependencia y una referencia entre los lenguajes formalizados y las lenguas vivas usuales, pues sólo por medio de estas últimas pueden aquéllos ser introducidos, fundados en elementos esenciales de su determinación (p. ej., respecto de las reglas vigentes en ellos) y formuladas en sus resultados teóricos.

Contra el positivismo empí­rico en las ciencias naturales y en la p., que, por su «deificación de los hechos» (K. R. Popper), sólo ve en la ciencia una combinatoria pragmática (p. ej., de economí­a de pensamiento) de hechos tomados de las cosas sensibles, hay que objetar lo que sigue:
1. El método experimental de las ciencias exactas lleva de la teorí­a supuesta en cada caso a los hechos y datos experimentalmente averiguados, y no a la inversa, aunque toda teorí­a debe revisarse y comprobarse indirectamente mediante tales hechos y datos como consecuencias deducidas de ella.

2. Todo modelo y su formulación arrancan de una teorí­a explí­cita o implí­cita y están en pie y caen con ella. Sin teorí­a, todos los cálculos permanecen problemáticos.

3. Las teorí­as no pueden desarrollarse sin métodos especulativos. De solos modelos, fórmulas, cálculos y de mera colección de hechos no puede nacer ninguna teorí­a.

4. Por tanto, los conceptos teóricos en definiciones esenciales no han de extraerse de los hechos ni de los resultados empí­ricos; no son mera descripción de los mismos.

5. De donde se sigue que el objeto o el contenido del conocimiento cientí­fico no proceden en su totalidad inmediatamente de las observaciones y mediciones.

6. En resumen, toda teorí­a cientí­fica implica más presupuestos filosóficos y, en nuestro caso, más vivencias psicológicas que los contenidos en los hechos admitidos por el método crí­tico (F.S.C. Northrop).

La legitimidad del estilo del saber cientí­fico-natural en la p. es indiscutible y hasta una exigencia universalmente vinculante, siempre que dicho estilo de saber: 1.° para impugnar el -> irracionalismo sin lí­mites y el agnosticismo especulativo (que dominan, p. ej., en tendencias de la p. profunda), no propugne un racionalismo igualmente ilimitado, sino la moral cientí­fica de la objetividad, que pide control y fundamentación sólida; 2.° por razones heurí­sticas, provoque la elaboración e inteligencia de nuevos puntos de partida y aspectos de la investigación, o indague y ensaye, como hipótesis de trabajo, el alcance y utilidad de determinados métodos; 3° no reduzca lo psí­quico (o al hombre entero) a una sección de la realidad buscada a priori mediante el método seguido, ni eleve su punto de vista a dogma y, cayendo en la -> ideologí­a, a una nueva concepción del mundo y del hombre («Mito de la ciencia moderna»: F. v. Weizsäcker); 4.° permanezca, además, consciente de sus presupuestos, que no pueden indagarse ni producirse con el método cientí­fico-natural o lógico-positivista, o sea, «cientí­ficamente» en el sentido que él da a este vocablo; 5.° y, en consecuencia, por ser él mismo transcientí­fico en su fundamento y origen, tolere otras formas cientí­ficas y las acepte como de igual categorí­a por lo menos respecto de los fundamentos originales.

II. División de la psicologí­a
Una división de la p. es posible por diversos modos. Así­ cabe distinguir por la concepción de la ciencia y por el método, la p. fenomenológica, introspectiva, comprensiva, descriptiva, comparada, analí­tica, explicativa, meramente inductivo-experimental, operacional, nomotética, idiográfica, especulativa, teórica o, de modo general, la p. cientí­fica natural (experimental) y la racional. Por los aspectos, la p. de la vivencia, del comportamiento, de la eficiencia laboral, o la p. de la conciencia y del inconsciente. Por los hechos o las potencias fundamentales de la vida psí­quica, la p. de los sentidos y de la percepción, de la memoria, del pensamiento, del aprender, de la voluntad, del sentimiento, del instinto, de las necesidades, de la motivación, etc. Por los principios y las llamadas leyes fundamentales, la p. de la asociación, de los reflejos (del estí­mulo-reacción), de los elementos, de los factores, de los vectores, de la totalidad, de la estructura, de la forma, del campo, etc. Por el concepto y significación del hombre, la p. antropológica, individual, personal, impersonal, colectiva, naturalista, determinista, existencial, etc. Por las f unciones o tareas, la p. diagnóstica, aptitudinal, educativa, terapéutica, profiláctica, psicotécnica, comercial, etc. Por los diversos órdenes de la realidad, la p. humana, animal, vegetal, social, cultural, económica, industrial, etc. La división de la p. según puntos de partida y criterios extrapsicológicos, posible aún a pesar de las pretensiones de emancipación, pone de manifiesto la dependencia – según parece inevitable – de la p. (lo mismo que todas las ciencias humanas) respecto de principios, hipótesis, experiencias y teorí­as metapsicológicos.

La diversidad de tendencias psicológicas particulares que así­ se origina es tan grande, que no puede ya hablarse de la p. como de un sistema de saber idéntico y homogéneo en sí­ mismo (según axiomas, principios, ideas fundamentales, métodos, etc.). De esta situación resulta para la construcción de esta ciencia la «dificultad» que no puede vencerse desde dentro – «de dar el primer paso» (J. Cohen), y, para una introducción a la misma, la pregunta: «introducción ¿a qué psicologí­a?»
Respecto del origen de la p. como un todo en conceptos centrales de tendencias filosóficas existen actualmente expressis verbis, entre otras, psicologí­as que siguen la lí­nea de Aristóteles, o de Galileo, o de Locke y Hume, o de Leibniz, o de Descartes, así­ como una p. fenomenológica, existencial, vitalista, y también una p. (defendida uno sono en los Estados del bloque oriental) marxista-leninista del materialismo histórico o dialéctico. Juntamente hay diversas psicologí­as concebidas en conformidad con las distintas ciencias naturales; asf hay p. ffsica, quí­mica, fisiológica, biológica, con sus respectivos principios especí­ficos, construcciones de modelos, etc. Además, existe una p. more geometrico (p. ej., topológica, vectorial), una p. matemática y hasta una p. embriológica y epidemiológica, así­ como, desde tiempos recientes, una p. basada en la teorí­a de la información y de la cibernética. Existen, además, dependencias de tipo religioso-social (cf. sociologí­a de la religión de los sistemas psicológicos: P. Hofstätter) en el sentido de cuius religio, eins psychologia; así­, p. ej., una p. calvinista, pudiendo entenderse preferentemente como tal la p. angloamericana, y una p. luterano-católica, que serí­a caracterí­stica del continente con su tendencia a comprender y dar sentido cientí­ficamente. De igual modo cabrí­a establecer una diferencia según la pertenencia a territorios nacionales y polí­ticos (cuius regio, eius psychologia).

Una división secundaria resulta del puesto y situación de la p. dentro del sistema de las ciencias. Como quiera que la mutua dependencia y convergencia de las ciencias particulares está condicionada y definida por la universal referencia recí­proca de todo ente; en la estructura del edificio cientí­fico, tal como aparece institucionalmente en la universidad, se reflejan la riqueza y la conexión hasta ahora descubiertas de la realidad humana y extrahumana. En el carácter de la existencia humana como unitas multiplex (W. Stern), es decir, como coincidencia de modos de ser diversos y antitéticos, se funda que las ciencias antropológicas, las cuales llevan al hombre a un saber de sí­ mismo y a un trato consigo mismo, están en más amplia referencia mutua respecto de otros dominios especiales, que las restantes disciplinas (-> antropologí­a, -> hombre). En el sentido de esta central posición lógico-cientí­fica, con una referencia omnilateral, son ciencias universales.

De acuerdo con la realidad del hombre en su cuadro de dimensión como ser natural, personal, histórico, creador de cultura o determinado por ésta, las distintas disciplinas parciales de la p. pueden dividirse en coordinación con las asignaturas de las otras facultades o de los otros grupos de ciencias. De esa manera a las ciencias naturales estarí­a ordenado la p. de la naturaleza; y así­ en particular se ordenarí­an: a la fí­sica, la psicofí­sica; a la quí­mica, la psicoquí­mica; a la geologí­a, geografí­a y metereologí­a, la geopsicologí­a, la meteoropsicologí­a y la psicoclimática; a la biologí­a, la biopsicologí­a; a la botánica, la p. vegetal; a la zoologí­a, la p. animal; a la medicina en general, la p. médica; a la fisiologí­a, la psicofisiologí­a; a la farmacologí­a, la psicofarmacologí­a; a la psiquiatrí­a, la psicopatologí­a, etc. A las ciencias de la persona (W. Stern: personologí­a), con carácter teológico, filosófico y, en general, de ciencias del espí­ritu, corresponde la p. de la persona o de la personalidad; a las ciencias históricas se ordena la psicohistoria como p. histórica individual y universal (incluida la paleopsicologí­a).

A las ciencias de la cultura aparece ordenada la p. cultural, investigada según la distinción corriente en cultura espiritual, social y material. Respecto de las disciplinas de la cultura espiritual se da la siguiente correspondencia: teologí­a – p. de la -> religión; filosofí­a – p. filosófica; teorí­a del conocimiento y metodologí­a – teorí­a psicológica del conocimiento y del método; ética del conocimiento y del método; ética -> moral; antropologí­a – p. antropológica; – p. de la estética; arte – p. del arte; filologí­a – p. del lenguaje; pedagogí­a – p. pedagógica, etc. En las disciplinas de la cultura social se corresponden: sociologí­a – p. social; etnologí­a – p. de los pueblos; politologí­a – p. polí­tica; ciencias jurí­dicas – p. forense y criminológica. Y en las disciplinas de la cultura material se da la siguiente correspondencia: ciencias económicas – p. económica; ciencia de la industria – p. industrial; ciencia del trabajo – p. del trabajo; ciencia del tráfico – p. del tráfico, etc.

III. Psicologí­a de la naturaleza
El concepto de naturaleza, en un sentido limitado al aspecto de las ciencias naturales, se refiere aquí­ a la totalidad de los factores quimico-fí­sicos y bio-fisiológicos, psí­quicamente relevantes, y atañe así­ al condicionamiento de órdenes, formas y procesos aní­micos por aquéllos, ora dentro de la constitución corporal, ora a través de agentes que actúan en ella desde fuera. La naturaleza psí­quicamente importante así­ entendida es objeto de la doctrina psicológica natural, de orientación preferentemente cientifico-natural; p. ej., en relación con las disposiciones aní­micas, la p. de la herencia, que, además del análisis exacto del proceso hereditario, indaga entre otras cosas las notas y estructuras innatas, sobre todo las que resisten al medio; y, respecto de la naturaleza fí­sica que influye sobre el alma, la p. metereológica, la geopsicologí­a y la psicoclimática, que se ocupan de la cuestión referente a la manera y extensión en que los factores geográficos, climáticos y atmosféricos del medio repercuten sobre lo psí­quico. En la p. natural entran también, además de la p. médica general, de la p. animal y de la problemática p. vegetal, la psico-fisiologí­a, hoy muy actual (cf. la fisiologí­a del comportamiento), la psicofí­sica y la psicoquí­mica, que investiga la producción, dirección y modificación de procesos y estados psí­quicos por medio de sustancias fí­sico-quí­micas.

IV. Psicologí­a de la persona y de la personalidad
Trata en general (y en cuanto es psicológicamente posible) de definir al hombre como «ser especial» (Lersch), de marcar su particularidad especí­fica e individual, destacándolo forzosamente de todas las cosas y estructuras de otra especie. La elaboración de tales caracterí­sticas especificas e individuales es objeto hasta de tendencias cientí­ficas extremas que, no obstante su posición impersonal por principio, todaví­a se designan a sí­ mismas como p. humana y p. de la personalidad. Según eso, pueden distinguirse dos grupos antitéticos de p. de la personalidad.

1. La p. de la personalidad orientada cientí­ficamente a la vivencia y a la comprensión, al valor y al sentido, que parte primariamente de la manera cómo el hombre se experimenta a sí­ mismo y el mundo en que vive (en la misma dirección marcha el Perceptual o Personal Approach de McLeod, Combs, Snygg, al que se aproximan las Purposive Psychologies [psicologí­as de la intención]). Toma su punto de partida de la persona, porque no hay hechos psí­quicos fundamentales, como sensación, percepción, sentimiento, voluntad, imaginación, memoria, pensar, aprender, etc., como tales, sino personas, individuos, que ejecutan estas actividades o tienen tales vivencias (es decir, personalización en contraste con fenómenos de despersonalización patológica). Ello quiere decir que la persona no funciona como un trasfondo neutral o un punto formal de referencias, sino, de acuerdo con la experiencia, como autor, centro, sujeto y regulador de los procesos y propiedades psí­quicos (p. de la existencia, Jaspers, Gebsattel, Binswanger, Frankl, Daim, Caruso, Meinertz, Zutt y otros), que por eso aparecen siempre en «forma personal» (James), si bien se reconoce que no todos los problemas psí­quicos son problemas de personalidad.

Los más decisivos actos aní­micos no sólo son vividos como referidos al yo (ego involved), sino que el saber esta referencia al yo constituye lo más cierto que nos es dado (cf. la eminente importancia en la historia de la ciencia del más fundamental principio cartesiano: «cogito, sentio, volo; ergo sum», como prima et certissima cognitio, en pro de la primací­a de la experiencia interna, de la fenomenologí­a introspectiva y de la p. vivencial; en este punto se ha expresado insuperablemente: AGUSTíN, De Trin. x 16, xv 22).

Como quiera que, por análisis, abstracción, reducción y generalización, procesos originariamente personales pierden su realidad y se hacen impersonales, no puede declararse doctrina de la realidad lo que es solamente artificio del método (Allport). La p. de la personalidad se ocupa preeminentemente, entre otras cosas, del ámbito central personal, del llamado proprium (Allport) y de sus formas de manifestarse por la propia identidad (es decir, tendencia al realce del yo, a su extensión, a la imagen de sí­ mismo, a la propia aspiración, instancia del saber y de la responsabilidad, etc.).

De manera general, se ocupa de la definición de lo real y universalmente humano, tal como se da en el adulto normal, y, por tanto, de la distinción y clasificación de todos los hechos, procesos y contenidos psí­quicos que afectan a la personalidad y la construyen, de los hechos conscientes y de los inconscientes que se descubren a través de aquéllos, de sus peculiaridades relacionales, estructurales y legales o regulares. Además de la referencia personal, esencialmente inherente no sólo a todos los actos «superiores» psí­quicos, la referencia al mundo, igualmente constitutiva y esencial para ellos, es también objeto de las investigaciones de la p. de personalidad, que le exige la «cosa» misma para la inteligencia de la realidad psí­quica. Esta p. parte, pues, igualmente del hecho elemental de que la totalidad de los actos aní­micos, ora se trate de procesos internos, como deseos, sentimientos, intenciones, actitudes u orientaciones, etc., ora de acciones y realizaciones, no puede producirse ni comprenderse, si tales actos aní­micos no están dirigidos a algo fuera de sí­ mismos. Este carácter de trascendencia respecto de sí­ mismo o de intencionalidad (Brentano y otros) es de fundamentalí­sima importancia. Es expresión de la interdependencia ontológica (es decir, óntica y cognoscitiva) entre el alma (o el hombre) y el mundo (sobre todo el cultural: Dilthey y otros).

De acuerdo con el principio: actus distinguuntur secundum obiecta, los actos psí­quicos sólo pueden distinguirse, en toda su variedad, partiendo de los objetos a que se dirigen. Y no sólo surgen, sino que se estructuran también según los órdenes reales o ideales (axionormativos) fuera de la propia realidad aní­mica. Este hecho tiene consecuencias decisivas para el carácter y el procedimiento de la p. En cuanto lo psí­quico sólo puede realizarse, ordenarse y comprenderse por lo no psí­quico, tal hecho fuerza a abandonar el criterio de la inmanencia y, por ende, de toda especie de psicologismo (que es siempre un pampsicologismo) o, como en la p. de los complejos de C.G. Jung, un monopsiquismo: tendencias de la p. profunda, con el positivismo psicónomo en la ciencia, la religión, la moral, etc., defendido por esas tendencias.

Aquel hecho pone además de manifiesto que toda descripción puramente formal de la función y de la personalidad no ofrece conocimiento utilizable y suficiente y debe, por ende, completarse por otra descripción material y metapsí­quica (personalidad como «estructura de intencionalidad»: Gilbert). El mero carácter formal sin inserción del horizonte universal a que se dirige, sólo toca la mitad de la totalidad de la existencia psí­quica. No basta una mera enumeración de propiedades, deseos y sentimientos, etc., es decir, no basta saber que uno es capaz de entusiasmo, sino que es necesario saber de qué se entusiasma. «Lo que amas, eso vives» (Fichte): palabras lapidarias sobre la importancia de la intencionalidad (trascendencia, referencia al mundo) en la teorí­a del conocimiento y del procedimiento. De donde se sigue que lo psí­quico individual no puede extenderse por sí­ mismo. Está siempre además penetrado y determinado por contextos superiores de ser y sentido, por estructuras y poderes de vida espirituales y supraindividuales, de los que el mundo psí­quico del individuo sólo sabe y puede saber en medida limitada. De ahí­ que la inteligencia de sí­ mismo y de lo extraño requiera una comprensión de todos los contextos transubjetivos de sentido y acción (espí­ritu objetivo) con importancia para el sujeto.

Bajo este aspecto, la p. se convierte necesariamente en p. de las ciencias del espí­ritu (Dilthey, p. estructural, Spranger, Lersch, etc.). Como en la p. de la personalidad no se trata sólo de un análisis de todos los hechos psí­quicos fundamentales, sino igualmente de ordenarlos y organizarlos según la forma especí­fica de la persona humana, es de importancia decisiva saber que todos los anteriores ensayos de estructuración (comenzando por Platón) se llevaron a cabo según órdenes ideales de valores (presupuestos o fundados) y no podí­an lograrse de otro modo. La p. que así­ se establece como ciencia de la vida, del espí­ritu y de la persona, se dilata hasta una p. verdaderamente global de la existencia humana (incluso de la estructura metafenoménica de su ser psí­quico individual), que abarca también su «espacio vital» pluridimensional (life space: Lewin) y la historia de su vida (método biográfico). Presupuesto y base suprema de la llamada comprensión, en que estriba toda la p. de la personalidad – como, a la postre, toda p., por muy reducida que esté regresivamente -, es la comunidad no solo óntica, sino también experimentable entre el espí­ritu y el alma, y, en consecuencia, el hecho elemental de que impulsos propios o individuales son experimentados con el mismo carácter primigenio como universalmente humanos (cf. AGUSTíN, De Trin. ix 1: et quid est cor meum nisi cor humanum).

Hay un conocimiento a priori de las leyes de nuestro común acto de vivir, de la posible compatibilidad de actos psí­quico-espirituales y de su ordenación a valores de sentido. La certeza de que, en conocimientos decisivos, todos experimentamos a la postre lo mismo y de la misma manera, y de que hemos de experimentarlo para lograr un saber uní­voco, forma el fundamento ineludible no sólo de la comprensión, sino también de toda experiencia interna y externa. En relación con esa certeza, una ciencia experimental de un positivismo extremo no es más segura ni, por tanto, más cientí­fica que la ciencia del espí­ritu y, con ella, la p. de la personalidad (entre sus iniciadores y representantes están, en Alemania: Dilthey, Spranger, Stern, Scheler, Pfänder, Krueger, Kafka, Wellek, Thomae, Lersch; en Francia: Renouvier, Janet, Nuttin, Mercier; en Italia: Gemelli; en EE.UU.: los autores que pertenecen a la American Association for Humanistic Psychology, fundada en 1962, o están próximos a ella: Allport, Angyal, Asch, Bühler, Bugenthal, Fromm, Goldstein, Horney, Maslow, May, Moustakas, Rogers, Sutich).

2. La tendencia cientí­fico-natural, de procedencia angloamericana principalmente, aunque se califica a sí­ misma como p. de la personalidad, no concede en absoluto una significación cientí­fica de los conceptos de persona, yo, mismidad, sujeto, que son desvirtuados por ella como Science f ictions, como «fórmulas vací­as esencialistas» (Topisch), como bomunculi (Guilford). La individualidad no aparece ni en sentido fenoménico, ni esencial, ni causal, ni menos sustancial. Según el neobehaviorismo, la personalidad no es otra cosa que un sistema de reacciones uniformemente organizado (Skinner), una combinación de «jerarquí­as de hábitos», es decir, de clases de referencia estí­mulo-reacción (jerarquí­a de habit – family: Hull, Maltzmann), un agregado de enlaces medibles estí­mulo-reacción y de fuerzas constitucionales, que están en acción recí­proca según leyes complejas (Cattell), una consistencia de comportamiento, relativamente constantes, de corte longitudinal, psicométricamente averiguada, o el complejo de condicionamientos que permite las predicciones de conducta (Cattell: Personality is that which permits a prediction o f what a person will do in a given situation). Las leyes del aprendizaje (establecidas las más de las veces sobre ensayos de animales), así­ como ciertos automatismos dinámicos son considerados como principios suficientes para explicar la personalidad.

Según la concepción de la teorí­a de la forma y del campo (Köhler, Lewin), el hombre es tenido por un mecanismo homeostático (así­ también en el psicoanálisis de Freud, aunque renunciando a la cuantificación, a los experimentos y a una formulación convincente). La constancia del «equilibrio dinámico», que se cumple en la quí­mica para todos los sistemas «cerrados» y «abiertos» y puede formularse en ecuaciones de reacción, es levantada a principios de los procesos no solo biológicos, sino también de los psí­quicos y espirituales, incluso del pensamiento lógico y de la conducta axio-normativa.

En las concepciones factoriales de la personalidad, con base teórica elemental o cuántica, aparece la reducción regresiva del hombre, caracterí­stica de toda p. cientí­fico-natural, en triple manera: a) como un ideal de personalidad ideológicamente preconcebido (polí­tica, sociológica, culturalmente, etc.; imagen ideal, valor de dirección; en EE.UU., p. ej., personalidad = valor social de estí­mulo: social-stimulus value, etc.). b) Bajo estas cualidades (dimensiones, etc.) previamente seleccionadas, se practica una segunda reducción a aquellas que son aprehensibles por los métodos admitidos según decisiones previas de la teorí­a de la ciencia (cálculo con datos sensibles; lo mismo vale también para la definición de la inteligencia: «Esta es lo que se mide por un test de inteligencia» [Borings]; es decir, todo test de inteligencia, hecho según un concepto preconcebido de la misma [p. ej., pragmático] y según métodos de «producción a priori» (Dingler), construye, registra y sólo permite las realizaciones de la inteligencia que su construcción precisamente admite. c) Finalmente se practica una reducción a un número mí­nimo de propiedades, determinadas por un análisis hecho según el principio de economí­a. Entre una multiplicidad ilimitada de propiedades, procediendo ideológicamente y por cálculo, se determinan, pues, ciertos factores irreductibles con los que queda tejida la personalidad (p. ej., según Cattell, 12-16; según Guilford y Zimmermann, 10-13). Tales factores no guardan entre si ninguna relación interna, experimentable e inteligible, o de cualquier modo razonable, sino que están referidos mutuamente por una ordenación externa e incomprensible según medida de correspondencia estadí­stica.

Lo que así­ resta del hombre es un cúmulo sin sentido (cluster) de factores (vectores, dimensiones) generalizados hipotéticamente, según se confiesa (Guilford), como rasgos esenciales comunes (common traits), de los que, además, no pocos (a consecuencia de la requerida «pureza vectorial») no son ya en absoluto psicológicamente interpretables y se quedan, por tanto, en unidades abstractas por completo de condicionamiento. La individualidad de la persona se reduce a una combinación casualmente singular de tales factores, o consiste, según la p. diferencial (psicografla), que procede psicométricamente y de la cual’ han salido con plena lógica la p. de la correlación y el análisis factorial, en la suma de las desviaciones (cifras de valor) de sus funciones, aisladas por procedimiento técnico, respecto del término medio averiguado estadí­sticamente (personalidad media, como norma de grupos por oposición a la norma intraindividual); es decir, la individualidad es entendida no como algo particular, «cualitativamente único e integral» (Thomae; idioversum: Rosenzweig), sino sólo como la variación numéricamente uniforme de un elemento (matemáticamente) general.

V. Psicologí­a social
Además de la individualidad, la sociabilidad es una nota primigenia del hombre. El hombre es, por naturaleza, animal sociale, un «hombre con el hombre» (M. Buber), un horno duplex, ambas cosas a la vez: «un yo y un nosotros» (E. Durkheim). El convivir, el estar remitido a sus semejantes y a la sociedad posee para él la importancia de un «-e, existencial», es decir, de un modo de ser que necesita necesariamente; pues sin él no puede realizar su existencia. De ahí­ que toda sociedad nace, a la postre, de una «solidaridad en la necesidad».

Este rasgo antropológico fundamental de una «polaridad social e individual» (W. Beck), se convierte también en un tema de estudio psicológico en la p. social. Su objeto inmediato es el «campo interpersonal» (Ph. Lersch), y más exactamente: las «interacciones» que allí­ se dan, vistas en su condicionamiento, efectos e inteligibilidad psí­quicos. Las relaciones interpersonales y los contactos sociales se manifiestan como procesos de expresión, comportamiento, comunicación e inteligencia. De ahí­ resulta la convergencia temática de la p. de la expresión, conducta, comunicación e información. La influencia social de los individuos en su mutuo comportamiento se realiza a través del ámbito inmediato de vida de grupos naturales, espontáneos (los llamados grupos primarios, no formales), en una múltiple implicación de cada uno con grupos más o menos organizados para un fin (Ios llamados grupos secundarios, formales), como asociaciones, instituciones, etc. El estudio de las relaciones dentro y fuera de los grupos con sus principios y «leyes» (p. ej., de interdependencia, de dirección reciproca, de gravitación social, es decir, de la proporción de fuerzas de atracción y repulsión), es objeto de la llamada dinámica de grupos.

La importancia de la parte sociológica-psicológica en la p. de la personalidad radica sobre todo en el hecho de que las convicciones, estimaciones, normas, actitudes, formas de conducta, etc., sociales y colectivas, se integran con más o menos intensidad en la personalidad (cf. introyección), con lo cual se acuña el carácter social y el «yo social» (James). El individuo se experimenta a sí­ mismo y aparece como lo que se espera de él y como aquello por lo que es tenido (cf. conformidad personal, personalidad modal). Sin los grupos y asociaciones fundados y organizados por obra de los hombres, no podrí­a desplegar, conservar y perfeccionar su vida como individuo (necesidad de la división del trabajo, etc.). El conjunto de tales estructuras y procesos sociales se llama cultura social, y puede también clasificarse, desde el punto de vista psicológico, en el campo general de la p. de la cultura. Del hecho de que en los individuos, estructuras y procesos sociales se trata siempre de la apetencia y realización de bienes, valores, ideas, normas, ordenaciones, etc., y de que sin esta referencia esos individuos, estructuras y procesos no podrí­an concretarse, comprenderse ni determinarse suficientemente, resulta la necesaria unión entre la ciencia de la sociedad y la de la cultura, entre la p. social y la cultural.

VI. Psicologí­a de la cultura
Si por naturaleza se entiende en gran parte todo aquello con que el hombre se encuentra en sí­ mismo y fuera de sí­ mismo sin acción propia, la cultura en cambio se refiere a lo que él produce de nuevo y añade a su naturaleza y a la naturaleza exterior (cultura subjetiva y objetiva), cambiándola, completándola, perfeccionándola o desnaturalizándola. Entre el hombre y la cultura (objetiva) reina una triple interdependencia: óntica (no se da lo uno sin lo otro); lógica (lo uno no puede comprenderse sin la referencia a lo otro); y metodológica (las ciencias de la cultura necesitan de las antropológicas y a la inversa). Esta recí­proca dependencia ontológica y epistemológica eleva la p. de la cultura a una disciplina de valor igual al de la p. de la persona. Sin ella, no podrí­an siquiera comprenderse formas enteras de experiencia, de conducta y de acción, porque éstas, a consecuencia de su esencial intencionalidad y de su trascendencia metapsí­quica, sólo se determinan y realizan por los objetos, valores y contenidos de significación a los que tienden.

La p. de la -> cultura puede dividirse (según la división de la cultura que generalmente se hace en la etnologí­a y la antropologí­a cultural) en tres regiones. Así­, a la cultura material, p. ej., corresponde la p. de la economí­a, del comercio, del tráfico, del trabajo, de la propaganda, del consumo, del vestido, de la moda, etc.; a la cultura social se ordena la p. social (de grupos y masas), la p. de los pueblos, la p. politica, la p. forense, etc.; a la cultura espiritual corresponde la p. de la religión, de la moral, del arte, del lenguaje, de la educación, etc. De manera general, en la p. de la cultura se trata: a) de la relación entre el hombre y la cultura, de la psicogénesis de la cultura (como sistema de valor, estimación, realización y bienes); b) del condicionamiento cultural del alma.

1. La psicogénesis de la cultura ostenta distintos aspectos: a) el aspecto general o de p. de la personalidad (p. ej., análisis de dotes y actos creadores en general y creadores de valores en particular; caracteriologí­a y tipologí­a del creador de cultura; p. de la personalidad genial, por una parte, y análisis psicológico de la obra, como expresión de la personalidad, por otra); b) el aspecto de p. social (la peculiaridad psí­quica de grupos creadores de cultura; la cultura como expresión del carácter o «espí­ritu» de la comunidad o del grupo; p. ej., «historia del arte como historia del espí­ritu»: Dvorak); c) el aspecto de la psicobistoria (las formas culturales como expresión de los tipos de cada época: p. ej., del hombre del renacimiento, del barroco, etc.); d) el aspecto evolutivo-psicológico (indagación de las fases y edad productivas de determinadas obras culturales, etc.).

2. El condicionamiento cultural del alma se manifiesta en las acciones y repercusiones de la eventual cultura (material, social y espiritual) sobre el hombre en forma de modificaciones y «acuñaciones» de la personalidad: p. ej., sociogénesis de tipos de personalidad (tipos de profesión, estamento, cultura), de formas de evolución y madurez (p. ej., la pubertad, que no es un proceso exclusivamente natural, condicionado por la disposición y como tal ideostático, dirigido por entelequia, sino también y esencialmente un fenómeno social y cultural; la «edad del pavo» [formación de bandas] como fenómeno de la civilización; carácter y curso distinto del desenvolvimiento y madurez según la cultura y la época); sociogénesis de la sexualidad, de la criminalidad y del abandono de la juventud; determinantes sociales y culturales de la vida corporal, aní­mica y espiritual (p. ej., del enseñar, del aprender y educar; aceleración de la madurez corporal y retardo de la aní­mica); manipulación del hombre según creaciones ideales por obra de las distintas potencias culturales (economí­a, industria de la recreación, Estado, partidos, medios de -3 comunicación social, prensa, radio, televisión, cine, asociaciones de intereses), es decir, trasformación del hombre en tipos ideales de rentabilidad (como productor y consumidor, en relación a la adaptación, transformación y ejecución sin reservas de disposiciones, etc.).

A las repercusiones culturales pertenecen también algunas de carácter patogénico: p. ej., la sociogénesis de la etiologí­a de las psicosis y neurosis (p. ej., desarrollos anormales de origen familiar en forma de neurosis infantiles), patoplástica temática como pato-plástica colectiva (p. ej., en relación con la determinación material de la maní­a de los esquizofrénicos). La aparición en parte de amplias neurosis culturales y sociales plantea el problema de una patologí­a cultural o de una patologí­a del espí­ritu del tiempo: por una parte, la dependencia del concepto de enfermedad, de norma y de sanidad psí­quicas respecto de las eventuales normas de vida y los sistemas sociales y culturales de valoración; y, por otra, la necesidad ineludible de una ordenación axiológica supra-temporal y supracultural para determinar con validez universal los criterios de decisión.

En la p. cultural entran también las cuestiones sobre las causas y los signos aní­micos y espirituales de crisis y decadencia de la cultura, lo mismo que las cuestiones sobre las condiciones aní­mico-espirituales de una restauración y renovación de la cultura. Toda cultura, como sistema regional y temporalmente limitado de valores, bienes y realizaciones, representa un conjunto caracterí­stico de ordenación perfectamente determinado de potencias vitales (Iglesia, Estado, economí­a, técnica, ciencia, instituciones de formación, etc.). Por razón de su interdependencia óntica, el hombre está comprometido (p. ej., por su posición y los roles que se le asignan) por estas potencias culturales en la medida de su poderí­o, expansión y validez pública y, consecuentemente, por las prestaciones, posiciones, actitudes y formas de conducta que se le exigen (en parte bajo sanciones; así­ en la formación, el trabajo y la llamada configuración del tiempo libre); todo lo cual le imprime «forma» y «sello» (cf. el proceso de socialización y aculturación).

A la efectiva ordenación de las realizaciones de valores (objetivos, vitales, jurí­dicos y de formación, etc.) en forma de potencias culturales, corresponde luego, en armoní­a más o menos grande, la organización efectiva de todas las potencias que intentan y realizan estos valores de los hombres que viven dentro de una cultura, los cuales, así­ formados, reaccionan a su vez sobre ella, produciéndola, conservándola y desarrollándola. Así­ se da un ciclo de acción según el principio de Hegel: «En cuanto el hombre cambia la naturaleza, cambia su propia naturaleza.» Esta correspondencia fáctica en forma de amplia igualdad estructural entre el hombre y la cultura ha sido desde el principio objeto de las ciencias históricas y de las del espí­ritu, que han tratado de dividir la corriente de la historia en fases estructuralmente distinguibles’ y ordenar a ellas los correspondientes tipos de la época (como figuras culturales e «hijos de su tiempo»). La cuestión de si la cultura y el hombre que se encuentra en ella están o no «en orden» según la mejor ciencia y conciencia, cuestión que el hombre está llamado sin remedio a plantear y responder por la crí­tica de la cultura y del tiempo, pone en evidencia que una ordenación fáctica sólo puede a la postre ser medida, enjuiciada y fundada partiendo de un orden ideal de valores. Es ésa una consecuencia sobre la que engaña con harta frecuencia la llamada «fuerza normativa de lo fáctico» (Jellinek).

VII. Psicologí­a de la historia
El análisis del curso caracterí­stico de los actos, estados y constituciones corporales, psí­quicos y espirituales del hombre constituye el objeto de la p. de la historia (-> historia e historicidad). Si el hombre es un «ser en el tiempo», sí­guese que su ser y esencia sólo puede realizarse, vivirse y juzgarse (p. ej., psicológicamente) en la totalidad de su extensión entera en el tiempo (desde el nacimiento a la -> muerte). En forma de potencias naturales que le son dadas previamente, más o menos independientes y autónomas, el hombre es ya una totalidad de -> tiempo y movimiento y, por otra parte, tiene que conquistar para sí­ mismo la totalidad temporal (la identidad y constancia de la persona como tarea) con conciencia de sí­ mismo y dentro del espacio de juego que le queda para su propia realización (la prueba más impresionante de la continuidad real del ser psí­quico en el tiempo la ofreció para la dimensión del pasado el -> psicoanálisis de Freud [repercusiones patógenas de traumas psí­quicos]; y, respecto de la presencia omnipotente del futuro, la -> psicologí­a individual de Adler). La forma y manera de la serie de permanentes movimientos corporales, aní­micos y espirituales se llama forma del tiempo y del movimiento Tal forma la posee el hombre como individuo y como ser especifico en la serie y sucesión de todas las generaciones que han vivido hasta ahora en la historia de la humanidad.

1. La historia individual o el camino vital del individuo sólo en parte es un «desenvolvimiento», del que se ocupa la p. del desarrollo, o la p. de la niñez, de la juventud y de la madurez. Aun en los estadios tempranos, es continuamente adquisición de nuevas posibilidades de existencia y pérdida irreparable de otras, o sea, de formas de personalidad y de los «mundos individuales» (Scheler) que les corresponden. Abarca según eso también todos los ulteriores perí­odos de la vida (p. de las edades: p. ej., climaterio, senectud). La libertad, los encuentros, las crisis, los azares que determinan esencialmente la historicidad del hombre, hacen que se presente problemática una fijación regular o nomotética del curso de la vida humana (en estadios, grados y series de fases). Las proyecciones temporales aní­micas (hacia el pasado, el presente y el futuro) son de inmensa variedad (cf. los tipos de tiempo, dirección y transcurso), de acuerdo con la variedad de posibles experiencias, sentimientos y actitudes (angustia, miedo, desesperación, expectación, esperanza, desengaño, renuncia, depresión, optimismo, tenacidad, impulso de realización y acción, etc.).

El hombre es una figura temporal múltiple, en cuanto en él se superponen y penetran o perjudican mutuamente las más varias direcciones del tiempo, ora constantantes ora de vida efí­mera, según la constitución y condición, la edad, el destino personal, la profesión y las circunstancias culturales, sociales y situacionales, las tareas y los fines. La distinta temporalidad (en parte impuesta) de las posiciones fundamentales psí­quico-espirituales y de los planos de existencia conduce a la confusión y desintegración de la unidad personal y obliga a la búsqueda de la recta forma y del tiempo oportuno, que acaba finalmente en una decisión axiológica y en un -> sentido (p. ej., religioso) de la vida, según el cual se ordena y dirige la existencia.

Lo mismo que el hombre, también la cultura por él producida y que repercute sobre él, es una realidad y forma temporal que se produce a sí­ misma. La diversidad temporal, en parte considerable, de las potencias vivas que operan en la cultura, hace igualmente de ella una compleja estructura temporal pluridimensional. El curso de su acción, su intensidad y celeridad obligan al hombre a una conducta sincrónica con ella. La inaudita aceleración de la cultura material (según el principio exponencial: Ogburn) y de la cultura social (según progresión geométrica: L. v. Wiese) opera un retroceso de la cultura espiritual (cultural lag: v. Lyer, Vierkandt, Ogburn). Consecuentemente, se acelera en el mismo el desenvolvimiento de las facultades y orientaciones psí­quicas y espirituales exigidas por estos órdenes de cultura, lo que tiene por consecuencia un desplazamiento desproporcionado del equilibrio personal y una reestructuración del hombre moderno (tipo peculiar de la época del industrialismo; cf. – técnica). La diferenciación socio-cultural que crece constantemente, la variabilidad, la movilidad geográfica, social e ideacional conducen al problema del sincronismo y del heterocronismo entre el hombre y la cultura, y plantean de nuevo la cuestión sobre el curso de la vida que corresponde a la naturaleza y esencia del hombre (corporal, aní­mica y espiritual).

2. El cambio histórico del alma humana es objeto de la p. de la historia universal (para el tiempo prehistórico, de la paleo-psicologí­a). También como especie el hombre es un ser en el tiempo, de forma que sólo en el trecho total de su existencia histórica puede vivir la plenitud entera de su ser. La historia aparece como una sucesión ininterrumpida de figuras temporales (tipos epocales) de distinta naturaleza y de distinta brevedad de vida, en que se abren continuamente nuevas posibilidades de existencia y de mundo. Qué sea el hombre y qué pueda ser según su determinación especí­fica, psí­quica y espiritual, sólo puede conocerse por la historia (Dilthey). Por eso, propiamente. sólo al fin de los tiempos sabrá el hombre qué riqueza ha sido capaz de desplegar en las figuras de su existencia (Hegel).

Lo mismo que la historia individual, la historia de la especie no es sólo historia del desenvolvimiento (teorí­a de la evolución; «-» humanismo evolucionario»: Huxley), sino también ganancia de nuevas posibilidades de existencia y figuras de humanidad, y pérdida irreparable de otras positivas, y a veces infinitamente más valiosas. En todas las determinaciones psí­quico-espirituales el hombre se revela a sí­ mismo como una «cantidad» variable: variación, p. ej., de la sensibilidad vital (p. ej., historia del sentimiento del hombre occidental o asiático), distinto curso de la niñez y de la juventud en épocas históricas particulares, modificación de las enfermedades psí­quicas y de sus sí­ntomas, variación del estilo total de vida y del perfil de la personalidad. Naturalmente, una p. histórica, como cualquier historia que no quiera reducirse a meros anales y crónicas y aspire a ser ciencia «comprensiva», sólo es epistemológicamente posible bajo el supuesto de una p. a priori y con validez universal del entender, la cual, por su parte, a pesar de todos los cambios, tiene como condición un núcleo permanente en realizaciones y vivencias fundamentales, en el que se atestigua la unidad e igualdad de la naturaleza humana. En este sentido, hay psicohistoria e historia por la sola razón de que «el que investiga la historia, es el mismo que la hace» (Dilthey; cf. también filosofí­a de la -> historia, teologí­a de la -> historia).

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– AL II (Crí­tica de la psicologí­a de las ciencias naturales): H. Dingler y otros Der Zusammenbruch der Wissenschaft (Mn 1931); M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la Perception (P 1945); H. Gruhle, Verstehende Psychologie (St 1948); Th. Litt, Mensch und Welt (Mn 1948); idem, Denken und Sein (St – 1948); K. Jaspers, Psychologie der Weltanschauungen (B – Gö – Hei 41954); E. W. Straus, Vom Sinn der Sinne (B 21956); J. Cohen, Humanistic Psychology (Lo 1957); F. J. J. Buytendijk, Das Menschliche (St 1958); H. Feigl, The «mental and the «physical»: Minnesota studies in the philosophy of science, Vol. 11 (Minneapolis 1958); G. Bergmann, The Metaphysics of Logical Positivism (Madison 1958); W. Heisenberg, Physik und Philosophie (B 1959); E. W. Straus, Psychologie der menschlichen Welt (B – Gö – Hei 1960); J. Linschoten, Auf dem Wege zu einer phänomenologischen Psychologie (B 1961); E. Husserl, Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie (La Haya 21962); idem, Phänomenologischen Psychologie (La Haya 1962); W. J. Revers, Ideologische Horizonte der Psychologie (Mn 1962); E. Schrödinger, Meine Weltansicht (F – H 1963); Psychiatrie und Philosophie: Psychiatrie der Gegenwart I/2 (B – Gö – Hei 1963); B. L. Whorf, Language, Thought and Reality (C [Mass.] 1963); K. Holzkamp, Theorie und Experiment in der Psychologie (B 1964); St. Strasser, Phänomenologie und Erfahrungswissenschaft vom Menschen (B 1964); F. J. J. Buytendijk, Prolegomena zu einer physiologischen Anthropologie (Berna 1966); K. Holzkamp, Wissenschaft als Handlung (B 1967.

– AL III 1 (Psicologí­a de la persona): W. Stern, Person und Sache (L 1923); A. Pfänder, Die Seele des Menschen (Hl 1933); A. Angyal, Foundations for a Science of Personality (NY 1941); F. Krueger, Die Lehre von dem Ganzen (Berna 1948); M. Scheler y otros, Wesen und Formen der Sympathie (F 51948); R. Heiß, Die Lehre vom Charakter (B 21940); G. W. Allport, La personalidad: su configuración y desarrollo (Herder Ba 31970); L. Corman, Examen psicológico del niño (Herder Ba 1971); H. Zulliger, Introducción a la psicologí­a del niño (Herder Ba 1971); idem, Evolución psicológica del niño (Herder Ba 1971); W. J. Schraml, Psicologí­a profunda para educadores; E. Cerdd, Psicologí­a aplicada (Herder Ba 1971); idem, Una psicologí­a de hoy (Herder Ba 51972); W. Corre!l, Introducción a la psicologí­a pedagógica (Herder Ba 1970); J. Sarano, La soledad humana (Sí­g Sal 1970); W. Stern, Allgemeine Psychologie auf personalistischer Grundlage (La Haya 21950); W. Oelrich, Geisteswissenschaftliche Psychologie und Bildung des Menschen (St 1950); A. Wellek, Die Polarität im Aufbau des Charakter (Berna 1950); D. C. McClelland, Personality (NY 1951); F. Krueger, Zur Philosophie und Psychologie der Ganzheit (B 1953); L. Binswanger, Grundformen und Erkenntnis menschlichen Daseins (Z 31953); A. H. Maslow, Motivation and Personality (NY 1954); G. W. Allport, Bocoming (NH 1955); H. Thomae, Persönlichkeit (Bo 21955); Ph. Lersch, La estructura en la personalidad (Scientia Ba 21962); E. Spranger, Formas de vida (Ma °1972); J. Nuttin, La Structure de la Personalité (P 1965);
– AL IV 2: W. Corre!!, El aprender (Ba Herder 11969); K. Lewin, A Dynamic Theory of Personality (MY 1935); E. R. Guthrle, Personality in Terms of Associative Learning: Personality and the Behavior disorders, bajo la dir. de J. McV. Hunt (NY 1944); O. H. Mowrer, Learning Theory and Personality (NY 1950); R. B. Cattell, Personality (NY 1950); H. J. Eysenck, The Science Structure of Human Personality (Lo 1953); J. P. Guilford, Personality (NY 1959).

– AL V (Psicologí­a social): A. Kardiner, Psychological Frontiers of Society (Columbia Univ. Press 1945); D. Krech – R. S. Crutchfield, Theory and Problems of social Psychology (NY 1948); G. C. Homans, The Human Group (NY 1950); Th. M. Newcomb, Social Psychology (NY 1950); F. J. Roethlisberger, Management and Morale (C [Mass.] 1950); (Kö – Opladen 1954); Talcott Parsons, Toward a General Theory of Action (Glencoe 1951); D. C. Miller – W. H. Form, Industrial Sociology (NY 1951); K. Lewin, Field Theory in Social Science (Lo 1952); E. L. Hartley – R. E. Hartley, Die Grundlagen der Sozialpsychologie (B 1955); R. K. Merton, Social Theory and Social Structure (Glencoe 21957); Ph. Lersch, Der Mensch als soziales Wesen. Eine Einführung in die Sozialpsychologie (Mn 1964); A. Oldendorff, Grundzüge der Sozialpsychologie (Kö 1965).

– AL VI (Psicologí­a de la cultura): Generales: R. F. Benedikt, Patterns of Culture (Boston 1934); C. Kluckhohn – H. A. Murray – D. Schneider, Personality in Nature, Society and Culture (NY 31953); W. Hellpach, Kultur-P. (St 1953); idem, Einführung in die Völker-Psychologie (St 31954); O. Kraus, Kultur-Psychologie der Menschheit (Z 1954); R. Linton, The Cultural Background of Personality (NY 1954); W. Pöll, Psicologí­a de la religión (Herder Ba 1969); J. M. Pohier, Psicologí­a y teologí­a (Herder Ba 1969); L. Ancona y otros, Cuestiones de psicologí­a (Herder Ba 21971); P. Chauchard, El dominio de si mismo (Guad Ma 21970); O. S. English, Problemas de la conducta humana (Caralt Ba 1969); E. Lowell, La valuación de las cualidades humanas (Marfil Alcoy 1969).

– AL VII (Psicologí­a de la historia); K. Zucker, Vom Wandel des Erlebens (Hei 1950); H. Werner, Einführung in die Entwicklungs-Psychologie (Mn 31953); F. Märker, Wandlungen der abendländischen Seele (Hei 1953); H. Gruhle, Geschichtsschreibung und Psychologie (Bo 1953); H. Thomae (dir.), Entwicklungspsychologie: Handbuch der Psychologie III (Gö 21960); 1. J. Gordon, Human Development (NY 1962).

Eduard Zellinger

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

La psicología es el estudio científico de la conducta y experiencia de los organismos vivos. «Conducta» se refiere a las respuestas de un organismo a su medio, lo que puede ser observado por una persona desde afuera; «experiencia» se refiere a sucesos interiores que solamente pueden ser observados en forma completa por la persona que tiene la experiencia, tales como la memoria o la percepción.

El campo tiene dos subdivisiones de primera magnitud: experimental y aplicada. La psicología experimental se preocupa de la investigación básica. Por medio de técnicas empíricas, busca datos verificables que puedan posibilitar la predicción y el control de la conducta humana. La psicología aplicada incluye una diversidad de campos que tienen en común el propósito de aplicar los principios psicológicos a la actividad humana. Por ejemplo, la psicología anormal tiene que ver con la comprensión del origen y desarrollo de la conducta patológica, mientras la psicología clínica busca medios para diagnosticar y tratar las perturbaciones emocionales. Los acercamientos de carácter experimental y aplicado se pueden encontrar en todos los campos de la psicología, dado que estos representan actitudes o metas; de aquí que no siempre sean separables.

En su encuentro con la teología y la obra del ministro, están presentes ambos aspectos de la psicología. El énfasis experimental o teórico usualmente se clasifica como psicología de la religión; el énfasis aplicado, como orientación o consejo pastoral. Recientemente se ha hecho común la práctica de reunir ambos bajo la expresión «psicología pastoral».

El trabajo sistemático en la psicología de la religión comenzó durante el último cuarto del siglo diecinueve, y fue sacado a primer plano por los estudios de Starbuck sobre la conversión y el análisis monumental de la experiencia religiosa hecho por William James.

Desde los comienzos del movimiento psicoanalítico, lo que se ha denominado «psicología profunda» ha ejercido una influencia mayúscula sobre la psicología de la religión. La psicología profunda se preocupa de las ansiedades y luchas interiores de los hombres, especialmente de las que son inconscientes.

La psicología profunda recibió su ímpetu de la obra de Sigmund Freud y sus asociados. Freud adoptó el punto de vista materialista del hombre, y apoya su autoridad clínica en la «teoría de la proyección» de la religión de Feuerbach, esto es, la teoría que afirma que las creencias religiosas nacen de los esfuerzos del hombre por objetivar algunos deseos, por ejemplo, la providencia es el deseo de creer que somos importantes en el universo; la idea de Dios como persona es el esfuerzo por establecer la personalidad humana como la forma más alta del ser. Ya que la vida—dice Freud—está llena de dificultades y desengaños, de los cuales no es el menor el «enigma doloroso de la muerte», el hombre se siente compelido a «humanizar la naturaleza» (Freud, Future of an Illusion, pp. 28, 32) lo cual incrementa la posibilidad de cambiar el curso de la naturaleza por medio del apaciguamiento o el soborno (magia). Para Freud, la creencia religiosa es ilusión, la que él define como creencia basada en el deseo. Por tanto, las creencias religiosas no se pueden probar ni desmentir, ya que no se las puede sujetar al método científico. Creía que la religión era inherentemente improbable, el medio de perpetuar las tendencias infantiles y escapistas en la naturaleza humana, y el enemigo más serio de la razón y de la actitud científica, en la que yacía la verdadera esperanza para el progreso humano, según sus ideas.

Aunque la influencia de estas ideas ha sido amplia, y muchos han sentido que la investigación de Freud y sus observaciones clínicas minaron la fe religiosa contemporánea, de ningún modo ha ocurrido así. Sus conclusiones proceden de la aplicación ingenua del racionalismo del siglo diecinueve. Es claro que nunca comprendió la creencia religiosa madura, porque sus principales ejemplos de religión los obtuvo de tres fuentes: la primitiva, la infantil y la patológica. Su error más grande está en la suposición de que la experiencia religiosa se caracterizaba por creencias que estaban en conformidad con deseos convenientes. La experiencia religiosa madura frecuentemente encuentra que la convicción difiere de los deseos; las pretensiones se van deshaciendo a medida que la persona se ve forzada a un escrutinio más profundo de sí misma y a la negación de los placeres infantiles en beneficio de la verdad y del bien.

Sin embargo, la obra de Freud ha sido de gran beneficio para la teología y el cuidado pastoral. Su exploración sistemática del efecto de los motivos inconscientes sobre la percepción y la conducta, han subrayado la complejidad de la conducta, y han servido como un correctivo contra el punto de vista pelagiano de la voluntad, que insidiosamente se introdujo en la corriente de la teología ortodoxa. Esto ha hecho necesario el reestudio de la naturaleza de la libertad, la responsabilidad y la culpa. Su pesimismo en cuanto a la naturaleza humana hicieron vacilar a quienes se habían adherido a la teoría de la bondad inherente del hombre. Y su énfasis sobre las etapas de desarrollo enseñó a los hombres a considerar la conducta en el contexto del nivel de desarrollo del hombre antes de juzgarlo.

Además, muchas cosas que él dijo acerca de la creencia religiosa son verdaderas. La gente pone sus creencias al servicio de usos psicológicos que cobijan el infantilismo y el neurotismo. Los hombres se crean un dios a su imagen y semejanza. Y es imperativo que el comportamiento resultante sea visto por lo que es. Además, el sistema de terapia que él desarrolló ha añadido a nuestra comprensión de la función de la confesión y el perdón en el crecimiento espiritual.

Algunas modificaciones de este sistema han sido desarrollados como una herramienta adicional para el cuidado pastoral.

Con frecuencia se ha aclamado a Jung como liberador de aquellos que habían sido confundidos por los comentarios de Freud sobre la religión. Él habla positivamente acerca de la religión, enunciando que la vida humana esencialmente tiene propósito y la necesidad de encontrar respuestas religiosas a la vida para lograr la madurez personal. Sin embargo, ante un examen más cuidadoso, ofrece poco consuelo al cristianismo. Lo que atrae al hombre hacia adelante y le da su propósito final es el Yo, lo cual parece significar perfecta humanidad. Debe lograr el Yo mediante la individuación, esto es, debe llevar a cabo su potencial único. En el mundo occidental se concibe la individuación como redención y Cristo es su símbolo básico, personificado. El símbolo Cristo recibe validez del hecho de expresar el Yo en forma simbólica y es válido en la medida que lo logra. Jung sigue adelante diciendo que en las religiones orientales hay otros símbolos distintos de Cristo que representan el Yo y no son menos reales. Para él, Dios es «un hecho psíquico y no físico obvio, esto es, un hecho que puede ser establecido psíquicamente, pero no físicamente» (Jung, Answer to Job, p. 169). Para Jung un hecho físico es real pero no es objetivamente verificable. Tampoco muestra gran preocupación sobre la realidad objetiva de Dios. Está demasiado preocupado demostrando el punto de que la verdad «psíquica» (subjetiva) es verdad genuina. En este sentido, Dios es real y necesario; pero insistir en su realidad en sentido objetivo es una cuestión que queda fuera del campo de la psicología, o delata un materialismo que considera irreal el dato psíquico.

Aunque esta teoría de «dos esferas» de verdad es difícil de tragar, Jung ha hecho importantes contribuciones a la psicología de la religión. Donde Freud enfatizaba el pasado y los instintos, Jung vio la importancia de las aspiraciones y el futuro. Los hombres necesitan encontrar el propósito de sus vidas y dejar que se cumpla. También sentía que tras el irracional andar a tientas del hombre había algo que no era irracional; que su búsqueda de Dios no es necesariamente un sustituto para alguna frustración.

La influencia de Alfred Adler ha sido indirecta. La importancia de su contribución se reconoce en forma creciente. Como Jung, enfatizaba la totalidad del hombre. Este es un saludable antídoto al dualismo griego y a su influencia en la teología cristiana, porque sirve para recordarnos que no se puede tratar al hombre solamente como cuerpo o como espíritu, sino como una composición inextricable de ambas en que lo que afecta a un componente afecta también al otro. Adler también enfatizó la adquisición de «sentido social», esto es, un sentido de comunidad, como una condición necesaria para alcanzar la madurez personal. Sin embargo, él derivó esto de lo que consideraba una unidad inherente de la psique individual con la sociedad. Freud, por otra parte, insistía en un conflicto fundamental entre los deseos individuales y las demandas de la sociedad. El cristiano encuentra que la opinión de Freud está más de acuerdo con su observación de la vida humana, y considera que el evangelio cristiano contiene la dinámica para crear un sentido de comunidad, y también la base para definirla adecuadamente como «comunidad» (1 Co. 12:12–27).

Donde el punto de vista materialista de Freud, es acusado a veces de haber quitado el alma al hombre; el concepto de voluntad de Otto Rank, podría decirse, se la devuelve. Rank concibe la «voluntad» como la expresión de las potencialidades inconscientes de la persona: la creatividad latente, las ansiedades irracionales (instintos o propósitos), el principio organizador de la personalidad en que reside la fuente de individualidad—enumeración que hace recordar el punto de vista cristiano de la persona como manifestación única de la imago Dei, por la cual también recibe su energía.

Contribuciones recientes, representadas por la obra de Erich Fromm y Carl Rogers, han reiterado la posición de que la tarea básica del hombre es actualizar su yo potencial. La sociedad debe facilitar al ser humano la oportunidad de alcanzar este objetivo a su manera, ya que solamente él conoce lo que es mejor para sí mismo. Ambos enfatizan el efecto perjudicial de la autoridad externa sobre la personalidad humana, y ambos hallan esperanza para la curación y el crecimiento en la relación humana «aceptadora», relación equivalente al concepto bíblico de la relación redentora, esto es, caracterizada por el ágape, viendo al otro como sujeto (la relación Yo-Tú de Buber), y no como objeto (el Yo-ello de Buber).

En la actualidad, está desapareciendo gran parte de la hostilidad entre la psicología y la religión, provocada mayormente por las violentas críticas de Freud. La esfera de la psicoterapia está sirviendo como base de acercamiento. Los teólogos y psiquiatras están leyendo concienzudamente los escritos de la otra parte con más apertura de lo que ha sido la realidad durante varias décadas. Es posible que nuestro tiempo vea un resurgimiento y dentro de la psicología se reconozca que « … el sólo hecho de la personalidad humana tiene insinuaciones metafísicas. La naturaleza psicológica del hombre sugiere algo trascendente de lo cual la psique es sólo un reflejo parcial» (Ira Progoff, The Death and Rebirth of Psychology, Julian Press, Nueva York, 1956, p. 256). Cuando esto ocurra, se podrá decir que la psicología se está preocupando de la totalidad de la conducta y experiencia del hombre.

BIBLIOGRAFÍA

Erich Fromm, Psychoanalysis and Religion; Sigmund Freud, The Future of an Illusion; Civilization and Its Discontents; Moses and Monotheism; C.C. Jung, Psychology and Religion; Answer to Job; Ira Progoff, The Death and Rebirth of Psychology; Otto Rank, Psychology and the Soul; Beyond Psychology; Carl R. Rogers, Client-Centered Therapy; Lionel Trilling, Freud and the Crisis of Our Culture.

Lars I. Granberg

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (498). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología