PRIMADO PAPAL

DicEc
 
En el decreto sobre ecumenismo del Vaticano II se lee: «Las Iglesias de Oriente y de Occidente, durante muchos siglos, siguieron su propio camino, unidas, sin embargo, por la comunión fraterna de la fe y de la vida sacramental, siendo la sede romana, por común consentimiento, la que resolví­a (sede Romana moderante) cuando entre las Iglesias surgí­an discrepancias en materia de fe o de disciplina» (UR 14). Una cuestión que se plantea en la teologí­a católica, y de la manera más aguda en el diálogo ecuménico, es que es lo que ocurrí­a realmente durante este perí­odo y con posterioridad: ¿De qué modo ejercí­a Roma el primado, del tipo que fuera, durante el primer milenio? ¿Qué cambios pueden considerarse desarrollos dogmáticos legí­timos? ¿Qué son aditamentos de los que se podrí­a y deberí­a prescindir, o por lo menos no insistir en ellos en las conversaciones encaminadas a la unidad de los cristianos? Son diversas las posturas adoptadas: J. M. R. Tillard usa la postura de >León I Magno (papa entre 440 y 461; >Papas) como piedra de toque; P. Granfield adopta la postura del Vaticano I, pero con una exégesis atenta de sus textos y teniendo presente el modo en que el Vaticano I ha sido recibido en el Vaticano II. Para entender el papado en la actualidad es necesario tener una visión general de su evolución histórica.

El papel de >Pedro es crucial para comprender esta evolución. El texto de Mt 16,16-18 ha sido desde aproximadamente el siglo VI uno de los fundamentos bí­blicos clave de la doctrina católica del papado. El primer punto de interés es la tardí­a fecha en que se recurrió al texto. Antes los Padres veí­an en la «roca» la fe de Pedro, más que a Pedro mismo. El segundo problema asociado al texto es su exégesis. Ningún exegeta representativo dirá que el sentido literal, es decir, inspirado, del texto de Mateo sea el primado de los sucesores de Pedro, ni mucho menos su infalibilidad. Podemos afirmar, sin embargo, con seguridad que el texto, junto a otros como Lc 22,31-32 y Jn 21,15-17, apunta a una cierta preeminencia de Pedro sobre los demás apóstoles. La comisión conjunta luterano-católica coincidió en esto en su importante estudio sobre Pedro.

La transición de Pedro a los papas es un paso difí­cil. Supone la noción de >ius divinum o derecho divino. Brevemente, el argumento es el mismo que el de un buen número de estructuras del Nuevo Testamento, conjunto de estructuras constituido como normativo hacia el año 200 en todas las Iglesias de las que tenemos algún conocimiento detallado. Este conjunto normativo de estructuras incluye un obispo en cada lugar con un grupo de sacerdotes y diáconos. Incluye también una posición importante del obispo de Roma, que se revela en dos hechos: los obispos de Roma actúan fuera de su propio territorio; otras Iglesias miran a Roma reconociéndole cierta preeminencia. Dado el celo con que conservaban sus tradiciones las antiguas Iglesias, en algunas de las cuales la lí­nea de sucesión episcopal se remontaba hasta un apóstol, así­ como la condición de Roma como potencia perseguidora, es improbable que tal evolución hubiera podido realizarse en tan corto espacio de tiempo de no haber sido bajo la guí­a del Espí­ritu Santo. El Vaticano II usa expresiones como «institución divina» o «por la providencia divina» para referirse a esta evolución; la expresión «derecho divino» es común en la teologí­a moderna. Hay por tanto unaevolución en la Iglesia que tiene como fundamento Mt 16,16-19, etc., pero cuyo motor es la guí­a del Espí­ritu Santo. En el Nuevo Testamento vemos al colegio de los apóstoles, con Pedro desempeñando en él un papel especial: todos los apóstoles son fundamento (Ef 2,20; Ap 21,4), pero Pedro es el único a quien Jesús da el nombre de Roca (Mt 16,18); todos los apóstoles son pastores (He 20,28; IPe 5,2), pero Pedro es el pastor universal (Jn 21,15-17); todos los apóstoles —muchos exegetas dicen que la comunidad entera— reciben las llaves, el poder para atar y desatar (Mt 18,18; cf Jn 20,23), pero Pedro las recibe de manera singular (Mt 16,19); todos los apóstoles son testigos de Cristo resucitado (He 1,8, etc.), pero Pedro es el primero (lCor 15,5; Lc 24,34); Jesús ora por todos (Jn 17,9.20), pero ora especialmente por Pedro en beneficio de los demás (Lc 22,32).

La Iglesia de Roma quedó ligada a los dos grandes mártires Pedro y Pablo, que de algún modo fueron su fundamento, aunque ninguno de los dos fue el primero en predicar en esta ciudad. Pedro es la fuente de la unidad y la autoridad; Pablo, el maestro de la auténtica doctrina.

No está en absoluto claro que Pedro fuera el primer obispo de Roma, ni siquiera que hubiera un sólo obispo en cada Iglesia local antes del siglo II. >Clemente Romano es consciente de que las estructuras jerárquicas se remontan a los apóstoles, pero no estamos en condiciones de determinar claramente su propia posición en Roma. La primera lista de los obispos de Roma es aproximadamente del 180, aunque varias décadas antes un viajero, Hegesipo, da testimonio de la uniformidad de la doctrina en el mundo mediterráneo y menciona una lista de obispos romanos, que no cita. Se ha afirmado que algunos de los nombres de la lista podrí­an referirse a presbí­teros destacados que se ocuparon de las relaciones entre la Iglesia de Roma y otras Iglesias, pero sin ser «obispos» en el sentido en que hoy entendemos este término.

En la época que va hasta León I Magno (440-461) los datos de que disponemos son más bien escasos. Podemos dividirlos en dos clases: primero, las acciones de la Iglesia romana; segundo, las declaraciones acerca de la Iglesia romana. Ambas lí­neas muestran un desarrollo en el sentido de la autoridad del obispo de Roma, y juntas forman un argumento fuerte en favor de la autenticidad del primado romano.

Están en primer lugar, pues, los textos que indican una posición especial o de precedencia de la Iglesia de Roma y, más tarde, de su obispo. >Ignacio de Antioquí­a se refiere a la Iglesia romana como «la que preside en el paí­s de la tierra de los romanos», y habla de su «presidencia en el amor». Según >Ireneo de Lyon, todas las Iglesias deberí­an coincidir con la Iglesia de Roma a causa de la mayor excelencia de su origen (potior principalitas: probablemente Pedro y Pablo) y la fidelidad con que esta ha mantenido la tradición apostólica. >Tertuliano (ca. 200) habla de la autoridad (¿prestigio?) de la Iglesia fundada por Pedro y Pablo y santificada por su martirio. >Cipriano buscaba ansiosamente la aprobación del papa Esteban de su postura en relación con el asunto del bautismo. Cipriano habla además de cómo los herejes iban a Roma con la esperanza de que esta Iglesia les diera la razón. El concilio local de Sofí­a (343-344) consideraba importante que sus decisiones fueran comunicadas al papa Julio L Optato (ca. 370) habla del primado de la Iglesia fundada por Pedro, apelando, en contra de los donatistas, a la importancia de ser católicos y de estar en comunión con Roma. Después de él las declaraciones de este tipo son muy frecuentes, por ejemplo, en >Ambrosio, >Agustí­n o Jerónimo.

Están, en segundo lugar, las acciones de la Iglesia romana (no siempre todaví­a de sus obispos) que indican que esta Iglesia tiene un sentido de misión o de responsabilidad respecto de otras Iglesias. >Clemente Romano escribe a los disidentes de Corinto (ca. 98) urgiéndolos a aceptar la autoridad y la paz. El papa Ví­ctor I amenaza con excomulgar a Polí­crates de Efeso en la >controversia cuartodecimana hacia el 190. Esteban amenaza igualmente con excomulgar a Cipriano en la controversia sobre el rebautismo (después del 254), insistiendo en que Cipriano deberí­a seguir la misma lí­nea que la Iglesia romana. Julio reivindica el derecho a ser informado y a ser escuchado en tiempos de la deposición de Atanasio (341). Un sí­nodo de la Iglesia romana (382) rechaza, al parecer, el tercer canon del I concilio de >Constantinopla (381), que situaba al obispo de esta ciudad en segundo lugar, sólo después del obispo de Roma. Ya en tiempos de Inocencio I (ca. 401-417) los obispos de Roma solí­an juzgar casos que les sometí­an otros obispos. La actitud de Roma no consistí­a en dar consejos, sino en tomar decisiones; y la senda tomada por Roma era propuesta, e impuesta, a otras Iglesias.

En esta historia de los cuatro primeros siglos es importante notar que, aunque Roma era la capital del Imperio, era también una potencia perseguidora, la prostituta babilónica del libro del Apocalipsis. Constantinopla fue la primera capital cristiana, y sus obispos adquirieron pronto gran prestigio: el centro de la autoridad imperial se trasladó a Oriente; la autoridad papal no, permaneciendo en la antigua capital pagana. El factor más importante es que otras Iglesias permitieron que las acciones de los distintos papas limitaran su autonomí­a, siendo como eran algunas incluso sedes apostólicas, fundadas por un apóstol.

La cima del papado en los primeros siglos fue el pontificado de León I Magno (440-461). Su principal objetivo era servir a la fe: «Hemos recibido de Pedro, el Prí­ncipe de los apóstoles, la certeza de poseer el derecho a defender la verdad que nos trae la paz. A nadie se le debe permitir debilitarlo, dado que tiene tan sólidos fundamentos». León fue el primero en articular claramente la identidad del Papa como sucesor de Pedro. Hay no obstante una larga lista de casos en los que León insiste en que las disputas deben resolverse localmente, sin apelar a Roma. León no alberga ninguna duda respecto de su potestad para intervenir en los asuntos doctrinales y judiciales. Se muestra consciente del poder del papado. Este poder fue reconocido en la famosa exclamación de >Calcedonia: «Pedro ha hablado a través de León (Petrus per Leonem locutus est)». La historia de los >concilios locales y generales muestra cómo en los primeros siglos los concilios se consideraban a sí­ mismos autónomos, pero los obispos de Roma fueron considerando cada vez más como misión suya recibirlos (>Recepción) primero y aprobarlos luego, para finalmente, en los tiempos modernos, afirmar ser los únicos con autoridad para convocar un concilio ecuménico.

Tras caer el papado en su punto más bajo en el desastroso siglo X, san Pedro Damián (1007-1072) y pronto también san >Gregorio VII (1073-1085) difundieron la idea de que la Iglesia debí­a reformarse «desde arriba». Las veintisiete proposiciones del >Dictatus papae son la afirmación de un poder casi absoluto en la Iglesia. Gregorio VII prohibió la investidura de los >laicos, pero la controversia encontró finalmente un arreglo en el concordato de Worms (1122). El movimiento de reforma condujo a una fuerte centralización, que se inició con decisión bajo Alejandro II (1061-1073), ayudado por Hildebrando, el futuro Gregorio VII. Se llevó a cabo la unificación litúrgica con la eliminación del rito griego en el sur de Italia y del rito hispano-visigodo en España, y la negativa a permitir el uso de la lengua nacional en Bohemia.

La ignorancia de muchos obispos durante los primeros siglos, que era causa de que un buen número de ellos sometieran los casos difí­ciles a Roma, acabó convirtiéndose en un ejemplo clásico del poder de la costumbre: ciertos casos eran enviados a Roma en lugar de resolverse localmente; Roma adquirió la costumbre de ocuparse de estos casos; fue adquiriendo vigencia esta costumbre y, finalmente, se convirtió en ley el que sólo Roma podí­a ocuparse de ellos —tal es la postura del >Dictatus papae—.
Con motivo de la reforma hubo abundante reflexión sobre la noción y el ejercicio del poder (potestas, >Autoridad/Potestad sacramental). Gregorio VII encargó la búsqueda de documentos que fortalecieran el poder del papado. Las >Falsas Decretales aportaron gran cantidad de material. Una contribución importante fue la del cardenal Deusdedit (ca. 1084), quien no obstante aseguró también la transmisión de la cláusula de excepción de Ivo de Chartres: el papa no puede ser juzgado por nadie, «a no ser que se descubra que se desví­a de la fe (nisi deprehenditur a fide devius)». Los tí­tulos de Madre y Esposa usados en las afirmaciones trinitarias y teológicas de los padres se convirtieron en tí­tulos jurí­dicos, utilizados para reclamar obediencia. Entre Gregorio VII e Inocencio III (1198-1216) el primado papal empieza a convertirse en una monarquí­a papal, como puede verse por la interpretación que se hace de los >tí­tulos papales.

En el orden eclesiástico se afirmaba que todo poder vení­a del papa. Se consideraba como una especie de potestad episcopal, pero por encima de todo obispo local. Gregorio concebí­a el poder en términos jurí­dicos. Los dos poderes, el secular y el religioso, tení­an un único fin, la salvación definitiva, por lo que el poder espiritual estaba por encima. En cierto modo se podrí­a hablar de hierocracia, pero no en el sentido de que el papa reclamara el gobierno secular en cuanto tal.

La rica eclesiologí­a de santo >Tomás de Aquino está mucho más interesada por los valores teológicos y espirituales que por los aspectos institucionales. Ya sea para alabarlo o censurarlo, a veces se le considera erróneamente autor de ciertas concepciones jurí­dicas del papado, en particular la idea de que los obispos reciben su potestad (jurisdicción no sacramental) del papa. El papa tiene además potestad episcopal suprema y suprema autoridad doctrinal y espiritual.

El movimiento de los frailes mendicantes fue una causa importantí­sima de las teorí­as en favor del papa a finales del siglo XIII y comienzos del XIV. Los teólogos mendicantes insistí­an en la total subordinación del clero parroquial y de los obispos al papa, con el fin de legitimar la creación por parte del papa de un ministerio de frailes fuera del control de los obispos y del clero secular.

La centralización continuó durante los siglos siguientes. El concilio de >Florencia, que condujo a la unión de algunos orientales con la Iglesia, fue la afirmación más fuerte del primado papal que habí­a hecho hasta entonces ningún concilio. Aunque los papas habí­an ejercido influencia a lo largo de los siglos en el nombramiento de los obispos de su área, hasta el siglo XIV no empezaron los papas a nombrar regularmente a los obispos en Occidente (>Obispos). La Reforma dio lugar a una centralización aún mayor y a una mayor insistencia en las prerrogativas papales.

En el >Vaticano I se quiso fortalecer el poder del papa en el contexto de la pérdida de los Estados Pontificios y de hacer frente a los ataques de los teóricos racionalistas y liberales a la Iglesia. Durante el debate sobre el primado a los padres del concilio les faltó una eclesiologí­a general suficiente y una teologí­a del episcopado dentro de la cual colocar la doctrina del primado. Las tres palabras que resultaron más problemáticas durante los debates fueron «episcopal, ordinario e inmediato»». El documento sobre el papado lleva el tí­tulo de «Primera constitución, Pastor aeternus, sobre la Iglesia de Cristo». La segunda constitución, complementaria de la primera, no llegó a proclamarse, dado el abrupto final del >Vaticano I.

El prólogo de la Pastor aeternus trata de la institución de la Iglesia por Cristo, la misión de los apóstoles y la función de Pedro como principio permanente de la unidad de fe y comunión y de su fundación visible. El primer capí­tulo, con los cánones adjuntos, establece que >Pedro recibió una jurisdicción verdadera y propia.

El siguiente capí­tulo enseña bajo anatema que Pedro, por institución divina (iure divino), habí­a de tener perpetuamente sucesores en el primado; los papas son los sucesores de Pedro en este primado.

El capí­tulo 3, sobre el primado, que es clave, consta de varias partes. Escrito en un lenguaje jurí­dico muy técnico, reclama una exégesis detallada. Menciona el concilio de >Florencia, en el que se consiguió un acuerdo provisional con Oriente con respecto al tema del primado. Al papa le ha sido dada potestad plena para cuidar y gobernar la Iglesia universal. Esta potestad se describe detalladamente: es episcopal, es decir, similar en toda la Iglesia a la potestad de un obispo en su diócesis; no consiste simplemente en un oficio de supervisión y orientación, sino en una potestad plena y suprema de jurisdicción sobre toda la Iglesia; está por encima de los pastores y de los fieles; es inmediata, o sea, que no está mediada por ninguna persona ni institución eclesial, sino que procede directamente de Cristo; no se limita a la >fe y moral, sino que incluye también la disciplina y el gobierno; siendo plena y suprema, no hay poder en la Iglesia que no tenga el papa —aunque puede decidir no ejercerlo, o quizá, en algunos casos determinados, debe no hacerlo—; es una potestad ordinaria, es decir, vinculada a su oficio y no delegada; no atenúa en nada la potestad de los obispos, ya que la potestad de estos es afirmada, apoyada y defendida por el pastor supremo y universal; no hay posibilidad de apelación a un poder superior, como por ejemplo un concilio ecuménico.

La noción de potestad episcopal no añade nada realmente a la de potestad «ordinaria e inmediata». Esta no deja de tener raí­ces en la tradición: a León Magno se le llamó «obispo de toda la Iglesia», y esta expresión fue común a partir del siglo XII. Tomadas en su conjunto, todas las calificaciones de la potestad del papa excluyen claramente el «>febronianismo» o cualquier posición que considere al papa meramente un primero entre iguales (primus inter pares) dentro del episcopado, o incluso cualquier posición que reconozca en él sólo una potestad de inspección o supervisión y no una plenitud de poder. La doctrina está expresada aquí­ en un lenguaje en gran medida jurí­dico; en épocas posteriores esta misma doctrina se expresarí­a de manera diferente en la Iglesia, aunque manteniendo la enseñanza genuina del concilio.

El capí­tulo cuarto trata de la >infalibilidad del papa. Esta puede y debe considerarse como un aspecto del primado apostólico.

Ha habido dos formas importantes en que ha tenido lugar la >recepción de la doctrina del Vaticano I. La primera fue la interpretación del concilio que hicieron los obispos alemanes en la respuesta a Bismarck (>Obispos). La segunda ha sido el Vaticano II. Dado que la Iglesia fue fundada sobre el fundamento de los apóstoles, a cuya cabeza estaba Pedro, es menester, según este concilio, acercarse al papado desde el colegio de los obispos. Este es el modo de recepción del concilio anterior. De este modo el Vaticano II completa la obra del Vaticano I, pero desde una nueva perspectiva. Este >desarrollo no dejó de provocar cierta inquietud, como muestra la insistencia de LG 18-25 en que el colegio siempre actúa en unión con la cabeza. Pero después del Vaticano II no ha vuelto a hacerse ningún análisis fecundo del papado en abstracto, es decir, aislado del contexto del colegio episcopal.

Puede de este modo plantearse la cuestión teológica: ¿Cuántas autoridades supremas existen en la Iglesia? La mejor respuesta parece ser la de que en la Iglesia hay sólo un sujeto con potestad suprema: el colegio de los obispos, cuya cabeza puede actuar independientemente, aunque siempre como miembro (como cabeza) del colegio (>Colegialidad episcopal).

Desde el Vaticano II se han dado importantes pasos en los debates ecuménicos en torno al ministerio petrino. Algunas Iglesias, especialmente la comunión anglicana, tienen ya su propia experiencia del primado. Entre algunos protestantes y anglicanos hay cierta apertura a aceptar al papa como centro de unidad, mostrándose dispuestos los segundos en ARCIC I a aceptar un papa que no sólo fuera un primero entre iguales (primus inter pares), aunque subrayando el servicio a la unidad más que las categorí­as jurí­dicas. La postura de las Iglesias ortodoxas es más bien la de considerar al obispo de Roma un primus inter pares, si bien en estas Iglesias se plantean otras cuestiones. Aunque la infalibilidad sigue siendo clave, la cuestión más difí­cil es quizá la de la «potestad plena y suprema».

>Juan XXIII y >Pablo VI fueron muy importantes de cara a mostrar un estilo nuevo de papado, menos autoritario. La iniciativa de Pablo VI de llevar el papado al mundo ha sido asumida con la mayor energí­a por Juan Pablo II, quien ha realizado ya (en el 2000) más se setenta visitas al extranjero, volviendo a visitar los mismos paí­ses al cabo de algunos años. Esta ampliación fí­sica del papado parece haber robustecido en los fieles la estima personal por el sucesor de Pedro, fenómeno ya notable desde los tiempos del encantador y atrayente >Pí­o IX. Aunque las cualidades personales así­ como buena parte de las enseñanzas del papa actual son muy apreciadas, ha habido problemas derivados de la manera en que la gente ha percibido el modo de ejercer la autoridad papal delegada en los dicasterios vaticanos).

En el perí­odo posconciliar se han realizado muchos estudios importantes sobre la significación del papado en la Iglesia. A menudo están dedicados al modo en que es visto el papado en un área determinadas. El Código de Derecho canónico se ocupa brevemente del papado (CIC 330-335). No abre ningún camino nuevo, sino que sigue las sendas del Vaticano II. El derecho prevé la posibilidad de la renuncia del papa (CIC 332 § 2). Aunque el caso de >Celestino V es claro, las circunstancias de las pocas renuncias más que ha habido no siempre son fáciles de establecerá.

El perí­odo posconciliar ha sido testigo también de fuertes sentimientos antirromanos. Estos han sido estudiados en un conocido libro de H. U. von >Balthasar, quien volvió sobre el mismo tema poco antes de morir. La desafección al papado procede tanto de la extrema «derecha» como de la «izquierda» de la Iglesia. La primera es quizá la más profunda y problemática; considera esta que la Iglesia ha caí­do en error teórico y práctico con el Vaticano II (>Lefebvre). La segunda acepta el concilio pero critica al papado o a Roma por adaptarse rápidamente o con suficiente sinceridad, o por no ser suficientemente sensible a los problemas contemporáneos, especialmente en el terreno de la moral sexual y, en menor grado, de la bioética.

Pero a menudo el problema no está tanto en las acciones del Vaticano cuanto en su estilo. En algunos de los casos más conocidos de la década de 1980, aunque no puede discutirse el derecho de Roma a intervenir, hubiera sido preferible que hubieran sido las autoridades locales las que se hubiesen ocupado de ellos. Una desgraciada consecuencia de ello ha sido que el ambiente se ha hecho poco propicio para la crí­tica humilde, leal y amorosa del papado o de la >curia romana, como observamos en la historia, especialmente entre teólogos y santos de gran calibre, con san >Bernardo de Claraval o santa >Catalina de Siena.

En cualquier diálogo ecuménico en el que intervenga la Iglesia católica la cuestión del papado no puede dejar de plantearse por mucho tiempo. Dentro del movimiento ecuménico los teólogos están estudiando continuamente posibles modos de avanzar en este terreno como en los otros. Un artí­culo moderado de A. Dulles puede servir de ejemplo del pensamiento actual. Se dice en él que la unión y unidad con otra Iglesia no exige necesariamente coincidencia en todos los puntos doctrinales, con tal de que ambas Iglesias admitan la legitimidad y armoní­a de las doctrinas de la otra con las Escrituras. Siguiendo en esta lí­nea, quizá no fuera necesario insistir en una aceptación [«no matizada hermenéuticamente» a partir de sus actas y del Vaticano II], del Vaticano I como condición previa para la unidad. En cualquier caso, es necesario en el diálogo ecuménico una rigurosa hermenéutica de este concilio, a la que podrí­a contribuir en gran medida el hecho de la existencia en todas las épocas de un ejercicio benéfico de la potestad pontificia (>Recepción).

En los últimos años se tiende a ver el primado papal no sólo en relación con la doctrina sobre el episcopado (>Colegialidad episcopal)», sino también con respecto a otras verdades y a la doctrina del Vaticano II sobre la >jerarquí­a de verdades (UR 11). Otros teólogos están examinando la doctrina del primado papal con el fin de discernir qué elementos pertenecen al don permanente de Cristo a la Iglesia a través del Espí­ritu y cuáles pueden ser aditamentos históricos o posiciones condicionadas por los tiempos y adoptadas para superar dificultades especí­ficas, y no pueden ser norma para todos los tiempos.

Por el momento no hay soluciones generalmente aceptadas, pero en los años venideros es previsible que se indague en esta dirección, labor que es decisiva de cara a los dogmas marianos y a la doctrina sobre el papado del Vaticano I. Central para cualquier acuerdo futuro sobre el papado será el reconocimiento del mismo al servicio de la unidad de las Iglesias. [En este sentido es importante la demanda del mismo Juan Pablo II en la encí­clica Ut unum sint de 1995 sobre la revisión del ministerio petrino en el sentido «de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva» (n 95)6. Afirmación que está suscitando una amplia reflexión y diferentes perspectivas, tal y como puede verse en la voz >Ut unum sint.]

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología