PNEUMATOLOGIA Y ECLESIOLOGIA

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Y. Congar cuenta una anécdota del Vaticano II que se ha convertido ya en clásica: «Durante la discusión del esquema De ecclesia, en el segundo perí­odo de sesiones del concilio, estábamos hablando un dí­a con dos amigos, observadores ortodoxos, el P. Nissiotis y el P. Alexander Schmemann. Estos nos dijeron: «Si nosotros tuviéramos que escribir un documento De ecclesia, escribirí­amos un capí­tulo sobre el Espí­ritu Santo y otro sobre el cristiano. Y ahí­ nos pararí­amos. Con ello habrí­amos dicho lo esencial». Aun cuando tal eclesiologí­a pudiera ser tan unidimensional como lo que en otro lugar Congar llamarí­a el monismo cristológico, el ejemplo ilustra bien una dimensión descuidada en la eclesiologí­a católica anterior al concilio; a saber, una pneumatologí­a o teologí­a del Espí­ritu Santo desarrollada. El concilio hace 258 referencias al Espí­ritu, pero uno puede preguntarse si estas están, por así­ decir, dispersas por los textos conciliares, o constituyen de hecho una verdadera pneumatologí­a.

Los años posteriores al concilio han sido testigos de un extraordinario interés por la pneumatologí­a desde muy diversos puntos de vista: obras generales, Escritura, patrí­stica, espiritualidad, >carisma, liberación, liturgia, ecumenismo, y especialmente desde el punto de vista de las Iglesias orientales, incluyendo la cuestión del >Filioque. El Vaticano II ha dado también pie a abundante literatura, al igual que varios temas eclesiológicos.

El Espí­ritu se fue revelando gradualmente a través de las Escrituras. En el Antiguo Testamento hay 378 referencias a la femenina ruah (a las que podrí­an añadirse otros once ejemplos arameos); 279 veces se traduce por el neutro pneuma en los LXX (que en la tradición posterior se convierte en el masculino latino spiritus). Puede decirse que «el Espí­ritu de Dios» tiene en el Antiguo Testamento cuatro sentidos: es una fuerza carismática que se manifiesta, por ejemplo, en los jueces (Jue 3,10); es un poder que reciben los reyes (1Sam 16,13); está asociado a la profecí­a (Os 9,7; Miq 3,8); es mesiánico (Is 42,1-7; 61,1-3) y escatológico (Ez 36,26-28; JI 3,1-2). En el umbral del Nuevo Testamento se produce una clara asociación entre el espí­ritu y la sabidurí­a (Sab 1,6; 7,7; 9,17). La literatura intertestamentaria muestra un gran interés por el espí­ritu de Dios (sólo en los textos de Qumrán hay más de 200 referencias). Toda esta serie de acciones dadoras de vida en el Antiguo Testamento nos prepara para la plena recepción de su poder en la Iglesia del Nuevo Testamento.

En el Nuevo Testamento hay 379 referencias al pneuma. En él observamos que, aunque siguen manteniéndose los sentidos del Antiguo Testamento, hay una conciencia cada vezmayor del carácter personal del Espí­ritu, especialmente en Lucas (11,13; 12,12) y en Juan (14-16). El Espí­ritu, en particular, está asociado a Jesús (Lc 1,35; 3,22; 4,1, 14; 18). Pablo desarrolla una rica pneumatologí­a (Rom 8).

Desde el punto de vista de la eclesiologí­a, que es lo que aquí­ nos interesa, el Espí­ritu es al mismo tiempo conferido por Jesús (Jn 20,22) y prometido por él (Jn 16,13-15; Lc 24,49 con He 1,4-5.8). La Iglesia primitiva recibió el Espí­ritu Santo en Pentecostés (He 2; cf 4,31) y era consciente de que este moraba en ella (He 5,3) y la guiaba (He 13,2.4; 15,28; 16,7). El Espí­ritu se transmití­a a través de la oración y la imposición de manos de los apóstoles (He 8,15-17; 19,6). La comunidad (ICor 3,16) y el cristiano son > templo del Espí­ritu (lCor 6,19); el creyente está sellado por el Espí­ritu (Ef 1,13). El acceso al Padre tiene lugar a través del Espí­ritu (Ef 2,18). Es el Espí­ritu el que da los >carismas y edifica la unidad de los creyentes (Ef 4,3; cf lCor 12,13).

El desarrollo de la teologí­a del Espí­ritu tuvo lugar a lo largo de varios siglos». Puede esquematizarse en varias etapas: una época en la que el Espí­ritu se afirmó y fue objeto de experiencia en la vida de la Iglesia (siglos 1 y II); los comienzos de la sistematización teológica (siglo III); la definición de >Constantinopla (381); la sí­ntesis del siglo V; las divergencias entre Oriente y Occidente a pro-pósito del >Filioque. Estos desarrollos sucesivos concerní­an a la actividad eclesial del Espí­ritu y afectaban al modo en que los creyentes entendí­an esta actividad.

Tiene cierto valor la observación de que Occidente parte de la unidad y unicidad de Dios para llegar luego a afirmar la pluralidad de las personas, mientras que Oriente parte de las personas como dato inicial para llegar luego a la unidad de su naturaleza; se trata de algo que puede servir inicialmente de orientación, pero de lo que no se pueden extraer demasiadas consecuencias. A lo largo del perí­odo patrí­stico no sólo se especuló sobre la vida interior de la Trinidad, sino que se indagó además continuamente en la Trinidad económica, o en la doble misión del Hijo y del Espí­ritu en la Iglesia y en el creyente. Podemos ilustrar el tema de la misión eclesial partiendo de dos autores caracterí­sticos respectivamente de Oriente y Occidente: san Basilio Magno y san Agustí­n de Hipona.

La obra Sobre el Espí­ritu Santo, del oriental Basilio, puede datarse entre el 374 y el 375. Su Carta 159, escrita poco después, contiene buena parte de la misma doctrina. Aunque por razones de prudencia —especialmente para evitar problemas similares a los que surgieron después del concilio de >Nicea I— Basilio nunca dijo explí­citamente que el Espí­ritu fuera Dios, insistió en que la Tercera Persona ha de ser adorada y glorificada del mismo modo que el Padre y el Hijo, lo que evidentemente viene a querer decir lo mismo. Basilio apeló constantemente a la vida y a la liturgia de la Iglesia en prueba de su fe en la persona y la obra del Espí­ritu; de hecho invoca una tradición no escrita acerca del Espí­ritu, cuyo poder es bien conocido en la Iglesia.
San Agustí­n puede tomarse como ejemplo caracterí­stico del planteamiento occidental. Al igual que Basilio, también él, en su gran obra De Trinitate, parte de la Escritura. Aunque está claramente más interesado en la vida interna de la Trinidad, habla no obstante claramente del Espí­ritu en cuanto enviado a la Iglesia, como comunión en la Iglesia, al modo en que ya lo es en la Trinidad. Una de las afirmaciones más notables de Agustí­n es que el Espí­ritu actúa en el cuerpo mí­stico al modo en que el alma lo hace en nuestro cuerpo.

La sí­ntesis medieval occidental puede verse en san Anselmo, Ricardo de San Ví­ctor, san Buenaventura y santo Tomás de Aquino, cada uno de los cuales desarrolla ciertos aspectos de la rica sí­ntesis de san Agustí­n. Santo Tomás desarrolla de san Agustí­n las nociones de procesión y misión; considera Don (Donum) un nombre propio del Espí­ritu y establece una auténtica misión; desarrolla hermosamente la noción del Espí­ritu como amigo; afirma que lo caracterí­stico de la Nueva Ley es el Espí­ritu, que es quien otorga los carismas a la Iglesia.

En la Baja Edad media hubo muchos movimientos que apelaban a una especial unción del Espí­ritu; el calificativo de «espiritual» a menudo implicaba cierto fanatismo. Algunos como >Joaquí­n de Fiore parecí­an anhelar una etapa final de la humanidad, la etapa del Espí­ritu. En algunos de estos movimientos habí­a cierto anti-institucionalismo; oponí­an su sensación de estar movidos por el Espí­ritu a las estructuras, que percibí­an como carentes de vida. Lutero y otros lí­deres reformadores tuvieron que luchar en dos frentes: contra los católicos, congregados al grito de «i Iglesia!», y contra los entusiastas, congregados al grito de «iEspí­ritu!». Aunque desde una actitud básicamente poco comprensiva, el estudio de R. A. Knox sobre los entusiastas ilustra la continuación de los movimientos espirituales extremistas en los tiempos posteriores a la Reforma.

En los escritores espirituales posteriores a Trento hubo una profunda conciencia de la labor del Espí­ritu Santo; pero en la eclesiologí­a de la Contrarreforma y de épocas posteriores, aunque no faltaban las referencias al Espí­ritu Santo, este no ocupó un lugar central. Hubo, no obstante, excepciones, como la obra de J. A. >Móhler sobre la unidad de la Iglesia y algunos pasajes penetrantes de M. J. > Scheeben.

La pneumatologí­a ganó protagonismo en la eclesiologí­a a partir de la época de J. A. Möhler. En el magisterio, podrí­a datarse el redescubrimiento de la pneumatologí­a en la eclesiologí­a con la publicación en 1897 de la encí­clica de León XIII sobre el Espí­ritu Santo. La carta depende en gran medida de Agustí­n y de Tomás de Aquino. La espiritualidad pneumatocéntrica de la encí­clica ha de leerse desde una perspectiva que no prescinda de la jerarcologí­a cristocéntrica de la anterior encí­clica Satis cognitum. Reitera la idea de que el Espí­ritu es el alma de la Iglesia y habla de que el Espí­ritu es la fuente de la permanencia de la Iglesia en la verdad y de su vida sacramental, y de que mora en el alma del justo. Se trata de una exposición bastante completa del papel del Espí­ritu en la Iglesia. Después de León XIII los teólogos explotaron sus afirmaciones sobre el Espí­ritu, pero no desarrollaron ninguna eclesiologí­a pneumatológica relevante.

Aunque la encí­clica de >Pí­o XII sobre el cuerpo mí­stico, >Mystici Corporis, era predominantemente cristológica, se concedí­a en ella un lugar importante al Espí­ritu Santo: la Iglesia fue promulgada en Pentecostés; Cristo querí­a que esta estuviera enriquecida por los dones del Espí­ritu; la Iglesia está animada por el Espí­ritu, que es su alma; no hay sin embargo incompatibilidad «entre la misión invisible del Espí­ritu Santo y el oficio jurí­dico que los pastores y los maestros han recibido de Cristo». Pero aparte de esta encí­clica, la pneumatologí­a no ocupa mucho lugar dentro de las vastas enseñanzas eclesiológicas de Pí­o XII.

A pesar de todo, durante las décadas anteriores al Vaticano II fue creciendo cada vez más la conciencia, no siempre desarrollada sistemáticamente», de la importancia de la pneumatologí­a, tanto en la Iglesia católica como en las protestantes.

Puede mostrarse cómo el Vaticano II dedicó cada vez mayor atención a la pneumatologí­a a lo largo del proceso de elaboración de los textos. El primer borrador de la constitución sobre la Iglesia del Vaticano II se moví­a en la tradición de la encí­clica de Pí­o XII sobre el cuerpo mí­stico. Contení­a treinta y una referencias al Espí­ritu, principalmente como alma del cuerpo y como Espí­ritu de la verdad, aunque también está presente la idea del Espí­ritu como guí­a de la Iglesia. Trece de estas referencias se conservarí­an en el texto definitivo de la LG.

El concilio aclara la analogí­a del alma de la Iglesia. En LG 7 dice: «De tal modo vivifica el Espí­ritu todo elcuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma (principium vitae seu anima) en el cuerpo humano». En el párrafo siguiente se desarrolla la analogí­a complementaria de la encarnación: «Así­ como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino, como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a él, de modo semejante (non dissimili modo) la articulación social de la Iglesia sirve al Espí­ritu Santo, que la vivifica para el acrecentamiento de su cuerpo». Se trata aquí­ de evitar sutilmente el peligro del monofisismo eclesial; el concilio dice «articulación social» (socialis compago) y » sirve» (inservit) con el fin de atenuar la analogí­a y evitar así­ la sugerencia de una unión hipostática con la Iglesia.

En la versión final de LG hay una rica pneumatologí­a. La constitución comienza con una exposición trinitaria (LG 2-4), lo mismo que el decreto sobre las misiones (AG 2-4). Una noción nueva importante es la de Pentecostés4, así­ como el importante desarrollo de la doctrina sobre los >carismas. La doctrina de ambos documentos (LG 4 y AG 4) muestra por qué los credos primitivos confesaban unidas la fe en el Espí­ritu Santo y en la Iglesia, hasta el punto de que santo Tomás de Aquino presenta el credo como la fe en el Espí­ritu que santifica a la Iglesia (Credo in Spiritum Sanctum sanctificantem Ecclesiam).
Se puede hablar de una pneumatologí­a del concilio si se demuestra que hay una idea central que unifique las distintas referencias al Espí­ritu y la eclesiologí­a del concilio. Esta idea central podrí­a ser la afirmación de que «el Espí­ritu Santo fue enviado a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espí­ritu (cf Ef 2,18)» (LG 4; cf 9). La poco desarrollada noción de templo, como una tercera imagen trinitaria junto a las de pueblo y cuerpo (LG 17), puede considerarse como unificadora y explicitadora de la doctrina de la constitución. Al llegar el concilio a su penúltimo texto, encontramos un desarrollo de esta intuición en el decreto sobre las misiones: el Espí­ritu vivifica y unifica a la Iglesia entera en todos sus actos (cf AG 4; cf LG 64). Dado que estas afirmaciones se verifican, operan y están desarrolladas a lo largo de los documentos del concilio, hay sólidos fundamentos para afirmar que en el Vaticano II hay una auténtica pneumatologí­a.

Aunque hay en ella seis referencias al Espí­ritu (SC 2, 5, 6, 43), la constitución sobre la liturgia es muy débil en lo tocante a la pneumatologí­a. La revisión posterior de los libros litúrgicos corrigió esta deficiencia (>Liturgia). Una nota caracterí­stica de las nuevas plegarias eucarí­sticas y de los nuevos ritos sacramentales es la presencia en todos ellos de una >epiclésis.
La pneumatologí­a del Vaticano II fue desarrollada ulteriormente por la tercera encí­clica de la trilogí­a trinitaria de Juan Pablo II, El Espí­ritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo. La encí­clica, por un lado, es un desarrollo amplio de la misión del Espí­ritu y, por otro, no está tan centrada en la eclesiologí­a. El papa observa que «en cierto modo la gracia de Pentecostés se perpetúa en la Iglesia» a través de los sacramentos del orden y de la confirmación». Por otro lado, afirma, «la enseñanza del Vaticano II es «pneumatológica»: está impregnada por la verdad de que el Espí­ritu Santo es el alma de la Iglesia» La segunda parte de la encí­clica se ocupa del difí­cil texto de Jn 16,7-8, que habla de que el Espí­ritu convence al mundo en lo relativo al pecado: se trata de la acción del Espí­ritu Santo en la conciencia humana y de la certeza de la redención. El Espí­ritu, además, fortalece a los individuos y manifiesta a la Iglesia como sacramento. Es el fundamento de la esperanza escatológica de la Iglesia; es, en definitiva, «Consejero, Defensor y Abogado».

La enorme cantidad de textos publicados sobre el Espí­ritu Santo y la Iglesia en las tres últimas décadas así­ como la enseñanza del Vaticano II y la benéfica influencia de los teólogos de Oriente, han abierto una senda a la eclesiologí­a: esta no puede ya dar marcha atrás, sino sólo avanzar en la exploración de la pneumatologí­a, en el intento de comprender la misión del que H. U. von Balthasar, con evocadora e inquietante frase, llama «el Desconocido más allá de la Palabra».

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología