PENA DE MUERTE

en la Biblia aparecen listas de delitos penalizados con la muerte: el asesinato, mal trato a los padres como la agresión, la deshonra o la maldición; prácticas sexuales con animales, se castigaba al hombre y al animal; rapto, inmolación de un animal en ofrenda a un dios diferente a Yahvéh; el sacrificio de niños; necromancia, consulta a los adivinos, brujerí­a, adulterio, delitos de incesto, homosexualidad, y relaciones sexuales con una mujer durante la regla, Ex 21, 12- 17; 22, 17-19; Lv 20, 1-8. También, la violación del descanso sabático, Ex 31, 14; la blasfemia, Lv 24, 15-16. La prostitución en la hija de un sacerdote se castigaba con la hoguera, pues profanaba también a su padre, Lv 21, 9.

Generalmente el castigo era el apedreamiento, a menudo el empalamiento o la horca. La crucifixión fue pena introducida en Palestina por los romanos.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

Véanse CASTIGOS, AHORCAMIENTO, APEDREAMIENTO, CRUCIFIXIí“N.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Privación de la vida por un delito cometido y después de un juicio adecuado con todas las condiciones procesales que reclama la justicia y con frecuencia las leyes.

Sea el medio que sea el aplicado para dar la muerte al delincuente, por graves que sean los delitos, es un hecho que se pone en duda entre los moralistas de si es ético, incluso si es sociológicamente conveniente el matar a un ser humano.

Los negadores del derecho a establecer o conservar la pena de muerte aluden a que, siendo Dios el único que puede dar la vida, sólo y exclusivamente es Dios el que puede privar de ella. Aunque se haya aplicado de forma general en la Historia y aunque se siga practicando de una u otra forma en muchos paí­ses actuales, la pena de muerte es mala en sí­ misma, según ellos.

Los defensores consideran que la sociedad tiene derecho a librarse del injusto agresor, como último extremo para defenderse del criminal y como escarmiento para otros delincuentes. Admiten la pena de muerte como un mal menor, pero no la consideran radicalmente inmoral

No es fácil la postura absoluta y segura en este tema. Pero la moral cristiana se inclina en la actualidad por la negación de moralidad de la pena de muerte, sobre todo si la sociedad tiene, como acontece hoy, otros medios de defenderse del asesino (prisión perpetua, reeducación, control técnico de asesinos, etc.)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. vida)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(-> mandamientos, muerte, juicio, perdón, adulterio, homosexualidad). La Biblia israelita no es un libro espiritual o intimista, que trata sólo de las «cosas de Dios», para utilizar el lenguaje de Mc 12,16, sino que se ocupa también de las «cosas del césar», es decir, de la organización económica y social, penal y militar del pueblo. Por eso incluye una serie de códigos* de tipo jurí­dico en los que arbitra y defiende, conforme a las costumbres de aquel tiempo, la pena de muerte. En ese sentido, el Antiguo Testamento nos resulta duro y hasta extraño, pues impone un tipo de ley en la que, además de los motivos hoy más conocidos de pena de muerte, se incluyen otros de tipo especí­ficamente religioso que presentaremos de un modo esquemático, siguiendo los mandamientos del decálogo*, que están protegidos con pena de muerte contra aquellos que no los cumplen.

(1) Identidad religiosa. La primera de las causas de pena de muerte en Israel ha sido la defensa de la propia identidad religiosa, vinculada a la elección de Dios y al mantenimiento del pueblo, conforme a los primeros mandamientos del decálogo: no hay más Dios que Yahvé, no profanar el nombre de Yahvé, no hacer í­dolos, no profanar las fiestas. Quien niegue o rechace esas cosas ha de ser ejecutado (cf. Ex 20,310; Dt 5,7-12). (a) Los extranjeros, reos de muerte. En un primer momento, cuando los israelitas tienen poder autónomo, como «estado religioso», conforme a los principios del pacto* de la conquista, los grandes idearios de su identidad religiosa exigen que se mate, dentro de la tierra* de Israel, a los cananeos, es decir, a los que no forman parte de pueblo de Israel. Mirada desde la actualidad, ésta es una «ley de genocidio» (cf. Ex 23,20-33; 34,10-16; Dt 7 y 20; Je 2,1-5). Más tarde, cuando los israelitas carecen de independencia polí­tica y poder para matar a los extranjeros, ellos se comprometen a expulsarlos de la tierra, sobre todo a las mujeres no israelitas, para cumplir de esa manera una exigencia de pureza étnica que ha sido resaltada por los libros de Esdras* y Nehemí­as (Esd 9-10). (b) Los que profanan un lugar sagrado. La ley se formula con relación al monte Sinaí­: «No subáis al monte [el monte de la teofaní­a], ni toquéis su lí­mite. Cualquiera que toque el monte, morirá irremisiblemente. Nadie pondrá sus manos sobre él, porque ciertamente será apedreado o muerto a flechazos. Sea animal u hombre, no vivirá. Sólo podrán subir al monte cuando la corneta suene prolongadamente» (Ex 18,1213). Esta ley no es exclusiva de Israel, sino que aparece en muchos códigos antiguos, en los que la profanación del templo se castigaba con pena de muerte. Los que redactaron este pasaje están pensando ya en el templo de Jerusalén, donde se ha castigado siempre a los profanadores de su santidad (aún sigue escrita a la entrada de la explanada del templo la sentencia de muerte contra aquellos que profanen su santidad). (c) Los que profanan un tiempo sagrado: ley del sábado. Esta es una ley ya propia de Israel, donde el sábado aparece como dí­a dedicado al descanso de Dios. «Guardaréis el sábado, porque es sagrado para vosotros; el que lo profane morirá irremisiblemente. Cualquiera que haga algún trabajo en él será excluido de en medio de su pueblo… Seis dí­as se trabajará; pero el séptimo dí­a os será sagrado, sábado de reposo consagrado a Yahvé. Cualquiera que haga algún trabajo ese dí­a morirá» (Ex 31,14; 36,2). (d) Los que profanan el nombre o identidad de Yahvé. En este contexto se sitúa, sobre todo, el castigo por blasfemia: «El que blasfeme el nombre de Yahvé morirá irremisiblemente. Toda la congregación lo apedreará. Sea extranjero o natural, quien blasfeme del Nombre morirá» (Lv 24,16). Esta ley se amplí­a y se aplica, de un modo más general y difí­cil de precisar, a los que rechazan el poder sagrado del pueblo israelita (centrado en sacerdotes y jueces) o a los que pervierten la profecí­a: «Quien proceda con soberbia y no obedezca al sacerdote o al juez, esa persona morirá» (Dt 17,12). «Pero el profeta que se atreva a hablar en mi nombre una palabra que yo no le haya mandado hablar, o que hable en nombre de otros dioses, ese profeta morirá» (Dt 18,20). (e) Los que adoran a otros dioses. Idolatrí­a. Este es el motivo más detallado de pena de muerte. La vinculación de los israelitas con Yahvé forma parte de su propia identidad, de manera que el israelita que rompa el pacto con Yahvé debe morir, de forma irremisible. Es aquí­ donde se define con más precisión el delito (adorar a otros dioses) y el sentido de la pertenencia israelita, que está por encima de toda otra pertenencia, incluso familiar. «Si te incita tu hermano, hijo de tu madre, o tu hijo, o tu hija, o tu amada mujer, o tu í­ntimo amigo, diciendo en secreto: Vayamos y sirvamos a otros dioses, que tú no conociste, ni tus padres, dioses de los pueblos que están en vuestros alrededores, cerca de ti o lejos de ti, como está un extremo de la tierra del otro extremo de la tierra; no le consientas ni le escuches. Tu ojo no le tendrá lástima, ni tendrás compasión de él, ni lo encubrirás. Más bien, lo matarás irremisiblemente; tu mano será la primera sobre él para matarle, y después la mano de todo el pueblo. Lo apedrearás, y morirá, por cuanto procuró apartarte de Yahvé tu Dios que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud» (Dt 13,6-10). Esta es una ley que se aplica y extiende más allá de la familia a toda una ciudad israelita: todos sus habitantes han de morir irremisiblemente, al filo de la espada (en guerra religiosa), si se vuelven idólatras o contrarios a Yahvé (cf. Dt 13,11.18). El derecho de Yahvé está por encima de la vida de los hombres, (f) Los hechiceros. En el contexto anterior se sitúa la ley que castiga con pena de muerte a los que ofrecen a sus hijos a Moloc, sacrificándolos ante su Dios dentro de la tierra de Israel; ésta es una ley que se aplica por igual a israelitas y extranjeros: todos los que ofrezcan sacrificios humanos a Dios han de morir (Lv 20,2). También los hechiceros y adivinos son castigados con pena de muerte: «El hombre o la mujer que tenga relación con los espí­ritus de los muertos o que sea adivino morirá irremisiblemente. Los apedrearán; su sangre será sobre ellos» (Lv 20,27).

(2) Identidad humana. En el centro de la ley israelita, después de las grandes afirmaciones religiosas del decálogo (sólo hay un Dios, no construir í­dolos…), vienen las leyes que defienden la identidad humana, centradas básicamente en la prohibición y condena del desacato familiar, del homicidio, adulterio y robo de hombres (cf. Ex 20,1215; Dt 5,16-19). Todas ellas están sancionadas con pena de muerte, (a) Defensa de la familia. La ley israelita resulta extremadamente dura en este campo, precisando, de forma negativa, el sentido positivo del «honrarás a tu padre y a tu madre». Según eso, «el que hiera a su padre o a su madre [y no sólo el que los mate, como en los restantes casos] morirá irremisiblemente» (Ex 21,15); también debe morir el que maldiga a su padre o a su madre (Ex 21,17; Lv 20,9). La ley condena también a los desobedientes: «Si un hombre tiene un hijo contumaz y rebelde, que no obedece la voz de su padre ni la voz de su madre, y que a pesar de haber sido castigado por ellos, con todo no les obedece, entonces su padre y su madre lo tomarán y lo llevarán ante los ancianos de su ciudad, al tribunal local… y todos los hombres de su ciudad lo apedrearán, y morirá» (Dt 21,18-21). (b) Condena del homicidio. En la base de la ley israelita está la defensa de la vida, conforme lo exige el talión más antiguo: «El que derrame sangre de hombre, su sangre será derramada por hombre; porque Dios hizo al hombre a su imagen» (Gn 9,4). Esta ley y condena ha sido precisada en las diversas legislaciones. Así­, por ejemplo, en el Código de la Alianza se dice: «El que hiere a alguien causándole la muerte morirá irremisiblemente» (Lv 21,12). En esa lí­nea se detallan las formas de homicidio: «Si uno hiere a otro con un instrumento de hierro, y él muere, es un asesino; el asesino morirá irremisiblemente. Si lo hiere con una piedra en la mano, con la cual pueda causarle la muerte, y él muere, es un asesino; el asesino morirá irremisiblemente. Si lo hiere con instrumento de madera en la mano, con el cual pueda causarle la muerte, y él muere, es un asesino; el asesino morirá irremisiblemente» (Nm 35,16-18). En este contexto, la ley israelita ha conservado sus tradiciones más antiguas: el encargado de matar al asesino es el «vengador de la sangre», es decir, el familiar más cercano, con autoridad y poder para ello, el goel* (cf. Nm 35,19). Para casos de homicidio involuntario se buscaron ciudades de refugio o santuarios, donde el asesino quedaba resguardado de la ira del vengador de sangre (cf. Lv 21,13; Nm 35,25-28; Jos 21,13-38). Las implicaciones de esta ley de defensa de la vida son tan grandes que se condena a muerte incluso al hombre que tiene un buey que acornea y que, sabiéndolo, lo deja suelto, causando así­ la muerte de otra persona (cf. Ex 21,28-32). (c) Condena del adulterio. Casi todas las leyes del Oriente antiguo consideran el adulterio de la mujer como digno de pena de muerte, pues va en contra del derecho del varón casado y destruye la familia, impidiendo que se mantenga la pureza genealógica, que resulta esencial para la identidad del pueblo. En principio se condena al adúltero y a la adúltera, pero la mujer sufre sin duda penas mayores: «Si un hombre comete adulterio con una mujer casada… el adúltero y la adúltera morirán irremisiblemente» (Lv 20,10). «Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer de otro hombre, ambos morirán: el hombre que se acostó con la mujer, y la mujer. Así­ quitarás el mal de Israel» (Dt 22,22). (d) Condena del robo de hombres. El mandamiento de «no robar» se refiere ante todo al robo de hombres, como muestran las leyes que lo condenan: «El que secuestre a una persona, sea que la venda o que ésta sea encontrada en su poder, morirá irremisiblemente» (Ex 21,16). «Si se descubre que alguien ha raptado a alguno de sus hermanos, los hijos de Israel, y lo ha tratado brutalmente o lo ha vendido, ese ladrón morirá. Así­ quitarás el mal de en medio de ti» (Dt 24,7). De esa forma se condena el tráfico de hombres y/o mujeres.

(3) Pureza sexual. Han recibido en Israel una importancia especial las leyes que defienden la pureza sexual, entendida como defensa del orden de la vida. Se pueden distinguir tres niveles: de familia, de género y de especie, (a) Plano familiar. Las leyes de la defensa del orden sexual en la familia pueden vincularse a las que tratan de la «honra del padre y de la madre». Pero en este campo tenemos un rasgo nuevo: la ruptura de lo que se considera el buen orden sexual se castiga con la muerte: «Si un hombre se acuesta con la mujer de su padre, descubre la desnudez de su padre; ambos morirán irremisiblemente; su sangre será sobre ellos. Si un hombre se acuesta con su nuera, ambos morirán irremisiblemente, pues cometieron depravación; su sangre será sobre ellos. El que tome como esposas a una mujer y también a la madre de ella comete una infamia: Quemarán en el fuego a él y a ellas, para que no haya infamia entre vosotros» (Lv 21,11-14). (b) Plano de género: homose xualidad*. La ley israelita defiende un orden sexual donde las funciones del varón y la mujer aparecen distintas y separadas: «No te acostarás con varón como con mujer; es una abominación» (Lv 18,22). «Si un hombre se acuesta con un hombre, como se acuesta con una mujer, los dos cometen una abominación. Ambos morirán irremisiblemente; su sangre será sobre ellos» (Lv 20,13). (c) Los lí­mites humanos. Condena de la bestialidad: «Si alguno tiene cópula con un animal, morirá irremisiblemente. Mataréis también al animal. Si una mujer se acerca a algún animal para tener cópula con él, matarás a la mujer y al animal. Morirán irremisiblemente; su sangre será sobre ellos» (Lv 20,15-16). En todos estos casos, la pena de muerte viene establecida por el Código de la Santidad, empeñado en mantener la pureza ritual y sexual de los israelitas.

(4) Reflexión final. Todas las leyes anteriores han de entenderse desde la perspectiva histórico-social de la religión israelita. Ellas deberí­an completarse teniendo en cuenta las normas de la condena (normalmente son los ancianos de la comunidad los que tienen derecho de condenar a muerte a los infractores) y el modo de la ejecución (normalmente por lapidación, con exposición posterior del cadáver, colgado de un árbol, hasta la llegada de la noche: cf. Dt 21,21-23). Son leyes de un momento antiguo, en que religión y orden social se vinculaban de un modo inseparable. Por otra parte, ellas han sido ya en gran parte superadas por la misma profecí­a israelita, que no habla de pena de muerte legal de los culpables, condenados por un tribunal…, sino de pena de muerte «humana»: los hombres y mujeres de un pueblo y del conjunto de la humanidad que actúan de manera injusta, oprimiendo a los pobres, se destruyen a sí­ mismos (condenándose ellos mismos a la muerte), sin necesidad de que un grupo de jueces les condene a muerte. En esta lí­nea se ha situado el mensaje de Jesús, que anuncia la llegada del reino de Dios como gracia, pero que eleva su voz de amenaza en contra de la injusticia de un mundo que corre el riesgo de destruirse a sí­ mismo, si es que persiste en su injusticia. Jesús fue condenado a muerte precisamente por aquellos a quienes él hizo ver el riesgo de muerte en que se hallaban, si juzgaban y mataban a los otros. Desde esta perspectiva, y desde el mensaje de gracia de la pascua (a la luz de Rom 1-3), ha de replantearse todo el tema, teniendo en cuenta la separación moderna entre las cosas de Dios y las del césar (cf. Mc 12,17). Evidentemente, el Evangelio, entendido como experiencia de perdón* y gracia en Jesucristo*, debe llevar a los cristianos a superar la pena de muerte.

Cf. R. DE VAUX, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1985, 217231; X. Pikaza, Dios preso, Sec. Trinitario, Salamanca 2005.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Es la muerte infligida como castigo previsto por la ley contra determinados delitos.

La presencia de la pena de muerte se encuentra en muchas culturas. En el Antiguo Testamento se castigan con la muerte diversos delitos contra la religión, contra la vida del prójimo, contra los padres y ciertos delitos sexuales, En el Nuevo Testamento no se habla nunca especí­ficamente de la pena de muerte. Santo Tomas la justifica en función del bien común: «Es lí­cito matar a un malhechor en cuanto que su muerte está ordenada a la salvación de toda la colectividad. Por eso corresponde solamente a aquel a quien se le ha confiado la tarea de procurar la salvación colectiva, lo mismo que corresponde al médico proceder a extirpar un miembro enfermo, cuando lo exige el cuidado de todo el organismo. Pero el cuidado del bien común está confiado a los gobiernos investidos de autoridad pública. Por eso sólo a ellos les es lí­cito, ~ no a las personas privadas, matar a los malhechores»‘ (S Th. 11-11, q. 64, a. 3).

La función disuasoria que se atribuye a esta sanción se discute ampliamente en nuestros dí­as. Algunos intentan justificarla en la fundamentación absoluta o vindicativa de la pena, como su legitimación ética intrí­nseca, Sin embargo, la fundamentación absoluta de la pena, si se aplica mecánicamente a la pena de muerte, muestra con claridad su debilidad intrí­nseca se presta fácilmente a abusos (Boncloifi). Además, para el creyente existen motivaciones todaví­a mas profundas que están ligadas a la visión evangélica de la vida.

«La justicia divina, según la doctrina cristiana, se ha manifestado ya: cada una de las transgresiones humanas va ha sido expiada, cada violación del orden público ha sido ya castigada con una única condenación a muerte: la del Hijo de Dios» (K. Barth), A partir de esta consideración, el que cree a la luz de Jesucristo, condenado a muerte por la salvación del mundo, tiene que comprometerse en la oposición a la pena de muerte con todas sus energí­as.

B. Marra

Bibl.: W Molinski, Pena de muerte, en SM, y 383-390: A, Bondolfi. Pena de muerte, en NDTM, 1383-1391: N, Blázquez. Estado de derecho y pena de muerte, Noticias, Madrid 1989; Ch. Duff La pena de muerte, Muchnik, Barcelona 1983; D. Sueiro Rodrí­guez, La pena de muerte y los derechos humanos Alianza, Madrid 1987.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Fenomenologí­a etnológico-jurí­dica.
II. Testimonios bí­blicos:
1. El Antiguo Testamento;
2. El Nuevo Testamento.
III. Posiciones ético-teológicas en la historia:
1. La edad patrí­stica;
2. El medievo;
3. La edad moderna.
IV. Sistematización de los argumentos y contraargumentos éticos.
V. Elementos de una praxis abolicionista.

I. Fenomenologí­a etnológico-jurí­dica
La presencia de sanciones sociales que provocan la muerte puede encontrarse en gran cantidad de poblaciones y civilizaciones diversas. Ello le confiere a la pena de muerte un carácter de evidencia casi automática, que sólo a partir de los discursos iluministas de las sociedades europeas del siglo xVIII entra sistemáticamente en crisis. En todo caso, detrás de la evidencia del hecho se oculta una serie de diferencias, tanto en las modalidades y convencionalismos jurí­dicos y técnicos de aplicación de la sanción capital como en los razonamientos ético-religiosos encaminados a legitimarla. Las diferencias culturales de las varias civilizaciones se patentizan en la reconstrucción de las varias modalidades de aplicación independientemente de la presencia común de la institución misma.

A pesar de las grandes diferencias geográficas y etnológicas, existe una igualdad intercultural en la primera forma adoptada por esta sanción: la venganza ejercida con los miembros de fuera del clan. Casi nunca se observa la presencia de una sanción capital dentro del grupo familiar-social. En el grupo social hostil la sanción afecta, si no es posible evitarlo, también a personas inocentes. Esta venganza viene a considerarse como deber de carácter sagrado para aplacar a los dioses y/ o respectivamente a la sangre derramada de la ví­ctima. En este estadio del desarrollo social no se puede hablar todaví­a de la venganza de sangre como forma de pena jurí­dica, sino sólo de una sanción y reglamentación de carácter sagrado. El proceso de juridización (con la introducción de instancias judiciales cada vez más independientes y personales) puede observarse en muchos pueblos lejanos entre sí­ y conduce casi siempre, en todas partes, a una mayor elasticidad en la aplicación de la sanción capital. El clan delega cada vez más en órganos preestatales el juicio y la valoración de cada una de los casos, poniendo así­ las premisas para el desarrollo de un sistema de reglas jurí­dicas independientes. Este complejo proceso es decisivo si se le mira desde un punto de vista ético, puesto que en él nace y se diferencia el sentido de una responsabilidad individual tanto respecto a la acción criminal como al juicio pronunciado sobre ella.

II. Testimonios bí­blicos
Un examen desapasionado de los escritos bí­blicos muestra que el tema de la pena de muerte no está presente en ellos de manera central, sino más bien como institución ético-jurí­dica, evidente en el AT, y simplemente evocada, al menos en su acepción precisa, en el NT. Por eso el que estudia teologí­a moral se esforzará en no caer en una forma de biblicismofácil, intentando «demostrar» una posición ético-normativa a modo de deducción directa de la tradición bí­blica.
1. EL ANTIGUO TESTAMENTO. En el AT, la pena de muerte se -importe con una cierta frecuencia, haciendo referencia también al topos de la venganza de la sangre. Según Gén 4:10, los parientes de una persona asesinada tienen el deber de vengar la sangre derramada, porque ésta grita venganza al cielo ante Dios. Se puede renunciar a este deber dejando que huya el homicida sólo en el caso de que este último haya obrado involuntariamente o por negligencia.

A través de un estudio critico de los libros del Pentateuco se advierte que en la historia del pueblo de Israel se va reforzando y diferenciando un proceso cada vez más preciso de juridización de la venganza privada. Así­, la conminación de la sanción capital se reserva cada vez más a las autoridades del pueblo, sustrayéndola a las familias y a los clanes. Los casos en los que se aplica están testimoniados con bastante claridad; sobre todo en la literatura deuteronómica.

La venganza del homicidio intencional con la pena de muerte está ya clara en Gén 9:6, mientras que el Dt añadirá con mayor precisión otros «capí­tulos»: la idolatrí­a y la blasfemia, casos graves de inobservancia del sábado, la rebeldí­a grave contra los padres, los casos más cualificados de adulterio en la mujer, así­ como los casos de incesto, sodomí­a y bestialidad. Más que la casuí­stica, es importante notar aquí­ la argumentación constantemente repetida por el Dt: es. preciso que el pueblo permanezca puro ante Yhwh y que alee de sí­ todo elemento que pueda alterar la relación de alianza entre Dios y su pueblo (cf sobre todo Deu 13:6-12). También la ley del talión, versión humanizante respecto a los excesos de venganza del clan, es comprendida de manera cada vez más individualizante (cf, p ej., los textos paralelos Deu 19:21 y Exo 21:23-25). Como correctivo ulterior se respeta una forma todaví­a inicial del derecho de asilo (que se relaciona con el posible «bajo la tienda» de algunos pueblos nómadas del Oriente cercano) y de fuga a las ciudades-refugio (como ejemplos diversos, cf 1Re 1:50-53 y 2,28-35).

En la literatura profética subsisten muchos elementos de reflexión que, for una parte, se relacionan con la figura de una responsabilidad colectiva y, por otra, prevén para el futuro tiempos en los cuales reinará sólo la responsabilidad personal (así­, dentro del mismo libro de Jeremí­as, cf 18,2123 con 31,29).

El judaí­smo tardí­o manifiesta mayor reticencia en la aplicación de la pena capital. Existen testimonios de sinedrios particulares que manifiestan su orgullo por haber aplicado muy raramente o nunca la pena de muerte (cf, p.ej., STRACK-BILLERBECK I, 261):
Parece importante subrayar esto a modo de balance muy sintético de la literatura veterotestamentaria: el proceso complejo y multiforme de juridización y personalización que va de la venganza del clan a la pena de muerte judicial no debe atribuirse a la fe especí­fica del pueblo de Israel, de su teologí­a de-la alianza o de su escatologí­a, sino más bien a una experiencia común tanto a Israel como a otros pueblos vecinos, que pasaron unos y otros de la vida nómada a la sedentaria y, en parte, ciudadana. En todo caso esto no significa que la fe en la alianza con Yhwh no haya ejercido ninguna función en este proceso de valencias éticas evidentes. P. Rémy, que ha escrito sobre el argumento uno de los ensayos más iluminadores (cf bibl.), subraya sobre todo la función estabilizadora y purificadora ejercida por la teologí­a de la alianza.

2. EL NUEVO TESTAMENTO. Salvo Rom 13:4, los escritos del NT no hablan explí­citamente de nuestro tema, aunque recuerdan la presencia de la institución en cuanto tal (cf, p.ej., el episodio de Jesús con la adúltera condenada a muerte por lapidación, Jua 8:2-11).

El elemento de novedad presente en los escritos neotestamentarios no se sitúa tanto a nivel ético material cuanto en el cuestionamiento radical de la ideologí­a del precio de la sangre. Como afirma justamente Réiny (a. e., 348), «los elementos cósmicos y biológicos quedan definitivamente desacralizados». Aparte de esta desacralización, Jesús propone una nueva estrategia para la superación del mal, que no enlaza ya con el elemento cruento, sino con la comunidad creada por un amor que abarca a amigos y enemigos. Si Mt 5,38-39 es la negación del criterio del talión, ello no ha de entenderse de manera meramente casuí­stica, sino como revelación de las modalidades más profundas del amor perdonador de Dios: él protege a toda ví­ctima, por lo cual no será ya necesario aniquilar o querer que el agresor sea aniquilado. El juicio pleno de misericordia de Dios relativiza todo juicio humano y cualquier pretensión absoluta (cf Mat 7:1-2).

Dentro del corpus neotestamentario, el texto paulino de Rom 13 constituye una dificultad particular; ya que parece legitimar un poder de vida y de muerte del Estado sobre los ciudadanos que no se atengan a las reglas del derecho. Sobre este texto pesa ante todo la interpretación que de él se ha dado y los efectos que ha producido a lo largo de veinte siglos la tradición cristiana. Mas si nos distanciamos de esta historia de los efectos, se reduce mucho el alcance normativo del texto: más que legitimar directamente la pena de muerte, intenta recordar a cristianos «entusiastas» que también para ellos subsiste la obligación de atenerse normalmente a las reglas del juego de una existencia histórica inserta en el tiempo y en las estructuras polí­ticas. La enumeración de los deberes del Estado y de sus prerrogativas la toma Pablo de modelos entonces corrientes tanto en la filosofí­a popular estoica como en ambientes judaizantes (Filón tiene una descripción análoga a Rom 13).

Puede concluirse que el NT no conoce textos que legitimen directa o indirectamente la sanción capital. En él hay presente más bien, sobre todo en los sinópticos, que transmiten la predicación de Jesús, una invitación a renunciar a las seguridades dictadas por el derecho como panacea absoluta de los males que afligen a la humanidad. La renuncia a la venganza y el amor a los enemigos es una conducta ejemplar, aunque no puede condensarse en preceptos precisos que pone de manifiesto la lógica del reino, la lógica de la humanidad como Dios la quiere en su proyecto eterno de amor.

III. Posiciones ético-teológicas en la historia
Nos limitaremos a exponer aquí­ el.desarrallo y las metamorfosis de las posiciones sostenidas dentro del campo teológico cristiano, remitiendo para las religiones no cristianas a las publicaciones citadas en la bibliografí­a.

I. LA EDAD PATRíSTICA. En la edad patrí­stica prenicena pueden encontrarse sobre todo posiciones de decidido rechazo de la legitimidad de la pena de muerte. No están aisladas, sino en directa conexión con el rechazo del ejército [l Guerra], de los juegos violentos y de otras manifestaciones inmorales del imperio romano. Por todos, evocamos aquí­ a Lactancio (Inst. divinas, 20): «Cuando Dios prohibe matar, se refiere no sólo al asesinato con el fin de robar, sino también al hecho de que no se debe matar ni siquiera en aquellos casos en los cuales es considerado justo por los hombres». Posiciones análogas se encuentran en Tertuliano, Minucio Félix y en los Cánones de Hipólito. Si la reunión de estos testimonios preconstantinianos es fácil, más compleja- resulta su interpretación, valoración global y actualización. La abundante literatura histórica de nuestro siglo en torno a este tema, que arranca sobre todo de A. von Harnack, no ha conducido a un claro consenso. Se puede advertir en ella una tendencia minimizadora, presente en la producción de origen tanto católica como protestante, que ve en los textos preconstantinianos sólo alusiones polémicas antipaganas, de las cuales, sin embargo, no serí­a lí­cito sacar conclusiones sobre una supuesta actitud ético-polí­tica crí­tica de principio respecto al Estado por parte de los cristianos de los primeros siglos (como ejemplo, entre muchos, cf en la bibliografí­a la monografí­a de B. Schópf).

En pos de Harnack, muchos investigadores ven en el cambio de posición entre la época pre y posconstantiniana un predominio de la ética del compromiso, debido a haberse debilitado la tendencia de la espera escatológica del retorno de Cristo. La tendencia interpretativa que parece más fiel a los textos es la que pone de manifiesto la real radicalidad de las posiciones cristianas contrarias a la pena de muerte en la edad preconstantiniana, viéndolas sobre todo relacionadas con una polémica antiidolátrica. Es la misma actitud de fondo que une el tema de la pena de muerte con los de la ilegitimidad del servicio militar y del culto al emperador.

La literatura posconstantiniana revela el titubeo de muchos obispos .y teólogos respecto a la pena capital. De todas formas, la relación entre Iglesia e imperio ha cambiado radicalmente: ello explica el sentido de incertidumbre que se filtra a través de los testimonios que nos han llegado. Recuérdense aquí­, entre otros, los de Ambrosio (cf su carta a Studio) y de Agustí­n (sobre todo la carta a Macedonio). La importancia del obispo de Hipona para nuestro problema la revela sobre todo el hecho de que él introduce una nueva dimensión en la discusión de los posibles criterios de juicio: el deber del poder polí­tico es ayudar a la Iglesia a combatir a los herejes. Este ángulo desde el que se mira el problema no está todaví­a muy difundido, pero influirá de manera decisiva en el modo de afrontarlo durante todo el medievo hasta la edad moderna. Agustí­n parece que no aprueba en todos los casos la pena capital, sino que confí­a, como correctivo, en el poder de intercesión del obispo, que, piensa él, se ha de tener siempre en cuenta. Dirigiéndose a los magistrados, puede hablar así­: «Vuestra severidad es útil porque asegura nuestra tranquilidad; nuestra intercesión es útil porque suaviza vuestra severidad» (carta 153).

2. EL MEDIEVO. Un último resto de la actitud contraria a la pena de muerte lo encontramos en la carta a los búlgaros del papa Nicolás I, en la cual el pontí­fice se alegra de una legislación que no prevé derramamiento de sangre (cf PL 119,978). Se consolida también la gran división de las competencias entre poder temporal y espiritual, por lo cual ecclesia non sitit sanguinem. Este principio encuentra varias aplicaciones más o menos rí­gidas a lo largo del medievo. Así­, un sí­nodo de Rouen en 1190 prohí­be celebrar procesos que prevean la pena de muerte en lugares sometidos a jurisdicción eclesiástica (cf MANSI, 22,584); a los clérigos les está prohibido participar en duelos y torneos.

La misma época del primer medievo conoce, sin embargo, también las excepciones más explí­citas al principio de ecclesia non sitit sanguinem. La primera es la organización propia por parte de la Iglesia y la legitimación de guerras de religión como las cruzadas, similares en los efectos a sanciones indiscriminadas de muerte colectiva respecto a pueblos no cristianos. La segunda es la lucha armada contra la herejí­a, en la cual en lugar de la intervención mitigadora del pastor (la intercessio episcopalis) interviene la exigencia de hacer ejecutar la pena de muerte, delegada por la Iglesia en el brazo secular.

La tesis que sostiene posiciones contrarias, haciendo referencias a un radicalismo cristiano presunto o real de los orí­genes, es mirada con sospecha y considerada como perteneciente al bagaje que acompaña a las opiniones heréticas (cf lo que afirma Alano de Lilla contra los valdenses en Contra haereticos, en PL 210,594599).

También la teologí­a académica del siglo xin hace suyas estas opiniones y les da una sistematización que permanecerá por largo, tiempo en el ámbito de la teologí­a cristiana. Testigo entre los más cualificados es seguramente Tomás de Aquino, que en la Summa contra gentiles (II, 146) afirma perentoriamente: «El bien común es mejor que el bien particular de una sola persona. Por tanto se debe sustraer un bien particular para conservar el bien común. Ahora bien, la vida de algunos hombres pestilentes impide el bien común…» La posición del Aquinate respecto a la tradición agustiniana se caracteriza por motivaciones de carácter ético-polí­tico seculares, y no hace referencia explí­cita a la necesidad de dar la muerte «cuando Dios lo mande».

Estos elementos voluntaristas están más presentes en el otro gran teólogo medieval, Duns Scoto. Sostiene él la necesidad de la pena capital para casos de asesinato y blasfemia, mientras que se opone a intervenir en los casos de hurto o adulterio, como se habí­a hecho frecuente en el medievo tardí­o. Y concluye afirmando: «Ninguna ley terrena que establezca matar a un hombre es justa si la disposición es- para aquellos casos para los que Dios no ha hecho excepciones» (In IV Sent., dist. XV, q. 3, 220221).

3. LA EDAD MODERNA. Los reformadores protestantes no proponen una aproximación nueva a nuestro tema, sino que se mueven casi siempre siguiendo las huellas ya trazadas por la tradición medieval. El más innovador es Lutero, al menos en lo que se refiere al campo de aplicación de la pena de muerte. Habla él con naturalidad del poder de vida y de muerte por parte de la autoridad secular, porque ve como evidente la delegación de este poder por parte de Dios a los hombres investidos en tal autoridad. Refiriéndose a la práctica medieval y a sus reticencias sacrales respecto a la pena de muerte (el verdugo, p.ej— debí­a hacer penitencia), el reformador de Wittenberg estima que no son fundadas, puesto que ponen de manifiesto la incapacidad del juez medieval de distinguir en su propia persona los dos poderes a los que el creyente debe referirse, según que se considere como creyente privado en el evangelio o como oficial público ligado a la ley. La doctrina de los dos poderes parece favorecer aquí­ una visión particularmente represiva y vindicativa del derecho. Bien mirada, esta conexión entre la doctrina de los dos poderes y el privilegio ético de la pena de muerte es más bien casual y relativamente secundario. La preocupación principal de Lutero es evitar la llamada commixtio regnorum, es decir, la confusión entre los dos poderes fundamentales de ley y evangelio. Por este motivo es él decididamente contrario a la aplicación de la pena de muerte; para los herejes. «Aquí­ debe descender al campo la palabra de Dios; pero si ésta no lo consigue, tampoco la autoridad temporal lo conseguirá» (Escritos polí­ticos, 426).

En cambio, en Zwinglio y en Calvino vuelve la perspectiva medieval, que ve en la herejí­a también un delito polí­tico. Y en el intento de reconciliar la exigencia evangélica de renuncia al derecho, para el creyente, y la necesidad del Estado de tener tranquilidad, se remiten a los textos de san Agustí­n que proponen la distinción entre hombre interior y exterior.

Por parte católica, la legitimidad de la pena de muerte también para los herejes en contra de las posiciones de Lutero la defiende sobre todo el cardenal Roberto Bellarmino.

La tradición manualista en ambas confesiones (también la ortodoxia luterana conoce el género literario de los manuales de ética, aunque menos casuí­sticos) repetirá los argumentos sin creatividad alguna prácticamente hasta la última guerra mundial.

El cuestionamiento radical ético no se produce en campo cristiano, sino que es obra de una parte de la filosofí­a del iluminí­smo. Manifiesto principal de la. ilegitimidad radical de la pena de muerte es la obra De los delitos y de las penas, de C. Beccaria (1764). El libro, que tuvo un éxito enorme en toda Europa, fue incluido en el índice. Las únicas excepciones de cierto relieve por parte católica que manifiestan dudas serias sobre la legitimidad de la pena de muerte son las obras de P..Malanima (Livorno 1789) y de F.X. Linseinann (1$78).

En el campo protestante hay que señalar la crí­tica a la legitimación hegeliana de la pena de muerte por parte de Schleiermacher, que ve en ella una especie de estí­mulo al suicidio.

Nuestro siglo es testigo de una sensibilidad cada vez más intensa dentro de la reflexión ética cristiana a los argumentos que militan en contra de la pena capital. Esta sensibilidad lleva a una cierta prudencia en la repetición de los lugares comunes de la manualí­stica. Decididamente contrario a cualquier legitimación de la pena de muerte es entre los teólogos de un cierto peso sólo K. Barth, y por motivos estrictamente cristológicos. Por parte católica, la última toma de posición papal se debe a Pí­o XII, que formula la legitimidad de la intervención cruenta del Estado sólo de manera negativa: no se puede impedir al Estado que recurra como medio último a esta sanción, aunque ello no constituye para él un deber preciso.

Después del concilio Vat. II varios episcopados del mundo han intervenido manifestando claramente su oposición !a la pena de muerte. Sólo queda esperar que la Santa Sede confirme solemnemente este consentimiento, muy difundido tanto entre pastores como entre teólogos y fieles.

IV. Sistematización de los argumentos
y contraargumentos éticos
A la pena capital se le aplican en la discusión teórica y en los debates de la vida cotidiana los mismos argumentos que se aducen para legitimar la sanción penal en general [l Justicia penal]. Aquí­ se recogen de manera muy sumaria estos argumentos no para discutirlos en cuanto tales, sino para mostrar su transformación, radicalización y problematicidad cuando se los aplica a la pena de muerte.

El que justifica éticamente la necesidad de sanciones penales refiriéndose a su necesaria función de enmienda y de resocialización del reo, no puede sostener contemporáneamente que deba darse el caso en que sea moralmente necesaria la pena de muerte. Pues esta última representa la desocializacióncruenta y definitiva del reo, que es coercitivamente eliminado del consorcio humano sin posibilidad de alternativa. Amenos que se quiera considerar, como ocurrió históricamente en el medievo, la entrada en la comunión de los santos como una forma de resocialización a posteriori.

Tampoco los argumentos y legitimaciones que hacen referencia a la llamada disuasión particular, es decir, respecto a delincuentes particulares, pueden ponerse lógica y éticamente en conexión directa con la pena capital. Es verdad, ciertamente, que ningún delincuente estará pose mortem ya en condiciones de delinquir, pero al precio de la pérdida irreparable de cualquier forma de autodisponibilidad. Le faltará el ejercicio de la libertad, y por tanto ni siquiera se podrá decir que tal persona se encuentra en situación de delinquir menos en razón directa de su eliminación fí­sica.

El razonamiento es más complejo cuando se recurre a consideraciones de prevención o disuasión general. Se debe distinguir aquí­ entre el uso de estos argumentos a nivel-especulativo-normativo (es decir, para legitimar la pena de muerte) y la verificación de su eficacia estadí­stica empí­rica. Pues fácilmente se puede comprobar que los datos empí­ricos de que se dispone deponen en favor de la tesis del carácter no disuasivo de la pena de muerte. Pero la certeza adquirida por tales investigaciones no es tal que impida a algunos cultivadores de las ciencias sociales seguir sosteniendo la tesis contraria. Además no hay que olvidar que no es posible fundar o hacer depender una legitimación o ¡legitimación ética de la pena de muerte de informaciones provenientes exclusivamente de la investigación empí­rica. Se caerí­a de= masiado fácilmente en la trampa de la llamada falacia naturalí­stica.

Si se sostuviese la legitimidad ética de la pena de muerte como medio necesario para señalar ejemplar y eficazmente el orden moral objetivo al que todos han de atenerse siempre, se tropezarí­a con otros tipos de dificultad argumentativa, aquí­ de orden estrictamente ético-normativo. Aunque se consiguiese demostrar empí­ricamente que la pena de muerte aumenta de hecho el nivel de moralidad media de una población, obteniendo así­ efectos éticamente positivos, no se tendrí­an aún argumentos suficientemente apremiantes para mostrar su bondad y necesidad éticas. Pues no es lí­cito recurrir a cualquier medio para obtener un fin bueno. Si se pudiese demostrar que el medio de la pena. de muerte no es el único de que se dispone para obtener el fin bueno de la seguridad de la comunidad polí­tica, se deberí­a renunciar en cualquier caso a él y escoger el medio o los medios menos cruentos que no destruyen una vida humana. Esto es seguramente lo que ocurre en la situación actual, en la que el hombre y la sociedad polí­tica tienen asú disposición medios técnicos suficientes para obtener y garantizar ehefecto de seguridad sin tener que recurrir necesariamente a la destrucción fí­sica de la o de las personas consideradas después de un proceso regular culpables de delitos graví­simos o sumamente nocivos para la convivencia social.

En el pasado se ha mantenido con frecuencia la posición de que la tranquillitas ordinis no podí­a alcanzarse con otro tipo de sanciones, por lo cual se intentó legitimar éticamente la pena de muerte como una variante del derecho de l legí­tima defensa, por encontrarse la sociedad en un estado permanente e inevitable de necesidad (según el adagio necessitas non habet legem). Dado y no admitido que en el plano de los hechos las situaciones históricas estuviesen en realidad tan privadas de alternativas, en todo caso se deberí­a admitir, al menos en principio, que este tipo de argumentación es más pertinente que los que hacen referencia a la presunta resocialización del reo o a consideraciones moralistas sobre la función reeducadora de la pena de muerte para una población entera. A pesar de ello, tampoco la argumentación que recurre al deber de la comunidad polí­tica de garantizar el orden de la convivencia mediante la pena capital en caso de necesidad carece de contradicciones, tanto de hecho como especulativo-normativas.

Queda el recurso, históricamente muy usado, al último procedimiento argumentativo de que se dispone todaví­a, a saber: a una linea justificativa ligada a la fundamentación absoluta o vindicativa de la pena, no tanto como criterio de medida de esta última cuanto como legitimación suya ética intrí­nseca. La fundamentación absoluta de la pena [l Justicia penal), si se aplica mecánicamente a la pena de muerte, muestra aún más claramente su debilidad intrí­nseca y se presta fácilmente a abusos. El más evidente es el uso de la pena de muerte en función de una razón de Estado, que no deja espacio para una comprensión plena de la dignidad de la persona humana. Pues esta última no puede degradarse a puro medio, a fin de que el Estado pueda alcanzar o confirmar sus propios fines. Si puede hablarse de excepción a esta norma fundamental, es únicamente en el sentido de que el Estado puede recurrir a la llamada legí­tima defensa cuando exista un estado de necesidad estricto. Es el caso de una guerra defensiva estrictamente inevitable, y no el de la presencia de un peligroso delincuente, puesto que en el segundo caso el Estado tiene otros medios a su disposición para garantizar eficazmente la convivencia pací­fica y no se encuentra en estado de necesidad absoluta.

Como se ha podido ver en la parte histórica, la tradición de pensamiento cristiano no ha sabido ser fiel a la exigencia de considerar la. persona humana siempre sólo como fin y nunca como medio. La infidelidad histórica no debe, sin embargo, utilizarse como motivo para atribuir también a los argumentos abolicionistas un carácter aleatorio, sino como una puesta en guardia contra la ilusión de poder conseguir hoy con nuestras solas fuerzas eliminar totalmente la violencia de la convivencia humana. No debemos hacernos ilusiones; pero al mismo tiempo hay que estar convencidos de que, como afirma K. Barth, «la justicia divina, según la doctrina cristiana, se ha manifestado ya; toda transgresión humana ha sido ya expiada, toda violación del orden público castigada con una única condena a muerte, la del Hijo de Dios».

V. Elementos de una praxis abolicionista
Nos limitamos aquí­ a enumerar algunos elementos que parecen importantes desde un punto de vista éticoargumentativo, considerando en particular la praxis eclesial.

Para hacer que avance la sensibilidad ética de la opinión pública parece importante cultivar, también en ambientes eclesiales, el hábito de la discusión argumentativa. Esta no pretende, ciertamente, vencer de manera definitiva las resistencias de tipo irracional o puramente emotivo; sin embargo, la razón puede iluminar las zonas de miedos ocultos. Entre las conexiones más importantes que hay que someter a crí­tica se citan aquí­ sobre todo las que se refieren a las competencias del Estado en general. No se puede pensar en cambiar las opiniones de amplias partes de población sobre la pena capital sin revisar a la vez también las lí­neas de fondo de su ética polí­tica implí­cita.

En ambiente explí­citamente cristiano parece importante hacer referencia también al argumento cristológico en contra de la legitimidad de la pena de muerte, desarrollado sobre todo por K. Barth.

Finalmente, los debates sobre la pena de muerte son una ocasión importante para evocar la necesidad ética de saber vivir sin recurrir necesariamente a la figura de chivos expiatorios, sean individuales o colectivos. También aquí­ la práctica del redentor ha eliminado definitivamente esta necesidad, abriéndonos la posibilidad de vivir libres.

[l Derechos del hombre; l Homicidio y legí­tima defensa; l Justicia
penal].

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A. Bondoyi

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

1. La introducción de la p. de m. en Israel, y en otros pueblos, sólo puede entenderse correctamente como medida humanitaria para limitar la venganza de sangre y otros castigos brutales impuestos por iniciativa individual. La p. de m. sustituyó entre los germanos los castigos sagrados que se imponí­an en sucesos experimentados. Así­ la p. de m. de ningún modo fue tenida por injusta o por una infracción del quinto mandamiento, que se refiere sólo al asesinato ilegal, pero no al acto de matar en guerra o en otras circunscias. En el Antiguo Testamento raras veces hallamos un fundamento de la p. de m., y, cuando lo hallamos, éste es la ley del talión (Ex 21, 23ss; Dt 19, 21), que brota del pensamiento de la recompensa; sin embargo, también tiene su importancia el pensamiento de la expiación (p. ej., Dt 19, 13; 21, 9; Lev 21, 9; Núm 35, 33ss), así­ como la intimidación (Dt 13, 12; 19, 20; 21, 21). A diferencia del derecho penal del antiguo oriente, la p. de m. se limitó a los delitos más graves contra la comunidad, especialmente a los atentados contra la vida humana, como el asesinato (Ex 21, 12; Lev 24, 17; Núm 35, 16-21) y el rapto de hombres para esclavizarlos (Ex 21, 16; Dt 24, 7), al culto idolátrico (p. ej., Ex 22, 19), a la blasfemia contra Dios (Lev 24, 15), a la violación del sábado (Ex 31, 14), al adulterio y a los crí­menes sexuales (p. ej., Lev 20, 10ss y 13-17), así­ como a las infracciones contra la autoridad paterna (Ex 21, 15; Lev 20, 19; Dt 21, 18-21).

Hubo distintas formas de ejecución; la lapidación era la habitual. Los procuradores romanos privaron, con excepciones, a las autoridades judí­as del derecho a ejecutar la p. de m. Así­, p. ej., fue tolerada la lapidación de Esteban (Act 6, 12; 7,58ss). En el judaí­smo la justificación del derecho a imponer la p. de m. sin duda se fundamenta a la postre en la concepción teocrática del Estado, en virtud de la cual se atribuyó a éste como representante universal de Dios todo el poder punitivo divino durante el tiempo del mundo.

En el Nuevo Testamento no hallamos una posición Jara frente al derecho de imponer la p. de m. Del perdón concedido a la adúltera por parte de Jesús (Jn 8, 2-11) y de la admonición divina: «mí­a es la venganza», que cita Pablo (Rom 12, 19), no se puede deducir una renuncia fundamental a la p. de m., así­ como de Rom 13 tampoco puede deducirse una confirmación de su legitimidad, puesto que el versí­culo 4 sólo cabe referirlo al poder jurí­dico del Estado. Igualmente, en Mt 26, 52 no puede verse un claro reconomiento de la p. de m. por parte de Jesús.

Esta circunstancia, así­ como la problemática interna de la p. de m., son la causa de que en la teologí­a y el pensamiento general de occidente se haya discutido la licitud moral de la misma.

En la edad media el número de ejecuciones creció extraordinariamente; éstas adoptaron formas muy crueles. Sólo desde la mitad del siglo xvi, por la imposición de penas de reclusión, disminuyeron lentamente las ejecuciones. Desde la ilustración y especialmente desde que en 1764 Cesare Beccaria, en su obra Dei delitti e delle pene, que harí­a época, exigió la supresión de la p. de m., se impuso en la práctica y en la filosofí­a del derecho un movimiento cada vez más fuerte en favor de la limitación o supresión de la p. de m., movimiento que ahora exige con creciente energí­a una amplia humanización de los medios penales. Sin esta humanización la cadena perpetua puede realmente ser más cruel para el delincuente que la ejecución. En la opinión popular, sin embargo, la cual se aferra a instituciones muy antiguas, y esto primariamente por motivos emocionales, esos esfuerzos humanitarios (lo mismo que otras mitigaciones fundamentales del derecho penal) apenas son acogidos favorablemente. La significación de este movimiento sólo se aprecia debidamente teniendo ante los ojos las consecuencias asoladoras de las mutilaciones corporales, de los procesos de brujas, de las torturas, etc., que se daban en el antiguo derecho penal, y recordando también cómo durante el siglo xix, p. ej., en Inglaterra fueron ahorcados niños de siete hasta catorce años por infracciones relativamente leves. En 1781 José lI inició la supresión de la p. de m. en los paises hereditarios. Desde entonces la historia de la p. de m. es la historia de su supresión, aun cuando un cierto número de paí­ses avanzados la han mantenido, p. ej., bastantes Estados federales de los EE.UU., Francia, España y el Canadá. La evolución parece ir claramente en dirección a la supresión de la pena de muerte.

Sin embargo, incluso en la actualidad la mayorí­a de los teólogos católicos y protestantes, que seguramente son el grupo más importante entre los defensores de la p. de m. que deben tomarse en serio, defienden en principio su licitud, aunque en ambas confesiones hay también opiniones contrarias, como, p. ej., K. Barth, que rechaza la p. de m. como castigo ordinario y la admite sólo en casos excepcionales. Ya en la antigua Iglesia Atenágoras, Tertuliano, Orí­genes y Lactando condenaron la participación, directa o indirecta, en la p. de m. Inocencio III en el año 1210 reconoció expresamente al Estado el derecho a imponerla (Dz 425; DS 795). Pí­o XII confirmó eso mismo en sus alocuciones del 12-11-1944 y 13-9-1952.

2. Para posibilitar en principio una respuesta a la cuestión de la justificación teológica y moral de la p. de m., debe partirse de la significación del castigo en el marco del cometido del Estado, que es asegurar el -> bien común, concretamente por la conservación y promoción del orden jurí­dico que abarca a los hombres particulares y a la sociedad. En lo referente al derecho penal el Estado da vigencia a este orden por el hecho de que protege a la sociedad y a los hombres particulares contra los criminales, y a la vez protege los inalienables derechos humanos del criminal frente a los hombres privados y frente a la sociedad. Hace esto por cuanto carga sobre el criminal su culpa jurí­dica frente al hombre particular y frente a la sociedad, y reintegra al criminal mismo, de una manera nueva, a la sociedad de derecho. El Estado alcanza esto confrontando su derecho penal con la triple función de la -> justicia. Así­ hace valer la superioridad y la función envolvente de la sociedad de derecho.

De cara a la p. de m. eso significa que ella es inadecuada para restablecer la justicia conmutativa, puesto que quita al criminal precisamente la posibilidad de reparar, en el marco de lo posible, el daño causado por el crimen. Y un buen derecho penal deberí­a tener muy en cuenta este aspecto de la reparación.

Para restablecer la justicia legal es necesario que el delincuente sea condenado al cumplimiento jurí­dico de una expiación que corresponda a las exigencias de la estabilidad del orden jurí­dico, y que al mismo tiempo sea justa con las posibilidades y los derechos del criminal. Para juzgar si la p. de m. corresponde a estas exigencias hay que preguntarse si desde el punto de vista del derecho penal tiene un fin proporcionado, puesto que el Estado, según los postulados de la justicia legal, en principio sólo posee el derecho de castigar en el marco de lo adecuado al fin del bien común temporal. Pero el criterio para ello nunca pueden ser los intereses morales; más bien, inmediatamente, han de ser los intereses sociales, pues de lo contrario el Estado reclamarí­a una autoridad moral. Pero esta autoridad hoy dí­a ya no puede defenderse fundadamente, puesto que el Estado, dada la autonomí­a relativa de su ámbito de cometidos, inmediatamente debe tomar sus decisiones según puntos de vista inmanentes a su naturaleza, los cuales, sin duda alguna, de una manera indirecta implican puntos de vista morales. De acuerdo con esto las diversas medidas punitivas sólo se tomarán bajo el prisma de su carácter preventivo, y únicamente podrán dirigirse contra aquellos cuya culpa moral, en el marco de lo necesario para la protección eficaz del orden jurí­dico, ha de suponerse y castigarse. Por consiguiente, el derecho penal ha de estar configurado lo más ampliamente posible por puntos de vista polí­ticos y jurí­dicos, y lo menos posible por puntos de vista morales. Ahora bien, todas las teorí­as que en principio atribuyen al Estado el derecho a imponer la p. de m., parten de una concepción según la cual aquél ha de dar una validez incondicional al orden moral y, por eso, realiza una acción punitiva divina, pues en su ámbito (parcial) de cometidos asume la representación inmediata de Dios. Pero en realidad el Estado sólo debe dar una validez condicionada al orden moral, a saber, en la medida de lo necesario para el mantenimiento del orden jurí­dico. En consecuencia, para decidir la cuestión de si la p. de m. es moralmente justificada, primero debe examinarse si bajo el prisma del derecho penal tiene un fin adecuado, y entonces para su imposición no puede existir jamás un derecho absoluto, sino, en todo caso, sólo un derecho históricamente condicionado (cf. Messner 750).

La p. de m., desde el punto de vista del derecho penal, tendrí­a un fin adecuado ante todo si sirviera a la intimidación frente a los crí­menes. Ahora bien, en oposición a concepciones anteriores, el carácter de intimidación es negado ampliamente por la criminologí­a actual, puesto que, por una parte, según una experiencia demostrada estadí­sticamente, la supresión de la p. de m. no ha conducido al aumento del promedio de crí­menes, sino que éste ha descendido con la supresión; y, por otra parte, el efecto psicológico de la amenaza con la p. de m. es muy dudoso. La ejecución pública, antes en uso, más bien era moralmente embrutecedora, pues hací­a desaparecer el sentimiento del carácter inviolable de la vida. A esto se añade que los delitos capitales – al menos en su mayor parte – son cometidos por delincuentes convencidos o con propensión afectiva, o bien por personas enfermizas; y en todos ellos está precisamente excluido el efecto de tal amenaza de castigo. Según esto, el efecto de la intimidación a lo sumo puede alcanzarse en el cí­rculo de personas que normalmente no tiende a crí­menes capitales. Y en ese cí­rculo el efecto preventivo se obtiene mejor por la certeza mayor de una sanción adecuada que por un castigo tan grande como la muerte, cuya imposición se considera menos cierta. Y una intimidación vana lleva a intromisiones no justificadas en los derechos de la persona, puesto que el criterio para la intimidación justa no es inmediatamente la injusticia ajena, sino la capacidad y necesidad de protección del injustamente atacado en relación con el derecho del otro, el cual por su parte sólo queda limitado mediatamente por el derecho que tiene el atacado a que se protejan sus propios derechos.

Esto significa también que para asegurarse contra criminales que no se dejan intimidar, han de tomarse las medidas protectoras necesarias, aunque no las más tajantes, y en consecuencia la p. de m. sólo serí­a admisible si no fuera posible otra protección eficaz contra los criminales. Pero este caso no parece que se dé normalmente en nuestro tiempo, al menos en los paí­ses muy desarrollados. Aquí­ la imposición de la p. de m. por motivos de seguridad y de intimidación se puede justificar en situaciones excepcionales, pero no es aceptable como castigo ordinario. En tales situaciones parece justificable también moralmente, puesto que el hombre privado y la sociedad tienen derecho a defenderse, en el marco de lo necesario para la protección de los derechos propios, contra la injusticia ajena (-> situaciones lí­mites, -> resistencia).

A la luz del derecho penal la p. de m. tendrí­a además un fin adecuado si fuera un medio apropiado para la restauración del orden jurí­dico y en consecuencia se pudiera justificar por el pensamiento de la reparación, o sea, de la expiación. Según ese pensamiento el derecho exige la reparación adecuada, porque sólo así­ puede restaurarse el orden lesionado. El Estado, que sólo se encarna en el derecho, tiene el deber de mantener intacto el derecho y de retribuir en estricta justicia. Únicamente por el castigo total queda realmente eliminada la lesión del derecho. Sólo la prestación de una expiación proporcionada hace justicia también al delincuente, que de otro modo quedarí­a degradado y se convertirí­a en mero objeto de la acción estatal; precisamente por la imposición del castigo se le concede su propio derecho; la pena impuesta constituye el «honor» del criminal (Kant, Hegel).

Mas a eso hemos de oponer que una compensación adecuada para el hombre, para el mantenimiento del orden y de la dignidad del derecho, no es necesaria ni posible, sobre todo porque en muchos casos no se puede compensar una cosa con otra idéntica. Especialmente, jamás es posible determinar la abreviación de la vida compensada con la p. de m. Para el mantenimiento del orden basta, y esto es lo único útil, que la injusticia sea evitada lo más ampliamente posible por prevenciones adecuadas y por la persecución eficaz de la misma, y que al mismo tiempo se evite lo más ampliamente posible el peligro de ser injustos con el criminal. Como mejor se mantiene la dignidad del derecho es mediante el mayor alejamiento posible de la injusticia, pero no mediante un castigo total, pues la culpa subjetiva que fundamenta la injusticia, a causa de la dignidad humana, que en su núcleo permanece intacta, sólo puede presuponerse en la medida de lo necesario. Por eso la expiación jurí­dica sólo puede exigirse en el marco de lo necesario por motivos preventivos. En correspondencia con esto, la p. de m., como a la luz del derecho penal no tiene un fin adecuado, normalmente debe rechazarse también desde el pensamiento de la reparación o expiación. Teológicamente, la expiación subjetiva recibe su fuerza destructora de la injusticia por la muerte expiadora de Cristo; además, sólo puede prestarse voluntariamente y, por tanto, no es posible forzarla por el castigo jurí­dico. En el plano del derecho esa expiación subjetiva carece de importancia, pues el equilibrio jurí­dico se restablece por el cumplimiento del castigo objetivo, y no por la actitud subjetiva.

La teorí­a de la retribución proporcionada y de la expiación es apoyada desde un punto de vista ético por la así­ llamada teorí­a de la pérdida del derecho, según la cual existe el derecho moral a confirmar mediante la exclusión de la comunidad el hecho de que el delincuente ha renunciado por sí­ mismo a la integración en aquélla y, por tanto, ha perdido el derecho al reconocimiento por parte de la sociedad. Según esto, el acto de excluirse por sí­ mismo de la sociedad fundamenta el derecho a imponer la p. de m. (Ermecke).

Sin embargo, a causa de los derechos inalienables del hombre, que se fundan en la dignidad de la persona y sólo quedan limitados por los derechos igualmente inalienables de otros, la pérdida de derechos no ha de determinarse inmediatamente por la injusticia propia, sino por las exigencias del derecho de otros frente a uno mismo. Por consiguiente, sólo en la medida impuesta por ese criterio pierde injusticia el propio derecho. En correspondencia con esto, la p. de m. no debe fundamentarse inmediatamente desde el punto de vista de la pérdida del derecho, sino sólo por la necesidad de protección que tiene la sociedad.

3. La justicia distributiva exige que dentro de lo posible se abra al criminal la posibilidad de restituirse a la sociedad; y la p. de m. cierra definitivamente esta posibilidad. En consecuencia, es una grave injusticia allí­ donde se reconoce como posible y realizable una reincorporación a la sociedad.

Así­, pues, la posición usual de los cristianos frente a la p. de m. requiere una revisión, sobre todo porque Jesús mismo fue ví­ctima de una injusta p. de m., y por que la moral cristiana seguí­a en lo posible por el ideal de la misericordia y del amor, ideal que, sólo en el marco de lo absolutamente necesario, permite las intervenciones en la esfera de los derechos personales. El cristianismo, por su persuasión fundamental acerca de la absoluta dignidad sagrada de la vida humana y acerca de la autonomí­a relativa de las realidades intramundanas, deberí­a en sus representaciones eclesiásticas propugnar la supresión de la p. de m., en lugar de ser su principal defensor.

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Waldemar Molinski

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica