v. Palabra, Palabra de Jehová
1Sa 9:27 espera tú .. que te declare la p de D
Mar 7:13 invalidando la p de D con vuestra
Luk 3:2 vino p de D a Juan, hijo de Zacarías , en el
Luk 5:1 se agolpaba sobre él para oir la p de D
Luk 8:11 es .. la parábola: La semilla es la p de D
Luk 8:21 son los que oyen la p de D, y la hacen
Luk 11:28 bienaventurados los que oyen la p de D
Act 4:31 y hablaban con denuedo la p de D
Act 6:2 no es justo que .. dejemos la p de D, para
Act 8:14 que Samaria había recibido la p de D
Act 11:1 los gentiles habían recibido la p de D
Act 13:7 éste, llamando a .. deseaba oir la p de D
Act 13:44 se juntó .. la ciudad para oir la p de D
Act 13:46 que se os hablase primero la p de D
Rom 9:6 no que la p de D haya fallado; porque no
Rom 10:17 es por el oir, y el oir, por la p de D
1Co 14:36 h salido de vosotros la p de D
2Co 2:17 que medran falsificando la p de D
Eph 6:17 y la espada del Espíritu, que es la p de D
Col 1:25 que anuncie cumplidamente la p de D
1Th 2:13 que cuando recibisteis la p de D que
2Ti 2:9 prisiones .. mas la p de D no está presa
Tit 2:5 para que la p de D no sea blasfemada
Heb 4:12 porque la p de D es viva y eficaz, y más
Heb 6:5 asimismo gustaron de la buena p de D
Heb 11:3 sido constituido el universo por la p de D
Heb 13:7 pastores, que os hablaron la p de D
1Pe 1:23 siendo renacidos .. por la p de D que
1Pe 4:11 si .. habla, hable conforme a las p de D
2Pe 3:5 fueron hechos por la p de D los cielos
1Jo 2:14 y la p de D permanece en vosotros
Rev 1:2 que ha dado testimonio de la p de D, y del
Rev 1:9 estaba en .. Patmos, por causa de la p de D
Rev 20:4 almas de los decapitados por .. la p de D
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Palabra es la expresión externa de la idea, por oral o por escrito. En la cultura occidental la palabra es un sonido con significación. En la cultura oriental, la palabra es el sonido que es soporte de la idea y queda latente como de forma real y física incluso cuando el tiempo pasa.
Ese estilo oriental se advierte en la Escritura Sagrada cuando se habla sin más de la palabra: la de un patriarca, la de un profeta, la de un señor. (Is. 34.16; Salm. 33.6; Prov 1.23). La palabra, buena o mala, bendición o maldición, permanece y es eficaz. Porque las palabras no son sonidos, sino deseos, espíritus, mensajes duraderos. Así con las palabras de Jacob (Gen. 27. 35-37), de Moisés (Deut. 32 y 33), de Josué (6.26).
En ese sentido hay que entender la Palabra de Dios, que no es la Escritura Sagrada, sino que produce la Escritura y en ella se contiene. La Palabra de Dios es su Espíritu y así se identifica con frecuencia en la Biblia. Esto es lo que late detrás de textos como «La Palabra, el Verbo, el Logos… se hizo carne» (Jn. 1.14)
Para entender el trasfondo que late en la «Palabra de Dios» hay que superar el significado meramente sonoro del término. Entonces se podrá atender y entender los dos centenares de veces en que se alude en el Nuevo Testamento a la «palabra»: la de Dios, la de Jesús, la que pronunciaron los profetas, la que se hizo carne.
En esos textos insistentes y persistentes del decir divino, hay una referencia misteriosa a lo que es «sustancialmente» la palabra: «la que existía desde el principio, que estaba con Dios y que era Dios» (Jn. 1.1); «la que es recibida por el hombre.» (Mt. 13. 20), la que produce diferentes frutos según el terreno el que cae (Mt. 13. 20.23).
(Ver Bíblico. Vocabulario 2)
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
Dios habla de muchas maneras
Dios está presente y se comunica en la creación y en la historia. Su presencia es omnipresencia, su comunicación es «palabra» que fundamenta una interrelación. En todo corazón humano Dios ha puesto su ley de amor, ley «moral». El hombre se siente interpelado por Dios desde su corazón, desde las cosas, desde los hermanos, desde los acontecimientos.
La expresión «Palabra» de Dios tiene sentido analógico, puesto que se puede aplicar a la comunicación divina por medio de la creación, por medio de la historia o de los acontecimientos, por medio de personas a quienes él se ha querido comunicar de modo especial. Su «revelación» propiamente dicha tiene lugar en los primeros padres, en Noé, en Abrahán, en Moisés y los profetas, para preparar su revelación plena en Cristo su Hijo, su Palabra personal y eterna, hecha nuestro hermano (cfr. Jn 1,14).
Cristo, la Palabra personal de Dios
Toda la creación, toda la historia y todo grado de «revelación» o manifestación de Dios, se podría considerar como «huellas» o «semillas» de la Palabra personal de Dios, que es Cristo, el Verbo hecho hombre. Anunciar esta Palabra equivale a proclamar que «todo ha sido creado por él y para él» (Jn 1,3) y «todo subsiste en él» (Col 1,7). Es, pues, anuncio que tiene las características de universalidad (a todos los pueblos) y de totalidad (a toda la persona humana en sus circunstancias), hasta «recapitular todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10).
Especialmente a partir de la revelación estricta (Antiguo y Nuevo Testamento), se percibe que la Palabra que Dios ha manifestado tiene una armonía de contenidos, puesto que es el mismo Dios que «ha hablado de muchas maneras», pero que «finalmente ha hablado por su Hijo» (Heb 1,1-2). Es el mismo Dios quien se manifiesta para el bien de toda la humanidad y de cada pueblo y cultura en particular.
Palabra revelada, celebrada, anunciada, testimoniada
La Palabra de Dios se ha comunicado (es revelada) para ser anunciada a todos los hombres. Es predicada e interpretada por los Apóstoles y sus sucesores, celebrada en la Iglesia como presencialización de los hechos salvíficos anunciados, testimoniada y vivida por los creyentes para transparentar su realidad profunda por medio de actitudes de donación a Dios y a los hermanos.
Por ser Palabra de Dios, que sigue siendo suya aunque donada, no se puede reducir a conceptos humanos opinables o a una parte de verdad y de bondad. La totalidad de Dios, Padre de todos, se expresa en su Palabra universalista. Los conceptos y el lenguaje son medios para entrar en el misterio divino, que es objetivo e infinito. Dios ha hablado de sí mismo (y del misterio del hombre y del mundo) en Cristo, su Verbo personal, que confiere unidad a toda la creación, a toda la historia, a toda la revelación y a todo el campo de la fe.
La Palabra anunciada es «viva y eficaz» ((Heb 4,12; cfr. 1Pe 1,23; Is 49,2). Por esto, al ser anunciada, llama y convierte, transforma y crea nuevos enviados. La Iglesia es misionera porque ha recibido la Palabra de Dios (en Cristo y por la fuerza del Espíritu) para comunicarla a todos los hombres. Los instrumentos de la Palabra son débiles, pero su docilidad les convierte en signos eficaces de la misma Palabra.
La dimensión universalista es intrínseca a la palabra revelada, porque la revelación (y la Alianza) tiene como objetivo toda la humanidad. No puede detenerse esta fuerza misionera de la Palabra, que ha sido pronunciada para el bien de toda la humanidad, puesto que «Dios habla a los hombres como amigos» (DV 2). Por esto, la Palabra revelada es mensaje universal que llama a todos a la fe, esperanza y caridad, es decir, a la configuración con los criterios, escala de valores y actitudes de Cristo, el Verbo encarnado (cfr. DV 1).
Al anunciar la Palabra, por el hecho de contener los planes de salvación para todos los pueblos (DV 7), es ella misma la que prepara los caminos del corazón y de la comunidad humana para la aceptación explícita y sincera (DV 3,4). Es palabra de gracia y salvación, que se acoge en el corazón para «volver» hacia los planes salvíficos de Dios Amor.
Referencias Anuncio, Biblia, contemplación, Escritura, exégesis, inspiración, predicación, profetismo, revelación, semillas del Verbo.
Lectura de documentos DV; PO 4; CEC 50-141, 2653-2654.
Bibliografía L. ALONSO SCHÖKEL, La Palabra inspirada (Barcelona, Herder, 1969); A. ARTOLA, J.M. SANCHEZ CAROA, Biblia y Palabra de Dios (Estella, Verbo Divino, 1994); G. AUZOU, La Palabra de Dios (Madrid, FAX 1964); D. BARSOTTI, Misterio cristiano y palabra de Dios (Salamanca, Sígueme, 1965); J. CORBON, La Palabra de Dios (Bilbao, Mensajero, 1969); J. ESQUERDA BIFET, Meditar en el corazón (Barcelona, Balmes, 1987); Idem, La Paraula contemplada esdevé missió Revista Catalana de Teologia 14 (1990) 367-378; P. GRELOT, La Palabra inspirada (Barcelona, Herder 1968); J. GUILLEN TORRALBA, La fuerza de la «palabra» Revista Catalana de Teologia 14 (1990) 379-394; F. FERNANDEZ RAMOS, Interpelado por la Palabra (Madrid, Narcea, 1980); V. MANNUCCI, La Biblia como Palabra de Dios (Bilbao, Desclée, 1985); D. MOLLAT, La Palabra y el Espíritu (Salamanca, Sígueme. 1984); R. POU I RIUS, Llegir la sagrada Escriptura amb el mateix Esperit amb què ha estat escrita Revista Catalana de Teologia 14 (1990) 361-366; J. RATZINGER, Palabra en la Iglesia (Salamanca 1976); O. SEMMELROTH, La palabra eficaz (Pamplona, Dinor, 1967).
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
La Biblia, por el simple hecho de existir como Palabra de Dios, aun antes que por los contenidos que nos propone, se convierte en un consolador viático para todos los momentos de la vida. Pero también los contenidos encienden luces de esperanza. El ejemplo de los creyentes que se han entregado a Dios, sobre todo el de Jesús, que se adhiere al Padre hasta la muerte, nos inspira un sentido profundo de Dios, que es más grande que los bienes que nosotros anhelamos. Además, la Palabra de Dios nos muestra que, mientras que hay algunos bienes que no se nos conceden o que nos son dolorosamente sustraídos, se nos ofrecen otros más importantes: el valor, una solidaridad humana más profunda, un sentido más humilde de nuestra fragilidad, una mayor vigilancia sobre nuestros deseos superficiales, una entrega más fiel a nuestro deber, por encima de fáciles gratificaciones, etc. En definitiva, la Palabra de Dios enciende en nosotros la esperanza en esos bienes misteriosos, pero reales y admirables, que el Padre está preparando en el mundo nuevo para aquellos que, unidos a Jesucristo, se han abandonado totalmente a Su amor. La Palabra debería tener la primacía. Sin embargo, no la tiene. Nuestra vida está muy lejos de ser alimentada y dirigida por la Palabra. Nos orientamos, incluso en el bien, sobre la base de algunas buenas costumbres, de ciertos principios de sentido común; nos remitimos a un contexto tra5 dicional de creencias religiosas y de normas morales recibidas. En nuestros mejores momentos, sentimos un poco más que Dios significa algo para nosotros, que Jesús representa un ideal y una ayuda. Pero aparte de esto, solemos experimentar bien poco hasta qué punto la Palabra de Dios puede convertirse en nuestro verdadero apoyo y consuelo, puede iluminarnos acerca del «verdadero Dios», cuya manifestación nos llenaría el corazón de gozo. Es muy difícil que hagamos la experiencia de cómo el Jesús de los evangelios, que hemos conocido a través de la escucha y la meditación de las páginas bíblicas, puede convertirse realmente en «buena noticia» para nosotros —ahora, para mí en este momento concreto de mi historia—, puede hacerme ver —en una perspectiva nueva y apasionante mi lugar y mi misión en esta sociedad, puede dar un vuelco a la idea mezquina y triste que me había hecho de mí mismo y de mi destino.
Carlo María Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997
Fuente: Diccionario Espiritual
Fórmula común en la tradición judeocristiana, que hunde sus raíces en la importancia del papel que se le confía a la «‘palabra» y en la multiplicidad de sinónimos utilizados para expresar la relación Dios-hombre.
La experiencia de Israel puede condensarse en la expresión «palabra de Dios», en hebreo: dabar Yahveh, Dabar significa comúnmente «‘palabra-hecho», es decir, el acontecimiento que surge de la comunicación verbal; pero utilizado de forma absoluta indica la comunicación en sí. Según este significado, la expresión palabra de Dios indica que Dios es el autor de una comunicación.
Aunque la idea de una palabra de origen divino no es exclusiva de Israel, en el Antiguo Testamento lo que la caracteriza es el hecho de ser dicha: se convierte entonces en acontecimiento histórico. Desde la palabra de la creación hasta la palabra de liberación de alianza, desde la palabra profética a la palabra de la sabiduría, siempre se dé una presencia de Dios que actúa y entra en relación dialogal con el hombre No es palabra sobre Dios, sino de Dios, y goza de su irresistible eficacia l 1s 5.10-11), Esta idea se diferencia de las concepciones del mundo antiguo particularmente de las del mundo griégo y helenista. Aquí la palabra es logos, significativa por su contenido y no por su capacidad de interpelar, anclada en la lógica del discurso y de la escucha En el Nuevo Testamento se da un salto cualitativo insuperable en la comprensión de la Palabra de Dios; Jesús de Nazaret es el hic et nunc (Jn 1 ,1 – 14, Heb 1,1) de la Palabra de Dios, que en su acaecer pone en movimiento el amor de Dios al hombre. Fuera de esta palabra en la que Dios se autocomunica, es imposible ver a Dios y es improbable captar la nueva economía de la salvación.
En la reflexión teológica, si por un lado la Palabra de Dios no es objetivable, es decir, precede al hablar y determina el hablar humano, por otro lado tiene una dimensión objetiva que indica que se puede hablar de Dios. Por eso mismo es principio objetivo de la reflexión teológica que se caracteriza por la vinculación entre la Palabra y la Escritura. Tanto la Torá como el Kerigma viven en una forma escrita, sin identificarse con ella. En este sentido se da una circularidad hermenéutica entre Palabra y Escritura: la Palabra precede a la Escritura, que permite al hombre poder encontrar siempre la Palabra. Sin la Escritura la Palabra sería tan sólo un flatus vocis. Y al revés, sin la Palabra, la Escritura no sería inspirada y normativa, va que no sería eco de la experiencia de la Iglesia y de su interpretación elaborada en virtud del Espíritu Santo.
La teología reconoce que la Palabra de Dios es un concepto análogo. C. M. Martini señala en ella cinco significados: a) la Palabra de Dios expresa la comunicabilidad de Dios que es el Verbo de Dios; b) la Palabra de Dios es sobre todo Jesucristo, en quien la comunicación de Dios tiene su expresión extensiva e intensiva; c) es palabra en plural: palabra profética y apostólica; d) es palabra escrita, por lo que la Biblia es Palabra de Dios; e) es la palabra de la predicación cristiana.
La liturgia. el Magisterio, la n ida son lugares en los que la Palabra es meditada, interpretada, actualizada.
C Dotolo
Bibl.: AA, vv , Palabra, en DTNT III, 249-282; L, Alonso Schokel, LCI palabra inspirada, Herder Barcelona 1975; A M Artola – M. Sánchez Caro, Biblic, y palabra de Dio», Verbo Divino, Estella 1995; R Bultmann, El concepto de Palabra de Dios en el Nuevo Testamento, en Creer y comprender, Studium, Madrid 1974, 253-254.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
SUMARIO: I. La palabra humana: 1. Antes de la palabra; 2. La palabra; 3. La escritura. II. El Antiguo Testamento: 1. Dios habla en la historia; 2. Dios habla por el profeta; 3. Dios habla en la Ley; 4. Dios habla por boca de los sabios; 5. Dios habla por medio del que ora. III. El Nuevo Testamento: 1. Relación entre ambos Testamentos; 2. Jesús y la palabra; 3. La palabra apostólica; IV. Conclusión: palabra de Dios y catequesis: 1. Función propedéutica de la Palabra; 2. La enseñanza de Israel; 3. La palabra definitiva.
«Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien nombró heredero de todas las cosas» (Heb 1,1-2). Estas pocas palabras sintetizan un pensamiento sobre la Revelación rico en consecuencias, la principal de las cuales es que la relación entre Dios y los hombres se entiende como un diálogo que ha llegado a su punto culminante en Jesús. La palabra aparece así como el medio, el sacramento del encuentro entre Dios y el hombre. Explicar la naturaleza de esa relación en clave dialogal implica que no se puede comprender el sentido de la palabra de Dios como acontecimiento revelador más que en la medida en que se ha profundizado en el valor y el sentido de la palabra humana. El Vaticano II, por su parte, al afirmar que «la palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del Eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13), interpreta el hecho de la palabra desde el misterio de la encarnación.
Al estudiar el tema no se puede caer en el error de identificar palabra de Dios y Biblia. Significaría negar el valor permanente y siempre actual de la primera y extrapolar el valor normativo de la segunda. Dios sigue hablando a los hombres de cada época para descubrirles sus designios y llevarles a la plenitud. De hecho la palabra de Dios escrita adquiere su pleno sentido y toda su eficacia cuando es proclamada ante la asamblea o profundizada en la catequesis. La palabra no es una realidad estática como la escultura o la arquitectura, sino profundamente dinámica como la música o la danza. La palabra escrita no es sino la memoria permanente de la palabra viva.
I. La palabra humana
1. ANTES DE LA PALABRA. Antes de la palabra existía el silencio. No ha de entenderse como la nada o el vacío, sino como la realidad muda, encerrada en sí misma por falta de una inteligencia que la comprendiera y como el proceso de la existencia en cuanto desarrollo de la vida aún no interpretada. Las cosas y la vida, el mundo y la existencia preceden a la palabra. En esta etapa el universo sigue sus propias leyes y camina hacia su pleno desarrollo según el plan trazado por el Creador, pero es un proceso no consciente. Cuando aparece la inteligencia, la realidad se impone con todo su misterio y la primera reacción es el asombro, la sorpresa, la admiración. El hombre primitivo, como el niño, abre sus ojos desorbitados en cada descubrimiento y expresa sus sentimientos no con palabras, sino con gestos. El mundo en cada una de sus facetas puede ser percibido como una amenaza o como un bien, dando lugar al miedo o a la fascinación, a la angustia o al gozo. Podemos así afirmar que antes de la palabra y después del silencio lo que existe es la percepción de la realidad como distinta, como lo otro.
¿Cuál es la naturaleza de este sentimiento? Es el encuentro con algo que sobrepasa, que desborda, y hace que el hombre se sienta pequeño y perdido. De alguna forma se vive la experiencia de lo absoluto como percepción de algo permanente, grandioso, fuerte… Cuando es percibido como terrible, surge el miedo, ya que el hombre siente amenazada su individualidad, sin posibilidad de defensa; cuando lo es como grandioso, aparece la seducción, que no es sino el deseo de compartir la grandeza. De este modo el mundo, sus elementos y los fenómenos que en él tienen lugar son vistos como hierofanías o manifestaciones de lo sagrado. Por eso puede hablarse de una revelación natural en la creación, es decir, de una manifestación no verbal de Dios. En este caso lo divino se impone como una evidencia y puede provocar miedo o seducción, dando lugar a expresiones religiosas de uno u otro signo. El sentimiento que el ser humano vive a lo largo de esta experiencia es inefable, no puede ser expresado con palabras, no puede ser descrito; por eso se recurre al símbolo, que es una representación de la realidad en su ser más profundo.
Ahora bien, ¿por qué la realidad es percibida como misteriosa? Porque no se conoce su ser más íntimo, las leyes internas que la mueven, la globalidad del proceso a que está sujeta, su razón de ser. Conocer significa dominar, y dominar, desvelar el misterio.
2. LA PALABRA. Cuando aparece la palabra, presenta ya diversas funciones:
a) La primera función es nombrar la realidad. Al hacer esto, el hombre no se limita a describirla, sino que expresa en ese acto el conocimiento que de la misma ha adquirido por la experiencia. De alguna manera, algo que no es evidente en una primera percepción, algo profundo, empieza a ser puesto de relieve en el hecho de nombrar. La palabra va así desvelando el misterio de las cosas, a la vez que manifiesta la comprensión de las mismas que el hombre tiene y se convierte en el lazo de unión entre lo objetivo y lo subjetivo, la realidad y el sujeto, el mundo y el hombre. La palabra nominadora no es sino la expresión en la realidad cósmica e histórica una vez que ha empezado a ser comprendida por un ser inteligente. El relato de un proceso no es la mera descripción de cada una de sus fases, sino la explicitación de las leyes internas por las que se rige en sus relaciones de causa y efecto.
b) La segunda función es expresar la realidad interior del mismo hombre. Este no es sólo espectador del mundo que le rodea, sino que además puede ser él mismo objeto de su propia percepción: sus sentimientos, sus vivencias, sus ideas, la conciencia de su proceso personal… son parte de la realidad que él es y que puede también ser expresada por la palabra. Esta, en su función de expresar, se convierte en intérprete y manifestación del mundo interior del sujeto que habla. Gracias a ella, el hombre, como ser social, puede comunicarse con otros hombres, dialogar y entrar en comunión con ellos al expresarse y aceptar la expresión de los otros. La palabra da así forma a la interioridad del hombre y a la vida social, le ayuda a comprenderse a sí mismo y a captar el sentido profundo de su relación con los otros. Esto supone el riesgo de salir de sí mismo, de exponerse a ser mal comprendido o bien de bloquearse ante la manifestación de los otros, con lo cual el diálogo y la comunión se hace imposible. La palabra, como expresión, es ambivalente y puede generar el efecto contrario de lo que pretende. Al interpretar configura la realidad o la desfigura, es portadora de luz o de oscuridad, de verdad o de engaño. La mentira no es sino una visión deformada de la realidad, una interpretación sin fundamento, pero con apariencia de legitimidad debido a los elementos de verdad que encierra. La mentira absoluta no sería aceptada. Para conseguir adeptos necesita mostrarse como verdad. Debido a esta ambivalencia, la palabra, en su función de expresar, puede velar o desvelar, ocultar o manifestar.
c) En el mundo de las relaciones sociales, la palabra tiene también la función de interpelar. La palabra que se me dirige no es reflejada por mí como el eco de una montaña: de un modo mecánico e impersonal. Una vez percibida, provoca una respuesta distinta según el aspecto de mi personalidad al que se dirige: ideológica, afectiva, ética e incluso corporal. Gracias a esto, el interlocutor se ve obligado a reaccionar, es decir, a actuar de acuerdo con el estímulo recibido, a comprometerse en la relación establecida. Ahora bien, debido a la libertad, su respuesta puede ser de aceptación o de rechazo, puede acercar o separar, engendrar amor u odio. La palabra, que da sentido a la realidad exterior y expresa la interioridad . del sujeto, se convierte así en detonador de la acción, creadora de vínculos positivos o negativos e incluso configuradora de la interioridad del otro.
Esta distinción establecida en los párrafos anteriores es sólo metodológica, ya que la realidad es totalizadora. Las tres funciones -nombrar, comunicar e interpelar- suelen aparecer mezcladas y condicionándose mutuamente, lo que hace que sea muy difícil crear formas puras de cada función. Por otra parte conviene añadir que, a veces, la realidad se resiste a ser encerrada en la palabra, mostrándose como inefable. En este caso el hombre recurre a la metáfora, que no es sino un uso simbólico de la palabra, o al mito, que es una interpretación metafórica del universo y de la existencia. Esto no significa empobrecimiento, sino todo lo contrario, pues, al encerrar la realidad en un símbolo, esta queda universalizada y, en cierto modo, eternizada. Por ello se puede afirmar que el uso simbólico de la palabra es la plenitud de la misma.
3. LA ESCRITURA. Con el tiempo, el hombre crea un sistema de signos gráficos para representar la voz. Así aparece la escritura. Esta supuso a la vez una conquista y un empobrecimiento. Lo primero porque la palabra podrá ser conservada inalterable a lo largo del tiempo y sobrevivir a cada generación; lo segundo porque la escritura no puede encerrar todas las posibilidades y matices que posee el sonido. A pesar de esta limitación, la palabra escrita se impuso sobre la oral y a ella se confiaron funciones normativas de cara a la lengua y, sobre todo, la misión de ser transmisora y garante de la tradición. Esto es muy importante de cara a la Biblia porque, en su desarrollo, llegará un momento en el que el texto será intocable, sagrado.
Las consecuencias de la aparición de la escritura fueron importantes:
a) Poemas, leyendas, tradiciones, leyes… dejaban de estar confiadas a la memoria de los hombres y eran fijadas con medios materiales, unos más resistentes y otros menos, pero todos ellos con una duración inmensamente mayor que la del ser humano. Podemos afirmar que la escritura inmortaliza la palabra y todo aquello que ella expresa. El pasado, la tradición, los orígenes, pueden ser recuperados por cada una de las generaciones siguientes y servir de punto de referencia en el presente. Más aún, al ser memoria colectiva, puede ayudar a un pueblo a encontrar su propia identidad, su personalidad histórica y la comprensión de sí mismo. Pero, como nada humano es perfecto, lo que representa un valor es a la vez un inconveniente, pues, gracias a la escritura, el pasado se convierte en un valor absoluto que, en ciertas circunstancias, puede poner en peligro la creatividad y el empuje de las generaciones posteriores y favorecer planteamientos regresivos y anacrónicos. Este peligro es tanto mayor cuanto más olvida un pueblo que primero es la vida y luego la palabra, que primero es la palabra viva y luego la palabra escrita.
b) La escritura empieza a acaparar funciones que estaban confiadas en muchos casos a ritos religiosos: los pactos, puestos al principio bajo la tutela de un dios por medio de un sacrificio, pasan a ser estables cuando son puestos por escrito; los textos de execración nos muestran que a la palabra escrita se le reconoce un valor mágico… Una de las funciones que más nos interesa destacar en el contexto que nos ocupa es la de superar las limitaciones de espacio y tiempo de la palabra oral. Gracias a la escritura, un mensaje puede llegar a donde no puede hacerlo el emisor y sobrevivirle tras su muerte. De este modo adquiere el carácter de testimonio a la vez que crece su eficacia.
c) Todo esto hace que, poco a poco, la escritura vaya adquiriendo atributos propios de lo divino: poder, omnipresencia, permanencia, inmutabilidad… No puede sorprender que llegue un momento en que adquiera carácter sagrado y sea reconocida como palabra de Dios. Hammurabi justifica su código aduciendo, entre otras razones, la de haber sido elegido por los dioses para proclamar el derecho en el país, para destruir al malvado y al perverso, para impedir que el fuerte oprimiera al débil. Moisés presenta al pueblo la voluntad de Dios escrita sobre unas tablas de piedra (Ex 32,15-16). En ambos casos la divinidad es presentada como garantía de las leyes que se promulgan y que se han fijado por escrito.
II. El Antiguo Testamento
La noción de palabra divina no es exclusiva de Israel. En el Enuma Elis se dice que la palabra de Marduk es veraz y su mandato, indiscutible. Y los dioses, antes de reconocerlo como soberano de todos ellos, lo someten a la prueba del poder creador de su pa-labra. Más elevado aún es el pensamiento de la teología egipcia según la cual Ptah crea por medio del corazón y de la lengua. Dado que ambas culturas, la mesopotámica y la egipcia, son más antiguas que la hebrea, es legítimo pensar que el pueblo de Dios pudo tomar de ellas el concepto. No obstante existen diferencias funda-mentales en cuanto al contenido: en los dos casos citados estamos ante mitos etiológicos (el primero pretende legitimar la supremacía de Marduk, dios protector de Babilonia, sobre los dioses originarios; el segundo trata de justificar la preeminencia de Menfis y de su dios); en Israel, además, la palabra de Dios no se limita a la creación: es sobre todo un concepto que actúa a través de la historia.
1. DIOS HABLA EN LA HISTORIA. Sería imposible entender la Biblia en su conjunto, y la existencia y religión de Israel, sin valorar su íntima vinculación con la historia. En último término, el yavismo no es sino el resulta-do de una profunda reflexión y revisión que tuvo como objeto la historia de un pueblo: Israel. Conducidos por el Espíritu, indagaron en el pasado para encontrar el sentido último de los acontecimientos que estaban vi-viendo. Esto les llevó a descubrir un hilo conductor, un designio divino, que se iba realizando en el tiempo y en el mundo. No era difícil deducir que en el futuro también sería así. Los criterios desde los cuales se llevó a cabo este juicio teológico sobre la historia fueron la promesa patriarcal, con el doble contenido de la posesión de la tierra y de una numerosa descendencia, la promesa dinástico-mesiánica y la Ley. El resultado de esto fueron los libros históricos del Antiguo Testamento. Estos son palabra de Dios escrita, revelación, porque desvelan el sentido trascendente de los hechos narrados. La realidad, la historia, ha precedido -como ocurre con la palabra humana- a la comprensión.
Tocamos aquí el valor de la narración y su función en la transmisión de la fe. La historia redaccional del Antiguo Testamento, como más tarde la del Nuevo, nos enseña que Israel, en los momentos de crisis y desconcierto, es decir, cuando necesitaba comprenderse a sí mismo y el porqué de lo que estaba ocurriendo, repasaba su historia para descubrir la presencia permanente de Dios en ella y así alcanzar el sentido de su ahora, y para, desde este descubrimiento, proyectarse hacia un futuro de plenitud. Porque veía a Dios en su pasado, creía que estaba en su presente y esperaba que estaría en su futuro. Este proceso se realizaba cuando narraba su historia, cuando contaba los hechos que configuraron su pasado histórico. Gracias al relato, a la narración, el que escucha y el que habla quedan implicados en la historia que se narra y pueden descubrir que su propia experiencia, su historia personal o colectiva, es parte de un proceso que se inició en el pasado y que encontrará su plenitud en el futuro. Dios habla hoy como habló ayer y como lo hará mañana. Se escucha al mismo Dios porque se es beneficiario del mismo designio salvífico. El relato pone de relieve qué acciones están cargadas de significado para el creyente. Escuchar el relato salvífico es situarse en la fuente de la fe del otro y aceptar la posibilidad de que sea fuente de la propia historia de salvación. Las consecuencias de este hecho para la catequesis son importantes.
a) En primer lugar, hay que reconocer la primacía de la narración sobre el discurso puramente teológico (DGC 107; 130). Comunicar la fe no es transmitir un saber sobre Dios, sino una experiencia de él. Pero esto no está exento de peligros, pues el relato puede quedar desvirtuado y el sentido de los hechos adulterado por un mal uso del mismo. Es lo que ocurre cuando la Biblia es vista como una recopilación de historias aleccionadoras pertenecientes a la historia sagrada o cuando un relato es mutilado en función de los intereses del narrador/catequista o interpretado desde una ideología cuya confirmación se busca. Para evitar esto, el relato ha de ser situado en el contexto de la historia de la salvación, como un eslabón en una cadena; ha de ser presentado como algo perteneciente al pasado, no al presente (es actual la situación de los implicados en la catequesis, cuyo sentido se trata de descubrir, no el hecho recogido en el relato); y se ha de destacar el sentido del hecho tal como aparece en la narración o, lo que es lo mismo, la presencia salvadora de Dios tal como fue descubierta más tarde por los creyentes que la escribieron (de este modo se evita la simple comparación o analogía que ignora el sentido de la historia como proceso y rompe la cadena de la tradición).
b) En segundo lugar hay que reconocer y aceptar la diversidad de exigencias que un mismo relato puede encarnar, dada la variedad de situaciones desde las cuales puede ser escuchado. Esto no significa que se pueda caer en el subjetivismo. El sentido es uno, pero los hechos sobre los que se proyecta pueden ser muchos. Esto fue lo que ocurrió en el Nuevo Testamento con los cuatro evangelios, que no son sino cuatro relatos distintos de un mismo hecho, narrados desde cuatro situaciones existenciales diferentes.
c) En tercer lugar, la catequesis tiene que plantearse el modo de educar en cada generación de creyentes la capacidad de ver en profundidad, de distinguir diversos niveles en la realidad. Esto no es posible más que en la medida en que se da una sensibilidad ante el símbolo. Si no hay más realidad que aquella que perciben los sentidos, es inútil buscarle un significado. La catequesis en este caso o se reduce a un saber o simplemente desaparece. Es un hecho que Dios se reveló en la historia, mostrando el sig nificado último de los hechos que la configuran. Este modo de actuar es una de las características de la pedagogía divina (DV 2; DGC 143), la misma que sigue utilizando hoy con su pueblo.
d) En cuarto lugar hay que destacar que el marco más adecuado para llevar a cabo el relato de los acontecimientos salvíficos es la liturgia. En ella la palabra de Dios es proclamada para una comunidad que escucha, medita y ora. De este modo la Sagrada Escritura deja de ser una palabra escrita y muerta para asumir el rol de anuncio-proclamación de un acontecimiento de salvación presente. La Biblia es, por consiguiente, palabra de Dios viva cuando es dicha en voz alta a una comunidad. La catequesis, que tiene como objetivo inmediato un cambio de mentalidad, una nueva visión de la realidad, y, como objetivo último, un cambio de vida, tiene a su vez como complemento necesario la celebración, que no es sino la expresión festiva de dicho cambio. Por otra parte, hay que recordar que, por ser la catequesis -junto con la evangelización, la liturgia y la teología- una forma del ministerio de la palabra (DGC 52), la lectura de la Biblia en la misma tiene un carácter cuasi-litúrgico.
e) Finalmente conviene no olvidar que el relato no es una fábula o un mito atemporal sino el testimonio escrito de una experiencia religiosa. Es importante situar en el espacio y en el tiempo los acontecimientos a los que se hace referencia, y la identidad de sus protagonistas, para que el lector y los que escuchan se sientan involucrados en ellos. De este modo la narración de la historia de la salvación inquieta, cuestiona e ilumina.
2. DIOS HABLA POR EL PROFETA. El fenómeno del profetismo se dio en Israel de dos maneras bien diferenciadas. En la época más antigua va acompañado de manifestaciones de tipo estático (1Sam 10,5-13; 19,20-24; I Re 18,46) y el mensaje suele ser circunstancial. Con Amós se inicia un nuevo tipo de profetismo, caracterizado por la ausencia de fenómenos extraños, y sobre todo porque el suyo es un mensaje permanente, que profundiza la religión y la teología, y que había de ser sustancialmente valedero para todos los tiempos. El mensaje del profeta adquiere tal importancia que anula la personalidad del mismo y su identidad llega a ser olvidada en algunos casos. Los escritos y la predicación de estos hombres son recogidos en otro de los grandes bloques que configuran el Antiguo Testamento: los libros proféticos.
Con la aparición de este tipo de profecía se opera un cambio importante en el diálogo entre Dios y su pueblo. La palabra de Dios toma la forma de discurso. Si el relato respondía a la primera función de la palabra -nombrar-, el discurso responde más bien a la segunda -comunicar-. El discurso designa la comunicación de un locutor a un oyente con la intención de influir en él. Su característica más importante es la actualidad. No se trata ya de un pasado que interpela, sino de un presente en el que Dios habla directamente; su intención no es hacer entrar al lector en una serie de acontecimientos que se desarrollan encadenándose entre sí, sino poner al locutor en relación inmediata con el oyente. En esta comunicación, el profeta es consciente de ser sólo un intermediario, un mensajero (Jer 1,9; Is 6,7s.), incapaz de resistirse ante el empuje de la Palabra que le llega para que la anuncie al pueblo (Am 3,8). Las consecuencias de este nuevo modo de hablar de Dios también se hacen sentir en la catequesis:
a) En primer lugar, advertimos que el discurso completa la función del relato. Catequizar no es sólo narrar las intervenciones salvadoras de Dios en la historia pasada para, desde ahí, ayudar a descubrir el sentido del momento presente. Es además una reflexión teológica, una comunicación viva y actual, que pone al catequizando en relación directa con Dios, que le interpela, le muestra su voluntad, lo corrige, lo consuela, etc.
b) El discurso nos permite definir con más precisión la función del catequista como profeta. Este ha de ser consciente de que la palabra de Dios que transmite se dirige primero a él y luego a los demás. Irrumpe en su vida y la transforma hasta tal punto que le convierte en signo de la presencia de Dios. Por esta razón se puede afirmar que es un llamado y que su ministerio responde a una vocación. Lo cual no significa que la eficacia de su mensaje dependa de él. Su palabra, como la del profeta, le transciende y tiene por sí misma fuerza suficiente para transformar la vida de los destinatarios. En su calidad de mensajero sabe que no se predica a sí mismo ni es dueño de la enseñanza que transmite (cf 2Cor 4,5).
c) La relación entre el relato y el discurso, tal como aparece en la Biblia, permite lograr el difícil equilibrio entre estos elementos dentro de la catequesis. En el fondo estamos ante un problema que ha sido la gran dificultad de la catequesis en los últimos años: la actualización del texto bíblico o, dicho de otra forma, el paso desde la experiencia al mensaje. No pocos catequistas tienen la impresión de una ruptura entre la reflexión sobre la experiencia, con frecuencia rica y gratificante, y la presentación del mensaje, que aparece como algo añadido y falto de interés. La superación de esta dificultad sólo es posible si se es capaz de comprender el problema humano fundamental, que subyace en la experiencia que se trata de iluminar, y el problema religioso de fondo que se refleja en el texto que se trata de actualizar. Sólo superando lo anecdótico y alcanzando la profundidad, puede lograrse la actualización de un texto y la iluminación de una situación. Esto no quiere decir que cada pasaje de la Biblia tenga que ser leído desde un hecho de experiencia, ni que haya un texto para cada situación o cada problema. Defender esto sería ignorar los múltiples significados que encierra un texto y desconocer la variedad de posibilidades que tiene la vida.
3. DIOS HABLA EN LA LEY. En la tradición bíblica y rabínica, el término Ley designa los libros que forman el Pentateuco. Son cinco libros de naturaleza muy diversa, puesto que recogen leyendas sobre los orígenes del pueblo, relatos épicos, censos, leyes… El hecho de que históricamente se incluya algo tan dispar bajo el título genérico de Ley nos hace ver que este concepto tenía un significado muy especial en Israel. Ante todo hay que advertir que no existe una sola, sino varias colecciones de leyes. 1) La primera en importancia es el decálogo (Ex 20,2-17). Contiene las normas fundamentales que han de regular el comportamiento en relación con Dios y con los hombres. 2) Sigue luego el Código de la alianza (Ex 20,22-23,33), un conjunto de prescripciones y disposiciones que solucionan las dificultades, explican algunos principios y orientan la conducta de los hombres en la existencia ordinaria. 3) En tercer lugar hay que situar el Deuteronomio, que, en forma de discursos puestos en boca de Moisés, desarrolla los preceptos anteriores a tenor de las exigencias de una sociedad más avanzada. 4) Finalmente están las colecciones sacerdotales: el Código de santidad (Lev 17-26) y las leyes relativas al culto (Ex 25-31; 35-40). A pesar de la diversidad, hay algo común que subyace como fundamento de toda ley: su profunda vinculación a Dios y a la alianza. La ley es palabra de Dios por antonomasia, ya que es expresión de su voluntad. Esto hace que se establezca una estrecha relación entre vida moral y religiosa, lo que permitió a Israel alcanzar un elevado sentido de la justicia, como no se encuentra en otros pueblos, y pone en evidencia la capacidad de la fe religiosa de transformar la vida hasta en sus más pequeños detalles. Esta transformación es vista como deseo y voluntad de Dios, como exigencia necesaria de la fe en él.
Estamos ante la tercera función de la palabra -interpelar-, que nos introduce en otro de los temas pilares: la educación del sentido moral. Sin caer en el moralismo, que ha llevado a muchos a considerar como objetivo prioritario y casi único de la catequesis la educación de los valores éticos, es necesario, tener claros los principios que la palabra de Dios inspira al educar esta importante dimensión de la persona humana.
Hay que buscar el equilibrio entre el anuncio del mensaje y las exigencias que de él se derivan. El Directorio general de pastoral catequética (1971) distinguía perfectamente ambos elementos, al afirmar que la catequesis es el medio mejor para comprender el designio de Dios en la propia vida y discernir el sentido último de la existencia y de la historia (DCG 21). No puede, por tanto, hacerse un anuncio de los contenidos de la fe de modo desencarnado, sin conexión con la vida y sin derivar exigencias para el individuo y la comunidad. Asimismo es improcedente presentar las exigencias morales sin una clara y explícita referencia a la fe de la que se derivan.
La consecución del equilibrio fe-vida no es posible más que en la medida en que el designio salvador de Dios es presentado de modo global, es decir, realizándose en la historia, teniendo como destinatarios a todos los hombres y abarcando todas las dimensiones de la persona. En este sentido es normativa la triple manifestación de la palabra de Dios. El respeto a la integridad de la Revelación es también respeto a la integridad de sus formas. Una catequesis que ignorara este principio conduciría a un injustificado divorcio entre la fe y la vida, tantas veces lamentado. La presentación de la fe ha de respetar la integridad del mensaje, sin presentaciones parciales ni deformadas por miedo al rechazo (DGC 111-112).
La catequesis ha de favorecer una opción fundamental, totalizante, capaz de integrar todos los aspectos de la existencia humana. Las exigencias concretas han de presentarse como expresión o manifestación de la exigencia fundamental para evitar la dispersión interior y facilitar la aparición de actitudes y comportamientos adultos, basados en la libertad y la responsabilidad. Es necesario integrar las distintas normas en un sistema al que da cohesión la fe. El olvido de este principio lleva al desarrollo de la casuística, que elimina la responsabilidad del sujeto al descargarla en la norma que ha de ser obedecida en todo momento, y facilita la hipocresía, que sobrevalora la letra en perjuicio del espíritu de la ley.
El objetivo de la educación moral es alcanzar la madurez de la conciencia, que consiste esencialmente en la facultad de percibir las exigencias que plantea la voluntad de Dios, manifestada en Cristo, al creyente en su existencia concreta. Se trata de un juicio que tiene por objeto las diversas posibilidades de acción confrontadas con el mandamiento de Jesús. Consiste en trasladar al campo de la educación moral el objetivo de la catequesis: facilitar la maduración de la fe en el ámbito de los contenidos (adultos en el creer) y en el de las exigencias (adultos en el obrar). Es importante recordar al respecto la advertencia hecha por Juan Pablo II en la exhortación sobre la catequesis: «Es inútil insistir en la ortopraxis en detrimento de la ortodoxia: el cristianismo es inseparablemente la una y la otra. Unas convicciones firmes y reflexivas llevan a una acción valiente y segura; el esfuerzo por educar a los fieles a vivir hoy como discípulos de Cristo reclama y facilita el descubrimiento más profundo del misterio de Cristo en la historia de la salvación» (CT 22).
4. DIOS HABLA POR BOCA DE LOS SABIOS. Todos los pueblos de la antigüedad se esforzaron por resolver los problemas de la vida a partir de lo que enseñan la razón y la experiencia. Con ello sólo pretendían asegurarse la felicidad y el bienestar facilitando en cada caso la elección mejor. El suyo no era, por tanto, un saber especulativo, producto de la sola razón, sino un saber arrancado de la experiencia y de la vida.
En Israel esta actividad estuvo tan profundamente marcada por el yavismo, que la sabiduría llega a formar parte de la Revelación, ya que gracias a ella el hombre puede conocer la voluntad de Dios, que se manifiesta en el mundo y en la existencia diaria. El proceso seguido es, sin embargo, ilustrador del modo de actuar de un pueblo que se deja conducir por la fe en el diálogo con otras culturas y otros pueblos.
Al principio, Israel comprendió que también los demás pueblos tenían parte en la verdad, y así evitó la exclusión apresurada de todo lo ajeno a su propia tradición religiosa o cultural. No duró mucho esta actitud, ya que las circunstancias políticas le obligaron a replegarse sobre sí mismo y a aferrarse a los valores que definían su identidad, amenazada por la dispersión en medio de los pueblos. Más tarde, cuando se definió más como pueblo de Dios que como estado, reapareció la actividad sapiencial con toda su fuerza, pero depurada de influencias extrañas. En ese contexto aparecieron libros como el de Job, el Qohélet, el Sirácida o el de la Sabiduría. En ellos es objeto de reflexión no sólo la existencia concreta del individuo, sino también la existencia y la historia de Israel (Si 44,1-50,26; Sab 10,1-11), si bien esta reflexión tiene como destinatario, no al pueblo en cuanto tal, sino al individuo, y no sólo a los hijos de Israel, sino a todos los hombres (Si 1,10).
Este universalismo arranca de la vinculación que se establece entre la sabiduría y el universo (Prov 8,22-31; Si 24). En ese momento el influjo más importante era el de la filosofía griega. El autor de Sabiduría se sirve de sus ideas para explicar cómo actúa la sabiduría en el mundo, si bien elimina las ideas religiosas no conciliables con el yavismo. Acepta, por consiguiente, todo lo válido de la cultura y del pensamiento griego, pero sin renunciar a su identidad y a sus valores. Al mismo tiempo revisa y profundiza en la tradición, a la luz de las nuevas ideas e intereses culturales. Finalmente, la sabiduría alcanza su máximo desarrollo cuando comienza a aparecer con características personales (hipóstasis). El origen de esto puede estar en el deseo de mantener al Dios trascendente lejos del acontecer mundano y en la reivindicación que hacen los sabios de su propia autoridad. Esta transformación del concepto será muy importante de cara a la cristología del Nuevo Testamento. Influirá sobre todo en la doctrina del Logos, del cuarto evangelio.
De cara a la catequesis, la experiencia de Israel en este campo ilumina el problema de la relación fe-cultura en el mundo moderno así como el de la inculturación. Después de un tiempo de aceptación indiscriminada, fruto del asombro y seducción que produce lo nuevo, es necesario un proceso crítico, un discernimiento desde la fe, sobre la base de que todos los hombres tienen acceso a la verdad aunque todos estén amenazados por el fantasma del error. Un diálogo honesto debe hacer posible que se acepten en la Iglesia los valores del mundo moderno o de las culturas a las que se anuncia el evangelio sin que ello signifique la pérdida de la propia identidad o la renuncia a los valores fundamentales. Sin este diálogo, la Iglesia corre el peligro de replegarse en sí misma, olvidando la misión y apagando la capacidad de su mensaje de ser palabra viva para todos los hombres en todos los tiempos (DGC 202-214; cf FR 95).
5. Dios HABLA POR MEDIO DEL QUE ORA. Los salmos constituyen la antología más completa de oraciones que nos ha legado el pueblo de Dios y el mejor testimonio de los sentimientos que embargan al hombre cuando se sitúa ante Dios desde la vida personal o la historia del pueblo. Ellos son el testimonio de cómo Dios educa a Israel como un padre a su hijo: le enseña el lenguaje con que debe dirigirse a él. Puede decirse que la oración de Israel es palabra de Dios porque nos habla de Dios y porque nos enseña a hablar con él.
Un problema que se plantea, no sólo a la catequesis, sino a la piedad cristiana en general, es cómo utilizar hoy oraciones que responden a situaciones, problemas y contextos tan distintos de los nuestros. No se logra despojándonos de la conciencia de nuestro tiempo ni de nuestra experiencia cristiana, sino asimilando en nuestra vida las oraciones que otros escribieron para nosotros. Se trata de escuchar al hombre que habla en los salmos, de conectar con sus vivencias más profundas, hasta que sus palabras nos penetren y sean nuestras.
La reflexión sobre los salmos nos introduce en el tema del sentido de la oración en la catequesis. El DGC 85 ilumina la tarea y establece los siguientes principios: 1) se trata de asumir el carácter orante y contemplativo de Jesucristo y de orar con sus mismos sentimientos; 2) el padrenuestro es la mejor expresión de ello y, por lo mismo, el modelo de la oración cristiana; 3) la oración da profundidad al aprendizaje de la vida cristiana; 4) todo esto es particularmente necesario cuando el catequizando se enfrenta con los aspectos más exigentes del evangelio.
A estos principios podemos añadir algunas advertencias en orden a clarificar el valor y el sentido de la oración como momento clave de la catequesis: 1) La oración brota de la vida y es una experiencia de encuentro con Dios. La educación a la oración presupone la vida interior, es decir, la capacidad de dejarse impactar por la vida y de comprender los sentimientos que esto despierta en el corazón del hombre. La palabra expresa, teniendo a Dios por interlocutor, estos sentimientos. 2) La práctica de la oración es difícil ya que, en ella, el hombre adquiere una fuerte conciencia de su pequeñez y siente diluirse su individualidad en aquel que es el Todo, aunque sea sentido como padre. 3) Es muy fácil caer en estereotipos, sobre todo cuando se trata de oración comunitaria. La causa de esto es la superficialidad y la dificultad de escuchar y escucharse en silencio. En este caso la oración no brota de lo profundo del corazón, sino de una mente llena de ideas. 4) La oración es una experiencia que afecta a toda la persona y, por tanto, puede ser expresada desde cualquier aspecto de la personalidad. El gesto, el canto, la palabra, incluso la danza, pueden ser medios utilizados por el orante para expresar sus sentimientos y vivencias ante Dios. 5) El lenguaje bíblico debe ser el preferido, sobre todo en la oración comunitaria. La catequesis debe facilitar el aprendizaje de fórmulas comunes que faciliten este tipo de oración.
III. El Nuevo Testamento
1. RELACIí“N ENTRE AMBOS TESTAMENTOS. La Iglesia asumió desde el principio el Antiguo Testamento en su integridad y le reconoció el carácter de Sagradas Escrituras y, por tanto, la autoridad de palabra de Dios, pero con una plena conciencia de que sólo era preparación y anuncio de lo que iba a venir (cf 1Cor 10-11; 2Tim 3,15-17). Esto significa que, para la Iglesia, el Antiguo Testamento es palabra de Dios provisional, incompleta. Con la llegada del Hijo aparece la palabra definitiva y total (Heb 1,1-4). De este modo se establece un criterio hermenéutico fundamental: el Antiguo Testamento ha de ser leído a la luz del misterio de Cristo. Por tanto el régimen de la Ley, fundado sobre la alianza sinaítica, es sustituido por el régimen de la Gracia, fundado en Jesús (Rom 7,1-6). De este modo, en la Iglesia primitiva se plantea el problema con el judaísmo en dos campos a la vez: a nivel teórico, por el sentido del Antiguo Testamento, y a nivel práctico, por la relación entre Israel y la comunidad naciente. El problema no por ser antiguo puede considerarse resuelto. Hoy seguimos planteándonos el valor de las normas morales y preceptos veterotestamentarios, así como la legitimidad de recuperar símbolos y elementos del régimen de la Ley. La constitución Dei Verbum establece dos principios básicos al respecto: 1) Los libros del Antiguo Testamento conservan un valor permanente por ser libros inspirados (DV 14), pero, dado que el régimen del Antiguo Testamento estaba ordenado a preparar, anunciar y significar la venida de Cristo (DV 15), es un régimen superado; 2) Los libros del Antiguo Testamento adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo, ilustrándolo y explicándolo (DV 16).
El paso del Antiguo al Nuevo Testamento significa que la palabra de Dios no es una realidad estática e inerte, sino profundamente dinámica y viva. Dios ha hablado a los hombres utilizando un lenguaje y una pedagogía que les permita ir creciendo en la comprensión y, a la vez, en la aceptación de su designio. Dado que el hombre es un ser en proceso, la palabra que Dios le dirigiera tenía que ser necesariamente progresiva (DGC 143), con una dinámica que va de lo provisional a lo definitivo, de lo incompleto a lo completo, de lo imperfecto a lo perfecto. La catequesis no puede olvidar la pedagogía seguida por Dios, ya que en cada hombre se realiza, de algún modo, el proceso de todo un pueblo. No tener esto en cuenta es ser infiel a una de las exigencias básicas de la catequesis que, junto con la fidelidad a Dios, es la fidelidad al destinatario (DGC 145).
2. JESÚS Y LA PALABRA. La palabra de Jesús -su predicación y los signos con que la acompaña- aparece en los evangelios como una palabra reveladora, al estilo de los profetas, pero con una diferencia radical: no es la palabra de alguien que transmite un mensaje al pueblo en nombre de Dios, inspirado por él, sobre acontecimientos que le afectan, sino la palabra de alguien que habla por sí mismo (Jn 3,32), con autoridad para corregir la ley (Mt 5,21-48) y perdonar los pecados (Lc 5,17-26), con poder sobre la naturaleza (Mt 8,23-37) y sobre los demonios (Mc 5,1-13). No es la suya una palabra más de las que Dios había dirigido a Israel, sino la palabra definitiva que anuncia la llegada del Reino (Mt 4,23). Cuando la Iglesia puso por escrito lo que hizo y enseñó Jesús desde el principio hasta el día en que se lo llevaron (He 1,1-2), tenía conciencia de poseer escrita la palabra definitiva y completa de Dios, anunciada por su Hijo, capaz de salvar a todo el que cree (Rom 1,16).
Más tarde, cuando la Iglesia -tras reflexionar sobre la misión de Jesús-comienza a preguntarse sobre su naturaleza, aparece la idea de que Jesús no es sólo aquel que proclama la palabra de Dios, sino que además él mismo es la palabra de Dios encarnada (Jn 1,1-18), de modo que en su persona la palabra de Dios se hace historia al aparecer corporalmente y, por ello, se manifiesta como la palabra plena y definitiva. Si en la predicación de Jesús la palabra de Dios se hace mensaje, en su persona se hace acontecimiento, de modo que, a partir de él, ya no hay que esperar ni un nuevo régimen salvador, ni una nueva revelación pública (DV 4). El origen de este planteamiento está en el mismo Jesús, que no dudaba en presentar su poder como confirmación de su palabra (cf Lc 5,23-25). Este doble aspecto que el Nuevo Testamento distingue en Jesús pone de relieve las dos dimensiones existentes en la vida cristiana -la noética y la existencial- y la necesaria vinculación entre ambas. La pedagogía que Dios utiliza con su pueblo es la misma en ambos testamentos. De cara a la catequesis se ha de tener en cuenta:
a) Que el objeto de la catequesis no es lo que Jesús dijo sin más, sino la persona de Jesucristo (DGC 80). La catequesis no anuncia una enseñanza válida para la vida o una doctrina esotérica, sino a una persona que es Dios y hombre, mesías, salvador e Hijo de Dios. La catequesis debe ser necesariamente cristocéntrica (DGC 98), ya que Jesús es la razón suprema de la intervención de Dios en el mundo y de su manifestación a los hombres y (por ello) centro del mensaje evangélico en el conjunto de la historia de la salvación. Según esto, la finalidad que se pretende en la actividad catequética no es la adhesión a un sistema de verdades, sino a una persona. No se trata tanto de anunciar la doctrina del maestro cuanto de presentar al maestro de la doctrina. Indudablemente esto implica la aceptación de su enseñanza y de su vida como principio inspirador de la propia vida y estructurador de la escala personal de valores (CT 5-9).
b) Que el misterio de Cristo ha de ser situado, además, en el contexto de la historia de la salvación, como eje de la misma. La catequesis no puede presentar a un Jesús desvinculado de la historia que le precedió y del pueblo en el que nació, como tampoco sin mostrar la relación con la Iglesia que él fundó, como si el creyente de hoy pudiera conectar con él prescindiendo de todo un pasado, que puede estar lleno de grandezas y de miserias, pero que es auténtica historia de salvación (DGC 107-108). El acceso a Jesús sólo es posible a través de la Iglesia, que conserva su palabra, que posee su Espíritu y que lo entrega en los signos sacramentales.
c) Hay que evitar radicalismos en la presentación de la persona de Cristo. Tanto el DGC como la CT insisten en este punto por considerar que el peligro de desviarse en un sentido u otro es grande y de graves consecuencias. La catequesis debe presentar a Jesús en su existencia concreta, con toda su humanidad, pero no puede reducirse a esto: debe defender y robustecer la fe en la divinidad de Jesucristo para que sea aceptado no sólo por su admirable vida humana, sino además, y sobre todo, porque es el Hijo unigénito de Dios (CT 59). No se puede olvidar en este punto que la palabra divino-humana de la Sagrada Escritura encuentra en Jesucristo, Dios y hombre, su más perfecta comprensión.
3. LA PALABRA APOSTí“LICA. En virtud de la autoridad que Jesús les confirió (Mc 16,15-18), a la predicación de los apóstoles se le reconoció desde el primer momento el carácter de palabra de Dios (He 4,29-31). Ellos mismos eran conscientes de que la palabra que anunciaban no era suya (He 8,25; 1Tes 2,13). De hecho, provoca en los hombres las mismas reacciones y efectos que la palabra de Jesús (Le 10,16; He 3,6-8). El cambio que esto representa es significativo y de gran trascendencia para el futuro. Estamos ante el paso de Cristo a la Iglesia, que la convierte en instrumento o sacramento de salvación para todos los hombres (LG 1). La salvación, como en la etapa de Israel, no se confía a un libro, sino a una comunidad en cuya palabra y en cuya vida se hace presente el Señor hasta el fin de los tiempos (Mt 28,20). La identificación de la palabra apostólica con la palabra de Jesús implica, pues, la identificación de este con la Iglesia (Jn 13,20). Significa además una nueva etapa en la encarnación de la palabra divina. Primero se encarnó en un libro, luego se encarnó en un hombre, finalmente se ha encarnado en la predicación permanente de la Iglesia. El libro preparó la salvación; la predicación la continúa. El primero es su testimonio permanente; la última es su permanente anuncio.
La función del catequista queda redimensionada desde esta perspectiva. Como agente de una de las formas del ministerio de la palabra (DGC 52), debe ser consciente de que realiza una acción eclesial, es decir, de que actúa en nombre de la Iglesia y no en nombre propio (CT 6), por lo cual la comunión con ella y con Cristo es una exigencia básica a la que debe ser fiel todo el que realice este ministerio. El catequista ha sido llamado del seno de la comunidad para ser de nuevo enviado a ella, revestido de la autoridad de quien le envía; actúa, no por una misión que él se atribuye o por inspiración personal, sino en comunión con la misión de la Iglesia y en su nombre; no es dueño absoluto de su acción evangelizadora, de modo que pueda realizarla según sus criterios personales (EN 60); en su vida y en su palabra, ha de ser testigo del misterio que anuncia; y, sobre todo, es un intermediario cuya misión es poner al catequizando en comunión con Cristo dentro de la Iglesia.
La predicación apostólica no fue sólo el anuncio de la enseñanza y vida de Jesús, sino que además se llevó a cabo una labor de profundización que dio origen a numerosos escritos que fueron incluidos entre los libros revelados del Nuevo Testamento. Se trata del libro de los Hechos de los apóstoles, las cartas y epístolas de Pablo y de los demás apóstoles y el libro del Apocalipsis. A estos escritos se les reconoció desde el principio esta autoridad (cf 2Pe 3,14-16; 2Tes 2,15), porque son la fijación de la predicación de aquellos que actuaban con el poder y en el nombre de Jesús (2Cor 5,20; 13,3). Esto nos hace ver que la predicación no es una repetición mecánica e impersonal de un anuncio o de unos hechos, sino el testimonio de unos hombres que se sienten transformados por los mismos y convertidos en testigos. El libro de los Hechos es una muestra de la creatividad de la Iglesia, que trata de ser fiel a los orígenes, en medio de las circunstancias cambiantes de su historia diaria. Igualmente Pablo trata de iluminar la vida de sus comunidades desde el evangelio que les había anunciado.
Este modo de actuar de la Iglesia de los primeros siglos nos pone en guardia frente a concepciones rigoristas de la catequesis que, por el afán de ser fieles al depósito recibido, olvidan la realidad existencial del catequizando y la situación actual de la Iglesia en el mundo. Como el antiguo profetismo, la catequesis ha de apoyarse a la vez en el pasado, al que tenemos acceso por la Tradición y la Escritura, y en el presente, que hay que iluminar y asumir como momento de la historia de la salvación, que continúa hasta la vuelta del Señor. Cuando se olvida esta doble exigencia, la palabra de Dios no es un principio de salvación, y por tanto, de liberación (DGC 103), sino una traba en el compromiso de los creyentes. Esto es origen, a la vez, de una doble exigencia para el catequista: Ante todo se le exige una adhesión a Cristo, que es aceptación vital de su persona, de su enseñanza y de su programa de vida o, lo que es lo mismo, adhesión al Reino con el nuevo orden que inaugura el evangelio (EN 23). En segundo lugar se le exige un profundo sentido y conocimiento de la historia personal y comunitaria de los catequizandos para que, gracias a su ministerio, estos puedan comprender el designio de Dios en su propia vida y el sentido de la existencia y de la historia, de modo que, iluminados por la luz del evangelio, respondan a las exigencias del mismo. La preparación de un catequista ha de ser a la vez espiritual y profesional. Espiritual, porque la suya es una labor de apostolado; y profesional, porque está condicionada por la realidad, y cualquier cosa que contribuye a conocerla la facilita. Los documentos del magisterio insisten en este punto por considerar que no es intrascendente la capacitación pedagógica de los catequistas (CT 58-59; cf IC 44).
IV. Conclusión: palabra de Dios y catequesis
La palabra es el instrumento básico de la catequesis, tanto considerada en su aspecto puramente humano como situada en el contexto de la Revelación.
1. FUNCIí“N PROPEDEUTICA DE LA PALABRA. La semilla de la Palabra fructifica por la acción del Espíritu en el corazón del hombre, y su crecimiento no siempre es comprendido por quienes pretenden un estudio puramente fenomenológico del sentido religioso y de la vivencia espiritual de un hombre o de una comunidad. Hay en él un componente que escapa al control del investigador: la fe. Sin embargo, no es indiferente la situación del destinatario de esa Palabra que, como la tierra de la parábola evangélica, puede favorecer la acogida y posterior desarrollo de la misma o entorpecerla. En la catequesis es necesario realizar una labor de preparación cuando las condiciones humanas o situación de la persona no permiten una labor de evangelización eficaz.
La experiencia de Dios supone una mínima capacidad de percibir el misterio subyacente en la realidad de la que el hombre forma parte. No se trata ciertamente de abogar por la vuelta a actitudes ya superadas, propias de una religiosidad primitiva que sacraliza todo lo que desconoce, sino más bien de educar para la admiración, de desarrollar el sentido de lo profundo, de despertar la capacidad de ver más allá de la apariencia. Esta labor es importante en un mundo en el que son sobrevaloradas la forma exterior, la utilidad inmediata o la sensación. Todo lo cual tiene como resultado una sociedad de personas inseguras e inestables, superficiales y materialistas. La palabra interpreta la realidad, pero es necesario para ello que el hombre sea capaz de percibirla en un ser más profundo.
La catequesis debe educar también para el diálogo interior y exterior, y crear las condiciones que hagan posible el compromiso del hombre en el mundo. Comunicar un vocabulario que le permita comprender y expresar su mundo interior y su percepción del mundo exterior, desarrollar la capacidad de escucha y de comunicación, y educar el sentido de responsabilidad por la pertenencia al mundo concreto en el que vive, son presupuestos que facilitarán en la actividad catequética la búsqueda comunitaria del sentido de la vida desde el evangelio y la adopción de compromisos acordes con lo descubierto. Tampoco el ambiente ayuda en este sentido. Con frecuencia los medios de comunicación ocupan en las familias el lugar reservado al diálogo familiar que hacía posible el acercamiento de las generaciones, la transmisión de los valores culturales y religiosos por el medio vivo de la palabra, la reflexión conjunta sobre los acontecimientos y problemas, y el desarrollo de los afectos entre las personas.
El desarrollo del sentido histórico es otro de los presupuestos de una eficaz acción catequética. El hombre queda perdido y confundido si se le borra la memoria del pasado, y su vida carece de estímulo si se le arrebata la ilusión del futuro. Únicamente si logra ocupar su lugar entre lo uno y lo otro, alcanza el equilibrio que le permitirá el desarrollo de una existencia verdaderamente humana. Una recta valoración de la tradición en su sentido más auténtico, así como la educación de la esperanza, hacen que el hombre descubra su dimensión histórica y su responsabilidad como algo irrenunciable. El desarrollo de estos valores es fundamental en la catequesis, ya que esta tiene entre sus objetivos lograr que el catequizando se sitúe en el proceso de la historia de la salvación.
2. LA ENSEí‘ANZA DE ISRAEL. Es cierto que Israel y el Antiguo Testamento son preparación y figura de lo que estaba por venir. Pero hay algo que es permanente y, por tanto, irrenunciable: la pedagogía utilizada por el Gran Educador.
Algo que está presente en ambos Testamentos es la consideración de la historia como lugar en el que tiene lugar la acción salvadora de Dios. La Biblia no muestra al hombre un camino por el que alcanzar la salvación escapando del devenir histórico. Muestra a Dios actuando en ella, en toda ella, a través de los acontecimientos que tienen lugar y en los cuales están implicados los hombres. El descubrimiento de este sentido oculto de los hechos es el resultado de una reflexión sobre el pasado, que es reinterpretado desde la fe y permite establecer las leyes internas que lo conducen hasta el presente. Gracias a estas leyes es posible prever lo que será el futuro. El presente es fruto del pasado y semilla del futuro. Dios está presente en todo el proceso. Al creyente le toca descubrirlo en su ahora, conocer su voluntad, para dar la respuesta que de él se espera y asumir su responsabilidad. Como un árbol, hunde sus raíces en la historia del mundo y eleva sus ramas con la esperanza del mundo futuro, en el cual tendrá lugar la salvación plena y definitiva.
La voz de Dios no llega a través de visiones y experiencias maravillosas, sino por medio de hombres sujetos a todas las limitaciones de lo humano. Atrapados por la fuerza del mensaje se convierten en profetas en medio de sus hermanos. La palabra de Dios se humaniza en la palabra de un hombre. El creyente ha de ser luz en medio de un mundo en tinieblas. Su palabra y su vida han de aportar esperanza en la crisis, crítica en la falsa seguridad, sentido en el desconcierto, ánimo en el sufrimiento. En definitiva, ha de ser presencia y memoria de los valores absolutos en un mundo que cambia continuamente; portavoz de Dios en un mundo replegado sobre sí mismo. Cuando calla el profeta, Dios calla. Cuando el creyente abdica de esta tarea, Dios enmudece para los hombres de su tiempo.
Dios actúa y habla para descubrir su designio y manifestar su voluntad, de modo que los hombres configuren su vida personal y comunitaria de acuerdo con ella. La fe implica una determinada concepción de la vida, del mundo, del hombre y de Dios, pero no se reduce a esto. Trata de estructurar la existencia de acuerdo con el sistema de valores que esa concepción encierra. Gracias a esto, la vida religiosa y la moral quedan ensambladas y unidas como dos aspectos de una misma realidad. No hay amor a Dios donde falta el amor al hermano. La catequesis ha de vincular esta doble exigencia al educar el sentido moral de los creyentes.
Dado que el hombre es un ser histórico y que la historia es cambiante, cada época aporta, con sus problemas e interrogantes, una demanda a los creyentes para que revisen sus formulaciones doctrinales y sus expresiones de fe. No se trata de una revisión del mensaje, sino de su formulación. Esto responde a la necesidad de anunciarlo a cada generación y a todos los pueblos. Si la palabra de Dios se encarna en el lenguaje de los hombres para poder llegar a ellos, esta palabra ha de reencarnarse en el lenguaje de cada época y cultura para que nadie se vea privado de su luz. La catequesis ha de educar esta capacidad de responder desde la fe a cada nueva situación, sin perder la propia identidad y sin complejos. El diálogo fe-cultura, Iglesia-mundo, no es sino una exigencia del diálogo Dios-hombre que ocurre en la Revelación (cf FR 70-71, 92).
El verdadero creyente ora profunda y frecuentemente. Su oración es personal y comunitaria, y de ella arranca toda la fuerza de su vida. La oración, por supuesto, entendida como la respuesta del hombre a Dios desde la existencia concreta y diaria. El hombre que quiere configurar su vida de acuerdo con la fe que profesa encontrará no pocos motivos para dirigirse a Dios: las alegrías y las penas, el placer y el sufrimiento, el bien y el mal, la virtud y el pecado, etc., son una fuente de satisfacciones y de angustias, de certezas y de dudas, que necesita presentar ante el Dios en el que cree. La oración no es más que una consecuencia del carácter histórico de la salvación. Si Dios actúa en la historia, cada acontecimiento significativo de la misma provoca una respuesta del hombre. La catequesis no puede olvidar la educación de esta dimensión orante de la existencia, sin dejar al creyente abandonado a sus propias fuerzas.
3. LA PALABRA DEFINITIVA. El Nuevo Testamento significa la culminación de la historia de la Revelación. La realidad sucede al símbolo, el cumplimiento anula la promesa y el Hijo pasa a ser el último enviado. Hasta la consumación del universo, vivimos los tiempos definitivos, pues no habrá una nueva economía de salvación.
Cristo es la clave de todo. El Antiguo Testamento es reinterpretado desde el misterio que él es y que en él se realiza, de modo que muchos textos, personajes y símbolos del mundo religioso que él representa son redimensionados y adquieren un nuevo significado y valor. El Nuevo Testamento no es sino una presentación de su vida y enseñanza y un desarrollo de las mismas.
Y no sólo es clave de la Escritura; es también el eje de la historia de la salvación, que se divide en dos partes: la que preparó su venida y la que siguió a partir de ella. Igualmente en la vida del hombre el encuentro con Cristo marca un giro radical en su existencia. Su palabra y su vida pasan a ser la clave o el principio estructurados de toda la vida personal y comunitaria. Cristo es, por consiguiente, la presencia salvadora de Dios en la historia, el profeta por excelencia, ya que él mismo es la palabra viva de Dios, el cumplimiento perfecto y ejemplar de la voluntad de Dios que lo llevó a aceptar la muerte en la cruz, el modelo del diálogo entre Dios y los hombres y el maestro de oración. La catequesis ha de ser un permanente anuncio de Jesucristo y ha de crear las condiciones oportunas para que se dé el encuentro personal con él.
La Iglesia hace presente a Cristo a lo largo del tiempo y en todas partes, como sacramento universal de la salvación. No es posible el acceso pleno a Cristo si no es en ella, ni se puede comprender su ser en profundidad más que en referencia a él. Ni la Iglesia sin Cristo, ni Cristo sin la Iglesia. Sólo un falso planteamiento puede llevar a establecer una separación entre ellos. No obstante, hay que admitir que se ha podido llegar históricamente a un planteamiento semejante por el escándalo que ha supuesto para algunos la realidad imperfecta de la Esposa de Cristo. Para evitar esto ha de vivir en un permanente estado de conversión que la haga ser en todo momento reflejo de su Señor. No obstante, siempre habrá imperfecciones en ella, porque imperfecto es todo lo humano y humanos son sus miembros. La catequesis ha de educar esta conciencia de pertenencia a la Iglesia y el deber de todos los creyentes de reflejar en su vida la vida del Señor.
La Iglesia recibió de Cristo la misión de evangelizar a todos los hombres y lleva a cabo esta tarea en el ministerio de la palabra. No se anuncia a sí misma, ni es ella la meta de su predicación. Cristo es el objeto de su anuncio, y hacer llegar su salvación a todos los hombres la razón de su predicación. La catequesis no es sino la acción por la que conduce a sus hijos a una comprensión más profunda de Cristo y su misterio, que les permita dar a su vida el sentido y la configuración que él exige. No puede, por consiguiente, abandonar esta tarea sin que la vida de fe de los creyentes se atrofie o derive hacia manifestaciones impropias de su condición.
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Francisco Echevarría Serrano
M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999
Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética
SUMARIO: I. La palabra de Dios y la Iglesia: 1. La palabra de Dios como acontecimiento salvífico; 2. Crecimiento de la «palabra» con la moción permanente del Espíritu; 3. Carismas al servicio de la «palabra»; 4. Primacía de la «palabra» en la Iglesia – II. Momento dinámico de la «palabra» en la historia: 1. Liturgia, verificación histórica de la «palabra»; 2. Comunidad, criterio normativo; 3. Discernimiento del hoy de la «palabra» – III. La palabra de Dios, «método» para una espiritualidad eclesial: 1. El sentido espiritual; 2. Métodos y formas de la «lectio divina»; 3. Instancias modernas de lectura de la «palabra» en orden a la situación – IV. Conclusión.
I. La palabra de Dios y la Iglesia
Los aspectos bajo los que es posible estudiar la palabra de Dios son múltiples. La especialización que lleva a cabo la teología garantiza esta visión pluriforme, que extrae de los diversos momentos de aquélla la multiplicidad de aspectos bajo los cuales se puede considerar la palabra divina. Podemos preguntarnos entonces cómo se sitúa la espiritualidad ante la palabra de Dios en la visión global del conjunto de la teología, sin que por ello sea necesario repetir todo lo que ya han afirmado el exegeta, el dogmático o los demás especialistas. Por otra parte, es obvio que la palabra de Dios, norma suprema de la vida de la Iglesia, exige estos preámbulos metodológicos.
Creo que la tradición de los Padres garantiza nuestra sensibilidad actual -a la que podríamos llamar «método»-, que ha encontrado amplia acogida en el Vat. II y que da la precisión necesaria sobre el sentido de la eclesiología actual.
1. LA PALABRA DE DIOS COMO ACONTECIMIENTO SALVíFICO – La palabra de Dios no se limita al libro de las Sagradas Escrituras, aunque sea él el lugar y el momento privilegiado de la palabra de Dios. La «palabra» nos ofrece el acontecimiento salvífico, es decir, a Dios mismo, que se compromete en la historia del hombre, revelándose y entregándose a sí mismo; acontecimiento que alcanza su punto culminante en Jesucristo muerto y resucitado y en el don del Espíritu Santo. Este aspecto dinámico de la palabra de Dios es afirmado categóricamente en la constitución conciliar Dei Verbum. Se trata de un texto que no es posible ignorar por el aliento espiritual que lo ha redactado y porque eleva la historia de la revelación a lugar teológico irrenunciable de la experiencia cristiana: «Quiso Dios, con su bondad y su sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad: por Cristo, la Palabra hecha carne y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina. En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía. El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan yconfirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación» (DV 2).
El concilio explica más adelante esta comunión de Dios en nuestra historia y en nuestra situación con la conclusión sobre la estabilidad definitiva de Dios en su amor: «La economía cristiana, por ser la alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor» (DV 4).
De esto se sigue que la Iglesia no puede dejar de «escuchar con devoción la palabra de Dios» (DV 1), a fin de poder proclamarla y ser testigo de la afirmación de san Juan: «Os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos ha manifestado; os anunciamos lo que hemos visto y oído para que estéis en comunión con nosotros. Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,2-3).
Habrá que reflexionar sobre el carácter de experiencia que tiene la afirmación de san Juan, expresado en el recurso a los sentidos de «ver» y de «oír», que invita a pensar que se trata de un texto «celebrativo litúrgico» de la comunión con Dios más que de una simple constatación del hecho de la revelación.
Esto hace que la Iglesia, relacionando su propio testimonio con la viva experiencia de Juan sobre la palabra de Dios, tenga conciencia de insertarse en esta profecía y de explicitarla ulteriormente en la historia con su propio testimonio de vida.
Al proponer la unidad de la palabra de Dios hoy con la que se comunicó a través de la experiencia de Juan, el Vat. II afirma que la historia salvífica sigue vigente en las comunidades de los creyentes gracias al .- misterio pascual operante en la historia. El carácter dinámico y vital de la palabra no se detiene, sin embargo, en este momento inicial, sino que acompaña y garantiza todo su desarrollo y su continuidad lógica. Esta concepción, si se tiene en cuenta el estatismo eclesiológico postpatrístico -y especialmente el postridentino, eclesiología en que ha sido educada nuestra Iglesia occidental-, constituye la novedad absoluta enunciada en el capítulo II de la constitución DV.
2. CRECIMIENTO DE LA «PALABRA» CON LA MOCIí“N PERMANENTE DEL ESPíRITU – En este punto la DV hace coincidir la transmisión de la revelación divina con la presencia activa del Señor resucitado y de su Espíritu en los apóstoles, en los hombres apostólicos y en todo el pueblo de Dios, cada uno a su modo, en proporción -diría san Pablo- con la actividad de cada uno o de cada carisma. Esta presencia hace que la palabra de Dios cobre vida y crezca en la Iglesia hasta la plenitud total de la palabra misma, que es la manifestación gloriosa del Señor y la visión de Dios cara a cara.
Es de suma importancia subrayar la preocupación del Vat. II por considerar toda la transmisión de la revelación, que es luego la «sagrada tradición», en la perspectiva del crecimiento de la palabra, en la dialéctica del cumplimiento de toda la palabra de Dios yen el ámbito de todo el pueblo de Dios. Con ello se nos sitúa ante una profunda teología de la experiencia mística, que fundamenta la eclesiología y rompe las estrecheces jurídicas de la eclesiología más reciente. Jesucristo Señor, en el que se lleva a cabo la revelación, «mandó a los apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que él mismo cumplió y promulgó con su boca» (DV 7).
Subrayemos la expresión «comunicándoles los bienes divinos», que indica un hecho estrictamente existencial. El texto prosigue con una carga de vitalismo y de dinamismo: «Este mandato se cumplió fielmente, pues los apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó; además, los mismos apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo» (DV 7). En este texto tenemos el fundamento teológico de la experiencia mística cristiana como hecho eclesial, ligada a la «convivencia» con Cristo en la fe y relacionada además con la moción permanente del Espíritu, que no ha suspendido ciertamente su «inspiración», la cual sigue actuando para llevar adelante sin tregua su obra de amor.
En este contexto es donde madura la «tradición» -sentido vivo de la palabra viva de Dios y siempre presente en la Iglesia-, que, junto con la misma Escritura, es el espejo en que la Iglesia peregrina contempla a su Señor, de quien recibe todo bien, con la esperanza de contemplarlo algún día cara a cara. El contenido vivo de esta «tradición», que comprende todo lo que es necesario para la fe y la santidad de vida del pueblo de Dios, es cuanto nos han transmitido los apóstoles, bien con su palabra, bien con la catequesis escrita; es, pues, una fe que los creyentes han de mantener a toda costa y que nos pone a todos nosotros, pueblo de Dios, en el camino ininterrumpido; tal es, efectivamente, el régimen de la fe. De este modo la palabra de Dios se libra de todo estatismo y se presenta condicionada por un término absolutamente dinámico: el crecimiento («progresa», «crece») hasta la manifestación de la plenitud total de Dios. En este crecimiento vemos empeñado a todo el pueblo de Dios según la dialéctica inherente a su naturaleza de pueblo y de cuerpo de Cristo: «Esta tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón, y cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los apóstoles en el carisma de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» (DV 8).
La exégesis de este texto nos induce a subrayar los dos momentos del crecimiento de la palabra de Dios, que pertenecen a todo el pueblo de Dios, y, luego, el carácter específico del carisma de la apostolicidad del episcopado. La dialéctica a que obedece el pueblo de Dios y el cuerpo de Cristo no permite que uno de estos momentos pueda prescindir del otro, sin correr un serio peligro de hacer caer a la Iglesia en una dimensión estrictamente individualista. Este ha sido el estrangulamiento más trágico de la eclesiología postpatrística, hoy superado, al menos conceptualmente, en la medida en que se han recuperado las categorías bíblico-existenciales de «pueblo de Dios», de «cuerpo de Cristo» y de «sacerdocio real».
a) El primer momento de este carisma -la contemplación y el estudio de los creyentes- se mide por la actitud espiritual de la Virgen María, por lo que a ella le fue dado ver, y no siempre comprender, respecto al misterio de su Hijo, el Verbo encarnado. Ateniéndonos al contexto evangélico de Lucas, que nos da este testimonio, la «contemplación» de la Virgen María no tiene nada que ver con ningún proceso meditativo de tipo religioso, filosófico o moral; la confrontación se establece entre las realidades que tenían lugar en ella y por ella y las «maravillas de Dios» del AT, que encontraban en ella su explicitación profética. Solamente la referencia profética a esos hechos puede iluminar la fe de la Virgen en la palabra de Dios, que se hace carne por su carisma de madre. Desde ese momento, María puede con todo derecho ser considerada como tipo y signo profético de la Iglesia de todos los tiempos. En la perspectiva de su figura, todo creyente entra en el misterio de esta divina maternidad y, por la fe en la palabra, se realiza también en él esta palabra. Es ésta una idea común a los Padres tanto orientales como occidentales.
b) El segundo aspecto del vitalismo de la «tradición» eclesial está expresado explícitamente por la profundización de las cosas espirituales y por la experiencia que de allí se deriva: «Cuando comprenden internamente los misterios que viven» (DV 8). También aquí la responsabilidad de decisión pertenece a todo el pueblo de Dios y a todo el cuerpo de Cristo. Siempre es importante volver a proponer esta común responsabilidad del organismo eclesial entero bajo el aspecto de la unidad que se realiza en la escucha de la palabra de Dios, pero también para afirmar la variedad simultánea de los carismas y de los dones con los que crece la comunidad eclesial. Todavía hay que subrayar que estos dos puntos, en los que se invoca la experiencia espiritual de los creyentes como coeficiente de la «tradición viva», son siempre un hecho de carácter apostólico: «Esta tradición apostólica», por consiguiente, se lleva a cabo «con la ayuda del Espíritu Santo» y «en la Iglesia».
Digamos en seguida que el salto cualitativamente nuevo de la eclesiología madurada a la luz de la Dei Verbum se da en este punto. Hay que remontarse a la eclesiología de los grandes Padres para encontrar esta afirmación valiente sobre la experiencia espiritual de los diversos miembros del pueblo de Dios como coeficiente de la «tradición de la Iglesia», junto con el carisma de la sucesión apostólica en el episcopado, cuyo carácter específico no se ignora, sin embargo.
c) En efecto, este carácter específico del carisma del apostolado del obispo se inserta aquí con el mismo derecho que los dos primeros momentos -tal es el sentido de la conjunción «cuando» que liga a los diversos pasajes conceptuales de todo este período-: «Cuando los proclaman los obispos, sucesores de los apóstoles en el carisma de la verdad» (DV 8).
Es un hecho que la experiencia espiritual la ha presentado siempre la eclesiología postpatrística con cierto sentimiento de desconfianza y de ansiedad, confinada todo lo más a un esquematismo ascético-místico, pero sin repercusión eclesial alguna. Por otra parte, la experiencia espiritual iba madurando cada vez más en un contexto de individualismo religioso, mientras que la teología entera avanzaba separada de la confrontación vital con la palabra de Dios y con la inteligencia global del misterio de Cristo; finalmente, la eclesiología se transformaba progresivamente en ámbito de los canonistas. En este ambiente recibió su formulación última el concepto de jerarquía.
La estrecha conexión del carisma jerárquico con los dos momentos anteriormente indicados como pertenecientes a todo el pueblo de Dios ofrece al propio carisma la capacidad de la conversión y, por tanto, de su autentificación eclesial, ya que lo confronta con la palabra de Dios, de la que nace y a la que únicamente sirve. El «carisma de la verdad» inherente al anuncio de la palabra, dado todo el sentido del contexto, no puede, por tanto, separarse de la experiencia que comprometerá a la jerarquía por un doble título: como miembros del pueblo de Dios y como especialmente delegados para el servicio del carisma de la certeza de la palabra. En último análisis, la Iglesia entera no tiene otro sentido en la historia que el de proclamar la palabra de salvación, la cual, antes ya de toda predicación, se realiza en ella: «La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» (DV 8). Nos encontramos aquí con otra expresión sumamente vital en relación con la palabra, acontecimiento de salvación en la Iglesia, que supera toda dimensión conceptual, metafísica y jurídica, pero que sólo puede ser percibida y expresada por la más pura tradición profética y mística.
3. CARISMAS AL SERVICIO DE LA «PALABRA» – El texto de la Dei Verbum continúa en clave de experiencia vital. La experiencia espiritual de la comunidad de creyentes, que está en la base de la tradición viva de la Iglesia, apela a su vez a ese momento privilegiado que es la experiencia de los Padres, garantía de la continuidad de la presencia del Espíritu en la Iglesia: «Las palabras de los Santos Padres atestiguan la presencia viva de esta tradición, cuyas riquezas van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia, que cree y ora. La misma tradición da a conocer a la Iglesia el canon de los libros sagrados y hace que los comprenda cada vez mejor y los mantenga siempre activos. Así Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va induciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo» (DV 8).
Por desgracia, aparte de estos incisos -sin duda importantes- no tenemos una teología de la presencia y del carisma de los Padres en la Iglesia: es éste un signo nada despreciable del abandono secular de la dimensión del misterio de la Iglesia y del olvido de la categoría del pueblo de Dios, en cuya dinámica únicamente se puede comprender la presencia operante de la tradición de los Padres, hecha continuamente viva en virtud del Espíritu del Señor resucitado, presente en la Iglesia. De la falta de esta teología se ha derivado el monopolio del carisma jerárquico en la eclesiología. Este último, convertido muchas veces en sinónimo de poder, de elevación profesional, creyó que podía sustituir tanto a la tradición de los Padres como a la realidad del pueblo de Dios, presente en la actualidad de la historia.
Contra estas limitaciones de una eclesiología de sentido único -en nuestro caso la traditio monopolizada por el ministerio jerárquico-, la Dei Verbum intenta prevenirse y reafirma la simultaneidad y la conexión constante de los diversos aspectos o momentos de la»tradición» o del sentido vivo de la Iglesia. En primer lugar, la constitución afirma la profunda conexión y la perfecta comunión entre Sda. Escritura y tradición: «La tradición y la Escritura están estrechamente unidas y compenetradas» (DV 9). Además, confirma categóricamente la conexión entre la «tradición» -en su concepción compleja-, la Escritura y el magisterio, «… según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de rnodo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas» (DV 10).
4. PRIMACíA DE LA «PALABRA» EN LA IGLESIA – Es verdad que anteriormente se había afirmado el carácter específico del carisma del magisterio respecto a la auténtica interpretación de la palabra de Dios (DV 8); pero esto no quita que el magisterio o el carisma jerárquico en su especificidad no pueda actuar ni ejercerse sin conexión con los diversos momentos que forman la «tradición», a saber: la contemplación de la palabra de Dios y la experiencia de las cosas divinas por parte de todo el pueblo de los creyentes. De aquí la preocupación del concilio por afirmar el servicio humilde que el magisterio tendrá que prestar respecto a la palabra; además, este servicio está condicionado por la experiencia: «… (lo transmitido) lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente» (DV 10).
Los tres adverbios: «devotamente, celosamente, fielmente», lejos de indicar un poder administrativo o meramente jurídico del magisterio respecto a la verdad y la palabra, señalan más bien una actitud viva y vital, sin la cual creemos que quedaría paralizado el crecimiento de la Iglesia. Hay que subrayar además la sucesión existencial: «lo escucha…, lo custodia…, lo explica». La palabra no se presta a juegos de magia.
Nunca se subrayará suficientemente el salto cualitativo que la eclesiología del Vat. II ha dado al proponer a la Iglesia como «comunión» alimentada por la palabra de Dios. Se entiende entonces que la Iglesia pueda presentarse como «misterio», como signo profético en la historia de la «comunión» que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, o, según la feliz expresión de san Cipriano, como «el pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Tal es la nueva concepción eclesial que anima a la Lumen gentium. Todo el capítulo 1 de esta constitución parece una paráfrasis de la doxología de san Pablo a los efesios. El Padre nos ha bendecido antes incluso de la fundación del mundo y nos ha elegido como hijos suyos en Jesucristo. Cristo sigue siendo el centro recapitulador de toda la historia; «por él y con él», en el Espíritu Santo, hemos sido designados como herencia de Dios, para su alabanza y su gloria. Tal es el proyecto de Dios respecto a nosotros, y su signo en la historia es la Iglesia, pueblo de Dios en camino entre el «ya» y el «todavía no», en la espera del cumplimiento final que, en una frase incisiva de san Ignacio mártir similar a nuestro tema, se expresa en el deseo de dejar de ser -pensaba en el martirio que le esperaba en Roma- una simple «voz» para convertirse en «palabra».
La imagen de «pueblo de Dios» aplicada a la Iglesia pone de manifiesto todo su sentido dinámico en la situación concreta e histórica. El «pueblo de Dios» es una categoría existencial que se autentica por su capacidad de ponerse en «camino» en el mundo, por el reino de Dios, ya inaugurado con la resurrección de Cristo.
En la situación de la primera economía. este pueblo de Dios fue educado por la palabra divina. Esta pedagogía de la palabra es el régimen de fe en que se encuentra la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios, con la conciencia de que esta palabra se ha hecho «carne» y ha puesto su «tienda» entre los hombres.
II. Momento dinámico de la «palabra» en la historia
1, LITURGIA, VERIFICACIí“N HISTí“RICA DE LA «PALABRA» – La palabra de Dios se hace verdad de manera privilegiada en la acción litúrgica. Solamente en la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, la palabra de Dios sigue estando presente entre nosotros y hablándonos actualmente; pero la Iglesia se propone como «comunidad de fe» sobre todo cuando se reúne para celebrar la muerte y la resurrección de su Señor. En ese momento la Iglesia tiene la experiencia de que la palabra, que es Cristo Señor, se ofrece y se nos da constantemente para hacernos partícipes de la filiación divina.
Esta relación entre la palabra de Dios y la liturgia no es una cosa artificial, sino que señala el medio normal con que han sido producidos los textos sagrados y han llegado hasta nosotros como portadores de salvación.
Sigamos algunas ideas tal como nos las ofrecen eminentes exegetas. Podemos decir que el pueblo de Dios fue creado con el éxodo, y más particularmente con la alianza de Dios con los suyos en el Sinaí, después de haberlos sacado de Egipto. Fue allí donde aquella masa caótica, desorganizada, de los refugiados se congregó por primera vez en una unidad espiritual. Fue también allí donde tomó conciencia de que era un pueblo, el pueblo de Dios. ¿Cómo sucedió esto? La palabra de Dios, hablando a través de Moisés, convocó al pueblo al pie de la montaña. Y fue aquélla la primera asamblea del pueblo. Mas ¿para qué se convocó esta primera «iglesia» embrional? Para escuchar la palabra que la convocaba y, después de haberla escuchado, para aceptarla formalmente por la fe, para comprometerse colectivamente a obedecerla.
El «primer acto» de la primera asamblea del pueblo en el Sinaí fue escuchar la palabra de Dios, acogerla en la oración de una fe adorante. Viene luego un «segundo acto» de aquella primera asamblea cuando, como signo de su completa disposición a las exigencias de la palabra escuchada, Dios mismo prescribirá la ofrenda del sacrificio en su palabra (Ex 3,19-20.24). Y así es como el servicio de la palabra se puso, como consecuencia directa, al servicio de la ofrenda sacrificial. Es importante advertir que este momento servirá de paradigma de todo el camino de la historia de la salvación. Siempre que la experiencia del pecado lleve al pueblo a apartarse de la palabra, Dios se mostrará firme, a través de sus profetas, en su exigencia de volver a ella con un corazón renovado. Recordemos la convocatoria litúrgica del pueblo bajo el rey tosías para volver a escuchar la palabra olvidada (2 Re 29) o la renovación de la alianza por obra de Esdras (Neh 8 y 10).
«Vemos cómo el pueblo de Dios, ya desde el primer testamento, se crea sobre la base de una atención colectiva y progresiva a la palabra de Dios. Vemos formarse a este pueblo a través del sacrificio, bajo la influencia de la palabra de Dios proclamada poco a poco en la tradición viviente de este pueblo, y más particularmente de lo que podemos llamar su vida litúrgica, hasta ser llevados al descubrimiento del sacrificio eucarístico».
La liturgia del NT «cumple» este camino profético de la palabra de Dios. El evangelio de Lucas, siempre tan atento a presentar la comunidad del Nuevo Testamento a la luz de la ley y de los profetas, sitúa el comienzo del ministerio de Jesús, el día del sábado, en el servicio litúrgico sinagoga]: «El sábado entró, según su costumbre, en la sinagoga y se levantó a leer. Le entregaron el libro del profeta Isaías, y habiendo desenrollado el volumen, halló el paso en el que está escrito: `El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió. Ale envió a evangelizar a los pobres. a predicar a los cautivos la liberación y a los ciegos la recuperación de la vista, a libertar a los oprimidos y a promulgar un año de gracia del Señor’. Enrolló el libro, se lo dio al sirviente y se sentó… Y comenzó a decirles: `Hoy se está cumpliendo ante vosotros esta Escritura’ » (Lc 4,16-21).
No ya en la sinagoga, sino en toda reunión litúrgica de la Iglesia, al proclamar la palabra de Dios podemos decir siempre: «Hoy» se cumple con nuevas perspectivas, se actualiza en las situaciones concretas lo que estamos escuchando: en proporción, claro, con la actitud de fe, de conversión, de amor al mensaje de salvación.
La constitución Sacrosanctum Concilium del Vat. II inserta en este contexto la acción propia de la Iglesia: «Dios…, habiendo hablado antiguamente en muchas ocasiones de diferentes maneras a nuestros padres por medio de los profetas, cuando llegó la plenitud de los tiempos envió a su Hijo, el Verbo hecho carne, ungido por el Espíritu Santo, para evangelizar a los pobres y curar a los contritos de corazón… Esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la antigua alianza, Cristo el Señor la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión. Por este misterio, con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida, pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera» (SC 5).
El Señor confió a los apóstoles, «llenos de Espíritu Santo», la misión del anuncio del misterio pascual mediante la predicación y la misión de su reactualización por medio del sacrificio y de los sacramentos. Desde el día de Pentecostés, «la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual, leyendo cuanto a él se refiere en toda la Escritura, celebrando la eucaristía, en la cual se hace de nuevo presente la victoria y el triunfo de su muerte, y dando gracias al mismo tiempo a Dios por el don inefable en Cristo Jesús, para alabar su gloria, por la fuerza del Espíritu Santo»‘ (SC 6).
De este modo Cristo está presente en su Iglesia y de manera especial en las acciones litúrgicas: «Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro…, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos… Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura es él quien habla. Está presente, por último. cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: `Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’ » (SC 7).
Esta confrontación vital con la muerte y resurrección de Jesús hará que, siempre que en la asamblea litúrgica se escuche la palabra de Dios, quede roto todo ritualismo. Pero esto exige una confrontación de la palabra con la vida del creyente y con la situación concreta en que vive el «fiel a la palabra» para ser signo de presencia profética en el mundo. Si la «verbosidad» cultualista fue ya tan aborrecida en el primer Testamento y mereció la reprensión constante de los profetas. mucho más habrá de serlo ahora, cuando la alianza es el mismo Espíritu de Dios que nos ha dado Cristo Señor, imprimiéndolo en el corazón de todos los que creen en la palabra y actúan en el amor.
2. COMUNIDAD, CRITERIO NORMATIVO – Se comprende entonces por qué la comunidad de fe es criterio normativo de la palabra de Dios: porque ella ofrece el paradigma vital de la explicitación ulterior de la palabra en la historia y porque, por la misma comunidad de fe, la palabra se abre al mundo. En este punto la tradición de los Padres nos ofrece algunas normas que en vano se buscarían en la eclesiología posterior.
San Gregorio Magno dice que debe a sus fieles la inteligencia que tiene de la Sagrada Escritura: «Sé realmente que a menudo muchas de las cosas de la Escritura que yo solo no lograba comprender las he comprendido cuando me he encontrado en medio de mis hermanos. Detrás de este conocimiento he intentado comprender también gracias a quién se me había dado esta inteligencia»
El mismo Gregorio dará un paso más. El Espíritu que habla a cada uno de los miembros del pueblo de Dios puede hacer que los fieles comprendan mejor que su maestro y padre un sentido particular de la palabra de Dios. En este caso, el maestro de la comunidad se convierte a su vez en discípulo de sus fieles más iluminados por el Espíritu Santo. Gregorio afirma: «Si mi oyente o mi lector, que podrá ciertamente comprender el sentido de la palabra de Dios de un modo más profundo y verdadero que yo, no encuentra aceptables mis interpretaciones, lo seguiré tranquilamente, lo mismo que sigue un discípulo a su maestro. Considero como un regalo todo lo que él pueda sentir o comprender mejor que yo. En efecto, todos los que llenos de fe nos esforzamos en hacer resonar a Dios como órganos de la verdad (‘omnes enim qui fide pleni de Deo aliquid sonare nitimur, organa veritatis sumus’); y está en la potestad de la verdad el que a ella se manifieste por medio de mí a otros o que por medio de otros llegue a mí. Ella es ciertamente igual para todos nosotros, aunque no todos vivamos del mismo modo; unas veces toca a uno, para que escuche con provecho lo que ha hecho resonar por medio de otro; y otras veces toca a otro que haga oír con claridad lo que los otros tienen que escuchar.»
Es mérito del Vat. II haber recuperado el momento dinámico de la palabra de Dios, que afecta por diversos títulos a todo el pueblo de Dios, como hemos expuesto anteriormente.
3. DISCERNIMIENTO DEL HOY DE LA «PALABRA» – Hemos de aludir al «discernimiento», que es la base de la vitalidad de la palabra de Dios en la comunidad de fe. El «discernimiento» es precisamente la capacidad de reinterpretar o de releer la palabra de Dios en la situación concreta en que se encuentra la comunidad o el individuo. Puede, por tanto, ser considerado como norma y ley del sentido espiritual: cómo conocer lo que el Espíritu Santo dice «hoy» a la Iglesia, al creyente.
El Espíritu Santo guía al creyente por el camino cristiano no tanto añadiendo nuevos preceptos, sino mediante la capacidad de tomar en cada situación ladecisión moral según el Evangelio, y ello por el conocimiento de la historia de la salvación, en la cual el Espíritu Santo representa un elemento decisivo. Este – «discernimiento» es la clave de toda la moral neotestamentaria.
El «discernimiento» tiene un carácter muy concreto: lleva a conocer, en el hoy y en el momento presente, en medio de las situaciones cambiantes, cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, agradable al Señor y perfecto (Rom 12,2). Semejante don supone al mismo tiempo la experiencia, la intuición y la obra del Espíritu Santo; es fruto de una maduración en nosotros del trabajo de la gracia. Requiere mucha flexibilidad, ya que en lugar de la aplicación rígida y material de la ley se necesita atención al acontecimiento, un examen cordial y benévolo de las circunstancias y de las intenciones, así como de los medios para armonizarlas de la mejor manera posible con el plan de Dios en una situación concreta. Según un eminente exegeta, este «discernimiento» de todo lo que conviene hacer hic et nunc para realizar la voluntad de Dios sería precisamente la aportación original del pensamiento paulino’.
Sólo la Iglesia -comunidad de fe-, guiada por la palabra de Dios, puede garantizar este discernimiento. Ella interroga a la situación concreta, lee los ,-«signos de los tiempos», se deja guiar por los Padres en la fe que le han precedido. Respetando la libertad de sus hijos, conociendo su propia pobreza, frente a todo autoritarismo, ofrece espacio al Espíritu Santo para que siga hablando «hoy» como ayer, para que lleve a cabo en nosotros la obra del amor.
III. La palabra de Dios, «método» para una espiritualidad eclesial
De todo lo que hemos dicho se deduce el carácter absolutamente central de la palabra de Dios en la Iglesia. Ella constituye el método por excelencia para una espiritualidad que aspire a ser eclesial. Para evitar equívocos, digamos que el contacto con la palabra de Dios es la espiritualidad de la comunidad eclesial y del creyente, si con este nombre entendemos lo que el Espíritu exige hoy de nosotros en la situación concreta e histórica en que vivimos.
1. EL SENTIDO ESPIRITUAL. – Tenemos que recuperar la objetividad de aquello que era para los Padres de la Iglesia el «sentido espiritual» de la Sagrada Escritura y que la Iglesia utiliza proféticamente sobre todo en la celebración litúrgica. Es muy importante lo que la Dei Verbum afirma sobre la unidad del carisma de la inspiración entre su momento original y las fases sucesivas de la verificación de la palabra en la historia: «El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir en cada circunstancia, según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios propios de su época» (DV 12). El texto continúa: «La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita…» (DV 12).
Así pues, el Espíritu Santo al ofrecernos su palabra no está ligado a su momento original, como si se tratara de hacer llegar hasta nosotros aquella palabra simplemente libre de errores, de manera que pudiéramos admirarla como una sagrada reliquia de la antigiiedad cristiana. Esta magia del libro sería un desconocimiento de lo que la Dei Verbum llama la «condescendencia» de la divina sabiduría.
Esta «condescendencia» es la que hace -para expresarnos con las palabras de Orígenes, que nos parecen el mejor comentario al texto de la Dei Verbum- que el Espíritu habite en la palabra «para que esta palabra señale el comienzo de un diálogo; se dirige a alguien del que espera una respuesta». Más exactamente, Dios mismo se ofrece mediante ella, aguardando más que una respuesta un movimiento de retorno. Los hombres pueden leer este libro escrito, como todos los demás libros, en su lengua humana; pueden también instruirse gracias a él en la historia de Israel y en la vida de Jesús; pueden informarse sobre todos los tipos de doctrina moral y religiosa que allí se exponen; pero no por eso lo comprenden. Sólo comprende este libro en la unidad de su intención divina aquel que lleva a cabo el movimiento de conversión al que Dios invitaba a través de esa palabra. Sólo la Iglesia comprende la Escritura; la Iglesia, es decir, esa parte de la humanidad que se convierte al Señor. La interpretación espiritual de la Escritura es la interpretación que «el Espíritu ha dado a la Iglesia» .
A Orígenes le hace eco Gregorio Magno. En su primera homilía sobre Ezequiel, Gregorio se propone aclarar a sus fieles el sentido de la profecía en sus diversos aspectos y momentos. El motivo de este planteamiento catequético está precisamente en el hecho de que nada como la palabra de Dios, que es profecía permanente, es capaz de hacer comprender la moción del Espíritu en la Iglesia y en cada uno de los creyentes. El mismo Espíritu que toca y hace a los profetas es el Espíritu que crea y mueve a los creyentes en el tiempo actual con sus diversos carismas y dones. Gregorio usará este mismo lenguaje, bien para designar a los profetas, bien para indicar a los creyentes de todo tiempo su compromiso de fe: Spiritus tangit. El Espíritu «toca» y hace a los profetas; el Espíritu «toca» y hace al fiel’.
El sentido espiritual de la Escritura. que no es la simple acomodación bíblica, garantiza el camino profético de la palabra de Dios, orientada a Cristo y a la comunidad del Nuevo Testamento, la Iglesia. Tal es la metodología de la «condescendencia» de la Sabiduría. «Sin mengua de la verdad y de la santidad de Dios, la Sagrada Escritura nos muestra la admirable condescendencia de Dios, para que aprendamos su amor inefable y cómo adapta su lenguaje a nuestra naturaleza con su providencia solícita. La palabra de Dios expresada en lenguas humanas se hace semejante al lenguaje humano, como en otro tiempo la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).
La conexión entre el Espíritu y la palabra, o la dinámica permanente de la encarnación del Verbo, que nos atestigua la palabra de Dios, hace que la palabra no sea vista solamente como norma moral de la vida del hombre, sino más bien como momento profético en el que insertarse para realizar el misterio de amor que allí se anuncia y se proclama. Era lo que expresaba Gregorio en aquel enunciado que podemos considerar como resumen de su comentario bíblico al pueblo: «Haec historice facta credimus, haec mystice facienda speramus, es decir: «Las cosas que creemos han sucedido históricamente -tal es la interpretación según el texto literal de los `dichos’ y de los `hechos’ bíblicos-, pero ahora tienen que actualizarse en nosotros místicamente».
El mystice de que habla san Gregorio significa precisamente todo lo que la palabra tiene todavía que decirnos a nosotros por el mismo Espíritu que la vivificó por primera vez. En otro texto, más explícito a este respecto, san Gregorio habla de la situación actual del creyente que se encuentra en el medio, entre la fe de quien nos ha precedido y la esperanza que aguardamos, en la experiencia de la palabra única y múltiple, que recrea, redime y glorifica «.
Es éste el fundamento de aquel método del sentido múltiple con que los Padres leyeron y comentaron la Escritura. Después de los profundos análisis realizados últimamente por H. de Lubac», no es posible dudar ya honradamente de la seriedad objetiva que suponía, por lo cual hemos de recuperarlo para garantizar la objetividad de nuestra teología y de la experiencia espiritual, si queremos evitar, por una parte, el abstractismo teológico y, por otra, el sociologismo mágico. Son las dos posturas radicales opuestas en que nos debatimos por el olvido plurisecular de la primacía de la palabra de Dios.
El sentido literal o histórico es el acontecimiento tal como sucedió «entonces»; el sentido alegórico nos abre al misterio de Cristo; el sentido moral refleja más propiamente el misterio de la Iglesia y de cada creyente. Este es el enunciado más simple de la teoría del sentido múltiple de la Escritura, que no nos toca a nosotros exponer más por extenso.
La ley de la armonía de los dos Testamentos, que garantiza la vida actual de la comunidad de fe vista como cumplimiento profético de la palabra de Dios, objetiviza esta exégesis que podríamos llamar «carismática» y es la lectura de la palabra que siempre ha hecho la Iglesia, especialmente en la liturgia, que constituye por ello un «lugar teológico» privilegiado de la experiencia espiritual para la confrontación objetiva con la palabra.
2. METODOS Y FORMAS DE LA «LECTIO DIVINA» – Así es como leían los Padres la Sagrada Escritura cuando la teología consistía sobre todo en el estudio de la palabra, cuando no era posible concebir la espiritualidad sino como confrontación permanente con la palabra de Dios. Sobre todo, la lectio divina de la tradición patrística y monástica conservó el vínculo existencial entre palabra de Dios -liturgia- y «situación concreta», dimensión que se perdió, por desgracia, en los pasados siglos y a la que con cierta dificultad nos vamos abriendo tras la formulación del Vat. II sobre el carácter central de la palabra de Dios y de su «celebración» en la eucaristía. Para mayor claridad, podríamos decir que la lectio divina encuentra su carácter gradual en un enunciado aceptado por toda la antigüedad clásica patrística hasta santo Tomás, a saber: la lectura, la meditación, la oración y la contemplación (lectio o studium, meditatio, oratio, contemplatio). No se trata de grados diversos en la profundización de la palabra sólo a nivel psicológico, sino -al menos en los mejores intérpretes de la tradición- de momentos que interiorizan cada vez más la palabra de Dios para captar su significado, cada vez más existencial y concreto; se trata muchas veces de una «reinterpretación» de la palabra al confrontarla con las nuevas situaciones en que se vive. San Gregorio, con una frase más concisa, afirma este crecimiento gradual de la palabra de Dios en nosotros: «La Escritura crece y progresa con el que la lee» («Scriptura crescit cum legente») «. O, lo que es lo mismo, la palabra de Dios tiene un sentido dinámico; expresa el camino de la fe de la Iglesia y de cada creyente: de fe en fe hasta la visión.
El autor medieval Guigo el Cartujo nos describe brevemente el significado de cada escalón en esta «escala del paraíso». «La lectura -lectio- es el estudio atento de la Escritura hecho con un espíritu totalmente orientado a su comprensión. La meditación es una operación de la inteligencia, que se concentra con la ayuda de la razón en la investigación de las verdades escondidas. La oración es volver con fervor el propio corazón a Dios para evitar el mal y llegar al bien. La contemplación es una elevación del alma, que se levanta por encima de sí misma hacia Dios, saboreando los gozos de la eterna dulzura». O más brevemente: «La lectura lleva alimento sólido a la boca, la meditación lo parte y lo mastica, la oración lo saborea, la contemplación es la misma dulzura que da gozo y recrea».
La «evangelización» se sitúa entonces como el enunciado último del camino ascensional; afecta especialmente a quien presta sus servicios para «regir» la comunidad eclesial. Según Gregorio Magno, el obispo, a quien corresponde particularmente el munas de la evangelización, y todo rector animarum deberán estar todos los días atentos a la lectio de la palabra de Dios, para ser de esta manera signo de la unidad de la Iglesia: «… qui instructioni sacrorum voluminum semper inhaerentes, sanctae ecclesiae unitatem denuntient».
Nadie como Casiano describirá la contemplación de la palabra de Dios expresada en los >salmos, que se convierte en norma de la propia experiencia espiritual. El creyente aparece como un infatigable obrero de Dios, empeñado en una continua confrontación entre la palabra divina que se nos da en la Escritura y la palabra que se nos revela a nosotros y que a menudo se anticipa en la experiencia cotidiana. «Robustecido por su continuo alimento, hará suyos todos los afectos de los salmos y empezará a cantarlos de tal manera, que con profunda compunción del corazón los pronuncie no ya como expuestos por el profeta, sino como salidos de él mismo, como su propia oración… En efecto, las divinas Escrituras sólo se nos manifiestan con claridad… cuando nuestra propia experiencia no sólo percibe su sentido, sino que lo anticipa y… se nos manifiesta el significado de las palabras no ya por medio de explicaciones, sino por el encuentro de nuestra propia experiencia… De manera que, entrenados así por la experiencia, no conoceremos ya estas cosas por haberlas oído. sino palpándolas como presentes… Hasta tal punto que nuestra mente llega de este modo a esa plena oración de que hablábamos…, cuando el Señor nos concede hacerlo. Esta oración no sólo no se detiene en la consideración de ninguna imagen, sino que, además, no se formula con ninguna expresión de voz o de palabra, y, con inagotable gozo del espíritu, se expresa en una ardiente tensión de la mente, con un inefable arrebato del alma, y la mente, saliendo fuera de todos los sentidos y cosas visibles, la derrama en la presencia de Dios con gemidos y suspiros inenarrables».
Es importante advertir que este método garantiza la síntesis o perspectiva sapiencial de la época patrística. La primacía de la palabra de Dios se descubría ante todo en la liturgia, que se releía con el mismo método de la «letra y el espíritu» con que se leían las Sagradas Escrituras. De este modo se evitaban los peligros del cultualismo o ritualismo y del «sacramentalismo» posterior.
Ya san Bernardo tuvo que reconocer el ejercicio profético de la comunidad eclesial en el uso de la Escritura durante la liturgia, en donde se destaca siempre la primacía de la palabra, que nodeberá verse nunca sofocada por el rito o por el gesto o signo litúrgico. Es decir, concretamente, la Iglesia reinterpreta el texto sagrado en relación con la situación espiritual de la celebración. «Cuando la Iglesia -observa san Bernardo- en las Sagradas Escrituras altera o alterna las palabras, esta composición es más fuerte que la primera posición de las mismas; y quizá tanto más fuerte cuanto más dista la figura de la verdad; la luz de las sombras, la dueña de la esclava». Pero esta misma palabra se buscaba en el libro vivo de la naturaleza creada, a la que se veía también como escala hacia el Creador. La contemplación de san Agustín en Ostia es un ejemplo clásico de esta «subida» a Dios por las cosas creadas.
Finalmente, el hombre se descubría cada vez más como el lugar eminente de la verificación de la palabra de Dios, modelado según el Verbo, que es la primera imagen de Dios, capaz, por consiguiente, de ser «leído», es decir, conocido, para que la palabra encuentre continuamente su realización o su cumplimiento. Esta ha sido siempre la doctrina común de los Padres de la Iglesia, heredada por los grandes pensadores medievales. Por eso se puede decir con Agustín que «el hombre maduro en la fe, esperanza y caridad no tiene ya necesidad de las Sagradas Escrituras», porque la palabra está ya como transformada en él, en su situación concreta e histórica. Esta me parece la conclusión a la que tendrá que llevar una espiritualidad de la «palabra».
3. INSTANCIAS MODERNAS DE LECTURA DE LA «PALABRA» EN ORDEN A LA SITUACIí“N – El paso del viejo método de la lectio divina a la «lectura espiritual» de los tiempos modernos demostrará cada vez más la clara disminución en la conciencia de los fieles de la primacía de la palabra, escuchada en la Iglesia en su momento privilegiado que es la eucaristía, en provecho de su subjetivismo espiritual, típico de la devotio moderna. Son demasiados los factores que coinciden con este grave desplazamiento del equilibrio espiritual. El lento proceso de disolución de la eclesiología de comunión, con franca ventaja de la perspectiva eclesiológica piramidal que se va afirmando a lo largo de los siglos de la reforma gregoriana, quedará garantizado por una presencia cada vez más preponderante en la vida de la Iglesia de los juristas y de los escolásticos, que renuncian metódicamente a la perspectiva «económica» o sapiencial propia de la Biblia. Esta nueva situación espiritual determinará, independientemente de la voluntad de los individuos, una escisión entre la Escritura y la vida, entre la liturgia y el compromiso concreto, entre la palabra de Dios y la norma discrecional en la vida. Este conflicto aparece ya en la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis. que ha educado a tantos en la piedad.
En este célebre opúsculo se afirma con gran unción el tema, tan querido de la piedad de los Padres, de las dos mesas puestas por todas partes en la santa Iglesia: la mesa del cuerpo del Señor y la mesa de su palabra. «Una es la mesa del altar sagrado, que tiene el pan santo, es decir, el cuerpo precioso de Cristo; la otra es la mesa de la ley divina, que contiene la doctrina santa. que enseña la fe recta y guía con seguridad hasta la parte más íntima detrás del velo en donde está el Sancta sanctorum».
Por otra parte, no puede negarse el contexto fuertemente individualista-subjetivo en que se sitúa este recuerdo de «las dos mesas» en la Imitación de Cristo. Además, en este libro destaca la carencia de la «comunión eclesial» y, lo que todavía es más grave, la ausencia de la dimensión histórica y operativa en la situación concreta. Es sintomático que la Imitación de Cristo haga suya la frase de Séneca: «Cada vez que estuve con los hombres volví menos hombre»
La propuesta de «las dos mesas», de la palabra y de la eucaristía, tiene, pues, un sabor pietista-devocional, aunque indudablemente muy sincero; en adelante irá desapareciendo poco a poco en la literatura espiritual el recuerdo de la primacía de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia. En vano se buscarán después del s. xiii las huellas de lo que para los Padres era el «sentido espiritual» de la Sda. Escritura, es decir, la capacidad dinámica de la palabra de Dios, en continuo cumplimiento dentro de la situación concreta del creyente. Cada vez las mentes se ven más invadidas por aquel «sentido acomodaticio» de la palabra de Dios que desvirtúa habitualmente su significado.
La Sagrada Escritura será uno de «tantos libros de escritura espiritual» y, dadas las dificultades intrínsecas del texto con que llega a los fieles, irá siendo cada vez más el libro menos leído,menos meditado. El magisterio mismo de la Iglesia en este punto será de una enorme pobreza, por el hecho de que ya no se advertirá el lugar teológico más normal de su ejercicio, precisamente la comunidad de fe reunida para la celebración de la muerte y resurrección del Señor, es decir, la eucaristía inteligentemente vivida.
Por todo ello hemos de atribuir a una verdadera intervención del Espíritu Santo en la Iglesia ese movimiento bíblico-litúrgico-patrístico de comienzos el s. xx que llevaría a la Iglesia al Vat. II y. más en concreto, a la constitución Dei Verbum. en la que vuelve a proponerse la primacía de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia. Esa primacía de la palabra encuentra luego apoyo en la Lumen gentium, donde se recupera la categoría bíblica de la Iglesia corno «pueblo de Dios» alimentado por la palabra, y en la Sacrosanctum Concilium, donde la palabra de Dios se proclama y se celebra como anunciadora de la muerte y resurrección del Señor y garantía de su «venida», para que todo y todos sean tina sola cosa en Cristo. lo mismo que él y el Padre son una sola cosa.
Garantizada y alimentada, además, por el movimiento bíblico-litúrgico, ya antes del Vat. II la vida espiritual de la Iglesia, especialmente en sus movimientos de base, se orientaba cada vez más hacia una lectura de la Sagrada Escritura. en que la palabra de Dios volvía a surgir como criterio normativo del camino espiritual del creyente. Una participación cada vez más viva en la liturgia por parte de los fieles ponía casi espontáneamente en situación crítica a todas aquellas escuelas de espiritualidad que, con tal de destacar sus propias notas distintivas espirituales, colocaban en segundo plano la liturgia y rebajaban, en consecuencia, la primacía y la celebración de la palabra de Dios, haciendo incluso de ella una obra peculiar de la espiritualidad monástica.
La doctrina conciliar acreditaba ulteriormente esta conquista de la confrontación espiritual con la palabra de Dios especialmente con los movimientos espirituales del laicado, que se revelaba cada vez más en su irradiación profética de pueblo de Dios en camino hacia el reino. Más aún, la apelación a la lectura de los «signos de los tiempos», bajo la cual se inaugura el pontificado de Juan XXIII. dará origen a un esfuerzo de confrontación entre la palabra de Dios ylas situaciones históricas concretas, en las cuales la Iglesia tomaba conciencia de su deber de dar testimonio.
Se dibuja entonces toda una serie de reinterpretaciones de la palabra de Dios. aunque no siempre garantizadas por un sentido eclesial completo. Algunas interpretaciones están motivadas por fuertes preocupaciones históricas por una justicia social cada vez más real y viva, de las que en el pasado había estado ausente la Iglesia. Se leerá, por ejemplo, el Exodo con ojos de una dimensión histórica renovada. El Dios que liberó antaño a los hebreos de la esclavitud de los egipcios es el mismo que lucha actualmente por liberar a los pueblos del Tercer Mundo, por ejemplo, de la esclavitud secular practicada ahora -con muy graves consecuencias- por los mismos hermanos en la fe a través de sistemas de explotación y humillación del hombre.
Esta confrontación con la palabra de Dios con una fuerte preocupación social tiene precedentes en la tradición de los Padres. Gregorio Magno educaba a los bárbaros -recién llegados a la fe y que eran los verdaderos pobres de entonces- con la lectura de Job; reinterpretaba también para ellos la profecía del «nuevo templo» descrito por Ezequiel en los últimos capítulos de su profecía (cc. 39-40). Son sobre todo estos contextos de Job y de Ezequiel los que están cargados de esperanza para el auditorio de «pobres» de Gregorio. La nueva vida de Job después del sufrimiento garantizaba las esperanzas de los pobres; el nuevo templo de Ezequiel de los tiempos mesiánicos estaba realizado para Gregorio en los nuevos pueblos, los bárbaros, y en los pobres de Roma. La homilía 40 de san Gregorio sobre los evangelios, la del rico epulón, podría perfectamente garantizar la preocupación social con que hoy se lee la palabra de Dios; el amor al pobre -según el santo pontífice- es un verdadero acto de culto a Dios. Si nos adentramos luego en la lectura de sus homilías, observaremos una gran riqueza de perspectivas y de esperanza en relación con la situación sociopolítica que se presentaba ante los ojos de Gregorio Magno».
Si hay que hacer alguna advertencia a los modernos intérpretes «sociologizados», es que no siempre el éxodo, por ejemplo -en las interpretaciones que ellos dan-, se ve coronado al final por la pascua del Señor Jesús resucitado, que ofrece la liberación «cualitativamente nueva» en todos los niveles: la filiación adoptiva como hijos del Padre celestial. Y fue eso precisamente lo que los Padres de la iglesia, en este caso san Gregorio, se apresuraron a hacer. Entonces la fidelidad al desarrollo pleno de la palabra de Dios, en el tema de la liberación, rehuye esa especie de sociologismo mágico en que a veces se detienen ciertas lecturas modernas de la palabra.
Nace así, casi en polémica con la lectura de la palabra sociológicamente sensibilizada, otra lectura «carismática» o estrictamente espiritual de la palabra de Dios. La lectura llamada «carismática», ligada a los varios movimientos inspirados en el carismatismo pentecostal, se preocupa de alejarse de toda contaminación «política» que pudiera asumir la palabra de Dios; por eso se la utiliza a veces de tal manera que la falta de compromiso puede llegar también a la alienación espiritualista.
Si hay que reconocer en este movimiento pentecostal una recuperación de la libertad y espontaneidad espiritual. de la inmediatez en el uso de la palabra de Dios dirigida a todos por el Espíritu Santo -contra el legalismo y el rubricismo imperante-, no se puede. por otra parte, cerrar los ojos a un cierto sentido de «ingenuidad» desencarnada con que se interroga a la palabra de Dios.
Por eso no parece equivocado identificar en parte con la interpretación carismática de la palabra el «fundamentalismo pietista» con que otros se acercan a la palabra de Dios. El «fundamentalismo» es un afán de pedir respuesta, a manera de receta mágica, a la palabra de Dios: le falta el más mínimo esfuerzo de interpretación, que incluso muchas veces rechaza. No hay ninguna relación vital con la palabra y se muestra desconfianza hacia todos los recursos que pueda ofrecer la cultura o la erudición. incluidos los de la exégesis y la sana teología. –
Estas diversas tensiones y ansiedades que se encuentran en el uso de la palabra de Dios se deben a inexperiencia y también a carencia de una eclesiología de «comunión», que ha perdido en parte la capacidad de confrontarse con la palabra de Dios y de saber leer los «signos de los tiempos» a la luz de la palabra divina.
La insistencia del Vat. II en la primacía de la palabra no es solamente fruto de un ulterior ejercicio cultural de profundizacón bíblica, sino que replantea el camino de la conversión de la Iglesia a su Señor.
IV. Conclusión
Queremos terminar con una página luminosa de H. de Lubac, que nos ofrece una síntesis de la tradición de los Padres sobre el recto uso de la palabra de Dios: «La palabra de Dios, palabra viva y eficaz, obtiene su verdadero cumplimiento y su pleno significado sólo mediante la transformación realizada por ella en aquel que la recibe. De ahí la expresión `pasar a la inteligencia espiritual’, que equivale a `convertirse en Cristo’ con una conversión que nunca puede decirse plenamente cumplida. Entre esta conversión a Cristo o este ‘paso a Cristo’ y la inteligencia de las Escrituras hay, por tanto, una causalidad recíproca. ‘Cum autem conversus fuerit ad Dominum, auferetur velamen’ (‘EI velo cae cuando se convierte uno al Señor’). Si se quiere llegar a la raíz del problema, que hoy se discute por todas partes, de la inteligencia espiritual, es necesario. en nuestra opinión, referirse a este acto de la conversión. Hay que examinar la conversión de la Iglesia a su Señor, considerada sobre todo en la persona de las primeras generaciones de fieles. Sólo así podremos comprender la seriedad de este problema, aquella seriedad que.., impresiona tanto, por ejemplo, en un Orígenes y que podría correr el riesgo de quedar oculta por la exuberancia, la frondosidad o la sutileza de los análisis. Se ve toda la Escritura bajo una luz nueva cuando el alma se abre al Evangelio y se une a Cristo. Toda la Escritura queda transfigurada por Cristo. ‘Acredite ad eum et illuminamini’ (‘Acercaos a él y seréis iluminados’). Se trata, evidentemente, de un acto único y, consiguientemente, de una interpretación global, que sigue estando indeterminada en muchos puntos, lo mismo que puede también resultar oscura en muchos individuos (cada uno de nosotros no es toda la Iglesia, y sólo como miembros del cuerpo entero participamos de su fe y de su inteligencia, así como de su esperanza de la gloria). Se trata de un único movimiento a partir de la incredulidad inicial, que se va elevando a través de la fe hasta la cima de una vida espiritual, cuyo término no está en este mundo. Su desarrollo es coextensivo con el don del Espíritu o el progreso de la caridad. Toda la experiencia cristiana con sus diversas fases está, por tanto, comprendida en principio dentro de este movimiento. La novedad de la inteligencia es correlativa con la `novedad de la vida’. Así pues. pasar a la inteligencia espiritual significa pasar al ‘hombre nuevo’, que no cesa de renovarse de claritate in claritatem.
[>’Experiencia espiritual en la Biblia; >Salmos].
B. Calati
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987
Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad
Dios se autocomunica en la revelación. Su epifanía se hace presente a los hombres como historia que no sólo lleva la salvación, sino que es encuentro personal con él mismo. La religión veterotestamentaria comprendió esta manifestación de Dios partiendo del significado que tiene la palabra en las relaciones interpersonales y expresó con el concepto hebreo Babar la categoría fundamental bajo la que acontece la revelación. No es sorprendente, pues, que la fórmula debar Yhwh y su traducción griega lógos Kyriou, ocupe un lugar altamente relevante en toda la Biblia. En ella vemos cómo la palabra de Dios crea y actúa mostrando ‘su dinamismo, revela y enseña manifestando su designio y, al fin, se autocomunica viniéndonos al encuentro. Su historia se inició ya en los albores de la creación (cf Gén 1);yen el Logos hecho carne es cuando llega a la plenitud de significado (cf Jn 1; He 1).
La expresión palabra de Dios viene dada fundamentalmente en el AT por Babar; y en construcción con Dios, debar Yhwh, se da 242 veces. También, pero con menos frecuencia, se usa ámar; y en construcción con Dios, omer Yhwh, seda 90 veces. La etimología de Babar muestra la ambivalencia de su significado: por un lado, el sentido de «estar detrás» (cf Gén 12,17; Dt 15,2…), y por otro, «decir» (cf Sal 45,2; Gén 11,1; 1Sam 16,18…). Esta ambivalencia insinúa ya su doble aspecto presente: el poético y el dinámico, en efecto, el trasfondo de una cosa -su estar detrás: valor no ético- viene proyectado fuera -el decir: valor dinámieopor la palabra. El término ámar presenta una evolución característica: del significado original «ser claro» hasta el actual «decir». De esta forma, la palabra dicha será la manifestación visible -el decir: valor dinámico– del interior de la cosa -ser claro: valor poético-. A diferencia de Babar, el acento se pone en la palabra dicha (cf Sal 19,3 s; Job 22,28).
En el NT, y gracias ala influencia de los LXX, las expresiones lógos/ rhema Theou conservan cierta ambivalencia heredada del Babar hebreo (Mt 8,8; 12;36; 22,46; Le 2,15; 7,7…). En el lógos de Jn 1,1-18 tendremos una bella síntesis;notan deudora de la gnosis y del judaísmo alejandrino de Filón (cf R. Bultmann) cuanto del Babar hebreo (cf R. Schnackenburg, I. de la Potterie…) y, de forma relevante, del memrá arameo, entendido como «denominación divina especializada para designar al Dios que crea, se revela y actúa en la historia de la salvación mediante su Palabra» (D. Muñoz León, R.E. Brown…).
Desde un punto de vista fenomenológico, la palabra es la acción por la cual una persona se expresa y se dirige a otra para comunicarse con ella. Así pues, existe un triple aspecto en la palabra humana (cf K. Bühler): 1) la palabra tiene un contenido, ya que narra o significa algo; 2) la palabra es al mismo tiempo una interpelación, ya que se dirige a alguien y provoca una respuesta o reacción, y 3) la palabra, finalmente, es una automanifestación, ya que descubre la actitud interior de la persona que habla. A este triple aspecto corresponden las tres personas del verbo: la palabra expresa (primera persona), interpela (segunda persona) y explica (tercera persona).
Es esta comprensión de la palabra la que ha posibilitado que se convierta en la categoría fundamental de la Biblia para expresar la revelación dé Dios. No es extraño que la fórmula palabra de Dios, oráculo del Señor, con. sus dos raíces hebreas Babar y ámar, y sus dos expresiones griegas lógos y rhema, sea la más empleada en toda la Biblia después de la expresión Dios. Tres son además las grandes dimensiones bíblicas de la palabra de Dios (cf Pié-Ninot): la dimensión dinámica, por la cual crea y actúa realizando signos «milagrosos» en el cosmos y en la historia personal y colectiva del pueblo de Dios; la dimensión poética, por la cual revela y enseña, desde la ley y la sabiduría a las bienaventuranzas y el padrenuestro, y la dimensión personal, por la cual progresivamente se autocomunica de una manera total en Jesucristo, «palabra de Dios» (Jn 1; Ap 19,13: «su nombre es la palabra de Dios’.
No es extraño, pues, que el concilio Vaticano II (1962-1965), cuando quiso tratar la revelación, eligiera como primeras palabras una expresión que clarifica y sintetiza su contenido: Dei Verbum, es decir, palabra de Dios. Ya un siglo antes, el concilio Vaticano I (1869-1870), en la constitución dogmática sobre la fe católica Dei Filias, había definido la revelación como «palabra de Dios a los hombres» («locutio Dei ad homines»: DS 3004), usando las palabras de Heb 1,1.
La teología de la palabra ha ocupado un papel decisivo en la teología de la revelación a partir del gran teólogo reformado K. Barth (18861968), que influye ampliamente a través de especialistas católicos relevantes como H. Urs von Balthasar y H. Bouillard. En este marco surgen diversos acentos en la teología católica de la palabra, ya sea desde la categoría profética tomista (P. Benoit, J. Hamer, E. Schillebeeckx…), desde la eficacia eclesial-sacramental (O. Semmelroth, I K. Rahner…), desde su origen inspirado (L. Alonso Sehdkel, P. Grelot, A.M. Artola), desde su recepción en la tradición (l H. de Lubac, I. de la Potterie…), desde su predicación (M. Flick, D. Grosso, E. Biser…) o desde su función teológica y reveladora como norma normans (H. Fries, W. Kasper, O.H. Pesch, B. Forte).
La aplicación más específica de la categoría palabra en la teología fundamental, dentro del tratado de la revelación, es relevante en R. Latourelle, el cual la presenta como la primera de las tres analogías, junto con el testimonio y el encuentro, que posibilitan acceder al misterio de la revelación (Teología de la revelación, 1962). Por su lado, E. Schillebeeckx muestra la complementariedad reveladora entre palabra y acontecimiento sacramental (Revelación y teología, 1965). P. Eicher presenta el modelo de comprensión católico de la palabra de Dios, que acentúa su unión con la doctrina revelada (Offenbarung, 1977). A. Dalles propone la categoría de mediación simbólica para superar el modelo dialéctico de la teología de la palabra (Models of Revelatión, 1983). M. Seckler se aproxima a la palabra reveladora a través de la categoría de comunicación teorético-participativa, desarrollando así el concepto de communio presente en DV 1 (HdFTh 3-1985).
La Dei Verbum muestra la sinonimidad entre revelación y palabra de Dios (cf 1:9.10), y además sitúa esta última como mediación fundamental reveladora unida a las obras (cf 2.14.17.19). Por esto, en el mismo Vaticano II el relator de la DV habló del «carácter sacramental» de la revelación (AS 111/ 3: 134), que se realiza con «gestos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas» (DV 2).
El Vaticano II da un concepto amplio de palabra de Dios reveladora, ya que se refiere tanto a la palabra «escrita» como a la «transmitida» (DV 9.10), que «fluyen del mismo manantial» (DV 9), articuladas gracias a la comprensión global de la palabra de Dios como La Escritura en la Iglesia, que se convierte así en la formulación precisa del principio católico de t tradición (DV 7-10). En efecto, la Iglesia, «escuchando religiosamente la palabra de Dios» (DV 1), entrega «todo lo que Dios ha revelado para la salvación» (DV 7), y `.`en su doctrina, vida y culto transmite todo lo que ella es y cree» (DV 8), teniendo en cuenta que «el ministerio de interpretar autorizadamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al l magisterio vivo de la Iglesia, que no está por encima de la palabra de Dios, sino que la sirve» (DV 10).
BIBL.: ARTOLA A.M., Palabra de Dios: Introducción a la Biblia 2, Estella 1989 25-57; FORTE B., Teología della storia, Turín 1991, 101150 («La Parola»); KERTELGE K. y BiSER E., Palabra de Dios, en DCT II, 146-164; MUNOZ LEEN D., Palabra y gloria: «excursus»en la Biblia y en la literatura intertestamentaria, Madrid 1983; PESCH O.H., Das Wort Gottes als objectives Prinzip der theologischen Erkenntnis, en `HFTh»4(1988)27-50;Pié-NINOTS., Palabra de Dios y hermenéutica bíblica, en «Phase» X (1970) 125-140; La palabra de Dios en los libros sapienciales, Barcelona 1972; Tratado de teología fundamental, Salamanca 1989-19912 154156; Paraula de Déu i Saviesa: Sv 18,14-16, en «RCT» XIV (1989) 29-39; Escritura, tradición y magisterio en la «D V» o hacia el principio católico de Tradición, en FACULTAD DE TEOLOGIA «SAN VICENTE FERRER», VI Simposio de Teología Histórica, Valencia 1990.
S. Pié-Ninot
LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teología Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992
Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental
«Tienen boca y no hablan» (Sal 115,5; Bar 6,7). Esta sátira de los «ídolos mudos» (ICor 12,2) subraya uno de .los rasgos más característicos del *Dios vivo en la revelación bíblica: Dios habla a los hombres, y la importancia de su palabra en el AT no es sino la preparación del hecho central del NT, donde esta palabra -el Verbo- se hace carne.
AT. I. DIOS HABLA A LOS HOMBRES. En el AT el tema de la palabra divina no es objeto de especulación abstracta, como sucede en otras corrientes de pensamiento (cf. el logos de los filósofos alejandrinos). Es ante todo un hecho de experiencia : Dios habla directamente a hombres privilegiados; por ellos habla a su pueblo y a todos los hombres.
1. El profetismo es una de las bases fundamentales del AT: en todos los siglos habla Dios a hombres escogidos, con la misión de transmitir su palabra. Estos hombres son, en el sentido lato del término, *profetas. Puede variar la manera como Dios se dirige a ellos: a unos habla «en visiones y en sueños)) (Núm 12, 6; cf. IRe 22,13-17); a otros con una inspiración interior más indefinible (2Re, 3-15…; Jer 1,4; etc.); a Moisés habla «cara a cara» (Núm 12,8). Con mucha frecuencia ni siquiera se precisa el modo de expresión de su palabra (p.e. Gén 12,1). Pero eso no es lo esencial: todos estos profetas tienen clara conciencia de que les habla Dios, que su palabra los invade en cierto modo hasta hacerles violencia (Am 7,15, cf. 3,8; Jer 20,7ss). Para ellos la palabra de Dios es, pues, el hecho primero que determina el sentido de su vida, y la forma extraordinaria en que la palabra surge en ellos hace que atribuyan su origen a la acción del *Espíritu de Dios. Sin embargo, en otros casos la palabra puede llegar por vías más secretas, aparentemente más próximas a la psicología normal: las que sigue la *sabiduría divina para dirigirse al corazón de los hombres (Prov 8,1-21. 32-36; Sab 7-8), sea que les enseñe cómo deben conducir su vida, sea que les *revele los secretos divinos (Dan 5,11s; cf. Gén 41,39). De todos modos no se trata de una palabra de hombre, sujeta a fluctuación o a error: profetas y sabios están en comunicación directa con el Dios vivo.
2. Ahora bien, la palabra divina no se da a los privilegiados del cielo como una enseñanza esotérica que deban ocultar al común de los mortales. Es un mensaje que hay que transmitir; no a un pequeño círculo, sino al entero pueblo de Dios, al que Dios quiere alcanzar por intermedio de sus portavoces. Así la experiencia de la palabra de Dios no es sólo cosa de un pequeño número de místicos: todo Israel se ve llamado a reconocer que Dios le habla por boca de sus enviados. Si se da el caso de que en un principio desconozcan y desprecien la palabra divina (p.e. Jer 36), hay signos indiscutibles que acaban siempre por imponer su evidencia. En la época del NT el judaísmo entero profesará que «Dios habló a nuestros padres, muchas veces y en muchas maneras» (Heb 1,1).
II. ASPECTOS DE LA PALABRA. La palabra de Dios puede enfocarse en dos aspectos, indisociables, pero distintos: revela y obra.
1. Dios revela al hablar. Dios habla para poner el pensamiento del hombre en comunicación con su propio pensamiento. Su palabra es alternativamente ley y regla de vida, revelación del sentido de las cosas y de los acontecimientos, promesa y anuncio del porvenir.
a) La concepción de la palabra divina como *ley y regla de vida se remonta a los orígenes mismos de Israel. En el momento de la *alianza en el Sinaí Moisés dio al pueblo de parte de Dios una carta religiosa y moral resumida en diez «palabras», el Decálogo (Ex 20,1-17; Dt 5,6-22; cf. Ex 34,28; Dt 4,13; 10, 4). Esta afirmación del Dios único ligada a la revelación de sus exigencias esenciales fue uno de los primeros elementos esenciales que permitieron a Israel tomar conciencia de que «Dios habla». Ciertos relatos bíblicos subrayaron el hecho dando cuerpo y vida al cuadro del Sinaí y presentando a Dios hablando directamente a todo Israel desde dentro de la nube (cf. Ex 20,1…; Dt 4,12); de hecho otros pasajes ponen claramente de relieve el papel de mediador de Moisés (Ex 34,10-28). Pero de todos modos la ley se impuso a título de palabra divina. Como tal vieron en ella los sabios y los salmistas la fuente de la felicidad (Prov 18,13; 16,20; Sal 119).
b) Sin embargo. con la ley divina se halla ligada desde los orígenes una *revelación de Dios y de su acción acá en la tierra : «Yo soy Yahveh, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto» (Ex 20,2). Tal es la certeza esencial que funda la autoridad de la ley misma. Si Israel es un pueblo monoteísta, no es en modo alguno por sabiduría humana. sino porque Yahveh habló a sus padres, luego a Moisés, para darse a conocer como «el *único» (Ex 3,13-15; cf. Dt 6,4). Así también, a medida que la historia se va desenvolviendo, la palabra de Dios Io ilustra sobre su oculto significado. En cada una de las grandes experiencias nacionales le descubre intenciones secretas (Jos 24,2-13). Este reconocimiento del *designio de Dios en los acontecimientos de este mundo no es tampoco de origen humano; está en conexión con el conocimiento profético, prolongado por la reflexión sapiencial (cf. Sab 10-19). En una palabra, dimana de la palabra de Dios.
c) En fin, la palabra de Dios sabe franquear los límites del tiempo para desvelar anticipadamente el porvenir. Paso a paso ilustra a Israel sobre la próxima etapa del designio de Dios (Gén 15,13-16; Ex 3,7-10; Jos 1,1-5; etc.). Finalmente, más allá de un porvenir inmediato que se colora de tintas sombrías, revela lo queacontecerá «en los últimos tiempos», cuando realice Dios su designio con plenitud: es todo el objeto de la escatología profética. Ley, revelación, promesa: estos tres aspectos de la palabra divina se acompañan y se condicionan mutuamente a todo lo largo del AT. Reclaman por parte del hombre una respuesta, de la que volveremos a hablar más abajo.
2. Dios obra al hablar. Sin embargo, la palabra de Dios no es sólo un mensaje inteligible dirigido a los hombres. Es una realidad dinámica, un poder que opera infaliblemente los efectos pretendidos por Dios. Dios la envía como un mensajero vivo (Is 9,7; Sal 107,20; 147,15): se lanza en cierto modo sobre los hombres (Zac 1,6). Dios vela sobre ella para realizarla (Jer 1,12), y, en efecto, ella produce siempre lo que anuncia (Núm 23,19; Is 55,10s), ya se trate de los acontecimientos de la historia, de las realidades cósmicas o del término del designio de salvación.
a) Esta concepción dinámica de la palabra no era desconocida del antiguo Oriente, que la escuchaba en forma cuasimágica. En el AT se aplicó en primer lugar a la palabra profética: cuando Dios revela de antemano sus planes es cierto que luego los realizará. La historia es un cumplimiento de sus *promesas (cf. Dt 9,5; lRe 2,4; Jer 11,5); los acontecimientos sobrevienen a su llamamiento (Is 44.7s). En el Exodo «manda, y vienen los insectos» (Sal 105, 31.34). Al final de la cautividad de Babilonia «dice de Jerusalén: «Â¡sea habitada!», y dice de Ciro: «Mi pastor…»» (is 44,26.28).
b) Pero si éste es el caso de la historia, ¿cómo dudar de que la creación entera *obedece igualmente a la palabra de Dios? En efecto, bajo la forma de una palabra es como debemos representarnos el acto original del *creador: «Dijo, y fue hecho» (Sal 33,6-9; cf. Gén 1; Lam 3, 37; Jdt 16,14; Sab 9,1; Eclo 42,15). Desde entonces esta misma palabra sigue activa en el universo, rigiendo los astros (Is 40,26), las aguas del abismo (Is 44,27) y el conjunto de los fenómenos de la naturaleza (Sal 107,25; 147,15-18; Job 37,5-13; Edo 39,17.31). La palabra de Dios, más que los *alimentos terrestres, es la que, como un *maná celestial, conserva en vida a los hombres que creen en Dios (Sab 16,26; cf. Dt 8, 3 LXX).
c) Tal eficacia, comprobable en la creación como en la historia, no puede faltar a los oráculos de salvación que conciernen a los «últimos *tiempos)); en efecto, «la palabra de Dios permanece siempre» (Is 40,8). Por eso, de un siglo a otro, el pueblo de Dios recoge piadosamente todas estas palabras que le describen anticipadamente su porvenir. Ningún acontecimiento agota su significación mientras no llegan los «últimos tiempos» (cf. Dan 9).
III. EL HOMBRE ANTE DIOS QUE HABLA. La palabra de Dios es por tanto un hecho frente al cual no puede el hombre permanecer pasivo: el portavoz ejerce un ministerio con muy graves responsabilidades; el oyente de la palabra se ve requerido a tomar posición, lo cual pone en juego su destino.
1. El ministerio de la palabra no se presenta en el AT como una fuente de goces místicos: por el contrario, todo *profeta se expone a la contradicción e incluso a las *persecuciones. Cierto que Dios, al poner en su boca sus propias palabras, le da fuerza suficiente para transmitir sin temor el mensaje que se le confía (Jer 1.6-10). Pero, en cambio, es responsable delante de Dios de esa *misión de la que depende la suerte de los hombres (Ez 3,16-21 ; 33,1-9). De hecho, si trata de evadirse, Dios puede hacerle volver a la fuerza, como lo da a entender la historia de Jonás (ion 1; 3). Pero las más de las veces los portavoces de Dios desempeñan su misión con riesgo de su tranquilidad e incluso de su vida; y esta *fidelidad heroica es para ellos causa de *sufrimiento (Jer 15,16ss), un duro deber cuyo salario no perciben inmediatamente (IRe 19,14).
2. La acogida hecha a la palabra. Por lo que se refiere a los oyentes de la palabra, deben dispensarle en su *corazón una acogida confiada y dócil. La palabra, en cuanto revelación y regla de vida, es para ellos *luz (Sal 119,105); en cuanto promesa, da seguridad respecto al porvenir. Así pues, quienquiera que sea el que la transmita, hay que *escucharla (Dt 6,3; Is 1,10; Jer 11,3.6), sea para «tenerla en el corazón» (Dt 6,6; 30,14) y ponerla en práctica (Dt 6,3; Sal 119,9.17.101), sea para contar con ella y esperar en ella (Sal 119,42.74.81 etc. ; 130,5). La respuesta humana a la palabra de Dios constituye, pues, una actitud interior compleja, que comporta todos los aspectos de la vida teologal: la *fe, puesto que la palabra es revelación ; la *esperanza, puesto que es promesa; el *amor, puesto que es regla de vida (cf. Dt 6,4ss).
IV. PERSONIFICACIí“N DE LA PALABRA DE Dios. La palabra divina no es un elemento de tantos en la economía del AT; la domina totalmente, dando sentido a la historia en cuanto es creadora de la misma, suscitando en los hombres la vida de fe en cuanto se les dirige como un mensaje. No debe, pues, sorprender el ver que esta importancia se traduce a veces en una personificación de la palabra, paralela a las de la *sabiduría y del *Espíritu de Dios. Tal es el caso de la palabra reveladora (Sal 119,89) y sobre todo de la palabra operante, ejecutora de las órdenes divinas (Sal 147,15; 107,20; Is 55, 1 1 ; Sab 18,14ss). En la filigrana de estos textos se descubre ya la acción del Verbo de Dios en la tierra, aun antes de que el NT la revele a los hombres con plenitud.
NT. Algunos pasajes del NT reasumen la doctrina de la palabra de Dios en sentido idéntico al del AT (cf. Mt 15,6). Así María cree en la palabra que le es transmitida por el ángel (Le 1,37s.45), y a Juan Bautista se le dirige la palabra como a los profetas de otros tiempos (Lc 3,2). Pero las más de las veces el misterio de la palabra tiene ya por centro la persona de Jesús.
I. PALABRA DE DIOS Y PALABRA DE JESÚS. 1. La palabra opera y revela. En ninguna parte se dice que la palabra de Dios es dirigida a Jesús como se decía antiguamente de los profetas. Sin embargo, en san Juan como en los Sinópticos su palabra se presenta exactamente como la palabra de Dios en el AT: poder que opera y luz que revela.
*Poder que opera: con una palabra realiza Jesús los *milagros que son los signos del reino de Dios (Mt 8,8.16; Jn 4,50-53). También con una palabra produce en los corazones los efectos espirituales cuyos símbolos son estos milagros, como, por ejemplo, el *perdón de los pecados (Mt 9,1-7 p). Con una palabra transmite a los Doce sus poderes (Mt 18,18; Jn ‘20,23) e instituye los signos de la nueva alianza (Mt 26, 26-29 p). En él y por él está, pues, en acción la palabra creadora, operando acá en la tierra la salvación.
*Luz que revela: Jesús anuncia el Evangelio del reino, «anuncia la palabra» (Mt 4,33), dando a conocer en *parábolas los *misterios del reino de Dios (Mt 13,11 p). En apariencia es un *profeta (Jn 6,14) o un doctor que *enseña en nombre de Dios (Mt 22,16 p). En realidad habla «con *autoridad» (Mt 1,22 p), como de su propio fondo, con la certeza de que «sus palabras no pasarán» (Mt 24,35 p). Esta actitud deja entrever un misterio, al que el cuarto evangelio se asoma con predilección. Jesús «dice las palabras de Dios» (Jn 3,34), dice «lo que el Padre le ha enseñado» (8,28). Por eso «sus palabras son espíritu y vida» (6,63). Repetidas veces emplea el evangelista con énfasis el verbo «hablar» (lalein) para subrayar la importancia de este aspecto de Jesús (p.c. 3,11; 8,25-40; 15,11; 16,4…), pues Jesús «no habla de sí mismo» (12,49s; 14,10), sino «como le ha hablado primero el Padre» (12,50). El misterio de la palabra profética, inaugurado en el AT, alcanza, pues, en él, su perfecto cumplimiento.
2. Los hombres frente a la palabra. Por eso se intima a los hombres que tomen posición frente a esta palabra que los pone en contacto con Dios mismo. Los Sinópticos refieren palabras de Jesús que muestran claramente el objeto de esta elección. En la parábola de la *semilla la palabra – que es el Evangelio del reino-es acogida diversamente por sus diversos oyentes : todos «oyen»; pero los que la «comprenden» (Mt 13,23) o la «acogen» (Mt 4,33) o la «guardan» (Le 8,15) la ven producir en ellos su *fruto. Asimismo Jesús, terminado el sermón .de la montaña, en que acaba de proclamar la nueva *ley, opone la suerte de los que «oyen su palabra y la ponen en práctica» a la de los que «la oyen sin ponerla en práctica» (Mt 7,24.26; Lc 6,47.49): casa fundada sobre la roca por un lado, sobre la arena por otro.
Estas imágenes introducen una perspectiva de *juicio; cada cual será juzgado según su actitud frente a la palabra : «Quien se avergonzare demí y de mis palabras, el Hijo del hombre se avergonzará también de él cuando venga en la gloria de su Padre» (Mc 8,38 p).
El cuarto evangelio vuelve a las mismas ideas con particular insistencia. Muestra que en los oyentes de Jesús se opera una división a causa de sus palabras (Jn 10,19). Por un lado se hallan los que creen (Jn 2,22; 4,39.41.50), escuchan su Palabra (5, 24), la guardan (8,51s; 14,23s; 15, 20), *permanecen en ella (8,31) y en quienes ella permanece (5,38; 15,7); éstos tienen la vida eterna (5,24), no verán jamás la muerte (8,51). Por otro lado los que hallan esta palabra demasiado dura (6,60), que no «pueden escucharla» (8,43) y que por lo mismo la rechazan y repudian a Cristo: a éstos la palabra misma de Jesús los juzgará el último día (12,48), porque no es su palabra de él, sino la del Padre (12.49; 17,14), que es *verdad (17,17). Es por tanto una misma cosa tomar posición frente a la palabra de Jesús, frente a su persona y frente a Dios. Según la decisión tomada se ve el hombre introducido en una vida teologal hecha de fe, de confianza y de amor, o arrojado por el contrario a las tinieblas del mundo malvado.
II. LA PALABRA EN LA IGLESIA. 1. La acción de la Palabra de Dios. Los Hechos y las epístolas apostólicas nos muestran la palabra de Dios prosiguiendo en la tierra la salvación inaugurada por Jesús. Por lo demás, esta palabra no designa tanto una serie de «palabras del Maestro» recogidas y repetidas por los discípulos (cf. Mt 10,14; lCor 7,10.12.25) cuanto el mensaje mismo del *Evangelio, proclamado en la *predicación cristiana. El ministerio apostólico es esencialmente un servicio de esta palabra (Act 4,29ss; 6,2.4), que se debe anunciar para que resuene en el mundo entero (8,4.25; 13,5; 18,9s; lTes 1, 8); servicio sincero, que no falsifica el mensaje (2Cor 2,17; 4,2); servicio animoso, que lo proclama con audacia (Act 4,31; FIp 1,14).
Ahora bien, esta palabra es por sí misma un poder de salvación: el *crecimiento de la Iglesia se identifica con su crecimiento (Act 6,7; 12, 24; 19,20), y aun las cadenas con que se carga al Apóstol no logran encadenarla (2Tim 2,9). Es la «palabra de salvación» (Act 13,26), la «palabra de vida (Flp 2,16), la palabra segura (1Tim 1,15; 2Tim 2,11; Tit 3,8), la palabra viva y eficaz (Heb 4,12); otras tantas expresiones que subrayan su acción en los corazones de los creyentes. Así, a ella es a la que éstos deben su regeneración cuando creen en ella en el momento del *bautismo (1P 1,23; Sant 1,18; cf. Ef 5,26). En la obra de la salvación se descubre así la misma eficacia de la palabra que el AT presentía en el marco de la creación y en el desarrollo de la historia, y que los evangelios atribuían a la palabra de Jesús. Pero .ele he-cho la palabra anunciada por los apóstoles ¿es otra cosa que la palabra misma de Jesús, elevado como *señor a la diestra de Dios, y que habla por sus apóstoles y confirma su palabra con signos (Mc 16,20)?
2. Los hombres delante de la palabra de Dios. Por esta razón frente a la palabra apostólica tiene lugar la misma división que se observaba ya frente a Jesús: negativa por parte de unos (Act 13,46; lPe 2,8; 3,1); acogida por parte de otros (lTes 1,6), que reciben la palabra (lTes 2,13), la escuchan (Col 1,5; Ef 1,13),. la reciben con docilidad para ponerla en práctica (Sant 1,21ss), la guardan a fin de ser salvos (ICor 15,2; cf. Ap 3,8), la glorifican (Act 13,48), de modo que permanece en ellos (Col 3,16; 1Jn 1, 10; 2,14). Si es menester, éstos so-portan por causa de ella la prueba y el *martirio (Ap 1,9s; 6,9; 20,4) y gracias a ella vencen a las potencias del mal (Ap 12,11). Así se dilata en la historia la acción de la palabra divina, que suscitó en los hombres fe, esperanza y amor.
III. EL MISTERIO DEL VERBO DE Dios. 1. El Verbo hecho carne. De este misterio de la palabra divina nos comunica Juan el último secreto, relacionándola en la forma más estrecha con el misterio mismo de Jesús, Hijo de Dios: Jesús es en cuanto *Hijo la palabra subsistente, el Verbo de Diem. De él deriva, pues, en última instancia toda manifestación de la palabra divina, en la creación, en la historia, en la realización final de la salvación. Así se comprende lo que se dice en la epístola a los Hebreos : «Después de haber hablado a nuestros padres por los profetas, nos ha hablado Dios por su Hijo» (Heb 1,1s).
Así pues, Jesús en cuanto verbo existía en Dios desde los principios, y él mismo era Dios (Jn l,ls). Era la palabra creadora en que todo fue hecho (1,3; cf. Heb 1,2; Sal 33,6ss), la palabra iluminadora que brillaba en las tinieblas del mundo para aportar a los hombres la *revelación de Dios (Jn 1,4s.9). Ya en el AT era él quien se manifestaba bajo las formas externas de la palabra operante y revelante. Pero finalmente, al término de los tiempos, este verbo entró abiertamente en la historia haciéndose carne (1,14); entonces vino a ser para los hombres objeto de experiencia concreta (l Jn 1,1 ss), de modo que «nosotros vimos su *gloria» (Jn 1,14).
De esta manera llevó a término su doble actividad de revelador y de autor de la salvación: como Hijo único dio a los hombres a conocer al Padre (1,18); para salvarlos introdujo en el mundo la *gracia y la *verdad (I,14.16s). El Verbo manifestado al mundo está ahora ya en me-dio de la historia humana: antes de él la historia tendía hacia su encarnación; después de su venida tiende hacia su triunfo final. En efecto, él también se manifestará en un último combate, para dar fin a la acción de los poderes malignos y pro-curar acá en la tierra la *victoria definitiva de Dios (Ap 19,13).
2. Los hombres delante del Verbo hecho carne. Siendo Cristo el Verbo subsistente «venido en carne», se comprende que la actitud adoptada por los hombres frente a su palabra y frente a su persona determina por el mismo caso su actitud frente a Dios. Efectivamente, su venida a la tierra dio lugar entre ellos a una división. Por un lado, las tinieblas no lo acogieron (Jn 1,5), eI *mundo malvado no lo conoció (1,10), los suyos – su propio pueblo – no lo recibieron (1,11): es toda la historia evangélica que desemboca en la pasión. Pero por otro lado los hay que «creyeron en su nombre» (1,12): éstos «recibieron de su plenitud gracia sobre gracia» (1,16), y él les dio poder ser hijos de Dios (1,12), él que es hijo por naturaleza (1,14.18).
Así cristalizó en torno al Verbo encarnado un drama que en realidad dura desde que Dios comenzó a hablar a los hombres por sus profetas. Pero también, cuando los profetas proclamaban la palabra de Dios ¿no era ya el Verbo en persona el que se expresaba por su boca, el mismo Verbo que había de tomar carne al fin de los tiempos para hablar directamente a los hombres cuando lo enviara el Padre personalmente a la tierra? A esta acción oculta, preparatoria, ha sucedido ahora una presencia directa y visible. Pero para los hombres no ha cambiado de aspecto el problema vital planteado por la palabra de Dios: quien cree en la palabra, quien reconoce al Verbo y lo acoge, entra por él en una vida teologal de hijo de Dios (Jn 1,12); quien rechaza la palabra, quien desconoce al Verbo, permanece en las tinieblas del mundo y con eso mismo está ya juzgado (cf. 3.17ss). Tremenda perspectiva que todo hombre debe afrontar, abiertamente si se halla en presencia del Evangelio de Jesucristo, secretamente si la palabra divina sólo le llega bajo formas imperfectas. A todo hombre habla el Verbo, de todo hombre aguarda una respuesta. Y el destino eterno de este hombre depende de su respuesta.
–> Escuchar – Enseñar – Juicio – Libro – Palabra – Predicar – Profeta – Revelación – Sabiduría – Sembrar – Verdad.
LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001
Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas