Específicamente era la oración de los discípulos ya que Jesús se la enseñó a ellos (Mat 6:9-13; Luk 11:2-4). En Lucas, Jesús, accediendo al pedido de un discípulo, les dio en forma modificada lo que antes había presentado espontáneamente en el Sermón del monte. La primera versión es más completa y entonces más corriente. Como oración modelo no hay cual la supere en lo conciso y riqueza, mientras que demuestra la manera correcta de acercarse a la oración y el orden de la misma.
Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano
Oración que nos ensenó Jesús en el Sermón de la Montaña, cuando los discípulos le pidieron «ensénanos a orar»: Mat 6:9-13, Lc.ll:l4. Es la Oración Perfecta que encierra, y es el resumen, de toda la vida cristiana; con una «introducción» corta, pero preciosa, y 7 peticiones: (¡qué importante es la «oracion de peticion»!).
Introduccion.
– Padre: Dios es tu Padre, tu «papá», que se ocupa tanto de ti, que hasta los cabellos de tu cabeza tiene contados: (Mt.:0:30). ¡No tengas nunca envidia a nadie!: No eres hijo de un millonario, ni del presidente de la Nación, ¡eres «hijo de Dios»!.
– «Nuestro»: Dios es tu padre y el mío, por eso es que todos somos «hermanos». El mismo Dios que hizo las manos del judío, hizo las del cristiano y las del musulmán. por eso todos tenemos que amarnos.
– «Que estas en los cielos»: Nos ama y bendice, con toda su gloria de los cielos. No con cositas terrenales, sino con amor eterno. y cuando pienses en los cielos, no pienses en algo muy alto o que está muy lejos. los cielos están donde está Dios, si Dios está en tu corazón, los cielos enteros están dentro de tu corazón.
7 Peticiones: Las Tres primeras peticiones son para el Padre, las cfuatro ultimas para nosotros.
1- «Santificado sea tu nombre»: Este es «el fin» nuestro, para lo que fuimos creados, para dar gloria y alabar el nombre de Dios, en la tierra y en los cielos.
2- «Venga a nosotros tu Reino»: Es la «meta» de todo hombre y mujer.
3- «Hágase tu voluntad»: Es el «camino» para llegar a la meta, y para cumplir nuestro fin: Hacer yo la voluntad de Dios, no que Dios haga la mía, como quería Judas, y como a veces nosotros queremos cuando oramos falsamente.
4- «E1 pan nuestro de cada día, dánosle hoy»: Danos nuestro pan material y espiritua: Fiarnos «cada día» enteramente de nuestro Padre, lo mismo que hace un nino de 3 años: El nos dará nuestro pan material, todo lo que necesitamos. y nuestro pan espiritual, la Eucaristía; Jesús es el «Pan de Vida» de Jua 6:35-48, que quiere darsenos «cada día», «todos los días» en la Eucaristía, en la Santa Misa. Son los «medios» para andar el camino. ¡Trátalo todos los días, «cada día»!.
5- Las 3 siguientes peticiones, son los «obstáculos» en el camino. Le pedimos a nuestro Padre que nos quite los obstáculos de nuestras «deudas», de la «tentación» y del «mal».
En cuanto a las «deudas», le pedimos algo impresionante: Que nos perdone tal como perdonamos; si no perdonamos, le pedimos que no nos perdone. Hasta insiste una vez más en eso después de la oración en Mat 6:14.36: En cuanto a la «tentación»: ¡Tendremos tentaciones!, hasta el día de la muerte, porque esta vida en la tierra es un período de prueba. Y no le pedimos que no las tengamos, sino que «no nos deje caer» en las que con seguridad tendremos, porque «tentacion» es la vida del hombre sobre la tierra»: (Job 7:1). ¡tentación con lucha!. el mismo Jesús fue tentado, y cuando estaba orando y haciendo ayuno y penitencia por 40 días, Mat.4, Luc.4: En cuanto al «mal», el único mal del cristiano y del pagano es el «pecado», y aquí sí, aquí le pedimos que nos libre del «mal», que nunca pequemos.
Y, si se da cuenta, en el cristianismo todo va en «plural» «Nuestro», «vénganos», «dánosle», «perdónanos», «perdonamos», «no nos dejes», «líbranos» .¡y así debemos orar los cristianos! No sólo por mí, sino por todos los hermanos, por los buenos, y por los que parecen malos o desviados.
Amén: Así sea, como te lo pedimos, Senor y Padre nuestro.
Diccionario Bíblico Cristiano
Dr. J. Dominguez
http://biblia.com/diccionario/
Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano
Durante mucho tiempo, entre los hebreos no se acostumbraba escribir oraciones para ser repetidas. Los rabinos lo prohibían, porque se trataba de una práctica pagana. Se enseñaba que la oración debía salir del corazón. Por eso el Señor Jesús dijo a sus discípulos: †œY orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos† (Mat 6:7). Pero la Biblia misma reconoce que la oración no es una actividad fácil. Pablo escribió: †œ… pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles† (Rom 8:26). †¢Juan el Bautista entrenó a sus discípulos en esta difícil disciplina. Y los apóstoles pidieron al Señor Jesús que hiciera lo mismo, diciéndole: †œSeñor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos† (Luc 11:1). Por eso, Cristo les mostró un modelo de oración. No un patrón para ser memorizado y repetido tal cual, sino una guía de lo que debía ser el contenido de sus oraciones. Eso es el P.
Lo primero que se nota en el P., que es modelo de oración para el NT, es el sentido de intimidad que se establece entre el orante y Dios, al llamar a éste †œPadre†. Además, todo el patrón de oración presentado por el Señor Jesús tiene un alto sentido social. El que ora debe entender que el Dios al cual se dirige es Dios de él y de los demás. Por eso dice: †œPadre nuestro†. Es decir, que Dios es Padre del que ora y de los otros. Por lo tanto, nadie puede pedir cosas al Padre en beneficio de uno de sus hijos y en detrimento de otro de ellos. El pan que se pide es †œel pan nuestro†, pues nadie puede pedir pan para sí mismo si eso implica quitárselo a los demás. Igual cosa se entiende cuando se pide perdón por †œnuestras deudas†, porque debemos querer que Dios nos perdone tanto a nosotros como a los otros. Tampoco debemos querer ser librados de los problemas sin que los demás también queden libres. Por eso el Señor Jesús enseñó diciendo: †œNo nos metas en tentación†. Por otra parte, el énfasis que hace el P. en la segunda persona del singular, †œtú†, es otra característica de la verdadera oración. Mientras el humanismo pone al hombre como centro y medida de todas las cosas, el creyente pone a Dios. Por eso dice: †œ… tu nombre…. tu reino…. tu voluntad†.
palabras †œPadre nuestro† indican la relación que debe existir entre el que ora y el que escucha la oración. El Señor estaba hablando a aquellos que son hijos de Dios por la fe en su nombre. Ellos podían llamar †œPadre† a Dios. El pueblo de Israel reconocía que Dios era su p., en sentido colectivo, como nación. Se lee en Isaías (†œPero tú eres nuestro p., si bien Abraham nos ignora, e Israel no nos conoce; tú, oh Jehová, eres nuestro p.† [Isa 63:16]). Lo que no tenían los israelitas era el concepto de Dios como padre de una persona. Ese sentido de la paternidad de Dios lo reveló nuestro Señor Jesucristo (†œ… ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar† [Mat 11:27]). Así oraba el mismo Señor, diciendo en arameo †¢Abba (†œPadre, si quieres, pasa de mí esta copa† [Luc 22:42]; †œPadre, la hora ha llegado…. Padre, glorifícame…. Padre justo, el mundo no te ha conocido† [Jua 17:1-25]).
embargo, al decir †œque estás en los cielos†, se reconoce que ese Dios que es nuestro Padre, está en la cúspide y más allá de todo lo creado. Son palabras que reconocen la excelsitud de Dios. El apelativo de Padre, aunque demostrativo de gran intimidad, no significa que se puede hablar con Dios sin el respeto debido a su altísima dignidad. †œTú estás en los cielos…. y yo aquí, en el polvo de la tierra†, debe querer decir el orante. Esto indica el grado de humildad en la actitud del que hace la oración, lo cual trae como consecuencia que diga: †œ… santificado sea tu nombre†, tratando así de expresar su inmenso respeto y temor hacia Dios. Al hablar del nombre de Dios se hace referencia a todo aquello que él ha revelado de sí mismo. Su nombre es su revelación, lo que a él le ha placido decirnos de su naturaleza y carácter. Entonces, cuando oramos, debemos tener en cuenta que no podemos pedir nada que en su forma y propósito no vaya de acuerdo con el carácter de Dios.
el orante debe demostrar su interés preferencial por el desarrollo del reino de Dios. Por eso dice: †œVenga tu reino†. Aquí se incluirá, entonces, todo aquello que el creyente sabe o desea saber sobre la obra de Dios, el desarrollo de sus planes en su entorno y en el mundo. El énfasis en †œtu reino† debe entenderse correctamente. Se trata lo que Dios está haciendo en la historia, no de la planificación nuestra ni de los asuntos para los cuales tenemos personal preferencia. Como el centro de todo el propósito divino está en la persona del Señor Jesús, la oración del creyente incluirá aquí todo lo que se relacione con la exaltación de su nombre entre los hombres.
dice: †œHágase tu voluntad†. La oración es un gran misterio, puesto que Dios es soberano y su voluntad siempre se hace. No se trata, entonces, de tratar de †œtorcer el brazo a Dios† para que haga lo que quiere el orante, pues eso no es posible. Sin embargo, por medio de la oración el creyente expresa a Dios su deseo de estar siempre de acuerdo con esa voluntad, que es agradable y perfecta, mientras que, al mismo tiempo, le comunica sus propios deseos. Esta paradoja es inevitable, pues ambas cosas las enseña la Escritura: que Dios es soberano y su voluntad siempre se cumple, pero que debemos expresarle nuestros deseos. ¿Cómo se hace Dios para complacer alguna petición de nuestro corazón y, al mismo tiempo, seguir siendo el soberano? No lo sabemos. Pero la Escritura nos exhorta: †œDeléitate asimismo en Jehová y él te dará las peticiones de tu corazón† (Sal 37:4). El ejercicio de la oración y la vida piadosa irán conduciendo poco a poco al creyente a modular y sincronizar su voluntad con la de Dios. La perfección con la cual se cumple la voluntad de Dios †œen el cielo† es la que desea el creyente que se realice también †œen la tierra†.
los deseos del orante están, por supuesto, sus necesidades materiales. †œEl pan nuestro de cada día†. La provisión que se pide es la necesaria para la subsistencia. El †œcada día† no implica una prohibición de pedir por las necesidades del futuro, pero sí elimina toda excusa para la ansiedad. La idea es: †œdanos lo necesario para vivir†, que incluye comida, ropa, techo, etcétera. Pero el creyente no pide riquezas, ni siquiera abundancia (†œAsí que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto† [1Ti 6:8]).
medida para el cumplimiento de la voluntad de Dios se toma del cielo (†œcomo en el cielo†). Así también hay una medida para el perdón que el orante pide por sus faltas (†œ… como nosotros perdonamos a nuestros deudores†). La solicitud de perdón es, en sí, un reconocimiento de los pecados cometidos, los cuales deben ser confesados delante del Señor. Pero el perdón de Dios está condicionado a que nosotros, a nuestra vez, perdonemos a aquellos que hayan hecho algo malo contra nosotros. †¢Perdón.
†œNo nos metas en tentación, mas líbranos del mal† es la expresión natural del ser humano que no desea verse en problemas. La palabra †¢tentación tiene el significado de prueba. Luego, Dios no espera que nosotros mismos nos metamos en problemas, ni que nos gusten las pruebas, ni que amemos el peligro. él entiende que nuestro ser prefiere la calma, la tranquilidad y la vida suave. †œNo me des pobreza ni riquezas; manténme del pan necesario; no sea que me sacie, y te niegue, y diga: ¿Quién es Jehová? O que siendo pobre, hurte, y blasfeme el nombre de mi Dios† (Pro 30:8-9). Nadie debe buscar el sufrimiento, sino ser librado de él. El padecimiento se acepta †œsi la voluntad de Dios así lo quiere† (1Pe 3:17), pero nunca debe buscarse.
, la oración debe terminar con la alabanza. †œPorque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén.† Esta expresión denota una especie de corona del proceso de oración, que termina con un alma exultante que quiere manifestar su admiración por el Dios al cual se ha dirigido, reconociendo su excelsa grandeza.
Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano
ver, ORACIí“N, PADRE, REINO DE DIOS
vet, Nombre tradicional que se da en las iglesias cristianas a una serie de peticiones y doxologías enseñadas por Jesús a Sus discípulos y consignadas en los Evangelios según San Mateo (Mt. 6:9-13) y según San Lucas (Lc. 11:2-4). Este es uno de los pasajes más conocidos de la Biblia y ha figurado en los sermones, catecismos y formularios de cultos desde los Padres apostólicos. Es tan conocido por los cristianos, que en todos los idiomas se le cita por sus primeras palabras. Las palabras de Jesús han sido transmitidas en dos formas distintas por los evangelistas, que también describen diversas circunstancias en el marco del período de entrenamiento de los discípulos por el Maestro. Cristo pone delante de los suyos un modelo de oración en el que después de la invocación al «Padre», tan grata a Jesús y tan característica del cristianismo, coloca siete peticiones. La versión que nos trae el Evangelio de San Mateo es más apta para la recitación comunitaria, mientras que Lucas nos la transmite con las características propias de una oración más personal como la que hiciera el Señor Jesús en Getsemaní. Numerosos son los tratados y exposiciones de esta oración cristiana por excelencia. El gran aprecio de los Padres de la Iglesia se puede compendiar en la frase de Tertuliano: «es el compendio de todo el Evangelio» (PL 1:1255). Las Iglesias Reformadas que siguen las enseñanzas de Calvino, cuando desecharon las antiguas liturgias, mantuvieron el Padrenuestro engastado en las fórmulas más ágiles de sus cultos. El Catecismo de Heidelberg la usa como ejemplo de oración y hace una larga exposición práctica de sus peticiones. Numerosas son las versiones de esta oración al español, pero el pueblo gusta repetir una clásica que viene del siglo XVI. Cuando Cristo la enseñó, mostraba a los suyos un modelo de pedir al Padre, y no enseñaba a repetir la fórmula como si por sí misma ella tuviese eficacia mágica. (Véanse ORACIí“N, PADRE, REINO DE DIOS.) Bibliografía: Vila, D.: «El Padrenuestro» (Ed. Clíe, Terrassa, 1972).
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado
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SUMARIO: 1. Cuestiones generales. -11. Invocación: Padre nuestro que estás en los cielos. 1. Padre: ABBA. 2. Nuestro. 3. «Que estás en los cielos». -11L Peticiones. 1. Santificado sea tu nombre. 2. Venga tu reino. 3. Hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra. 4. El pan nuestro, que necesitamos, dánoslo hoy. 5. Perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. 6. No nos metas en tentación. 7. Mas líbranos del mal.
1. CUESTIONES GENERALES
El Padrenuestro (PN) aparece dos veces, en Mateo (6, 9-13) y en Lucas (11, 2-4). Lo más probable es que Jesús lo enseñó una sola vez y que el texto original y más antiguo es el de Lucas que Mateo amplía imprimiéndole un carácter litúrgico más acorde con las oraciones judías.
Se ha venido diciendo que el PN consta de dos partes, a la manera de las tablas de la Ley. En la primera están los derechos de Dios y en la segunda los derechos del hombre. Pero el hombre no puede hablar nunca de derechos ante Dios. Tanto en la primera parte, como en la segunda, sólo se consideran los intereses del hombre. Las siete peticiones son antropocéntricas.
El PN no es una oración de alabanza, ni de acción de gracias, sino una oración de súplica. Todo es pedir. Probablemente terminaba con una doxologia, la recogida en la Didajé: «Pues tuyos son el reino, el poder y la gloria por la eternidad. Amén». Es como el carnet de identidad del cristiano. Nos define lo que somos: hijos de Dios y hermanos unos de otros. Es el resumen de todo el evangelio. Jesucristo oraba con el PN, como lo prueba la oración sacerdotal (Jn 17).
El PN no es un meteorito caído del cielo. Tiene sus antecedentes en el A. T. y en la literatura judía: En la Tefillá o Semoné Esreh (las dieciocho bendiciones que el judío rezaba tres veces al día) y en el Qaddis (la oración con que terminaba la reflexión sobre las Sagradas Escrituras en la sinagoga). El PN es una oración enteramente judía y enteramente cristiana.
El PN es la oración por excelencia, «en él se encierra todo lo que es voluntad de Dios y todo lo que nos conviene» (San Juan de la Cruz, S3, 44, 4). El PN es «LA ORACIí“N». No hay otro modo de hacer oración, pues Jesucristo no dijo «podéis rezar así», sino «rezad así». Las demás oraciones en tanto son válidas en cuanto tienen como punto de referencia el PN.
El PN es una oración pública que se hace en comunidad y por la comunidad y, a la vez, es privada, porque también hay que recitarlo en privado (Mt 6, 6-7), aunque al hacerlo así, se hace en nombre de todos y por todos. No es una oración estática y muerta, sino viva y dinámica, en continuo desarrollo, por ser la oración de más alto rango de un reino que es también vivo y en continuo desarrollo. Este dinamismo exige que sea interpretado a la luz del momento histórico presente. Cada día aparecen nuevos males físicos, sociales, políticos y morales, y nuevos peligros, de los que pedimos a Dios que nos libere.
Todos los comentarios, antiguos y modernos, han puesto de relieve el carácter escatológico del PN. Hasta se ha llegado a decir que en él sólo pedimos una cosa: la realización de la escatología, el fin de este mundo lleno de maldad, la tierra nueva y el cielo nuevo, la venida del mundo trasformado. Su realización sólo tendrá lugar en el más allá. Creo que esto es un grave error, pues el acento excesivo en su sentido escatológico nos hace correr el riesgo de dejarlo todo para la otra vida y evadirnos de los compromisos temporales, a los que el PN nos obliga. Por esta razón, sobre el PN se ha efectuado un proceso de descatologización, iniciada ya en la fórmula lucana con que ahora lo recitamos: «Venga a nosotros tu reino». Este «a nosotros» lo ha añadido la Iglesia para temporalizar el PN.
El PN no es una oración para repetirla de modo mecánico. Es una enseñanza de la actitud humana, espiritual y existencial que hemos de adoptar ante Dios y ante los hombres. «Hermanas, mirad que hacéis mucho más con una palabra de cuando en cuando del paternóster, que decirlo muchas veces y apriesa y no os entendiendo» (Santa Teresa de Jesús, C 53, 9).
II. INVOCACIí“N: Padre nuestro que estás en los cielos
1. Padre: ABBA
La palabra «padre» aparece diez veces en el cap. 6 de Mt. La primera al principio (6, 1), y luego nueve veces; la quinta, la central, es el «Padre» nuestro. Es una de las palabras que ciertamente pronunció Jesús, la palabra más densa de todo el N. T., la plenitud de la revelación cristiana. Si el PN es el resumen de todo el evangelio, la palabra «PADRE» es el resumen del PN. Sólo Dios es nuestro Padre, el único. A nadie más debemos llamar padre (Mt 23, 9). He aquí estas palabras de Santa Teresa: «Buen padre os tenéis, que os lo da el Buen Jesús; no se conozca acá otro padre… Con toda humildad hablarle como a Padre, pedirle como a Padre, regalarse con él como con Padre» (C 46, 2). «En siendo padre, nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas… hanos de perdonar, hanos de consolar, hanos de regalar» (C 44, 1).
2. Nuestro
Si la palabra «padre» nos habla del amor a Dios, la palabra «nuestro» nos habla del amor al prójimo. El PN es la oración de los hijos y de los hermanos. Si los demás no son nuestros hermanos, Dios no es nuestro padre. Cuando el cristiano reza, no dice «padre mío», sino «padre nuestro». Si dijera «padre mío» no sería cristiano.
3. «Que estás en los cielos»
La expresión es una metáfora que designa la excelsitud divina, la augusta majestad de Dios, su cualidad de «celeste». Dios es nuestro padre, pero un padre que está en los cielos, un lugar muy alto y muy distante. Dios es un padre celeste, el inaccesible, el trascendente.
Entre Dios y el hombre hay una distancia insalvable. Dios es el cercano y el lejano, el inmanente y el trascendente. Está dentro de nosotros, y, a la vez, muy lejos de nosotros, porque es Padre y Señor:»Con una mano nos atrae y con la otra nos mantiene a distancia» (Cabodevilla).
¿Dónde está Dios? Dios no está circunscrito a un lugar. Los teólogos dicen que está en todas partes por esencia, presencia y potencia. Aunque está en todo, está más allá de todo, está en el misterio, en lo incorñprensible. Santa Teresa decía a sus monjas que le busquen en ellas mismas, en el cielo de su alma: «Donde está Dios es el cielo… un alma no ha menester para hablar con su padre eterno ir al cielo… ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí» (C 46, 2).
Es el Dios escondido, al que hay que buscar en todas partes y no ir a buscarle más allá de las estrellas, porque está aquí, a nuestro lado, está entre los pucheros, aunque de una manera especial está en los pobres, en los marginados, en los enfermos, en los emigrantes… (Mt 25).
III. PETICIONES
1. Santificado sea tu nombre
El nombre de Dios es santo (Lev 20, 3), fuente de toda santidad, todo lo que es santo está relacionado con él. Por tanto, no necesita ser santificado, como si fuera profano o imperfecto. Por otra parte, ¿quién podría santificarlo? ¿Y cómo el hombre pecador podría santificar a Dios que es la misma santidad?
«Santificado sea tu nombre vale tanto como glorificado sea tu nombre» (S. Juan Crisóstomo). Al pedir que Dios santifique su nombre, pedimos que se glorifique a sí mismo, que se manifieste al mundo como lo que es, Padre y Santo. Y en consecuencia que los hombres le aceptemos como «Padre Santo». Dios manifiesta su santidad, su divinidad, su gloria, llevando a cabo sus «mirabilia», las acciones salvíficas en favor de los hombres; que intervenga en la historia humana, revelando su nombre poderoso, haciendo que todo el mundo reconozca ese poder de Padre.
Esta petición tiene una doble significación:
1ª) Israel es pertenencia exclusiva de Yavé, el cual se desposó con él con amor eterno. Los dos vienen a ser una sola carne, hasta el punto que el pueblo pasa a ser el «nombre del Señor», «el pueblo que lleva el nombre del Señor» (Si 36, 11), igual que la esposa recibe el nombre o el apellido del esposo y el hijo el nombre del Padre, pues Dios es padre y esposo y el pueblo es hijo y esposa. Hasta tal punto esto es así, que cuando el pueblo peca, está profanando el nombre de Dios. Y de hecho pecó (Ez 36, 10). Este pecado le hizo merecedor de un castigo que Dios materializa en el destierro de Babilonia donde el pueblo sigue profanando el nombre santo de Yavé (Ez 36, 18-10). Dios levanta el castigo en consideración a su propio nombre: «Santificaré mi gran Nombre, profanado entre las naciones» (Ez 36, 23). El pueblo recobrará la libertad y una santidad santificadora del Nombre: «Veré en medio de él la obra de mis manos y santificará mi nombre» (ls 29, 30). «Manifestaré mi santo nombre en medio de mi pueblo Israel, no permitiré que vuelva a ser profanado mi santo nombre» (Ez 39, 7). Por tanto, lo que se pide es algo que interesa al pueblo y no a Dios, pues la santificación del Nombre de Dios es la liberación del pueblo.
2ª) Jesucristo es el nombre de Dios manifestado a los hombres. Esto está claro en estos dos textos paralelos: «Padre, glorifica tu Nombre» (Jn 12, 28), «Padre, glorifica a tu Hijo» (Jn 17, 1). Jesucristo es el nuevo templo donde moran, de manera permanente, el Nombre y la Gloria de Dios. Ese nombre debe ser santificado, es decir, la divinidad de Jesucristo debe ser manifestada. Eso es lo que Jesucristo pide al Padre al final de su vida: «Padre, glorifica tu Nombre. Entonces dijo una voz del cielo: lo he glorificado y lo glorificaré de nuevo» (Jn 12, 28). La santificación del Nombre de Dios, anunciada por Ezequiel (16, 23) tuvo su cumplimiento en Cristo, santo por su origen (Lc 1, 35; Jn 6, 69). El nombre del Padre fue santificado en Cristo, a través de su vida y milagros que manifestaban su divinidad. Y esta glorificación del Nombre llegó a su plenitud en la cruz. Ahora, en el PN, pedimos que Jesucristo sea glorificado, manifestado (santificado) como Dios y que, en consecuencia, sea reconocido como tal por todo el mundo.
Si esta petición se lleva a cabo, tanto erí lo espiritual, como en lo social, estaremos en pleno reinado universal de Dios, se cumplirá la voluntad de Dios, habrá pan para todos, nadie sucumbirá a la tentación, habrá desaparecido el mal del mundo.
2. Venga tu reino
A pesar de que su predicación se centró en el reino, Jesús nunca explicó de manera clara y precisa en qué consiste el reino.
El reino de Dios es un misterio lleno de misterios (Mc 4, 11) incomprensibles, un secreto oculto, indescifrable; sabemos que, con la venida de Jesucristo, el reino está ya entre nosotros funcionando y desarrollándose, pero de una manera misteriosa; que caminamos hacia su pleno desarrollo, pero no sabemos ni cuándo, ni cómo ese reino funcionará en plenitud. Jesucristo no nos dio una definición del reino, tal vez, porque el reino es tan complejo, que no se deja encerrar en una definición concisa y estricta. Describió el reino bajo diversos aspectos con parábolas; por eso, para llegar a una aproximación de lo que es, se hace imprescindible acudir a las parábolas. Pero las mismas parábolas indican que el reino es un misterio, que dejan sin descifrar de manera absoluta. En el cap. 13 de Mateo encontramos siete parábolas: El sembrador, donde se indican las diversas actitudes ante el reino; el trigo y la cizaña que simbolizan a los hijos del reino y a los hijos del Maligno; la semilla de mostaza y la levadura que ponen de relieve la pequeñez inicial y la grandeza final del reino, así como el dinamismo en su desarrollo; el tesoro escondido y el mercader de perlas que enseñan que por el reino hay que jugárselo todo; la red del pescador que señala la fase final del reino, la escatología. Pero son parábolas llenas de misterios, pues: ¿Quién sabe cómo germina el grano y produce hasta el ciento por uno, cómo nace y crece la semilla más pequeña de las hortalizas hasta hacerse la más grande, cómo un poco de levadura hace fermentar toda la masa? ¿Quién lo sabe? Así es el reino que crece empujado por el poder oculto y misterioso de Dios.
El reino de Dios es un reino político, temporal y humano, y a la vez, un reino espiritual, escatológico y eterno. Y si fue un error de los judíos interpretar el reino como puramente terreno, es también un error de los cristianos que lo interpretan sólo como puramente espiritual. Está muy claro que el reino, del que hablan los evangelios sinópticos, es espiritual y eterno, pues se identifica con lo que Juan llama vida eterna, la vida espiritual que ya poseemos aquí y que se perpetúa en el más allá. Pero igualmente es muy claro que se trata de un reino sociopolítico que tiene que presencializarse y actuar en el campo de lo social y de la política. Jesucristo fue condenado por blasfemo, porque se hizo igual a Dios, pero lo fue también por revolucionario, por proclamarse rey y porque su doctrina exige un cambio radical en las estructuras injustas de este mundo. Se trata de un reino que no sale de este mundo, porque procede del Dios del cielo, viene del cielo, pero para realizarse en la tierra. Si Jesucristo nos manda pedir que venga el reino, es porque se trata de un reino terreno, pues en el cielo ya está instalado y lo estará eternamente, no hace falta pedir que lo esté.
Los cuatro pilares del reino son la libertad, la igualdad, la justicia y la fraternidad. Y lo más fundamental es la justicia. Sin justicia, ni hay libertad, ni hay igualdad, ni hay solidaridad, ni puede haber paz. El fin ultimo del reino es el establecimiento de la justicia. Por eso, lo primero que tiene que hacer un cristiano es «buscar el reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33). El reino establecido por Jesucristo no es otro que el que anunciaron los profetasy ese reino no es otro que el reino de la justicia social. Hasta que esta justicia no sea una realidad, la redención de Jesucristo no alcanzará su plenitud.
Los miembros preferidos del reino son los pobres, los débiles, los ningunos, los excluidos, los tenidos oficialmente como pecadores púbbicos, los publicanos y las prostitutas, los que son perseguidos. Los que encontrarán dificultades para entrar en el reino son los ricos y los fariseos.
El reino está en etapa de desarrollo y se encuentra en dificultades. Frente a los que claman «venga tu reino» están los que gritan «no le queremos por rey» (Lc 19, 14), «no tenemos más rey que el César» (Jn 19, 15). El proceso es lento, la fermentación de la masa no se hace de una manera espectacular (Lc 17, 20-21). Una prueba de que el reino está aquí y de que avanza con gran poder y fuerza es éste: «Los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia el evangelio a los pobres» (Lc 7, 22).
La Iglesia no es el reino. El reino es más que la Iglesia, la cual es sólo «el germen y el principio del reino» (LG 5) «y ha nacido con este fin: propagar el reino de Jesucristo en toda la tierra para gloria de Dios Padre (AA 2). «Es menester separar Iglesia y reino de Dios para que aquélla pueda quedar configurada por éste, para que la Iglesia pueda verse cada vez más libre de su «versión al mundo» mediante una auténtica «conversión al Reino» (1. ELLACURíA, Conversión de la Iglesia al reino de Dios, ed. Sal Terrae, 1984, 13).
3. Hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra
1) Hágase tu voluntad. Pedimos que sea Dios el que haga su voluntad, su querer máximo. Este querer máximo de Dios está expresado en el himno trinitario del Ef 1, 13-14, una de las páginas más bellas y profundas del N. T., donde San Pablo resume, de manera magistral, la doctrina de la salvación del mundo que pasa por un triple estadio: 1°) El Padre decide el proyecto de salvación del mundo (3-6). 2°) El
Hijo realiza el proyecto con su muerte en cruz (7-12). 3°) El Espíritu garantiza y lleva a plenitud el proyecto.
Este proyecto es el designio de Dios, el misterio de Dios revelado por Jesucristo que es centra en la salvación del mundo. Dios, origen y destino del hombre, sólo ha querido y quiere una cosa: «Que todos los hombres se salven» (1 Tim 2, 4), pues «no nos ha destinado al castigo, sino a la salvación por nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes 5, 9). Estamos salvados gracias a la voluntad del Padre y a los méritos de Jesucristo que murió por nosotros para que nosotros vivamos (1 Tes 5, 10).
Y si la voluntad de Dios consiste en la salvación del mundo, está bien claro que es algo que depende absolutamente de él el único que puede salvar al mundo. El hombre no puede salvarse a sí mismo. Le pedimos, pues, que cumpla su proyecto, que haga su voluntad, que nos salve. Ya lo hizo a través de Cristo, y lo sigue haciendo con la fuerza del Espíritu Santo y a través de los hombres, en cuanto estos aceptan su propia salvación y trabajan por la salvación de todos.
Nosotros debemos cumplir también la voluntad de Dios, querer lo que Dios quiere que no es otra cosa que nuestra santificación (1 Tes 4, 3). Hacer la voluntad de Dios no es anular nuestra voluntad, sino hacerla coincidir con la de Dios, identificar nuestro querer con el suyo. Santa Teresa lo expresaba y lo vivía así: «Cúmplase, Señor, en mí vuestra voluntad de todos los modos y maneras que Vos, Señor mío, quisiereis. Si queréis con trabajos, dadme trabajos… Si con persecuciones y enfermedades, deshonras y necesidades, aquí estoy, no volveré el rostro, Padre mío, ni es razón vuelva la espalda… Disponed en mí como cosa vuestra» (C 55, 4).
2) Como en el cielo, también en la tierra. Esta frase admite una doble interpretación: la Que se cumpla en la tierra la voluntad de Dios del mismo modo que los ángeles y los santos la cumplen en el cielo, que la tierra se haga cielo. 2a Que la voluntad, que Dios decidió desde toda laeternidad en el cielo, la lleve a efecto de manera plena, de verdad y cuanto antes, en la tierra; que no lo deje sólo para el cielo; que lo que ha hecho allí, lo haga también aquí. Si los de allí ya están plenamente redimidos, salvados, liberados, lo estemos también los que estamos aquí, libres de toda esclavitud; que la redención de Jesucristo llegue a su plenitud en la tierra.
4. El pan nuestro, que necesitamos, dánoslo hoy
Las cuatro peticiones de la segunda parte del PN son como un grito de socorro, una voz de auxilio, porque somos pobres y pedimos pan, pecadores e imploramos perdón, débiles y suplicamos ayuda para no sucumbir en el peligro. En esta petición hay cinco palabras: pan, nuestro, que necesitamos, hoy y dar.
la) Pan. La palabra «pan» aparece 75 veces en el N. T. y con diversas significaciones. La primera y más generalizada es la del pan común, necesario para el sostenimiento de nuestra vida física (Mt 4, 3; 7, 9; Lc 11, 5). El hombre lo primero que necesita es comer por eso, lo primero que pedimos es el pan: El pan se refiere también al alimento espiritual, el pan de la palabra de Dios (Mt 4, 4), al pan de vida (La Eucaristía Jn 6, 35. 51. 54. 58) al pan del banquete escatológico (Lc 13, 29; 21, 16; Ap 19, 9).
2a) Que necesitamos: Epiousion. Esta palabra -epiousion- es la cruz de los exegetas, la traducción de una palabra aramea que desconocemos. Sólo aparece aquí (Mt 6, 11; Lc 11, 13), por lo que se hace muy difícil su traducción, ya que carece de lugares paralelos para contrastar y precisar su significado. Estas son sus posibles significaciones etimológicas: a) Epi – einai: ser, existir. Se trata del ser, del existir presente. Por tanto, significaría el pan del presente, el de hoy, el de cada día -el pan cotidiano- en armonía con lo que dice Jesucristo: «A cada día le bastan sus problemas» (Mt 6, 14). Pedimos sólo el pan de hoy. La traducción sería ésta: «Danos hoy nuestro pan de cada día. b) Epi – ienai: venir, sobrevenir. Se trata de lo que será, de lo que sobrevendrá, del pan del día que viene -el pan de mañana-. Pedimos la harina para hacer el pan de mi mañana. La traducción sería ésta: «El pan de mañana, dánoslo hoy», lo que parece que no se compagina bien con las palabras de Jesús en este mismo contexto: «No os inquietéis por el día de mañana, que el mañana tendrá su inquietud» (Mt 6, 34). c) Epi – ousia: esencia, substancia. Se trata del pan esencial, substancial, necesario para nuestra subsistencia, -el pan subsistencial, necesario- lo que cada día necesitamos para seguir viviendo. La traducción sería ésta: «El pan que necesitamos, dánoslo hoy», lo suficiente, lo necesario para un día.
3a) Dar y Hoy. Mateo dice «dos», en aoristo, y se refiere a un acto puntual, a «hoy». Lucas cambia el aoristo por el presente «didou» y el «hoy» -semeron- de Mateo por «cada día» -kaz’emeran-, día tras día, indicando la acción permanente, el don continuo de pan. Dánoslo cada día. Mateo pide sólo para hoy y Lucas para cada día. El «hoy» es el día solar, de veinticuatro horas, pero también puede ser el «hoy» de esta vida temporal, en contraposición al «mañana», al «gran mañana», es decir, la eternidad.
Todos los sentidos enumerados son posibles, pero el más probable es el siguiente: Se trata del pan material, el pan físico, alimento del cuerpo, el pan subsistencial el que necesitamos para vivir; y el de la palabra «hoy» es el del día presente, de veinticuatro horas. La traducción, por tanto, es ésta: «El pan, que necesitamos, dánoslo hoy». Pedimos sólo pan para hoy, porque sólo el «hoy» nos pertenece. El futuro no está en nuestras manos, hay que conformarse con tener para hoy y fiarse de la Providencia: «No os angustiéis por vuestra vida, qué vais a comer…» (Mt 6, 25). Aparte de ese sentido literal, el pan tiene también un sentido pleno referido a la Eucaristía (Jn 6).
4a) Nuestro. El pan es «nuestro», porque es fruto de nuestro trabajo. Pedimosque no nos falte el trabajo para ganarnos el pan. No queremos que nos caiga llovido del cielo. Además, sin nuestro trabajo, Dios no nos da el pan. El pan es «nuestro», porque es de todos y porque pedimos el pan para todos. El acento no sólo hay que ponerlo en la fe, en la confianza en que Dios nos va a dar el pan, sino en la caridad, en establecer una comunidad de bienes en la que se reparte el pan, pues sin esa comunidad de bienes, podrá haber una comunidad religiosa, pero no una comunidad cristiana. Esto estaba muy claro para los primeros cristianos que lo tenían todo en común (He 2, 44; 4, 32). Por eso, esta petición podíamos traducirla a semejanza de la siguiente: «Danos hoy el pan que necesitamos, así como nosotros damos de nuestro pan a los que lo necesitan». Repartimos el trabajo y el pan.
5. Perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestros deudores
El hombre tiene una naturaleza pecadora (Sal 51, 7). Un cristiano sin conciencia de pecador es un imposible. Santa Teresa decía esto: «Nunca nos culpan sin culpas, que siempre andamos llenos de ellas, pues cae siete veces cada día el justo y sería mentira decir que no tenemos pecado» (C 22, 4). Dios es el perdón, el padre de las misericordias (2 Cor, 1, 3). Dios es el poder hecho perdón, lo perdona todo, porque lo puede todo (Sab 11, 23-26). En Jesucristo tenemos la remisión de todos nuestros pecados (Ef 1, 7-8). El perdón, puesto de relieve en las tres parábolas de la misericordia de Dios (Lc 15), junto con el amor, es el alma del evangelio. Pedimos perdón a Dios y que nos dé fuerzas y generosidad para que nosotros seamos capaces de perdonar. No se trata de que nosotros perdonamos para que él nos perdone -do ut des-. Es justamente al revés. Puesto que Dios nos ha perdonado, nosotros debemos perdonar. «La regla es que imitemos nosotros a Dios y no Dios a nosotros cuando perdonamos» (J. Maldonado). La parábola del criado perdonado y no perdonador (Mt 18 23-35) clarifica todo esto. El criado fue perdonado, antes de que él perdonara o no perdonara. Lo que sucede es que el perdón de Dios no surte efecto, si nosotros no perdonamos. Dios perdona primero, pero exige nuestra preparación para recibir el perdón, cosa que hacemos perdonando. He aquí estas palabras de Santa Teresa: «No decimos perdónanos, Señor, porque hacemos mucha penitencia, o porque rezamos mucho y ayunamos y lo hemos dejado todo por Vos y os amamos mucho…, sino sólo porque perdonamos» (CV 36, 7).
Mateo pone en la primera parte de la petición «ofeilemata» (deudas) y en la segunda «ofeileteis» (deudores). Lucas en la primera pone «amartías» (pecados) y en la segunda «ofeilonti» (deudor). Lucas, con el cambio, quiere decir que no sólo hay que perdonar las deudas —pero también las deudas, pues en la segunda parte pone «deudor»—, como cabría esperar de Mateo, sino también todos los pecados y ofensas que nos hagan. La palabra «ofeilema» sólo aparece dos veces en el N. T. y en ambas con sentido pecuniario: aquí y en Rom 4, 4: «Al que trabaja no se le abona el jornal como una gratificación, sino como una deuda» (ofeilema). Por tanto, la palabra «deudas» hay que interpretarla de deudas pecuniarias que hay que perdonar. Esto, además, está muy claro en las dos parábolas, la del prestamista (Lc 7, 41-43) y la del criado despiadado (Mt 18, 21-35).
Perdonamos como El perdona: todo, deudas, ofensas, injurias. Y sin que quede el menor resentimiento en el corazón (Mt 18, 35). Perdonamos siempre. «Si tu hermano peca contra ti siete veces al día, y otras tantas se acerca a ti diciendo: me arrepiento, perdónale» (Lc 17, 4). Hay que perdonar incluso al que no se arrepiente, no sólo al hijo pródigo arrepentido, sino al hermano mayor endurecido. Y morir perdonando, como Jesucristo (Lc 23, 34) y como San Esteban (He 7, 60).
También nosotros perdonamos. La comunidad cristiana tiene poder para perdonar los pecados. «No sólo Pedro, sinotoda la Iglesia ata y desata los pecados» S. Agustín, PL 36, 387). Los pecados cometidos contra el prójimo deben ser también perdonados por el prójimo ofendido, no sólo por Dios. Si se falta al prójimo, hay que pedir perdón al prójimo, no basta con ir al confesonario, pues si se va al confesonario, sin haber ido antes al prójimo, habrá que cumplir la penitencia de ir a reconciliarse con el hermano para que la absolución sacramental tenga la debida eficacia. El hombre, pues, por pura concesión divina, participa del poder de Dios, porque «sólo Dios puede perdonar los pecados» (Lc 5, 21).
Esta petición es la única que exige una respuesta: para ser perdonados, tenemos que perdonar. El cristiano, además, no se siente nunca ofendido, responde con generosidad al que le agrede; al que le quiere quitar la túnica, le da también el manto (Mt 5, 40); al que le abofetea en una mejilla, le presenta la otra (Mt 5, 39); da lo que le piden y no reclama lo que le han robado (Lc 6, 30); hace bien a los que le odian, bendice a los que le maldicen y ora por los que le persiguen y calumnian (Mt 5, 39-42); no se conforma, da un salto cualitativo y ama al ofensor por sí mismo, pues un amor, que ama al hermano únicamente por Dios, no es el verdadero amor. El buen samaritano ama, sin más, al hombre desgraciado, porque es un necesitado (Lc 10, 30-37).
6. No nos metas en tentación
Esta es la única petición formulada en negativo, lo que encuentra sus antecedentes en esta oración judía anterior a Jesucristo: «No nos conduzcas al pecado, ni a la transgresión, ni al delito, ni a la tentación, ni a la deshonra».
Esta petición ha sido traducida de diversas maneras: no nos dejes caer en la tentación; no permitas que seamos vencidos en la tentación; no nos sometas a la tentación; haz que no entremos en tentación; no nos induzcas a tentación que no podamos soportar; no permitas que seamos llevados a la tentación por el tentador. El verbo «eisfero» significa: llevar a…, meter en…, inducir a… En el N. T. aparece sólo ocho veces y casi siempre seguido de la preposición «eis» con acusativo, como aquí, lo que refuerza la idea de meter dentro de algo; en este caso «meter dentro de la tentación». La palabra «peirasmos» tiene dos significaciones un tanto diferentes: 1a) Prueba, experimento, intento de corrupción. Pedimos que no nos dejemos corromper, que no queramos experimentar lo que se nos propone, que no nos dejemos seducir, que salgamos airosos de la prueba (Ver Sant 1, 2; Lc 22, 28; He 26, 19; 1 Pe 1, 6). 2a) Tentación, inducción al mal. También abundan los textos en este sentido (1Tim 6, 9; Lc 22, 40; Mt 6, 41). Sólo hay un texto claramente paralelo con esta petición: «Velad y orad para que no entréis en tentación» (Mt 26, 41). En todo caso, es difícil limitar la frontera entre prueba y tentación, pues frecuentemente son intercambiables, hasta el punto que la prueba termina en tentación y la tentación es sólo prueba.
Si la oración es la vida del alma, como el aire que respiramos lo es para el cuerpo, la tentación es el despertador que nos avisa para que el alma no deje de respirar. Tan necesaria como la gracia de Dios, lo es la tentación para el alma. Tan útiles como las virtudes son las tentaciones. El ser humano está en continua tentación.
El origen fundamental de las tentaciones lo tenemos en nosotros mismos: «Cada uno es tentado por el propio deseo que lo atrae y lo seduce» (Sant 1, 14; Lc 11, 39). San Juan señala tres fuentes de tentaciones (1 Jn 2, 16): 1 a) Las pasiones carnales: Se trata de la orientación equivocada y perversa de los impulsos humanos en sus diversas manifestaciones incluidas las sexuales. 2a) Los deseos de los ojos: El ansia de las cosas, el apetito insaciable de bienes, el afán de poder, las miradas lascivas. 3a) El alarde de las riquezas: la arrogancia del rico, el egoísmo, la autosuficiencia o jactancia, el olvido de Dios y de los hombres.
Satanás, el Diablo, aparece en la Biblia como el gran tentador (1 Pe 5, 8; He 5,3; Ap 3, 10). Su función es la de tentar, pero, cuando tienta,, lo hace con el permiso de Dios (Job 1, 12), un permiso temporal, no indefinido (Ap 13, 7; 12, 12). Dios lo permite para que el hombre salga victorioso de la tentación (Ap 2, 26; 3, 12).
Dios no tienta, pero sí prueba al hombre. Ya sabe si le amamos o no, pero nos pone a prueba para que nosotros caigamos en la cuenta de si le amamos o no, para que nos examinemos a nosotros mismos y ver si damos la talla. La prueba es también una corrección de padre a hijo, para que el hijo tome conciencia de su fragilidad y recurra a él pidiendo que le libre del peligro que le amenaza (Heb 12, 7).
Si Dios utiliza con nosotros la técnica pedagógica de la prueba, es para que seamos más suyos y poder premiarnos: «Dichoso el hombre que soporta la prueba, porque, si la supera, recibirá la corona de la gloria» (Sant 1, 21; Lc 22, 28).
A Dios no le podemos pedir que estemos libres de tentaciones y de pruebas, pues eso sería tanto como pedirle que nos sacara de este mundo, cosa que Jesucristo no quiso pedir al Padre para nosotros (Jn 17, 15). «Hay que orar, no para dejar de ser tentados, cosa imposible, sino para no ser enredados en la tentación» (Orígenes). La tentación es la prueba de la fe y de la debilidad humana. En ella el hombre toma conciencia de que por sí sólo y por sus propias fuerzas la caída es inevitable.
Tentar es escandalizar, servir de tropiezo a los demás. El escándalo es una incitación al mal (Mt 18,7). Hay que evitar todo lo que pueda ser ocasión de caída para los demás (Rom 14, 20-21). Por esta razón, esta petición la podemos formular en paralelo con la anterior: «No nos metas en tentación, así como nosotros tampoco metemos en tentación a nuestros hermanos».
7. Mas líbranos del mal
Esta petición hace unidad literaria con la anterior: «Al librarnos del mal, no nos deja caer en la tentación y al no dejarnos caer en la tentación nos libra del mal» (S. Agustín). Pedimos tres cosas: 1) Que nos libre del mal en general, del mal físico, del mal moral y social. 2) Que nos libre de las influencias del Maligno. 3) Que, si hemos caído, nos rescate del estado en que nos encontramos.
1° Líbranos. El verbo «ryomai» significa traer hacía sí, arrancar del peligro, salvar. Aparece diez veces en el N. T. Unas veces significa sácanos del peligro en el que estamos metidos (Mt 27, 43); otras, se refiere a un peligro, del que ya hemos sido liberados (Col 1, 13); otras, que seamos preservados de un peligro que nos amenaza, pero en el que no hemos caído (Rom 15, 31); evoca también la parusía, cuando Jesucristo nos liberará del último desastre: De manera general podemos decir que se trata de liberar al esclavizado, salvar al que está perdido o a punto de perderse, física o moralmente, sacar de la opresión al oprimido. Se trata siempre de liberar de un peligro.
2° El mal. La palabra «ponerós» significa mal, maligno, inicuo, perverso. Se puede referir al mal en general y al Maligno. Las dos versiones son legítimas. En latín es la misma palabra: «malum»; si se escribe con mayúscula se refiere al Maligno, al Diablo, y si con minúscula, se refiere al mal en general. Un texto claramente paralelo es 2 Tes 3, 2.
Vivimos en un mundo de maldad, lleno de maldad, aunque, en sí mismo es bueno. La maldad no puede emanar de Dios, que es la bondad misma, sino del hombre que es un productor de maldad, aunque también lo sea de bondad. En todo el entramado de nuestra vida está presente el mal físico, el dolor del cuerpo, el mal moral, el dolor del alma, el mal social, los pecados sociales, la insolidaridad, la injusticia, la agresividad, la violencia, el mal de la naturaleza -el pecado cósmico y ecológico- que insensatamente provocamos.
La raíz del mal está en el amor al dinero (1 Tim 6, 16), el antidiós, el dios Mammona, incompatible con el Dios de la Biblia (Mt 6, 24). Y junto al dinero, el poder y la gloria. El Maligno es el antiamor. Y sólocon el amor, que es el sumo bien, se puede acabar con el mal, «poniendo amor, donde no hay amor, para producir amor» (San Juan de la Cruz).
Pedimos a Dios que nos libere de todos los males: enfermedades, injusticias, abusos de poder, opresiones, conculcación de los derechos humanos, catástrofes cósmicas, intransigencias religiosas, fanatismos, y tantas crueldades que azotan por doquier a los seres humanos
3° El Maligno. El Maligno es el dueño del poder, la encarnación de la tiranía (Lc 4, 5-9; Jn 5, 19). Ansiar el poder es caer en sus redes. Es el pervertido y el pervertidor, el enemigo número uno (1 Pe 5, 8-9), el seductor del mundo (Ap 12, 9). La maldad esencial, el origen del mal (Mt 13, 38), el príncipe de este mundo (Jn 12, 31), el dios de este siglo (2 Cor 4, 4), el adversario (2 Tes 2, 3), el asesino (Jn 8, 44), el ídolo repugnante (Mt 13, 14), el esclavizador de los hombres (He 10, 38), un misterioso personaje que recibe diversos nombres: Satanás (Mc 3, 16), Diablo (He 10, 38), Beelzebú (Mt 12, 24), Mammona (Mt 6, 24), Anticristo (1 Jn 4, 3).
Todas estas denominaciones simbolizan y representan las fuerzas del mal que continuamente actúan en el mundo. En ellas el hombre descarga lo que es fruto de su propia maldad y todas las demás maldades que no encuentran explicación razonable y que de ninguna manera pueden venir de Dios, el cual todo lo hizo bien, pero «por la envidia del Diablo entró la muerte en el mundo» (Sab 2, 24) y con ella una interminable reata de infortunios y dolores.
4° Jesucristo, el liberador. El Dios de la Biblia es un Dios liberador, interviene en la historia humana para salvar, para liberar, nunca para esclavizar. El proyecto eterno de Dios, realizado en Cristo, no es otra cosa que el de una liberación integral, es decir, una liberación del pecado en su aspecto social y religioso. Ambos aspectos van indisolublemente unidos, de tal forma que no es posible realizar uno sin realizar el otro.
La liberación cristiana es una liberación, corporativa, comunitaria, pretende un cambio substancial de la sociedad a todos los niveles, crear una sociedad nueva, donde no haya esclavitudes ni opresiones, donde reine la justicia y el amor. La liberación que pedimos afecta a lo espiritual y a lo material, al pecado social y al pecado religioso.
El PN empieza con la palabra más bella y amable -ABBA, Padre- y termina con la más horrenda y odiosa -MALIGNO, MAL, la suma de todos los males-. Y en medio está el hombre, amado por Dios-Padre y odiado por el Diablo-enemigo. El hombre que lucha para no dejarse atrapar por las garras del Diablo que, como león rugiente, está siempre al acecho de la presa (1 Pd 5, 8) y para echarse confiadamente en los brazos de Dios Padre. oración; abba; reino.
BIBL. – J. ALONSO DíAZ, Teología del Padre Nuestro, Casa de la Biblia, Madrid, 1967; L. BOFF, El Padrenuestro, oración de los hijos, Ed, Paulinas, Madrid, 1982; S. SABUGAL, Abba, la oración del Señor, BAC Madrid, 1985; El Padrenuestro en la interpretación catequética antigua y moderna, Sígueme, 1990; J. Ma CABODEVILLA, Discurso del Padrenuestro, ruegos y preguntas, Madrid, 1986; E. MARTíN NIETO, El Padre Nuestro, la oración de la utopía, San Pablo, Madrid 1996; SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, cap. 43-68.
E. Martín Nieto
FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001
Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret
(-> Abba, oración, perdón). Oración fundamental de Jesús y de sus seguidores, conservada en dos versiones, una más breve (Lc 11,2-4) y otra más larga (Mt 6,9-13). En su forma externa es (o podría ser) una oración judía, de manera que todas sus palabras pueden y deben entenderse en perspectiva israelita. Pero es, al mismo tiempo, una oración cristiana (¡ella define el cristianismo!) y universal, pues la pueden asumir y emplear todos los que creen en Dios y le pueden invocar con el símbolo padre. No hay en esta oración nada específicamente judío (nombre de Yahvé, patriarcas, Moisés, Ley, templo, ciudad/tierra sagrada, expiación ritual, tradiciones nacionales, alimentos puros, purificaciones, fiestas o mesías especiales…). Tampoco hay en ella nada específicamente cristiano (Jesús, Iglesia, Espíritu Santo, eucaristía). Todo es universal en la oración de Jesús siendo, al mismo tiempo, muy judío, muy cristiano, muy humano, lo mismo que en otros textos básicos del Nuevo Testamento (Magníficat*, Mandato fundamental de Mc 12,28-34 par). En su forma extensa, recreada, sin duda por la iglesia de Mateo, dice así (Mt 6,9-13): «Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad, como en el cielo también en la tierra. Nuestro pan cotidiano, dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos hagas entrar en tentación, mas líbranos del mal (Malo)» (Mt 6,9-13). La oración consta de una invocación introductoria, a la que siguen dos grupos de peticiones (peticiones tú y peticiones nosotros), que concluyen con una llamada escatológica de liberación.
(1) Invocación: Padre nuestro que estás en los cielos (Mt 6,9). El paralelo de Lc 11,2 es más sobrio y reza simplemente Patér ¡Padre! A Jesús le basta así. Ha dejado a un lado los restantes títulos y nombres de Dios, vinculados a la tradición de Israel (Yahvé, Dios de patriarcas o templo, de Ley o pueblo) y pone de relieve aquello que le vincula con todos los hombres que empiezan diciendo: ¡Padre! Por situarse en un contexto más litúrgico, Mt ha querido ampliar la invocación: «Â¡Padre nuestro que estás en los cielos!». De esa forma se acerca a los modos de orar del judaismo, pues resulta posible, aunque no frecuente, que palabras como estas aparezcan en textos rabínicos que empiezan Abinu slie-ba-shamayim (¡Nuestro Padre de los cielos!) o, de un modo más usual, Abinu Malkenu (¡Padre nuestro, rey nuestro!), como en la plegaria de las Dieciocho Bendiciones*. El orante de Lucas dice simplemente «Padre», en actitud de confianza radical, en gesto de nuevo nacimiento. Es co mo si la historia anterior hubiera desaparecido o no hiciera falta: cada ser humano empieza desde Dios, está en manos de su Padre. Las palabras que Mt añade explicitan el sentido del Padre: (a) Nuestro. Algunos judíos habrían entendido el término de un modo nacional conforme al principio del Shemá («Escucha Israel, Yahvé, nuestro Dios…», es decir, el Dios de los israelitas: Dt 6,4). También algunos cristianos han podido entender ese «nuestro» como referido a ellos, los cristianos. Pues bien, aquí falta toda especificación, tanto israelita como cristiana: el nosotros de la oración, el nosotros de Dios, son todos los hombres a los que Jesús ofrece el reino de Dios, especialmente los pobres y expulsados de todas las «buenas» sociedades del mundo. En unión con ellos quiere Jesús que vivamos y oremos, (b) Que estás en los cielos. El Dios judío de las Dieciocho Bendiciones* estaba vinculado a la historia israelita: a patriarcas, pueblo, Ley, ciudad y templo. Este Dios de Jesús deja a un lado esas referencias. No es que las niegue, pero las toma como secundarias, situándose en el «cielo», es decir, en su propia divinidad, en su trascendencia salvadora. Este Dios del cielo es, sin duda, el Dios cósmico; pero, al mismo tiempo, y de forma mucho más precisa, es el Dios de la esperanza de los hombres, aquel que les ofrece con su propia vida una garantía de humanidad, sin distinciones ni fronteras.
(2) Peticiones tú. Están dirigidas de manera directa a Dios, para que él mismo actúe y realice su obra que consiste en santificar su Nombre y traer su Reino (el paralelo de Mt 7,10 añade cumplir su Voluntad), (a) Santificado sea tu Nombre (hagiasthétó to onoma son). Este es un tema tradicional israelita, que aparece ya en Ez 36,23, donde el profeta le pide a Dios que manifieste su santidad liberando y salvando a los judíos oprimidos bajo el orgullo y prepotencia (¡impureza!) de otros hombres. También aquí se pide a Dios que ofrezca pan, perdón y libertad a los hombres. Santificar significa ofrecer reverencia, honrar, glorificar y alabar. Eso es lo que hace Jesús: pide a Dios que manifieste su honor y su gloria, la gloria que aquí se pide es directamente del Padre (aunque un judío puede leer Yahvé y un hindú otro apelativo). Que santifique su nombre de Padre significa que muestre en plenitud su realidad creadora-engendradora, amando y liberando de un modo especial a sus hijos más oprimidos. Evidentemente, quien así pide se compromete a querer que el rostro del Padre se exprese y revele como santidad salvadora en el mundo, (b) Venga tu Reino (elthetó he basileia son). La tradición judía conoce ya la relación entre Santidad y Reino. Ella se expresa aquí de un modo directo, pues la revelación de la santidad de Dios es precisamente su reino de Padre. No se pide que llegue el reino de un rey poderoso en línea militar, de imposición o prepotencia, sino el reino del Padre, que ofrece a todos su vida engendradora y amorosa. Este Dios Padre a quien se pide el Reino, es PadreMadre que expresa y expande su vida en los hombres; no es un padre/rey, patriarca impositivo que triunfa con violencia; no es un padre/nacional que protege los intereses de un determinado grupo, sino el Padre-Madre de todos los vivientes, (c) Hágase tu Voluntad, como en el cielo también en la tierra (genethétó to theléma son…). Posiblemente no era necesaria esta petición (que no aparece en Lc 11,2), pues se encuentra incluida en las dos anteriores, pero el texto de Mateo la ha explicitado y de esa forma nos enraíza en el principio de la creación, cuya primera palabra es la misma que se emplea aquí, conforme a los LXX: genéthéto (hágase). Dios fue diciendo «hágase» y todo se hizo. Ahora se le pide también que su voluntad de amor se abra y exprese plenamente. Pero el que dice genéthéto (¡hágase!) ya no es Dios, sino el mismo ser humano, situado por Jesús en el centro del proceso creador, el hombre que eleva su voz y se dirige a Dios con fuerza, diciéndole: ¡haz ya del todo, actúa según eres! Esta petición nos introduce en la intimidad del Padre. Existen diversos tipos de theléma o voluntad, como sabe Jn 1,13, pero, en perspectiva de Nuevo Testamento, la voluntad fundante es la de Dios. Por eso, la tarea principal del cristiano está en cumplirla (cf. Mt 7,21; 12,50; 21; 31), poniendo su vida en las manos del Padre, como hizo Jesús en Getsemaní (cf. Mt 26,42), cuya palabra y gesto de oración asume de esta forma el Padrenuestro, identificando así a los cristianos con su Cristo, pero de un modo velado, sin nombrar lo. Desde una perspectiva radical, esta petición (hágase tu voluntad), parece más cercana a las grandes oraciones musulmanas, centradas en el «Dios lo quiere», que a las cristianas.
(3) Peticiones nosotros. Están dedicadas a las necesidades principales de la vida sobre el mundo: el Pan cotidiano, que constituye el alimento básico, y el Perdón de los pecados, vinculado a la gratuidad, culminando con la llamada de libertad escatológica. (a) Danos hoy nuestro pan cotidiano (ton arton hémon…). Del Padre nuestro pasamos al pan nuestro, es decir, al alimento compartido. El primer signo del Padre Dios no es la Ley, Torah de Israel, ni es la Iglesia cristiana, ni ningún tipo de institución religiosa, sino el pan* universal y fraterno, es decir, la comida compartida, nuestra. Si no buscamos el «pan nuestro» no podemos decir «padre nuestro», porque el primer deseo del Padre es que los hijos puedan alcanzar y compartir el pan. Jesús nos hace pedir por el pan (arton), que es la comida* elaborada, hecha de trigo que se siembra y de harina que se muele, en una serie de procesos colectivos de cultivo y producción cultural, en contra del Bautista que sólo comía saltamontes y miel silvestre (Mc 1,6), es decir, alimentos puramente naturales. Por eso, al decir a Dios que nos conceda el «pan nuestro» nos estamos comprometiendo a cultivarlo, elaborarlo y compartirlo, en un proceso de comunicación que no es sólo económica, pero que es también económica, (b) Perdónanos nuestras deudas… (apiles hémin ta opheilémata hémón…). Del pan pasamos al perdón*, entendido como principio de solidaridad social. La oración supone que en la vida surgen deudas, no sólo en la relación entre los hombres, sino también en la relación con Dios. Por encima de todas las leyes y normas concretas, de tipo social o religioso, esta oración ha puesto sólo de relieve el principio del perdón, como experiencia de amor* originario, donde se vinculan Dios y los hombres. Dios perdona por sí mismo antes de toda metanoia o conversión humana, sin necesidad de un ritual de sacrificios*, sin necesidad de ritos religiosos especiales. Por eso le decimos que perdone nuestras deudas (opheilémata), en las que se incluye todo (pecados, ofensas, omisiones); le decimos a Dios que no nos exija nada, que no utilice con nosotros ningún talión, ninguna ley, sino sólo su amor de Padre, haciéndonos capaces de ser hijos suyos. Por eso añadimos: «como nosotros perdonamos». La comunidad que surge en torno a Jesús tiene como ley suprema el perdón, tanto en plano religioso como social, personal como económico, pues la palabra deudas incluye todo lo que enfrenta a unos hombres con otros. Llevada hasta el final, esta ley del perdón iguala a judíos y gentiles, a creyentes y no creyentes, a hombres religiosos y a no religiosos, de manera que pide a todos sólo que se perdonen unos a otros. Esta es la religión de Jesús, éste su culto. No hay otro mandamiento ni otro rito, sino sólo el amor mutuo expresado en el pan compartido y el perdón interhumano. En principio no hay lugar para ritos e iglesias, para ceremonias ni poderes religiosos especiales: el Dios del Padrenuestro es el Dios de la oración que se expresa en forma de perdón universal (cf. Mc 11,22-26). (c)Yno nos hagas entrar (me eisenenkés) en tentación, mas líbranos del mal (Malo). El texto resulta difícil de traducir. Si el me eisenenkés se toma de forma activa, le decimos al Padre que no nos introduzca en la tentación: lo normal sería que lo hiciera, como hizo en el principio (Gn 2-3); pues bien, nosotros, débiles humanos, le decimos que no ponga a prueba nuestra vida, que no nos lleve al peirasmos, entendido aquí a manera de tribulación escatológica. En el fondo pediríamos a Dios que nos libere del gran cáliz que Jesús debió beber en la hora de su tentación (cf. Mt 26,39-41). Pero el texto se puede interpretar en clave permisiva: no nos dejes (no nos hagas caer) en la tentación. Se supone que existe tentación, que hay prueba; pero el Padre puede y quiere ayudamos; por eso le pedimos que no nos abandone ni rechace en medio de ella. Posiblemente las dos traducciones resultan semejantes. En este contexto, ha añadido Mt 6,13 su nueva petición «más líbranos del mal (Malo o Maligno)», destacando el carácter apocalíptico del mensaje de Jesús y su plegaria. Pero el texto de Lucas, que parece más fiel al mensaje original del Evangelio, se contenta con hablar del peirasmós «no nos dejes caer en la tentación» que amenaza a los humanos, con sus dos problemas prin cipales, que son la comida compartida (nuestro pan) y la comunicación social (nuestro perdón). Sólo el Padre Dios, que se revela como Santidad y Reino, abriendo a los hombres un camino de pan y perdón compartido, puede liberarnos de la gran tentación o pmeba apocalíptica que había puesto de relieve Juan Bautista.
Cf. A. APARICIO (ed.), El padrenuestro, Publicaciones Claretianas, Madrid 1999; O. CULLMANN, La oración en el Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1999; L. A. MONTES PERAL, El Padrenuestro. La oración trinitaria de Jesús y los cristianos. Verbo Divino, Estella 2001; X. PIKAZA, La oración cristiana, Verbo Divino, Estella 1996; S. SABUGAL, Abba. La oración del Señor, BAC 467, Madrid 1985; C. DI SANTE, El Padre Nuestro: la experiencia de Dios en la tradición judeocristiana, Sec. Trinitario, Salamanca 1988, H. ScnüRMANN, Padre Nuestro, Sec. Trinitario, Salamanca 1982.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra
SUMARIO: I. Dos hechos (o ejercicios) motivadores: 1. «Para que conozcas el fundamento de las enseñanzas que has recibido» (Le 1,4); 2. Nombre y apellidos del padrenuestro. II. El texto del padrenuestro y su contexto. III. El tejido del texto. IV. Mensaje global y catequesis del padrenuestro. V. El padrenuestro en las etapas de la catequesis: 1. Etapa de la familia: el padrenuestro vivido; 2. Etapa de la infancia y de la niñez: el padrenuestro aprendido; 3. Etapa de la juventud: el padrenuestro comprendido; 4. La catequesis de adultos: el padrenuestro encarnado.
El tratamiento de esta catequesis del padrenuestro se ha intentado elaborar no de forma expositiva, sino más bien de manera catequética. Así, el propio catequista en su ejercicio de asimilación de estas páginas reelaborará creativamente en cada lectura todas las temáticas implicadas en la expresión catequesis del padrenuestro. El último apartado no quiere ser final de esta catequesis, sino punto de partida de un nuevo itinerario catequético del padrenuestro, porque, como se indica en el Directorio general para la catequesis, «es pedagógicamente eficaz hacer referencia a la catequesis de adultos y, a su luz, orientar la catequesis de las otras etapas de la vida» (DGC 171).
I. Dos hechos (o ejercicios) motivadores
1. «PARA QUE CONOZCAS EL FUNDAMENTO DE LAS ENSEí‘ANZAS QUE HAS RECIBIDO» (Lc 1,4). En todas las épocas de la historia de la comunidad cristiana, y desde todas las ópticas y lenguas, puede hoy un catequista encontrar y saborear un comentario al padrenuestro. El espacio aquí dedicado no sería suficiente para citar tan solo las referencias bibliográficas de tales comentarios1. Resulta gratificante descubrir que en todo tiempo y lugar, los seguidores de Jesús han expresado de formas y maneras tan variadas la experiencia de la fe, la certeza de saberse y de sentirse hijos del único Padre y hermanos de la misma familia. Esta confesión de fe, hecha tradición viva en los comentarios al padrenuestro, es testimonio existencial del teólogo y del catequista, del exegeta y del historiador, del pastor y del liturgista, del educador y del homileta, del místico y del misionero, del profeta y del filósofo, del católico y del protestante, del oriental y del occidental… ¿Cómo no ver, pues, en este hecho un signo de unidad que rompe toda frontera de lengua, ideología, sexo, religión, rito, cultura… y hace de los seguidores de Jesús una comunidad de hermanos?
Esta elemental constatación histórica y teológica nos indica que fueron (y siguen siendo) firmes aquellos cimientos sólidos de la fe cristiana que se iban colocando en las etapas de la catequesis bautismal, como nos lo recuerdan y actualizan estos textos del último y significativo documento eclesial sobre la catequesis: «El tiempo de purificación e iluminación, que proporciona una preparación más intensa a los sacramentos de la iniciación, y en el que tiene lugar la entrega del Símbolo y la entrega de la oración del Señor» (DGC 88). «La preparación inmediata al bautismo, por medio de una catequesis doctrinal, que explicaba el Símbolo y el padrenuestro, recién entregados, con sus implicaciones morales» (DGC 89). «La riqueza de la tradición patrística y la de los catecismos confluye en la catequesis actual de la Iglesia, enriqueciéndola tanto en su misma concepción como en sus contenidos. Recuerdan a la catequesis los siete elementos básicos que la configuran: las tres etapas de la narración de la historia de la salvación: el Antiguo Testamento, la vida de Jesucristo y la historia de la Iglesia; y los cuatro pilares de la exposición: el símbolo, los sacramentos, el decálogo y el padrenuestro. Con estas siete piezas maestras, base tanto del proceso de la catequesis de iniciación como del proceso permanente de maduración cristiana, pueden construirse edificios de diversa arquitectura o articulación, según los destinatarios o las diferentes situaciones culturales» (DGC 130; cf IC 40-43).
2. NOMBRE Y APELLIDOS DEL PADRE NUESTRO. Junto al primer ejercicio realizado con el objetivo de constatar la pluralidad de comentarios del padrenuestro, resultaría interesante acercarse a alguno de ellos e ir tomando nota de cómo se le denomina al padrenuestro, es decir, con qué apellidos se va precisando su nombre de padrenuestro y su identidad dentro de la fe cristiana. A modo de inicio de esta propuesta, ofrecemos algunas sugerencias. Nos acercamos al amplio comentario del último catecismo eclesial, y lo primero que encontramos, ya en el título, es esta identidad de nombre y apellidos del padrenuestro: la oración del Señor. Poco después, el siguiente texto nos lo aclara: «»La oración dominical es, en verdad, el resumen de todo el evangelio» (Tertuliano, Or. 1). «Cuando el Señor hubo legado esta fórmula de oración, añadió: `Pedid y se os dará’ (Lc 11,9). Por tanto, cada uno puede dirigir al cielo diversas oraciones según sus necesidades, pero comenzando siempre por la oración del Señor que sigue siendo la oración fundamental» (Tertuliano, Or. 10)» (CCE 2761).
Esta oración dominical, resumen de todo el evangelio, es la más perfecta de las oraciones, la oración del cristiano o «el compendio de toda nuestra oración», como bien expresaba santo Tomás (Sum. Theol. II-II 83, 14 ad 3); y confirma el último Directorio: «El padrenuestro, condensando la esencia del evangelio, sintetiza y jerarquiza las inmensas riquezas de oración contenidas en la Sagrada Escritura y en toda la vida de la Iglesia. Esta oración, propuesta a sus discípulos por el propio Jesús, trasluce la confianza filial y los deseos más profundos con que una persona puede dirigirse a Dios» (DGC 115).
Con apellidos semejantes califica la identidad del padrenuestro santa Teresa, que exhortaba a sus hermanas a rezar el padrenuestro como guía segura de oración vocal y contemplativa (Camino de perfección, 24). En este mismo sentido, y sirviéndose de una preciosa imagen evangélica y bautismal, se expresaba la Asamblea sinodal de Berna (Suiza) en 1532: «El padrenuestro es la verdadera oración cristiana, el odre o recipiente de agua para que extraigamos la gracia de su fuente, que es Jesucristo, y llene nuestro corazón» (BRSK 53). Y es conveniente recordar, por su profundo y significativo sentido ecuménico, que para Lutero el padrenuestro es fuente perenne de espiritualidad: «Pues yo, aún hoy en día, mamo del padrenuestro como un lactante, bebo y engullo como un viejo y no puedo saciarme»2.
Una vez esbozado el ejercicio de búsqueda de los que hemos llamado apellidos del padrenuestro, dejamos que sea el lector y catequista quien lo prosiga en su tarea de permanente formación y enriquecimiento. Pero antes, y a modo de síntesis, podemos retener estas dos sugerencias de los estudiosos. La primera, de Ulrich Luz: «El uso constante del padrenuestro ha hecho que apenas exista un texto cristiano con tan amplia influencia en la espiritualidad, culto divino, instrucción y dogmática»3. La segunda, de Santos Sabugal: «El padrenuestro, incesantemente comentado y explicado a lo largo de su veintisecular historia, es la plegaria propia y exclusiva del cristiano, la oración paradigmática del cristianismo y del ecumenismo, la más bella y sublime oración de la Iglesia»4.
Por fin, antes de adentrarnos en la abundante riqueza del texto del padrenuestro, y siguiendo al dictado la pedagogía de los tradicionales catecismos, podemos decir del padrenuestro que es el modelo de oración, un compendio de dogmática, la síntesis de la catequesis, la oración personal y de la Iglesia y la teología del evangelio.
II. El texto del padrenuestro y su contexto
El texto del padrenuestro sólo aparece en dos libros del Nuevo Testamento: en los evangelios de Mateo y de Lucas. Según Lucas (Le 11,1-4), una vez que Jesús hubo acabado su oración, uno de los discípulos le pide que les enseñe a orar al igual que Juan enseñó a orar a los suyos. La respuesta de Jesús a la petición del discípulo es: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino. Danos cada día el pan que necesitamos; perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos ofende; y no nos dejes caer en la tentación».
Según Mateo (Mt 5,1-7,29), es el propio Jesús quien proclama a los discípulos y a la muchedumbre reunida en el monte las novedosas bienaventuranzas. Dentro de este largo primer discurso, que parece dibujar un programa alternativo al decálogo del Sinaí, señala Jesús las tres nuevas prácticas religiosas frente a las tres viejas prácticas del actuar del creyente (limosna-oración-ayuno). Este, el padrenuestro, es el modo peculiar de orar que propone Jesús: «Cuando recéis, no seáis como los hipócritas (judaísmo)… No os convirtáis en charlatanes como los paganos (gentilidad)… Vosotros orad así: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal [del Malo]». Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas…» (Mt 6,5-15).
Probablemente a finales del siglo 1 d.C. el texto del padrenuestro circulaba también en algunas comunidades cristianas, según se recoge en el escrito de la Didajé (8, 2s.), también llamada Doctrina de los doce apóstoles, que es para muchos estudiosos como el primer catecismo posapostólico: «Padre nuestro, que estás en el cielo: santificado sea tu nombre, venga tu Reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo también sobre la tierra. El pan nuestro cotidiano dánosle hoy. Y perdónanos nuestra deuda, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y haz que no sucumbamos a la tentación, sino líbranos del mal. ¡Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos!». Esta última añadidura de la Didajé, utilizada siempre por los protestantes y adoptada como aclamación al final del embolismo en la liturgia de la misa católica, se ha incluido también recientemente en el padrenuestro «ecuménico».
Por fin, en la larga historia de la Iglesia de Jesús el texto del padrenuestro ha ido experimentando ligeros retoques. En nuestros días (27.11.1989), este texto en castellano, adoptado por todas las Conferencias episcopales de los 22 países de lengua española «para la unificación de la liturgia» queda fijado así: «Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu Reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal».
III. El tejido del texto
La forma o composición literaria de todas estas diferentes versiones del padrenuestro posee elementos comunes (semejanzas) que conviene tener en cuenta para comprender en toda su extensión el contenido central y las peculiaridades (diferencias) del mensaje de esta oración.
La atenta lectura de estos textos pone en evidencia la presencia de algunos elementos configuradores del padrenuestro. Los dos elementos mayores serían: La invocación (Padre) y las súplicas. Y, estas súplicas son, a su vez, de dos tipos: las primeras, de alabanza (santificación del nombre, venida del Reino…) y las segundas, de petición (del pan, del perdón, de no caer en tentación…). Algunos exegetas prefieren no establecer diferencias entre las súplicas. Muchos otros investigadores sólo califican como peticiones todo lo que sigue a la invocación. Y todos señalan las dos partes o grupos en que se organizan dichas súplicas o peticiones: las formuladas en singular y las expresadas en plural.
Las diferencias en las diversas versiones del texto del padrenuestro están presentes, a modo de precisiones o de ampliaciones, en los tres elementos configuradores antes indicados. La invocación (Padre) se completa en cada versión del padrenuestro con precisiones típicas («nuestro», «que estás en el cielo», «que estás en los cielos»). Las súplicas de alabanza se precisan («a nosotros») o se amplían («hágase tu voluntad…»). También las súplicas de petición se precisan («el pan-nuestro pan», «pecados-deudas-ofensas») o se amplían («líbranos del mal [del Malo]», «pues si perdonáis sus culpas a los demás…», «porque tuyo es el poder…»).
La constatación de estas semejanzas y diferencias, puesta de relieve por los estudios exegéticos, ilumina el objetivo a tener en cuenta por la catequética y señala la acción y las tareas del catequista, para que el padrenuestro llegue a ser no sólo un texto que se memoriza y repite rutinariamente, sino la auténtica expresión de la experiencia cristiana, que es la relación con el Padre (filiación) y con los hermanos (fraternidad).
Las semejanzas apuntan hacia el objetivo de toda catequesis del padrenuestro, que no sería otro que conocer en toda su dimensión la identidad del Dios cristiano, que es un Padre entrañable a quien todos podemos acercarnos con la plena confianza de los hijos queridos. Esto es, en síntesis, lo que se desea confesar cada vez que las personas o las comunidades proclaman, como creyentes y seguidoras de Jesús, en la oración, en la eucaristía y en toda acción litúrgica y a una sola voz, el padrenuestro. Un primer paso para acceder a esta comprensión significativa del padrenuestro será saber (memorizar) el padrenuestro para llegar progresivamente a saberlo saborear y hacerlo experiencia existencial.
Las diferencias textuales del padrenuestro detectadas, desde los orígenes, en la historia de la transmisión del texto, orientan las tareas de toda acción catequística empeñada en acompañar el proceso de fe del catequizando. Estas diferencias están presentes en lo que se destaca como añadidos textuales. Aquí no entramos en el estudio exegético de tales variantes textuales, que ya está realizado, y cuyos resultados pueden consultarse en las referencias bibliográficas. Prestamos atención a estas diferencias y a las conclusiones de los exegetas desde la óptica de la catequesis, con el fin de iluminar la tarea de todo catequista.
Si el padrenuestro es la oración del Señor, la única entregada y enseñada por Jesús a sus discípulos, la plegaria que los distingue de otros grupos o personas creyentes, ¿cómo explicarse los diferentes textos de la misma? ¿Acaso el mismo Jesús les enseñó dos veces el padrenuestro? ¿Por qué entonces la tradición paulina y las comunidades eclesiales a quienes se dirigen los evangelios de Marcos y de Juan no transmitieron ni conservaron ni entregaron el texto de la oración del Señor? ¿Tal vez el propio Jesús, en vez de fijar un texto oracional, comunicó, enseñó y compartió con los suyos un modo, un estilo, un talante, una experiencia nueva de oración, es decir, de relación filial con el Padre maternal? Y, en este sentido, la comunicación de una experiencia que abarca en su totalidad a la persona ¿resulta posible encerrarla en unas expresiones que sean válidas para siempre y en todo tiempo y lugar?
De nuevo se sugiere otro ejercicio de pedagogía catequística, que aporta no pocas luces para quienes se adentren en la respuesta a estas preguntas. Martín Irure, en el prólogo de una de sus más valiosas y hermosas aportaciones a la pastoral y a la catequesis, afirma que «el padrenuestro no es una fórmula de oración para decirla indefinidamente, sino que es un modelo, un camino de oración, en el que Jesús nos compromete»5. El ejercicio consiste en acercarse a las 173 expresiones del padrenuestro que él ha recogido en su publicación. En cada una de estas expresiones puede rastrearse un proceso existencial de crecimiento en la fe de aquel o aquellos que se atrevieron a expresarla en frágiles y precisas palabras. Cada uno de estos 173 padrenuestros, con sus luces y sombras, expresa la experiencia global de relación con Dios y con los hermanos de personas concretas en tiempos y espacios determinados. La experiencia globalizante y totalizadora es única y su expresión, múltiple.
Por tanto, la catequesis del padrenuestro introduce al catequizando en la única y apasionante experiencia de encontrarse con el Dios Padre como hijo suyo y como hermano de Jesús y de todos los humanos.
IV. Mensaje global y catequesis del padrenuestro
Probablemente, tomado en su conjunto, el texto del padrenuestro sorprende por su sencillez, equilibrio y perfección, más en la versión de Mateo que en la de Lucas. Resulta fácil de aprenderlo y comprenderlo. Y si se hace el esfuerzo mental de colocarse en el contexto histórico de los tiempos de Jesús y de la primera comunidad cristiana, aún resaltará más la sencillez, perfección y facilidad comprensiva del padrenuestro. Aquellos eran tiempos muy propicios para la transmisión oral y la comunicación del boca a boca. La estructura interna del padrenuestro: la innovación, las dos o tres peticiones en singular y las tres o cuatro peticiones en plural facilitan la rápida apropiación nemotécnica del texto. Además de esta estructura general, el vocabulario es típicamente judío. Estructura y vocabulario del padrenuestro están emparentados con las oraciones judías más sagradas y populares como la Semá (=escucha), los Semone Esre (=dieciocho bendiciones) o también llamada Amida (=estar de pie) y, sobre todo, el Qaddis (=santo), oración que siempre se rezaba (y se reza aún) al terminar la lectura de la Torá (=Ley) en la liturgia del templo y en el ritual sinagogal.
Los temas del mensaje del padrenuestro son los temas centrales de la predicación de Jesús, que los evangelios nos presentan. Podría decirse con razón que los contenidos de la fe anunciada por Jesús se hacen expresión celebrativa en la oración del Señor. El padrenuestro es la oración que expresa en su más radiante sencillez la universalidad de la paternidad divina, el reino de Dios y su justicia, la realización de la voluntad de Dios, la gratuidad de su pan de vida y salvación, el amor fraternal que se actualiza en el perdón de las ofensas y la confianza esperanzada en el Dios que nos sostiene y cuida. Así, pues, el contenido de la oración del padrenuestro (lex orandi) no es más que el mensaje de la fe (lex credendi). Y el creyente que ora con la plegaria del Señor sabe y siente que toda su vida personal y comunitaria quedan gozosamente revestidas de la identidad y existencia cristiana (lex vivendi).
Curiosamente, estas tres orientaciones íntimamente relacionadas -fe, oración, vida- han sido las guías maestras de la interpretación exegética global del padrenuestro. Estas comprensiones globales del padrenuestro se han llamado dogmática, ética o espiritual y escatológica. Posiblemente, toda interpretación o comprensión del padrenuestro tiene en cuenta estas tres orientaciones, pero se suele acentuar y subrayar más una de ellas, según las épocas de la historia, porque se tiende a poner de relieve alguno de los elementos textuales del padrenuestro. El mismo Tertuliano destaca los rasgos dogmáticos y éticos del padrenuestro. Gregorio de Nisa representa a los mejores defensores de la interpretación ética. La interpretación escatológica se ha impuesto en la mayoría de los comentaristas del siglo XX. A la luz de estas tres guías de interpretación, lógicamente, van apareciendo múltiples formas mixtas de comprensión del padrenuestro. Consecuentemente, la catequesis del padrenuestro ha quedado, en cada tiempo de la historia, fecundada, en sus objetivos y métodos, por estas orientaciones interpretativas de la exégesis.
En este sentido, la tarea de la catequesis ha estado marcada por la entrega y la comunicación del padrenuestro para descubrir en él el corazón del mensaje evangélico (interpretación dogmática); o para hacer del padrenuestro la oración de la comunidad que nos reúne como hijos del mismo Padre y hermanos de todos los vivientes (interpretación ético-espiritual); o para expresar la osadía de adelantar y actualizar en el aquí y ahora el Reino y la voluntad de Dios, que quiere que todos sus hijos se salven y alcancen el conocimiento pleno de la salvación (interpretación escatológica).
Por fin, esta visión global del mensaje del padrenuestro articula y organiza los diversos temas del contenido y, en nuestro caso, de la catequesis del padrenuestro. El tema inicial lo sugiere el propio texto en la invocación «Padre»: fuente, río y mar de toda vida, plegaria y esperanza cristianas. Esta paternidad entrañable de Dios se hace, como señalan muchos comentarios, eje vertebrador de los demás temas, que vienen señalados por las sucesivas siete peticiones, según la versión eclesial del texto, inspirada en la tradición del evangelio de Mateo: santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad, danos el pan cada día, perdona nuestras ofensas, no dejes que caigamos en tentación, líbranos del mal.
V. El padrenuestro en las etapas de la catequesis
1. ETAPA DE LA FAMILIA: EL PADRE NUESTRO VIVIDO. El estudio, exégesis y teología del padrenuestro, como en síntesis se acaba de realizar, siempre pondrá en primer plano dos de las realidades constitutivas e integradoras de toda persona: la filiación y la fraternidad. Ambas realidades existenciales, antes de ser comprendidas en todas sus dimensiones objetivas, son realidades vividas y experimentadas subjetivamente en el ámbito familiar. Por eso, en este hogar familiar echa sus raíces más profundas la experiencia-expresión cristianas del padrenuestro. También el padrenuestro, antes de aprenderse de memoria o formularse como expresión de la fe de los seguidores de Jesús, es sentido y vivido en el amor y ternura de unos padres, en el espacio humanizado de una casa y en el calor de hogar que es la mesa familiar. Todo el complejo entramado de relaciones interpersonales que se van tejiendo en la familia vienen a ser la primera, y tal vez la más estructurante, catequesis del padrenuestro. Los primeros catequistas explícitos, pues, son los propios padres y, a su modo, lo son también los hermanos. Así lo viene a recordar una vez más en la historia de la catequesis el Directorio general para la catequesis: «El testimonio de vida cristiana, ofrecido por los padres en el seno de la familia, llega a los niños envuelto en el cariño y el respeto materno y paterno. Los hijos perciben y viven gozosamente la cercanía de Dios y de Jesús que los padres manifiestan, hasta tal punto que esta primera experiencia cristiana deja frecuentemente en ellos una huella decisiva que dura toda la vida. Este despertar religioso infantil en el ambiente familiar tiene, por ello, un carácter insustituible» (DGC 226).
2. ETAPA DE LA INFANCIA Y DE LA NIí‘EZ: EL PADRENUESTRO APRENDIDO. A lo largo de esta etapa, el campo de experiencias de relación interpersonal se amplía desde el ámbito de la familia hasta el espacio escolar, parroquial… y, por tanto, social. En estos años, la educación de la fe se enriquece con la tarea de la enseñanza religiosa escolar y con la catequesis explícita dentro de una comunidad eclesial. La catequesis del padrenuestro irá asumiendo progresivamente, en sus objetivos y métodos, aquellos aspectos que ayudan al niño a percibir críticamente y dar sentido a la propia experiencia de saberse hijo y hermano.
Los educadores de la fe, padres-maestros-catequistas, pondrán ya en manos de los niños tanto la palabra de Dios como la observación de la realidad personal y de su entorno. En el ejercicio continuado de este diálogo irá creciendo la capacidad de interiorización en el niño, por un lado; y, por otro, se irán edificando las múltiples posibilidades de expresión y comunicación de su vida y de su fe. Por ello, la catequesis del padrenuestro en esta etapa, además de procurar la memorización del texto eclesial del padrenuestro, favorecerá las primeras lecturas del padrenuestro en los textos bíblicos de Mateo y Lucas. Estas lecturas concretas y puntuales, junto a otras de la misma Biblia y junto a otras tareas educativas y catequísticas, irán despertando y creando el rico mundo de imágenes, gestos, acciones, personas, experiencias, relaciones…, vividas en la familia, en la escuela, en la sociedad y evocadas en los demás relatos de la Escritura. La tarea de los educadores de la fe es, más que cualquier otra, suscitar y despertar. Probablemente, aquello que el adulto considera como anecdótico. periférico o de normal ropaje lingüístico, sea para el niño el modo natural de acercamiento y comprensión de la realidad que se observa, de la Palabra que se acoge, del padrenuestro que se lee o memoriza y de las múltiples formulaciones incompletas y limitadas con las que expresa lo que siente y comprende.
En el tramo final de esta etapa de infancia y ceñidos a la catequesis del padrenuestro, el niño tendrá que ser capaz de observar, por ejemplo, las diferencias y semejanzas en las formulaciones del padrenuestro (eclesial, Mateo y Lucas). De esta observación irán naciendo, en el niño, preguntas y respuestas a las que todo catequista prestará atención, no tanto para responder de forma automática, sino más bien para situar en todo momento al niño en su propio proceso de iniciación cristiana y acompañarlo como hermano mayor.
Formulado en términos generales, lo que acabamos de decir sobre la catequesis de infancia, es expresado por el Directorio de esta manera: «El proceso catequético en el tiempo de la infancia será eminentemente educativo, atento a desarrollar las capacidades y aptitudes humanas, base antropológica de la vida de fe, como el sentido de la confianza, de la gratuidad, del don de sí, de la invocación, de la gozosa participación… La educación a la oración y la iniciación a la Sagrada Escritura son aspectos centrales de la formación cristiana de los pequeños» (DGC 178).
3. ETAPA DE LA JUVENTUD: EL PADRENUESTRO COMPRENDIDO. El Directorio, que nos viene sirviendo de guía en todo este apartado, indica respecto a la catequesis de esta etapa que «en general se ha de proponer a los jóvenes una catequesis con itinerarios nuevos, abiertos a la sensibilidad y a los problemas de esta edad, que son de orden teológico, ético, histórico, social… En particular, deben ocupar un puesto adecuado la educación para la verdad y la libertad según el evangelio, la formación de la conciencia, la educación para el amor, el planteamiento vocacional, el compromiso cristiano en la sociedad y la responsabilidad misionera en el mundo» (DGC 185).
La catequesis del padrenuestro, dentro de la larga etapa de la catequesis de jóvenes, deberá continuamente retomar el propio texto del padrenuestro y las puntuales preguntas, muy posiblemente preguntas de sentido, que en cada diálogo se susciten. Las respuestas a estos interrogantes por el sentido del mensaje (del Reino, de la voluntad de Dios, del pan compartido, del perdón de las ofensas…) del padrenuestro, irán profundizando y completando la iniciación a la fe, realizada en la etapa de infancia, hasta culminar en la comprensión del padrenuestro. En este conocimiento del mensaje, que se hace experiencia de acogida compartida, el Dios de Jesús, entrañablemente misericordioso, y la persona del joven se encuentran allí donde florece la confianza, resplandece la verdad, se vive la libertad, se comparte la misma mesa de la historia, se tiende la mano al perdón… y nos reconocemos como hermanos.
De manera natural, estas humanizadoras experiencias existenciales en la historia de los jóvenes iluminan todos los aspectos del contenido cristiano del padrenuestro, suscitan creativas expresiones celebrativas y alumbran nuevas opciones de compromiso por sembrar el reino de Dios en la historia al estilo de Jesús. Tal vez, llegados a este punto de iluminación del contenido, celebración de la fe en el Dios maternal que los llama y opción por la fraternidad como signo vivo de la voluntad de Dios, puede decirse que la catequesis del padrenuestro ha alcanzado su objetivo.
En resumen, el padrenuestro vivido en la familia, aprendido en la infancia y comprendido en todas sus dimensiones en la juventud, termina por ser encarnado en el cristiano adulto, hermano en la comunidad y padre-madre (catequista, educador de la fe…), que sigue engendrando en la fe a los más pequeños, y, sobre todo, a los marginados y abandonados por no haber tenido posibilidad de interiorizar estas experiencias desde su llegada a nuestra familia humana del mundo.
4. LA CATEQUESIS DE ADULTOS: EL PADRENUESTRO ENCARNADO. El final del apartado anterior ya adelanta, como en síntesis, lo peculiar de la catequesis de adultos en relación con la catequesis del padrenuestro. De nuevo recordamos la orientación del Directorio respecto a esta etapa catequética: «Para que la catequesis de adultos pueda responder a las necesidades más profundas de nuestro tiempo, debe proponer la fe cristiana en su integridad, autenticidad y sistematicidad, de acuerdo con la comprensión que de ella tiene la Iglesia, proponiendo en un primer plano el anuncio de la salvación; iluminando con su luz las dificultades, oscuridades, falsas interpretaciones, prejuicios y objeciones hoy presentes; mostrando las implicaciones y exigencias morales y espirituales del mensaje; introduciendo a la lectura creyente de la Sagrada Escritura y a la práctica de la oración…» (DGC 175).
Sin lugar a dudas, consideramos adultos en la fe a todas aquellas personas a quienes hacíamos referencia en los comienzos de este artículo. Personas creyentes que se atrevieron a poner por escrito, en su comentario publicado, la comprensión encamada del padrenuestro. Ciertamente, en el horizonte de su propuesta escrita está la pretensión de integridad, autenticidad y sistematicidad del mensaje del padrenuestro. Por ello, la confesión de fe de estos hermanos adultos ilumina los contenidos y métodos de la catequesis del padrenuestro en esta etapa de la adultez. Teniendo muy presentes sus aportaciones, y a modo de esbozo curricular, puede ofrecerse un itinerario de contenidos (conceptos, procedimientos y actitudes) del padrenuestro para la catequesis de adultos.
Este itinerario catequético, que nos permite el acceso a la totalidad del mensaje evangélico del padrenuestro, podría constar, al menos, de estas diez panorámicas temáticas: 1) Oración y vida de Jesús: «Pasó (Jesús) la noche orando a Dios. Cuando llegó el día llamó a sus discípulos…» (Lc 6,12-13). 2) Nuestro Padre maternal: «Dios es amor» (Un 4,8). 3) Santificado tu nombre…: «Te he glorificado en la tierra llevando a término la obra que me encomendaste» (Jn 17,4). 4) …En la presencia del Reino…: «La ley y los profetas llegan hasta Juan; desde entonces se anuncia el reino de Dios…» (Le 16,16). 5) …Porque en ella se realiza tu voluntad: «Pues yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado, que yo no pierda a ninguno de los que él me ha dado, sino que los resucite en el último día» (Jn 6,38-39). 6) Danos el pan de cada día: «Ellos contaron lo del camino y cómo lo reconocieron al partir el pan» (Le 24,35). 7) Perdónanos nuestras ofensas: «Tened sal en vosotros y vivid en paz los unos con los otros» (Mc 9,50). 8) No nos dejes caer en la tentación: «Pedro contestó: Tú eres el mecías. Y Jesús les ordenó que no se lo dijeran a nadie» (Mc 8,29-39). 9) Líbranos del mal: «No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal» (Jn 17,15). 10) Oración y existencia cristianas: «María…, sentada a los pies del Señor, escuchaba sus palabras» (Lc 10,39).
Las diez panorámicas temáticas del padrenuestro, como fácilmente se comprende, están constituidas por la invocación y las siete peticiones que articulan la expresión eclesial del padrenuestro. Se añade una primera temática que sitúa al padrenuestro en el contexto de la vida y de la oración de Jesús, como nos lo indican las tradiciones evangélicas de Mateo y de Lucas. La última de las sugerencias temáticas plantea las significativas interrelaciones de la existencia humana y la oración cristiana en la vida de todo creyente.
Cada vez que, como adultos, una comunidad cristiana o un seguidor de Jesús se acercan al padrenuestro, o lo proclaman conscientemente, o lo estudian sistemáticamente según las panorámicas temáticas sugeridas, en sus corazones contemplativos se dibujará alguno de estos interrogantes: ¿qué leemos?, ¿qué queremos decir?, ¿cómo lo interpretamos?, ¿qué nos dice a nosotros en este contexto de la historia?, ¿cómo nos atrevemos a expresarlo con la vida?, ¿qué se desea cambiar?, ¿esperamos que el deseo se torne realidad para todos?… El catequista, animador y hermano de los adultos, encontrará entre estas preguntas el hilo invisible de la pedagogía religiosa y las dinámicas de procedimiento que en cada catequesis llenen de sentido la vida, la fe y la esperanza del creyente. Quizá estos tres interrogantes, y por este orden, sirvan como pasos metodológicos para cada panorámica temática: 1) ¿Qué leemos en la Palabra, en la tradición… y cómo lo interpretamos?; 2) ¿Qué nos dice a nosotros en nuestro contexto existencial o cómo se actualiza esta palabra hoy?; 3)¿Por qué nos atrevemos a expresarlo o compartirlo o celebrarlo o vivirlo?
Este itinerario catequético que se acaba de esbozar en las líneas precedentes, puede enriquecerse y, sobre todo, completarse, desarrollarse e, incluso, aplicarse siguiendo las acertadísimas propuestas del trabajo realizado durante dos años en la Escola de teología de Tárrega bajo la animación de Ferrán Manresa6.
Para este itinerario catequético, estructurado en las diez panorámicas temáticas, conviene estar equipado en todo momento de la cercanía de la Sagrada Escritura, los documentos del Vaticano II, el CCE (2759-2865) y algunos comentarios bíblico-teológicos del padrenuestro por los que se tenga especial estima.
NOTAS: 1. Invito al lector, como primer ejercicio de motivación, a acercarse y hojear, al menos una vez, S. SABUGAL, El padrenuestro: catequesis antigua y moderna, Sígueme, Salamanca 19943, 13-46. – 2. Weimar Ausgabe (WA), Martin Luthers Werke, Kritische Ausgabe, vol. 38, 364. – 3. U. Luz, El evangelio según san Mateo 1, Sígueme, Salamanca 1993, 472. – 4. S. SABUGAL, o.c., 18. – 5. IRURE M., Padrenuestros, CCS, Madrid 1996, 3. – 6. Estas propuestas han sido publicadas en la colección Praxis de Cuadernos Institut de Teologia Fonamental de St. Cugat del Vallés (Barcelona), con el título Padre Nuestro.
BIBL.: AA.VV., El Padrenuestro, Biblia y Fe 25 (enero-abril 1983); ALEIXANDRE D., Orar con el padrenuestro, Proyecto Catequista 6-21 (octubre 1985-mayo 1987); ALONSO DíAZ J., Teología del Padre nuestro, Casa de la Biblia, Madrid 1967; BONNARD P., Evangelio según san Mateo, Cristiandad, Madrid 1983, 129-139; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAí‘OLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; ESPINEL J. L., El Padre nuestro, Ciencia Tomista 403 (1997) 205-220; HARING B., El padrenuestro. Alianza, plegaria, programa de vida, PPC, Madrid 1996; IRURE M., Padrenuestros, CCS, Madrid 1996; Luz U., El evangelio según san Mateo 1, Sígueme, Salamanca 1993, 465-494; MANRESA F., Padre nuestro, Cristianisme i Justicia, Barcelona 1989; MARTíN NIETO E., El Padre nuestro. La oración de la utopía, San Pablo, Madrid 1995; PoUILLY J., Dios, nuestro Padre. La revelación de Dios Padre y el padrenuestro, Verbo Divino, Estella 1990; SALAS A., El padrenuestro, Biblia y Fe, Madrid 1994; SCHWEIZER E., El sermón de la montaña, Sígueme, Salamanca 1990, 81-98; TARE H. J. DE, El Padrenuestro… Un itinerario bíblico, Narcea, Madrid 1994.
Carmelo Bueno Heras
M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999
Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética
SUMARIO: I. Orientación exegética – II. Padre (iAbbal) – lll. Que estás en los cielos – IV. Santificado sea tu nombre – V. Venga tu reino – VI. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo – VII. El pan nuestra de cada día dánosle hoy – VIII. Y perdónanos nuestras deudas – IX. Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores – X. Y no nos dejes caer en la tentación – XI. Mas líbranos del mal (maligno) – XII. El Padrenuestro, oración universal.
I. Orientación exegética
La oración del Padrenuestro, enseñada por Jesús a sus discípulos, se halla en los evangelios en una doble redacción: la de Mateo (6,9-13) y la de Lucas (11,2-4). En ambas se inserta en el conjunto de las enseñanzas que Jesús imparte a sus discípulos acerca del modo de orar’. Mateo, después de haber presentado a Jesús en escena, y desde el monte, como nuevo Moisés promulga la Nueva Ley: las Bienaventuranzas (5,1-12), que exigen una serie de actitudes, un nuevo estilo de ser: «Habéis oído que se dijo a los antepasados… Pues yo os digo» (5,21-22.27-28.31.32.33.34, etc.). Todo el preámbulo de la narración del Padrenuestro habla de una nueva forma de actuar; cuanto le sigue confirma este nuevo estilo 4. Y en medio de este pequeño evangelio se inserta en la plegaria que los hijos de la Ley Nueva van a dirigir a su Dios, a quien cambiarán el nombre, porque la primicia gozosa aportada por Jesús arranca de él mismo. Un Dios nuevo (Abba), una oración nueva (el Padrenuestro) y una ética nueva: «Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 5,20). Toda esta sección. en la que viene incrustada la oración dominical, se extiende desde el capítulo quinto hasta el octavo, delimitada por una clara inclusión: «Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo…» (Mt 5,1). «Cuando bajó del monte, fue siguiéndole una gran muchedumbre» (Mt 8,1). Al modo de Moisés, Jesús proclama una Ley: la del Evangelio. Esa Ley anuncia un Dios, un culto y una ética, hasta ahora desconocidos.
No es el momento de señalar la vinculación tan estrecha que deja entrever el evangelio de Mateo entre la oración y las actitudes que la deben acompañar, pero sí de no pasarla por alto. El Padrenuestro sólo puede brotar de un corazón nuevo, al igual que ese corazón limpio y transparente es el que se suplica en la oración de Jesús°.
Lucas, por su parte, sitúa el enclave de esta enseñanza en la respuesta de Jesús a la súplica de uno de sus discípulos que le pide un modelo oracional: «Y sucedió que estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar…» (11,1). Aconteció esto en la larga marcha lucana de Jesús hacia Jerusalén. En Mateo precede una introducción explicativa (6,5-8), en la que se resalta la cercanía del Padre con respecto a sus discípulos; en cambio, en Lucas va seguida de un epílogo con similar contenido al de la introducción mateana, pero añadiendo al amor del Padre el de la amistad (11,5-13). Por el contexto se infiere que la oración dominical va a ser presentada como típicamente cristiana.
El Padrenuestro refleja claramente el pensamiento de Jesús sobre la oración, aunque es imposible hoy determinar con precisión sus palabras exactas. Parece que la fórmula de Lucas se aproxima más que la de Mateo a la expresión original, bien que en este punto aún no se ha llegado a la unanimidad entre los exegetas. Aunque sustancialmente las dos redacciones son coincidentes, existen diferencias que orientan en ciertos aspectos la oración hacia perspectivas distintas. Lucas omite, en la invocación al Padre, el posesivo nuestro y la determinación que estás en los cielos, así como las siguientes frases: hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo; mas líbranos del mal (maligno); además, cambia dánosle hoy (chis sémeron) por dándonoslo cada día (dídou to kath eméran).
La versión de Mateo prevaleció en la liturgia de la Iglesia, y en algunos códices y leccionarios suplantó a la tradición lucana. Sin ánimo concordista, hay que sostener que los dos textos se necesitan y complementan mutuamente y nos introducen en el misterio original de la plegaria de Jesús. Por ello nosotros, aunque estructuremos nuestra reflexión teológica sobre el texto de Mateo, tendremos también en cuenta las perspectivas de Lucas.
A lo largo de los siglos los cristianos han descubierto en esta admirable oración todo cuanto habían soñado suplicar a su Dios y jamás se han cansado de encomiarla. Ya Tertuliano la definió como «Breviarium totius evangelii». Y santo Tomás, haciendo suyo el pensamiento agustiniano, escribió: «La oración del Señor es perfectísima; porque, como dice san Agustín, si oramos recta y congruentemente, nada absolutamente podemos decir que no esté contenido en esta oración. Porque como la oración es como un intérprete de nuestros deseos ante Dios, solamente podemos pedir con rectitud lo que rectamente podemos desear. Ahora bien, en la oración dominical no sólo se piden todas las cosas que rectamente podemos desear, sino hasta por el orden mismo con que hay que desearlas; y así esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que informa y rectifica todos nuestros afectos y deseos». Santa Teresa, por su parte, escribe admirada: «Es cosa espantosa cuán subida en perfección es esta oración evangelical, bien como el Maestro que nos la enseña… Espantábame yo hoy hallando aquí en tan pocas palabras toda la contemplación y perfección metida, que parece no hemos menester otro libro, sino estudiar en éste». Un conocido escriturista de nuestros días, que ha estudiado a fondo la oración del Señor, comenta: «Si pretendiésemos recapitular en una expresión los misterios inagotables que encierran las pocas frases del Padrenuestro, la más apropiada sería una que ha ocupado notablemente la investigación neotestamentaria de los últimos decenios: escatología en realización» (J. Jeremías).
II. Padre (¡Abba!)
La oración que Jesús enseñó a sus discípulos es ante todo una invocación o, mejor, una explosión incontenible de gozo y alabanza: ¡Abba! Todas las oraciones que se nos han conservado del Señor comienzan por esta palabra. Aunque muchos siglos antes de él, en las diversas religiones, Dios fue invocado ya con el título de Padre, hay que convenir en que dicho término estaba en relación con el de creador. Esto mismo sucedía en Israel. El mero hecho de que en el AT se denomine al pueblo de Dios, Israel, primogénito entre todos los pueblos, significa que vinculaban su filiación a la creación-elección. En muchos de los textos que poseemos en este sentido, si se leen con la debida detención, podrá observarse que la paternidad atribuida a Yahvé está hondamente marcada por la idea de soberanía (Mal 1,6). Sin embargo, no se puede pasar por alto que existen pasajes -muy pocos- en los que se sitúa la paternidad divina en gran proximidad afectiva con su pueblo. Escribe Oseas: «Cuando Israel era niño, yo lo amé… Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos… con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (11,1.3-4). No menos explícito es Jeremías: «¿Es un hijo tan querido para mí Efraím, o niño tan mimado, que tras haberme dado tanto que hablar tenga que recordarle todavía? Pues, en efecto, se han conmovido mis entrañas por él; ternura hacia él no ha de faltarme» (31,20). «A pesar de todos estos textos conmovedores, el nombre padre dado a Dios no es determinanteen el presenta Generalmente la palabra padre se presenta como apelativo de Señor… La relación se siente a partir de todo el pueblo, y no tanto a partir de cada persona»’.
Su gran sentido de la trascendencia impedía al israelita ahondar individualmente en la idea de paternidad divina, no pasando más allá de la predilección de Yahvé para con su pueblo. Parece seguro que Jesús utilizó un término propio para designar a Dios: «Abba» (Mc 14.36: Gál 4,6: Rom 8,15)». El hecho de que en el NT se haya conservado esta palabra aramea, deja suponer que los autores no encontraron otra que tradujera adecuadamente su contenido.
Jesús se ha sentido vinculado a Dios con tal intensidad, que sólo lo ha podido expresar utilizando la categoría de filiación. El no habla del Padre porque lo sea de Israel o del mundo, sino que a ese Dios que los otros confiesan creador o redentor (goel), él le siente como Padre. En esta confesión intensa de Jesús se vislumbra el mismo misterio trinitario. Sólo desde ahí podrá exclamar y sentir: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).
La conciencia humana de Jesús se siente trascendida y ensanchada por esta experiencia en la que se percibe originado en Dios ontológica y afectivamente: es el unigénito y predilecto. Esto le imposibilitaba el dirigirse a Dios con los términos comunes; ni siquiera con las fórmulas sacrales de los profetas podía expresar su interioridad. Su experiencia de filiación desbordaba todo el contenido de la Biblia. Sólo la palabra Abba lograba transmitir lo que le acontecía cuando miraba a Dios. «Abba es sin duda -escribe un autor de nuestros días- la palabra teológicamente más densa de todo el NT, ya que ella nos revela el misterio último de Jesús, que al atreverse a llamar a Dios con este término denotador de la familiaridad más absoluta, nos ha entregado su propia autoconciencia y con ello el secreto de su ser.
La comunidad primitiva siempre tuvo conciencia de esta intimidad de Jesús con Dios. Por ello, cuando pone en sus labios el término Padre, suele añadirle el posesivo mío (Jn 20,17), nunca nuestro. De este modo Dios quedaba definido como el Padre de Jesús. En adelante, Dios no podrá expresarse sino en relación con Cristo; y esto en una doble vertiente: desde él, no se revelará más que a través de Jesús; y desde nosotros, que no podremos definirle y describirle sin referencia a la historia del Señor.
Tanto Mateo como Lucas, que nos han transmitido los evangelios de la infancia, han querida poner de relieve que los orígenes de Jesús son trascendentes: viene de Dios (Mt 1,1-25; Lc 1,26-38; 2,1-38). Esa exclamación al Padre no es fruto sólo de una experiencia profética intensa de intimidad con él, sino que su unidad es tan estrecha que alcanza a su propia ontología.
Lucas resalta que uno de los discípulos interrogó a Jesús acerca de la oración mientras el Señor estaba orando (Lc 11,1), quien al terminar le dio la respuesta. ¿Carecerá de importancia este detalle? Creemos que no. Posiblemente el evangelista pretende insinuar que Jesús instantáneamente, sin un momento de reflexión, transmitió al discípulo la experiencia en que se hallaba inmerso: «Â¡Padre! (Abba), santificado sea tu Nombre…». En este sentido, huelga el añadido nuestro de Mateo, aunque en aquel evangelio el posesivo no deje de tener sentido, como veremos. Jesús transmite su mismo modo de orar o, mejor, su oración, y le dice al discípulo, que le ha contemplado en actitud orante y que probablemente ha escuchado su plegaria, que él puede hacer otro tanto. El cristiano podrá orar con los mismos sentimientos y palabras de Jesús.
El término usado por el Señor para dirigirse a Dios es un vocablo lleno de ternura y cercanía, el mismo que útilizaban los niños pequeñitos para dirigirse al padre. Aunque el «abba» no era exclusivo de los niños, como ha descubierto recientemente J. Jeremias, denotaba siempre cariño y proximidad con el progenitor. Con esta preciosa palabra Jesús abría una brecha en el misterio de Dios. A partir de ahora, Dios quedaba esencialmente orientado al hombre en la línea de la ternura. Esta experiencia del Maestro pasó a los cristianos, que no la podían sentir sin infinita conmoción. Pablo lo testifica asombrado: «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre!» (Gál 4,6).
Con razón añadió Mateo el posesivo nuestro: Padre nuestro. Porque, además de su preocupación litúrgica, la paternidad de Dios se extiende a todos aquellos que acogen y llevan a la práctica las enseñanzas de Jesús, que participan de su Espíritu, el único que puede suscitar en nosotros y hacernos sentir esta inaudita experiencia de filiación, como acabamos de escuchar a Pablo.
La palabra Padre revela la cercanía y proximidad de Dios, su ternura para con el hombre y su cuidado. «Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan. ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?» (Mt 6,26). Los evangelios presentan al Padre tan cercano al discípulo, que parece que siempre le está mirando: «Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí. en lo secreto» (Mt 6.17-18). Es más, se nos avisa de que no seamos locuaces en la oración, pues él sabe todo lo que necesitamos (Mt 6,7-8). Todos los hermosos textos del NT que ponen de manifiesto esa proximidad afectiva de Dios para con los discípulos de Jesús, sus hijos, quedan plasmados en una frase: «Confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros» (1 Pe 5.7). Nuestra filiación divina quizá sea la aportación más grandiosa de todo el NT».
Cuanto venimos diciendo pone en cuestión si el término Padre es la palabra más precisa para traducir a nuestro mundo la experiencia y revelación de Jesús. Desde esa connotación de proximidad, ternura y confianza que emergen del término Abba, posiblemente su traducción más cercana consistiría en la invocación de Dios como Madre. Es posible que la imagen de Dios que nos reveló Jesús se exprese aptamente en la relación de confianza y gozo del niño en brazos de la madre, en cuyo seno materno se ha generado, así como en la dependencia afectiva de la madre con respecto a su tierno retoño, al que siente como un trozo de su mismo ser. Se trata desde luego de una imagen-símbolo, aproximativa sólo de la cercanía del trascendente Yahvé con respecto a su criatura. Esta figura maternal de Dios no es ajena a la Biblia, ni a la doctrina de la Iglesia ; no era viable. sin embargo, en una cultura masculinizada y con tantos prejuicios hacia lo femenino. Sólo era posible enunciarla por modo de excepción. En la mística cristiana nunca ha desaparecido el intento de contemplar al Padre trascendente bajo la figura de una tierna mujer que amamanta, acaricia y lleva de la mano a su hijo. El gran destructor de sensiblerías espirituales, Juan de la Cruz, discretamente la ha insinuado.
El posesivo nuestro de Mateo nos introduce en ese misterio de filiación, participada por todos los bautizados. El mismo Cristo al final de los tiempos se identificará con cada uno de los suyos (Mt 25,31-46). «Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús», escribirá Pablo (Gál 3,26). Hecho que fue previsto por el Padre: «Eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1,5). Sería interminable la lista de textos que proclaman esta realidad. En la invocación de cada uno a Dios como Padre se reconoce la fraternidad de todos aquellos que se han acogido a la gracia de Cristo (Gál 4,4-7). De este modo. el Padrenuestro rezado en privado suena a comunitario, porque lleva escondida en su misma esencia la dimensión universal de la paternidad de Dios.
Bellísimo el comentario de Teresa de Jesús: «Â¡Oh hijo de Dios y Señor mío! ¿Cómo dais tanto junto a la primera palabra?… Pues en siendo Padre nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a él como el hijo pródigo. llanos de perdonar, hanos de consolar… llanos de regalar, hanos de sustentar»».
III. Que estás en los cielos
Circunloquio semita equivalente a celestial, muy característico de Mateo. Vendría a significar: Padre Dios o Padre Yahvé. El Dios de Jesús y el de los cristianos es el Yahvé trascendente, que ahora se ha manifestado en perspectivas de cercanía. A su vez ese epíteto -que estás en los cielos- recordaría al cristiano que, si bien Dios se ha aproximado tanto al hombre, ello no significa que no sea el Otro, el Trascendente, el Misterio. La espiritualidad cristiana siempre ha sabido conjugar admirablemente la piedad filial con el santo temor de Dios. La proximidad y la filantropía del Padre produce en el hombre el temor de ofenderle y el miedo de perderlo. También le recordará que porque él está en la tierra y el Padre en el cielo, los juicios de ambos no serán siempre coincidentes, pues Dios sigue caminos de eternidad y nosotros de tiempo. Por eso se nos prohíbe expresar su ternura para con nosotros en meras categorías terrenas. La confianza del hijo se ha de manifestar muchas veces en la aparente actuación de Dios al margen de su amor para con el hombre. Los lectores de Mateo no necesitaban en este sentido muchas explicaciones, pues el predilecto había sido abandonado, entre terribles tormentos y oscuridades en el suplicio de la cruz, a la ira de sus enemigos. La ternura del Padre no desplaza su misterio ni lo vulgariza a la simple comprensión humana.
IV. Santificado sea tu nombre
En el lenguaje de la Biblia, el nombre expresa la realidad íntima de la persona. Conocer el nombre es entrar en el misterio de quien lo lleva e incluso dominarlo. Discuten los exegetas si cuando Dios reveló a Moisés el tetragrammton sagrado YHWH, quiso manifestarle su nombre o más bien darle una evasiva. De todos modos, los judíos lo entendieron como una manifestación del secreto de Yahvé; por ello nunca se atrevieron a pronunciarlo y en su lugar hacían otras lecturas.
Es costumbre en la Biblia que casi siempre que se escoge a una persona para una misión especial, se le cambie el nombre por otro que explique su nueva dimensión o función en el pueblo. Así aconteció con Abrahán (Gén 17,5), con Jacob (Gén 32,29), con Pedro (Mt 16,18), etc.
Aquí Jesús pide al Padre que sea santificado su nombre, es decir, Dios mismo. Pero ¿qué quiere decir santificar? La Biblia entiende por santidad una cualidad exclusiva de la divinidad que puede ser participada por la criatura. En este sentido, santificar una cosa equivale a sacarla de su uso profano y orientarla y reservarla para Yahvé. Pero no es posible que Jesús pida al Padre que su nombre, o sea, él mismo se reserve para sí, lo que sería un contrasentido. Por ello muchos entienden santificar por exaltar, al modo como la oración judía qaddish lo hacía y como parece deducirse de algunos textos bíblicos en los que se santifica el nombre de Yahvé dándole culto y siguiendo su Ley (Lv 22,31-52) o reconociendo su manifestación en la creación y en la historia (Núm 20,12; Dt 32,15-17; Is 29,23). Resumiendo estos conceptos se Puede decir que santificar el nombre de Yahvé significa vivir conforme a su alianza y preceptos y, desde esa vivencia y sumisión, proclamar que se ha manifestado en la historia de Israel.
Cuando Jesús pide que sea santificado el nombre de Dios, dice algo más y lo mismo. Algo más porque el nombre que él predica de Dios ya no es el de Israel, es el «Abba». Santificar su nombre significa que todos los hombres le acepten como Padre, que se acerquen a él desde esta filiación y que lo proclamen así. Santifican su nombre, según esto, aquellos que acogen a Dios como el Padre de Jesús y de los hombres. El Señor ora y exhorta a hacer lo mismo a sus discípulos para que Dios se revele como Abba, es decir, que manifieste su reino sobre todos (Mt 18,4; Lc 18,17), el reino que se hace presente ya en Jesús y que los hombres rechazan. La petición siguiente no será sino una explicación de ésta. El nuevo nombre de Dios es «Abba» y lo santifica o exalta aquel que lo comprende así y se vive con respecto a Dios desde la filiación. Por ello a nuevo nombre se impone nuevo estilo de santificación del mismo. De este modo todo va constituyendo una novedad en el Padrenuestro.
V. Venga tu reino
Más que de reino, por el contexto se infiere que se trata de reinado. Es el reinado de Dios sobre aquellos que aceptan la persona de su mensajero, Jesús, que revela en el tiempo el proyecto eterno de Dios, concebido desde la eternidad y que ahora ha alcanzado ya su plenitud (Ef 1,4; 1 Cor 2,7; Gál 4,4). Consiste el reinado de Dios en su señorío sobre cada uno de los hombres cuando éstos le dan culto con la ética enseñada por Jesús y le confiesan y proclaman como Abba. El reino se halla en tensión, pues está ya presente, pero todavía no se ha manifestado en todo su esplendor. «Venga tu reino» es la súplica de quien pide que lo que ha comenzado Dios a manifestar en Jesús se consume, y la petición del mismo Jesús de que Dios o, mejor, el Padre siga con su plan adelante, que se manifieste a todos como Padre, que el hombre no se considere ya extraño ni forastero, porque es familiar de Dios (Ef 2,19-22). La oración dominical lleva en sí dimensiones individuales y sociales, pues la transformación del cristiano, que suplica que la verdad de Jesús se haga vida en él (Jn 16,13), conduciría a la sociedad entera hacia su consumación. El reinado de Dios toca primero el corazón del hombre, al que invita a la conversión, y desde allí alcanza el cosmos.
Para aceptar este reinado de Dios hay que hacerse como niños (Mc 10,15), naciendo de nuevo y de lo alto (Jn 3,3). No se olvide que Jesús ha comenzado su oración afirmando que Dios es Padre, lo que significa que solamente acogerá agradecido las súplicas de quienes se dirigen a él considerándole como tal, es decir, orando con actitud de hijos. Desde esa confianza que significa proclamarle Abba se le puede pedir la vida nueva que él promete y anuncia, e incluso en un momento de audacia la consumación final, «porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ‘Desplázate de aquí allá’, y se desplazará, y nada os será imposible» (Mt 17,20).
En el primer estadio de composición de la oración dominical, la petición iba orientada a que Dios llevara adelante su proyecto salvador sobre Jesús: después de la resurrección, bajo la iluminación interior del Espíritu, los evangelios abrían aún más las expectativas del reino: se pedía que se consumara en nosotros aquello que ya se había verificado en la resurrección del Señor. El «Marana tha» (1 Cor 16,22) es un grito de fe y un anhelo de esperanza cristológicos. Sólo con esta vuelta de Jesús se implantará de verdad el reinado de Dios, porque únicamente él puede reinar cuando sea todo en todos (1 Cor 15,28). Dios reinará celebrando las bodas de su Hijo con la humanidad (Mt 25,6). Pero el reinado se anticipa cuando el discípulo percibe que le invaden los sentimientos de Jesús (Flp 2,5), practica las bienaventuranzas (Mt 5,1-12) y se siente impelido a invocar a Dios como Abba (Gál 4,6). «Y, en fin, dicho de modo completamente realista -escribe R. Guardini-, el reino de Dios significaría que le perteneciéramos, que fuéramos en cuerpo y alma propiedad suya». La interpretación mística, a su vez, comenta: «El gran bien que hay en el reino del cielo… es ya no tener cuenta con cosas de la tierra: un sosiego y gloria en sí mismo, un alegrarse de que se alegren todos, una paz perpetua, una santificación grande en sí mismos, que les viene de ver que todos santifican y alaban al Señor y bendicen su nombre» (Camino de Perfección 52, 2).
VI. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo
Esta petición es exclusiva de Mateo, quien, «remedando probablemente la oración misma de Jesús, quiso interpretar el sentido de la petición anterior: el Padre reina sobre quien hace su voluntad. en quien la realiza ‘en la tierra’ con la perfección que los ángeles la cumplen ‘en el cielo’ . Mateo pretende enseñarnos que el cristiano conoce que el reino ha venido a él si hace la voluntad de Dios, si vive adherido a su proyecto. El hombre ha de someterse al plan de Dios; sólo de este modo Dios reina y el reino viene sobre los hombres» Creemos que cuando Mateo emplea la palabra cielo está pensando en los bienaventurados que viven con Dios. Viven ya en la casa del Padre-Dios-Rey, gozosos y en comunión plena con el querer divino.
Pero ¿cuál es la voluntad de Dios?; o mejor, ¿en qué consiste? La voluntad de Dios es Cristo; y consiste en aceptarle y seguir el camino por él trazado: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (Mt 17,6). También Juan parece esclarecernos el misterio de la vida eterna donde los bienaventurados cumplen la voluntad divina: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).
En la unión con Cristo, el hombre hace la voluntad de Dios. Pero la unión con el Señor no sólo tiene connotaciones psicológicas. No vale decir: Señor, Señor (Mt 7,21); es necesario cumplir los mandamientos: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). Por otra parte, Jesús siempre hace lo que agrada a Dios, vive pendiente de su mandato, que es vida eterna. Entramos en comunión con la voluntad de Dios comulgando con la de Jesús.
En el momento de Jesús, la petición que comentamos tenía unas características muy concretas; iba orientada a que el proyecto mesiánico del Padre fuera adelante. Mateo y Lucas nos han recordado cómo el tentador quería desviar el mesianismo del Señor y cómo Jesús rechazó la tentación y proclamó que el supremo alimento se halla en la palabra de Dios. Tampoco pasaría por alto a los evangelistas, a la hora de redactar estas frases, la escena de Getsemaní en la que Jesús proclama con su actitud la soberanía de la voluntad del Padre sobre la suya. Así, el cristiano tiene que santificar el nombre de Dios, plegándose en toda circunstancia a su voluntad; entonces Dios es Padre, su nombre es santificado y su reinado viene.
En la tradición espiritual esta petición resume la esencia de la santidad cristiana. La santidad queda reducida al cumplimiento de esta voluntad. Incluso los grandes místicos hallarían aquí el criterio más seguro para determinar la obra de Dios en las personas. Esta misma tradición situaría la voluntad de Dios primeramente en la así llamada imitación de Cristo y más tarde en el seguimiento. El cristiano ahora no tiene que mirar al Padre para descubrir su querer, pues en Cristo se ha expresado con toda claridad. «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo», escribiría Pablo (1 Cor 11,1). Cristo. pues, es la voluntad de Dios y su expresión viviente. En este mismo sentido y contexto se expresa san Juan de la Cruz: «Porque en darnos como nos dio a su Hijo, que es una palabra suya -que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez»
VII. El pan nuestro de cada día dánosle hoy
En este inciso nos encontramos con alguna divergencia entre la tradición de Mateo y la de Lucas. Mateo dice que se nos dé hoy (sémeron) el pan; Lucas, por su parte, especifica que se nos dé cada día (kath eméran). Además, en ambas redacciones nos topamos con una palabra de difícil traducción y que es prácticamente desconocida fuera del NT. Me estoy refiriendo al calificativo del pan que pedimos, epioúsion. Las versiones de que ha sido objeto se reducen a las siguientes: de cada día, del mañana, necesario, supersustancial, etc.
Joachim Jeremias, apoyado en la autoridad de san Jerónimo, que sostiene que en el Evangelio de los Nazarenos se interpretaba del pan del mañana, acepta esta lectura, y lo interpreta en sentido escatológico: pan de la salvación. Es indudable que el pan puede significar aquí el banquete, la comida, etc., y en el NT se alude a este banquete escatológico. A pesar de ello, este autor no niega que no quede implícito el pan material, el que proporciona al hombre su sustento.
Creo, sin embargo, que no es necesario acudir a tal lectura para llegar a conclusiones similares. Esa palabra extraña, introducida intencionadamente por los dos autores para traducir el pensamiento de Jesús, nos lleva a pensar en un pan especial, cuyo significado se esclarece, a mi parecer, en la respuesta de Jesús al tentador, que le sugiere precisamente convertir las piedras en pan: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4; Lc 4,4). Jesús habla del pan de la palabra como verdadero sustento del hombre, pero por ello no descuida el multiplicarlo para dar de comer a quienes se han olvidado de llevarlo por escuchar su evangelio’. Es el mejor comentario: «No andéis, pués, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?… Pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal» (Mt 6,31-34).
En el pasaje de Mateo, además del pan material o, mejor, junto con él, al mismo tiempo, se pide el espiritual, el reino que viene, la palabra de Dios y el cuerpo de Cristo. Este es el pan necesario. Si sólo se pidiera el material, se podía contradecir al mismo Señor, que nos dice que no sólo de él vive el hombre; si sólo el espiritual, habría lugar para pensar que al Padre no le importa la vida terrena de sus hijos, y se haría una auténtica vivisección en la existencia humana. En el material, sin duda, se incluye el espiritual, pues es su símbolo. Por consiguiente, aun cuando el discípulo sólo pidiera el pan terreno, si vive en el espíritu de Jesús, suspiraría por el del cielo. Un conocido escriturista de nuestros días nos aclara el enigma: «El pan de nuestras mesas -escribe-guarda relación con el ‘pan verdadero’, de manera que los Padres no sabían si había que interpretar de aquél o de éste aquella petición del Padrenuestro: ‘Danos hoy nuestro pan’. Una comida fraternal no deja de guardar cierta relación con el banquete del reino, de la misma manera que dos esposos que se aman viven a su manera el misterio de Cristo y de la Iglesia. Toda comunión humana auténtica es un bosquejo de la última realidad; es ya el reino en su sombra, que se proyecta anticipadamente, en su realidad esperada. Todas las comidas que Jesús celebraba con los suyos, con los pecadores, la multiplicación de los panes entre las turbas que le seguían, todo aquello llevaba consigo el secreto del reino. Sin un vinculo entre los comienzos y la escatología, ¿habría podido Cristo definirse como el verdadero pan, el verdadero esposo? ¿Habría sido el reino el verdadero banquete?». Parafraseando el pasaje de Mateo, podemos traducirlo de la siguiente manera: «Danos el pan necesario, vital: tu palabra, tu cuerpo y por añadidura el alimento sin el cual no entendemos el evangelio de tu palabra ni el gusto de tu cuerpo». Un pan nos invita al otro, y viceversa. No podemos olvidar que, a la hora de redactarse los evangelios, los discípulos vivían la experiencia del resucitado con gran intensidad.
Lucas parece esclarecer el significado de este vocablo al pedir el pan para cada día (kath eméran), alusión velada a aquel otro pan, el maná (Ex 16,4), que el pueblo debía recoger cada día. Su mejor comentario se halla en He: «Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón» (2,46).
Por lo demás, ambos evangelistas parecen esclarecer su pensamiento al hablar de la eficacia de la oración. Mateo afirma que el Padre dará bienes a quienes se los pidan (7,11), y Lucas concreta estos bienes en el Espíritu Santo (11,13). El Padrenuestro -oración de Jesús- debe expresar su pensamiento central: «Breviarium totius evangelii»; por eso debe ser leído en el contexto del mismo. En el Evangelio, como hemos visto, los banquetes en general, y principalmente las comidas de Jesús con sus discípulos, preanuncian el banquete mesiánico. Así ha leído la patrística este pasaje. Se trata del pan de Dios, que «baja del cielo y da vida al mundo… Señor, danos siempre de ese pan» (Jn 6,33-34).
VIII. Y perdónanos nuestras deudas
Jesús sabe que el discípulo puede no responder a las exigencias del reino y a las del Padre, que tan particularmente se le ha revelado. Por ello nos enseña la petición del perdón. La palabra deudas (opheilémata) es un término griego que en su sentido clásico equivale a la deuda material. Por el contexto del pasaje, sin embargo, se ve claro que se refiere a la no correspondencia al don de Dios. Por ello Lucas ha preferido denominar este hecho amartías (pecados). El pecado consiste en no haberse dejado guiar siempre por el espíritu de las bienaventuranzas, que, como dijimos, son la ley evangélica. La constante invitación a la conversión deja entrever que el cristiano se halla en un auténtico combate espiritual, del que no siempre sale tan victorioso como sería de esperar. También la parábola del hijo pródigo manifiesta a las claras esta realidad. Como reconoce el conocido exegeta C. Spicq, todo el NT prevé una segunda metánoia. Estar en deuda con Dios significa no mantener siempre la actitud de hijo, ni comportarse desde la experiencia del Abba, ni haberle imitado «como hijos carísimos» (Ef 5,1-2). No solamente la deuda ha de consistir en la ruptura con el Padre, sino también en la disminución de la intensidad afectiva hacia él, porque «si existen grados en la vida (Jn 10,10), es decir, en la gracia (Rom 5,17) y en la caridad (Lc 7.47), los ha de haber también en el pecado y en la muerte». Gracias a la operación del Espíritu Santo, que hace vivir (2 Cor 3,6), los cristianos «son liberados del pecado y de la muerte» (Rom 8,2); pero en virtud del foco de concupiscencia que permanece en su carne, cada uno de ellos es un herido, un enfermo o, mejor, un convaleciente que necesita explotar las nuevas fuerzas de que dispone para consumar su liberación de la amartía». De todas estas deficiencias y faltas de amor pedimos al Padre nos perdone. Aunque al principio de este apartado decíamos que la palabra deuda es de origen profano, no es desacertado emplearla aquí, pues todo nuestro ser le pertenece; cuando nos lo reservamos se lo adeudamos, estamos en deuda con él».
IX. Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores
¿Qué quiere decir «así como nosotros perdonamos»? ¿Será una condición que, de cumplirse, exigiría el perdón de Dios? Casi todos los comentaristas se plantean esta cuestión y la resuelven negativamente. No se trata de una condición desvinculada de la acción divina. Esta condición la pone el mismo Dios en el hombre, ayudándole con el auxilio de su gracia a que se abra a su hermano y le acoja. El Evangelio insiste con mucha frecuencia en este perdón previo con frases muy similares a esta que comentamos. Con lo cual se enseña que el discípulo que se atreve a pedir perdón al Padre para sí, debe él, a su vez, tener entrañas de misericordia para con su hermano; en otros términos, ha de mostrar para con el otro la misma actitud que le gustaría tuviera el Padre hacia él. No puede ser de otro modo, pues, como antes recordábamos, el discípulo tiene que imitar al Padre como «hijo carísimo» (Ef 5,1-2). No se trata, pues, de una condición, sino más bien de una actitud que revela que su plegaria se origina en el Espíritu Santo, pues su alma se halla envuelta en la caridad sin límites hacia los demás.
Sería un contrasentido que alguien se atreviera a pedir perdón al Padre y no lo ofreciera a su vez a los otros hijos de Dios. La petición, además, a mi entender. entraña un claro sentido psicológico. No olvidemos que el Señor está enseñando a orar a sus discípulos y quiere manifestarles las actitudes que él exige: acercarse a la oración perdonando: «si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar. te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5,23-24).
Pero es más; en el contexto de los evangelios, el perdón no sólo se refiere al hermano, sino que debe alcanzar a todo hombre; ser universal». La palabra deudores tiene aquí el mismo matiz que la deuda del inciso anterior. Todo cristiano se debe a su hermano, y cuando no le corresponde en la línea del Evangelio, se le sustrae y queda en deuda con él.
Como hemos dicho, el perdón debe ser sin límites, siempre que se nos lo suplique (Mt 18,21-22), al igual que el de Dios. De este modo, a través de nuestro perdón llega el del Padre a nuestros hermanos y a todos los hombres.
X. Y no nos dejes caer en la tentación
Reconoce J. Jeremias que esta petición es sorprendente. Además, según el mismo autor, parece que no guarda el paralelismo de las anteriores. En este sentido, escribe: «Este final conciso y de un solo miembro tiene sonido abrupto y duro». Pero la sorpresa se acrecienta si tenemos en cuenta el sentido literal de la misma, que es como sigue: «Y no nos introduzcas en la tentación». Sabido es que el concepto de tentación en algunos textos significa algo muy próximo al pecado (Mt 26,41). Ya Santiago advierte que nadie diga que es tentado por Dios (1,13). Pero en otros pasajes la tentación es sinónimo de prueba; quien la soporta es alabado: «Porque eras acepto a Dios fue necesario que la tentación te probara» (Tob 12,13-14). La palabra introduzcas (eisenegkes) puede y debe ser traducida, como se infiere de textos paralelos, por permitir. Indudablemente se trata de un semitismo. El sentido sería: no permitas que caigamos en la tentación.
La tentación tiene aquí una connotación muy especial. Se refiere principalmente a la prueba definitiva y escatológica; está en la línea de la sufrida por el mismo Jesús al comienzo de su vocación mesiánica, y que podríamos versar por no permitas que caigamos en la tentación de rechazar tu reino que viene.
Junto con esta tentación de marcado carácter escatológico se hallan la otras, las de cada día. que pueden obstaculizar en mayor o menor grado la apertura a ese reino que ya se manifiesta en Jesús, la alegría del hermano y la difusión de la palabra.
Se incluye aquí también la tentación de no llevar a la práctica esas enseñanzas de Cristo que tanto Lucas como Mateo han situado alrededor de la plegaria dominical (Mt 5.13-17; 1,29. Lc 6,27-49; 12,4-48). El cristiano sabe que Satanás no descansa; «Â¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder de cribaros como trigo» (Lc 22,31); no ignora que anda dando vueltas en torno a ellos. buscando a quien devorar (1 Pe 5.8). De todas estas tentaciones le pide a Dios que le saque victorioso.
XI. Mas líbranos del mal (maligno)
Este inciso final es exclusivo de Mateo. Su última palabra, «mal», puede ser traducida también, y así lo hacen gran número de exegetas, por maligno. Desde un punto de vista lexicográfico, e incluso ideológico, caben ambas traducciones. No pocas veces en el NT Satanás viene designado con este término. Dada su presencia en las tentaciones del Señor que se hallan al fondo de este pasaje, nos inclinamos a pensar que la palabra poneroú se refiere al diablo como ser personal (líbranos del maligno). En esta petición se incluye el deseo de ser librados de todo mal. Satanás personificaría aquí todas las fuerzas que se oponen al Evangelio. El clamor por la liberación del maligno recorre la Biblia de un polo al otro (Gén 3,16; Ap 3,10).
XII. El Padrenuestro, oración universal
Tienen razón Agustín y Tomás: la oración del Señor es perfectísima, pues en ella se hallan expresados los sentimientos de Jesús, de los apóstoles y de la Iglesia entera. Ella recoge el tiempo anterior a Pascua cuando Jesús oraba e invitaba a hacer lo mismo a sus discípulos para que Dios llevara adelante su proyecto mesiánico, viniera su reino y fuera proclamado Abba por todos los hombres. En el Padrenuestro también resuena el clamor de los discípulos, que en los días posteriores a la resurrección y Pentecostés anhelan la vuelta definitiva de Jesús. Venga tu reino significa ahora «Marana tha»: Ven, Señor. Eran los tiempos en que san Pablo suspiraba por verse desatado de este cuerpo para estar con Cristo (2 Cor 5,8), o cuando los autores neotestamentarios enseñaban que Dios no retrasaba su llegada (2 Pe 3,9).
Es la oración de la Iglesia de todos los tiempos. En ella se contiene el deseo de la gloria de Dios. En medio de un mundo de ateos y agnósticos, la oración dominical es una melodía extraña que le advierte al cristiano que Dios está cerca, que, aunque a oscuras y en la noche, se deja sentir. Es la oración de la comunidad, en la que, «al partir el pan» de la Eucaristía, Dios responde a la demanda de sus hijos: «el pan nuestro de cada día dánosle hoy», invitándoles, a su vez, a compartir el pan del sustento terreno. Es la oración ecuménica; recitándola, los cristianos se sienten hermanos y las diferencias suenan extrañas. Es la oración del perdón universal, pues cuando pedimos al Padre que olvide nuestros pecados, le ofrecemos el perdón para todo hombre, sin distinción. Es universal también, porque proclamamos el señorío del Padre, la universalidad del pecado, la debilidad del hombre, el deseo de que el cosmos se transforme, la necesidad de vivir en fraternidad. En el Padrenuestro se une lo de arriba (Dios) con lo de abajo (el hombre), el cielo donde se halla el Padre y la tierra donde estamos nosotros. Porque el reino viene de arriba, pero no se implanta sin la colaboración de abajo: Dios y el hombre, la naturaleza y la gracia, la creación y la redención. «Breviarium totius Evangelii»: Un compendio perfecto del Evangelio.
S. Castro
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Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad
La oración llamada p. se encuentra en dos tradiciones concurrentes, en Mt 6, 9-13 (con comentario en 14-15) y en Lc 11, 2ss. Ambas redacciones son no sólo espejo de cada ámbito litúrgico de tradición, sino también expresión de una posición distinta frente al final próximo. En conjunto, el p. según Mt parece haberse conservado más originariamente (hasta la súplica final en Mt). Pero entonces el auténtico problema teológico del p. consiste en que, siendo la plegaria de la comunidad (o un modelo de oración; Mt 6, 9: oútos), no contiene ningún elemento originariamente cristiano: en él no se habla de la persona de Jesús ni de la redención obrada por él; ésta se espera más bien para el futuro, y vendrá por la irrupción del reinado de Dios. Para la actualidad se pide la preservación de la angustia y la culpa escatológicas ante el juicio que se aproxima. Este tipo de plegarias se encuentra también, p. ej., en las «dieciocho oraciones» del judaísmo coetáneo (cf. 3: tú eres santo, y tu nombre es terrible; 4: Padre nuestro, danos en la gracia el conocimiento de ti; 5: tú cuidas de los vivos; 6: perdónanos, Padre, porque hemos pecado contra ti. Lava nuestras maldades; 7: redímenos por tu nombre; 9: bendice también este año para el bien en toda clase de beneficios. Harta al mundo; 11: reina sobre nosotros, tú sólo; 18: da tu paz a Israel; 13: danos buena retribución, porque hacemos sólo tu voluntad). Sería una apologética falsa el sostener que las plegarias judías son sólo nacionales, pero que el p., por el contrario, está orientado religiosamente. La ausencia de elementos específicamente cristianos en el p. es una de las razones de su lugar inseguro en las liturgias.
La versión de Mt está encuadrada en una parénesis sobre la práctica religiosa (limosnas, oración, ayuno) que abarca 6, 2-18; aquélla se articula por reglas de la comunidad según el esquema ótan + 2ª. persona. Mt comenta el p. ya antes de ofrecer el texto. El p. se distingue de las profusas oraciones de los paganos. Los justos saben que Dios conoce sus preocupaciones antes de que ellos oren (v. 8). Para Mt el p. no es una súplica por las necesidades, sino más bien una llamada a Dios para que preserve la comunidad de los justos en el tiempo final, y con ello glorifique su nombre, es decir, se glorifique a sí mismo. Las dos mitades del p. (invocación con tres imperativos en 3ª. persona; tres imperativos en 2ª. persona unidos por «y», cuyo objeto es pedido para «nosotros») están, por consiguiente, subordinadas en su contenido: la ostensión del poder divino (objeto de las tres primeras súplicas), según las tradiciones mismas que parten de Dt, Ez y Dan, sólo puede realizarse por el hecho de que Dios guarde seguro y puro a Israel, o a la comunidad de los justos, en todas las calamidades del tiempo final. La comunidad de los justos es el medio por el que Dios demuestra la santidad de su nombre y el hecho de que él reina; cuando esta comunidad, para la cual él es padre, supera victoriosamente el tiempo final y el juicio, se habrá mostrado esa santidad.
Parece que la invocación se ha conservado más originariamente en Mt que en Lc (cf. Lc 6, 35 y Mt 5, 45; Lc 11, 13 y Mt 7, 11; cf. además Mt 5, 45 y 48; 6, 1 9 14 y 26). La invocación «padre nuestro» no es aquí típica para la relación de Jesús o de los discípulos con Dios, sino que se encuentra en las fórmulas judías de oración. Como ejemplos del AT podemos aducir: Is 63, 16 (LXX: emon eí pater); 64, 7 (pater emon sy); es importante el texto de 1 Par 29, 10 en los LXX: ó pater emon (texto masorético: Dios de nuestro padre Israel); en el judaísmo tardío esa invocación se encuentra en Sab 14, 3 (pater), en el apócrifo de Ezequiel (= 1 Clem 8, 3: pater), en 3 Mac 6, 3 (pater al final de la plegaria), en Testls 8, 10 (pater), en las oraciones del schemone esre (b Rez 5; p Rez 4.6: abinu) y en la plegaria de año nuevo abinu malkenu. La invocación «nuestro padre en el cielo» se halla en el seder eliyabu 7 (33j y en tama debe eliyahu 21. La localización «en el cielo» no designa la trascendencia de Dios, sino que inicia el principio – desarrollado a continuación – según el cual lo que sucede en el cielo ha de realizarse también en la tierra. Por consiguiente, el cielo es el ámbito especial del dominio de Dios, en el cual su poder está ya asegurado (cf. para ello 1QM 12, Iss 7). El pensamiento de esta correspondencia entre cielo y tierra no es en modo alguno meramente escatológico y futuro, sino que corresponde a las concepciones de la -> apocalíptica y se halla en TestSal 20, 15 (lo que acontece en el cielo sucede también en la tierra) y en Ascls 7, 10 (Quia sicut est in terca, ita est et in firmamento).
La súplica de la santificación del nombre de Dios se encuentra ya en la tradición que parte de Ez (20, 41; 28, 22; 36, 23). Dios muestra que su nombre es santo en cuanto al final de los tiempos (o sea, en el juicio) hace que Israel triunfe sobre los pueblos. Aquí la ßasileia que viene no es un reino, sino el hecho de que Dios reinará (cf. el targum sobre Miq 4, 7: «Se manifestará el reinado de Dios», en lugar del texto masorético: «Yahveh dominará como rey»). De una venida del reinado de Dios se habla también en Mc 9, 1; Lc 22, 18; cf. Mt 12, 28; Lc 11, 20. Por lo que se refiere al contenido del reinado de Dios, éste no significa otra cosa que la imposición de la voluntad divina; un lugar verbalmente paralelo, apenas tenido en cuenta, se encuentra en JosAnt vr 11 (Abraham pide la realización de un juicio justo: Fiat voluntas Dei). Mt 26, 42b, frente a la base de Mc, ha configurado también la oración del huerto de los olivos guiándose por el texto del p., y así pone en boca de Jesús: genetheto to thelema sou. Con esto Jesús se convierte en modelo de la comunidad orante; él entiende su pasión como una parte necesaria en la serie de los últimos acontecimientos que conducirán finalmente al triunfo de Dios. También en otras partes acentúa Mt el sufrimiento de los justos, que después recibirá su oportuna recompensa. Por tanto, Mt entiende esta frase no sólo en el sentido de la imposición de la gloria de Dios (según el sentido originario del p.), sino que, en el marco de su teología de la retribución, incluye además en el «hágase tu voluntad» el sufrimiento necesario para alcanzar el premio.
Indirectamente, con la significación originaria de esta petición se alude también a la oposición a Dios que se da en la voluntad pervertida de las criaturas caídas, las cuales eligen su propio deseo (cf. Hen[eslavl 7, 3; JosAnt 44, 1).
Las súplicas dirigidas a la comunidad en la segunda parte de la fórmula empiezan con la petición del pan apara mañana» (o bien: el «normal», así mótar en este lugar del Evangelio de los nazareos; o bien: el «necesario» o el «del eón futuro»; la significación de epioúsios es discutida debido a la documentación escasa), que Dios ha de dar hoy a la comunidad. Puesto que en las «dieciocho oraciones» se encuentran claros paralelismos, de hecho podría tratarse ante todo de la petición de la sustentación necesaria, formulada mediante la representación de que Dios alimenta la comunidad día por día. Esta concepción se deriva del cuidado de Dios respecto de la creación según los libros sapienciales (cf. Sal 104); y en consecuencia queda expresada en formulaciones sapienciales y no primariamente escatológicas, como en Mt 6, 34 (cf. también la petición de pan en Prov 30, 8, texto masorético). La súplica tiene un sentido especial para el fin de los tiempos, cuando se producirá una conmoción general de las ordenaciones del mundo. Pero en todo caso Dios cuida de una manera concreta de los justos y, por cierto, cada día de una manera nueva.
La súplica siguiente de la remisión de la culpa se caracteriza por el hecho de que la acción de Dios en los justos es comparada con la de éstos respecto de sus deudores. Detrás de la formulación de la comparación podría estar la concepción del condicionamiento recíproco de ambos perdones de la culpa. El pensamiento es frecuente en Mt (5, 21-26; 18, 23-35), se encuentra también en el fragmento de Mt 11, 25, formalmente emparentado con Mt 6, y a su vez está ya prefigurado en el judaísmo (Arist 208; Eclo 16, 14; TestZab 8, 1). Mt comenta esta súplica en los versículos 14, 15, presentando un condicionamiento mutuo por el que el perdón divino depende del concedido a los hombres (es distinto 18, 23ss, donde se presupone que Dios ha perdonado al justo). Más claramente que las dos súplicas anteriores se puede interpretar la súplica de la preservación contra la tentación en sentido escatológico. La concepción ahí latente corresponde a aquellos estratos más antiguos del AT (Yahvista) según las cuales Yahveh mismo examina y tienta; en estratos más recientes esta función es asumida por seres intermedios caídos (-> demonios, -> diablo). En el p. no se trata de una tentación de tipo educativo, como en la literatura sapiencial; más bien, en el NT las tradiciones apocalípticas (p. ej., Mc 13; Lc 22, 31; Ap 3, 10) hablan de tentaciones para los justos al final de los tiempos.
La súplica final, que falta en Lc, podría ser originaria de Mt. Con la raíz ponérós Mt designa todo lo que, como antípoda de Dios, se opone a la comunidad cristiana al fin de los tiempos (cf. Mt 13, 19 y Mc 4, 15; Mt 5, 37 39; 13, 38). Por el contenido la súplica final corresponde exactamente a las tres primeras peticiones del padrenuestro.
Para la redacción lucana del p. se debe contar con la posibilidad de que la segunda súplica originariamente sonara: «Venga tu Espíritu Santo sobre nosotros y nos purifique», a lo que seguía la petición del pan. Esta forma de lectura está documentada en los códices minúsculos 162 y 170, en Gregorio de Nisa (PG 22, 1157 C), en Máximo el Confesor (PG 90, 840) y en Marción (según TERTULIANO, Adv. Marc. iv 26, 3). Con esta formulación Lc ha sustituido la súplica del reino, pues en él la expectación de un fin próximo deja paso a la idea de una irrupción segura y repentina del fin (por esto se debe orar en todo momento; 18, 1-8); y, por otro lado, la oración de la comunidad se refiere primariamente al Espíritu, cuya venida presente sustituye ahora la aparición del reino (cf. Act 4, 31 y especialmente Lc 11, 13 contra Mt 7, 9ss; Act 1, 6ss). Lc modifica la petición del pan por la adición tó kath’eméran. Puesto que este giro se encuentra igualmente en Act 2, 46, y también en Lc 9, 23 es signo de una reflexión teológica; se ha pensado sobre la posibilidad de que la súplica del pan aquí se entienda ya en sentido eucarístico. Puede decirse con certeza, cosa que hasta ahora ha pasado desapercibida, que la secuencia de la petición del Espíritu y la del pan en la forma originaria de Lc está en relación con la constitución de la epiclesis. Insinúa esto ya el aspecto formal de que bastantes epiclesis empiezan con élthato o veni, palabra que introduce la petición del Espíritu para la transformación del pan. Sin duda, pues, la petición lucana del pan fue interpretada aquí eucarísticamente.
En la tradición siguiente el p. fue primero una oración privada. Según Did 8, 3 (texto con doxología ya) debe rezarse tres veces al día (igual AMBROSIO, De Virg. Jll 4, 19; al levantarse y al acostarse; también Agustín, Nicetas de R., Teodulfo de Orleáns). En esta función el p. ha sustituido el schema judío, el cual debido a su introducción («Oye, Israel…») no era utilizable para los cristianos. El p. tiene gran importancia ya en tiempos de Tertuliano (De Orat. 1: legitima oratio) y de Cipriano (publica et communis oratio). Tertuliano es también el primero que interpreta eucarísticamente la petición del pan (De Orat. 6). Dentro de esa línea el p. aparece a finales del siglo IV como oración de comunión (Cirilo de Jerusalén, Jerónimo, Ambrosio); pero ya mucho antes la petición del Espíritu y del pan (Lc) influye en el principio de las epiclesis (cf. el Veni sanctificator de la misa). Y fue igualmente operante la súplica de perdón. El enlace de la petición del pan con la de perdón antes de recibir la comunión, repercutió fértilmente en el desarrollo de confesiones de las culpas y de súplicas de perdón en relación con el rito de la comunión y de la misa.
En la liturgia bautismal el p. se confió a los candidatos poco antes del bautismo (disciplina del arcano). En la edad media el p. en parte fue rezado al final de las intercesiones y en relación con la predicación. Esta situación insegura del p. en el marco de la liturgia se debe a la dificultad de armonizar las concepciones judías sobre el reinado de Dios y la comunidad de los justos con las ideas sobre el sacramento en el paulinismo vulgar. La inclusión de la petición del Espíritu por parte de Lc y, en relación con ello, la interpretación eucarística de la súplica del pan, son ya indicios de un intento de armonización, eliminando la expectación del reino de Dios. Una interpretación adecuada del p. como plegaria de preparación a la comunión deberá enlazar la interpretación de la petición del pan con el pensamiento del futuro banquete celestial en el «reino», por cuya venida se ruega. En este sentido, las tres primeras súplicas pueden influir en una comprensión más bíblica y escatológica de la cena del Señor, puesto que ésta es una anticipación de la comunión celeste con el Hijo del hombre.
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Klaus Berger
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica